El telar del tiempo - Robert D. Kaplan - E-Book

El telar del tiempo E-Book

Robert D. Kaplan

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Beschreibung

UN ANÁLISIS AUDAZ SOBRE LA REGIÓN DONDE CONVERGEN LAS TENSIONES DE NUESTRO MUNDO. El Gran Oriente Medio, la vasta región entre el Mediterráneo y China quecomprende gran parte del mundo árabe, así como otras partes del norte de África y de Asia, ha sido a lo largo de la historia la encrucijada de diversos imperios. Tras su disolución en el siglo xx, los estados poscoloniales han tratado de mantener la estabilidad frente a las luchas de poder entre facciones, los vacíos de liderazgo y las fronteras creadas arbitrariamente. En la actualidad, China está tratando de impulsar una nueva forma de imperialismo económico sobre la región. Como en el pasado, el Gran Oriente Medio será el escenario de futuras luchas entre grandes potencias. En El telar del tiempo, Kaplan explora esa difícil zona del mundo para revelar cómo la historia influye profundamente en el presente y cómo las necesidades de mantener la estabilidad frente a la anarquía a menudo entran en conflicto con los ideales de gobernanza democrática. Para reconstruir la historia de ese enorme espacio y lo que sugiere para el futuro, Kaplan entrelaza textos clásicos, escritos de viajes y una gran variedad de voces de todos los países que llevan al lector a conocer la realidad sobre el terreno y a anteponerla a los ideales. El telar del tiempo es un libro provocador y clarividente que nos obliga a reconsiderar nuestra visión global del siglo XXI. El autor del exitoso La venganza de la geografía despliega sus conocimientos de política internacional y geopolítica para analizar el Gran Oriente Medio, un enorme y complejo territorio comprendido entre el Mediterráneo y China que es clave para el futuro geopolítico de nuestro planeta.

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ROBERT D. KAPLAN

EL TELAR DEL TIEMPO

Entre el imperio y la anarquía desde el Mediterráneo hasta China

Traducción de cristina martín

Título original inglés: The Loom of Time.

© del texto: Robert D. Kaplan, 2023.

Por acuerdo con el autor. Todos los derechos reservados.

Esta edición ha sido publicada gracias a un acuerdo con Brandt & Hochman Literary Agents, Inc. a través de International Editors & Yáñez Co’S.L.

© de la traducción: Cristina Martínez Sanz, 2024.

© de la traducción de las notas: Manuel Fernández, 2024.

Diseño de la cubierta: Estudi Freixes Pla.

© Imágenes de la cubierta: iStock.

© Fotografía del autor: John Stanmeyer.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2024.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: marzo de 2024.

ref: obdo292

isbn: 978-84-1132-698-8

aura digit • composición digital

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

a robert l. freedman

Lo cierto es que no podemos obtener más que una impresión de un todo observando una parte y, desde luego, ni un conocimiento profundo ni una comprensión exacta. Por consiguiente, hemos de concluir que los estudios especializados o las monografías aportan muy poca cosa a lo que conocemos de ese todo y a nuestro convencimiento de que es verídico. Al contrario: tan solo sumando y comparando entre sí las diversas partes del todo y tomando nota de sus similitudes y sus diferencias, alcanzaremos una visión amplia, y de ese modo abarcaremos tanto los beneficios prácticos como los placeres que procura la lectura de la historia.

polibio,Historias

La cólera y el frenesí destruyen más cosas en media hora que la prudencia, la reflexión y la previsión pueden construir en cien años.

edmund burke,Reflexiones sobre la Revolución Francesa (1790)

CONTENIDO

Mapa

Prólogo: China tras la muerte del imperio

1. El tiempo y el terreno

2. El Egeo

3. Constantinopla

4. El bajo Nilo

5. El alto Nilo

6. Arabia Deserta

7. El Creciente Fértil: parte I

8. El Creciente Fértil: parte II

9. El Creciente Fértil: parte III

10. El Irán safávida

11. El camino de los pastunes

Epílogo: un fracaso de la imaginación

Agradecimientos

Notas

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Dedicatoria

Epígrafe

Índice

Comenzar a leer

Agradecimientos

Notas

prólogoCHINA TRAS LA MUERTE DEL IMPERIO

En la primavera de 1994, viajé por primera vez a través de la provincia china de Xinjiang, una región habitada por once millones de uigures túrquicos de religión musulmana que, tal y como supe tras varias conversaciones con ellos, incluso en esas fechas estaban atrapados por una tenaza de supervisión y represión brutal por parte de las autoridades chinas. Para los uigures, así como para los geógrafos y los etnógrafos, esa remota región occidental de China fue históricamente el Turquestán oriental, la zona situada más al este de los desiertos y las estepas del Gran Oriente Medio. China no obtuvo el control del Turquestán oriental hasta mediados del siglo xviii, aun cuando la China imperial lleva existiendo desde hace tres mil quinientos años. Para los chinos, esos musulmanes siempre han representado una peligrosa e incipiente fuerza, incluso más numerosa y difícil de absorber que los tibetanos.

En la ciudad de Kashgar, ubicada justo en la frontera que separa China de Kirguistán, Tayikistán, Afganistán y Pakistán, en 1994, el noventa por ciento de sus trescientos mil habitantes eran uigures túrquicos. Las calles estaban abarrotadas de bicicletas viejas, rickshaws motorizados y asnos cargados de alimentos y leña para el fuego. Había unos destartalados puestos de madera en los que se servía comida grasienta y leche de yegua. Los hombres usaban gorras y camisetas deportivas llenas de lamparones de barro, mientras que las mujeres llevaban velos y chadores en mayor porcentaje que en Irán, el país del que yo acababa de llegar. Los uigures túrquicos nunca habían recibido influencia alguna de Bizancio ni de las proximidades del Mediterráneo como los turcos de Anatolia, y su singular cultura se encontraba en el proceso inicial de verse aplastada por la implacable máquina trituradora de los comunistas de Pekín. En esa época, a mediados de la década de 1990, un editor me sugirió que mi interés por los uigures estaba poniendo a prueba los límites del oscurantismo. Los uigures tardarían un cuarto de siglo en aparecer en los titulares de las noticias internacionales.

Tal y como averigüé en otra visita que hice a Xinjiang en 2015 —todavía unos cuantos años antes de que esa región llegara de hecho a los titulares de los periódicos—, el caos íntimo del mercado de ganado que tenía lugar en Kashgar los domingos se había trasladado a un amplio espacio rectangular situado a varios kilómetros de distancia, con lo que dejó de estar integrado en la vida de la ciudad. Para entonces, Kashgar había cambiado hasta quedar irreconocible y se había transformado en una cuadrícula de bloques de pisos, como parte de un plan dirigido a reglamentar la vida cotidiana de los habitantes. Tras esta esterilización cultural, vino el traslado de hasta un millón de uigures a colonias penitenciarias en las que serían explotados como mano de obra esclava. Fue, según el Wall Street Journal,1 la mayor reclusión de una minoría religiosa desde la Segunda Guerra Mundial.

El telón de fondo de esta represión fue la iniciativa china denominada la Franja y la Ruta (BRI, por sus siglas en inglés), con una inversión de un billón de dólares, que ofrecía una moderna red de comunicaciones formada por carreteras, ferrocarriles y oleoductos a fin de conectar China con Europa por tierra y por mar atravesando el Gran Oriente Medio. Xinjiang, la patria de los uigures, se había convertido en un punto clave de esta Ruta de la Seda del siglo xxi, con carreteras y oleoductos que se dirigían hacia el oeste, a Irán y más allá, y hacia el sur, al mar Arábigo cerca del golfo Pérsico. El Estado chino no podía darse el lujo de tolerar siquiera el potencial separatismo de los musulmanes dentro de sus propias fronteras en ese punto en el que la Franja y la Ruta une la China Han con el Asia central musulmana.

