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Ramón Del Valle Inclán

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Veröffentlichungsjahr: 1903

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Sonata de estío: memorias del marqués de Bradomín

Ramón del Valle Inclán

Índice

Cubierta

Portada

Preliminares

Sonata de estío: memorias del marqués de Bradomín

NOTA

Acerca de esta edición

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NOTA

Estas páginas son un fragmento de las «Memorias Amables» que empezó á escribir en la emigración el Marqués de Bradomín. ¡Aquel viejo cínico, descreído y galante como un cardenal del Renacimiento.

* * *

...Quería olvidar unos amores desgraciados y pensé recorrer el mundo en romántica peregrinación.

Aquella mujer tiene en la historia de mi vida un recuerdo galante, cruel y glorioso, como lo tienen en la historia de los pueblos, Thais, la de Grecia, y Ninon, la de Francia, esas dos cortesanas menos bellas que su destino ¡Acaso el único destino que merece ser envidiado! Yo hubiérale tenido igual, y quizás más grande, de haber nacido mujer. Entonces lograría lo que jamás pude lograr. A las mujeres, para ser felices, les basta con no tener escrúpulos, y, probablemente, no los hubiera tenido esa quimérica Marquesa de Bradomín. Dios mediante haría como las gentiles marquesas de mi tiempo que ahora se confiesan todos los viernes, después de haber pecado lodos los días. Por cierto que algunas se han arrepentido todavía bellas y tentadoras, olvidando que basta un punto de contrición al sentir cercana la vejez.

Por aquellos días de peregrinación sentimental era yo joven y algo poeta, con ninguna experiencia y harta novelería en la cabeza. Creía de buena fe en muchas cosas que ahora pongo en duda, y libre de escepticismos, dábame buena prisa á gozar de la existencia. Aunque no lo confesase, y acaso sin saberlo, era feliz con esa felicidad indefinible que da el poder amar á todas las mujeres. Sin ser un donjuanista, he vivido una juventud amorosa y apasionada, pero de amor juvenil y bullente, de pasión equilibrada y sanguínea. Los decadentismos de la generación nueva no los he sentido jamás. Todavía hoy, después de haber pecado tanto, tengo las mañanas triunfantes y no puedo menos de sonreír recordando que hubo una época lejana donde lloré por muerto á mi corazón: muerto de celos de rabia y de amor.

Decidido á correr tierras, al principio dudé sin saber á dónde dirigir mis pasos; después, dejándome llevar de un impulso romántico, fuí á México. Yo sentía levantarse en mi alma como un canto homérico, la tradición aventurera y noble de todo mi linaje. Uno de mis antepasados, Gonzalo de Sandoval, habla fundado en aquellas tierra; el reino de la Nueva Galicia, otro había sido Inquisidor General, y todavía el Marqués de Bradomín, conservaba allí los restos de un mayorazgo, deshecho entre legajos de un pleito. Sin meditarlo más, resolví atravesar los mares. Me atraía la leyenda mexicana con sus viejas dinastías y sus dioses crueles.

Embarqué en Londres, donde vivía emigrado desde la traición de Vergara, é hice el viaje á la vela, en aquella fragata «Dalila» que después naufragó en las costas del Yucatan. Como un aventurero de otros tiempos, iba á perderme en la vastedad del viejo Imperio Azteca, imperio de historia desconocida, sepultada para siempre con las momias de sus reyes, entre restos ciclópeos que hablan de civilizaciones, de cultos, de razas que fueron y sólo tienen par en ese misterioso cuanto remoto Oriente.

* * *

Aun cuando toda la navegación tuvimos tiempo de bonanza, como yo iba herido de mal de amores, apenas salla de mi camarote ni hablaba con nadie. Cierto que viajaba para olvidar, pero hallaba tan novelescas mis cuitas, que no me resolvía á ponerlas en olvido. En todo me ayudaba aquello de ser inglesa la fragata y componerse el pasaje de herejes y mercaderes.

