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Veröffentlichungsjahr: 1936
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Flores de almendro
Ramón del Valle Inclán
Índice
Cubierta
Portada
Preliminares
Flores de almendro
EL PORQUE DE ESTE LIBRO
JUAN QUINTO
LA ADORACION DE LOS REYES
EL MIEDO
TRAGEDIA DE ENSUEÑO
BEATRIZ
UN CABECILLA
LA MISA DE SAN ELECTUS
EL REY DE LA MASCARA
MI HERMANA ANTONIA
DEL MISTERIO
A MEDIANOCHE
MI BISABUELO
ROSARITO
COMEDIA DE ENSUEÑO
MILON DE LA ARNOYA
UN EJEMPLO
NOCHEBUENA
TULA VARONA
OCTAVIA
LA CONDESA DE CELA
ROSITA
EULALIA
AUGUSTA
LA GENERALA
¡MALPOCADO!
GEORGICAS
FUE SATANAS
LA HUESTE
UNA DESCONOCIDA
HIERBAS OLOROSAS
LA NIÑA CHOLE
ADEGA
NOTAS
Acerca de esta edición
Enlaces relacionados
Este libro debe en gran parte su aparición a don Luis Ruiz Contreras.
Suele don Luis venir a vernos todas las mañanas que sale de su casa, y una de ellas me dijo al entrar:
—Vengo de ver a Valle-Inclán, que está enfermo. No sé cómo vive. Es decir, sí lo sé: vive a fuerza de espíritu, porque no tiene sino la piel y los huesos. Además, anda mal de dinero. Vosotros, que vendéis ahora tanto libro, ¿por qué no le publicáis algo? Además de hacerle un favor, sería seguramente para vosotros un buen negocio. Valle, como sabéis mejor que yo, es de los pocos que aun se venden. Por supuesto, se vende porque debe venderse y se seguirá vendiendo durante mucho tiempo, pues lejos de agotarse, diríase que desde “Tirano Banderas” ha empezado lo más consistente de su obra.
—Por mi parte—respondí—no hay inconveniente alguno. Es más, tengo el propósito de emprender la publicación de una biblioteca parecida a la “Biblioteca de Bolsillo”; es decir, barata y bien presentada, pero exclusivamente de literatura moderna, y bien pudiéramos romper fuego con un libro suyo.
—¿Le digo entonces que he hablado contigo y que aceptas en principio?
—Desde luego.
—Pues esta misma tarde volveré a su casa. Tenía que llevarle unos libros que le he prometido, y con este motivo no lo dejaré para mañana. Se alegrará.
—Me parece muy bien.
—Lo malo es que si quieres cosa inédita no sé si te la podrá dar. Tiene, por lo que me ha dicho, algo de la serie del “Ruedo Ibérico” entre manos; pero apenas esbozado.
—No hace falta que sea nuevo precisamente—repliqué—. Como la base de esta biblioteca que tengo en planta han de ser obras seleccionadas de entre lo ya publicado, por lo menos en un principio (que precisamente mi propósito es dar lo mejor de los autores contemporáneos en ediciones bellas, íntegras y a bajo precio), Valle-Inclán, podía cedernos, por ejemplo, todos los cuentos de su primera época.
—Me parece una buena idea.
Esa serie de narraciones primorosas que después ha barajado con gran habilidad repartiéndolas en ocho o diez libros, incluso intercalando unas en otras, como “¡Malpocado!” (que es tal vez lo que más me gusta de él), y “Egloga”, que metió luego en “Adega” (que también es bellísima); la misma, por cierto, que sin otras alteraciones que unos motivos ornamentales al gusto italiano y una letra mayor, integra "Flor de Santidad” en una edición posterior.
—Pues vaya a verle cuando quiera y dígaselo.
—Sí, sí; quedará un tomo muy bonito.
* * *
Aquella misma tarde me llamó don Luis por teléfono.
—Acabo de hablar con Valle y se ha puesto muy contento. Te espera mañana a las once. Si no puedes ir, avísale y dale tú hora.
Puedo e iré. Gracias, don Luis.
* * *
A las once en punto subía las escaleras de la casa de la plaza del Progeso donde vivía el admirable escritor.
Me recibió en la alcoba. Llevaba varios días en la cama. Don Luis no había exagerado al decir que no tenía sino la piel y los huesos. Se adivinaba un esqueleto bajo la inmaculada camisa de seda blanca que le cubría. Pero los ojos, tras las gafas enormes, tenían una vida extraordinaria. Y ojos, cabellos, barba y gafas, todo tan desproporcionado con la carita amarilla que más se adivinaba que se veía bajo la imponente exuberancia pilosa, daban al un poco extraño conjunto un tinte de pulcritud y un sello de originalidad sumamente agradable.
Me tendió una mano cuya frialdad y delgadez daba pena.
—Fuí amigo de su padre de usted, Bergua. De esto hace años. De recién llegado a Madrid. Lo recuerdo muy bien. Era un hombre no tan sólo extraordinariamente simpático y muy inteligente, sino de gratísima presencia. Entornes iba yo con frecuencia por la librería de ustedes, que era, no como ahora, sino muy pequeñita y formando una rinconada con la casa inmediata de la calle que entonces era de Capellanes, rinconada que su padre de usted utilizaba como escaparate, pues no tenía otro. Usted tal vez no lo recuerdo, pues hace, como le digo, mucho tiempo.
—Le agradezco a usted el piropo, don Ramón, pero no lo merezco. Estoy arañando los cuarenta y esto que usted dice sería allá por el novecientos, de modo que me acuerdo, me acuerdo perfectamente.
—Sí, por entonces. Y por entonces sería también cuando la agrandó y cuando tiraron la casa que formaba la rinconada y todas las que seguían, ampliando la calle, a la que llamaron de Mariana Pineda.
—Exacto.
—Usted, por su parte, ha dado el salto de librero a editor.
—No había más remedio. El campo de librero me resultaba un poco reducido aquí, donde tan pocos libros se venden. De editor puede volarse más alto. Si se acierta, claro está.
—Usted va bien encaminado. Sobre todo, que tiene usted una baso más sólida para este negocio que la que suelen tener los editores españoles, que todo lo fían en el dinero o en la suerte. Y, claro, el editor que tropieza con un buen director literario; es decir, que encuentra lo que le falta: cabeza, se hace de oro (Zerolo ha hecho ganar millones a la casa Garnier, de París), y el que no, se hunde, a menos que se enamore de él la Fortuna.
—Para mí es una gran ventaja el haber sido previamente librero muchos años, pues conozco lo que el mercado de libros necesita y lo que el público quiere.
