El retorno del mundo de Marco Polo - Robert D. Kaplan - E-Book

El retorno del mundo de Marco Polo E-Book

Robert D. Kaplan

0,0

Beschreibung

A finales del siglo XIII, Marco Polo emprendió un largo viaje hacia Oriente, siguiendo una ruta por la que Europa extendería su influencia en Asia. Hoy, el sentido de esta vía está cambiando y nuevas potencias emergentes luchan por imponerse, mientras que los países que antiguamente dominaban el mundo se enfrentan a nuevos desafíos. Robert D. Kaplan analiza estos grandes cambios en esta recopilación de ensayos, que hablan de las decisiones que deberá tomar Estados Unidos en un futuro próximo, los dilemas de la Unión Europea, los movimientos estratégicos de países como Irán o India, o el puente que está construyendo China hacia Europa.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 504

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Portadilla

ROBERT D. KAPLAN

EL RETORNO DEL MUNDO DE MARCO POLO

Guerra, estrategia y los intereses estadounidenses en el siglo xxi

Traducción de

albino santos mosquera

Créditos

Título original inglés: The Return of Marco Polo’s World.

Autor: Robert D. Kaplan.

© Robert D. Kaplan, 2018.

Por acuerdo con el autor.

Todos los derechos reservados.

© de la traducción: Albino Santos Mosquera, 2019.

© de esta edición: RBA Libros, S.A., 2019.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: abril de 2019.

ref.: onfi895

isbn digital: 978-84-9187-409-6

fotoletra, s.a. • preimpresión

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida

a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro

(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)

si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados..

Dedicatoria

a elizabeth m. lockyer

Entradilla

Los orígenes de las guerras calientes han de buscarse en las guerras frías, y los orígenes de las guerras frías se encuentran en el ordenamiento anárquico de la esfera internacional. [...] Los teóricos quieren explicarnos algo que los historiadores ya saben: que la guerra es lo normal.

kenneth n. waltz, 1988

Prefacio y Agradecimientos

PREFACIO Y AGRADECIMIENTOS

El capítulo con el que se inicia el libro y que sirve de punto de anclaje a toda esta recopilación de artículos es un estudio que escribí para la Oficina de Evaluación Neta del Pentágono a finales del verano de 2016 y que esta institución ha hecho público en fecha reciente. Para su inclusión en la presente compilación, me he limitado a poner al día algún que otro elemento (muy pocos). El resto de los artículos, cuya fecha de publicación original se remonta, en algún caso, a diecisiete años atrás incluso, se recogen aquí tal cual aparecieron en su momento. Por consiguiente, es muy posible que el lector detecte alguna que otra repetición de ideas (hasta frases literales), o errores en algunos de los supuestos de partida que yo manejaba y que el tiempo ha revelado equivocados.

El primero de mis agradecimientos es para James H. Baker, coronel (ya retirado) de la Fuerza Aérea, y para el doctor Andrew D. May, ambos de la Oficina de Evaluación Neta, por su ayuda y su interés. Evaluación Neta encargó el ya mencionado ensayo breve a través del Centro para una Nueva Seguridad Estadounidense (CNAS) en Washington, con cuyo personal y, en especial, con cuya directora ejecutiva (Michele Flournoy), presidente (Richard Fontaine), director de estudios (Shawn Brim­ley) y directora creativa (Melody Cook), tengo una gran deuda de gratitud. Y estoy especialmente agradecido, en particular, al director del Programa de Estrategias y Evaluaciones de Defensa del propio CNAS, el capitán de navío (retirado) Jerry Hendrix, por la orientación que me ha brindado. Para escribir ese ensayo breve y para su posterior transformación en capítulo del presente libro, también he contado con las aportaciones intelectuales y la guía de la doctora Shamila Chaudhary, asesora principal del decano de la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados (SAIS) de la Universidad Johns Hopkins; de Svante Cornell, director del Instituto Asia Central-Cáucaso de la propia SAIS de la Johns Hopkins; de Reva Goujon, vicepresidenta de análisis global de la empresa Stratfor; del coronel del Ejército Valery Keaveny, Jr.; del teniente de aviación Robert Lyons; del teniente coronel de los Marines Peter McAleer; del teniente general del Ejército H. R. McMaster; del teniente coronel de los Marines David Mueller; de Evan Osnos, periodista de The New Yorker; de Karim Sadjadpour, socio sénior del Fondo Carnegie para la Paz Internacional; del almirante de la Armada (retirado) James Stavridis, decano de la Facultad de Derecho y Diplomacia de la Universidad de Tufts, y de Jim Thomas, socio sénior distinguido del Centro de Evaluaciones Estratégicas y Presupuestarias. A todos ellos y ellas, muchas gracias. En cualquier caso, los errores o incorrecciones presentes en el análisis que recoge este primer capítulo son exclusivamente míos.

A propósito de los otros artículos, estoy muy agradecido por el apoyo que he recibido a lo largo de los años de todos los directores de The Atlantic, The American Interest, The National Interest y The Washington Post, y muy en especial, a James Bennet, James Gibney, Cullen Murphy, Scott Stossel, Adam Garfinkle y Jacob Heilbrunn.

Anna Pitoniak supervisó desde Random House la producción y la presentación de este libro, y tuvo siempre buenos consejos para mí. Mis agentes literarios, Gail Hochman, Marianne Merola y Henry Thayer, me aportaron su habitual y excepcional apoyo. El ya desaparecido Carl D. Brandt me asesoró bien en las fases iniciales de este proyecto editorial, al igual que Henry Thayer en las fases finales. Elizabeth M. Lockyer organiza meticulosamente mi vida profesional con la ayuda de Diane y Marc Rathbun. Y mi esposa, Maria Cabral, sigue ahí con su amor y su apoyo de décadas.

ESTRATEGIA

1. El retorno del mundo de Marco Polo y la respuesta militar estadounidense

1

EL RETORNO DEL MUNDO DE MARCO POLO Y LA RESPUESTA MILITAR ESTADOUNIDENSE

Europa desaparece y Eurasia se cohesiona. El supercontinente se está convirtiendo en una unidad de comercio y conflicto fluida y reconocible al tiempo que el sistema de Estados surgido de la paz de Westfalia se debilita, y que ciertas herencias imperiales más antiguas —la rusa, la china, la iraní, la turca— vuelven a adquirir preeminencia. Todas las crisis actuales en el espacio que se extiende desde la Europa central hasta el corazón territorial de China (el de la etnia) han están interconectadas. Es un único campo de batalla.

Lo que sigue a continuación es una guía histórica y geográfica para entenderlo.

la dispersión de occidente

Nunca antes en la historia alcanzó la civilización occidental tal extremo de concisión geopolítica y poder bruto como durante la Guerra Fría y los años inmediatamente posteriores al final de esta. Por espacio de bastante más de medio siglo, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) condensó en forma de robusta alianza militar toda una tradición milenaria de valores políticos y morales (Occidente, para entendernos). La OTAN fue, antes de nada, un fenómeno cultural. Sus raíces espirituales se remontan a los legados filosóficos y administrativos de Grecia y de Roma, a la formación de la cristiandad durante la Alta Edad Media, y a la Ilustración de los siglos xvii y xviii, ideas todas ellas de las que surgió la revolución que originó la independencia estado­unidense. Cierto es que varias naciones clave de Occidente combatieron aliadas en la Primera y la Segunda Guerra Mundial, y que, de aquellas colaboraciones dictadas por las circunstancias, surgieron escenarios precursores de las posteriores estructuras (más seguras y elaboradas) de la OTAN. Dichas estructuras fueron fortalecidas, a su vez, por un sistema económico de alcance continental que culminó en la creación de la Unión Europea (UE). La UE dio apoyo político y sustancia cotidiana a los valores inherentes a la OTAN, que (en un sentido muy general) podríamos definir como la victoria del imperio de la ley sobre la autoridad arbitraria de los gobernantes, la primacía de los Estados de derecho sobre las naciones étnicas, y la protección del individuo con independencia de su raza o religión. La sustancia de la democracia, a fin de cuentas, no reside tanto en la celebración de elecciones como en la imparcialidad de sus instituciones. Al término de la Larga Guerra Europea (1914-1989), aquellos valores reinaban triunfales frente a un comunismo definitivamente derrotado, y la OTAN y la UE extendieron sus sistemas por toda la Europa central y del este, desde el mar Báltico (al norte) hasta el mar Negro (al sur). Y bien podemos afirmar que aquella fue una larga guerra europea, pues las privaciones (tanto políticas como económicas) características del tiempo de guerra perduraron en los Estados satélites soviéticos hasta 1989, año en que Occidente se impuso sobre el segundo de los sistemas totalitarios de Europa igual que lo había hecho sobre el primero de ellos en 1945.

