El problema de ser demasiado bueno - Xavier Guix - E-Book

El problema de ser demasiado bueno E-Book

Xavier Guix

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Un manual de psicología para los que confunden ser una persona buena con dejar de ser uno mismo, no generar ningún conflicto, no desobedecer o cumplir siempre con las expectativas ajenas. El mundo está lleno de buena gente, solo que algunas personas aprenden a ser tan buenas y obedientes, tan perfectas e ideales que sufren horrores cuando no lo logran. Siguen siendo niños y niñas buenos aunque ya les pesen los años. Su mayor inquietud es sentirse incapaces de dejar de ser buenas, desobedecer o generar conflictos. Les agobia no cumplir con las expectativas ajenas y llegan a angustiarse por temor a ser rechazadas. Estas personas practican la «mala bondad», una cadena de comportamientos basados en la obediencia y el portarse bien por temor, en el fondo, a la desaprobación de los demás. Xavier Guix nos proporciona en este libro un impagable mapa de situación. Disecciona la «mala bondad», su origen y consecuencias. Asimismo, pone en valor la importancia de sanar nuestras heridas, y nos orienta al cambio con pautas concretas para dejarla atrás en nuestra vida diaria. La crítica ha dicho... «Hacía años que no me sorprendía tanto un libro de psicología». Francesc Miralles «Xavier muestra, con su habitual claridad y perspicacia, el viaje que emprendemos desde la infancia a lo que denomina "mala bondad"». Sònia Fernández Vidal «Escrito con magistral estilo. Descubrirás las razones por las cuales las personas buenas pueden perjudicarse a sí mismas haciendo el bien». Antoni Bolinches

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EL PROBLEMA DE SERDEMASIADO BUENO

 

 

 

© del texto: Xavier Guix, 2024

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Primera edición: marzo de 2024

ISBN: 978-84-19558-72-5

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Anna Juvé

Maquetación: Àngel Daniel

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

Xavier Guix

EL PROBLEMA DE SERDEMASIADO BUENO

ÍNDICE

PRÓLOGO

INTRODUCCIÓN

PRIMERA PARTE: CÓMO SE CONSTRUYE LA MALA BONDAD

1. Una nota sobre el ser y el deber

2. Los cuatro principios de la mala bondad

3. Los tres impulsores básicos

4. Haciéndole la autopsia a la mala bondad

5. Las cuatro neuras mayores del buen neurótico

6. La ansiedad de ser uno mismo y serlo con los demás

7. Perfiles de mala bondad

SEGUNDA PARTE: EL REENCUENTRO CON UNO MISMO

8. Si no hay bondad con uno mismo, hay mala bondad

9. El niño bueno teme la sombra del niño malo

10. Trabajando las heridas: sobre la ansiedad, la vergüenza, la intimidad y la culpa

11. Orientarse hacia el cambio

12. Pautas para dejar de practicar la mala bondad

13. El eneagrama y la mala bondad

14. La bondad de la buena y la soberanía del bien

15. La bondad en acción

A Davinia Qui, uno de los corazones más puros que amo.

A mis prescriptores, Francesc Miralles, Àlex Rovira,Sònia Fernandez Vidal y el maestro Antonio Bolinches.Todos tienen en común bondad de la buena.

A mis amigos y mentores Jaume Soler y Mercè Conangla,inquebrantables en amor y autenticidad.

A todos los que por unas horas se convierten en pacientes.Gracias a su testimonio ha podido escribirse este libro.

PRÓLOGO

Este libro apuesta por hacer pedagogía del significado de la «bondad», una virtud urgente y necesaria que, sin embargo, se ha convertido para algunos en algo distorsionado e indeseado.

No es extraño que así sea. Muchas personas han sufrido en sus propias carnes la imposición de lo que Xavier Guix llama «bondad mala» y, por tanto, rehúyen o rechazan este valor. El significado incorrecto o distorsionado y la falta de ejemplos adaptativos de lo que supone ser una persona bondadosa, hace que así sea.

Hay demasiadas confusiones sobre las cuales es preciso reflexionar, clarificar y corregir. Porque, de no hacerlo, dejamos de educar y fomentar el necesario valor de la bondad. Y esto tiene consecuencias muy negativas tanto para nuestra vida personal como social.

No es fácil practicar la bondad-virtud en un mundo en el que las palabras se desvirtúan, tergiversan y pervierten, y donde el mandato de «ser bueno» se ha convertido en una herramienta de control y de poder sobre las personas.

Xavier Guix nos regala en este libro un buen mapa de situación. Nos habla de la «mala bondad» y de su origen y consecuencias. Nos habla de los moldes con los que nos educaron, domesticaron o encerraron y del dolor totalmente evitable que causó a muchas personas al intentar encajar con dichos modelos. «Ya no somos, nos convertimos en lo que se esperaba que fuéramos».

No. Quedar bien, portarse bien, no dar demasiados problemas, ser una persona sumisa y seguir las pautas de la autoridad no es ser bueno. No es lo mismo ser una persona bondadosa que buenista.

Xavier Guix comparte con los lectores, de forma generosa, algunas experiencias personales y familiares de su infancia y juventud. Nos cuenta cómo le afectaron determinados mandatos, cómo tomó conciencia de ellos y cómo los fue resolviendo.

