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Sonata de otoño : memorias del marqués de Bradomín E-Book

Ramón Del Valle Inclán

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Veröffentlichungsjahr: 1905

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Esta edición electrónica en formato ePub se ha realizado a partir de la edición impresa de 1905, que forma parte de los fondos de la Biblioteca Nacional de España.

Sonata de otoño: memorias del marqués de Bradomín

Ramón del Valle-Inclán

Índice

Cubierta

Portada

Preliminares

Sonata de otoño: memorias del marqués de Bradomín

DEDICATORIA

SONETO AUTUMNAL

Acerca de esta edición

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DEDICATORIA

A DON ARMANDO PALACIO VALDES HOMENAJE DE ADMIRACIÓN

VALLE-INCLAN

SONETO AUTUMNAL

PARA EL SEÑOR MARQUÉS DE BRADOMIN

Marqués—¡como el Divino lo eres!—te saludo.

Es el otoño, y vengo de un Versalles doliente;

Hacía mucho frío, y erraba vulgar gente;

El chorro de agua de Verlaine, estaba mudo.

Me quedé pensativo ante un mármol desnudo,

Cuando ví una paloma que cruzó de repente,

Y por caso de cerebración inconsciente

Pensé en tí: toda exégesis en este caso eludo.

Versalles melancólico; una paloma; un lindo

Mármol; un vulgo errante, municipal y espeso;

Anteriores lecturas de tus sutiles prosas;

La reciente impresión de tus triunfos: prescindo

De más detalles, para explicarte por eso,

Como autumnal te envió, este ramo de rosas.

RUBÉN DARÍO.

...«¡Mi amor adorado, estoy muriéndome y sólo deseo verte!»

Aquella carta de la pobre Concha se me extravió hace mucho tiempo. Era llena de afán y de tristeza, perfumada de violetas y de un antiguo amor: Sin concluir de leerla, la besé. Hacía cerca de dos años que Concha no me escribía, y ahora me llamaba á su lado con súplicas dolorosas y ardientes. Los tres pliegos blasonados traían la huella de sus lágrimas, y la conservaron largo tiempo. La pobre Concha se moría retirada en el viejo Palacio de Brandeso, y me llamaba suspirando. Aquellas manos pálidas, olorosas, ideales,—¡las manos que yo había amado tanto!—volvían á escribirme como otras veces. Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. Yo siempre había esperado en la resurrección de nuestros amores. Era una esperanza indecisa y nostálgica que llenaba mi vida con un aroma de fe: era la quimera del porvenir, la dulce quimera dormida en el fondo de los lagos azules donde se reflejan las estrellas del destino. ¡Triste destino el de los dos! El viejo rosal de nuestros amores volvía á florecer para deshojarse piadoso sobre una sepultura.

¡La pobre Concha se moría!

Yo recibí su carta en Viana del Prior, donde cazaba todos los otoños. El Palacio de Brandeso está á pocas leguas de jornada. Antes de ponerme en camino, quise oir á María Isabel y á María Fernanda, las hermanas de Concha, y fui á verlas. Las dos son monjas en las Comendadoras. Salieron al locutorio, y á través de las rejas me alargaron sus manos nobles y abaciales, de esposas vírgenes. Las dos me dijeron suspirando que la pobre Concha se moría, y las dos como en otro tiempo me tutearon. ¡Habíamos jugado tantas veces en las grandes salas del viejo Palacio señorial!

Salí del locutorio con el alma llena de tristeza. Tocaba el esquilón de las monjas: penetré en la iglesia, y á la sombra de un pilar me arrodillé. La iglesia aún estaba obscura y desierta. Se oían las pisadas de dos señoras enlutadas y austeras que visitaban los altares: parecían dos hermanas llorando una misma pena é implorando una misma gracia. De tiempo en tiempo se decían alguna palabra en voz queda, y volvían á enmudecer suspirando. Así recorrieron los siete altares, la una al lado de la otra, rígidas y desconsoladas. La luz incierta y moribunda de alguna lámpara, tan pronto arrojaba sobre las dos señoras un lívido reflejo, como las envolvía en sombra. Yo las oía rezar medrosamente. En las manos pálidas de la que guiaba, distinguía el rosario: era de nácar, y la cruz y las medallas de plata. Recordé que Concha rezaba con un rosario igual y que tenía escrúpulos de permitirme jugar con él.

Era muy piadosa la pobre Concha, y sufría porque nuestros amores se le figuraban un pecado mortal. ¡Cuántas noches al entrar en su tocador, donde me daba cita, la hallé de rodillas! Sin hablar, levantaba los ojos hacia mí indicándome silencio. Yo me sentaba en un sillón y la veía rezar: las cuentas del rosario pasaban con lentitud devota entre sus dedos pálidos. Algunas veces, sin esperar á que concluyese, me acercaba y la sorprendía. Ella tornábase más blanca y se tapaba los ojos con las manos. ¡Yo amaba locamente aquella boca dolorosa, aquellos labios trémulos y contraídos, helados como los de una muerta! Concha desasíase nerviosamente, se levantaba y ponía el rosario en un joyero. Después, sus brazos rodeaban mi cuello, su cabeza desmayaba en mi hombro, y lloraba, lloraba de amor y de miedo á las penas eternas.