Las civilizaciones prosperan muchas veces en oposición a otras. Del mismo modo que la cristiandad alcanzó forma y sustancia enfrentándose al islam tras la conquista musulmana del norte de África y del Levante mediterráneo en los siglos vii y viii, Occidente forjó su paradigma geopolítico definitivo enfrentándose a la Alemania nazi y a la Rusia soviética. Y como las réplicas del gran seísmo que fue la Larga Guerra Europea se prolongaron hasta el final mismo del siglo xx, con la disolución de Yugoslavia y el caos interno en Rusia, la OTAN y la UE continuaron siendo durante esos años tan relevantes como antes: la OTAN demostró su capacidad expedicionaria en el caso de Yugoslavia, y la UE fue ganando espacio mediante incursiones cada vez más profundas en el espacio del antiguo Pacto de Varsovia, aprovechando la debilidad rusa. Esa era fue llamada la Posguerra Fría, es decir, que se definió en función de aquello otro que había acaecido justo antes de ella y cuya influencia todavía se dejaba sentir por entonces.

Ese influjo de aquella Larga Guerra Europea, que duró tres cuartos de siglo, sigue notándose todavía en el desarrollo de los acontecimientos y me sirve de punto de entrada para describir todo un mundo nuevo que se abre mucho más allá de Europa y que los militares estadounidenses están obligados ahora a afrontar. Y puesto que la difícil situación europea actual constituye una buena introducción a ese mundo nuevo, empezaré con ella.

Fue la monumental devastación dejada por dos guerras mundiales la que llevó a las élites europeas, a partir de finales de la década de 1940, a renegar por completo del pasado, con todas las divisiones culturales y étnicas que le habían sido consustanciales. Solo se conservaron los ideales abstractos de la Ilustración, los cuales, a su vez, alentaron una ingeniería política y una experimentación económica que originaron, como respuesta moral específica al sufrimiento humano de 1914-1918 y 1939-1945, la instauración de unos generosos Estados sociales del bienestar que implicaban una elevada regulación de las economías. En lo referente a los conflictos políticos nacionales que dieron origen a las dos guerras mundiales, no se dejó margen a que se repitieran porque, además de otros aspectos de cooperación supranacional, las élites europeas impusieron una unidad monetaria única en buena parte del continente. Pero, salvo en las sociedades europeas septentrionales más disciplinadas, esos Estados sociales del bienestar se han revelado inasequiblemente caros justo en el momento en que la moneda única ha hecho que las economías del sur de Europa, más débiles, acumulen volúmenes masivos de deuda. Por desgracia, pues, el intento de redención moral emprendido tras la Segunda Guerra Mundial, ha conducido, con el paso del tiempo, a un infierno económico y político de muy difícil solución.

Pero la ironía de la situación no se detiene ahí. Las calmadas y felices décadas que vivió Europa durante la segunda mitad del siglo xx nacieron (en parte) de su separación demográfica del Oriente Próximo musulmán. También esa fue una consecuencia de la fase de Guerra Fría de la Larga Guerra Europea, cuando, bajo el asesoramiento y el apoyo soviéticos, se erigieron y se sostuvieron durante décadas diversos Estados prisión totalitarios en lugares como Libia, Siria e Irak, unos Estados que, más tarde, adquirirían vida propia. Europa fue afortunada durante mucho tiempo en ese aspecto: podía negarse a participar en la política de poder internacional y pregonar la defensa de los derechos humanos precisamente porque estos les eran negados a decenas de millones de musulmanes que vivían justo al otro lado de sus fronteras, millones de personas a quienes también se les negaba la libertad de movimiento. Pero esos Estados prisión musulmanes prácticamente se han desmoronado por completo (bajo su propio peso o por interferencia extranjera) y su caída ha ge­nerado una oleada de refugiados hacia unas sociedades, las ­europeas, lastradas hoy por la deuda y el estancamiento económico. Europa se fractura ahora desde dentro a medida que el populismo reaccionario se afianza y se erigen nuevas fronteras por todo el continente con la intención de impedir el movimiento de refugiados musulmanes de un país a otro. Pero, al mismo tiempo, Europa se disuelve desde fuera, reunificado su destino con el de Afro-Eurasia en su conjunto.

Todo esto es un producto natural de la geografía y la historia. Durante siglos, en la Edad Antigua, Europa significó el conjunto de la cuenca mediterránea, el famoso Mare Nostrum («mar Nuestro») de los romanos, que incluyó al norte de África hasta la invasión árabe de la Alta Edad Media. Esa realidad subyacente jamás desapareció del todo: a mediados del siglo xx, el geógrafo francés Fernand Braudel insinuó que la verdadera frontera sur de Europa no era Italia ni Grecia, sino el desierto del Sáhara, donde se forman actualmente caravanas de inmigrantes con destino al norte.1

Europa —en la forma en que la conocíamos, al menos— ha empezado a desaparecer. Y con ella, Occidente mismo —por lo menos, como fuerza geopolítica nítidamente perfilada— también pierde mucha de su definición. Es evidente que Occidente como concepto de civilización lleva ya bastante tiempo en crisis. El hecho más que patente de que cada vez sean más infrecuentes y controvertidas las asignaturas sobre civilización occidental en la mayoría de los campus universitarios de Estados Unidos es indicativo del efecto del multiculturalismo en un mundo en el que se intensifican las interacciones cosmopolitas. Tras recordar que Roma solo había heredado parcialmente los ideales de Grecia y que los propios ideales romanos prácticamente se perdieron en la Edad Media, el intelectual liberal ruso del siglo xix Alexandr Herzen señalaba también que «el pensamiento occidental pasará a la historia y quedará incorporado a ella, tendrá su influencia y su lugar, igual que nuestro cuerpo pasará a integrarse en la composición de la hierba, las ovejas, las chuletas y los hombres. Esa clase de inmortalidad no nos gusta, pero ¿qué otro remedio nos queda?».2

Lo cierto es que la civilización occidental no se está destruyendo: más bien, se está diluyendo y dispersando. A fin de cuentas, si lo pensamos bien, ¿qué es lo que define exactamente a la globalización? Más allá de la caída de las fronteras económicas, ha sido la adopción a escala mundial de la variante estadounidense de capitalismo y gestión la que, fusionada con el avance de los derechos humanos (otro concepto occidental), ha dado pie a las más eclécticas formas de combinación cultural y ha erosionado de paso la histórica división entre Oriente y Occidente. Tras ganar la Larga Guerra Europea, Occidente, lejos de proceder victorioso a conquistar el resto del mundo, está empezando ahora a perderse él mismo dentro de lo que Reinhold Niebuhr llamó «una vasta telaraña de historia».3 La descomposición de la que habló Herzen ha comenzado ya.

