El señor de los vampiros - Gena Showalter - E-Book

El señor de los vampiros E-Book

Gena Showalter

0,0
4,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Érase una vez... un Mago Sangriento que conquistó el reino de Elden. La reina, para salvar a sus hijos, los envió lejos y el rey les inculcó el deseo de venganza. Un reloj mágico es lo único que conecta a los cuatro príncipes… y el tiempo se acaba… El vampiro Nicolai era famoso por su virilidad, aunque un giro del destino había convertido al Seductor Oscuro en un esclavo sexual en el reino de Delfina, donde le habían robado su apreciado reloj y sus recuerdos. Solo le quedaba una primitiva ansia de libertad, de venganza… y la única mujer que podía ayudarle. A Jane Parker la llamó en sueños un seductor vampiro, que la arrastró a su oscura sensualidad y a su esfera mágica. Sin embargo, el reino de Delfina no era precisamente un cuento de hadas para una humana. Jane era la clave para los recuerdos de Nicolai, pero utilizarla implicaba condenar a la única mortal a la que deseaba.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 327

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Gena Showalter. Todos los derechos reservados.

EL SEÑOR DE LOS VAMPIROS, Nº 77 - julio 2012

Título original: Lord of the Vampires

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0652-8

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Prólogo

Érase una vez una tierra de vampiros, mutadores de forma y brujas, donde el Mago Sangriento ambicionaba el único poder que le había sido negado: el derecho a gobernar. Su monstruoso ejército y él atacaron el palacio real, mataron a los amados rey y reina de Elden e intentaron hacer lo mismo con Nicolai, el príncipe heredero, y sus tres hermanos: Breena, Dayn y Micah.

El mago tuvo éxito en todo menos en eso último. No había contado con el ansia de venganza de un rey ni con el amor de una madre por sus hijos.

Antes de exhalar su último aliento, el rey utilizó su poder para inculcar una imperiosa necesidad de venganza en su prole y asegurarse de que lucharían eternamente para reclamar lo suyo. Al mismo tiempo, la reina usó su poder para alejarlos y salvarlos así por el momento.

Pero el rey y la reina estaban débiles, tenían la mente nublada y la magia confusa.

Y así fue como los príncipes quedaron obligados a destruir al hombre que había sacrificado a sus padres, pero también fueron alejados del palacio y cada uno huyó a reinos diferentes llevando un único vínculo con la Casa Real de Elden: un reloj que les habían entregado sus padres.

Nicolai, el Seductor Oscuro, como lo llamaba su gente, estaba en aquel momento en la cama, pero no solo. Él nunca estaba solo. Era tan famoso por la violencia de su temperamento como por la delicia de sus caricias; y después de la fiesta de cumpleaños de su hermano pequeño, se había retirado a sus aposentos privados para disfrutar de su última conquista.

La naturaleza dual de los encantamientos lo sorprendió allí.

Cuando volvió a abrir los ojos, se encontró en otra cama, y no con la compañera elegida. Seguía estando desnudo, solo que ahora se hallaba encadenado y era esclavo de los mismos deseos que había evocado en su amante. Deseos que se habían mezclado con la magia y lo habían enviado directamente al Mercado del Sexo, donde había sido vendido a la princesa de Delfina. Su voluntad y su placer ya no eran suyos, le habían robado el reloj y le habían borrado la memoria.

Pero hubo dos cosas que la princesa no pudo quitarle por mucho que lo intentó. La rabia fría que había en su pecho y le terrible necesidad de venganza que fluía por sus venas.

La primera la descargaría y la segunda la saborearía. Primero con la princesa y después con un mago al que no conseguía recordar pero al que sabía que despreciaba.

Pronto.

Pero antes tenía que escapar.

Uno

—Te necesito, Jane.

Jane Parker leyó la nota con el ceño fruncido y la dejó en la encimera de la cocina. Observó el libro encuadernado en piel que descansaba dentro de una caja sin adornos, sobre un mar de terciopelo negro. Hacía unos minutos que había vuelto de correr ocho kilómetros y encontrado el paquete esperando en el porche.

No llevaba remite ni una explicación de por qué le habían dejado aquello. Ni de por qué la necesitaba el misterioso remitente. ¿Por qué la iban a necesitar a ella? Tenía veintisiete años y hacía poco que había recuperado el uso de las piernas. No tenía familia, ni amigos, ni trabajo. Ya no. Su casita, situada en el pueblo más pequeño de Oklahoma, era un lugar aislado, apenas una mancha en aquella extensión de árboles verdes y cielo azul.

Tendría que haber tirado el paquete, pero la curiosidad había vencido a la cautela. Como siempre.

Alzó el libro con cuidado. En cuanto lo tocó, vio sus manos cubiertas de sangre. Dio un respingo y soltó el pesado volumen sobre la encimera. Pero cuando alzó las manos a la luz, estaban muy limpias, con las uñas bien cortadas y pintadas de rosa.

«Tienes una imaginación hiperactiva y demasiado oxígeno en las venas a causa de la carrera. Eso es todo».

Lógica pura y dura. Su mejor amiga.