Efectivamente, lo único que dificulta definir la relación de China con los uigures túrquicos como colonia indiscutible es la ubicación de Xinjiang: aunque es una provincia fronteriza, todavía se encuentra dentro de las fronteras legales de China. Sin embargo, en sentido espiritual, la manera en que trata China a su minoría de religión musulmana, integrada como está en los requisitos que se precisan para la Franja y la Ruta, es la que más nos acerca al imperialismo tradicional del siglo xix en el siglo xxi. De hecho, es posible que haya sucedido algo peor, con la asimilación cultural forzada y el asentamiento de colonos de etnia han.

La Franja y la Ruta, junto con la persecución de los uigures de religión musulmana, tiene todo que ver con el Gran Oriente Medio, donde China se ha mostrado agresiva tanto en el mar como en tierra. En la primavera de 2009, pasé una noche en un calabozo de Hambantota, Sri Lanka, por haber entrado sin permiso en una obra para observar cómo varios cientos de operarios chinos cambiaban de sitio inmensas cantidades de terreno con el fin de, literalmente, trasladar la costa hacia el interior. Aquello formaba parte del proceso de construir un puerto a la última para transportar por barco mercancías chinas a la península Arábiga y más allá. Un año antes, yo había obtenido un permiso para visitar el nuevo puerto construido por China en Gwadar, ubicado en un punto en el que el vértice suroeste de Pakistán se encuentra con Irán y con el golfo de Omán. Había cruzado cientos de kilómetros del insulso desierto de Baluchistán para ver las líneas limpias y relucientes de los ángulos de acero de Gwadar, las novísimas grúas pórtico y demás equipos para manejar mercancías. Según la idea que tenían quienes lo planificaron en Pekín, se enviaría gas y petróleo desde el golfo Pérsico hasta Gwadar, que está al lado, y de allí se llevaría por tierra mediante tuberías hacia el norte, que atravesarían Pakistán y penetrarían en la provincia de Xinjiang. Dado que China ha construido una enorme base militar en Yibuti, en la entrada del mar Rojo, y está pensando en construir varias más hacia el norte, a lo largo de ese mismo mar, en Port Sudán y en Jiwani, junto a la frontera entre Irán y Pakistán cerca de Gwadar, este es un momento magnífico de la historia para ser un ingeniero chino de caminos, canales y puertos.

El mapa chino del Gran Oriente Medio, que abarca mucho más que el mundo árabe —pero incluye la amplia zona subtropical del planeta que se extiende entre Europa y la propia China—, cuenta con dos nudos de importancia crucial: Pakistán e Irán. El corredor de oleoductos que parte de Kashgar, en el oeste de China, discurre hacia el sur atravesando Pakistán y llega a Gwadar, situada en el mar Arábigo. Conectará las Rutas de la Seda terrestre y marítima, mientras que la alianza estratégica entre Irán y China convertirá a esta última en el principal socio económico y político de un país que, temido por casi dos generaciones de estadounidenses a causa del terrorismo y de la política radical, es el principio organizativo geográfico tanto de Oriente Medio como de Asia central.

Puede que el imperio haya muerto, porque en un mundo globalizado, una cultura no puede simplemente apropiarse de otras y subyugarlas para sus propios fines. Pero la mentalidad imperial está experimentando una inquietante vida en el más allá, tal y como lo demuestra el ejemplo de China en el Gran Oriente Medio. La Compañía Británica de las Indias Orientales, a principios de la era moderna, avanzó desde Europa hacia el este cruzando Oriente Medio en dirección a China, y ahora China está avanzando en la dirección geográfica contraria, hacia el oeste, aunque con similares motivos comerciales y estratégicos.

Y aunque los estadounidenses han intentado infructuosamente apartarse del Gran Oriente Medio, los chinos no son los únicos que están instalándose en él en busca de recursos energéticos, influencia sobre cuellos de botella de la navegación y agentes locales. Los rusos han participado militarmente en Siria y en Libia, al igual que los turcos, aun cuando los iraníes dirigen una red de ejércitos y milicias locales desde Irán hacia el oeste, hasta el Mediterráneo, y también hacia el sur, en Yemen. Hay que decir que todos esos países cuentan con una larga tradición imperial en la que basarse, y por lo tanto tienen la sensación de estar desempeñando una misión. Porque no son únicamente los chinos, sino sobre todo los iraníes y los turcos, los que se sienten orgullosos de su pasado imperial. Puede que el imperialismo de Occidente se vea con menosprecio, pero no ocurre lo mismo con el historial de los imperios indígenas.

El Gran Oriente Medio es la zona de lucha de esos imperios fantasma, la enorme pieza del rompecabezas que China necesita controlar, si puede conectar sus incipientes puestos comerciales de avanzadilla en Europa con los de Asia oriental. En esa zona, los Estados suelen ser débiles y en algunos lugares clave ni siquiera existen, y en general la democracia ha fracasado, al menos hasta el momento. Entretanto, las autocracias locales, que en la península Arábiga son tan dinámicas, en el resto de la región han quedado extinguidas. Hasta el islam político está empezando a sufrir una clara pérdida de entusiasmo, como sabemos por el caso de Irán. De modo que las potencias externas no pueden resistir la tentación.

Ha llegado el momento de explorar un poco más esta inhóspita geografía que quedará como registro de futuras luchas de poder por todo el globo, como ha sido siempre en el pasado. Y, al igual que en el pasado, los miles de años de gobierno imperial continuarán proyectando una larga sombra sobre la política tal y como se practica en la actualidad, en una región en la que la estabilidad sigue siendo un bien muy cotizado.

1EL TIEMPO Y EL TERRENO

Entre Europa y las grandiosas y maduras civilizaciones de China y la India, existe una franja de más de tres mil kilómetros dominada por el desierto y el altiplano rocoso, en la que llueve relativamente poco, las fronteras son discutibles, la unidad política ha existido rara vez y, como afirmó el ya desaparecido Bernard Lewis, historiador de Princeton, nunca ha habido un patrón histórico de autoridad.1 La generalización que hace Lewis es imperfecta; sin lugar a dudas, se podría argüir que Egipto e Irán fueron civilizaciones maduras durante miles de años, al igual que Irak y Turquía. No obstante, hay un detalle importante que comentar relativo a la aridez general, la inmensa variedad y la agitación política de los territorios que se extienden entre el Mediterráneo y China. Su austero paisaje es lo que constituye la «Tierra de la Insolencia», según declaró Carleton Coon, un antropólogo estadounidense de mediados del siglo xx, refiriéndose al carácter rebelde de la política moderna de Oriente Medio, con su tradición de orgullo e independencia que combina el tribalismo con las tensiones étnicas y sectarias.i La fraseología de Coon es sobre todo pintoresca y determinista, en particular porque el tribalismo ha venido manteniendo la paz dentro de los grupos grandes, y en otros sentidos no es el factor totalmente divisorio que creen los occidentales. De todos modos, lo que dice Coon tiene una resonancia innegable, debido al indiscutiblemente elevado nivel de violencia e inestabilidad política que existe en esa vasta región si se compara con otras zonas del planeta. Por ejemplo, una parte significativa del mundo árabe ha experimentado anarquía y violencia en las recientes décadas, y, según un informe de las Naciones Unidas, aunque los árabes representan tan solo un cinco por ciento de la humanidad, han generado el cincuenta y ocho por ciento de los refugiados de todo el mundo y el sesenta y ocho por ciento de las «muertes relacionadas con batallas» en la segunda década del siglo xxi.ii En efecto, el proceso de maduración desde los reinos medievales hasta los primeros Estados modernos y después hasta los Estados democráticos, como sucedió en Europa, o el del sucesivo y milenario redoble de tambores de complicados imperios dinásticos como en China y en el subcontinente indio —lugares que cuentan con un paisaje más frondoso, más habitable—, no se alcanza en el mismo grado en el vasto y delgado campo de batalla de las diferentes culturas y civilizaciones que se extienden por todo el borde meridional de Eurasia, muy a menudo desunidas por una religión singular más que unidas por ella. Téngase en cuenta, sin embargo, que la tragedia que vive el Gran Oriente Medio desde el hundimiento del Imperio otomano tiene tanto que ver con la dinámica interacción con Occidente como con la propia región, tal y como veremos más adelante.

