Sonata de primavera : memorias del marqués de Bradomín - Ramón del Valle-Inclán - kostenlos E-Book

Sonata de primavera : memorias del marqués de Bradomín E-Book

Ramón Del Valle Inclán

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Veröffentlichungsjahr: 1907

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Esta edición electrónica en formato ePub se ha realizado a partir de la edición impresa de 1907, que forma parte de los fondos de la Biblioteca Nacional de España.

Sonata de primavera: memorias del marqués de Bradomín

Ramón del Valle Inclán

Índice

Cubierta

Portada

Preliminares

Sonata de primavera: memorias del marqués de Bradomín

DEDICATORIA

NOTA

Acerca de esta edición

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DEDICATORIA

DEDICATORIA

No hace todavía tres años vivía yo escribiendo novelas por entregas, que firmaba orgullosamente, no sé si por desdén, si por despecho. Me complacía dolorosamente la obscuridad de mi nombre y el olvido en que todos me tenían. Hubiera querido entonces que los libros estuviesen escritos en letra lombarda, como las antiguas ejecutorias, y que sólo algunos iniciados pudiesen leerlos. Esta quimera ha sido para mi como un talismán. Ella me ha guardado de las competencias mezquinas, y por ella no he sentido las crueldades de una vida que fué toda de luchas. Solo, altivo y pobre, he llegado á la literatura sin enviar mis libros á esos que llaman críticos, y sin sentarme una sola ves en el corro donde á diario alientan sus vanidades las hembras y los eunucos del Arte. De alguien, sin embargo, he recibido protección tan generosa y noble, que sin ella nunca se hubieran escrito las Memorias del Marqués de Bradomín. Esa protección, única en mi vida, fué de un gran literato y de un gran corazón: He nombrado á Don José Ortega Munilla.

Hoy quiero ofrecerle este libro con aquel ingenuo y amoroso respeto que cuando yo era niño ofrecían los pastores de los casales amigos, el más blanco de sus corderos en la casa de mi padre.

Valle-Inclán.

Madrid 2 de Mayo de 1904.

NOTA

Estas páginas son un fragmento de las «Memorias Amables» que ya muy viejo empezó á escribir en la emigración el Marqués de Bradomín. Un Don Juan admirable. ¡El más admirable tal vez!... Era feo, católico y sentimental.

Anochecía cuando la silla de posta traspuso la Puerta Salaria y comenzamos á cruzar la campiña llena de misterio y de rumores lejanos. Era la campiña clásica de las vides y de los olivos, con sus acueductos ruinosos, y sus colinas que tienen la graciosa ondulación de los senos femeninos. La silla de posta caminaba por una vieja calzada: las mulas del tiro sacudían pesadamente las colleras, y el golpe alegre y desigual de los cascabeles despertaba un eco en los floridos olivares. Antiguos sepulcros orillaban el camino y mustios cipreses dejaban caer sobre ellos su sombra venerable.

La silla de posta seguía siempre la vieja calzada, y mis ojos fatigados de mirar en la noche, se cerraban con sueño. Al fin, quedóme dormido y no despertó hasta cerca del amanecer, cuando la luna, ya muy pálida, se desvanecía en el cielo. Poco después, todavía entumecido por la quietud y el frío de la noche, comencé á oir el canto de madrugueros gallos, y el murmullo bullente de un arroyo que parecía despertarse con el sol. A lo lejos, almenados muros se destacaban negros y sombríos sobre celajes de frío azul. Era la vieja, la noble, la piadosa ciudad de Ligura.

Entramos por la Puerta Lorencina. La silla de posta caminaba lentamente, y el cascabeleo de las mulas bailaba un eco burlón, casi sacrílego, en las calles desiertas donde crecía la hierba. Tres viejas, que parecían tres sombras, esperaban acurrucadas á la puerta de una iglesia todavía cerrada, pero otras campanas distantes ya tocaban á la misa de alba. La silla de posta seguía una calle de huertos, de caserones y de conventos, una calle antigua, enlosada y resonante. Bajo los aleros sombríos revoloteaban los gorriones, y en el fondo de la calle el farol de una hornacina agonizaba. El tardo paso de las mulas me dejó vislumbrar una madona: sostenía al niño en el regazo, y el niño, riente y desnudo, tendía los brazos para alcanzar un pez que los dedos virginales de la madre le mostraban en alto, como en un juego cándido y celeste. La silla de posta se detuvo. Estábamos á las puertas del Colegio Clementino.

Ocurría esto en los felices tiempos del Papa-Rey, y el Colegio Clementino conservaba todas sus premáticas, sus fueros y sus rentas. Todavía era retiro de ilustres varones, todavía se le llamaba noble archivo de las ciencias. El rectorado ejercíalo desde hacia muchos años un viejo prelado: Monseñor Estefano Gaetani, obispo de Betulia, de la familia de los Príncipes Gaetani. Para aquel varón, lleno de evangélicas virtudes y de ciencia teológica, llevaba yo el capelo cardenalicio. Su Santidad había querido honrar mis juveniles años eligiéndome, entre sus guardias nobles, para tan alta misión.