El libro crujió un poco cuando lo abrió por el centro, donde descansaba una cinta rosa hecha jirones. Olía a polvo y moho, y a algo más. Algo levemente familiar que provocaba que se le hiciera la boca agua. Frunció más el ceño.

Se movió en el asiento, con una punzada de dolor en las piernas, y olfateó. ¡Oh, sí! La boca se le hizo agua al captar el leve olor a sándalo. La piel se le tornó en carne de gallina, le cosquillearon los sentidos y se le calentó la sangre. ¡Qué embarazoso! Y, bien, sí, ¡qué interesante! Desde el accidente de coche que le había arruinado la vida once meses atrás, solo se había sentido excitada una noche y en sueños. Reaccionar así a plena luz del día por un libro… era muy raro.

No se permitió pensar por qué. No había una respuesta que pudiera satisfacerla. En lugar de eso, se concentró en las páginas que tenía delante. Eran amarillentas y quebradizas, delicadas. ¿Y manchadas de sangre? Pequeñas gotas secas de color escarlata poblaban los márgenes.

Pasó los dedos con suavidad por el texto escrito a mano y sus ojos se posaron en varias palabras. Cadenas. Vampiro. Propiedad. Alma. Aumentó la carne de gallina y también el cosquilleo.

Se ruborizó.

Entornó los ojos. Al fin el aroma de sándalo cobraba sentido. En los últimos meses había soñado con un vampiro encadenado y había despertado con aquella fragancia pegada a la piel. Y sí, era él el que la había excitado. No se lo había dicho a nadie. ¿Cómo era posible que alguien lo supiera y le hubiera enviado aquel… diario?

Había trabajado años en física cuántica y también en lo que se consideraba ciencia alternativa, estudiando a veces criaturas de mitos y leyendas. Había entrevistado a bebedores de sangre y diseccionado cadáveres llevados a su laboratorio.

Sabía que los vampiros, los mutadores de forma y otras criaturas de la noche existían, aunque sus colegas del mundo de la física cuántica no estuvieran de acuerdo. Quizá alguien se había enterado y aquello era una broma. Tal vez no hubiera ninguna relación con sus sueños. Excepto que hacía siglos que no tenía contacto con sus colegas. Y además, ¿quién iba a hacer algo así? A ninguno de ellos le había importado lo bastante como para hacer algo.

«Déjalo, Parker. Antes de que sea tarde».

Aquella orden, procedente de su instinto de protección, no tenía sentido. «¿Tarde para qué?»

Su instinto no respondió. Pero la científica que había en ella tenía que saber lo que ocurría.

Jane carraspeó.

—Voy a leer algunos pasajes, nada más — había estado sola desde que salió del hospital, hacia varios meses y, a veces, el sonido de su voz era mejor que el silencio—. «Las cadenas rodeaban el cuello del vampiro, las muñecas y los tobillos. Como le habían quitado la camisa y los pantalones y un taparrabos era su único atavío, no había nada que protegiera su piel. Los eslabones cortaban su carne hasta el hueso, antes de que se curara… y volviera a abrirse. A él no le importaba. ¿Qué era el dolor cuando su voluntad y su propia alma ya no le pertenecían?»

Jane apretó los labios al sentir un mareo. Pasó un momento y después otro. El corazón le latía con violencia en el pecho.

Vivas imágenes cruzaban por su mente. Aquel hombre, aquel vampiro, atado, indefenso. Hambriento. Tenía los labios apretados y los dientes afilados, blancos. Estaba muy bronceado, era musculosamente tentador, con cabello moreno alborotado y una cara tan etéreamente hermosa que sin duda alimentaría sus fantasías nocturnas durante años.

Lo que acababa de leer lo había visto ya muchas veces. ¿Cómo? No lo sabía. Lo que sabía era que en sus sueños sentía compasión por aquel hombre, compasión y rabia. Y, sin embargo, en el fondo estaba también siempre aquella excitación. Ahora la excitación ocupaba el lugar central.

Cuanto más respiraba, más se le adhería el aroma a sándalo y más se alteraba su realidad, como si aquello, su casa, no fuera más que un espejismo. Como si la jaula del vampiro fuera real. Como si necesitara levantarse y correr para llegar hasta él, para estar con él siempre.

Muy bien. Ya era suficiente. Cerró el libro de golpe, aunque había muchas preguntas pendientes, y se alejó.

Una reacción tan potente combinada con sus sueños desmentía la idea de que aquello fuera una broma. Y aunque no había dado mucha credibilidad a esa teoría las demás posibilidades la perturbaban y se negaba a contemplarlas.

Se duchó, se puso una camiseta y vaqueros y tomó un desayuno nutritivo. Sus ojos miraban una y otra vez el volumen encuadernado en piel. Se preguntaba si el vampiro esclavizado era real y si podía ayudarle. Varias veces incluso abrió el libro por la mitad, antes de darse cuenta de que se había movido. En todas ellas se alejó antes de que la historia pudiera atraparla.

Y quizá por eso le habían mandado el libro. Para engancharla, para hacer que volviera a su trabajo. Pues bien, no necesitaba trabajar. El dinero no era problema y, además, ya no le gustaba la ciencia. ¿Por qué le iba a gustar? Nunca había una solución, solo más problemas.

