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La obra más importante de Pedro Antonio de Alarcón, El sombrero de tres picos (1873), retoma el motivo popular del corregidor que quiere seducir a la molinera. Años después inspiró al andaluz Manuel de Falla su famoso ballet. El sombrero de tres picos tuvo un éxito enorme desde su publicación. Es su «obra de plenitud». En ella, aparte de su acierto al retratar a grandes pinceladas a sus personajes, se nos presenta con más justeza como novelista de acciones. Narra los sucesos, preocupado ante todo por el movimiento, por el desarrollo y avance de la historia.
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Seitenzahl: 133
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Pedro Antonio de Alarcón
El sombrero de tres picos
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Título original: El sombrero de tres picos.
© 2024, Red ediciones S.L.
e-mail: [email protected]
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN rústica ilustrada: 978-84-9007-173-1.
ISBN tapa dura: 978-84-1126-139-5.
ISBN rústica: 978-84-96290-81-5.
ISBN ebook: 978-84-9897-251-1.
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Créditos 4
Brevísima presentación 9
La vida 9
Al señor Don José Salvador de Salvado dedico esta obra 11
Prefacio del autor 13
I. De cuándo sucedió la cosa 17
II. De cómo vivía entonces la gente 19
III. Do ut des 21
IV. Una mujer vista por fuera 25
V. Un hombre visto por fuera y por dentro 29
VI. Habilidades de los dos cónyuges 31
VII. El fondo de la felicidad 33
VIII. El hombre del sombrero de tres picos 35
IX. ¡Arre, burra! 39
X. Desde la parra 41
XI. El bombardeo de Pamplona 45
XII. Diezmos y primicias 51
XIII. Le dijo el grajo al cuervo 55
XIV. Los consejos de Garduña 59
XV. Despedida en prosa 65
XVI. Un ave de mal agüero 71
XVII. Un alcalde de monterilla 73
XVIII. Donde se verá que el tío Lucas tenía el sueño muy ligero 77
XIX. Voces clamantes in deserto 79
XX. La duda y la realidad 81
XXI. ¡En guardia, caballero! 89
XXII. Garduña se multiplica 95
XXIII. Otra vez el desierto y las consabidas voces 99
XXIV. Un rey de entonces 101
XXV. La estrella de Garduña 105
XXVI. Reacción 107
XXVII. ¡Favor al rey! 109
XXVIII. ¡Ave María Purísima! ¡Las doce y media y sereno! 113
XXIX. Post nubila... Diana 117
XXX. Una señora de clase 119
XXXI. La pena del Talión 121
XXXII. La fe mueve las montañas 127
XXXIII. Pues... ¿y tú? 129
XXXIV. También la corregidora es guapa 133
XXXV. Decreto imperial 137
XXXVI. Conclusión, moraleja y epílogo 141
Libros a la carta 145
Pedro Antonio de Alarcón (Guadix, Granada, 1833-Madrid, 1891). España.
Hizo periodismo y literatura. Su actividad antimonárquica lo llevó a participar en el grupo revolucionario granadino «la cuerda floja».
Intervino en un levantamiento liberal en Vicálvaro, en 1854, y —además de distribuir armas entre la población y ocupar el Ayuntamiento y la Capitanía general— fundó el periódico La Redención, con una actitud hostil al clero y al ejército. Tras el fracaso del levantamiento, se fue a Madrid y dirigió El Látigo, periódico de carácter satírico que se distinguió por sus ataques a la reina Isabel II.
Sus convicciones republicanas lo implicaron en un duelo que trastornó su vida, desde entonces adoptó posiciones conservadoras. Aunque no parezca muy ortodoxo, en el prólogo a una edición de 1912 Alarcón es considerado un escritor romántico.
La obra más importante de Pedro Antonio de Alarcón, El sombrero de tres picos (1873), retoma el motivo popular del corregidor que quiere seducir a la molinera. Años después inspiró al andaluz Manuel de Falla su famoso ballet.
El sombrero de tres picos tuvo un éxito enorme desde su publicación y ha venido a ser considerada como su «obra de plenitud», donde, aparte de su acierto al retratar a grandes pinceladas a sus personajes, se nos presenta con más justeza como novelista de acciones, de sucesos, preocupado ante todo por el movimiento, por el desarrollo y avance de la historia.