—Y algo más, Bergua, algo más. Pero vamos a lo que le trae. Me ha dicho Contreras que quiere usted recoger en un volumen todos los cuentos de mi primera época.
—Eso había pensado.
—Me parece muy bien la idea. Será para darlos en su “Biblioteca de Bolsillo”, ¿verdad?
—En otra parecida que pienso inaugurar precisamente con usted, don Ramón.
—Pues le diré a usted que lo siento, porque me hubiese gustado que fuese en la de Bolsillo. Creo que le va a ser a usted difícil hacer otra con el éxito de ésta, que es un verdadero acierto. No creo que nadie, dado su precio, sobre todo, sea capaz de hacer más ni mejor. Además, me halagaba, la verdad—siguió sonriendo—, codearme con los clásicos universales, ¡qué caramba!
—Entonces vamos a hacer una cosa: Usted me va a autorizar para publicar sus cuentos, ora en la nueva colección, ora en la de Bolsillo, por si acaso aquélla se retrasase.
Por supuesto. Y ya le digo que preferiría fuese en ésta. Además, claro que ello es meterme un poco en lo que no me importa, pero, ¿para qué hacer otra colección si en ésta, que ya tiene usted acreditada, cabe todo lo literario perfectamente? ¿No ha publicado usted ya en ella “Las Canciones de Bilitis”, por ejemplo? Por cierto, que ha hecho usted una traducción de la que puede estar orgulloso.
—Gracias, don Ramón.
—No es un cumplido, sino una verdad. Yo he hecho algunas traducciones...
—Del prodigioso Queiroz.
—Sí, y sé lo que cuesta hacer una buena traducción. Creo que más que una cosa original.
—Puede usted asegurarlo. Para mí también, traducir, traducir bien, claro está, es dificilísimo. Tan difícil, que créame que es un verdadero problema el encontrar buenos traductores.
—Como que hace falta conocer muy bien ambos idiomas el propio y el del que se traduce.
—Y algo más. Hace falta ser escritor. Al menos para las traducciones literarias. Sin ello resultará una versión menos que mediana por bien que se conozca el idioma del que se traduce. Y aun creo que hace falta más, y es estar muy familiarizado con el autor al que se vierte al castellano.
—Familiarizado e identificado. Le aseguro a usted que para mí hubiera sido verdaderamente abrumador traducir a otro que a Queiroz, que tanto me ha gustado siempre. Por cierto que, a propósito de traducciones, una tarde pasamos un mal rato en el Ateneo por culpa de Ruiz Contreras?
—¿Pues?
—Por culpa sin culpa, claro está, pues él, por fortuna, no estaba presente. Y fué que, como hablásemos de Anatole France y de Contreras, que estaba dándole a conocer en español, alabando unánimemente su trabajo cuántos estábamos allí, un profesor francés nos dejó con la boca abierta, asegurándonos que las traducciones de Contreras, como tales traducciones, eran deplorables. Se levantó una protesta unánime. Entonces él hizo traer de la biblioteca un tomo en francés y la reciente traducción de nuestro amigo, creo que era “Los dioses tienen sed”, y, en efecto, nos hizo observar unas diferencias sorprendentes.
—Pero cómo, ¿supresiones?—dije dispuesto a no creerlo.
—No, señor. Al contrario. Contreras no traducía en el verdadero sentido de la palabra, sino más bien interpretaba: daba, sobre todo en los trozos difíciles, algo que si no enteramente distinto del original, era tanto o más suyo que de France; en todo caso muy bueno, a veces aun mejor que el original, al menos tal nos parecía a unos; otros discrepaban y nos dividimos en dos bandos. Yo capitaneaba el que sostenía que el original no solamente no perdía en sus manos, sino todo lo contrario; el profesor francés y los que se pusieron de su lado aseguraban que aunque fuese verdad, que para ellos no lo era, en todo caso aquello no era traducir, sino colaborar, colaboración para la que no estaba autorizado. Y así quedó la cosa; pero yo, pudiendo leer sus traducciones o colaboraciones o interpretaciones de Anatole France, jamás he lamentado no saber francés.
—Es curioso.
—Pero a lo que íbamos. Usted siga mi consejo y no se meta en lanzar otra colección, ya que el éxito de ésta es seguro.
—Me parece que le voy a hacer a usted caso.
—Sí, hombre, sí. ¿Y sabe usted lo que también me gustaría que reuniese usted en otro tomo de mis obras?
—Qué sé yo.
—Pues las Sonatas.
—¡Ya lo creo! ¡Quedaría precioso!
—Pues si este ensayo no le sale a usted mal, que no le saldrá, se lo garantizo, haremos las Sonatas.
Y como me hiciese gracia la seguridad que tenía en el éxito de sus libros y me viese sonreír, siguió muy animado:
— Si le hablo a usted con esta certeza es porque tengo motivos para ello. Mis libros, en ediciones económicas, se venderán por millares; como se ha vendido "La guerra carlista”, publicada por la C. I. A. P., a pesar de ser horrible la edición. ¿Sabe usted a cuál me refiero?
—Sí, a esos tomos de una cincuenta, feos de formato, de papel, de todo, y con esas portadas abominables.
—Pues han hecho de “La guerra carlista” no sé cuántas ediciones.
—Entonces yo haré el doble.
—No le quepa a usted la menor duda. Y tras las Sonatas aun haremos un tercer volumen que reúna, a mi juicio, lo mejor de cuanto he escrito.
A ver, a ver, ¿qué es lo que estima usted más de su obra?
—“Cara de Plata”, “Aguila de Blasón” y “Romance de Lobos”. Los tres quedarían a maravilla en un tomo de los suyos.
—Pues así será.
Convinimos el precio y me despedí de él.
—Hasta mañana, pues, don Ramón. Feliz de haberle conocido personalmente.
—Y yo a usted, Bergua. Hasta mañana. No me falte, que ando aún peor de dinero que de salud.
—No tenga usted cuidado.
Y ya trasponía la puerta de la alcoba cuando me llamó.
—¡Bergua!
—Dígame, don Ramón.
—No hemos hablado nada sobre una cosa importantísima. ¿Qué título le va usted a poner al libro? ¿Ha pensado usted en esto?
—No, la verdad—dije volviendo sobre mis pasos.
—Pues no hay que echarlo en saco roto, porque es esencial. Los títulos son la cara de los libros, y una cara bella para hombres y libros es la mejor recomendación. A mí los títulos me preocupan siempre mucho, y si le dijese que algunos me han costado más que los libros mismos, puede que no mintiese.
—En parte, tiene usted razón.