Porque cuando encajaba una pieza del puzle, siempre se desencajaban veinte más. Y al final, nada de lo que hicieras, nada de lo que hubieras resuelto o desvelado podía salvar a las personas que querías.

Siempre habría un imbécil que se tomaría unas copas en un bar, subiría a su coche y chocaría contigo. O algo igualmente trágico.

La vida era azar.

Jane ansiaba la monotonía.

Pero cuando llegó la medianoche, su mente no había dejado de pensar aún en el vampiro. Cedió y volvió a la cocina, tomó el libro y se fue a la cama. Leería solo unos pasajes y así volvería a desear la monotonía.

La amplia camiseta se le subió hasta la cintura cuando apoyó el libro en las piernas levantadas. Lo abrió por la mitad, donde estaba la cinta, y volvió su atención a las páginas.

Por unos segundos le pareció que las palabras estaban escritas en un idioma que no entendía. Luego, un parpadeo después, volvían a estar en inglés.

¡Qué raro! Seguramente había sido un error por su parte.

Lo llamaban Nicolai.

Nicolai, un hombre fuerte y lujurioso. Las sílabas rodaron por su mente como una caricia. Sus pezones se endurecieron, ansiando un beso húmedo y caliente, y toda su piel se sonrojó. Intentó recordar. Nunca había entrevistado a un vampiro llamado Nicolai, y el de su sueño nunca había hablado con ella.

No conocía su pasado ni sabía si tenía un futuro. Solo conocía el presente. Aquel presente odiado y torturante. Era un esclavo y estaba encerrado como un animal.

Jane sintió el mismo mareo que la vez anterior. Esa vez siguió leyendo, aunque se le oprimió el corazón.

Lo mantenían limpio y ungido. Siempre. Por si la princesa Laila lo necesitaba en su lecho. Y la princesa lo necesitaba. A menudo. Sus crueles y retorcidos deseos lo dejaban con golpes y marcas. Pero él nunca aceptaba la derrota. Era un hombre salvaje, casi incontrolable, y tan lleno de odio que todos los que lo miraban veían la muerte en sus ojos.

El mareo se intensificó. Y el deseo también. Domar a un hombre así, tener todo su vigor centrado en ella, embistiéndola… deseando estar allí.

Jane se estremeció.

«Céntrate, Parker».

Carraspeó.

Era duro, inmisericorde. Con un corazón de guerrero. Un hombre habituado al control total. O al menos creía serlo. A pesar de su falta de me- moria, era muy consciente de que todas las órdenes que le daban le destrozaban los nervios.

Jane sintió otro escalofrío. Apretó los dientes. Él necesitaba su compasión, no su deseo. «¿Tan real es para ti?» Sí, lo era. Siguió leyendo.

Al menos tendría unos días de descanso, olvidado de todos. El palacio entero estaba ocupado con el regreso de la princesa Odette de la tumba y…

El resto de la página estaba en blanco.

—¿Y qué?

Jane pasó la página, pero no tardó en darse cuenta de que la historia había quedado así, inacabada. Genial.

Por suerte, o quizá no, descubrió más trozo escrito hacia el final. Parpadeó y sacudió la cabeza, pero las palabras no cambiaron.

—«Tú, Jane Parker —recitó en voz alta—, tú eres Odette. Ven a mí, te lo ordeno. Sálvame, te lo suplico. Por favor, Jane, te necesito».

Su nombre estaba en el libro. ¿Cómo estaba su nombre en el libro y escrito por la misma mano que el resto, en las mismas páginas viejas y manchadas y con la misma tinta borrosa?

Te necesito.

Volvió su atención a la parte dirigida a ella. Volvió a leer Tú eres Odette hasta que las ganas de gritar se vieron por fin vencidas por la curiosidad. La cabeza le daba vueltas. ¡Había tantos caminos posibles! Falsificación, verdad, sueño, realidad.

Ven a mí.

Sálvame.

Por favor.

Te lo ordeno.

Algo en su interior respondió a la orden más que a ninguna otra cosa. La embargó el impulso de correr. Tenía que encontrarlo y salvarlo y nada más importaba. Y ella podía salvarlo en cuanto llegara hasta él.

Te lo ordeno.

Jane cerró el libro temblando. Es noche no iba a buscar a nadie. Tenía que tranquilizarse. Por la mañana, después de varios cafés, tendría la cabeza clara y podría razonar. O eso esperaba.

Dejó el volumen en la mesilla, se metió entre las sábanas y cerró los ojos. Intentó tranquilizar su cerebro, pero no lo consiguió. Si la historia de Nicolai era cierta, estaba atrapado por aquellas cadenas con la misma fuerza con la que había estado ella atrapada por las enfermedades de su cuerpo.

Su compasión creció… se expandió…

Él estaba en una jaula y ella había estado en una cama de hospital, con los huesos rotos, los músculos desgarrados y la mente adormecida por la medicación, y todo porque un conductor borracho había chocado contra su coche. Y mientras que ella había estado atormentada por la pérdida de su familia, pues sus padres y su hermana iban en el coche con ella, a Nicolai lo atormentaba la caricia no deseada de una mujer sádica. Sintió una oleada de pena y un chisporroteo de furia.