Pero antes volvamos a los hechos esenciales.

La cuestión misma de la autoridad política —o de quién controla a quién— a menudo se ha visto muy alterada en todo Oriente Medio. El islam, revelado por el profeta Mahoma, que fue un comerciante de los ricos y cosmopolitas cruces de caminos de La Meca a principios del siglo vii de nuestra era, se ocupaba de la ética y de cómo vivir una vida pura y justa frente a las exigentes limitaciones de un paisaje desértico en el que el entorno era traicionero y por lo tanto viajar resultaba difícil. La aridez había creado oasis que servían de «puntos de unión» en el desierto, lo que estimulaba el comercio, de modo que el islam supuso una bendición para la honradez en los negocios.2 Aunque la nueva religión ofrecía una forma completa de existencia que se expandió en civilizaciones y que a lo largo de los siglos hizo que millones de pobres se sintieran contentos con su existencia,3 tal y como observó Coon, una de las primeras personas ajenas en verlo, no dejó ninguna norma contundente sobre la autoridad política temporal. Es decir, mientras que otras religiones, como el cristianismo, no buscaban el control sobre la política sino que en general se limitaban a la fe en privado, el islam ofrecía una forma completa de existir. El francés Olivier Roy, académico y politólogo, escribe que «el islam nació como una secta y una sociedad», pero careciendo de instituciones e incluso de un clero que lo organizase.4 En efecto, el desaparecido Maxime Rodison, gran lingüista y especialista de la Sorbona en ese tema, dijo que el islam era «no solo una asociación de creyentes» sino una «sociedad total».5 Y, como sociedad total —abarcando el mundo laico hasta la fecha—, requería pero con frecuencia no tuvo, como lo expresa Roy, una filosofía de organización política.

Como Mahoma ofrecía una interpretación de la existencia totalmente nueva y más pura que venía a sustituir al anterior contrato social, fue lógico que hallara oposición. Cuando él y sus seguidores se fueron de La Meca a causa de la hostilidad de esta hacia el nuevo credo y huyeron hacia el norte, a Yathrib (Medina, la «ciudad»), esencialmente fundaron una comunidad nueva. De forma significativa, el calendario islámico no comienza con el nacimiento de Mahoma ni tampoco con el inicio de su revelación, sino con esa emigración, o hégira. Esa comunidad nueva fue, a todos los efectos, revolucionaria. Y, en consecuencia, en el mundo árabe y el islámico generaría a lo largo de los siglos y los milenios turbulencias dinásticas y otras revoluciones que tendrían que ver con el sectarismo, la ambición, la legitimidad y la pureza. Asimismo el ascenso y la caída de los imperios dinásticos en todo Oriente Medio y los dramas políticos que se dieron dentro de ellos a menudo tuvieron que ver con la intersección de la religión y la política. Sayyid Qutb, el intelectual egipcio y líder de los Hermanos Musulmanes, es famoso por haber utilizado este argumento para atacar el sistema impuro y pagano (kafir) de Gamal Abdel Nasser, que habría ejecutado a Qutb en la horca en 1966.6

Desde el primer medio siglo de la fundación del islam, la autoridad ha sido muy discutida y se han ido sucediendo las disputas sobre el liderazgo de la fe con suníes, ibadíes y chiíes —además de diversas ramas del chiismo como los zaidíes, los ismailíes, los alauitas, los drusos, etc.—, todos los cuales mantienen teorías distintas acerca de la gobernanza espiritual, de manera no muy diferente del cristianismo.iii Resultaba muy difícil encontrar la legitimidad política.7 Esto se hizo realidad no solo en el nivel del Estado sino también en el nivel de la ciudad y de la tribu, y hasta dentro de las tribus, de modo que muchos lugares se dividían entre «árabes Montescos y Capuletos», en palabras de Tim Mackintosh-Smith, un arabista formado en Oxford.iv En particular, tras el colapso después de la Primera Guerra Mundial del Imperio otomano, que había liderado el mundo islámico en Oriente Medio al menos durante medio milenio, ha habido sangrientas luchas por la herencia del poder que han conducido a una competición para establecer qué grupo podía afirmar ser el más puro en cuanto a la doctrina, y a veces como consecuencia el más extremo, una tendencia que ha tenido similitudes con el cristianismo medieval. El corolario fue la Revolución Iraní de 1978-1979, las diversas ramas del salafismo y, de forma particular, el ISIS,v lo que ha dado lugar a un Gran Guiñol de violencia y titulares sobrecogedores que a todos nos resulta ya deprimentemente familiar.

Esto, por lo tanto, es el Gran Oriente Medio, hablando en términos generales del mundo islámico del desierto y las llanuras (en oposición al mundo del océano Índico del islam de los navegantes), una vasta zona del planeta por la que he viajado y sobre la que he leído durante estos cincuenta últimos años. Desde Marruecos en el Mediterráneo occidental hasta el Turquestán oriental, que linda con la cuna cultivable de China; o desde los ortodoxos Balcanes orientales hasta el sur, a las tierras montañosas y monzónicas de Yemen; o, empleando otro parámetro, desde la violenta anarquía de Libia hasta la de Afganistán. Es una parte del mundo que los griegos denominaban oikoumene, que significaba la parte habitada de la Tierra que ellos conocían y de la que habían oído hablar. Lo de oikoumene era más una idea que una geografía. Era un concepto mucho más amplio que la árida zona del mundo árabe, pues incluía Etiopía, Turquía, Irán, Afganistán, el Cáucaso y Asia central, y contaba con una interconectividad que constituía una forma temprana de globalización. Este es, en gran medida, el mismo mapa recorrido por Heródoto y Alejandro Magno. Con frecuencia los sitios más antiguos e historiados son los que han proporcionado el lugar y la fecha para los peores horrores modernos.

Por ejemplo, tenemos el caso de Palmira. Guardo en mi memoria desde hace décadas sus esbeltas columnas corintias puntuando la horizontalidad del desierto de Siria. Aquí fue donde Zenobia, la «reina de Oriente», una figura mucho más sustancial que Cleopatra, fue finalmente sometida por el emperador romano Aureliano en el año 272 de nuestra era.vi Un año más tarde, Aureliano quemó la ciudad. Palmira sería sometida de nuevo y vería sus antigüedades más valiosas mutiladas y destruidas por el ISIS entre 2015 y 2017. Fue un crimen trascendental contra objetos sagrados del pasado, lo que confirma la violencia nihilista de ese grupo contra los seres humanos.

¿En qué dirección va todo ello? ¿Qué dimensiones políticas asumirá en última instancia esta vasta región ubicada mayormente en las zonas subtropicales que se extienden entre Europa y el Lejano Oriente? ¿Podría ser que saliera de varias décadas de inestabilidad y malos gobiernos para encontrar un crucial terreno intermedio entre la tiranía por un lado y la anarquía por el otro?

Las respuestas comienzan con una vista panorámica del abismo que representan las décadas y los siglos.

Explorar esa distancia, que hasta el momento escapa a la comprensión humana, además de otras cuestiones, requiere la ayuda no solo de expertos contemporáneos sino también de escritores que ya hace mucho que pasaron de moda. Porque, si bien es posible que los valores de esos escritores fallecidos no estén a la altura de los nuestros, su brillantez resulta innegable, y es la razón por la que sus obras se han considerado clásicas. Así pues, debemos ser humildes ante los eruditos que nos han precedido, ya que, a pesar de que tuvieran sus fallos, proporcionan los cimientos para los actuales.

De modo que empecemos.