una nueva geografía estratégica

Europa desaparece y Eurasia se cohesiona. No quiero decir con ello que Eurasia se esté unificando o siquiera estabilizando en el sentido en que estaba haciéndolo Europa durante la Guerra Fría y la Posguerra Fría; solo digo que las interacciones entre la globalización, la tecnología y la geopolítica, mutuamente reforzadas de ese modo, están llevando al supercontinente euroasiático a convertirse —en términos analíticos— en una unidad fluida y reconocible. Sencillamente, Eurasia tiene hoy sentido como nunca lo había tenido. Además, debido a la reunificación de la cuenca mediterránea, evidenciada por la afluencia en masa a Europa de refugiados del norte de África y del Levante, y debido al espectacular crecimiento de las interacciones de extremo a extremo del océano Índico, desde Indochina hasta el África del este, ahora podemos hablar de Afro-Eurasia, así, en una sola palabra. La expresión «la Isla Mundo», con la que Halford Mackinder, geógrafo británico de principios del siglo xx, se refirió a la suma de Eurasia y África, ha dejado de ser prematura.4

Este Occidente que se desvanece lentamente instiga esa evolución de los acontecimientos plantando sus semillas de unidad en una cultura global emergente que abarca varios continentes. Otro factor que fomenta este proceso es la erosión de las distancias propiciada por la tecnología: nuevas vías para el tráfico rodado, puentes, puertos, aviones, cargueros gigantescos y cables de fibra óptica. De todos modos, conviene que nos demos cuenta de que todo esto solo conforma un nivel de las varias capas de transformaciones que están teniendo lugar, y que hay más cambios problemáticos de los que dar cuenta también. Y es que, precisamente porque la globalización socava tanto la religión como la cultura, los fenómenos religiosos y culturales tienen que reinventarse ahora bajo formas más severas, monocromáticas e ideológicas facilitadas además por la revolución de las comunicaciones. He ahí los ejemplos de Boko Haram y de Estado Islámico, que no representan al islam en sí, sino a un islam prendido por la llama de la conformidad tiránica y la histeria de unas masas inspiradas por internet y las redes sociales. Como ya he escrito en ocasiones anteriores, lo que se está produciendo no es el llamado choque de civilizaciones, sino el choque entre civilizaciones reconstruidas artificialmente. Y esto no hace más que recrudecer las divisiones geopolíticas, las cuales —como pone de manifiesto la caída de los Estados prisión de Oriente Próximo— se hacen evidentes, no solo entre Estados, sino dentro de cada uno de ellos.

Los episodios de agitación violenta, combinados con la revolución de las comunicaciones en todos sus aspectos —desde las ciberinteracciones hasta las nuevas infraestructuras de transporte—, han forjado un mundo más claustrofóbico y más ferozmente disputado: un mundo en el que el territorio todavía importa y donde toda crisis interactúa con todas las demás como nunca antes. Todo esto se ve intensificado, además, por la expansión de las megaurbes y por el crecimiento demográfico absoluto. Por muy superpoblado que esté un territorio, por muy diezmada que esté su capa freática y los nutrientes de su terreno, la gente está dispuesta a luchar por hasta el último pedazo del mismo. En una Tierra violenta e interactiva como esta, las nítidas divisiones de los estudios por área geográfica, típicos de la Guerra Fría, y hasta las divisiones de los continentes y los subcontinentes, están empezando a difuminarse al tiempo que el recuerdo de la Larga Guerra Europea se va borrando de la memoria viva. Europa, África del norte, Oriente Próximo, Asia central, el sur asiático, el sureste asiático, Asia oriental y el subcontinente indio están condenados a tener cada vez menos sentido como conceptos geopolíticos. En su lugar, y debido a la erosión tanto de las fronteras duras como de las diferencias culturales, el mapa evidenciará un continuo de sutiles gradaciones, que empezarán en la Europa central y el Adriático, y terminarán más allá del desierto de Gobi, donde comienza la cuna agrícola de la civilización china. La geografía importa, pero las fronteras legales ya no importarán tanto.5

Este mundo estará cada vez más entrelazado por obligaciones formales constituidas tanto por encima como por debajo del nivel de los gobiernos nacionales, una situación cuyas características funcionales recuerdan mucho a las del feudalismo. Igual que la región del Al Ándalus medieval en España y Portugal fue un rico crisol de civilizaciones —musulmana, judía y cristiana— presidido por los árabes, pero sin conversiones forzadas al islam, este otro mundo emergente nuestro —o, mejor dicho, la parte del mismo que no sea una zona de conflicto— será un entorno de tolerancia y de suculentas mezclas culturales en las que el espíritu liberal de Occidente se disolverá y solo bajo esa forma disuelta estará presente. En lo que a los conflictos regionales respecta, casi siempre tendrán implicaciones globales, dada la creciente interconexión entre todas las partes de la Tierra. Véase, si no, cómo unos conflictos locales que implicaban a Irán, Rusia y China han desembocado, en el transcurso de las décadas, en atentados terroristas y ciberataques contra Europa y América.

Las divisiones geográficas serán a un tiempo mayores y menores que en el siglo xx. Serán mayores porque las soberanías se multiplicarán: una pléyade de ciudades-Estado y de regiones-Estado surgirán de los Estados actualmente existentes y adquirirán mayor relevancia, mientras que una organización supranacional como la UE continuará su declive y otra como la ASEAN está destinada a tener muy poco sentido en un mundo de intimidación y poder.6 Pero las divisiones geográficas serán también menores porque las diferencias —y, en particular, el grado de separación— entre regiones como Europa y Oriente Próximo y Medio, y entre Oriente Próximo y Medio y el sur de Asia, y entre el sur de Asia y el Asia oriental, disminuirán. El mapa se volverá más fluido y barroco, por así decirlo, pero seguirá un mismo patrón que se irá repitiendo. Y será un patrón fomentado tanto por la profusión como por la consolidación de carreteras, vías férreas, oleoductos y cables de fibra óptica. Obviamente, las infraestructuras de transportes no anularán la geografía. De hecho, el gasto mismo que, en muchas zonas del planeta, hay que dedicar a construirlas es una demostración de la innegable realidad de la geografía. Cualquiera que se dedique al negocio de la prospección energética o que haya participado en algún juego de guerra con los Estados bálticos o el mar de la China Meridional como teatros de operaciones sabe lo mucho que importa aún la geografía en su concepción tradicional. Además, las infraestructuras de transportes vitales constituyen otro de los factores que hacen que la geografía —y, por extensión, la geopolítica de nuestro tiempo— resulte más opresiva y claustrofóbica. La conectividad, lejos de traer consigo más paz, prosperidad y uniformidad cultural, como a los optimistas tecnológicos les gusta afirmar, nos dejará un legado mucho más ambiguo. A mayor conectividad, más trascendente será lo que se dirima en las guerras y más fácil será que estas se propaguen de un área geográfica a otra. Las grandes empresas serán las beneficiarias de este mundo nuevo, pero siendo incapaces como son (la mayoría de ellas) de proporcionar seguridad, no tendrán el control último de la situación.

