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Pedro Antonio de Alarcón fue uno de los más destacados autores del romanticismo español de entronque realista. Con la novela corta "El sombrero de tres picos", publicada en 1874, alcanzó el cénit de su carrera literaria, narrando, con virtuosa ironía, el paso del Antiguo al Nuevo Régimen simbolizado por un sombrero de tres canales o aguas frente al más distinguido de copa que terminaría por imponerse.
"El sombrero de tres picos" es una ingeniosa trama de enredo amoroso con humor, ironía, y un simpático catálogo de personajes que configura un agudo retrato social de la época en la que transcurre la acción.
El libro, con trazos costumbristas, narra las ansias de un comendador por conseguir los favores sentimentales de una atractiva molinera.
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EL SOMBRERO DE TRES PICOS
Capítulo 1 - De cuándo sucedió la cosa
Capítulo 2 - De cómo vivía entonces la gente
Capítulo 3 - Do ut des
Capítulo 4 - Una mujer vista por fuera
Capítulo 5 - Un hombre visto por fuera y por dentro
Capítulo 6 - Habilidades de los dos cónyuges
Capítulo 7 - El fondo de la felicidad
Capítulo 8 - El hombre del sombrero de tres picos
Capítulo 9 - ¡Arre, burra!
Capítulo 10 - Desde la parra
Capítulo 11 - El bombardeo de Pamplona
Capítulo 12 - Diezmos y primicias
Capítulo 13 - Le dijo el grajo al cuervo
Capítulo 14 - Los consejos de Garduña
Capítulo 15 - Despedida en prosa
Capítulo 16 - Un ave de mal agüero
Capítulo 17 - Un alcalde de monterilla
Capítulo 18 - Donde se verá que el tío Lucas tenía el sueño muy ligero
Capítulo 19 - Voces clamantes in deserto
Capítulo 20 - La duda y la realidad
Capítulo 21 - ¡En guardia, caballero!
Capítulo 22 - Garduña se multiplica
Capítulo 23 - Otra vez el desierto y las consabidas voces
Capítulo 24 - Un Rey de entonces
Capítulo 25 - La estrella de Garduña
Capítulo 26 - Reacción
Capítulo 27 - ¡Favor al Rey!
Capítulo 28 - ¡Ave María Purísima! ¡Las doce y media y sereno!
Capítulo 29 - Post nubila... Diana
Capítulo 30 - Una señora de clase
Capítulo 31 - La pena del talión
Capítulo 32 - La fe mueve las montañas
Capítulo 33 - Pues ¿y tú?
Capítulo 34 - También la Corregidora es guapa
Capítulo 35 - Decreto imperial
Capítulo 36 - Conclusión, moraleja y epílogo
Historia verdadera de un sucedido que anda en romances, escrita ahora tal y como pasó
Pedro Antonio de Alarcón
De cuándo sucedió la cosa
Comenzaba este largo siglo, que ya va de vencida. No se sabe fijamente el año: sólo consta que era después del de 4 y antes del de 8.
Reinaba, pues, todavía en España don Carlos IV de Borbón; por la gracia de Dios, según las monedas, y por olvido o gracia especial de Bonaparte, según los boletines franceses. Los demás soberanos europeos descendientes de Luis XIV habían perdido ya la corona (y el Jefe de ellos la cabeza) en la deshecha borrasca que corría esta envejecida parte del mundo desde 1789.
Ni paraba aquí la singularidad de nuestra patria en aquellos tiempos. El Soldado de la Revolución, el hijo de un oscuro abogado corso, el vencedor en Rívoli, en las Pirámides, en Marengo y en otras cien batallas, acababa de ceñirse la corona de Carlo Magno y de transfigurar completamente la Europa, creando y suprimiendo naciones, borrando fronteras, inventando dinastías y haciendo mudar de forma, de nombre, de sitio, de costumbres y hasta de traje a los pueblos por donde pasaba en su corcel de guerra como un terremoto animado, o como el «Antecristo», que le llamaban las Potencias del Norte… Sin embargo, nuestros padres (Dios les tenga en su santa Gloria), lejos de odiarlo o de temerle, complacíanse aún en ponderar sus descomunales hazañas, como si se tratase del héroe de un libro de caballerías, o de cosas que sucedían en otro planeta, sin que ni por asomo recelasen que pensara nunca en venir por acá a intentar las atrocidades que había hecho en Francia, Italia, Alemania y en otros países. Una vez por semana (y dos a lo sumo) llegaba el correo de Madrid a la mayor parte de las poblaciones importantes de la Península, llevando algún número de la Gaceta (que tampoco era diaria), y por ella sabían las personas principales (suponiendo que la Gaceta hablase del particular) si existía un estado más o menos allende el Pirineo, si se había reñido otra batalla en que peleasen seis u ocho reyes y emperadores, y si Napoleón se hallaba en Milán, en Bruselas o en Varsovia… Por lo demás, nuestros mayores seguían viviendo a la antigua española, sumamente despacio, apegados a sus rancias costumbres, en paz y en gracia de Dios, con su Inquisición y sus frailes, con su pintoresca desigualdad ante la ley, con sus privilegios, fueros y exenciones personales, con su carencia de toda libertad municipal o política, gobernados simultáneamente por insignes obispos y poderosos corregidores (cuyas respectivas potestades no era muy fácil deslindar, pues unos y otros se metían en lo temporal y en lo eterno), y pagando diezmos, primicias, alcabalas, subsidios, mandas y limosnas forzosas, rentas, rentillas, capitaciones, tercias reales, gabelas, frutos-civiles, y hasta cincuenta tributos más, cuya nomenclatura no viene a cuento ahora.