Estamos convencidos de que esta parte biográfica es uno de los grandes valores de este libro. El autor no se sitúa solo como experto, sino que se muestra, con humildad, como una de las personas afectadas por la «mala bondad». Y además le hace una autopsia muy útil para poder conocerla y desactivarla.

A ello se dedica el autor en la segunda parte del libro. Nos habla de la importancia de sanar nuestras heridas, de integrar nuestras partes dispersas desde el corazón y de orientarnos al cambio. Os recomendamos que prestéis mucha atención a las pautas que Xavier Guix nos da para dejar de practicar «la mala bondad».

Compartimos con él que la bondad es una potencialidad del ser humano que debe ser educada y entrenada y que no puede florecer desde un mandato de obediencia, obligación o imposición. Es responsabilidad de las familias, los educadores y la sociedad crear las mejores condiciones para que esta semilla interior llegue a florecer. Esta es la propuesta central de este interesante libro.

Qué mejor que cerrar este prólogo dando las gracias al autor con el que tenemos el privilegio de compartir amistad y proyectos de vida.

Gracias Xavier por ser cofundador del Instituto de la Bondad en Acción de la Fundación Ecología Emocional. Gracias por tu ejemplo de coherencia entre lo que piensas, dices, sientes y haces. Gracias por tus enseñanzas y por tus bellos libros.

Acabamos con las propias palabras del autor: «La voluntad es la fuerza que nos mueve hacia la acción, pero el foco debe ser el bien». Pura bondad de la buena. Pura bondad en acción.

JAUME SOLER Y MERCÈ CONANGLABarcelona, diciembre de 2023

INTRODUCCIÓN

Cuando viví en una casa adosada pude observar, sobre todo en verano, las incidencias de mi vecindario. Mis vecinos eran una familia con dos hijos, uno de seis años y otro de tres. El mayor mostraba hábitos de niño bueno. Se adaptaba a todo, era servicial, no se quejaba nunca y solo cuando la situación se volvía en su contra se encerraba un rato en su madriguera interior, hasta que su mamá lo sacaba de la cueva con cuatro carantoñas, las suficientes para que volviera a la obediencia perfecta.

El pequeño, en cambio, era un «bicho» o un demonio, como se dice a veces. Parecía poseído por una energía tendente a la malicia, si por ello entendemos causar molestias a su hermano, romper cosas, desobedecer a sus padres y montar auténticas guerras a la hora de levantarse por la mañana. La única manera de pararlo era a base de broncas y castigos, lo que aumentaba aún más su rebeldía.

En estos casos es fácil preguntarse si la bondad es intrínseca a toda persona o si, como decía Hobbes, el hombre es un lobo para los de su especie. ¿Somos buenos o malos de nacimiento? Y si fuera así, ¿existe salvación para el malo? ¿No es también una condena tener que ser siempre bueno?

Acudir a la infancia y preguntarnos qué arrastramos de ella para identificar patrones de buenismo tiene una respuesta fácil: ¡Todo! El problema es que no nos acordamos lo suficiente de ese trascendental proceso. A lo sumo guardamos en la memoria algunos detalles y los relatos contados mientras miramos aquel viejo álbum de fotos, donde aparecemos entre babas, bautizos, imágenes playeras y hasta la comunión.

La mayoría de la gente no recuerda sus primeros años de vida, entre otras cosas porque su cerebro aún no había consolidado su capacidad de recordar. En cambio, su cuerpo sí pudo grabar impresiones que permanecen como memorias sensitivas en la edad adulta.

Difícilmente recordamos cuáles eran nuestras inclinaciones, pero sí sabemos que tuvimos que encajar en los modelos educativos de nuestros padres, o sea, que nos hicieron lo mismo que a ellos les habían hecho. De nada sirvió que pensaran que ellos lo harían mejor que sus padres, porque a la hora de la verdad les salió lo que habían asimilado en su inconsciente.

Del mismo modo, tuvimos que encajar en la idea que cada época tiene sobre cómo debe ser una criatura como Dios manda. Las fotos de los críos de mi generación muestran cuerpos rollizos, símbolo de bienestar y buena alimentación, lo que hoy sería considerado un crimen nutricional y merecería un toque de atención de los pediatras por incitación a la obesidad.

Lo que nos interesa es la dificultad que padecimos al tener que encajar en moldes que nos venían demasiado estrechos o demasiado grandes. Padres y madres, aún hoy, siguen sin entender que no somos una pizarra en blanco ni un cuerpo de plastilina al que ir dándole forma porque, pobrecitos, deben convertirnos en personas hechas y derechas y, por supuesto, buenas.

En ese proceso de encaje, algunas criaturas encajaron bien, es decir, se adaptaron. Otras se rebelaron. Pero ninguna escogió. De pequeños no sabíamos decidir, lo que no significa que no tuviéramos inclinaciones, tendencias, aspectos que nos llamaban la atención y otros que nos aburrían.

Dicho de otro modo, sabíamos sin saber. Ignorábamos que venimos a este mundo con ciertos potenciales por desarrollar. Respondíamos a ciertos estímulos y evitábamos otros manifestando así resonancias que estaban ocultas. En cierto sentido éramos tal cual, puro ser manifestándose espontáneamente.