«Te necesito».

Jane inspiró hondo, exhaló lentamente, se colocó de lado y abrazó la almohada con la misma fuerza con la que quería de pronto abrazar a Nicolai y reconfortarlo. Estar con él. «Ah, no entres en eso». No lo conocía y no iba a imaginarse acostándose con él.

Pero eso fue exactamente lo que hizo. La súplica de él quedó olvidada en cuanto lo imaginó colocándose encima, con los ojos plateados brillantes de deseo y las pupilas agrandadas. Sus labios estaban rojos e hinchados por haber besado todo el cuerpo de ella, empapados todavía con su sabor. Ella lo lamió, saboreándolos a él y a sí misma, impaciente por todo lo que él le daría.

Él gruñó su aprobación y enseñó los colmillos.

Su cuerpo grande y musculoso la rodeó. En la piel caliente de él se formaban gotitas de sudor y los dos se frotaban uno contra otro luchando por llegar al clímax. La sensación de sentirlo era buena. Muy buena. Largo y grueso, encajaba perfectamente con ella, abriéndola justo lo suficiente. La embestía cada vez más deprisa, hasta prolongar la sensación al límite para luego frenar…frenar y atormentarla.

Ella le clavaba las uñas en la espalda. Él gemía. Ella alzaba las rodillas y le apretaba las caderas. «Sí. Sí, más». Más deprisa. Nunca bastante, casi bastante. «Más, por favor, más».

Nicolai le introducía la lengua en la boca y jugaba con la de ella antes de morderla, sacar sangre y succionarla. Un escozor agudo y entonces, por fin, oh, por fin, ella llegaba al orgasmo.

Oleadas de placer recorrían todo su cuerpo y estrellas pequeñas parpadeaban detrás de sus ojos. Sus músculos interiores se tensaban y destensaban y un calor líquido fluía entre sus piernas. Montó esa ola durante segundos interminables, minutos… antes de dejarse caer sobre el colchón, incapaz de respirar.

«Un orgasmo», pensó atontada. Un maldito orgasmo con un hombre imaginario y ni siquiera había necesitado tocarse.

—Nicolai… mío —susurró, y cuando al fin se quedo dormida, sonreía.

Dos

—Princesa, princesa, tienes que despertar.

Jane abrió los ojos. La luz del sol entraba en el dormitorio, un dormitorio desconocido. El suyo era sencillo, de paredes blancas, alfombra marrón y la cama como único mueble. Ahora un dosel rosa colgaba encima de la cama, a su derecha había una mesilla de noche de madera tallada, y encima de ella una copa con joyas incrustadas. Más allá, una alfombra gruesa y brillante llevaba a unas puertas dobles en forma de arco que enmarcaban un ropero espacioso lleno de terciopelos, rasos y sedas de todos los colores del arco iris.

Aquello no era normal.

Se sentó en la cama de un salto y se sintió mareada. Soltó un gemido.

—¿Estás bien, princesa?

Se obligó a concentrarse. Al lado de su cama había una chica a la que no había visto nunca. Era de corta estatura, regordeta, con nariz pecosa y pelo rojo crespo, e iba ataviada con un vestido burdo marrón que parecía ceñido e incómodo.

Jane se echó hacia atrás y chocó con el cabecero.

—¿Quién eres tú? ¿Qué haces aquí?

Abrió mucho los ojos. Dominaba cinco idiomas, pero en ese momento no estaba hablando en ninguno de ellos. Y sin embargo, comprendía todas las palabras que salían de sus labios.

El rostro de la chica se mantuvo inexpresivo, como si estuviera acostumbrada a que le gritaran los desconocidos.

—Soy Rhoslyn, antes doncella personal de tu madre, pero ahora sirvienta personal tuya. Si quieres conservarme —añadió, ahora insegura. Ella también hablaba el mismo idioma lírico de sílabas fluidas—. La reina me ha encargado que te despierte y te lleve a su estudio.

¿Sirvienta? ¿Madre? La madre de Jane había muerto junto con su padre y su hermana. Los dos últimos habían muerto en el acto, pues el conductor borracho había chocado con el lateral del vehículo de ellos. Su madre, sin embargo… había muerto ante los ojos de Jane, junto a ella. La vida había ido escapándosele poco a poco a poco, en el coche estrellado contra el árbol, con los cinturones de seguridad sujetándolas al asiento y las puertas y el techo tan destrozados que habían tenido que cortarlos para sacarlas. Pero para enton- ces ya era tarde y su madre había exhalado ya su último aliento.

Había muerto el mismo día que le habían dicho que ya estaba libre del cáncer.

—No se te ocurra bromear sobre mi madre —gruñó Jane. Y Rhoslyn se encogió.

—Perdona, princesa, pero no entiendo. Yo no bromeo con las órdenes de tu madre —ahora la chica parecía muy asustada. Hasta había lágrimas en sus ojos oscuros—. Y te juro que no pretendía ofenderte. Por favor, no me castigues.

¿Castigarla? ¿Aquello era una broma?