Nada ilustra mejor este proceso que los intentos del gobierno chino de tender un puente terrestre a través del Asia central y occidental hacia Europa, y una red marítima que atraviese el océano Índico desde el este de Asia hasta Oriente Próximo. Estos conductos terrestres y marítimos podrían estar interconectados a su vez, pues China y Pakistán (e Irán y la India) aspiran a enlazar los yacimientos de petróleo y gas natural de la lejana y muy continental Asia central con el océano Índico al sur.7 El lema con el que China promociona esos proyectos de infraestructuras es «un cinturón, una ruta», y de hecho, eso es lo que es: una nueva Ruta de la Seda. La Ruta de la Seda medieval no era una única vía, sino una enorme red comercial que, aunque no estaba establecida formalmente como tal, comunicaba frágilmente Europa con China, tanto por tierra como por el océano Índico. (La Ruta de la Seda no se conoció por ese nombre —la Seidenstrasse— hasta que así la bautizó a finales del siglo xix un geógrafo alemán, el barón Ferdinand von Richthofen.) El carácter relativamente ecléctico y multicultural de la Ruta de la Seda durante la Edad Media hizo que, según el historiador Laurence Bergreen, no fuese «lugar donde tuviesen cabida ortodoxias ni fanatismos». Además, los viajeros medievales que recorrían la Ruta de la Seda se encontraban con un mundo que era «complejo, tumultuoso y amenazador, pero poroso en cualquier caso». Por consiguiente, con cada nuevo relato de alguno de aquellos viajeros, iba creciendo en los europeos la impresión no de que el mundo fuese un lugar «más pequeño y manejable», sino «más grande y caótico».8 Esto mismo describe a la perfección nuestra época actual, en la que, cuanto más pequeño se vuelve el mundo en la práctica por acción del avance de la tecnología, más permeable, complejo y abrumador nos parece, con sus innumerables crisis sin solución aparente, todas ellas interconectadas. Marco Polo, el mercader veneciano de finales del siglo xiii que recorrió aquella Ruta de la Seda a lo largo y a lo ancho, es el personaje histórico más famoso que asociamos con aquel mundo. La ruta por la que él viajó nos proporciona un boceto inmejorable con el que representar y definir la geopolítica de Eurasia en la era que está por venir.

imperios difuminados en el camino de marco polo

Marco Polo, que inició su viaje de veinticuatro años por Asia zarpando rumbo a la costa oriental del Adriático en 1271, pasó considerables periodos en Palestina, Turquía, el norte de Irak, todo el territorio de Irán (desde el norte azerí y kurdo hasta el golfo Pérsico), el norte y el este de Afganistán, y la provincia china (aunque étnicamente túrcica) de Sinkiang, antes de llegar a la corte del emperador mongol, Kublai Kan, en Cambaluc (la actual Pekín). Desde Cambaluc, recorrió lugares de toda China y también de Vietnam y Birmania. Su ruta de regreso a Venecia lo llevaría a cruzar el océano Índico por el estrecho de Malaca hasta Sri Lanka, desde donde siguió la costa occidental de la India hasta Gujarat, e hizo luego escapadas adicionales a Omán, Yemen y el este de África. Pues, bien, si el mundo de comienzos del siglo xxi tiene un foco central de atención geopolítica, es precisamente ese: la cuenca del océano Índico, desde el golfo Pérsico hasta el mar de la China Meridional, con Oriente Próximo y Medio, el Asia central y China incluidos. El régimen chino actual se propuso en su momento que su Ruta de la Seda terrestre-marítima reproduzca exactamente la que Marco Polo siguió en su día. No es casualidad. Los mongoles, cuya dinastía Yuan rigió los destinos de China durante los siglos xiii y xiv, fueron, en realidad, unos «practicantes tempranos de la globalización» que se propusieron interconectar el conjunto de la Eurasia habitable en el marco de un imperio verdaderamente multicultural. Y el arma más imponente de la China Yuan no era la espada —pese a la reputación de sanguinarios que precedía a los mongoles—, sino el comercio: las joyas, las telas, las especias, los metales, etcétera. El distintivo emblemático de la Pax Mongolica no fue la proyección de poder militar, sino la extensión de rutas comerciales.9 La gran estrategia mongol estaba mucho más cimentada en el comercio que en la guerra. Pues, bien, si se quiere entender la gran estrategia de China en la actualidad, no hay más que fijarse en el imperio de Kublai Kan.

Ahora bien, a Kublai Kan aquello no le funcionó del todo. Persia y Rusia estaban fuera del control chino, y el subcontinente indio, separado de China por el alto muro del Himalaya, y con mares a ambos lados, continuó siendo una isla geopolítica aparte. De todos modos, durante todo ese tiempo, el Gran Kan no dejó de fortalecer su base en la que siempre ha sido la «cuna» cultivable de la civilización china: la China central y oriental, lejos de las áreas habitadas por la minoría musulmana en el desierto occidental. En todos esos detalles, las características geopolíticas del mundo de Marco Polo se ajustan de manera bastante aproximada a las de nuestro mundo actual.

También Marco Polo creía que China era el futuro. El carbón, el papel moneda, las gafas y la pólvora eran maravillas chinas desconocidas en Europa en aquel entonces, y la ciudad de Hangzhou, con su gigantesco foso y cientos de puentes tendidos sobre sus canales, era, a ojos de Marco Polo, tan bella como Venecia. Pero, de viaje por el Tíbet, también fue testigo del lado oscuro del dominio chino Yuan: la destrucción por la des­trucción misma y la incorporación a la fuerza de una provincia lejana.

Además de la isla geopolítica que formaba la India, dos territorios especialmente trascendentales que Marco Polo describe en sus Viajes son Rusia y Persia (o Irán, como ahora se la conoce). Rusia la describe —a muy grandes trazos y desde la distancia— como un lugar despoblado y rico en pieles, mientras que Persia determina buena parte de su ruta. Persia (o, lo que es lo mismo, Irán) solo es superada por China a ojos de Marco Polo: una impresión parecida a la que se llevaron en su momento Alejandro Magno y Heródoto, cuyos caminos estuvieron muy influidos por el Imperio persa. A fin de cuentas, Persia fue la primera superpotencia de la historia en la Edad Antigua, y llegó a unificar bajo su égida el Nilo, el Indo y Mesopotamia, además de establecer vínculos comerciales con China. Como tan a menudo ha ocurrido a lo largo de la historia, todo giraba entonces en torno a Persia, cuyo idioma sirvió en la Alta Edad Media de vehículo principal para la difusión del islam por todo Oriente.10 Así pues, el mapa de la Eurasia del siglo xiii, en vida de Marco Polo —un mapa sobre el que aparecerían sobreimpresos nombres de entidades políticas tales como el «Imperio del Gran Kan» y el de los «kanes de Persia»—, sirve hoy de telón de fondo para una situación, la actual, mucho más compleja y tecnologizada.11

Para empezar, hay que tener en cuenta que, entre toda esa complejidad, el imperial continúa siendo el principio organizador de la escena internacional: las experiencias imperiales previas de Turquía, Irán, Rusia y China explican la estrategia geopolítica que cada uno de esos países ha mantenido hasta nuestros días. Esos mismos legados también explican cómo podría debilitarse (o desintegrarse parcialmente) cada uno de esos Estados. Y es que la constancia de la historia sigue siendo un elemento definitorio de la realidad de Eurasia, y me refiero no solo a la continuidad de la estabilidad que propiciaban los imperios, sino también a la propensión a momentos de caos como los que surgían en los interregnos entre dinastías imperiales, cuando las crisis en las capitales acarreaban la ingobernabilidad de las provincias más remotas. Y precisamente por cómo la tecnología de las comunicaciones otorga un mayor poder a los individuos y a los grupos pequeños —sin olvidar que la creciente interconexión entre las crisis de todo el mundo es una nueva fuente de estallidos de inestabilidad—, las amenazas a los centros de poder de orientación imperial son mayores ahora que nunca. Y eso sin mencionar las agudas dificultades económicas a las que se enfrentan todos esos Estados, y en particular, Rusia y China, cuya propia estabilidad interna jamás puede darse por garantizada.