A lo único que podíamos aspirar era a tener unos padres y madres que fueran sensibles a nuestra sensibilidad. Que pusieran la conciencia que a los críos nos faltaba, es decir, que fueran conscientes de las inclinaciones y potenciales que se manifestaban. Sin embargo, la mayoría optaron por hacernos encajar en su modelo. Y ese encaje acabó por tener sus costes y sus beneficios, como verás a lo largo del libro.

Imagina por un momento las vicisitudes por las que tiene que pasar toda criatura: primero se apega a una figura cuidadora, por lo general los padres. Luego descubre que esos adultos que lo cuidan sienten placer por estar a su lado. El bebé que desea también es objeto de deseo. Esos adultos lo desean, haga lo que haga.

No obstante, llega un día en que algo empieza a cambiar: ahora el otro lo desea en la medida en que el niño cumple determinadas condiciones. El otro lo desea pero también puede rechazarlo. Todo lo que la criatura haga a partir de ahora quedará ubicado en la categoría de deseado o rechazado. Han surgido unos requisitos que deben ser satisfechos.

Para colmo, empiezan a aparecer otras figuras que son como sus rivales porque le quitan protagonismo, sea papá o unos hermanos. El otro no solo me desea o rechaza, sino que me elige o no. Emerge una situación en la que aparecen aspectos psíquicos que tendrán una gran relevancia en la configuración de la personalidad: preferencias, postergaciones, rivalidad, celos, lucha o necesidad de ser único. A ese conjunto de programaciones les llamamos «estilos afectivos» y los trataremos más adelante.

Y tales estilos vienen cargados de deseos y también de heridas, de traumas y de limitaciones, así como de aspiraciones heroicas. Perdimos la conexión con nuestra esencia para irnos convirtiendo en figuras con nombre y apellidos y una imagen con la que identificarnos. Ya no «somos», sino que nos convertimos en lo que se espera que seamos. O todo lo contrario. Como decía Antonio Blay:

Lo exterior pasa a ser la norma, pasa a ser mi Dios no la sinceridad, no la libertad interior, no lo profundo, sino lo externo. Se valora y se juzga al niño en virtud del modelo y nada más.

Así, con la leche templada y en cada canción, se forjó la combinación de nuestro temperamento y nuestro carácter, nuestro modo de ser, que poco tenía que ver con lo que éramos en realidad. En ese momento empezó la desconexión con nuestro fondo natural. Por ahí fuimos perdiendo la vitalidad propia para domesticarla según las exigencias del exterior. Y todo ocurrió envuelto en un conjunto de mensajes que pretendían la asimilación de lo que se esperaba de nosotros como personitas:

Tienes que ser bueno/a y portarte bien.

Calla y sé obediente.

Si no te gusta te aguantas.

Digan lo que digan, tú siempre sonríe.

Si no te portas bien vendrá el ogro.

Deja de molestar.

Si los demás supieran lo que haces en casa…

No seas tan payaso.

Todos lo hacen mejor que tú.

Si eres así no va a quererte nadie.

No sacaremos nada de esta criatura.

La mayoría de los padres quieren que sus hijos se porten bien, o al menos que no den demasiados problemas. Por lo tanto, el medidor del éxito de los padres y las madres es el nivel de obediencia que consiguen de sus hijos. Así, con satisfacción, presumen de tener unas criaturas que son muy buenas porque «no nos causan problemas, se portan muy bien, son muy obedientes». De este modo, lo bueno queda asociado con el comportamiento adaptativo, poco conflictivo y sumiso. Lo contrario, en cambio, es todo un problema y un signo de que esa personita no está del todo bien. Si llora demasiado, si es muy demandante, si muestra actitudes de rebeldía, si es demasiado movido, si no para… Todo ello lo convierte en un hijo «inconveniente». No se porta bien, así que se le crítica, riñe, desaprueba o rechaza. Ahí es donde empieza la construcción del guion de su vida.

Lo que llamamos «guiones de vida» empezaron a escribirse cuando papá y mamá, la familia en general, en su más genuina espontaneidad, expresaron opiniones, soltaron comentarios juiciosos y etiquetaron la conducta de sus criaturas sin darse cuenta del calado que tenían para sus psiques, distraídas en apariencia imaginando ser médicas, bomberos, enfermeras o profesores.

Sin ir más lejos, esta mañana, mientras me tomaba un té en una cafetería, en la mesa de al lado unos padres intentaban hacer lo posible para que su hija, de unos tres años y sentada en su carrito, se calmara. Al no lograrlo, el padre se levantó airado diciendo: «No podemos ir a ninguna parte con una niña así; yo no sé porque he tenido una hija, para que me salga de este manera».

La madre también se levantó pero no dijo nada, mientras que aquella niña llorona se calló de golpe. El padre tiró del carrito, balbuceando, con la madre detrás, y la niña empezó a llorar de nuevo. Sinceramente, se me rompió el corazón.

De aquellas perlas, dichas entre bromas, enfados y actividades intrascendentes, nace la autoimagen que la criatura irá desarrollando de sí misma y que marcará las bases de su autoestima, así como aquella experiencia que le acompañará toda la vida y que se llama «angustia»: un temor difuso a sentirse perdida, sola, vacía y abandonada.

Como diría Oscar Wilde, «con las mejores intenciones se han realizado los peores desastres». Uno de ellos, sin duda, es la designación de lo que podemos llegar a ser como personas.