—¿En parte? ¡En todo!—replicó vivamente.
—Los libros de usted, don Ramón—dije con toda sinceridad—, se venderían hasta sin título.
—¿Es que le parece a usted poco título mi nombre?
—También es verdad.
—No obstante, me preocupo mucho de esto detalle, como le digo. ¿Qué efecto le haría a usted en un buen cuadro un manchón de pintura?
—El efecto de deslucirle, evidentemente.
—Pues eso creo yo que hace un título feo, soso o inexpresivo.
—Lo que quiere decir, don Ramón, que tendrá usted que ayudarme a rebautizar a sus primeros hijos espirituales.
—Sí, tenemos que pensarlo despacio hasta dar con algo que les convenga a todos y que...
Algo más dijo, pero yo no seguía ya el hilo de sus palabras. Con esa rapidez con que el pensamiento bucea, como un buen nadador, por entre su propia trama en busca de luz, una idea había nacido en mi espíritu, engendrada por lo que yo mismo acababa de decir: “sus primeros hijos...” Idea que apenas nacida tomó cuerpo y se me escapó presurosa por los labios.
—¿Y si le pusiéramos por título “Flores de almendro”, Don Ramón?
—Flores de almendro...
—Claro. ¿No son las flores del almendro las primeras que todos los años anuncian la primavera? ¿Y no son esos cuentos las primeras flores de su genio de escritor? Entonces...
—¡Aceptado!—saltó interrumpiéndome—. Aceptado, sí señor, aceptado. ¡Flores de almendro! ¡Flores de almendro!... ¡Claro está! Y además es bonito... Y suena bien... ¡Flores de almendro!
Y así nació el título del libro que tienes en la mano, y el libro mismo, lector.
JUAN B. BERGUA
Micaela la Galana contaba muchas historias de Juan Quinto, aquel bigardo que, cuando ella era moza, tenía estremecida toda la tierra de Salnés. Contaba cómo una noche, a favor del oscuro, entró a robar en la Rectoral de Santa Baya de Cristamilde. La Rectoral de Santa Baya está vecina de la iglesia, en el fondo verde de un atrio cubierto de sepulturas y sombreado de olivos. En este tiempo de que hablaba Micaela, el rector era un viejo exclaustrado, buen latino y buen teólogo. Tenía fama de ser muy adinerado, y se le veía por las ferias chalaneando caballero en una yegua tordilla, siempre con las alforjas llenas de quesos. Juan Quinto, para robarle, había escalado la ventana, que en tiempo de calores solía dejar abierta el exclaustrado. Trepó el bigardo gateando por el muro, y cuando se encaramaba sobre el alféizar con un cuchillo sujeto entre los dientes, vió al abad incorporado en la cama y bostezando. Juan Quinto saltó dentro de la sala con un grito fiero, ya el cuchillo empuñado. Crujieron las tablas de la tarima con ese pavoroso prestigio que comunica la noche a todos los ruidos. Juan Quinto se acercó a la cama, y halló los ojos del viejo frailuco abiertos y sosegados que le estaban mirando:
—¿Qué mala idea traes, rapaz?
El bigardo levantó el cuchillo:
—La idea que traigo es que me entregue el dinero que tiene escondido, señor abad.
El frailuco rió jocundamente:
—¡Tú eres Juan Quinto!
—Pronto me ha reconocido.
Juan Quinto era alto, fuerte, airoso, cenceño. Tenía la barba de cobre, y las pupilas verdes como dos esmeraldas audaces y exaltadas. Por los caminos, entre chalanes y feriantes, prosperaba la voz de que era muy valeroso, y el exclaustrado conocía todas las hazañas de aquel bigardo que ahora le miraba fijamente, con el cuchillo levantado para aterrorizarle.
—Traigo priesa, señor abad. ¡La bolsa o la vida!
El abad se santiguó:
—Pero tú vienes trastornado. ¿Cuántos vasos apuraste, perdulario? Sabía tu mala conducta, aquí vienen muchos feligreses a dolerse... ¡Pero, hombre, no me habían dicho que fueses borracho!
Juan Quinto gritó con repentina violencia:
—¡Señor abad, rece el Yo Pecador!
—Rézalo tú, que más falta te hace.
—¡Que le siego la garganta! ¡Que le pico la lengua! ¡Que le como los hígados!
El abad, siempre sosegado, se incorporó en las almohadas:
—¡No seas bárbaro, rapaz! ¿Qué provecho iba a hacerte tanta carne cruda?
—¡No me juegue de burlas, señor abad! ¡La bolsa o la vida!
Yo no tengo dinero, y si lo tuviese tampoco iba a ser para ti. ¡Anda a cavar la tierra!
Juan Quinto levantó el cuchillo sobre la cabeza del exclaustrado:
—Señor abad, rece el Yo Pecador.
El abad acabó por fruncir el áspero entrecejo:
—No me da la gana. Si estás borracho, anda a dormirla. Y en lo sucesivo aprende que a mí se me debe otro respeto por mis años y por mi dignidad de eclesiástico.
Aquel bigardo atrevido y violento quedó callado un instante, y luego murmuró con la voz asombrada y cubierta de un velo:.
—¡Usted no sabe quien es Juan Quinto!
Antes de responderle, el exclaustrado le miró de alto abajo con grave indulgencia:
—Mejor lo sé que tú mismo, mal cristiano.
Insistió el otro con impotente rabia:
—¡Un león!
—¡Un gato!
—¡Los dineros!
—No los tengo.
—¡Que no me voy sin ellos!
—Pues de huésped no te recibo.
En la ventana rayaba el día, y los gallos cantaban quebrando albores. Juan Quinto miró a la redonda, por la ancha sala donde el tonsurado dormía, y descubrió una gaveta:
—Me parece que ya di con el nido.
Tosió el frailuco:
—Malos vientos tienes.
Y comenzó a vestirse muy reposadamente y a rezar en latín. De tiempo en tiempo, a par que se santiguaba, dirigía los ojos al bandolero, que iba de un lado al otro cateando. Sonreía socarrón el frailuco y murmuraba a media voz, una voz grave y borbollona:
—Busca, busca. ¡No encuentro yo con el claro día y has de encontrar tú a tentones!...
Cuando acabó de vestirse salió a la solana por ver cómo amanecía. Cantaban los pájaros, estremecíanse las hierbas, todo tornaba a nacer con el alba del día. El abad gritóle al bigardo, que seguía cateando en la gaveta:
—Tráeme el breviario, rapaz.
Juan Quinto apareció con el breviario, y al tomárselo de las manos, el exclaustrado le reconvino lleno de indulgencia:
—Pero ¿quién te aconsejó para haber tomado este mal camino? ¡Ponte a cavar la tierra, rapaz!