La palabra «broma» le resultaba tan familiar como el mareo. Pero no bastaba para explicar aquello. ¿Un colapso nervioso tal vez? No, no podía ser. Los colapsos nerviosos eran una forma de histeria y ella no era histérica. Además, estaba el tema del lenguaje. «Vamos. Tú eres científica. Puedes razonar esto».

—¿Dónde estoy? ¿Cómo he llegado aquí?

Su último recuerdo era que leía el libro y… ¡El libro! ¿Dónde estaba el libro? El corazón le latió con fuerza y miró a su alrededor con una tormenta dentro del pecho. ¡Allí! El libro estaba encima del tocador, tan cerca y sin embargo tan lejos.

«Mío», gritaron todas las células de su cuerpo, sorprendiéndola. Igual de sorprendente resultaba la veracidad de esa afirmación. Pero por otra parte, prácticamente había hecho el amor con ese objeto y, ¡oh, maldición! Se le calentó la sangre y le cosquilleó la piel y su cuerpo se preparó para una posesión plena.

«Te necesito, Jane». El texto. Recordaba el texto. «Ven a mí. Sálvame».

«Piensa esto con lógica». Se había quedado dormida, soñando con las caricias decadentes de un vampiro y, como Alicia en el país de las maravillas, había despertado en un país nuevo y extraño. Y estaba despierta. Aquello no era un sueño. ¿Pero dónde estaba? ¿Y cómo había llegado allí?

¿Y si…?

Cortó el pensamiento antes de que virara en una dirección que no le gustaba. Tenía que haber una explicación racional.

—¿Dónde estoy? —volvió a preguntar.

Mientras se incorporaba de los blandos confines del colchón de plumas, la chica contestó:

—Estás en Delfina —hablaba con un tono interrogante, como si no entendiera que Jane no conociera ya la respuesta—. Un reino sin tiempo ni edad.

¿Delfina? Comprendió con un sobresalto que había oído hablar de él. No del nombre, pero sí del «reino intemporal». Algunos de los seres a los que había entrevistado habían mencionado otra esfera, una esfera mágica, con reinos diferentes fuera de la esfera de los humanos. En su momento, ella no había sabido si creerlos o no. Ellos eran prisioneros, estaban encerrados por el bien de la humanidad. Habrían dicho cualquier cosa con tal de conseguir la libertad. Incluso ofrecerle escoltarla hasta su mundo.

¿Pero y si…?

¿Y si había cruzado el umbral desde su mundo al otro? Jane se permitió por fin terminar el pensamiento y sintió náuseas.

Antes del accidente de coche que había cambiado tan radicalmente su vida, había estudiado algo más que las criaturas de los mitos. Había estudiado la manipulación de la energía macroscópica, intentando lo «imposible» a diario. Como la transferencia molecular de un objeto desde un lugar, un mundo, hasta otro; y lo había conseguido. No con formas de vida, por supuesto, todavía no, pero sí con plástico y otros materiales. Por eso había considerado que podía interactuar con los seres capturados, tanto muertos como vivos.

¿Y si había conseguido de algún modo transferirse ella misma? ¿Pero cómo lo había hecho si las herramientas necesarias no estaban en su casa? ¿Quizá habían quedado efectos latentes de su contacto con los materiales previamente transferidos?

No. Había demasiadas variables. Por ejemplo, su nueva identidad de princesa.

—Rhoslyn —dijo. Miró a la chica mientras apoyaba el peso en sus piernas. Las rodillas se juntaron y sus músculos se contrajeron, pero por suerte no volvió el mareo.

—¿Sí, princesa?

Jane se miró, parpadeó con otra dosis de sor- presa y tuvo que volver a mirarse. Llevaba un camisón rosa que no había comprado ella y que no había visto nunca. La prenda, ancha, colgaba alrededor de su cuerpo delgado y le bailaba en los tobillos.

¿Quién narices la había vestido?

«No importa». Se concentró en el presente.

—¿Qué aspecto tengo?

Rhoslyn extendió los brazos y Jane apretó los labios y se apartó.

—Por favor, princesa, no has estado bien. Permíteme que te ayude.

—Quédate donde estás —le dijo Jane. Hasta que descubriera lo que ocurría, no se fiaría de nadie. Y si no se fiaba, no permitiría que la tocaran.

La chica se quedó paralizada en el sitio.

—Lo que tú ordenes, princesa. ¿Quieres que vaya a buscarte algo?

—No. Quiero algo que hay aquí.

Jane empezó a andar. La alfombra era tan suave como parecía y le acariciaba los pies descalzos, produciendo cosquillas en las zonas sensibles entre los dedos. Se movía despacio, dejando que la tensión abandonara sus piernas doloridas. Cuando tomó el libro y volvió, se sentía ya normal. La chica seguía sin moverse, con el brazo extendido hacia la cama y ahora temblando.

—Descansa —se oyó decir Jane.

Rhoslyn bajó el brazo con un suspiro de alivio.

—Has preguntado qué aspecto tienes. Estás muy hermosa, princesa. Como siempre —dijo automáticamente, sin expresión.

La atención de Jane seguía en parte fija en ella y en parte se centraba en el libro. Frunció el ceño. El volumen de piel oscura estaba impecable. Lo abrió por el medio. No había marcas y las páginas estaban nuevas y limpias. En blanco.

