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Ramón Del Valle Inclán

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Veröffentlichungsjahr: 1909

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Esta edición electrónica en formato ePub se ha realizado a partir de la edición impresa de 1909, que forma parte de los fondos de la Biblioteca Nacional de España.

El resplandor de la hoguera

Ramón del Valle Inclán

Índice

Cubierta

Portada

Preliminares

El resplandor de la hoguera

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

Acerca de esta edición

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I

Oíase un lejano cascabeleo que parecía volar sobre la nieve. Y se acercaba aquel són ligero y alegre. Una voz habló desde el fondo del carro:

—¡Pues no habíamos equivocado el camino!

Y respondió, desabrido, el hombre que iba á pie, al flanco del tiro:

—Todavía no lo sé.

—¡Esas campanillas parecen del correo!

—Todavía no lo sé.

—El correo que anochecido llega á Daoiz.

—Todavía no lo sé.

—Ayer le hemos visto entrar en la plaza.

—Digo que todavía no lo sé.

Para terminar chascó el látigo sobre las orejas de las mulas. Era un viejo encanecido en la vida de contrabandista, silencioso, pequeño y duro. Caminaba á la cabeza del tiro, embozado en la manta y fumando un cigarro de Virginia. Las ruedas se enterraban en la nieve, y las mulas, bajo el restallido del látigo, se tendían con una tristeza resignada y penitente. Aquel camino era una trocha á través de la sierra, entre quebradas y peñascales. Algunas veces el carro se atascaba, y para ayudar á empujarle, salían del interior dos mujeres y un mozo. Allá lejos, por la altura blanca de nieve, apareció un jinete, apenas una sombra negra, que venía trotando. El contrabandista rezongó:

—¡Buen perro cazallo! ¡Jo!... ¡Coronela!... ¡Jo!... ¡Reparada!...

El mozo asomó la cabeza fuera del toldo, que goteaba agua de nieve.

—¿Es el correo?

—Ya puede usted ir solo por las veredas. ¡Jo!... ¡Reparada!...

El mozo saltó á tierra y avizoró el camino:

—¿Por dónde viene?

—Ahora no puede verlo, que baja la cuesta. Solamente el sombrero se le discierne, acullá, al ras de la nieve. Parece un pájaro negro que apeona.

Habló desde el carro una de las mujeres:

—Si fuese el correo nos daría noticias.

El contrabandista humeó su tagarnina:

—¡Tendríamos todos la gloria tan cierta!

Encomió el mozo:

—¡Buena vista!

—La vista no es mala, hijo. Pero no es negocio de la vista. Conozco el hablar de las campanillas, y bien las entiendo. ¿Usted no, hijo?

—¡Fui el primero en oirlas!

—Las oye, pero no entiende su pregón. Pues las del jaco que trae el francés dicen: ¡Camino harás! ¡Camino harás! Y las del jaco de Miguelcho: ¡Din dan, rey serás! ¡Din don, rey de Dios!

—¿Y quién es el que ahora llega?

—Miguelcho. Mírele allí.

El jinete asomaba en lo alto del repecho. Tenía cubierto con un poncho, y en la cabeza traia una gorra hecha con piel de borrego negro, que le ocultaba las orejas. Aquel recuero viejo le interrogó adusto:

—¡Hola, tú! ¿Cómo está el paso, amigo?

—¡Malo!... ¡Malo está el paso!

—¿Podremos llegar á Otaín?

—Como os digo, el paso está muy peor... Pero ya podréis llegar si os ayuda Dios.

Una de las mujeres, la vieja, interroga desde el carro:

—¿Hermano, qué tropas hay en Otaín?

—Este amanecer, cuando yo salí, venía la carretera cubierta de roses. Yo solamente los vide de lejos. Pero las cornetas ya las entendí bien, ya.

—¿Y las boinas, dónde están, hermano?

—¡Remontadas por el monte, qué Dios!

Saltó el mozo:

—¡Van como las águilas!

—¡Qué Dios, van lo mesmo!

Se oyó suspirar á las mujeres del carro, mientras el mozo y el recuero se interrogaban con los ojos. A todo esto ya el correo se inclinaba para recoger las riendas abandonadas sobre el cuello del jamelgo, y el contrabandista le detuvo extendiendo la vara del látigo:

—Miguelcho, tú eres un amigo y mereces la verdad. Estos señores que llevo en el camino vienen de la tierra de Francia.

—¡Ya me lo maginaba!

—Se han puesto en mis manos, y ayer pasamos la frontera sin desavío. En Daoiz hicimos noche, y allí nos informaron que estaba una partida carlista en Otaín.

—¡Cierto! Pero como tendría aviso de que llegaban los roses para cercarla, una noche salió aprovechando lo oscuro.

—¿No sabes dónde nos juntaríamos con ella?

—Con acierto no lo sé. De cualquiera modo, habríais de internaros por el monte y dejar el carro. ¡Mal paso es, y si las mujeres no son capaces!

Habló desde el carro la vieja:

—Las mujeres son capaces, hermano.

—Pues entonces en el monte hallarán á los carlistas. Yo creo que por Arguiña y Astigar.

El contrabandista arreó las mulas:

—¡Jo!... ¡Beata! ¡Jo!... ¡Centinela! ¡Note duermas, Reparada!

Las dos mujeres gritaron, asomando fuera del carro, para divisar al correo:

—¡Dios se lo pague, hermano!

—¡Mandar!

Miguelcho afirmó la balija sobre el borrén y se alejó trotando, entre el alegre cascabeleo de la collera. El contrabandista volvió la cabeza:

—¡Consérvate en salud!

—¡Amén, y que á todos vaya por lo igual!