—Yo no nací para cavar la tierra. ¡Tengo sangre de señores!
—Pues compra una cuerda y ahórcate, porque para robar tampoco sirves.
Con estas palabras bajó el frailuco las escaleras de la solana, y entró en la iglesia para celebrar su misa. Juan Quinto huyó galgueando a través de unos maizales, pues se venía por los montes la mañana y en la fresca del día muchos campanarios saludaban a Dios. Y fué en esta misma mañana ingenua y fragante cuando robó y mató a un chalán en el camino de Santa María de Meis. Micaela la Galana, en el final del cuento, bajaba la voz santiguándose, y con un murmullo de su boca sin dientes recordaba la genealogía de Juan Quinto:
—Era de buenas familias. Hijo de Remigio de Bealo, nieto de Pedro, que acompañó al difunto señor en la batalla del Puente San Payo. Recemos un Padrenuestro por los muertos y por los vivos.
Vinde, vinde, Santos Reyes,
vereil, a joya millor,
un meniño
como un brinquiño,
tan bunitiño,
qu’á o nacer nublou o sol!
Desde la puesta del sol se alzaba el cántico de los pastores en torno de las hogueras, y desde la puesta del sol, guiados por aquella otra luz que apareció inmóvil sobre una colina caminaban los tres Santos Reyes. Jinetes en camellos blancos, iban los tres en la frescura apacible de la noche atravesando el desierto. Las estrellas fulguraban en el cielo, y la pedrería de las coronas reales fulguraba en sus frentes. Una brisa suave hacía flamear los recamados mantos: el de Gaspar era de púrpura de Corinto; el de Melchor era de púrpura de Tiro; el de Baltasar era de púrpura de Menfis. Esclavos negros, que caminaban a pie enterrando sus sandalias en la arena, guiaban los camellos con una mano puesta en el cabezal de cuero escarlata. Ondulaban sueltos los corvos rendajes y entre sus flecos de seda temblaban cascabeles de oro. Los tres Reyes Magos cabalgaban en fila: Baltasar el egipcio iba delante y su barba luenga, que descendía sobre el pecho, era a veces esparcida sobre los hombros... Cuando estuvieron a las puertas de la ciudad arrodilláronse los camellos, y los tres Reyes se apearon, y despojándose de las coronas, hicieron oración sobre las arenas.
Y Baltasar dijo:
¡Es llegado el término de nuestra jornada!...
Y Melchor dijo:....
—¡Adoremos al que nació Dios de Israel!...
Y Gaspar dijo:
—¡Los ojos le verán y todo sera purificado en nosotros!... „
Entonces volvieron a montar en sus camellos y entraron en la ciudad por la Puerta Romana, y guiados por la estrella llegaron al establo donde había nacido el Niño. Allí los esclavos negros, como eran idólatras y nada comprendían, llamaron con rudas voces:
—¡Abrid!... ¡Abrid la puerta a nuestros señores! Entonces los tres Reyes se inclinaron sobre los arzones y hablaron a sus esclavos. Y sucedió que los tres Reyes les decían en voz baja:
—¡Cuidad de no despertar al Niño!
Y aquellos esclavos, llenos de temeroso respeto, quedaron mudos, y los camellos, que permanecían inmóviles ante la puerta, llamaron blandamente con la pezuña, y casi al mismo tiempo aquella puerta de viejo y oloroso cedro se abrió sin ruido. Un anciano de calva sien y nevada barba asomó en el umbral: sobre el armiño de su cabellera luenga y nazarena temblaba el arco de una aureola; su túnica era azul y bordada de estrellas como el ciclo de Arabia en las noches serenas, y el manto era rojo, como el mar de Egipto, y el báculo en que se apoyaba era de oro, florecido en lo alto con tres linos blancos de plata. Al verse en su presencia, los tres Reyes se inclinaron. El anciano sonrió con el candor de un niño y franqueándoles la entrada dijo con santa alegría:
—¡Pasad!
Y aquellos tres Reyes, que llegaban de Oriente en sus camellos blancos, volvieron a inclinar las frentes coronadas, y, arrastrando sus mantos de púrpura y cruzadas las manos sobre el pecho, penetraron en el establo. Sus sandalias bordadas de oro producían un armonioso rumor. El Niño, que dormía en el pesebre sobre rubia paja centena, sonrió en sueños. A su lado hallábase la Madre, que le contemplaba de rodillas con las manos juntas: su ropaje parecía de nubes, sus arracadas parecían de fuego y, como en el lago azul de Genezaret, rielaban en el manto los luceros de la aureola. Un ángel tendía sobre la cuna sus alas de luz, y las pestañas del Niño temblaban como mariposas rubias, y los tres Reyes se postraron para adorarle, y luego besaron los pies del Niño. Para que no se despertase, con las manos apartaban las luengas barbas, que eran graves y solemnes como oraciones. Después se levantaron, y volviéndose a sus camellos le trajeron sus dones: oro, incienso, mirra.
Y Gaspar dijo al ofrecer el oro:
—Para adorarte venimos de Oriente.
Y Melchor dijo al ofrecerle el incienso:
—¡Hemos encontrado al Salvador!
Y Baltasar dijo al ofrecerle la mirra:
—¡Bienaventurados podemos llamarnos entre todos los nacidos!
Y los tres Reyes Magos, despojándose de sus coronas, las dejaron en el pesebre a los pies del Niño. Entonces sus frentes tostadas por el sol y los vientos del desierto se cubrieron de luz, y la huella que había dejado el cerco bordado de pedrería era una corona más bella que sus coronas labradas en Oriente... Y los tres Reyes Magos repitieron como un cántico:
—¡Este es!... ¡Nosotros hemos visto su estrella!
Después se levantaron para irse, porque ya rayaba el alba. La campiña de Belén, verde y húmeda, sonreía en la paz de la mañana con el caserío de sus aldeas disperso, y los molinos lejanos desapareciendo bajo el emparrado de las puertas, y las montañas azules y la nieve en las cumbres. Bajo aquel sol amable que lucía sobre los montes iba por los caminos la gente de las aldeas: un pastor guiaba sus carneros hacia las praderas de Gamalea; mujeres cantando volvían del pozo de Efraín con las ánforas llenas; un viejo cansado picaba la yunta de sus vacas, que se detenían mordisqueando en los vallados, y el humo blanco parecía salir de entre las higueras. Los esclavos negros hicieron arrodillar los camellos y cabalgaron los tres Reyes Magos. Ajenos a todo temor se tornaban a sus tierras, cuando fueron advertidos por el cántico lejano de una vieja y una niña que, sentadas de un molino, estaban desgranando espigas de maíz. Y era éste el cantar remoto de las dos voces:
Camiñade, Santos Reyes,
por caminos desviados,
que pol’os camiños reas
Herodes mandou soldados.