Yo también he sufrido por ser un buen niño. Toda mi infancia la recuerdo como la de una criatura que se pasaba mucho tiempo sola, porque la primera de mis hermanas no llegó hasta después de seis años. Aquel tiempo de hijo único, sin demasiada socialización porque no existían ni las guarderías ni la enseñanza primaria, agudizó mi capacidad imaginativa. Vivía en mi mundo.

Si no fuera por la psicología y mis exploraciones sobre la mente, creo que aún funcionaría como en mi niñez. Viviría en mi mundo lejos de sucesos y relaciones. De hecho, a menudo necesito volver a mi madriguera, aunque sea solo por un rato.

Los productos de mi mente proyectiva, sin embargo, se encontraron con un mundo que no era como lo imaginaba. Lo que salía de mi espontaneidad no encajaba con los contextos ni con las relaciones que establecía. Muchas veces me sentí fuera de lugar, torpe y desacertado en mis bromas. No encajaba. El mundo y yo éramos dos extraños. Así que mi socialización consistió en desarrollar una personalidad camaleónica, un perfecto encajador de la conveniencia.

En casa, dos mujeres crearon unas buenas condiciones para mi entreno en el arte del quedar bien: mi estimada mamá y la que había acogido a mi madre en su adolescencia, convertida ahora en «madrina-madre», que por sus portes aristocráticos y su oficio de modista quiso moldearme a su imagen y semejanza a costa de vestirme de marinerito y convencerme de que mi salvación vendría de «no ser como mi padre».

La misma mujer que había logrado quitarle las ínfulas de princesa a mi madre para convertirla en obediente y buena persona, servicial y sumisa, ahora lo hacía conmigo. Si ya no hacía falta tener a mi padre como modelo de autoridad y de masculinidad, mi proyección hacia el mundo exterior consistía en ser amable, servicial, educado y obediente. Un príncipe del buen gusto, un refinado muchacho llamado a ser un «triunfador» para contentar a esa madre que soñaba con presumir de su afamado hijo.

Mi animal iba por dentro, aunque por fuera era porcelana pura. Por dentro era una apisonadora, por fuera un chico demasiado cabal. Entre esos dos mundos lo único que sentía verdadero era mi buen corazón, solo que lo escuchaba demasiado tarde, porque estaba demasiado atareado intentando no decir estupideces, sino lo correcto según la ocasión.

Me convertí entonces en una persona que se desvivía por los demás y, a la vez, una persona rígida, exigente, perfeccionista y sobre todo reconocido a los ojos del mundo, porque disponía de una habilidad casi excepcional para la comunicación, lo que me salvó o me disculpó de mis rarezas. Mis mayores esfuerzos los dedicaba a encontrar «el sentido común», así como a ocultar mis miedos y vergüenzas, aunque mis emociones me traicionaban al ponerme rojo como un tomate.

Pretendía sin duda ser una persona ideal, un personaje, a costa de olvidarme de mí mismo. No podía ser de otro modo porque siempre me estaban comparando con aquellos a los que debía parecerme. La comparativa, como veremos, te muestra lo que no es «apropiado» en ti, lo que impide que te apropies de tu personalidad. Así anduve toda mi adolescencia y primera madurez. Un gran personaje que ocultaba una herida llamada «injusticia».

Todo lo que leerás en este libro lo he vivido, aunque no quisiera escribir una autobiografía de mis neuroticismos. Eso lo guardo para el género narrativo. Mi intención es divulgativa, con el propósito de desentrañar los múltiples complejos que sufren las personas que tienen este guion de obediencia aprendido. Porque, al final, el gran mensaje que recibimos es este: ¡Pórtate bien!

Entonces, ¿existe en todas las personas una bondad intrínseca o aprendemos a ser buenas personas? Las dos cosas son ciertas. Permíteme que me ponga un momento en la piel de un estoico. Para Zenón de Citio y sus discípulos, el primer instinto se dirigía al mantenimiento y desarrollo de nuestra esencia dada por naturaleza. No solo percibimos las cosas externamente, sino que también las relacionamos con nuestra propia esencia y las valoramos según nos favorezcan o no.

Dicho de otro modo, ya desde pequeños vamos reconociendo aquello que es «útil» y «bueno» de aquello dañino y malo. Aprendemos a dar valor a lo que favorece el mantenimiento de nuestra existencia, no solo desde el plano de la supervivencia o la sensualidad, sino en lo que nos convierte esencialmente en humanos.

Así, pasamos de un primer estadio de «egoísmo natural», dadas nuestras necesidades, a convertirnos en seres que alcanzarán su máxima realización cuando dirijan su vida sobre valores éticos y, más allá aún, espirituales.

Dicho de otro modo: desde que nacemos, nuestra predisposición que viene de serie tiende a un solo objetivo, desarrollarse completamente. Toda la creación, y formamos parte de ella, es una continua manifestación del hecho intrínseco de que todo tiende a expresar plenamente lo que es. Para nosotros la expresión de nuestra esencia es la areté, la virtud y el desvelamiento de la fuente de todo lo creado.

PRIMERA PARTE

CÓMO SE CONSTRUYELA MALA BONDAD

«No hay grandeza donde faltan la sencillez,la bondad y la verdad».