Pensemos, pues, que el primer estrato cartográfico del nuevo mapa euroasiático sería una capa de imperios difuminados: imperios no declarados como tales, aunque todavía funcionan con una mentalidad imperial, y cuyo control territorial oficial —en los casos de Turquía e Irán— es mucho menor que el de sus antiguos imperios o —en los casos de Rusia y China— incluso mayor. Y es que lo que hace que Rusia y China sean especialmente vulnerables es que ambos Estados abarcan sendos territorios de dimensiones verdaderamente imperiales que se extienden más allá de las tierras de origen de sus grupos étnicos y religiosos dominantes. George Kennan dijo que el argumento más poderoso para justificar el imperialismo era la «necesidad por contingencia», es decir, la idea de que «a menos que tomemos esos territorios, otros los tomarán y la situación será peor todavía».12 Por ese motivo, el imperialismo, adopte la forma que adopte, nunca morirá.

poder turco, iraní y centroasiático

Turquía e Irán, gracias sobre todo a sus prolongados y venerables pasados imperiales, son los Estados más cohesionados de Oriente Próximo, un rasgo reforzado, además, por sus geografías naturales que se ajustan bastante bien al puente terrestre anatolio y al altiplano iraní, respectivamente. Por «cohesionados» no me refiero a que sus regímenes actuales sean perfectamente estables, sino únicamente a que sus instituciones han alcanzado un grado de profundidad mucho mayor que las del mundo árabe, por lo que tienen más probabilidades de recuperarse de brotes de inestabilidad como el fallido golpe de Estado y la represión subsiguiente en Turquía en el verano de 2016. Turquía e Irán son un desbarajuste, pero no podemos olvidar que buena parte del mundo árabe lo es aún más. Tomemos el caso de Arabia Saudí: un reino relativamente joven y trazado artificialmente sin ningún legado imperial al que retrotraerse; un país caracterizado por grandes diferencias regionales entre el Néyed y el Hiyaz, y cuya población, pese a la escasez agónica de agua de la zona, podría doblarse en pocas décadas, haciendo del país un lugar cada vez menos cohesionado en términos políticos. Además, por culpa principalmente de la revolución del gas natural en Estados Unidos, Arabia Saudí ha dejado de ser el productor decisivo mundial de hidrocarburos. El experto en energía Daniel Yergin ha escrito: «La nueva estrategia saudí consiste en utilizar los ingresos por la venta de petróleo para diversificar la economía y construir el fondo de inversión soberano más grande del mundo como motor para su propia inversión en desarrollo». El objetivo, según él, «es incrementar los ingresos no procedentes del petróleo hasta, como mínimo, sextuplicarlos para no más tarde de 2030».13 No obstante, aun si el reino de los Saud lograra ese objetivo en su totalidad o en parte —cosa harto dudosa—, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que el poder geopolítico de Arabia Saudí ya no va a ir a más (y eso, en el mejor de los escenarios previsibles para Riad).

Las dinámicas políticas regionales de Turquía bajo la presidencia de Recep Tayyip Erdoğan señalan el retorno a una estrategia imperial otomana de mayor raigambre histórica: un giro introducido ya en su momento por el fallecido ex primer ministro Turgut Özal en la década de los ochenta y principios de los noventa. Özal, musulmán devoto al igual que Erdoğan (pero desprovisto de las tendencias autoritarias de este último), concebía un «neootomanismo» pluralista y multiétnico que podría, por eso mismo, constituir la base para una paz entre los turcos y sus correligionarios kurdos, y permitiría también que los turcos se aproximaran a los pueblos túrcicos del Asia central, así como a otros correligionarios musulmanes en los mundos árabe y persa. No se trataba de ninguna estrategia agresiva o antidemocrática, para que nos entendamos. Sí que hay que aclarar que la «orientación estrictamente occidental» de la política exterior turca que tanto admirábamos (y tan normal considerábamos) en Occidente era, en realidad, una aberración: un peculiar invento de un laicista recalcitrante, Mustafá Kemal «Atatürk», quien abjuró del imperialismo otomano y quien, por cierto, no tenía nada de demócrata.14 El dictatorial Estado kemalista, que tan oportuno le resultaba a Occidente desde el punto de vista geopolítico, nunca va a volver. La sociedad turca es hoy ya demasiado sofisticada para eso. Pero sí debería decirse que Erdoğan, por su mismo (y muy compulsivo) autoritarismo y por su empeño en someter a los kurdos de su propia Anatolia, también es, hasta cierto punto, un kemalista que aspira en vano a crear un Estado turco monoétnico, aun cuando su proyecto para Turquía como potencia influyente en el Levante mediterráneo sea muy otomano. De hecho, no es ninguna contradicción que lo sea. Precisamente porque las áreas de mayoría étnica kurda se extienden a caballo de los territorios de Turquía, Siria, Irak e Irán, la protección de las fronteras modernas (kemalistas) de Turquía en tiempos de guerra en Siria e Irak requiere de una política no de repliegue, sino de avance o expansión al estilo otomano. La peor pesadilla imaginable para Turquía es perder el control sobre las áreas étnicamente kurdas del este de Anatolia. De ahí que deba tomar siempre la ofensiva, aunque sea de manera más o menos indirecta.

Ese es el motivo por el que hoy Turquía está construyendo un oleoducto en el norte de Irak y por el que ha apoyado recientemente al Partido Democrático del Kurdistán Iraquí contra la Unión Patriótica del Kurdistán (proiraní), al tiempo que actuaba contra las unidades de defensa kurdas en Siria. Es evidente que el Kurdistán como conjunto está débil y fragmentado, pese a la imagen que nos han querido transmitir los medios de que la autonomía kurda ha sido el único éxito conseguido por la guerra de Irak. El Kurdistán terminará siendo el campo de batalla geopolítico a largo plazo entre Turquía e Irán, en una especie de reedición de los viejos conflictos imperiales entre otomanos y safávidas de principios de la Edad Moderna.

Si bien la tradición imperial de Turquía (selyúcida y otomana) es íntegramente islámica, y eso hace que los valores del gobierno de Erdoğan resulten muy naturales para su población en realidad, la tradición imperial de Irán (meda, aqueménida, parta y sasánida) es previa en el tiempo al nacimiento del islam. La excepción fue la dinastía safávida, cuya adopción del islam chií en 1500 desembocó en una desastrosa guerra contra el Imperio otomano (suní) que distanció a Irán de Europa.15 Esa tradición histórica es fuente de cierta tensión entre la ideología islámica iraní y la idea que Irán tiene de sí mismo como gran potencia a todos los efectos en Oriente Próximo y Medio. Por ejemplo, a Hasán Rohaní, el presidente iraní cuyos ministros negociaron el acuerdo nuclear con Occidente, le gustaría que Irán evolucionase hacia una potencia económica regional dotada de un revitalizado sistema de corte capitalista, abierto al mundo, muy parecido a lo que China es hoy. Pero el Líder Supremo, el ayatolá Alí Jamenei, tiene un concepto de Irán que recuerda más al que la antigua Unión Soviética tenía de sí misma: si cede terreno en cuanto a su ideología islámica, piensa él, corre serio peligro de desintegrarse, en vista del tipo de dominio que la etnia persa ejerce sobre el «miniimperio» de minorías que es hoy Irán. Karim Sadjadpour, del Fondo Carnegie para la Paz Internacional, dice que esa división enfrenta «a los pragmatistas contra los principistas [aquellos que creen en la importancia de los principios fundamentales]». Ali Vaez, del ICG (Grupo de Crisis Internacionales) subdivide, a su vez, cada uno de esos dos grupos entre un sector más radical y otro que lo es menos, lo que nos deja, al menos, cuatro facciones diferenciadas que compiten por conseguir influencia en los múltiples centros de poder de Irán. Esta situación tan extremadamente descentralizada «favorece inherentemente la continuidad», según Vaez.16 Tanto Vaez como Sadjadpour sugieren que Irán no va a avanzar en los próximos años hacia el modelo chino, a pesar del acuerdo nuclear. Es más probable que el que impere sea el modelo de la vieja Unión Soviética (previa a Gorbachov). Es decir, que, en vez de convertirse en una especie de imperio posmoderno y auténticamente dinámico, una fuerza que funcione como un polo de atracción tanto en Oriente Próximo y Medio como en Asia central, y un país con una relación normalizada con Occidente, Irán tal vez siga siendo durante unos cuantos años más un Estado corrupto, rico en recursos y movido por resentimientos.