Ese largo y angustioso escalofrío que parece mensajero de la muerte, el verdadero escalofrío del miedo, sólo lo he sentido una vez. Fué hace muchos años, en aquel hermoso tiempo de los mayorazgos, cuando se hacía información de nobleza para ser militar. Yo acababa de obtener los cordones de caballero cadete. Hubiera preferido entrar en la Guardia de la Real Persona; pero mi madre se oponía, y, siguiendo la tradición familiar, fuí granadero en el regimiento del Rey. No recuerdo con certeza los años que hace, pero entonces apenas me apuntaba el bozo y hoy ando cerca de ser un viejo caduco. Antes de entrar en el regimiento, mi madre quiso echarme su bendición. La pobre señora vivía retirada en el fondo de una aldea, donde estaba nuestro pazo solariego, y allá fuí sumiso y obediente. La misma tarde que llegue mandó en busca del prior de Brandeso para que viniese a confesarme en la capilla del pazo. Mis hermanas María Isabel y María Fernanda, que eran unas niñas, bajaron a coger rosas al jardín, y mi madre llenó con ellas los floreros del altar. Después me llamó en voz baja para darme su devocionario y decirme que hiciese examen de conciencia.
—Vete a la tribuna, hijo mió. Allí estarás mejor...
La tribuna señorial estaba al lado del Evangelio y comunicaba con la biblioteca. La capilla era húmeda, tenebrosa, resonante. Sobre el retablo campeaba el escudo concedido por ejecutorias de los Reyes Católicos al señor de Bradomín. Pedro Aguiar de Tor, llamado el Chivo y también el Viejo. Aquel caballero estaba enterrado a la derecha del altar: el sepulcro tenía la estatua orante de un guerrero. La lámpara del presbiterio alumbraba día y noche ante el retablo, labrado como joyel de reyes: los áureos racimos de la vid evangélica parecían ofrecerse cargados de fruto. El santo tutelar era aquel piadoso Rey Mago que ofreció mirra al Niño Dios: su túnica de seda bordada de oro brillaba con el resplandor devoto de un milagro oriental. La luz de la lámpara, entre las cadenas de plata, tenía tímido aleteo de pájaro prisionero como si se afanase por volar hacia el Santo. Mi madre quiso que fuesen sus manos las que dejasen aquella tarde a los pies del Rey Mago los floreros cargados de rosas, como ofrenda de su alma devota. Después, acompañada de mis hermanas, se arrodilló ante el altar: yo desde la tribuna solamente oía el murmullo de su voz, que guiaba moribunda las avemarías; pero cuando a las niñas les tocaba responder, oía todas las palabras rituales de la oración. La tarde agonizaba y los rezos resonaban en la silenciosa oscuridad de la capilla, hondos, tristes y augustos como un eco de la Pasión. Yo me adormecía en la tribuna. Las niñas fueron a sentarse en las gradas del altar: sus vestidos eran albos como el lino de los patios litúrgicos. Yo sólo distinguí una sombra que rezaba bajo la lámpara del presbiterio: era mi madre, que sostenía entre sus manos un libro abierto y leía con la cabeza inclinada. De tarde en tarde, el viento mecía la cortina de un alto ventanal: yo entonces veía en el cielo, ya oscuro, la faz de la luna, pálida y sobrenatural como una diosa que tiene su altar en los bosques y en los lagos...
Mi madre cerró el libro dando un suspiro, y de nuevo llamo a las niñas. Vi pasar sus sombras blancas a través del presbiterio y columbré que se arrodillaban a los lados de mi madre. La luz de la lámpara temblaba con un débil resplandor sobre las manos que volvían a sostener abierto el libro. En el silencio la voz leía piadosa y lenta. Las niñas escuchaban, y adivine sus cabelleras sueltas sobre la albura del ropaje y cayendo a los lados del rostro iguales tristes, nazarenas. Habíame adormecido, y de pronto me sobresaltaron los gritos de mis hermanas. Miré y las vi en medio del presbiterio abrazadas a mi madre. Gritaban despavoridas. Mi madre las asió de la mano y huyeron las tres. Bajé presuroso. Iba a seguirlas y quede sobrecogido de terror. En el sepulcro del guerrero se entrechocaban los huesos del esqueleto. Los cabellos se erizaron en mi frente. La capilla había quedado en el mayor Silencio, y distintamente el hueco y medroso rodar de la calavera sobre su almohada de piedra. Tuve miedo como no lo he tenido jamás, pero no quise que mi madre y mis hermanas me creyesen cobarde, y permanecí inmóvil en medio del presbiterio, con los ojos fijos en la puerta entreabierta. La luz de la lámpara oscilaba. En lo alto mecíase la cortina de un ventanal, y las nubes pasaban sobre la luna, y las estrellas se encendían y se apagaban como nuestras vidas. De pronto, allá lejos, resonó festivo ladrar de perros y música de cascabeles. Una voz grave y eclesiástica llamaba:
—¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán!...
Era el prior de Brandeso que llegaba para confesarme. Después oí la voz de mi madre, trémula y asustada y percibí distintamente la carrera retozona de los perros. La voz grave y eclesiástica se elevaba lentamente, como un canto gregoriano:
—Ahora veremos qué ha sido ello... Cosa del otro mundo no lo es, seguramente... ¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán!...
Y el prior de Brandeso, precedido de sus lebreles, apareció en la puerta de la capilla:
—¿Qué sucede, señor granadero del rey?
Yo repuse con la voz ahogada:
¡Señor prior, he oído temblar el esqueleto dentro del sepulcro!...
El prior atravesó lentamente la capilla: era un hombre arrogante y erguido. En sus años juveniles también había sido granadero del rey. Llegó hasta mí, sin recoger el vuelo de sus hábitos blancos, y afirmándome una mano en el hombro y mirándome la faz descolorida, pronunció gravemente:
¡Que nunca pueda decir el prior de Brandeso que ha visto, temblar a un granadero del rey!...
No levantó la mano de mi hombro, y permanecimos inmóviles, contemplándonos sin hablar. En aquel silencio oímos rodar la calavera del guerrero. La mano del prior no tembló. A nuestro lado los perros enderezaban las orejas con el cuello espeluznado. De nuevo oímos rodar la calavera sobre su almohada de piedra. El prior me sacudió::
—¡Señor granadero del rey, hay que saber si son trasgos o brujas!...