TOLSTOI

1

UNA NOTA SOBRE EL SER Y EL DEBER

Antes de empezar a analizar los revestimientos de la mala bondad, es necesaria una nota breve para comprender el calado de todo lo que vendrá a continuación. Recuerdo un caso paradigmático en mi consulta, el de una mujer que afirmaba que ella no hacía nada por deseo sino por deber.

Era una mujer aún joven y me sorprendió su afirmación. Luego me aclaró que en su casa había aprendido que todo debía hacerse desde el deber. No hubo otro mensaje tan repetido, familiarmente hablando, como que hay que vivir haciendo lo que se debe.

No es nada nuevo, porque muchas personas me han contado que sus padres eran muy estrictos, que los hacían ir derechos y que tanto el deber como la obediencia configuraron su infancia. Unos lo recuerdan con orgullo. Para la mujer que tenía ante mí en la consulta era una pesadilla que aún hoy no la deja vivir en paz.

Analizando el caso, descubrimos que en realidad tenía los mismos sentimientos que podemos tener los demás: había cosas que le gustaban y otras que no. Tenía relaciones con hombres de los que se enamoraba y en el trabajo era altamente competente. Pero sí había algo distinto: todos esos sentimientos «normales», para ella, eran deberes.

Si se sentía reprochada, lo que tocaba era largarse de la relación, aunque le gustara mucho el chico. Si en el trabajo no la valoraban lo suficiente, su deber era denunciarlo. Si se fallaba a sí misma, su deber era menospreciarse. Era lo que más practicaba porque, por lo general, se sentía mala por no cumplir lo que era su deber. Su castigo era encerrarse en sí misma y odiarse, mientras de fondo aparecía la imagen omnipresente de su padre.

En mi oficio he tratado con muchísimas personas exigentes con ellas mismas, pero este caso era sorprendente por el grado de deber moral que se imponía. También nuestras sesiones terapéuticas sufrieron alguna crisis, porque a la mínima sensación de estancamiento se exigía abandonar la terapia. Todo en ella se medía por sentimientos morales más que por emociones ambivalentes.

El dilema con el que tuvo que debatirse era ¿a quién obedecer? ¿Debía ser fiel a sí misma, dado que ese era su deber, o debía obedecer a lo que otros le imponían, porque también era su deber, como le ocurrió en su casa parental? Yo, en cambio, le proponía la desobediencia a todo deber autoimpuesto y que explorara sus emociones atrapadas. Por suerte, el proceso fue constructivo.

Expongo brevemente este caso porque, en el fondo, los problemas por ser demasiado buenos, lo que llamo «mala bondad», se asientan en una identidad moral que no se permite otra forma de ser que sentirse buena persona. Dicho de otro modo, el ser y el deber moral se aúnan creando una personalidad atrapada en la imposibilidad de ser lo que es, sino en lo que debe ser.

La mayoría de las personas disponen de una conciencia moral construida desde la infancia y ajustada a los cánones culturales, sociales y religiosos. Ya de pequeños vamos aprendiendo lo que está bien y lo que no. Las series y películas más exitosas suelen tener como trasfondo la lucha entre el bien y el mal. No podemos escapar de lo que Hume denominó «sentimientos morales». La pregunta «¿hago bien?» está presente constantemente.

Sin embargo, la vida moral lleva de la mano diferentes fenómenos como la culpa, la vergüenza, el rechazo, la orientación hacia la idealización y la obligación de convertirnos en personas que destaquen por sus virtudes, como analizaremos detalladamente.

Al otro lado se alinean aquellas personas que convierten la rebeldía y la reactividad en un modo de oponerse a la obligación de tener que ser buenas por mandato. No es que sean malas, son opuestas. No se revuelven contra la bondad, sino contra ir de buenas, que es diferente. Solo que para ello deben ir de reactivas u opuestas, que no deja de ser otra personalidad.

Cuando el ser queda inundado del deber, la persona deja de ser ella misma. Se convierte en una cumplidora de órdenes y deberes. Su inconsciente le quitó la capacidad de decidir, de ejercer la voluntad propia, para convertirse en un ejemplo de moralidad.

Probablemente también le quitó la capacidad de gozar abiertamente. El que se somete al deber no puede descontrolarse, no puede perder la cabeza ni permitirse demasiada felicidad. Cuando le sube la alegría, la recorta, no fuera que incumpliera su deber y fuera vista como una despreocupada. Cuando empieza a pasarlo bien, ella misma saca a relucir un deber que la está esperando.

Sin embargo, cumplir con el deber no le hace a uno bondadoso. Solo lo hace obediente. Para que exista bondad hay que actuar haciendo el bien, aunque sea a costa de desobedecer. Y el bien no es solo para uno mismo, sino siempre para un bien mayor. Por cumplir con el deber se han realizado atrocidades y se justifican aún guerras y fundamentalismos de todo tipo.

Todo este entramado parte de un malentendido: no comprender la naturaleza del ser. El bien y la creación son prácticamente lo mismo. Lo llamamos también amor, unidad, fuente, naturaleza última o Dios. Esa es la naturaleza intrínseca y estamos llamados a experimentarla, porque es lo que somos.

Justamente, cuando nos desconectamos de la fuente, cuando coartamos ese principio ordenador de la existencia, es cuando aparece la confusión entre el ser y nuestras «formas» de ser, como ser demasiados buenos. De esa combinación nace una identidad o personalidad que analizaremos a continuación, a sabiendas que no es lo que somos, sino lo que creemos que debemos ser.