Arnold J. Toynbee, el prolífico historiador y filósofo británico que registró veintiséis civilizaciones del mundo en los doce volúmenes de su Estudio de la Historia, escribió que, a lo largo del pasado de la humanidad, ha existido una «tendencia principal» hacia la «estandarización». Con el paso de los milenios, todos nos hemos vuelto más parecidos que diferentes. Tal y como observan los protagonistas de la novela que escribió Paul Bowles sobre Argelia en 1949, «la gente de cada país se va pareciendo más a la gente de todos los demás países [....] Todo se va volviendo gris, y se hará más gris todavía».8

Pero aunque la dirección está clara, la trayectoria seguida durante diez mil años ha sido notoriamente lenta y complicada, con muchos retrocesos, giros y cambios de rumbo, y aún le queda mucho camino que recorrer. En este tortuoso proceso, aunque la «diferenciación» y la «diversidad» marquen la fase de crecimiento de las civilizaciones, el declive de estas siempre ocurre de la misma manera. Toynbee lo compara con la parábola de la tela de Penélope. En Ítaca, la fiel esposa del ausente Ulises promete a sus pretendientes que se entregará a uno de ellos en matrimonio tan pronto como termine de tejer un sudario para Laertes, padre de Ulises. Pero nunca lo termina, porque, después de pasar el día entero tejiendo una figura en su telar, pasa las noches enfrascada en la tediosa tarea de deshacer lo que ha tejido. De esa forma, jamás se entregará en matrimonio y podrá permanecer fiel a su esposo ausente. Las figuras que teje cada día en su telar son diferentes unas de otras, pero la tarea de deshacerlas por la noche es siempre la misma. De esta manera, la labor de Penélope es un espejo del ascenso y la caída de las civilizaciones. Pero la labor de Penélope, según la interpretación que hace Toynbee, no es «insoportable», dado que cada día está un poco más cerca de reunirse con su marido, el cual termina volviendo a casa.9

Lo mismo vale para lo que Toynbee denomina el «tejedor más poderoso», que sugiere el progreso de las civilizaciones mismas.10

Inspirado por una imagen del Fausto de Goethe, Toynbee explica lo siguiente: «El trabajo del Espíritu de la Tierra, que teje e inserta sus hilos en el Telar del Tiempo», constituye el «ritmo elemental» de la historia del hombre, pues «se manifiesta en la génesis, el crecimiento y la ruptura y desintegración de las sociedades humanas». Pero este «perpetuo giro de la rueda no es una repetición vana, dado que en cada revolución va acercando mucho más el vehículo a su objetivo [...] y significa el nacimiento de algo nuevo».11 Como el «telar del tiempo» se mueve tan despacio, las «rupturas y desintegraciones» individuales que hoy en día obsesionan tanto a los medios de comunicación acerca de Oriente Medio no aportan la visión de que se esté creando algo totalmente nuevo.

Vislumbrar de verdad lo que se está creando requiere la escala de Toynbee, concentrarse como hace él en toda la historia humana, además de la autoridad de la distancia y el ritmo de historiadores como Gibbon y Braudel. Edward Gibbon, historiador británico de finales del siglo xviii, autor de Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, registra, entre otras muchas cosas, la amplia historia del ascenso y la caída de las dinastías mongol y turca, entrelazada con los entresijos de las intrigas palaciegas de Roma y de Persia, todo en unos pocos párrafos, con la calmada concisión de Tácito. Emergiendo de ese complejo tapiz, se encuentra el proceso mismo de la historia en sí, en el que el declive significa meramente una transformación postergada; de modo que la caída del Imperio romano de Occidente es tan gradual y relativa que da lugar, en última instancia, a los comienzos rudimentarios del temprano sistema moderno de Estados europeos. Imaginemos un avión moviéndose a la velocidad de ochocientos kilómetros por hora que, desde una altitud de nueve mil metros, da la sensación de estar avanzando muy despacio sobre el paisaje. Uno avanza despacio sobre los irónicos y majestuosos párrafos de Gibbon mientras recorre rápidamente décadas y siglos. Fernand Braudel, el geógrafo e historiador francés de mediados del siglo xx especializado en el Mediterráneo, denomina a este fenómeno la longue durée, los cambios lentos e imperceptibles, como los perezosos movimientos del océano en las profundidades, que de manera invisible determinan las olas rápidas y transitorias de la superficie, en las que se centran los medios de comunicación.

Dicho de otro modo, la cuestión es ampliar drásticamente nuestra visión del tiempo y del terreno y de esa forma redescubrir el pasado más profundo; solo entonces podremos quizá discernir el futuro.

Ver el futuro también requiere ver lo que tenemos delante de los ojos. Esto es más fácil de decir que de hacer, porque lo que tenemos delante de los ojos suele ser desagradable y se las ingenia para desmontar las ideas aceptables acerca de cómo se comportan y funcionan sociedades muy alejadas de nosotros. Para ver con claridad, además hay que encontrarse no solo con los vivos sino también con los muertos; es decir, releer las obras precisamente de los grandes pensadores que han superado la prueba del tiempo y que nos ponen más nerviosos. En particular, tengo en mente a tres: el gran antropólogo estadounidense Clifford Geertz, que identificó la cultura —precisamente lo que muchos politólogos contemporáneos a menudo prefieren ignorar— como la fuerza subyacente que hay detrás de toda política; el gran sociólogo Barrington Moore Jr., que demostró que cada Estado y cada sociedad llegan a la democracia o a la dictadura a su manera, compleja e intrincada, que no puede repetirse en ningún otro lugar y, desde luego, no puede imponerse desde fuera; y el gran arabista e historiador Elie Kedourie, quien, a la vez que desafiaba las simpatías que sentía Toynbee por los árabes, inspiradas por su sentimiento de culpa (hablaremos de eso más adelante), demostró de forma implacable y meticulosa que la crónica verdadera de la historia moderna de Egipto, Siria e Irak pone en peligro las teorías de la ciencia política y otros programas optimistas. El pesimismo de Kedourie hundía sus raíces en la observación y no en un optimismo basado en obstinados espejismos. El progreso es posible, así lo creían todos estos hombres, pero no de la manera en que lo imaginamos en Occidente. Estos hombres, que en su época fueron grandes, marcan buenos puntos de partida para mi viaje a través de unas pocas zonas seleccionadas del Gran Oriente Medio cuyo objetivo es reunirme con historiadores locales y otros pensadores de la actualidad tanto para cuestionar como para confirmar a esas eminencias de mediados del siglo xx.

En verdad, es un viaje a través del tiempo y del terreno. Abriendo el objetivo de la cámara para abarcar los siglos y los milenios, Barry Cunliffe, un arqueólogo contemporáneo de la Universidad de Oxford, documenta que la historia del Gran Oriente Medio es una historia de nómadas e imperios asentados, los primeros normalmente amenazando a los segundos. Y esos nómadas e imperios han ido reapareciendo en diferentes formas y con diferentes etiquetas hasta el momento actual, mientras continúa la batalla entre insurgencias y regímenes afianzados, de modo que los mapas antiguos y los medievales guardan un sorprendente parecido con los de nuestra era. Los tuaregs bereberes del Sáhara profundo que viven en tensión bajo el ejército de ocupación de Argelia, los grupos guerrilleros de Libia, las diversas facciones armadas de Siria, las divisiones étnicas y sectarias de Irak, las tribus en guerra de Yemen, la perpetua ausencia de un gobierno eficaz en el interior del inmenso y tribalizado Sudán, y así sucesivamente, forman parte de la misma historia de siempre acerca de la falta de unidad y autoridad en toda esta vasta parte del mundo. Observemos otras similitudes. Los imperios aqueménida y seleúcida, así como el protectorado Han, todos extinguidos hace mucho tiempo, siguen reflejando el alcance de la influencia que ejercen hoy día Irán, Turquía y China en el árido territorio que se extiende entre Europa y Asia.12

«El pasado se parece al futuro más que una gota de agua a otra», escribió el historiador árabe Ibn Jaldún en el siglo xiv.13 Era una exageración considerable, sin duda, pero por lo menos sirve de estímulo para que abordemos el presente basándonos en todo lo que ha sucedido antes.

