El sombrero de tres picos - Pedro Antonio de Alarcón - E-Book

El sombrero de tres picos E-Book

Pedro Antonio de Alarcón

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Beschreibung

La sociedad del pueblo gusta de reunirse en la terraza del molino tanto por la belleza de la molinera como por el salero del molinero, pero el corregidor está interesado en algo más que en la admiración lejana de la molinera, para lo que urde un plan con la ayuda de su fiel secretario. Sin embargo, el plan no sale como espera y se suceden los paseos en la noche.

¿Conseguirá la audaz y fiel señá Frasquita recuperar el cariño del molinero?

¿Recibirá su merecido el corregidor?

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El sombrero de tres picos

Historia verdadera de un sucedido que anda en romances, escrita ahora tal y como pasó

 

por

 

Pedro Antonio de Alarcón

 

Edición basada en las siguientes ediciones:

Casa Editorial de Medina y Navarro, 1874

D. Appleton y Compañía, 1874

Est. Tipográfico Sucesores de Rivadeneyra, Madrid, 1885.

 

Ilustraciones procedentes de:

Romancero de Durán (Tomo ii, nº 1356)

Imprenta 'El abanico'  s.a [Barcelona]

Imprenta 'La Fleca', s.a. [Reus]

Foto de portada: mill-1309645, de mikkel-nielsen, Pixabay

 

Licencia CC BY-NC-SA 4.0 Xingú

Índice

Una opinión acerca de este libro

Prefacio

— I — De cuándo sucedió la cosa

— II — De cómo vivía entonces la gente

— III — Do ut des

— IV — Una mujer vista por fuera

— V — Un hombre visto por fuera y por dentro

— VI — Habilidades de los dos cónyuges

— VII — El fondo de la felicidad

— VIII — El hombre del sombrero de tres picos

— IX — ¡Arre, burra!

— X — Desde la parra

— XI — El bombardeo de Pamplona

— XII — Diezmos y primicias

— XIII — Le dijo el grajo al cuervo

— XIV — Los consejos de Garduña

— XV — Despedida en prosa

— XVI — Un ave de mal agüero

— XVII — Un alcalde de monterilla

— XVIII — Donde se verá que el tío Lucas tenía el sueño muy ligero

— XIX — Voces clamantes in deserto

— XX — La duda y la realidad

— XXI — ¡En guardia, caballero!

— XXII — Garduña se multiplica

— XXIII — Otra vez el desierto y las consabidas voces

— XXIV — Un rey de entonces

— XXV — La estrella de Garduña

— XXVI — Reacción

— XXVII — ¡Favor al rey!

— XXVIII — ¡Ave María purísima! ¡Las doce y media y sereno!

— XXIX — Post nubila... Diana

— XXX — Una señora de clase

— XXXI — La pena del talión

— XXXII — La fe mueve las montañas

— XXXIII — Pues ¿y tú?

— XXXIV — También la corregidora es guapa

— XXXV — Decreto imperial

— XXXVI — Conclusión, moraleja y epílogo

 

 

Una opinión acerca de este libro

[Nota] Entre los muchos artículos que se publicaron en Madrid cuando apareció El Sombrero de tres picos, en julio de 1874, hemos elegido éste para insertarlo aquí por vía de Prólogo.

 

Días ha, no muchos ciertamente, que anda de mano en mano y de periódico en periódico, un libro de reducido volumen y escasas dimensiones, que leen todos, y todos alaban. Hubiérame dado a inquirir la razón de tan justo agasajo y notable predicamento, si no me fuera el tal librejo conocido y no conociese a la par los quilates de bondad que encierra y las valiosas prendas que le adornan. Porque es, a la verdad, extraño que así ocupe, y seduzca, y predomine una obrilla, que ni fue concebida merced a largas vigilias y prolongados estudios, ni encierra asunto de gravedad, ni acrecienta con nuevos dones los tesoros de la moral, de la ciencia ó de la historia.

Por ello sin duda andan algunos de los lectores, y no los sencillos y que de buena fe se enamoran del libro, como dudosos, y hasta mohínos, sin dar con la verdadera causa que así lo ha hecho embelesador y querido a mozos y ancianos, a matronas y a doncellas. Duélense los tales de que una producción del ingenio, que sólo un suceso vulgar y conocido narra y que se presenta con un desenfado y osadía asaz temibles para ciertas angostas y quebradizas conciencias, haya tomado tan rápido vuelo, ganándose tan presto todas las voluntades y satisfecho tan cumplidamente todos los gustos.