Dicha personalidad no ha sido estudiada en profundidad hasta ahora. La llamamos «mala bondad» o «bondad mala», tal como pronunció en una tertulia pública mi amigo Antonio Boliches: «A veces las personas buenas pueden incurrir en una «mala bondad». A mi lado en la tertulia estaba también mi buen amigo Francesc Miralles, que me miró como diciendo: «Ahí tienes el tema de tu libro». De todo ello hablaremos a continuación.

2

LOS CUATRO PRINCIPIOSDE LA MALA BONDAD

Las cuatro columnas que soportan la mala bondad son las siguientes:

El principio de la obediencia: Para ser buena persona tienes que cumplir todas las demandas que los demás esperan de ti, tanto si te gustan como si no. Todo se basa en el «deber de…». Imposible desobedecer, de lo contrario no serías buena. Si en algo se nos insistió en la infancia fue en obedecer.

El mandato de portarse bien: Portarse bien apela a las formas, a la actitud visible exteriormente, por eso hay que hacerlo todo con exigencia, pulcritud, decoro y perfección. Portarse bien es sinónimo de desvivirse para que todo salga perfecto y sufrir hasta la angustia por miedo a equivocarse. Portarse bien es ser perfectos para los demás.

La angustia de no ser bueno: La angustia de las personalidades buenistas aparece por dos motivos. El primero, la peor de las calamidades, no es otro que sentirse rechazado, exiliado por ser diferente, que no se me tenga en cuenta. La segunda angustia consiste en sentirse mal por no ser suficientemente bueno. Aparece la culpa y el miedo. Hay que estar alerta constantemente para sentir que somos buenos.

La ira contenida: Una de las mayores consecuencias de las prácticas de la mala bondad es la acumulación de ira no expresada por no permitirse ser ellas mismas. El trato injusto que a veces reciben, lo que llegan a aguantar y a tragar por quedar bien se convierte en un odio a sí mismas que viven de puertas adentro, lo que se expresa muchas veces en forma de enfermedades psicosomáticas.

Veamos ahora cada uno de estos pilares más extensamente.

LA OBEDIENCIA COMO PRINCIPIO ORDENADOR

¿Qué tal llevas ser obediente? La mayoría de las personas suelen afirmar que no les gusta que les digan lo que tienen que hacer. ¿Te gusta a ti? A mí no. Sin embargo, la gran mayoría, llegado el momento, practicará diferentes niveles de obediencia. Como vimos anteriormente, las dos características que se esperan del guion del niño bueno son la obediencia y portarse bien. Igual te parece que son iguales, pero no es así, y te lo cuento a continuación.

¿En qué consiste ser obediente?

Para entender el sentido de la obediencia en la mala bondad debemos considerar la implicación de una interacción continua entre aspectos internos y externos. Digámoslo así: la persona vive con la obligación interior de ser siempre totalmente buena. Y para ser totalmente buena debe obedecer a los modelos sociales imperantes. Este aspecto es clave, porque la obediencia no nace solo de las normas y las leyes, sino de la imposibilidad de desobedecer.

Así me lo decía un paciente: «me paso el día observándome y controlándolo todo con tal de sentir que soy bueno. Vivo pendiente de si todo lo que hago lo hago bien».

Para muchas personas es así, tal cual. Otras, en cambio, no llegan a tales extremos, aunque van de camino. Todo buenista debe acatar y ser un excelso cumplidor de lo siguiente:

Todo deber ordenado por una figura de apego, de autoridad o de vecindad. Acatar toda legalidad. Someterse a todos los principios morales de la comunidad. Quedar bien ante los demás: corresponderles, consentirlos, no defraudarlos. Hacer lo que toca, lo que se espera a los ojos de los demás.

Solo cuando aceptamos de buen grado un mandato por respeto o por propia voluntad es cuando vivimos satisfactoriamente. Dicho de otro modo, solo cuando decidimos deliberadamente puede haber libertad sobre nuestras conductas.

Si lo piensas bien te darás cuenta de que las personas que tienden a la rebeldía hacen justamente todo lo contrario de la lista anterior. Sobre todo incumplir órdenes. En cambio, para las personas obedientes:

1. Casi todo en su vida se convierte en un deber, porque toman los deseos y órdenes de los demás como una obligación a la que deben dar respuesta, sobre todo si se trata de personas que representan algún tipo de autoridad. A mayor autoridad, mayor deber.

2. Las personas obedientes se someten a toda figura que tenga una influencia importante en ellas. Puede ser uno de sus progenitores, hijos, amistades, jefes superiores, gurús de moda o Dios padre. El caso es que todo lo que esas personas digan se convertirá de inmediato en una orden que deben cumplir, en un deber que deberán atender porque así lo han aprendido y obedecer forma parte de su personalidad.

3. Obedecer o quedar bien con las personas que, aunque no tengan tanta autoridad, mantienen algún tipo de interés que se debe preservar. Sea por el «qué dirán» o por el «quedar bien», o para conservar la imagen que creen que se tiene de ellas.