El carro tornaba á rodar sobre la nieve, el el mozo seguía de pie, hablando con el recuero, sin cuidado de la nevasca:

—¡Jo!... Centinela.

El carro se atascaba, y las mulas, bajo el estallido del látigo, tendían la cerviz, agitadas las orejas. Al doblar la revuelta de Cueva Mayor, divisaron resplandores de lumbre sobre la nieve, y una pareja de hombre y mujer calentándose en la boca del socavón. Antes de llegar el carro, aquellas dos figuras de mal agüero se pusieron en pie, y por un atajo, á través de la gandara, desaparecieron. Murmuró el mozo:

—¡Lástima que se vayan, porque acaso pudieran darnos alguna noticia!

—De querer, ya podrían, ya.

—¿Son mendigos?

—Son espías que se visten de harapos para engañar mejor.

—¿Y á cuál de los ejércitos sirven?

—Nunca se sabe. ¡Mala gente!

Los dos vagabundos, que se habian perdido entre los brezos del atajo, reaparecieron bordeando una ezgueva, por la falda del monte. Saltó el mozo:

—¡Parece que huyen!

—Frío que llevan. A esos creo conocerlos. Ella era mujer de uno á quien fusilaron poco hace, y ahora se ajuntó con ese. Son confidentes de Don Manuel.

La vieja llamó desde el carro:

—Cara de Plata, hijo mió, sube y pongámonos de acuerdo.

II

El Cura había esparcido sus confidentes por toda la serranía, enviando cartas, recados y encarecimientos á Don Pedro Mendía, al Sangrador, al Manco y á Miquelo Egoscué. Cuatro capitanes de partida que también hacían la guerra por su cuenta y aventura. Santa Cruz en sus cartas les decía que se le juntasen para caer en una sorpresa nocturna sobre los batallones republicanos que habían ocupado Otaín. Pero Don Pedro Mendía, que era un viejo receloso y adusto, mandó, como respuesta, dar de palos al emisario. El Sangrador y el Manco ofrecieron ir. Pero más tarde, puestos de acuerdo, también entraron en sospecha y se internaron por la sierra. Solamente acudió al llamamiento Miquelo Egoscué. Era galán de mucho brío, y gozaba por toda aquella tierra de una leyenda hazañosa que tenía la ingenua y bárbara fragancia de un cantar de Gesta. Las mujeres de los caseríos, cuando hacían corro en las cocinas para desgranar el maíz, contaban y loaban las proezas de aquel hombre. Y las abuelas, entonces, parecían enamoradas, y las mocetas suspiraban, contemplando la hoguera toda en lenguas de oro y de temblor. Egoscué se hallaba dormido en la borda de un cabrero, cuando llegó la carta del Cura Santa Cruz. El pastor, un mancebo rubio que tenía sobre los ojos como la niebla de un en sueño, le movió blandamente para despertarle:

—¡Amo! ¡Amo Miquelo!

El capitán, aún medio dormido, interrogó sin sobresalto:

—¿Qué sucede?

—Vienen con una carta.

—¿De quién?

—Diz que del Cura.

Egoscué, completamente espabilado, se incorporó sobre las pieles y los helechos que mullían su camastro:

—¡Del Cura Santa Cruz! No pensaba que se acordaría de mí el Señor Don Manuel... ¿Y quién trae la carta?

—Son ellos dos... Pareja de hombre y mujer.

—¿Adónde están?

—Afuera, que afuera los dejé.

—Pues no los tengas más á la intemperie.

Salió el pastor, y el capitán, para recibir á los dos emisarios, fué á sentarse cerca del fuego, en una silla baja que tenía el asiento de correas entretejidas. Volvió á poco el pastor:

—No quisieron entrar, pues habían priesa, y dejaron el papel, y con la misma se caminaron.

Miquelo Egoscué recibió la carta, y dándole vueltas sin abrirla, interrogó al cabrero:

—¿Conoces tú á esa gente?

—La mujer estuvo casada con Tomi de Arguiña. En tocante al hombre, no es nativo de acá. Pero otras veces lo tengo visto.

—¿Le conozco yo?

—Pues y quién sabe. Va tiempo hace con los mutiles del Cura. Muestra mucha religión, y es allí en la partida quien guía el santo rosario.

Mientras hablaba el cabrero, el capitán pasaba los ojos por las letras del Cura: Al terminar se enderezó, mirando por el ventano hacia los montes. Todo estaba blanco, y temblaba á lo lejos una luz cimera, de oro pálido. Ya no caía la nieve, y un aire frío volaba en silencio sobre los campos y los caminos. El capitán descolgó la escopeta vieja, y se puso á cargarla:

—Parece ser que Santa Cruz quiere juntarse conmigo.

El pastor le miró con los ojos llenos de niebla:

—¿Y qué harás tú, amo Miquelo?

—Ir allá.

—No vayas, amo.

—¿Qué mal hay? Si luego no conviene, rifamos. Pero es bueno saber lo que va buscando el amigo.

—Lo que busca el lobo. Amo Miquelo, no hay que abrirle la majada cuando la ronda, por el aquel de averiguarle la intención. De antaño sabemos que baja del monte por comerse las ovejas.

El capitán sonrió con arrogancia:

—¡Yo he sido cazador de lobos!

Se asomó á la puerta con la escopeta al hombro, miró al cielo, y se volvió al interior de la borda:

—Mete un queso en el morral, y dame mi canana. Quiero llegarme al cuartel de mis mocetes.

—Yo iré contigo, amo Miquelo.

—¿Y tus cabras?

—Para siete que me quedan, nos las llevaremos y nos las comeremos.

Salió, juntó las cabras, silbó al perro, volvióse á entrar para coger el cayado, y sin cerrar la puerta de su borda, echó por delante del capitán hacia las lejanas cimas de Astigar.