¡Y yo confieso de buen grado que es el libro en su esencia baladí, y que, ni se cierne por las regiones etéreas, ni se hunde en inexcrutables abismos. —Es una relación lisa y llana, dicha en claro romance y engalanada con simples atavíos por un escritor discreto.

¿Qué demuestra?, ¿a qué fin se dirige?, ¿qué problema expone?, ¿qué ventaja reporta? —Amontónanse las preguntas como bandadas de gorriones sobre desparramado alpiste, y todos a una parecen tirar de las páginas del libro, amenazando romperlo ó descabalarlo....

Y bien, señores míos (digo, rodeado de un gran corro de auditores benévolos y dispuestos de antemano a aplaudir sin medida mis razones; esto es, rodeado del público, que aparta con respeto y cariño de su cabeza el sombrero cuando ve ante sí el de tres picos): y bien/ señores míos: ¿qué demuestra? Demuestra que no ha menester un autor español abrevarse en extranjera fuente para obtener un fruto limpio y sazonado. —¿A qué fin se dirige? —Al fin honesto de mostrar castigada la perfidia y la concupiscencia, siquiera sea por medios villanescos y zumbones. —¿ Qué problema expone? —El de escribir novelas sin intrincados ó terroríficos argumentos, sin esfuerzos supremos, sin recursos fatigosos, y ver si pueden dar por resultado, y en ésta así sucede, recrear apaciblemente el ánimo del que la lea, sin perturbarle ni aburrirle. —¿Qué ventaja reporta, en fin? —La ventaja, ante todo, de evidenciar cómo puede existir la novela española, y adquirir formas diversas, y conservar lo bueno de su antigua progenie, y gozar de una vida lozana y vigorosa, aficionando al público a este linaje sano y castizo de lectura y a los autores a esta amplia y fecunda corriente del ingenio.

Habíanos acostumbrado ha largo tiempo Pedro Antonio de Alarcón en sus novelas, a reconocer su inventiva, su gracia y un espíritu sutil y encantador, de origen y educación franceses, que manejaba con raro acierto y sin igual soltura. Ahora ha querido revelarse a nosotros como pintor diestro y de buena casta, fidelísimo y hábil guardador de las mejores tradiciones de la escuela española, y que ha solido en ciertos momentos mojar la pluma de Quevedo en la paleta de Goya...

Y a los cuadros de Goya, más que a cosa alguna, semeja ese cuadrito de costumbres, ó de género, como hogaño se apellida, y que se titula El Sombrero de tres picos. Nótase en él la frescura y lozanía de color del artista de los Caprichos, sus maliciosos y desenvuelto» tipos, sus enérgicas acentuaciones de claro-obscuro y su ligereza admirable de pincel, que, apenas manchando el lienzo, acusándole algunas veces, reproducía con verdad prodigiosa el natural.

En cambio, Alarcón aventájale en la precisión de las líneas, y aquella difusión y frecuente incorrección de contornos que se encuentra en Goya no aparece en ese divino cuadrito de El Corregidor y la Molinera. Por el contrario, sujétanse a un dibujo firme como el de un escultor el brillante colorido y la suelta pincelada que engendraron sobre el lienzo tan bizarras manolas y tan apuestos majos.

Plácemes, pues, sin cuento al escritor galano que, con palabra fácil y soberano estilo, ha vertido sales y donaires que así regocijan y refrescan en su sabroso cuento de El Sombrero de tres picos.

No soy yo de los que disputan esta clase de composiciones como las que deban prevalecer y reinar en las modernas letras españolas ; que, al cabo, no es el libro de que se trata, sino una narración picaresca, a la usanza de algunas novelas de Cervantes ó de Hurtado de Mendoza.

Menester es ahora, en nuestro siglo, en el que gustan las gentes de saber el por qué de las cosas, y de hallar alguna lección ó enseñanza en el fondo de lo que han a las manos; menester es, repito, dar a la estampa obras que más importancia envuelvan y más trascendencia impliquen. Antójaseme, por ello, que no están precisamente en lo justo los que a Alarcón encargan y piden que no se aparte de esta nueva vía, y que restaure con su limpia corriente la casi marchita literatura patria.

En buen hora aplique de vez en cuando su feliz ingenio a la creación de cuadros tan donosos como el que motiva estos renglones; en buen hora también aparte las novelas, merced a su ejemplo, del camino bastardo que por extranjeras influencias ó esterilidad propia tiempo ha que siguen. Holgárame yo como nadie de que Alarcón, al que tantos beneficios deben nuestras letras, les deparase el mayor: el de devolverles todo su decoro y prestigio sin injerencia ni socorro de ajena ayuda. Holgárame, huélgome más bien de esto, repito, —y dígolo así, porque Alarcón, en efecto, ha logrado este fin, y con sólo una muestra ha hecho valer las cuantiosas riquezas de la antigua y gloriosa literatura patria—; pero harto se me alcanza que no es ni puede ser éste el término de su ambición justísima, y que el escribir un pasillo agudo, gracioso y rebosando destreza en el decir, no supone que ha de renunciar a más graves obras, en que su talento tendrá adecuado espacio para agitar sus alas.