Y se acercó al sepulcro y asió las dos anillas de bronce empotradas en una de las losas, aquella que tenía el epitafio. Me acerqué temblando. El prior me miró sin desplegar los labios. Yo puse mi mano sobre la suya en una anilla y tiré. Lentamente alzamos la piedra. El hueco, negro y frío, quedó ante nosotros. Yo vi que la árida y amarillenta calavera aun se movía. El prior alargó un brazo dentro del sepulcro para cogerla. Después, sin una palabra y sin un gesto, me la entregó. La recibí temblando. Yo estaba en medio del presbiterio y la luz de la lámpara caía sobre mis manos. Al fijar los ojos las sacudí con horror. Tenía entre ellas un nido de culebras que se desanillaron silbando, mientras la calavera rodaba con hueco y liviano son todas las gradas del presbiterio. El prior me miró con sus ojos de guerrero, que fulguraban bajo la capucha como bajo la visera de un casco:
—Señor granadero del rey, no hay absolución... ¡Yo no absuelvo a los cobardes!
Y con rudo empaque salió sin recoger el vuelo de sus blancos hábitos talares. Las palabras del prior de Brandeso resonaron mucho tiempo en mis oídos: resuenan aún. ¡Tal vez por ellas he sabido más tarde sonreír a la muerte como a una mujer!...
(Han dejado abierta la casa y parece abandonada... El niño duerme fuera, en la paz de la tarde que agoniza, bajo el emparrado de la vid. Sentada en el umbral, una vieja mueve la cuna con el pie, mientras sus dedos arrugados hacen girar el huso de la rueca. Hila la vieja, copo otras copo, el lino moreno de su campo. Tiene cien años: el cabello, plateado; los ojos, faltos de vista; la barbeta temblorosa.)
LA ABUELA.—¡Cuántos trabajos nos aguardan en este mundo! Siete hijos tuve, y mis manos tuvieron que coser siete mortajas... Los hijos me fueron dados para que conociese las penas de criarlos, y luego, uno a uno, me los quito la muerte cuando podían ser ayuda de mis años. Estos tristes ojos aun no se cansan de llorarlos ¡Eran siete reyes, mozos y gentiles!... Sus viudas volvieron a casarse, y por delante de mi puerta vi pasar el cortejo de sus segundas bodas, y por delante de mi puerta vi pasar después los alegres bautizos... ¡Ah! Solamente el corro de mis nietos se deshojo como una rosa de mayo... ¡Y eran tantos, que mis dedos se cansaban hilando día y noche sus panales!... A todos los llevaron por ese camino donde cantan los sapos y el ruiseñor ¡Cuánto han llorado mis ojos! Quedé ciega viendo pasar sus blancas cajas de ángeles ¡Cuánto han llorado mis ojos y cuanto tienen todavía que llorar! Hace tres noches que aúllan los perros la puerta. Yo esperaba que la muerte me dejase este nieto pequeño, y también llega por él... ¡Era, entre todos, el que más quería!... Cuando enterraron a su padre aun no era nacido; cuando enterraron a su madre aun no era bautizado... ¡Por eso era, entre todos, el que más quería!... Ibale criando con cientos de trabajos. Tuve una oveja blanca que le servía de nodriza, pero la comieron los lobos en el monte... ¡Y el nieto mío se marchita como una flor! ¡Y el nieto mío se muere lenta, lentamente, como las pobres estrellas, que no pueden contemplar el amanecer!
(La vieja llora y el niño se despierta. La vieja se inclina sollozando sobre la cuna, y con las manos temblorosas la recorre a tientas, buscando dónde está la cabecera. Al fin se incorpora con el niño en brazos: le oprime contra el seno, árido y muerto, y lloran hilo a hilo sus ojos cienos; con las lágrimas detenidas en el surco venerable de las arrugas, canta por ver de acallarle. Canta la abuela una antigua tonadilla. Al oírla se detienen en el camino tres doncellas que vuelven del río, cansadas de lavar y tender, de sol a sol, las ricas ambas de hilo de Arabia. Son tres hermanas azafatas en los palacios del rey: la mayor se llama Andara; la mediana, Isabela; la pequeña, Aladina.)
LA MAYOR.—¡Pobre abuela, canta para matar su pena!
LA MEDIANA.—¡Canta siempre que llora el niño!
LA PEQUEÑA.—¿Sabéis vosotras por qué llora el niño?... Aquella oveja blanca que le criaba se extravió en el monte, y por eso llora el niño...
LAS DOS HERMANAS.—¿Tú le has visto?... ¿Cuándo fué que le has visto?
LA PEQUEÑA.—Al amanecer le vi dormido en la cuna. Está más blanco que la espuma del río donde nosotras lavamos. Me parecía que mis manos al tocarle se llevaban algo de su vida, como si fuese un aroma que las santificase.
LAS DOS HERMANAS.—Ahora al pasar nos detendremos a besarle.
LA PEQUEÑA.—¿Y qué diremos cuando nos interrogue la abuela?... A mí me dió una tela hilada y tejida por sus manos para que la lavase, y al mojarla se la llevó la corriente...
LA MEDIANA.—A mí me dió un lenzuelo de la cuna, y al tenderlo al sol se lo llevó el viento...
LA MAYOR.—A mí me dió una madeja de lino, y, al recogerla del zarzal donde la había puesto a secar, un pájaro negro se la llevó en el pico...
LA PEQUEÑA.—¡Yo no sé qué le diremos!...
LA MEDIANA.—Yo tampoco, hermana mía.
LA MAYOR.—Pasaremos en silencio. Como está ciega no puede vernos.
LA MEDIANA.—Su oído conoce las pisadas.
LA MAYOR.—Las apagaremos en la hierba.
LA PEQUEÑA.—Sus ojos adivinan las sombras.
LA MAYOR.—Hoy están cansados de llorar.
LA MEDIANA.—Vamos, pues, todo por la orilla del camino, que es donde la hierba está crecida.
(Las tres hermanas, Andara, Isabela y Aladina, van en silencio andando por la orilla del camino. La vieja levanta un momento los ojos sin vista; después sigue meciendo y cantando al niño. Las tres hermanas, cuando han pasado, vuelven la cabeza: se alejan y desaparecen, una tras otra, en la revuelta. Allá, por la falda de la colina, asoma un pastor. Camina despacio, y al andar se apoya en el cayado: es muy anciano, vestido todo de pieles, con la barba nevada y solemne: parece uno de aquellos piadosos pastores que adoraron al Niño Jesús en el Establo de Belén.)