4. Van a obedecer, callar, dar la razón o cumplir con tal de no generar un conflicto que las perjudique. No soportan la idea de ser mal vistas porque entonces ya no serían buenas. Y si no son buenas, son todo lo contrario: raras, inadecuadas, conflictivas o egoístas.

EL CASO DE ANDRÉS

Andrés llegó a mi consulta con una dificultad que me conmovió. Hacía un par de años que pertenecía a una comunidad espiritual, en la que estaba realizando un proceso de autoconocimiento. Fuera de las horas de trabajo, la mayor parte del tiempo lo dedicaba a la vida comunitaria, siendo el chico para todo. Se llevaba bien con todo el mundo y creía contar con la simpatía del líder.

Un día, su maestro le llamó en privado, lo que le causó una gran alegría, ya que se sentía privilegiado por estar cerca de esa figura que tanto admiraba. Lo que ocurrió a continuación lo dejó helado. Postrado en su cama, su amado maestro le anunciaba que estaba enfermo y que temía no poder recuperarse. Andrés se sintió entre asustado y conmovido. ¿Qué puedo hacer por ti, le dijo? Y ahí vino la sorpresa:

—Quiero que lo dejes todo y vengas a vivir a la comunidad. Pon todo tu dinero al servicio del mantenimiento de la casa y de lo que pueda venir. Además, quiero que tomes como esposa a Amanda y te hagas cargo de su hijo. Es la mujer más comprometida con la comunidad y si yo falto los dos podréis continuar mi trabajo. Eso es lo que te pido. Y espero que esta vez te comprometas, porque ya es hora de que termines con tu actitud evitativa cuando las cosas se ponen feas. Esta vez no salgas huyendo, ¿me has entendido? Eso es lo que espero. Y ahora déjame, que necesito descansar.

Andrés se marchó compungido. De repente se le caía el mundo encima y la vuelta a casa se convirtió en un infierno. A Andrés no se le ocurrió en ningún momento que tal petición podía ser incluso una broma. O quizás una de las enseñanzas del maestro, que solía tener la habilidad de llevar a los individuos al límite para que despertaran.

Para muchas personas, tal petición hubiera sido algo a lo que debían negarse por su desproporción o por estar lejos de los compromisos que Andrés podía asumir. En cambio, las palabras de su maestro se convirtieron en un deber que tenía que asumir, era su obligación por mucho que le pesara. Su vida derivaría hacia un destino indeseado.

La vuelta a casa, las horas posteriores y los días siguientes dejaron a Andrés abatido. También estaba irritado, pero no contra su maestro, sino consigo mismo. Se sentía como aquel niño que, pretendiendo hacer una gracia, acaba recibiendo un castigo. Estaba enfadado porque en su ingenuidad había llegado demasiado lejos, y ahora su maestro le estaba dando la lección que se merecía.

Cuando Andrés vino a la consulta fue porque ya no podía más. Estaba bloqueado. Me contó la situación y le pregunté: «¿Y por qué tienes que obedecerle?» Entonces se dio cuenta de que no se había planteado la «desobediencia», o sencillamente decir que no a la propuesta o discutirla, en caso de que fuera real.

Lo más revelador fue que Andrés se dio cuenta de que estaba funcionando bajo una programación de niño bueno, obediente, incapaz de discutir una orden o comprenderla como un conflicto a resolver. Todo lo vivía desde un centro ordenador que era la obediencia y la imposibilidad de decepcionar, quedar mal o no asumir sus responsabilidades.

Si este caso te parece extremo o poco común, te pondré tres ejemplos similares a los que aparecen cada dos por tres en la consulta. Lo cumplen aquellas personas que trabajan en sectores que exigen mucho rendimiento. Uno de ellos es la banca, otro trabajar para una multinacional y el último el sector de la educación.

Lo que tenían en común estas tres personas era que trabajaban en ambientes considerados como «tóxicos», sea por subgrupos de poder, por relaciones viciadas de muchos años o por liderazgos centrados en resultados y no en procesos. Ambientes rodeados de malos tratos, exigencias, miedos y la amenaza de que «en la calle hace mucho frío». Ambientes donde abundan las bajas por depresión y ansiedad, donde la mayoría de personas sufren estrés e insomnio y van tirando a base de pastillas.

Las tres compartían su necesidad de encajar, de seguir manteniendo un alto nivel profesional a pesar de que algunas de las exigencias a las que estaban sometidas rozaban la ilegalidad. Tiraban como podían con unos niveles insoportables de sufrimiento ya que, más allá del estrés, estaban sometidas a faltas de respeto, menosprecio y la diabólica estrategia de hacerlas sentir inseguras, equivocadas y prescindibles.

Lo interesante del caso que estamos tratando es que a ninguna de las tres se le ocurrió desobedecer, no por incumplir sus obligaciones, sino por no desatender esas órdenes internas de seguir dándolo todo, de implicarse al máximo y adaptarse a la situación, aunque no la comprendieran. Dicho de otro modo, a ninguna se le ocurrió verlo de otra manera, desimplicarse o incluso abandonar el barco viendo que su salud se estaba resintiendo tanto.

Al tratarlas me di cuenta de que seguían el patrón de «buenas personas». Aguantaban estoicamente, no dejaban de autoexigirse llegando al punto de la rigidez, evitaban el conflicto y vivían corroídas por la angustia o el miedo a lo que pudiera pasar. Dicho de otro modo, no podían soltar esa actitud sumisa y enfrentarse a la situación, batalla que consideraban perdida y con serias posibilidades de ser humilladas.