Porque conozco ó creo conocer los propósitos del autor; porque aprecio en cuanto vale El Sombrero de tres picos, expresóme de esta suerte. Creían adversarios y aun amigos del poeta de Guadix, que su pluma, contaminada de incurable galicismo, no saldría del círculo que forma el género francés, y para darles un solemne mentís ha trazado con desembarazo sin igual un cuadro tan genuinamente español como la gentileza de las sevillanas y el calor de los vinos de Jerez.

Y vuelvo a mi tema: hase mostrado como pintor genial y soberano: ni filósofo, ni historiador, ni moralista aparece ni quiere aparecer (no hay que olvidarlo), sino como narrador, y narrador castizo.

Y que lo ha conseguido es evidente. Más que pluma, ha sido pincel lo que empuñó su diestra al destacar sobre el lienzo de su libro las cosas y las personas que lo anuncian. Hállase el paisajista en las descripciones del molino, de la tarde, de la alborada, de la noche misma; al retratista, en la presentación de las figuras de la señá Frasquita, el Corregidor, Lucas, Garduña, Mercedes y otras de segundo término, no menos hábilmente dibujadas; al inventor de efectos, en el lance de la parra, en la entrada nocturna de Lucas al molino, en la aparatosa función de desagravios que prepara la esposa de Zúñiga en el corregimiento; al pintor de género, en cada paso; el artista sabio, acertado y gráfico, en la composición, en todas partes.

En destacar los tipos y en agruparlos es en lo que, sobre todo, luce Alarcón en este libro, sobre el cual ha derramado su inteligencia tan viva luz, que sus contrastes, al claro-obscuro, tienen la fuerza y el encanto que es dado a muy pocos encontrar.

Esperando próximos y lisonjeros productos de la fecunda vena de Alarcón, como él esperar puede seguros y lisonjeros triunfos, acabo ya estas deslavazadas líneas, Al llegar a este punto, viéneme a las mientes, algo tarde sin duda, que ha sido un trabajo, sobre enojoso, inútil, pues fuera más breve y eficaz y propio decir resueltamente al lector.

Si, por negligencia criminal ó por desgracia remediable, aún no has leído ese libro de Pedro Antonio de Alarcón que se titula El Sombrero de tres picos, adquiérelo al punto, léelo ; y después has de mostrarte a mí poco menos agradecido que al novelista, que con tal arte supo cautivar tu atención y deleitar tu ánimo.

 

Luis Alfonso.

 

 

AL SEÑOR

DON JOSÉ SALVADOR DE SALVADOR,

poeta granadino

dedica esta obra

 

P. A. de Alarcón.

Julio de 1874

Prefacio

Pocos españoles, aun contando a los menos sabidos y leídos, desconocerán la historieta vulgar que sirve de fundamento a la presente obrilla.

Un zafio pastor de cabras, que nunca había salido de la escondida cortijada en que naciera, fue el primero a quien nosotros se la oímos referir. Era el tal uno de aquellos rústicos, sin ningunas letras, pero naturalmente ladinos y bufones, que tanto papel hacen en nuestra literatura nacional con el dictado de pícaros. Siempre que en la cortijada había fiesta con motivo de una boda, de un bautizo ó de una visita de los amos, tocábale a él poner los juegos de chasco y pantomima, hacer las payasadas y recitar los romances y relaciones..., y precisamente en una ocasión de estas (hace ya casi toda una vida... es decir, hace ya más de treinta y cinco años) fue cuando deslumbró y embelesó una noche nuestra inocencia (relativa) con el cuento en verso de El Corregidor y la Molinera, ó sea de El Molinero y la Corregidora, que hoy ofrecemos nosotros al público bajo el nombre más trascendental y filosófico (pues así lo requiere la gravedad de estos tiempos) de El Sombrero de tres picos.

Recordamos, por cierto, que la noche en que el pastor nos dio tan buen rato, las muchachas casaderas allí reunidas se pusieron muy coloradas, de donde sus madres dedujeron que la historia era algo verde, por lo cual pusieron ellas al pastor de oro y azul; pero el pobre Repela (así se llamaba el pastor) no se mordió la lengua, y contestó en el acto que no había por qué escandalizarse de aquel modo, pues nada se decía en su relación que no supiesen hasta las monjas y hasta las niñas de cuatro años...