Pedro Antonio de Alarcón
Julio de 1874
Pocos españoles, aun contando a los menos sabios y leídos, desconocerán la historieta vulgar que sirve de fundamento a la presente obrilla.
Un zafio pastor de cabras, que nunca había salido de la escondida Cortijada en que nació, fue el primero a quien nosotros se la oímos referir. Era el tal uno de aquellos rústicos sin ningunas letras, pero naturalmente ladinos y bufones, que tanto papel hacen en nuestra literatura nacional con el dictado de pícaros. Siempre que en la Cortijada había fiesta, con motivo de boda o bautizo, o de solemne visita de los amos, tocábale a él poner los juegos de chasco y pantomima, hacer las payasadas y recitar los Romances y Relaciones; y precisamente en una ocasión de éstas (hace ya casi toda una vida..., es decir, hace ya más de treinta y cinco años), tuvo a bien deslumbrar y embelesar cierta noche nuestra inocencia (relativa) con el cuento en verso de EL CORREGIDOR Y LA MOLINERA, o sea, de EL MOLINERO Y LA CORREGIDORA, que hoy ofrecemos nosotros al público bajo el nombre más trascendental y filosófico (pues así lo requiere la gravedad de estos tiempos) de EL SOMBRERO DE TRES PICOS.
Recordamos, por señas, que cuando el pastor nos dio tan buen rato, las muchachas casaderas allí reunidas se pusieron muy coloradas, de donde sus madres dedujeron que la historia era algo verde, por lo cual pusieron ellas al pastor de oro y azul; pero el pobre Repela (así se llamaba el pastor) no se mordió la lengua, y contestó diciendo: que no había por qué escandalizarse de aquel modo, pues nada resultaba de su Relación que no supiesen hasta las monjas y hasta las niñas de cuatro años...
—Y si no, vamos a ver —preguntó el cabrero—: ¿qué se saca en claro de la historia de EL CORREGIDOR Y LA MOLINERA? ¡Que los casados duermen juntos, y que ningún marido le acomoda que otro hombre duerma con su mujer! ¡Me parece que la noticia!...
—¡Pues es verdad! —respondieron las madres, oyendo las carcajadas de sus hijas.
—La prueba de que el tío Repela tiene razón —observó en esto el padre del novio—, es que todos los chicos y grandes aquí presentes se han enterado ya de que esta noche, así que se acabe el baile, Juanete y Manolilla estrenarán esa hermosa cama de matrimonio que la tía Gabriela acaba de enseñar a nuestras hijas para que admiren los bordados de los almohadones...
—¡Hay más! —dijo el abuelo de la novia—: hasta en el libro de la Doctrina y en los mismos Sermones se habla a los niños de todas estas cosas tan naturales, al ponerlos al corriente de la larga esterilidad de Nuestra Señora Santa Ana, de la virtud del casto José, de la estratagema de Judit, y de otros muchos milagros que no recuerdo ahora. Por consiguiente, señores...
—¡Nada, nada, tío Repela! —exclamaron valerosamente las muchachas—. ¡Diga usted otra vez su Relación; que es muy divertida!
—¡Y hasta muy decente! —continuó el abuelo—. Pues en ella no se aconseja a nadie que sea malo; ni se le enseña a serlo; ni queda sin castigo el que lo es...
—¡Vaya! ¡repítala usted! —dijeron al fin consistorialmente las madres de familia.
El tío Repela volvió entonces a recitar el Romance; y, considerado ya su texto por todos a la luz de aquella crítica tan ingenua, hallaron que no había pero que ponerle; lo cual equivale a decir que le concedieron las licencias necesarias.
Andando los años, hemos oído muchas y muy diversas versiones de aquella misma aventura de EL MOLINERO Y LA CORREGIDORA, siempre de labios de graciosos de aldea y de cortijo, por el orden del ya difunto Repela, y además la hemos leído en letras de molde en diferentes Romances de ciego y hasta en el famoso Romancero del inolvidable don Agustín Durán.
