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Veröffentlichungsjahr: 1904
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Flor de santidad: historia milenaria
Ramón del Valle Inclán
Índice
Cubierta
Portada
Preliminares
Flor de santidad: historia milenaria
DEDICATORIA
PRIMERA ESTANCIA
SEGUNDA ESTANCIA
TERCERA ESTANCIA
CUARTA ESTANCIA
QUINTA ESTANCIA
Acerca de esta edición
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Para una muy amada hija espiritual.
* * *
Rostro á la venta adelantaba uno de esos peregrinos que van en romería á todos los santuarios y recorren los caminos salmodiando una historia sombría, forjada con reminiscencias de otras cien, y á propósito para conmover el alma de los montañeses, sencilla, milagrera y trágica. Aquel mendicante, desgreñado y bizantino, con su esclavina adornada de conchas y el bordón de los caminantes en la diestra, parecía resucitar la devoción penitente del tiempo antiguo, cuando toda la cristiandad creyó ver, en la celeste altura, el Camino de Santiago. ¡Aquella ruta poblada de riesgos y trabajos, que la sandalia del peregrino iba dejando lentamente en el polvo de la tierra!
No estaba la venta situada sobre el camino real, sino en mitad de un descampado, donde sólo se erguían algunos pinos desmedrados y secos. El paraje de montaña, en toda sazón austero y silencioso, parecíalo más bajo el cielo encapotado de aquella tarde invernal. Ladraban los perros de la aldea vecina, y como eco simbólico de las borrascas del mundo, se oía el tumbar ciclópeo y opaco de un mar costeño muy lejano. Era nueva la venta, y en medio de la sierra adusta y parda, aquel portalón color de sangre y aquellos frisos azules y amarillos de la fachada, ya borrosos por la perenne lluvia del invierno, producían indefinible sensación de antipatía y de terror. La carcomida venta de antaño, incendiada una noche por cierto famoso bandido, impresionaba menos tétricamente.
Anochecía, y la luz del crepúsculo daba al yermo y riscoso paraje entonaciones anacoréticas, que destacaban con sombría idealidad la negra figura del peregrino. Ráfagas heladas de la sierra, que imitan el aullido del lobo, le sacudían implacables la negra y sucia guedeja, y arrebataban, llevándola del uno al otro hombro, la ola de la barba, que al amainar el viento, caía estremecida y revuelta sobre el pecho, donde se zarandeaban cruces y rosarios... Empezaban á caer gruesas gotas de lluvia, y por el camino real venían ráfagas de polvo, y en lo alto de los peñascales balaba una cabra negra. Las nubes iban á congregarse en el horizonte, un horizonte de agua. Volvían las ovejas al establo, y apenas turbaba el reposo del campo aterido por el invierno, el son de las esquilas lentas y soñolientas.
En el fondo de una hondonada verde y umbría, se alzaba el santuario de San Clodio Mártir, rodeado de cipreses centenarios que cabeceaban tristemente: Parecían patriarcas sin prole, abandonados al borde de un camino. El mendicante se detuvo, y apoyado á dos manos en el bordón contempló la aldea que sobresale en la falda de un monte entre foscos pinares. Sin ánimo para llegar al caserío, cerró los ojos nublados por la fatiga, cobró aliento en un suspiro y siguió adelante.
* * *
Sentada al abrigo de unas piedras célticas, doradas por líquenes milenarios, hilaba una pastora. Las ovejas rebullían en torno, sobre el lindero del camino pacían las vacas de trémulas y rosadas ubres, y el mastín, á modo de viejo adusto, ladraba al recental que le importunaba con infantiles retozos. Inmóvil, en medio de la mancha movediza del hato, con la rueca afirmada en la cintura y las puntas del capotillo mariñan vueltas sobre los hombros, aquella zagala parecía la zagala de las leyendas piadosas. Tenía la frente dorada como la miel, y la sonrisa cándida como el vellón de sus corderos. Las cejas eran rubias y delicadas, y los ojos, donde temblaba una violeta azul, místicos y ardientes como preces.
Hilaba su copo con mesura acompasada y lenta, que apenas hacia ondear el capotillo. Tenía un hermoso nombre antiguo: se llamaba Adega. Era muy devota, con devoción sombría, montañesa y arcaica: llevaba en el justillo cruces y medallas, amuletos de azabache y faltriqueros de velludo, que contenían ramos de olivo y hojas de misal. Movida por la presencia del peregrino, se levantó del suelo, y echando el rebaño por delante, tomó á su vez, camino de la venta, un sendero entre tojos, trillado por los zuecos de los pastores. A muy poco juntóse con el mendicante, que se había detenido en la orilla del camino y dejaba caer bendiciones sobre el rebaño. La pastora y el peregrino se saludaron con cristiana humildad.
—¡Alabado sea Dios!
—¡Alabado sea, hermano!
El hombre clavó en Adega la mirada, y al tiempo de volverla al suelo, preguntóle, con la plañidera solemnidad de los pordioseros, si por acaso servía en la venta. Ella, con harta prolijidad, pero sin alzar la cabeza, contestó que era la rapaza del ganado, y que servía allí por el yantar y el vestido. No llevaba cuenta del tiempo, mas cuidaba que en el mes de San Juan se remataban tres años. La voz de la sierva era monótona y cantarina: hablaba el romance arcaico, casi visidogo, de la montaña. El peregrino parecía de luengas tierras. Tras una pausa renovó el pregunteo:
—Paloma del Señor, querría saber si los venteros son gente cristiana, capaz de dar hospedaje á un triste pecador que va en peregrinación á Santiago de Galicia.
Adega, sin aventurarse á una respuesta, torcía entre sus dedos una punta del capotillo mariñan. Dió una voz al hato, y murmuró levantando los ojos:
—¡Asús!... ¡Como cristianos, sonlo, sí, señor!...