EL PASTOR.—Ya se pone el sol. ¿Por qué no entras en la casa con tu nieto?
LA ABUELA.—Dentro de la casa anda la muerte... ¿No la sientes batir las puertas?
EL PASTOR.—Es el viento que viene con la noche...
LA ABUELA.—¡Ah!... ¡Tú piensas que es el viento!... ¡Es la muerte!...
EL PASTOR.—¿La oveja no ha parecido?
LA ABUELA.—La oveja no ha parecido, ni parecerá...
EL PASTOR.—Mis zagales la buscaron dos días enteros... Se han cansado ellos y los canes...
LA ABUELA.—¡Y el lobo ríe en su cubil!...
El PASTOR.—Yo también me cansé buscándola.
LA ABUELA.—¡Y todos nos cansaremos!... Solamente el niño seguirá llamándola en su lloro, y seguirá, y seguirá...
El PASTOR.—Yo escogeré en mi rebaño una oveja mansa.
LA ABUELA.—No la hallarás. Las ovejas mansas las comen los lobos.
El PASTOR.—Mi rebaño tiene tres canes vigilantes. Cuando yo vuelva del monte, le ofreceré al niño una oveja con su cordero blanco.
LA ABUELA.—¡Ah! ¡Cuánto temía que la esperanza llegase y se cobijara en mi corazón como en un nido viejo abandonado bajo el alar!...
El PASTOR.—La esperanza es un pájaro que va cantando por todos los corazones.
LA ABUELA.—Soy una pobre desvalida, pero mientras conservasen tiento mis dedos, hilarían para su regalo cuanta lana diere la oveja. ¡Pero no vivirá el nieto mío!... Hace ya tres días, desde que aúllan los perros, cuando le alzo de la cuna siento batir sus alas de ángel como si quisiese aprender a volar...
(Vuelve a llorar el niño, pero con un vagido cada ves más débil y desconsolado; vuelve su abuela a mecerle con la antigua tonadilla. El pastor se aleja lentamente, pasa por un campo verde, donde están jugando a la rueda... Canta el corro infantil la misma tonadilla que la abuela; al deshacerse, unas niñas con la falda llena de flores se acercan a la vieja, que no las siente, y sigue meciendo a su nieto. Las niñas se miran en silencio y se sonríen. La abuela deja de cantar y acuesta al nieto en la cuna.)
LAS NIÑAS.—¿Se ha dormido, abuela?
LA ABUELA.—Sí; se ha dormido.
LAS NIÑAS.—¡Qué blanco está!... ¡Pero no duerme, abuela!... Tiene los ojos abiertos... Parece que mira una cosa que no se ve...
LA ABUELA.—¡Una cosa que no se ve!... ¡Es la otra vida!...
LAS NIÑAS.—Se sonríe y cierra los ojos...
LA ABUELA.—Con ellos cerrados seguirá viendo lo mismo que antes veía. Es su alma blanca la que mira.
LAS NIÑAS.—¡Se sonríe!... ¿Por qué se sonríe con los ojos cerrados?..
LA ABUELA.—Sonríe a los ángeles.
(Una ráfaga, de viento pasa sobre las sueltas cabelleras, sin ondularlas. Es un viento frío que hace llorar los ojos de la abuela. El nieto permanece inmóvil en la cuna. Las niñas se alejan pálidas y miedosas, lentamente, en silencio, cogidas de la mano.)
LA ABUELA.—¿Dónde estáis?... Decidme: ¿Se sonríe aún?
LAS NIÑAS.—No, ya no se sonríe...
LA ABUELA.—¿Dónde estáis?
LAS NIÑAS.—Nos vamos ya...
(Se sueltan las manos y huyen. A lo lejos suena una esquila. La abuela se encorva escuchando... Es la oveja familiar, que vuelve para que mame el niño: llega como el don de un Rey Mago, con las ubres llenas de bien. Reconoce los lugares y se acerca con dulce balido: trae el vellón peinado por los tojos y las carcas del monte. La vieja extiende sobre la cuna las manos para levantar al niño. ¡Pero las pobres manos arrugadas, temblonas y seniles hallan que el niño está yerto!)
LA ABUELA.—¡Ya me has dejado, nieto mío! ¡Qué sola me has dejado! ¡Oh! ¿Por qué tu alma de ángel no puso un beso en mi boca y se llevó mi alma cargada de penas?... Eras tú como un ramo de blancas rosas en esta capilla triste de mi vida... Si me tendías los brazos eran las alas inocentes de los ruiseñores que encantan en el cielo a los Santos Patriarcas; si me besaba tu boca, era una ventana llena de sol que se abría sobre la noche... ¡Eras tú como un cirio de blanca cera en esta capilla oscura de mi alma!... ¡Vuélveme al nieto mío, muerte negra!... ¡Vuélveme al nieto mío!...
(Con los brazos extendidos, entra en la casa desierta seguida de la oveja. Bajo el techado resuenan sus gritos, y el viento anda a batir las puertas.)
I. Cercaba el palacio un jardín señorial, lleno de noble recogimiento. Entre mirtos seculares, blanqueaban estatuas de dioses: ¡pobres estatuas mutiladas! Los cedros y los laureles cimbreaban con augusta melancolía sobre las fuentes abandonadas: algún tritón, cubierto de hojas, borboteaba a intervalos su risa quimérica, y el agua temblaba en la sombra con latido de vida misteriosa y encantada.
La condesa casi nunca salía del palacio: contemplaba el jardín desde el balcón plateresco de su alcoba, y con la sonrisa amable de las devotas linajudas le pedía a fray Angel, su capellán, que cortase las rosas para el altar de la capilla. Era muy piadosa la condesa. Vivía como una priora noble retirada en las estancias tristes y silenciosas de su palacio, con los ojos vueltos hacia el pasado: ¡ese pasado que los reyes de armas poblaron de leyendas heráldicas! Carlota Elena Aguiar y Bolaño, condesa de Porta-Dei, las aprendiera cuando niña deletreando los rancios nobiliarios. Descendía de la casa de Barbanzón, una de las más antiguas y esclarecidas, según afirman ejecutorias de nobleza y cartas de hidalguía signadas por el señor rey Don Carlos I. La condesa guardaba como reliquias aquellas páginas infanzonas aforradas en velludo carmesí, que de los siglos pasados hacían gallarda remembranza con sus grandes letras floridas, sus orlas historiadas, sus grifos heráldicos, sus emblemas caballerescos, sus cimeras empenachadas y sus escudos de dieciséis cuarteles, miniados con paciencia monástica, de gules y de azur, de oro y de plata, de sable y de sinople.