Aunque menor en número que el sector de quienes querrían un Irán más revitalizado, el sector que forman la élite clerical y la Guardia Revolucionaria está dispuesto a luchar hasta la muerte por conservar el poder porque (literalmente) sus miembros no tienen ningún otro sitio adonde ir. Muchos de los partidarios de Rohaní en el gobierno del país, por ejemplo, siempre tendrían la opción de huir a Occidente (donde muchos de ellos estudiaron en la misma época en que los miembros de la línea dura combatían en las trincheras de la guerra Irán-Irak). Como nos recuerda un analista, a la vista de la inmensa violencia que los duros del régimen iraní están desatando en Siria con tal de mantener a Bachar al Asad en el poder, ¡qué no estarán dispuestos a hacer para mantenerse ellos mismos en el poder dentro de Irán! Recordemos que las dictaduras muchas veces caen cuando el dictador —por razones de edad o de enfermedad— pierde la voluntad misma de seguir en el poder. Ahí están ejemplos de ello como el del propio sah iraní en 1979, Nicolae Ceauşescu en Rumanía en 1989, o Hosni Mubarak en Egipto en 2011. Eso es algo que sin duda no va a ocurrirle en un futuro más o menos cercano a la sanguinaria élite que domina ahora mismo Irán.

Irán seguirá adelante actuando como una potencia semidisfuncional que despliega una política exterior agresiva en la zona del Levante. Tal vez se produzcan pequeños levantamientos en los próximos años en lugares como el Baluchistán, al sureste del país, o en el Juzestán, al suroeste, pero serán controlables. Irán, dotada de una conciencia de civilización diferenciada no menor de la que puedan tener China o India (o incluso Turquía), no se disolverá como los Estados artificiales del Levante y de otras partes del mundo árabe; pero tampoco progresará. Por el ambiente general (cuando no por los detalles concretos), es posible que tanto Irán como Turquía terminen por parecerse en estos años venideros a la Turquía de la década larga de 1970, cuando nominalmente era una democracia, pero en realidad era un caos político e institucional, dominado por el culto a los militares, con un primer ministro de centro-izquierda débil, Bulent Ecevit, que acabó ordenando la invasión de Chipre.

Turquía e Irán, ambas inmersas en un lento proceso de calcificación bajo regímenes autoritarios de signo muy distinto (elegidos o no), seguirán estando a salvo, pese a todo, de un potencial desmoronamiento como Estados, a pesar de las previsibles turbulencias políticas que vayan a sufrir, sobre todo, a la muerte del actual Líder Supremo de Irán. Su vieja-nueva rivalidad por el Kurdistán terminará eclipsando la desintegración general de Siria e Irak, países cuyos núcleos formales de poder en Damasco y Bagdad ya no volverán a ser centro de gobierno efectivo alguno ante tantos actores regionales —cada uno con sus prioridades geopolíticas muy diferentes— como están implicados en los enfrentamientos por el amplísimo territorio que va desde el Mediterráneo hasta la meseta iraní. El mapa de lo que hasta ahora conocíamos como Siria e Irak continuará pareciéndose a una de aquellas abigarradas pinturas con los dedos que improvisan los niños pequeños en las guarderías, con franjas de colores que se irán expandiendo y contrayendo conforme lo hagan las áreas controladas por grupos de combatientes suníes y chiíes en un escenario de microestados endebles y radicales, en el que ciudades como Mosul y Alepo estarán tan orientadas las unas hacia los otras como podrán estarlo hacia sus antiguas capitales respectivas, como en tiempos de las antiguas rutas de las caravanas. Si a ello le añadimos una Arabia Saudí un tanto mermada más al sur, la continua atomización de las áreas desérticas del Levante hará que aumente más aún la fuerza relativa de las mesetas turca e iraní, por políticamente atribulados que sus respectivos regímenes estén. Recordemos que, ahora mismo, hay millones de refugiados árabes de esas guerras atrapados en la región cuyos hijos e hijas no están recibiendo una educación formal, por lo que la próxima generación será más proclive aún a dejarse llevar por la propaganda islamista. Al mismo tiempo, el interés nacional tanto de turcos como de iraníes —digan lo que digan públicamente Ankara y Teherán— es que los árabes sigan estando en una situación de debilidad, división y guerra internas. En definitiva, que ni siquiera la desaparición de Estado Islámico y la supervivencia (o la eliminación) del régimen de Bachar al Asad conducirían a una estabilidad real.

Debido a la manifiesta religiosidad de los regímenes de Ankara y Teherán, la influencia turca e iraní es extraordinariamente limitada en el Cáucaso y el Asia central postsoviéticos. El bastión energético que es Azerbaiyán es un ejemplo ilustrativo de ello. La afinidad étnica y lingüística de Azerbaiyán con Turquía llevó a que Bakú y Ankara mantuvieran unas relaciones muy estrechas en la década de 1990, cuando el régimen turco era aún laico, como el de Azerbaiyán. Pero cuanto más islámico se vuelve el gobierno de Turquía, más se distancia de Azerbaiyán, donde todavía se siente un respeto reverencial por el laicismo de Atatürk, por mucho que en Turquía ya no. Y no hay que olvidar la decisión turca de colaborar con Rusia para desarrollar un gasoducto desde Siberia hasta Europa bajo las aguas del mar Negro, en competencia directa con los propios planes azeríes de exportación de gas.17 Irán, por su parte, debería ejercer en teoría una considerable influencia en el Cáucaso y en el Asia central —en virtud de su peso demográfico, cultural y lingüístico—, pues Persia continúa siendo, en términos históricos, el principio en torno al que se organiza toda esa región. Además, Irán ha sido tradicionalmente una potencia tanto centroasiática como de Oriente Próximo. Pero la estéril ideología islámica de Teherán repugna a esos países, cuyas tradiciones están influidas todavía por el ateísmo soviético, así como por el sincretismo y el chamanismo túrcicos (razones estas que, unidas a la brutal represión que en esos Estados se ejerce contra los opositores a sus regímenes locales, explican por qué las rebeliones islámicas no han fructificado —no todavía, al menos— en la región). Es en ese punto donde la ideología islámica de Irán choca con su propia tradición imperial, mayormente preislámica. Por lo tanto, cuanto más hacia el este nos movemos por la ruta de Marco Polo y más atrás dejamos la difuminada influencia imperial de Turquía e Irán, más rápidamente se va haciendo evidente la de China, cuyo prestigio en esas zonas es ya mayor que los de Turquía, Irán, Rusia o incluso Estados Unidos.

La invasión rusa del territorio de la Gran Georgia en 2008 fue un momento trascendental en ese proceso. Hasta entonces, Armenia estaba alineada con Rusia, y Georgia lo estaba con Estados Unidos y Europa. También estaba alineada con Occidente Azerbaiyán —país rico en reservas energéticas— debido a sus oleoductos y sus gasoductos, que circunvalan Rusia y conectan Bakú con el Mediterráneo a través de Georgia y de Turquía. Pero la musulmana Azerbaiyán vio la deserción estadounidense de Georgia (una nación en apuros y cristiana, nada menos) en 2008 y se dio cuenta de que Washington ya no era un aliado de fiar en caso de crisis, por mucho que los propios azeríes siguieran detestando a los rusos. Al mismo tiempo, ahora son los rusos quienes venden armas a los azeríes, a la vez que hacen de menos a los armenios. A finales de la década de 1970, Moscú dejó en la estacada a su aliado, Somalia, cambiándolo por el archienemigo de los somalíes, Etiopía, porque este último era un país más rico y más poblado. A Moscú le gustaría lograr una mejora parecida en el Cáucaso, cambiando Armenia por Azerbaiyán. Pero no puede aún, porque la situación regional es, de hecho, mucho más compleja.