¡Cuán diferente había sido mi primer viaje á bordo del «Masanielo», aquel navío genovés de tres puentes, que conducía viajeros de todas las partes del mundo! Recuerdo que al tercer día ya tuteaba á un príncipe napolitano, y no hubo entonces damisela mareada, á cuya pálida y despeinada frente no sirviese mi mano de reclinatorio. Érame divertido entrar en los corros que se formaban sobre cubierta á la sombra de grandes toldos de lona, y aquí chapurrear el italiano con los mercaderes griegos de rojo fez y fino bigote negro, y allá encender el cigarro en la pipa de los misioneros armenios. Había gente de toda laya: tahures que parecían diplomáticos, cantantes con los dedos cubiertos de sortijas, abates barbilindos que dejaban un rastro de almizcle, y generales americanos, y toreros españoles y judíos rusos, y grandes señores ingleses. Una farándula exótica y pintoresca que con su algarabía causaba vértigo y mareo. Era por los mares de Oriente, con rumbo á Jafa. Yo iba como peregrino á Tierra Santa.

El amanecer de las selvas tropicales, cuando sus macacos aulladores y sus verdes bandadas de guacamayos saludan al sol, me ha recordado muchas veces los tres puentes del navío genovés, con su feria babélica de tipos, de trajes y de lenguas, pero más, mucho más me los recordaron las horas untadas de opio que constituían la vida á bordo de la fragata «Dalila». Por todas partes asomaban rostros pecosos y bermejos, cabellos azafranados y ojos perjuros. Herejes y mercaderes en el puente, herejes y mercaderes en la cámara. ¡Cualquiera tendría para desesperarse! Yo, sin embargo, lo llevaba con paciencia. Mi corazón estaba muerto, tan muerto, que no digo la trompeta del Juicio, ni siquiera unas castañuelas le resucitarían. Desde que el cuitado diera las boqueadas, yo parecía otro hombre: habíame vestido de luto, y en presencia de las mujeres, á poco lindos que tuviesen los ojos, adoptaba una actitud lúgubre de poeta sepulturero y doliente. En la soledad del camarote edificaba mi espíritu con largas reflexiones, considerando cuán pocos hombres tienen la suerte de llorar á los veinte años una infidelidad que hubiera cantado el divino Petrarca.

Por no ver aquella taifa luterana, apenas asomaba sobre cubierta. Solamente cuando el sol declinaba iba asentarme en la popa, y allí, libre de importunos, pasábame las horas viendo borrarse la estela de la fragata. El mar de las Antillas, con su trémulo seno de esmeralda donde penetraba la vista, me atraía, me fascinaba, como fascinan los ojos verdes y traicioneros de las hadas que habitan palacios de cristal en el fondo de los lagos. Pensaba siempre en mi primer viaje. Allá, muy lejos, en la lontananza azul donde se disipan las horas felices, percibia como en esbozo fantástico las viejas placenterías. El lamento informe y sinfónico de las olas, despertaba en mi un mundo de recuerdos: perfiles desvanecidos, ecos de risas, murmullo de lenguas extranjeras, y los aplausos y el aleteo de los abanicos mezclándose á las notas de la tirolesa que en la cámara de los espejos cantaba Lili. Era una resurrección de sensaciones, una esfumación luminosa del pasado, algo etéreo, brillante, cubierto de polvo de oro, como esas reminiscencias que los sueños nos dan á veces de la vida.

* * *

Nuestra primera escala en aguas de México, fué San Juan de Tuxtlan. Recuerdo que era media mañana cuando bajo un sol abrasador que resecaba las muleras y derretía la brea, dimos fondo en aquellas aguas de bruñida plata Los barqueros indios, verdosos como antiguos bronces, asaltan la fragata por ambos costados, y del fondo de sus canoas sacan exóticas mercancías: cocos esculpidos, abanicos de palma y bastones de carey, que muestran sonriendo como mendigos á los pasajeros que se apoyan sobre la borda. Cuando levanto los ojos hasta los peñascos de la ribera, que asoman la tostada cabeza entre las olas, distingo grupos de muchachos desnudos que se arrojan desde ellos y nadan grandes distancias, hablándose á medida que se separan y lanzando gritos. Algunos descansan sentados en las rocas, con los pies en el agua: otros se encaraman para secarse al sol, que los ilumina de soslayo, gráciles y desnudos, como figuras de un friso del Parthenon.