Cabe decir que, en ambientes tóxicos generados por personas o grupos que ejercen conductas tóxicas, las víctimas primeras y preferidas son las buenas personas, porque los sabuesos que las rastrean saben que no se enfrentarán a ellos, que harán lo posible por obedecer, y por eso las acosan hasta denigrarlas.

No es nada fácil lidiar con liderazgos de este tipo o grupos de presión que primero amenazan y luego dan los buenos días. Ya sabemos que, ante este tipo de actitud humana, cuanto más lejos, mejor. El problema es que, a veces, no se puede salir de la ratonera porque uno se juega demasiado. ¿Qué hacer?

“Si las circunstancias no pueden cambiar, cambia tú. Y todo cambiará„.

Déjame explicarte bien este aspecto, porque a veces no se interpreta correctamente. Solemos creer que, si uno cambia, los demás también cambiarán, y eso no es del todo cierto. Uno puede cambiar, pero no siempre lo hacen los demás.

Si tú cambias, en cierto modo obligas a que el otro tenga que modificar su actitud hacia ti. Otra cosa es que lo haga, porque en psicología conocemos el efecto «ceguera al cambio», es decir, la dificultad de apreciar pequeños cambios, no darles importancia, manteniendo así una imagen fija del otro.

¿Qué ocurre cuando tú cambias? Que cambian las perspectivas desde las que estás viéndote a ti, a los demás y al mundo. A partir del cambio de perspectiva ya no te relacionarás igual con los demás ni con muchas de las situaciones que vives. Y eso es lo que permite que parezca que todo cambia, porque realmente ha cambiado. No eres la misma persona, al menos en ciertos aspectos.

Cuando lo comenté con mis pacientes fueron comprendiendo la necesidad de cambiar de perspectiva, que no su función. No tenían porqué pelearse con nadie ni martirizarse. Sin embargo, seguían ahí porque actuaban bajo una sorprendente creencia limitadora: «No se podían creer lo que les estaba pasando. No les cabía en la cabeza».

Y eso que no les cabía en la cabeza era que ellas nunca le hubieran hecho algo así a otro ser humano. Por lo tanto, estaban haciendo una lectura errónea de la situación. Dado que no la entendían, no se la podían creer. Eran víctimas de la mala bondad, creyendo que estaban haciendo el bien.

Me decía una de ellas: «¿Pero no es mejor que en el trabajo nos ayudemos los unos a los otros?». ¡Cómo se lo iba a discutir, si tenía razón! Sin embargo, tal encomiable principio choca con la incapacidad, por no decir ingenuidad, de comprender que no todo el mundo es igual, ni piensa ni siente lo mismo, ni entiende el trabajo de la misma manera.

Por eso, cuando se lo dije me caí de espaldas porque me contestó: «Ya sé que cada persona es diferente, hasta ahí llego… ¿Pero no es mejor que en el trabajo nos ayudemos los unos a los otros?».

No hay manera de salir del atolladero porque, nunca mejor dicho, «no les cabe en la cabeza». Siguen imponiéndose el deber de ser buenas. Por eso trabajo con mis pacientes el cambio de creencias, apoyado por ciertas pautas que el viejo estoicismo nos dejó en herencia:

Haz lo que esté en tus manos y despreocúpate de lo que no depende de ti.

El único control real que tienes sobre las situaciones es cómo decides vivirlas.

Pon la atención en lo que es verdaderamente importante para ti.

Quien se retrata es la persona tóxica, no te lo tomes personalmente.

El mal no se encuentra en las circunstancias, sino en la opinión que tenemos de ellas.

Estas ideas no son sermones que haya que memorizar, sino actitudes en las que habitar. El trabajo consiste en contener a esos «niños y niñas buenas» que aparecen automáticamente en nuestra personalidad, ser conscientes de ello y tomar decisiones como desobedecer a esos sentimientos de miedo que conformaron nuestro pasado.

Si no podemos alejarnos de la situación, al menos podemos lograr vivir en ella con la mayor desimplicación, sin manías a la hora de exponer nuestros límites, sin reírle las gracias a nadie, sin exigencias y midiendo los grados de afectación de nuestra salud.

Y, dicho todo esto, largarse de ahí lo antes posible, a la menor oportunidad. No tenemos que hacernos los valientes ni ser los más adaptados en un sistema que permite rozar la miseria humana como ocurre hoy más que nunca.

Como ves, gran parte de los malestares, insomnios o enfados de muchas personas se deben a que no saben cómo responder a lo que los demás les piden. Les duele fallar o desengañar a los demás:

No puedo decir que no.

Me sabe mal causar un disgusto.

Confían en mí y no les puedo fallar.

Se han portado muy bien conmigo.

Siempre me tienen en cuenta.

Hay que quedar bien.

¿Y qué pensarán de mí?

La obediencia puede penetrar en la personalidad de forma tan extensa que la persona la vive con toda normalidad, como si se tratara de un rasgo que, por lo tanto, no puede ser de otra manera. Muchas personas se quejan, manifiestan el fastidio de hacer lo que deben hacer, pero curiosamente no se plantean negarse a obedecer, a discutir la orden o a acomodar los límites de su disponibilidad.