El contexto es el siguiente. Los dirigentes azeríes, como los dirigentes de Uzbekistán, Kazajstán y otras ex repúblicas soviéticas del Asia interior —laicas y autoritarias todas—, han observado aterrados la Primavera Árabe y los levantamientos islámicos que posteriormente secuestraron aquellas protestas. También les ha causado pavor la agresión rusa en Ucrania, así como las tensiones entre Rusia y Turquía, y están igualmente asustados por la caída en los precios de la energía. Carecen de amigos en este mundo que se desteje a pasos agigantados, por lo que parece, y tienen la impresión de que Estados Unidos es cada vez menos importante para sus regímenes, sobre todo cuando su previsible retirada definitiva (puede que incluso como potencia vencida) de la vecina Afganistán podría dejar allí un verdadero vacío. Así que, poco a poco, y con ayuda del sostén económico y político chino, estas ex repúblicas soviéticas han ido fortaleciendo sus instituciones, han ido depurando discretamente a los elementos prorrusos de sus aparatos administrativos y han ido desvinculando (sensiblemente) sus economías de la de Rusia. En general, han hecho frente a los rusos, y lo han hecho hasta tal punto que solo en Kazajstán y en Kirguistán continúa siendo fundamental la influencia de Rusia (básicamente, a causa de la larga frontera kazajo-rusa y de la debilidad institucional kirguís). Si miramos la situación con cierta perspectiva, veremos que la legitimidad de los Estados en el Asia central, pese al origen artificial de muchas de esas repúblicas, creadas por Stalin, ha resultado ser —a corto plazo, al menos— algo más fuerte de la esperada. (Los pequeños Estados de Kirguistán y Tayikistán, con sus divisivas geografías montañosas, son claras excepciones. De todos modos, la verdadera prueba de fuego será Uzbekistán ahora que ha fallecido su líder Islam Karímov.)18 En resumen, Rusia, afectada por su propio declive económico, tiene bloqueado su avance en aquella región, mientras que los chinos, con las carreteras, los ferrocarriles, los puentes, los túneles y los oleoductos que allí están construyendo, están evocando los tiempos de la dinastía Tang en los siglos viii y ix, cuando la influencia imperial china se extendía por toda el Asia central hasta el Irán nororiental. En 2013, China adelantó nítidamente a Rusia en cuanto a su comercio regional en la zona, que alcanzó un volumen de 50.000 millones de dólares en intercambios con las cinco repúblicas centroasiáticas exsoviéticas, comparado con los 30.000 millones de esos mismos países con Rusia. Las compañías chinas son propietarias actualmente de una cuarta parte de la producción petrolera de Kazajstán y de más de la mitad de las exportaciones de gas de Turkmenistán.19

«El Asia central es única porque es el único lugar en el que convergen todas las grandes potencias», ha escrito Zhao Hua­sheng, profesor de la Universidad Fudan de Shanghái. A fin de cuentas, el Asia central histórica está formada no solo por las ex repúblicas soviéticas, sino también por Mongolia, el Sinkiang chino (que es el Turquestán oriental) y Afganistán. Y además del impacto de China y Rusia en las ex repúblicas soviéticas (influido, a su vez, por sus propios legados imperiales respectivos), Estados Unidos continúa con su implicación militar en Afganistán, e Irán ha sido durante gran parte de su historia imperial una potencia dominante en el oeste afgano, como lo ha sido la India en el Afganistán oriental.20 De hecho, aunque nos hayamos acostumbrado a concebir las ex repúblicas soviéticas como una unidad separada, sus destinos van a estar cada vez más entrelazados con lo que suceda allí al lado, en la intranquila Sinkiang y en un país tan devastado por las guerras como es Afganistán.21Eso no significa que el juego del poder mundial se vaya a decidir principalmente en el Asia central, pero sí implica que lo que allí suceda será un indicador con el que medir esas relaciones de poder. Es decir, que el Asia central nos mostrará quién está tomando la delantera y quién no.

rusia y el intermarium

Al norte de toda esta complejidad y confusión está Rusia, cuyo imperio cristiano ortodoxo no participó en los momentos históricos (Renacimiento e Ilustración) que hicieron Europa como es hoy, aunque los zares medievales tuvieran que hacer frente en su momento, antes incluso de la época de Napoleón y Hitler, a las invasiones de los suecos, los polacos y los caballeros teutónicos. De ahí que optaran entonces por aliarse con los mongoles. En ese pasado tiene profundas raíces el euroasiatismo de Vladimir Putin y, por ello, «el imperio es la opción del Estado ruso por defecto».22 Putin sabe que la expansión zarista de mediados del siglo xvii en dirección sur, hacia el corazón medieval del Rus de Kiev (Ucrania, para que nos entendamos) y el mar Negro rindió grandes frutos, pues señaló la desintegración temprana del máximo enemigo de Rusia, la Mancomunidad de Polonia-Lituania.23 Stalin llevaba esa historia en la sangre, también, y tomó como guía un paradigma revolucionario-imperial, por así llamarlo, para defender a Rusia frente a amenazas reales (o percibidas como tales), especialmente las procedentes de la Europa central y oriental. Y como Oriente Próximo es una región adyacente a la Europa central y del este, la anarquía que la caracteriza es algo que Putin no puede ignorar ahora mismo, sobre todo en vista de los intereses que Rusia tiene invertidos en la también limítrofe región del Cáucaso. Por consiguiente, Putin mira hacia el Gran Oriente Medio y hacia la Europa central y del este y considera que forman una única región. La propia geografía euroasiática de Rusia se presta a tal constatación.

Lo que todo esto significa es que el núcleo geográfico donde se concentra el desafío ruso para el resto de las potencias es la cuenca del mar Negro: es allí donde Rusia se entrecruza con Ucrania, Turquía, Europa del este y el Cáucaso. O, por explicarlo de otro modo, es allí donde Europa se encuentra con Oriente Próximo y donde confluyen los antiguos sistemas de conflicto imperial ruso, otomano y habsburgués. La región del Gran Mar Negro es más que eso, desde luego, pues constituye un concepto geopolítico que engloba actualmente los escenarios de las guerras en Siria y Ucrania, y que otorga una posición central a Turquía —junto a Estados clave del Cáucaso y de los Balcanes, como son Azerbaiyán y Rumanía, respectivamente— como oposición a Rusia.24 El mar Negro no es hoy un sistema de conflicto en menor medida de lo que lo era el Caribe en el siglo xix, o de lo que lo son los mares de la China Meridional y de la China Oriental también en la actualidad. Pero el mar Negro no cuadra con la lógica de los estudios por áreas geográficas heredados de la Guerra Fría en torno a los que la administración de la defensa y la seguridad exterior estadounidenses sigue estando organizada. Esto se debe a que el mar Negro cae dentro (o en medio) de otras regiones y, por lo tanto, simboliza esa geografía fluida y orgánica que es el rasgo definitorio preeminente de la Eurasia actual. Putin ha comprendido intelectualmente esto mejor que nosotros. Su habilidad táctica está fundada en una concepción geográfica más correcta y precisa.

Así pues, tanto Ucrania como Siria son inseparables del desafío que Putin representa para los Estados bálticos y los Balcanes. Esta realidad devuelve a la vida aquel concepto, muy vigente en la década de 1920, del Międzymorze (en polaco) o Intermarium (en latín): la región «entre mares» (entre los mares Báltico y Negro, para ser exactos). El Intermarium constituye el disputado «borde territorial» que se extiende desde Estonia (al norte) hasta Rumanía y Bulgaria (al sur) y hasta el Cáucaso (al este) que, en tiempos, señalaba la zona de conflicto entre ­Alemania y Rusia y que actualmente representa la zona de conflicto entre Estados Unidos y Rusia.25 Por lo tanto, el poder de Estados Unidos en el mundo se verá muy determinado por la capacidad que tenga de evitar que Rusia «finlandice» ese borde territorial en disputa.