—Y si no, vamos a ver —preguntó el cabrero—; ¿qué se saca en claro de la historia de El Corregidor y la Molinera? Que los casados duermen juntos, y que a ningún marido le acomoda que otro hombre duerma con su mujer. ¡Me parece que la noticia…!

—¡Pues es verdad! —respondieron las madres, oyendo las carcajadas de sus hijas.

—La prueba de que el tío Repela tiene razón —observó en esto el padre del novio—, es que todos los chicos y grandes aquí presentes se han enterado ya de que esta noche, así que se acabe el baile, Juanete y Manolilla estrenarán esa hermosa cama de matrimonio que la tía Gabriela acaba de enseñarles a nuestras hijas para que admiren los bordados de los almohadones...

—Hay más —dijo el abuelo de la novia—. Hasta en el libro de la doctrina cristiana y en los sermones se habla a los niños de todas estas cosas tan naturales, al ponerlos al corriente de la larga esterilidad de nuestra señora santa Ana, de la virtud del casto José, de la estratagema de Judit y de otros muchos milagros que no recuerdo ahora... Por consiguiente, señores...

—¡Nada, nada, tío Repela! —exclamaron valerosamente las muchachas—. ¡Diga usted otra vez su relación, que es muy divertida!

—¡Y hasta muy decente! —continuó el abuelo—; pues en ella no se le aconseja a nadie que sea malo, ni se le enseña a serlo, ni queda sin castigo el que lo es...

—¡Vaya!, ¡repítala V.! —dijeron al fin las madres de familia.

El tío Repela volvió entonces a recitar el romance, y considerándolo ya todos a la luz de aquella crítica tan ingenua, hallaron que no había «pero» que ponerle; lo cual equivale a decir que le concedieron las licencias necesarias.

 

Andando los años, hemos oído muchas y muy diversas versiones de aquella misma aventura de El Molinero y la Corregidora, siempre de labios de graciosos de aldea y de cortijo, por el orden del ya difunto Repela; habiéndola leído además en letras de molde en diferentes romances de ciego, y hasta en el famoso Romancero del inolvidable D. Agustín Duran. El fondo del asunto es siempre idéntico: tragicómico, zumbón y terriblemente epigramático, como todas las lecciones dramáticas de moral de que se enamora nuestro pueblo; pero, en la forma, en el mecanismo accidental, en los procedimientos casuales, difiere mucho, muchísimo, del que relataba nuestro pastor; tanto, que éste no hubiera podido recitar en la cortijada ninguna de dichas versiones, ni aun aquellas que corren impresas, sin que antes se tapasen los oídos las muchachas en estado honesto, ó sin exponerse a que sus madres le sacaran los ojos. ¡A tal punto han extremado y pervertido los groseros patanes de otras provincias el caso tradicional que tan sabroso, discreto y pulcro resultaba en la versión del clásico Repela!

Hace, pues, mucho tiempo que concebimos el propósito de restablecer la verdad de las cosas, devolviendo a la peregrina historia de que se trata su primitivo carácter, que nunca dudamos fuera aquel en que salía mejor librado el decoro. Ni ¿cómo dudarlo? Esta clase de relaciones, al rodar por las manos del vulgo, nunca se desnaturalizan para hacerse más bellas, delicadas y decentes, sino para estropearse y percudirse al contacto de la ordinariez y la chabacanería.

Tal es la historia del presente libro.... Conque metámonos ya en harina; quiero decir, demos comienzo a la Relación de El Corregidor y la Molinera, no sin esperar de tu sano juicio (¡oh respetable público!) que «después de haberla leído y héchote más cruces que si hubieras visto al demonio (como dijo Estebanillo González al principiar la suya), la tendrás por digna y merecedora de haber salido a luz».

Julio de 1874

[Este último párrafo sustituyó a los que siguen en la edición previa]

Lo primero que hicimos con aquel intento fue cederle el asunto (como se dice entre escritores), a nuestro querido y malogrado amigo D. José Joaquín Villanueva, que se enamoró perdidamente de él, y que tan a pedir de boca lo hubiera desempeñado con aquella sana y castiza pluma que escribió las Avispas y la Franqueza. Pero, ;ay! Villanueva murió, cuando diz que apenas llevaba bosquejado el principio de una zarzuela titulada El que se fue a Sevilla... (cuyo argumento era el mismo de la presente obra), y todo se quedó en tal estado hasta el año de 1866.