Permítanme que haga una pausa para hablar de Ibn Jaldún, un escritor y pensador del calibre del Renacimiento italiano que viajó desde Fez, que está al oeste, hasta Damasco, al este, a lo largo de una vida muy renombrada. Él tenía el convencimiento de que, mientras que los beduinos aspiran a una vida sedentaria, los habitantes de los pueblos y las ciudades no sienten la inclinación contraria. La vida urbana, más que provocar el anhelo de un retorno al desierto, conduce a la fuerza política y al lujo. Pero, de forma inexorable, ese mismo lujo —que va en aumento— da lugar a la pérdida de la solidaridad de grupo o asabiya y, por lo tanto, a una sofisticación muy frágil, la decadencia, la senilidad y la muerte; de modo que emergen dinastías nuevas, construidas sobre nuevas asabiyas, para dar forma a otro gran ciclo de la historia, con migrantes nuevos que surgen del desierto para instalarse otra vez en pueblos y ciudades.14 Pensemos en la migración masiva hacia Teherán y otras ciudades de un proletariado nuevo y solo parcialmente urbanizado que precedió a la Revolución Iraní de 1978-1979 y que de hecho la hizo posible. Pensemos en la asabiya del clan Al Bu Nasir de Sadam Huseín procedente de Tikrit, una localidad situada en el río Tigris al norte de Bagdad, que con el tiempo terminó dominando la capital de Irak en nombre del nacionalismo árabe laico y del socialismo Baaz, pero que no tardó en abrirse paso a través de esas invenciones artificiosas y gobernar como campesinos matones y asesinos durante varias décadas.15 Muamar el Gadafi procedía de una familia pobre beduina muy alejada de la capital antes de apropiarse de Libia. Gobernó durante más de cuatro décadas, cayó en una forma delirante de decadencia y lujo y fue asesinado en un levantamiento general que condujo a formas nuevas de desorden y caos. Los militares que se hicieron con el poder en Egipto y en Siria en la segunda mitad del siglo xx con frecuencia tenían un origen humilde y rural. Por descontado, la familia Saúd es un ejemplo de asabiya tribal procedente del desierto que se empeñó en conquistar y dar su nombre a un país entero.

Pero ¿qué pasó con la Primavera Árabe? ¿No marcó una ruptura respecto de ese pasado debilitador?

No. Por desgracia, no la marcó.

Más que un movimiento claro hacia la democracia como afirmaron en su momento los comentaristas de Occidente tomándose ellos mismos como referencia, la Primavera Árabe fue algo más general: una rebelión contra la autoridad central decadente, suntuosa y desacreditada. En consonancia con el desorden de los beduinos de Ibn Jaldún, tal y como dejan claro los casos de Libia y Yemen, la Primavera Árabe dio lugar a que finalmente se infiltraran en las ciudades pistoleros de las tribus y causaran anarquía. En cuanto a Siria, un caso que examinaremos más adelante en profundidad, rápidamente se derrumbó formando un Estado hobbesiano de todos contra todos una vez que se desafió la autoridad central decadente y opresiva. Túnez aguantó valientemente como democracia durante un tiempo en su capital y en las ciudades principales, pero el control central de las provincias se debilitó y las zonas fronterizas se volvieron fáciles de invadir. En todo caso, Túnez es el más europeo de todos los países árabes: fortificado por el mito de su fundación laica que proporcionó su líder de la independencia, Habib Burguiba (el Atatürk del mundo árabe), y constituyendo un milenario cúmulo de civilizaciones que se originó con la antigua Cartago y más tarde fue apuntalado por los romanos, los vándalos y los bizantinos. Así pues, a pesar de sus problemas y de su retorno a la autocracia, Túnez representa el terreno de prueba más prometedor para una experiencia democrática al estilo occidental.

Con todas las complejidades políticas y económicas que se introdujeron con la rápida urbanización y la tecnología posmoderna, en todo Oriente Medio todavía persiste un ritmo antiguo y medieval por debajo del barniz de la modernidad. Dicho ritmo no es determinante ni tampoco muy dominante, pero no se puede negar que existe. Así pues, la esperanza —por lo menos la esperanza realista— reside en la longue durée.

Plus ça change...

Naturalmente, cabría replicar que Oriente Medio lleva en constante sublevación contra el pasado desde la primera vez que yo puse un pie en esa región, hace medio siglo. Turquía pasó de ser un régimen militar laico a otro de tendencia islámica. Irán vivió una gran revolución y está al borde de vivir otra. Afganistán ha dejado de ser un reino que estaba agitadamente en paz para pasar a un Estado permanente de guerra y caos. Los uigures túrquicos, musulmanes, del oeste de China han pasado de un estilo de vida tradicional a verse asaltados por un Estado chino en proceso de modernización. Pakistán ha pasado de un régimen militar a una democracia parcial, y tal vez vuelva atrás. Irán e Irak libraron una guerra en la que hubo muchos cientos de miles de muertos. Irak y Siria han pasado de asfixiantes dictaduras baazistas a la guerra y la anarquía, pues el nacionalismo árabe ha sido reemplazado por el islamismo. El eje radical y con ánimo de rechazo formado por Siria, Irak y Libia, que fueron tan fuertes e influyentes durante varias décadas mientras duró la Guerra Fría y después, ha quedado destrozado por el hundimiento del Estado. Dentro de esa anarquía, la etnia kurda ha librado varias guerras de supervivencia. El Líbano sufrió una larga guerra civil y todavía se tambalea sobreviviendo a duras penas. Arabia Saudí ha dejado de ser una autocracia soñolienta para convertirse en otra hiperactiva y reformadora en lo social, con independencia de la imagen que dé en Occidente. Los reinos de jeques del golfo Pérsico, construidos sobre la riqueza del petróleo y el comercio mundial, se han transformado totalmente en deslumbrantes ciudades futuristas. Yemen, que carece de un sistema de realeza, en contraste ha sufrido varias guerras civiles. Egipto y Libia han derrocado a sus dictadores. Argelia tenía una interminable guerra civil. Israel ha pasado de una política de centro-izquierda a otra de ultraderecha, con guerras por medio en el Líbano y en Gaza, y aun así ha establecido relaciones diplomáticas con varios Estados árabes, algo que pocos predijeron que sucedería nunca. Etiopía, que, como explicaré más adelante, en gran medida forma parte del Gran Oriente Medio, ha pasado de una dictadura marxista a un gobierno autoritario más blando, a una atropellada experiencia con una democracia parcial que ha conducido a una gigantesca y sumamente sangrienta guerra civil. Hay suficiente variedad para abarcar el planeta entero.

Plus c’est la même chose...

Pero Oriente Medio, visto desde las profundidades del océano —o desde 9.000 metros de altitud— apenas ha cambiado en los cincuenta años que llevo conociéndolo íntimamente.