—Este no es mi libro —dijo—. ¿Dónde está mi libro?

—Princesa Odette —repuso Rhoslyn—. Que yo sepa, no has venido con un libro. ¿Quieres que…?

—Espera. ¿Cómo me has llamado?

—¿Princesa Odette? Esos son tu título y tu nombre, ¿no? ¿Querías que te llamara otra cosa? O puedo hacer venir a la sanadora y que ella…

—No. No, no hace falta.

Princesa Odette, vuelta de la tumba. Jane había leído aquellas palabras. También había leído: «Tú, Jane Parker. Tú eres Odette».

Se apoyó en el tocador y miró su rostro en el espejo. En cuanto lo tuvo a la vista, se puso rígida. El cabello rubio oscuro le caía sobre un hombro. Su pelo. Eso sí le era familiar. Sus ojos marrones estaban vidriosos, con ojeras. También le eran familiares.

Extendió la mano. Sus dedos rozaron el cristal. Frío, sólido. Real. Si se alzaba el camisón, podría ver las cicatrices que estropeaban su estómago y piernas. Lo sabía.

No se había metamorfoseado en la princesa Odette de la noche a la mañana. O quizá la princesa y ella se parecían mucho.

—¿Cómo he llegado aquí? —preguntó, girándose a ver a la chica.

«Te necesito, Jane».

Nicolai. Respiró hondo. Nicolai el vampiro esclavizado, encadenado, maltratado. Nicolai el amante, deslizándose en su cuerpo, sus piernas abriéndose para recibirlo, y apretándose luego para mantenerlo cautivo.

«Ven a mí».

La llamaba como si la conociera. Como si ella lo conociera a él. Pero ella no lo había visto nunca. Al menos que supiera.

Suponía que algo así era posible. La teoría de paradojas sugería… ¡Maldición! No. No elaboraría hipótesis sobre la teoría de paradojas hasta que tuviera más información o se pasaría días perdida en el interior de su cabeza.

Rhoslyn palideció.

—Anoche te encontró un guardia de palacio tumbada en los escalones de fuera. Te trajo aquí a tu aposento. Te alegrará ver que está igual que cuando lo dejaste.

Se había quedado dormida en su casa y despertado allí. La princesa Odette que volvía de la tumba. Pensó de nuevo en Alicia y en su país de las maravillas.

—Espero que no te importe, pero yo te bañé y te cambié —añadió Rhoslyn.

Jane sintió calor en las mejillas. En los últimos once meses la habían bañado y cambiado muchos extraños y se alegraba de que lo hubiera hecho Rhoslyn y no un hombre sudoroso y jadeante. Aun así, resultaba mortificante.

—¿Dónde está mi camisa?

—La están lavando, pero debo admitir que nunca he visto nada igual. Había letras extrañas en ella.

Jane cerró el libro y lo apretó contra su pecho.

—Quiero recuperarla —en aquel momento era su único vínculo con su casa.

—Por supuesto. Cuando te lleve ante tu madre… Oh, perdona, no pretendía volver a mencionarla. Te llevaré al… estudio de abajo e iré a buscar la prenda. Estoy muy contenta de que hayas vuelto a nosotros. Todos lo estamos. Te hemos echado mucho de menos.

Era mentira, sin ninguna duda.

—¿Dónde he estado?

—Tu hermana, la princesa Laila, vio cómo te caías del acantilado hace lo que parece una eternidad. Después de que te apuñalara tu nuevo esclavo. Aunque nunca encontraron tu cuerpo, asumimos que habías muerto, pues nadie había sobrevivido nunca a esa caída. Tendríamos que haber adivinado que tú, la amada de Delfina, encontrarías el modo —la chica lanzó una sonrisa rígida que no duró más de un segundo.

Princesa Laila. Ese nombre también reverberó en la cabeza de Jane, seguido por la coletilla de «deseos crueles y retorcidos».

—Nicolai —dijo—. ¿Estaba allí? ¿Era real?

La sirvienta se mordisqueó el labio inferior, súbitamente nerviosa.

—¿Quieres que te traiga al esclavo Nicolai?

A Jane se le aceleró y calentó la sangre. La piel le cosquilleó como antes. La chica lo conocía, lo cual implicaba que él estaba allí, que era tan real como ella.

La mente le hervía con la fuerza de sus pensamientos.

El libro. Los personajes. La historia cobraba vida ante sus ojos… Jane era ahora parte de ella, estaba integrada en ella, aunque era otra persona. Por fin una pieza del puzle encajaba en su sitio.

El libro podía haber sido el catalizador. Quizá al leerlo en alto había abierto una puerta desde su mundo a aquel otro. Tal vez Nicolai había conseguido de algún modo enviarle el libro y ella era su única esperanza de libertad.

—Nicolai —repitió—. Quiero que me lleves ante él —tenía que verlo y estaba demasiado impaciente para esperar. ¿La conocería él? ¿Acertaba ella en sus pensamientos?

Rhoslyn tragó saliva.