El fondo del asunto resulta idéntico: tragicómico, zumbón y terriblemente epigramático, como todas las lecciones dramáticas de moral de que se enamora nuestro pueblo; pero la forma, el mecanismo accidental, los procedimientos casuales, difieren mucho, muchísimo, del relato de nuestro pastor, tanto, que éste no hubiera podido recitar en la Cortijada ninguna de dichas versiones, ni aun aquellas que corren impresas, sin que antes se tapasen los oídos las muchachas en estado honesto, o sin exponerse a que sus madres le sacaran los ojos. ¡A tal punto han extremado y pervertido los groseros patanes de otras provincias el caso tradicional que tan sabroso, discreto y pulcro resultaba en la versión del clásico Repela!
Hace, pues, mucho tiempo que concebimos el propósito de restablecer la verdad de las cosas, devolviendo a la peregrina historia de que se trata su primitivo carácter, que nunca dudamos fuera aquel en que salía mejor librado el decoro. Ni ¿cómo dudarlo? Esta clase de Relaciones, al rodar por las manos del vulgo, nunca se desnaturalizan para hacerse más bellas, delicadas y decentes, sino para estropearse y percudirse al contacto de la ordinariez y la chabacanería.
Tal es la historia del presente libro... Conque metámonos ya en harina; quiero decir, demos comienzo a la Relación de EL CORREGIDOR Y LA MOLINERA, no sin esperar de tu sano juicio (¡oh respetable público!) que «después de haberla leído y héchote más cruces que si hubieras visto al demonio (como dijo ESTEBANILLO GONZÁLEZ al principiar la suya), la tendrás por digna y merecedora de haber salido a luz».
Julio de 1874
Comenzaba este largo Siglo, que ya va de vencida. No se sabe fijamente el año: solo consta que era después del de 4 y antes del de 8.
Reinaba, pues, todavía en España don Carlos IV de Borbón; por la gracia de Dios, según las monedas, y por olvido o gracia especial de Bonaparte, según los boletines franceses. Los demás soberanos europeos descendientes de Luis XIV habían perdido ya la corona (y el jefe de ellos la cabeza) en la deshecha borrasca que corría esta envejecida Parte del mundo desde 1789.
Ni paraba aquí la singularidad de nuestra patria en aquellos tiempos. El Soldado de la Revolución, el hijo de un oscuro abogado corso, el vencedor en Rívoli, en las Pirámides, en Marengo y en otras cien batallas, acababa de ceñirse la corona de Carlo-Magno y de transfigurar completamente la Europa, creando y suprimiendo naciones, borrando fronteras, inventando dinastías y haciendo mudar de forma, de nombre, de sitio, de costumbres y hasta de traje a los pueblos por donde pasaba en su corcel de guerra como un terremoto animado, o como el «Antecristo», que le llamaban las Potencias del Norte... Sin embargo, nuestros padres (Dios los tenga en su santa Gloria), lejos de odiarlo o de temerle, complacíanse aún en ponderar sus descomunales hazañas, como si se tratase del héroe de un Libro de Caballerías, o de cosas que sucedían en otro planeta, sin que ni por asomos recelasen que pensara nunca en venir por acá a intentar las atrocidades que había hecho en Francia, Italia, Alemania y otros países. Una vez por semana (y dos a lo sumo) llegaba el correo de Madrid a la mayor parte de las poblaciones importantes de la Península, llevando algún número de la Gaceta (que tampoco era diaria), y por ella sabían las personas principales (suponiendo que la Gaceta hablase del particular) si existía un Estado más o menos allende el Pirineo, si se había reñido otra batalla en que peleasen seis u ocho reyes y Emperadores, y si NAPOLEÓN se hallaba en Milán, en Bruselas o en Varsovia... Por lo demás, nuestros mayores seguían viviendo a la antigua española, sumamente despacio, apegados a sus rancias costumbres, en paz y en gracia de Dios, con su Inquisición y sus Frailes, con su pintoresca desigualdad ante la Ley, con sus privilegios, fueros y exenciones personales, con su carencia de toda libertad municipal o política, gobernados simultáneamente por insignes obispos y poderosos corregidores (cuyas respectivas potestades no era muy fácil deslindar pues unos y otros se metían en lo temporal y en lo eterno), y pagando diezmos, primicias, alcabalas, subsidios, mandas y limosnas forzosas, rentas, rentillas, capitaciones, tercias reales, gabelas, frutos-civiles, y hasta cincuenta tributos más, cuya nomenclatura no viene a cuento ahora.