Turquía ha vuelto a donde estaba antes de la revolución laica de Mustafá Kemal Atatürk llevada a cabo después de la Primera Guerra Mundial. Tras alejarse demasiado del islam bajo el gobierno de Atatürk, ahora se ha enderezado en términos históricos, aunque todavía le quedan algunos ajustes que hacer. El gobierno afgano, incluso cuando estuvo nominalmente en paz en las décadas intermedias del siglo xx, nunca gobernó mucho más allá de las ciudades principales, exactamente igual que ahora. Afganistán continúa siendo, como ha sido siempre, una zona inestable de transición de tribus y etnias entre la rusificada Asia central y el subcontinente indio. Los uigures musulmanes del Turquestán chino llevan varias décadas sufriendo una represión feroz; lo descubrí a lo largo de varias visitas de larga duración que hice a partir de la década de 1990. Tan solo en los últimos tiempos los medios informativos han prestado atención a esa parte de la geografía de China, históricamente muy inestable. En Pakistán, el ejército siempre abarcó el Estado profundo, ahí no ha cambiado nada. La guerra que libraron Irán e Irak en la década de 1980, a pesar de lo tremendamente sangrienta que fue, no cambió ni los regímenes involucrados ni la frontera que los separaba. Irak y Siria al principio crearon una situación de anarquía bajo el caparazón de una tiranía extrema; lo único que ha pasado es que el caparazón de tiranía ha acabado destrozado por una parte y gravemente dañado por la otra, con lo que ha quedado al descubierto la ausencia de instituciones no oficiales. En todas las visitas que hice a ambos países a lo largo de los años, siempre percibí un vacío y un extremismo aterradores, pues en ellos nunca se ha practicado una política normal desde que abolieron el constitucionalismo en 1958. El Líbano ha sido durante varias décadas un volátil oasis de urbanidad en el Levante en el que la guerra y las guerrillas respaldadas por Irán perduran a pocos kilómetros de restaurantes gourmet que sirven vino del bueno: el sueño de un corresponsal extranjero. El colapso económico de ese país es relativamente reciente. En cuanto a los kurdos, con frecuencia han vivido en estado de guerra o de casi guerra. Arabia Saudí está gobernada por la familia Saúd desde hace un siglo, mientras que Egipto lleva siendo gobernado por el mismo linaje de faraones nasseristas desde 1952. Durante un breve período de tiempo, de 2011 a 2013, Egipto intentó instaurar la democracia, un acontecimiento que cubrió de forma exhaustiva la prensa de todo el mundo, hasta que simplemente se reanudó el gobierno del ejército con un dictador sorprendentemente parecido a los anteriores, solo que un poco peor en lo relativo a los derechos humanos. En el caso de Yemen, incluso cuando estaba en paz, al viajar a lo largo y a lo ancho, cosa que hice en 1986 y en 2002, encontré un anárquico vacío en el que un viajero necesitaba llevar guardaespaldas. Argelia, desde que se independizó en 1962, ha estado gobernada por oscuros militares y juntas de seguridad. La enorme zona del sur del país siempre ha estado más o menos bajo la ocupación informal del ejército desde Argel, tal y como averigüé durante el mes que pasé en el año 2005 en el Sáhara central. Las monarquías tradicionales de Marruecos, Jordania y Omán continúan sin que las desafíe nadie. Etiopía (tema de mi primer libro), durante la Guerra Fría y después, ha permanecido como un pequeño imperio de diversos grupos étnicos, muy inestable y a menudo violento.

Por supuesto, Irán vivió una de las revoluciones fundamentales del siglo xx; en 1978 y 1979, en cuestión de semanas pasó de ser una monarquía artificial de un sha y una shabanu a convertirse en un Estado islámico gobernado por un clérigo chií. Con todo, tal y como descubrí recorriendo el país entero en los años anteriores a la revolución y también en los posteriores, por debajo de la política Irán es único y eterno, una de las civilizaciones más antiguas y urbanizadas de la historia, con grandes pretensiones de poder imperial, cuyo pueblo desprecia a los árabes por considerarlos caóticos y tribales. Las raíces de la influencia de Irán en Oriente Medio continúan siendo sustancialmente culturales, y en este país no ha habido anarquía, porque la jerarquía burocrática del sah fue reemplazada rápidamente por la de los clérigos. La experiencia persa, mucho más europea en cierto sentido comparada con la de los árabes, seguirá sorprendiendo, ya que sus levantamientos contra los ayatolás me recuerdan la sofisticación del movimiento Solidaridad contra los gobernantes comunistas de Polonia en la década de 1980.

Es cierto que Israel, una vez más, en gran medida un caso aparte en la cultura de la región, ha sufrido un cambio singular. El movimiento israelí Paz Ya ha muerto, víctima de las intifadas palestinas. A los ojos de muchos israelíes, los palestinos han dejado de ser interlocutores para convertirse en enemigos. Los territorios ocupados llevan así ya más de cinco décadas. De modo que, en el esquema general, ahí tampoco ha cambiado gran cosa. Por supuesto, el establecimiento de relaciones diplomáticas entre Israel y varios países árabes, en particular en el golfo Pérsico, supone un avance histórico incuestionable. Pero téngase en cuenta que durante décadas Israel colaboró en asuntos de seguridad y mantuvo contactos habituales con esos mismos Estados árabes del Golfo cuyo despiadado pragmatismo en todos los temas recuerda al de Singapur. Esto ha sido mucho más un proceso orgánico, paso a paso, que lo que sugirieron los medios informativos en su momento.

Lo que ha cambiado más drásticamente en Oriente Medio ha sido la conducta de los poderes externos, es decir, de los imperios. A continuación nos adentraremos más en el corazón de esta historia.

«En gran medida durante la relativa paz asegurada por los grandes imperios que se formaron después de la Era Axial [...], llegó el comienzo de una serie de movimientos que se conocen como las grandes religiones históricas».16 Esto escribió a mediados del siglo xx Marshall G. S. Hodgson, historiador de la Universidad de Chicago especializado en Oriente Medio. Ciertamente, es un hecho deprimente pero innegable que los imperios han dominado una gran parte de la historia política que se remonta hasta la más lejana antigüedad, en Oriente Medio y en el resto del mundo, porque ofrecían, por lo menos en términos relativos, el sistema por defecto más práctico a la hora de organizar la política y la geografía. Es posible que los imperios hayan dejado una estela de caos, pero también es cierto que han planteado soluciones a ese caos.17

Los mayores avances de la civilización han tenido lugar dentro de los imperios. La Edad Dorada del islam fue una época imperial, sobre todo con los abasidas, y en menor medida con los fatimíes y los hafsíes. El Imperio mongol pudo ser terriblemente cruel, pero ¿a quién sometieron o destruyeron los mongoles? A otros imperios, como el abasida, el jorezmita, el búlgaro, el Song, etc. Los otomanos de Oriente Medio (y los Habsburgo de Europa central y de los Balcanes) proporcionaron una conspicua protección a los judíos y a otras minorías en consonancia con los valores más ilustrados de su época particular. El genocidio de los armenios no ocurrió, como comúnmente se cree, durante el Imperio otomano per se, sino bajo la influencia del partido nacionalista Jóvenes Turcos, que estaba a punto de desbancarlo. El nacionalismo monoétnico, y no el imperialismo multiétnico con su carácter cosmopolita, es el que ha resultado más letal para las minorías.

Sin embargo, tal y como señala John Darwin, historiador de Oxford, «el imperio suele considerarse el pecado original de los pueblos europeos, que corrompieron un mundo inocente» aun cuando sus «verdaderos orígenes son mucho más antiguos», intrínsecos al curso mismo de la historia.18

De hecho, la razón principal de la violencia en Oriente Medio en años y décadas recientes —las olas efímeras a las que prestan atención los medios informativos— es que por primera vez en la historia moderna esa región del mundo se encuentra en una fase posimperial. Ya no hay imperios que mantengan el orden. Los imperios asirio, romano, persa, bizantino, otomano, británico, soviético y estadounidense han desaparecido de esa región. Se trata de la longue durée de la que habla Braudel, por más inquietante que les resulte a las sensibilidades posmodernas. Pero es algo que simplemente tenemos que afrontar.