Mientras tanto, Europa ya no está protegida geopolíticamente de Rusia como lo estuvo durante la Posguerra Fría; tampoco lo está, como ya he comentado aquí, del Levante mediterráneo y del norte de África, pues, a raíz de las migraciones de población musulmana, la cuenca mediterránea está hoy unificada como no lo había estado en cientos de años. Por consiguiente, hemos regresado a una cartografía mucho más antigua que recuerda a la de la Alta Edad Media, cuando «Oriente» no empezaba en ningún lugar concreto, porque las regiones se solapaban parcialmente entre sí y estaban definidas de un modo más impreciso, y la sensación de patria era estrictamente local, limitada a una ciudad o un pueblo y sus campos circundantes. Un ejemplo: Oriente Próximo, por mucho que se quiera negar, empieza ahora mismo dentro de la propia Europa, vista la relativa debilidad institucional, los niveles comparativamente altos de corrupción y la manifiesta presencia de grupos del crimen organizado ruso que lastran a los Estados balcánicos con un nivel de inestabilidad superior al de los Estados de la Europa central y occidental. Esto es, en sí mismo, un legado del comunismo y de la Larga Guerra Europea. Así que, sí, la dicotomía de Oriente y Occidente se desmorona por todo el mundo, al tiempo que persisten otras gradaciones más sutiles.

la china tang y la lección de afganistán

En Eurasia, será China (mucho más que Estados Unidos) quien contenga a Rusia. De hecho, la lógica subyacente a la Unión Aduanera Euroasiática promovida por Rusia es la de limitar —en la medida en que le sea posible— la influencia china.26 China constituye una mentalidad imperial muy diferenciada. Como fue un extensísimo imperio durante miles de años y bajo numerosas dinastías, China da por sentada su superioridad —sin más— y, por consiguiente, jamás ha tratado de influir en el modo de gobierno de los otros países. (Eso es algo en lo que diverge del universalismo democrático de Estados Unidos, con el que Washington ha pretendido lograr una conversión casi religiosa a sus principios en todo el mundo.)27 La particular tradición imperial de China le permite tratar con toda clase de regímenes, buenos y malos, sin sentir culpa alguna por ello. Durante siglos y siglos, el único problema de Pekín fueron los llamados «bárbaros» de las estepas que rodeaban en parte las tierras bajas cultivables que son la cuna geográfica de la China han: me refiero a los tibetanos, los uigures (musulmanes túrcicos) y los mongoles de la Mongolia Interior, entre otros, a quienes el régimen chino de turno consideraba que había que someter violentamente, sobornar o apabullar demográficamente, exactamente igual que Pekín entiende que han de ser subyugados también hoy en día.

Las veintidós conurbaciones chinas, cada una de las cuales contiene, al menos, una megaurbe, están ubicadas en la cuna geográfica cultivable de la China Han, que constituye el territorio de las dinastías imperiales chinas a lo largo de la historia, y del que se excluye ese otro semicírculo de territorios esteparios. No fue hasta mediados del siglo xviii cuando la última de esas dinastías, la extranjera (para los chinos han) dinastía Qing (o Manchú), emprendió la expansión hacia el desierto bárbaro y las regiones esteparias, preparando así el contexto geográfico del actual Estado chino, un Estado que se solapa en parte con el Asia central musulmana. Aun así, esa peligrosa periferia que amenaza desde siempre a la «cuna» Han continúa existiendo, no solo dentro del territorio nacional chino, sino también más allá de las actuales fronteras del país.28 China espera que su estrategia de desarrollo de una Ruta de la Seda le permita fintar y sortear las reivindicaciones políticas de esas volátiles regiones donde viven sus minorías y pacificarlas por la vía económica (por así decirlo), aunque esa misma ruta también podría propiciar un contacto más estrecho entre el separatismo uigur musulmán en la China occidental y los islamistas radicales del sur y el centro de Asia, y de Oriente Medio. A fin de cuentas, varios grupos de separatistas uigures han recibido ya instrucción militar en el área de la frontera entre Pakistán y Afganistán.29 Así pues, la conectividad no se traduce necesariamente en un mundo más pacífico, y no lo hace, sobre todo, porque los cambios del statu quo, aunque sean para bien, pueden ocasionar una mayor agitación étnica.

Por ejemplo, en Sinkiang (el Turquestán oriental), el propio proceso de modernización económica del que los uigures musulmanes bien podrían beneficiarse incide en la formación en ellos de una identidad más radical, pues los sume en una competencia económica más directa con los chinos han.30 Y si los han tienden a ver a los tibetanos como algo así como los estadounidenses han tendido a ver a los navajos —como reminiscencias exóticas de su propio éxito como conquistadores de todo un continente—, los uigures les producen una sensación muy diferente, de absoluto terror. Y es que el islam representa una identidad alternativa para los uigures, desvinculada del Estado chino. A diferencia de lo que ocurre con los tibetanos y su dalái lama, los uigures no tienen un líder de una élite, ni una jerarquía culta con la que Pekín pueda establecer una comunicación permanente; más bien, representan una fuerza de agitación incipiente, sin dirección, que podría desatarse al más mínimo incidente por catástrofe medioambiental o por alguna otra emergencia. Los uigures, tal como me comentó un astuto analista especializado en China, son como una bomba que Pekín ha barrido bajo la alfombra del Estado chino. Recordemos que el argumento fundamental de la teoría del choque de civilizaciones postulada por el ya desaparecido profesor de Harvard Samuel Huntington —un argumento que quienes criticaban a Huntington pasaron por alto o no comprendieron en absoluto— era que la tensión étnica y cultural es un elemento central del proceso de modernización y desarrollo mismo.31 Y ahora la vertiginosa modernización de China está poniendo tenazmente a prueba la tesis de Huntington.

La expansión de las infraestructuras de China a través del Asia central está directamente relacionada con la expansión marítima de ese país en los mares de la China Meridional y de la China Oriental. Después de todo, si ahora China solo es capaz de actuar agresivamente en sus mares limítrofes, es porque, en estos momentos, y en el futuro más o menos inmediato, es una nación que se siente segura por tierra como nunca se había sentido en toda su historia. Salvo por los viajes del almirante Zheng He durante la dinastía Ming, a comienzos del siglo xv, China, amenazada constantemente por los pueblos de las estepas en el oeste, el suroeste y el norte, nunca tuvo una tradición marítima por su flanco este. Pero la globalización y el exagerado énfasis que esta pone en las líneas de comunicación marítima han hecho necesaria la proyección del poder chino hacia las prolongaciones pelágicas de su propia masa continental. Dado que ello obliga a China a mantenerse permanentemente segura por tierra, también significa que debe tener constantemente sometidos a los musulmanes uigures, a los tibetanos y a los mongoles de la Mongolia Interior. Y por eso despliega la estrategia de «un cinturón, una ruta». En definitiva, los demonios étnicos que China tiene encerrados dentro de sus fronteras la llevan a expandirse hacia fuera en los planos militar y económico mucho más allá de sus fronteras nacionales estrictas.

La nueva Ruta de la Seda de China concuerda muchísimo con su predecesora medieval: aquella por la que los ejércitos de los Tang se desplazaban, recorriendo el espacio entre Mongolia y el Tíbet, para instaurar protectorados en lugares tan remotos incluso como la Jorasán iraní. De hecho, Persia estuvo casi en contacto directo con la peligrosa periferia esteparia de China durante buena parte de la Edad Antigua tardía, la Edad Media y la Edad Moderna temprana, y el dominio lingüístico e imperial persa llegó a extenderse desde el Mediterráneo hasta el Asia central. Tanto China como Persia eran civilizaciones ricas, ­sedentarias y asediadas por pueblos guerreros del desierto, y se mantenían en mutuo contacto por la Ruta de la Seda. Y ambos eran grandes imperios que fueron humillados por las potencias occidentales durante las edades Moderna y Contemporánea. Ahí yacen los cimientos emocionales e históricos en los que se sustentan las relaciones sino-iraníes actuales.32 El subdirector general de los ferrocarriles iraníes, Hosein Ashuri, ha declarado: «Nuestro objetivo en el proyecto de la Ruta de la Seda es, ante todo, conectar el mercado de Irán con el de China [más que con el Asia central en sí]».33