Y aquí termina todo lo que la presente historia tiene que ver con la militar y política de aquella época; pues nuestro único objeto, al referir lo que entonces sucedía en el mundo, ha sido venir a parar a que el año de que se trata (supongamos que el de 1805) imperaba todavía en España el antiguo régimen en todas las esferas de la vida pública y particular, como si, en medio de tantas novedades y trastornos, el Pirineo se hubiese convertido en otra Muralla de la China.
En Andalucía, por ejemplo (pues precisamente aconteció en una ciudad de Andalucía lo que vais a oír), las personas de suposición continuaban levantándose muy temprano; yendo a la Catedral a Misa de prima, aunque no fuese día de precepto; almorzando, a las nueve, un huevo frito y una jícara de chocolate con picatostes; comiendo, de una a dos de la tarde, puchero y principio, si había caza, y, si no, puchero solo; durmiendo la siesta después de comer; paseando luego por el campo; yendo al Rosario, entre dos luces, a su respectiva parroquia; tomando otro chocolate a la Oración (éste con bizcochos); asistiendo los muy encopetados a la tertulia del corregidor, del Deán, o del Título que residía en el pueblo; retirándose a casa a las Ánimas; cerrando el portón antes del toque de la queda; cenando ensalada y guisado por antonomasia, si no habían entrado boquerones frescos, y acostándose incontinenti con su señora (los que la tenían), no sin hacerse calentar primero la cama durante nueve meses del año...
¡Dichosísimo tiempo aquel en que nuestra tierra seguía en quieta y pacífica posesión de todas las telarañas, de todo el polvo, de toda la polilla, de todos los respetos, de todas las creencias, de todas las tradiciones, de todos los usos y de todos los abusos santificados por los siglos! ¡Dichosísimo tiempo aquel en que había en la sociedad humana variedad de clases, de afectos y de costumbres! ¡Dichosísimo tiempo, digo..., para los poetas especialmente, que encontraban un entremés, un sainete, una comedia, un drama, un auto sacramental o una epopeya detrás de cada esquina, en vez de esta prosaica uniformidad y desabrido realismo que nos legó al cabo la Revolución Francesa!¡Dichosísimo tiempo, sí!...
Pero esto es volver a las andadas. Basta ya de generalidades y de circunloquios, y entremos resueltamente en la historia del Sombrero de tres picos.
En aquel tiempo, pues, había cerca de la ciudad de••• un famoso molino harinero (que ya no existe), situado como a un cuarto de legua de la población, entre el pie de suave colina poblada de guindos y cerezos y una fertilísima huerta que servía de margen (y algunas veces de lecho) al titular. Intermitente y traicionero río.
Por varias y diversas razones, hacía ya algún tiempo que aquel molino era el predilecto punto de llegada y descanso de los paseantes más caracterizados de la mencionada ciudad... Primeramente, conducía a él un camino carretero, menos intransitable que los restantes de aquellos contornos. En segundo lugar, delante del molino había una plazoletilla empedrada, cubierta por un parral enorme, debajo del cual se tomaba muy bien el fresco en el verano y el Sol en el invierno, merced a la alternada ida y venida de los pámpanos... En tercer lugar, el Molinero era un hombre muy respetuoso, muy discreto, muy fino, que tenía lo que se llama don de gentes, y que obsequiaba a los señorones que solían honrarlo con su tertulia vespertina, ofreciéndoles... lo que daba el tiempo, ora habas verdes, ora cerezas y guindas, ora lechugas en rama y sin sazonar (que están muy buenas cuando se las acompaña de macarros de pan y aceite; macarros que se encargaban de enviar por delante sus señorías), ora melones, ora uvas de aquella misma parra que les servía de dosel, ora rosetas de maíz, si era invierno, y castañas asadas, y almendras, y nueces, y de vez en cuando, en las tardes muy frías, un trago de vino de pulso (dentro ya de la casa y al amor de la lumbre), a lo que por Pascuas se solía añadir algún pestiño, algún mantecado, algún rosco o alguna lonja de jamón alpujarreño.
—¿Tan rico era el Molinero, o tan imprudentes sus tertulianos? —exclamaréis interrumpiéndome.