El Imperio turco otomano, que durante cuatrocientos años gobernó Oriente Medio desde Argelia hasta Irak, se hundió tras la Primera Guerra Mundial. La autoridad del mandato imperial de Gran Bretaña y de Francia que gobernaba los Estados del Levante y el Creciente Fértil, desde el Líbano hasta Irak, finalizó al terminar la Segunda Guerra Mundial. Y en cuanto a la Guerra Fría, Estados Unidos y la Unión Soviética fueron imperios «en todo salvo en el nombre», observa Darwin.19 La Unión Soviética se desintegró en 1991, mientras que la reputación de Estados Unidos de ostentar el poder ha ido disminuyendo continuamente desde que invadió Irak en 2003. Por desgracia, al carecer de un imperio en cualquier forma, Oriente Medio (y el mundo árabe en particular) siempre ha demostrado tener una «tendencia fisible [...] hacia la división», observa el arabista Tim Mackintosh-Smith, que lleva décadas residiendo en Yemen y se niega a abandonar esa nación desgarrada.20

Tomemos el ejemplo de Siria, que, tras sufrir durante ocho años una guerra civil en la que murieron quizá medio millón de personas, se ha estabilizado temporalmente bajo la tutela de Rusia e Irán, y en menor medida Turquía, tres Estados que beben directamente de tradiciones imperiales muy antiguas. En suma, después de cien años, Oriente Medio todavía no ha encontrado una solución adecuada al hundimiento del Imperio otomano.vii

Por descontado, esta tesis es contraria a gran parte de lo que opinan los académicos y la prensa en este momento. Es comprensible que, dado que el colonialismo europeo moderno todavía constituye una historia viva, eruditos y periodistas continúen preocupados por los crímenes que cometieron los británicos y los franceses en Oriente Medio, África y otros lugares. Con el tiempo, esa preocupación se disipará y sin duda alguna arraigará una visión más calmada de lo que han sido tanto el imperialismo europeo como el no europeo a lo largo de los milenios de historia de la humanidad. Como estamos viviendo en un momento poscolonial, es lógico que todavía se ciernan sobre nosotros las fechorías del colonialismo europeo. El reto consiste en dejar atrás esas fechorías sin minimizarlas.viii

Según los estándares de Gibbon y Toynbee, la gran historia de Oriente Medio en la actualidad no es necesariamente la del fracaso de la democracia, sino la de la desaparición del imperio. Ahora que ya no hay imperios, el problema consiste en alejar el peligro de la anarquía. Aunque el imperio representa una forma extrema de orden y la anarquía una forma extrema de desorden, podría parecer que el uno es tan malo como la otra; pero eso, sencillamente, no es verdad. Tal y como indicó Abu Hamid al Ghazali, un filósofo persa de los siglos xi y xii, en una obvia exageración, «cien años» de tiranía causan menos daño que «un año» de anarquía, porque la anarquía es la tiranía de una población entera contra otra.21 Yo experimenté esto de primera mano cuando estuve viajando por todo el Irak de Sadam Huseín en 1984 y 1986 y llegué a creer que nada podía ser peor que la opresión aniquiladora, de cárcel, que sentí... hasta que recorrí Irak dos veces con los militares norteamericanos después de Sadam, en los caóticos años de 2004 y 2005; entonces viví una situación de anarquismo significativamente más aterradora que la tiranía del imperio. Si hubiera comprendido eso antes, no habría apoyado la Guerra de Irak (volveré sobre este tema). Lo mismo se puede decir de Siria durante los gobiernos relativamente estables de Asad padre y Asad hijo entre 1970 y 2011 y el abismo de anarquía que siguió; o de Libia durante el tiránico gobierno de Muamar el Gadafi y después. Poco más, aparte de los regímenes más duros, ha logrado funcionar hasta el momento en estos países con sus geografías artificiosas y sus fronteras, en consecuencia, ilógicas; más bien son vagas expresiones geográficas cuya artificialidad misma ha necesitado, al menos en el pasado, las formas más extremas de coacción y control. Como ejemplo, Egipto y Túnez cuentan con unas raíces largas y robustas como Estados y como sociedades que devoran el islam. Libia, que está situada entre ambos, no las tiene. La parte occidental de Libia, Tripolitania, con su relativo carácter cosmopolita, históricamente ha gravitado hacia Cartago y el Gran Túnez. La zona oriental, la Cirenaica, mucho más conservadora, ha gravitado siempre hacia la cosmopolita Alejandría, en Egipto. En medio, incluido el Fezán, más al sur, hay un desierto relativamente vacío salvo por algunas colectividades tribales y subregionales.22

De hecho, los regímenes menos opresivos de Oriente Medio han sido las monarquías tradicionales de Marruecos, Omán y Jordania. A causa de su intrínseca legitimidad histórica, han logrado gobernar con el grado mínimo de crueldad, pese a ser autoritarias. El laboratorio hobbesiano de Oriente Medio demuestra que, junto con el imperio, la monarquía es la forma de gobierno más natural. Tal y como explica pacientemente Marshall Hodgson, durante siglos «la monarquía pareció ser la única alternativa adecuada a una oligarquía armada y rapaz».23 Pero tras la derrota del fascismo y después del comunismo, el discurso de Occidente asumió, con mentalidad estrecha, que la democracia capitalista —el mercado y las elecciones— «constituía la fase final de la modernidad», escribe Barnett Rubin, de la Universidad de Nueva York, especialista contemporáneo en Afganistán y Pakistán.24 Esta lógica de Occidente, como sugiere él, asumió falsamente que las ideas hermosas por sí solas podrían superar a las realidades objetivas, tales como el analfabetismo, el conflicto étnico y religioso y la ausencia de fronteras controlables.

La democracia, una vez más, a la vista del arco descrito por el tiempo, sigue siendo una experiencia audaz. El clamor popular en contra del autoritarismo que se viene oyendo desde hace muchos años, sobre todo en Washington, es ajeno a la historia. El autoritarismo es meramente una categoría, no un movimiento. Y además es una categoría muy débil. Después de todo, ¿qué tenía en común el fallecido sultán Qaboos bin Said de Omán, que gobernó durante cincuenta años entre los siglos xx y xxi, un dictador absoluto que respetó las libertades civiles y que abanderó el respeto por el medio ambiente, los derechos de la mujer y la creación de instituciones, con los regímenes de Corea del Norte, China o Rusia? Podría argumentar lo mismo respecto de Marruecos o de Jordania. Siendo un periodista que lleva décadas recorriendo el mundo, Oriente Medio y otros lugares, he visto regímenes que abarcan un amplio espectro de matices del gris, y un número relativamente pequeño de ellos eran democracias estables y ejemplares en un extremo del espectro o tiranías brutales y asfixiantes en el otro.

Ciertamente, el mundo árabe se ha movido demasiado a menudo entre el imperio, la tiranía y la anarquía, dado que las monarquías venerables solo son posibles en unos pocos lugares. Los territorios gobernados por jeques del golfo Pérsico constituyen excepciones porque son meras ciudades-Estado que poseen ingentes cantidades de hidrocarburos, de modo que sus gobernantes pueden sobornar cómodamente a la población y conseguir extranjeros que les hagan el trabajo. Los gobernantes del Golfo también manifiestan un obstinado empirismo maquiavélico que, más que inmoral, es amoral.25 Si bien la mayoría de los árabes anhela el ideal de justicia, en realidad pocos anhelan la democracia y sus legalismos tal y como la entienden las élites de Occidente. Entretanto, la amplia mayoría coopera y colabora con los fuertes.26 Así, definir el mundo árabe en particular como una competición entre democracia y autoritarismo, cosa que hace mucha gente, es imponerle categorías simuladas, específicas de la experiencia histórica de Estados Unidos, no de la experiencia histórica de la región en cuestión. Hace unos años, esto lo expresó sucintamente Walter Russell Mead, columnista de temas del extranjero del Wall Street Journal, el cual escribió, hablando de los comienzos de la democracia en el norte de África, que ni los gobernantes autocráticos ni quienes protestaban en las calles poseían «la organización, la experiencia política, la claridad ideológica ni los conocimientos técnicos» necesarios para constituir una élite gobernante moderna y burocrática que no fuera opresiva ni anárquica. Y añadió que los estadounidenses, a pesar de todos los expertos, «no tienen soluciones que ofrecer», porque los problemas están muy arraigados en la historia y la cultura de esa parte del mundo.27