—Pero él fue el que te apuñaló, y a tu ma… digo a la reina, no le gusta que la hagan esperar. Ya ha venido a verte una vez, pero estabas profundamente dormida y no ha podido despertarte. Crece su impaciencia y, como sabes, su temperamento… —la chica se sonrojó—. Lo siento. No pretendía faltarle al respeto a la reina.

¿Nicolai había apuñalado a Odette, la mujer que se suponía que era Jane? ¿Y si intentaba hacer lo mismo con ella?

«No lo hará», dijo una parte profunda y secreta de ella misma. «Te necesita. Te lo ha dicho».

—Unos minutos más no le harán ningún daño a la reina.

A Jane le daba igual quién fuera la reina, ni lo que tuviera que significar para ella, aunque le preocupaba un tanto que fuera la figura que mandaba allí y pareciera tener mal genio.

—Tu hermana…

—No importa —ella también estaba muerta. Aunque según el libro, Odette podía tener una hermana. La otra princesa. Pero a Jane no le importaba—. Llévame con Nicolai ahora mismo —tenía que buscar otra pieza del puzle.

La chica respiró con fuerza y pasaron unos segundos llenos de tensión.

—Como desees, princesa —dijo al fin—. Por aquí.

Tres

Lo llamaban Nicolai. No sabía si era su verdadero nombre. No sabía nada de sí mismo. Siempre que intentaba recordar, la cabeza le palpitaba con un dolor insoportable y se le cerraba la mente. Solo sabía que era un vampiro y que las hembras de allí eran brujas. Eso y que despreciaba aquel reino y a su gente… y que los destruiría. Algún día. Pronto. Como había destruido a una de sus preciosas princesas.

Sus captores lo creían débil e ineficaz. Lo mantenían al borde del hambre, solo le daban una gota de sangre por la mañana y una gota por la noche. Nada más. Lo atormentaban constantemente. Sobre todo la princesa Laila. «De alta cuna, sí, pero mírate ahora. A mis pies, mío para hacer contigo lo que desee».

¿Alta cuna? Ya lo descubriría.

Asumían que, porque estaba encadenado y hambriento, no podía hacerles daño. No tenían ni idea del poder que había en su interior. Un poder que estaba enjaulado, como él, pero que seguía allí, dispuesto a estallar libre en cualquier momento.

«Pronto», pensó de nuevo, con una sonrisa oscura.

Habían hecho que la sanadora doblegara sus poderes y borrara su memoria, y no se habían molestado en ocultarlo, aunque nunca habían dicho por qué habían hecho lo último. ¿Qué era lo que no querían que recordara? Lo descubriría.

Lo que ellos no sabían era que la bruja carecía de la fuerza interior de Nicolai y algunas de sus habilidades habían escapado ya de aquella jaula mental, permitiéndole convocar a una mujer que podría hacerlo libre.

Una mujer que había llegado por fin. El alivio y la urgencia lo impulsaban a pasear adelante y atrás, adelante y atrás, golpeando con los pies descalzos el cemento frío y con las cadenas chirriando. Hasta sus guardianes estaban atónitos por el milagro de la aparición de la princesa Odette. O mejor dicho, la chica que creían que era la princesa Odette.

La verdadera Odette estaba muerta. Él se había asegurado de eso. La había secado, apuñalado y empujado por el acantilado de fuera del palacio. Excesivamente violento, quizá, pero un enemigo es un enemigo y él estaba furioso. Y sabía que ni si- quiera la bruja más poderosa podía recuperarse de eso.

«Date prisa, mujer, te necesito».

Nicolai había pasado incontables días, semanas o años, no estaba seguro, con Odette antes de matarla. Había sido ella quien lo había comprado en el Mercado del Sexo. Era una chica cruel a la que le gustaba infligir dolor, que no podía llegar al clímax hasta que su compañero gritaba.

Nunca había llegado al clímax con Nicolai.

Para él guardar silencio había sido una fuente de orgullo. No importaba los instrumentos que usara con él, ni cuántos hombres y mujeres permitiera aquella zorra que lo tocaran y lo utilizaran, él solo le había ofrecido sonrisas.

Cuando Odette lo sacó del palacio y amenazó con tirarlo por el acantilado si seguía desafiándola, él tuvo por fin la oportunidad de atacar. Ella había cometido el error de dejar el bozal de él en palacio. Y cometió también el error de colocarse dentro del alcance de él, aunque estuviera encadenado. Nicolai había caído sobre ella y le había clavado los colmillos en el cuello. Hambriento como estaba, la había dejado seca en cuestión de minutos. Y después del último trago, la había apuñalado con su propia daga, para asegurarse, y la había empujado por el precipicio.

El guardia se había dado cuenta demasiado tarde de lo que había pasado y Nicolai se había vuelto contra él, preparado para seguir alimentándose. Habían luchado como animales. Y había ganado Nicolai. En realidad, el guardia no había tenido ninguna posibilidad. Cuando se veían provocados o hambrientos, los vampiros se volvían frenéticos y voraces, predadores impredecibles e incontrolables que olfateaban la presa.

La princesa Laila había llegado cuando él estaba casi secando a su segunda víctima. Codiciaba el derecho al trono de su hermana mayor, así como sus posesiones, incluido el propio Nicolai, por lo que había observado a Odette y esperado el momento oportuno para intervenir.