La condesa era unigénita del célebre marqués de Barbanzón, que tanto figuró en las guerras carlistas. Hecha la paz después de la traición de Vergara—nunca los leales llamaron de otra suerte al convenio—, el marqués de Barbanzón emigró a Roma. Y como aquellos tiempos eran los hermosos tiempos del Papa-Rey, el caballero español fué uno de los gentiles-hombres extranjeros con cargo palatino en el Vaticano. Durante muchos años llevó sobre sus hombros el manto azul de los guardias nobles, y lució la bizarra ropilla acuchillada de terciopelo y raso. ¡El mismo arreo galán con que el divino Sanzio retrató al divino César Borgia!
Los títulos del marqués de Barbanzón, conde de Gondarin y señor de Goa, extinguiéronse con el buen caballero don Francisco Xavier Aguiar y Bendaña, que maldijo en su testamento, con arrogancias de castellano leal, a toda su descendencia, si entre ella había uno solo que, traidor y vanidoso, pagase lanzas y anatas a cualquier señor rey que no lo fuese por la Gracia de Dios. Su hija admiró llorosa la soberana gallardía de aquella maldición que se levantaba del fondo de su sepulcro, y acatando la voluntad paterna, dejó perderse los títulos que honraran veinte de sus abuelos, pero suspiró siempre por aquel marquesado de Barbanzón. Para consolarse solía leer, cuando sus ojos estaban menos cansados, el nobiliario del Monje de Armentáriz, donde se cuentan los orígenes de tan esclarecido linaje.
Si más tarde tituló de condesa, fué por gracia pontificia.
II. La mano atezada y flaca del capellán levantó el blasonado cortinón de damasco carmesí:
—¿Da su permiso la señora condesa?
—Adelante, fray Angel.
El capellán entró. Era un viejo alto y seco, con el andar dominador y marcial. Llegaba de Barbanzón, donde había estado cobrando los florales del mayorazgo. Acababa de apearse en la puerta del palacio, y aun no se descalzara las espuelas. Allá en el fondo del estrado, la suave condesa suspiraba tendida sobre el canapé de damasco carmesí. Apenas se veía dentro del salón. Caía la tarde adusta e invernal. La condesa rezaba en voz baja, y sus dedos, lirios blancos aprisionados en los mitones de encaje, pasaban lentamente las cuentas de un rosario traído de Jerusalén. Largos y penetrantes alaridos llegaban al salón desde el fondo misterioso del palacio: agitaban la oscuridad, palpitaban en el silencio como las alas del murciélago Lucifer... Fray Angel se santiguó:
¡Valgame Dios! ¿Sin duda el demonio continúa martirizando a la señorita Beatriz?
La condesa puso fin a su rezo, santiguándose con el crucifijo del rosario, y suspiró:
—¡Pobre hija mía! El demonio la tiene poseída. A mí me da espanto oírla gritar, verla retorcerse como una salamandra en el fuego... Me han hablado de una saludadora que hay en Celtigos. Será necesario llamarla. Cuentan que hace verdaderos milagros.
Fray Angel, indeciso, movía la tonsurada cabeza:
—Sí que los hace, pero lleva veinte años encamada.
—Se manda el coche, fray Angel.
—Imposible por esos caminos, señora.
—Se la trae en silla de manos.
—Unicamente. ¡Pero es difícil, muy difícil! La saludadora pasa del siglo... Es una reliquia...
Viendo pensativa a la condesa, el capellán guardó silencio: era un viejo de ojos enfoscados y perfil aguileño, inmóvil como tallado en granito. Recordaba esos obispos guerreros que en las catedrales duermen o rezan a la sombra de un arco sepulcral. Fray Angel había sido uno de aquellos cabecillas tonsurados, que robaban la plata de sus iglesias para acudir en socorro de la facción. Años después, ya terminada la guerra, aún seguía aplicando su misa por el alma de Zumalacárregui. La dama, con las manos en cruz, suspiraba. Los gritos de Beatriz llegaban al salón en ráfagas de loco y rabioso ulular. El rosario temblaba entre los dedos pálidos de la condesa, que, sollozante, musitaba casi sin voz:
—¡Pobre hija! ¡Pobre hija!
Fray Angel preguntó:
—¿No estará sola?
La condesa cerró los ojos lentamente, al mismo tiempo que, con un ademán lleno de cansancio, reclinaba la cabeza en los cojines del canapé:
—Esta con mi tía la generala y con el señor penitenciario, que iba a decirle los exorcismos.
—¡Ah! Pero ¿está aquí el señor penitenciario?
La condesa respondió tristemente:
—Mi tía le ha traído.
Fray Angel habíase puesto en pie con extraño sobresalto:
—¿Qué ha dicho el señor penitenciario?
—Yo no le he visto aún.
—¿Hace mucho que está ahí?
—Tampoco lo sé, fray Angel.
—¿No lo sabe la señora condesa?
—No... He pasado toda la tarde en la capilla. Hoy comencé una novena a la Virgen de Bradomín. Si sana a mi hija, le regalaré el collar de perlas y los pendientes que fueron de mi abuela la marquesa de Barbanzón.
Fray Angel escuchaba con torva inquietud. Sus ojos, enfoscados bajo las cejas, parecían dos alimañas monteses azoradas. Calló la dama suspirante. El capellán permaneció en pie:
—Señora condesa, voy a mandar ensillar la milla, y esta noche me pongo en Celtigos. Si se consigue traer a la saludadora, debe hacerse con gran sigilo. Sobre la madrugada ya podemos estar aquí.
La condesa volvió al cielo los ojos, que tenían un cerco amoratado:
—¡Dios lo haga!
Y la noble señora, arrollando el rosario entre sus dedos pálidos, levantóse para volver al lado de su hija. Un gato que dormitaba sobre el canapé saltó al suelo, enarcó el espinazo y la siguió maullando... Fray Angel se adelantó: la mano atezada y flaca del capellán sostuvo el blasonado cortinón. La condesa pasó con los ojos bajos, y no pudo ver cómo aquella mano temblaba.
III. Beatriz parecía una muerta: con los párpados entornados, las mejillas muy pálidas y los brazos tendidos a lo largo del cuerpo, yacía sobre el antiguo lecho de madera legado a la condesa por fray Diego Aguiar, un obispo de la noble casa de Barbanzón tenido en opinión de santo. La alcoba de Beatriz era una gran sala entarimada de castaño, oscura y triste. Tenía angostas ventanas de montante donde arrullaban las palomas, y puertas monásticas, de paciente y arcaica ensambladura, con clavos danzarines en los floreados herrajes.