La modernidad, entre otras cosas, tiene que ver con Estados liberales dotados de sistemas burocráticos organizados que interactúan unos con otros sobre una base laica.28 Ese es, al menos, el concepto ideal de nuestro mundo. Pero, al contrario, las sociedades islámicas, explica Michael C. Hudson, experto contemporáneo en Ciencias Políticas y especialista en Oriente Medio, «han mostrado un despotismo puntuado por la rebelión y una crisis de sucesión crónica».29

La urbanización que tuvo lugar en la segunda mitad del siglo xx y después no ha hecho más que complicar la situación. En las aldeas musulmanas, la religión era un elemento inconsciente de una existencia tradicional, mientras que en las chabolas y en los suburbios situados en las afueras de las ciudades de Oriente Medio, ha habido que reinventar la religión y darle una forma más austera e inflexible, transformarla en un proyecto ideológico, con el fin de mantener los valores tradicionales entre tanta multitud y tanto anonimato. La Primavera Árabe fue la señal de que existía el anhelo de una modernidad como Dios manda. Pero esa región en su conjunto aún está muy lejos de conseguirla, algo que no solo es un fallo de sus dirigentes y sus habitantes, sino también nuestro, como explicaré a continuación.

De hecho, el mundo islámico del Gran Oriente Medio, que demuestra una fragmentación poscolonial y pos Guerra Fría, revela el lado oscuro de la modernidad y la posmodernidad (con todas sus desiguales yuxtaposiciones estéticas y culturales) que preferimos ignorar; ya que Estados como Siria, Irak y Afganistán fracasan monstruosamente en el intento de integrar sus sociedades tradicionales, que funcionaban bien y llevaban operando tanto tiempo sin fronteras fijas, en las rígidas estructuras del sistema de Estados modernos construido por Occidente. Fijémonos tan solo en un ejemplo discreto y diminuto: Barnett Rubin dice que «la disminución de los controles de fronteras en una Europa en fase de consolidación (década de 1990) ha allanado el camino para que los traficantes turcos pasen de contrabando heroína procedente de Pakistán en barcos con bandera panameña».30 Dicho de otro modo, el triunfo del expansionismo de la Unión Europea en los primeros años posteriores a la Guerra Fría provocó muchos efectos secundarios debido a las propias tensiones y desórdenes sociales de Europa, tales como el aumento de la adicción a las drogas, que distorsionaron la sociedad, y por lo tanto la política, a lo largo de la frontera afgano-pakistaní, tan alejada de Europa.

Desde que el Oriente musulmán de finales de la Edad Media empezó a tener contactos con las civilizaciones, más dinámicas en lo económico y lo político, de las dinastías chinas Sung y Ming y de la Europa renacentista, el mundo islámico entró de verdad en el gran tapiz de la historia mundial (es decir, desde el punto de vista occidental), y, como resultado, toda reflexión que hagamos acerca del islam y del Gran Oriente Medio es también una reflexión, si bien indirecta, acerca de nuestra propia civilización y acerca de nosotros mismos. Como la historia en el sentido en que dice Toynbee nos va juntando a todos gradualmente en este mundo cada vez más claustrofóbico, todos pasamos a formar parte de la misma familia humana. Lo que hicieron en realidad los emperadores Song y Ming y en particular la cultura del Renacimiento europeo fue preparar el terreno para un florecimiento técnico que culminaría con la Revolución Industrial acaecida en ambos lados de Eurasia, con lo cual la oikoumene musulmana, que se extiende desde el Mediterráneo hasta China, no pudo completarse. Marshall Hodgson, considerado el mayor cronista moderno de la historia de Oriente Medio, en la actualidad un tanto olvidado solo porque su obra es bastante académica y falleció hace ya más de medio siglo, señala que el «descontento y la corrupción arraigados» del Oriente islámico, expresados mediante el anticolonialismo, el nacionalismo y el extremismo religioso, son en última instancia reacciones a su mayor contacto con el amenazante mundo industrial y posindustrial de la periferia, del cual el imperialismo de Occidente fue un lógico producto secundario. Y los pueblos musulmanes, a causa de su diversidad misma, no reaccionaron de manera uniforme ante esa amenaza. Ello contribuyó a agravar las profundas divisiones existentes en su mundo, que saldrían de verdad a la luz con el hundimiento del Imperio otomano y que nunca se han reconciliado.31

Así pues, este libro no es una justificación de Occidente ni del imperialismo, pese a la capacidad de este último de aportar un poco de coherencia y orden a esa difícil zona del mundo. La interacción entre Occidente y el Gran Oriente Medio es mucho más retorcida y complicada. De nuevo fue Arnold Toynbee quien proporcionó la percepción más notable respecto de todo esto. Por favor, no se vayan.

En 1922, a la edad de veintitrés años, Toynbee publicó una obra temprana titulada The Western Question: In Greece and Turkey; A Study in the Contact of Civilizations [La cuestión de Occidente: en Grecia y Turquía; un estudio sobre el contacto entre civilizaciones]. Trataba de lo que en su época ocupaba los titulares de los periódicos: el conflicto militar entre dos países situados a caballo de los Balcanes y Oriente Medio. Tras la Primera Guerra Mundial y la disolución del Imperio otomano, Grecia intentó anexionarse el borde occidental de Anatolia, que tenía un millón y medio de griegos concentrados alrededor de la gran ciudad cosmopolita de Esmirna. El ejército griego, apoyado tácitamente por las potencias aliadas de Occidente, desembarcó en la costa turca en 1919 y avanzó tierra adentro en dirección este hasta casi llegar a Ankara, que está ubicada en el interior de Anatolia. En 1922, un ejército turco bajo el mando de Mustafá Kemal Atatürk («padre turco») contraatacó y literalmente hizo retroceder a las fuerzas griegas hasta el mar. En los alrededores de Esmirna, murieron decenas de miles de civiles de etnia griega, y 1,2 millones —casi toda la población de etnia griega que había en Turquía— huyeron como refugiados a Grecia. Al menos cien mil personas de etnia griega fueron obligadas a desplazarse al interior de Anatolia y a la mayoría de ellas no se las volvió a ver. Dos mil quinientos años de civilización griega en Asia Menor encontraron abruptamente su fin. El intercambio de población, en el que también cuatrocientos mil musulmanes fueron obligados a mudarse de Grecia a Turquía, sirvió de excusa para la limpieza étnica en el siglo xx. Porque, cuando el Imperio otomano se hundió, un mundo multicultural y tradicional, representante del último vestigio de la modernidad temprana, dio lugar a los Estados monoétnicos modernos.

Toynbee culpa de esta tragedia, en última instancia, a Occidente.

Comienza su argumentación con esta imagen sobrecogedora e inolvidable, que merece ser citada en su totalidad:

Los salvajes se angustian por la Luna menguante e intentan contrarrestarla empleando remedios mágicos. No se dan cuenta de que la sombra que va avanzando lentamente hasta cubrir todo salvo un fragmento del brillante disco es proyectada por su [propio] mundo. De manera muy parecida, nosotros, [supuestamente] seres civilizados de Occidente, contemplamos con lástima o con desprecio cómo nuestros contemporáneos no occidentales yacen bajo la sombra de algún poder más fuerte que da la impresión de paralizar sus energías privándolos de luz. En general estamos demasiado enfrascados en nuestros asuntos para mirar más de cerca [...]. Pero si nos detuviéramos a examinar esa gigantesca figura que los eclipsa permaneciendo de pie, por lo visto sin percatarse de ello, de espalda a sus víctimas, nos sorprendería descubrir que sus facciones son las nuestras.32

Porque la sombra proyectada sobre los modernos Balcanes y Oriente Medio, y que es la responsable de muchos de sus horrores, es la de nuestro propio mundo. La ferocidad de los horrores perpetrados tanto por los griegos como por los turcos y que, de hecho, ya habían comenzado a finales del siglo xix