Nicolai se lo había dado sin darse cuenta. Sus guardias y ella se habían movido más deprisa de lo que la mirada de él podía seguir, pues la magia les daba fuerza y velocidad y, aunque su primera comida en semanas lo había animado, las cadenas lo habían frenado y se había visto dominado con una facilidad vergonzosa.

Resonaron pasos, seguidos del olor de algo dulce en el aire, y ambas cosas llamaron su atención. Se puso rígido, notó un tic nervioso en las orejas y la boca se le hizo agua. Un hambre terrible lo inundó y le retorció el estómago. «Tengo que… probar… hembra».

El deseo no brotaba de su mente, sino de lo profundo de su interior. Un instinto, una necesidad.

Normalmente los pasos anunciaban la llegada de los sirvientes de Laila, enviados para arrastrarlo escaleras arriba hasta el dormitorio de ella. Esa vez dobló la esquina una pelirroja regordeta. Nicolai inhaló profundamente y gruñó. Ella no. Ella no era la fuente de la dulzura.

Dejó de respirar, confiando en que su cabeza se despejara aunque fuera solo un momento. ¡Tenía tanta hambre de esa dulzura! Tenía que verla. Clavó los pies en el centro de la jaula, con el camastro detrás y los barrotes delante, y esperó. ¿Quién sería la siguiente persona que entraría en la mazmorra.

Entonces la vio. La mujer convocada. Su «Odette».

Inhaló de nuevo. Ella. La responsable era ella. Volvió a gruñir, esa vez desde lo hondo del alma. «Tengo que probar hembra».

Ella no olía como la Odette de verdad. Para todos los demás sí. Para ellos olería a un perfume floral fuerte mezclado con lo que rezumaba una herida pútrida, lo cual probaba su corazón podrido. Pero para él… para él… Inhaló de nuevo sin poder contenerse. Fue un error. La dulzura, más densa ahora, casi tangible, le nubló la mente. «Tengo que probar». Los colmillos y las encías le dolían por la necesidad de probarla. «Tengo que probar».

La observó, con la sangre prácticamente hirviendo. Todos los que la miraran verían la máscara que él había creado. La ilusión mística de que era otra persona. Cabello negro como el abismo, ojos de un vívido esmeralda, piel tan blanca como la leche. Pero allí terminaba el regalo de la afamada belleza de su padre y se revelaba la cruel- dad de la fealdad de su madre. Odette era alta pero gruesa, con las mejillas hinchadas por los excesos, la barbilla cuadrada y con varias papadas. Sus cejas oscuras eran gruesas y casi se unían en el centro. Su nariz era larga y ganchuda.

Nicolai, sin embargo, veía a la mujer a la que había convocado. La mujer de sus sueños. Sueños en los que ella permanecía quieta a un lado, observándolo sin hablar. Sueños que él no había entendido hasta ese momento. Su magia había sabido desde el principio lo que necesitaba.

Ella era tan alta como Odette, pero más delgada, con el pelo del color de un panal de miel. Sus ojos rasgados y seductores, un tono más oscuros que su pelo y llenos de secretos atormentados. Su piel estaba levemente bronceada y radiante, como si el sol se escondiera debajo. Tenía mejillas perfectamente esculpidas y la barbilla terca y sin embargo delicada.

Delicada, sí. Ella era así. Amorosamente delicada, completamente frágil y deliciosamente femenina. Casi… rompible. ¿La mataría cuando bebiera de ella? Porque bebería de ella. No podría resistir mucho tiempo aquel olor.

El protector que había en él, una parte suya que no sabía que existía, exigía que la apartara de allí y la salvara del horror que iba a llegar. Un horror del que él sería responsable. No solo por el abrazo oscuro de él, sino también por la maldad de los que la rodeaban. La gente de Delfina no saborearía su sangre si descubría su verdadera identidad. No, ellos la derramarían y la matarían. Dolorosamente.

«¿Quieres tu libertad o apartar a la chica del peligro? No puedes tener ambas cosas».

Nicolai endureció su corazón. Quería su libertad.

Sus miradas se cruzaron un instante después. Ella dio un respingo y se tambaleó. Se enderezó y se detuvo ante los barrotes, con los ojos color ámbar muy abiertos, la boca entreabierta mostrando dientes blancos. Llevaba un libro en la mano.

«Probarla».

Nicolai deseaba poder verle la lengua. Deseaba capturar aquella lengua con la suya. Su deseo lo sorprendió. ¿Cuánto tiempo hacía que no sentía una excitación auténtica?

—Eres real —susurró ella, aferrando el metal con la mano libre. Lo apretaba con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos—. Estás aquí. Y eres tal y como he soñado.

Él asintió con rigidez… y aquello no era lo único rígido que había en él. Su miembro estaba duro y erguido.

—Soy real, sí —¿había soñado con él como él con ella? Le gustó la idea.

Señaló a la sirvienta con un gesto de la barbilla. «Líbrate de ella».

La mujer convocada miró a la criada y dio un respingo, como si le sobresaltara descubrir que no estaban solos.

—Puedes irte, Rhoslyn. Y gracias por haberme traído aquí.