Y aquí termina todo lo que la presente historia tiene que ver con la militar y política de aquella época; pues nuestro único objeto, al referir lo que entonces sucedía en el mundo, ha sido venir a parar a que el año de que se trata (supongamos que el de 1805) imperaba todavía en España el antiguo régimen en todas las esferas de la vida pública y particular, como si, en medio de tantas novedades y trastornos, el Pirineo se hubiese convertido en otra Muralla de la China.
En Andalucía, por ejemplo (pues precisamente aconteció en una ciudad de Andalucía lo que vais a oír), las personas de suposición continuaban levantándose muy temprano; yendo a la Catedral a misa de prima, aunque no fuese día de precepto: almorzando, a las nueve, un huevo frito y una jícara de chocolate con picatostes; comiendo, de una a dos de la tarde, puchero y principio, si había caza, y, si no, puchero sólo; durmiendo la siesta después de comer; paseando luego por el campo; yendo al rosario, entre dos luces, a su respectiva parroquia; tomando otro chocolate a la oración (éste con bizcochos); asistiendo los muy encopetados a la tertulia del corregidor, del deán, o del título que residía en el pueblo; retirándose a casa a las ánimas; cerrando el portón antes del toque de la queda; cenando ensalada y guisado por antonomasia, si no habían entrado boquerones frescos, y acostándose incontinenti con su señora (los que la tenían), no sin hacerse calentar primero la cama durante nueves meses del año…
¡Dichosísimo tiempo aquel en que nuestra tierra seguía en quieta y pacífica posesión de todas las telarañas, de todo el polvo, de toda la polilla, de todos los respetos, de todas las creencias, de todas las tradiciones, de todos los usos y de todos los abusos santificados por los siglos! ¡Dichosísimo tiempo aquel en que había en la sociedad humana variedad de clases, de afectos y de costumbres! ¡Dichosísimo tiempo, digo… , para los poetas especialmente, que encontraban un entremés, un sainete, una comedia, un drama, un auto sacramental o una epopeya detrás de cada esquina, en vez de esta prosaica uniformidad y desabrido realismo que nos legó al cabo la Revolución Francesa! ¡Dichosísimo tiempo, sí!…
Pero esto es volver a las andadas. Basta ya de generalidades y de circunloquios, y entremos resueltamente en la historia de El sombrero de tres picos.
En aquel tiempo, pues, había cerca de la ciudad de *** un famoso molino harinero (que ya no existe), situado como a un cuarto de legua de la población, entre el pie de suave colina poblada de guindos y cerezos y una fertilísima huerta que servía de margen (y algunas veces de lecho) al titular intermitente y traicionero río.
Por varias y diversas razones, hacía ya algún tiempo que aquel molino era el predilecto punto de llegada y descanso de los paseantes más caracterizados de la mencionada ciudad… Primeramente, conducía a él un camino carretero, menos intransitable que los restantes de aquellos contornos. En segundo lugar, delante del molino había una plazoletilla empedrada, cubierta por un parral enorme, debajo del cual se tomaba muy bien el fresco en el verano y el sol en el invierno, merced a la alternada ida y venida de los pámpanos…
En tercer lugar, el Molinero era un hombre muy respetuoso, muy discreto, muy fino, que tenía lo que se llama don de gentes, y que obsequiaba a los señorones que solían honrarlo con su tertulia vespertina, ofreciéndoles… lo que daba el tiempo, ora habas verdes, ora cerezas y guindas, ora lechugas en rama y sin sazonar (que están muy buenas cuando se las acompaña de macarros de pan de aceite; macarros que se encargaban de enviar por delante sus señorías), ora melones, ora uvas de aquella misma parra que les servía de dosel, ora rosetas de maíz, si era invierno, y castañas asadas, y almendras, y nueces, y de vez en cuando, en las tardes muy frías, un trago de vino de pulso (dentro ya de la casa y al amor de la lumbre), a lo que por Pascuas se solía añadir algún pestiño, algún mantecado, algún rosco o alguna lonja de jamón alpujarreño.
-¿Tan rico era el Molinero, o tan imprudentes sus tertulianos? -exclamaréis interrumpiéndome.
Ni lo uno ni lo otro. El Molinero sólo tenía un pasar, y aquellos caballeros eran la delicadeza y el orgullo personificados. Pero en unos tiempos en que se pagaban cincuenta y tantas contribuciones diferentes a la Iglesia y al Estado, poco arriesgaba un rústico de tan claras luces como aquél en tenerse ganada la voluntad de regidores, canónigos, frailes, escribanos y demás personas de campanillas. Así es que no faltaba quien dijese que el tío Lucas (tal era el nombre del Molinero) se ahorraba un dineral al año a fuerza de agasajar a todo el mundo.
-«Vuestra Merced me va a dar una puertecilla vieja de la casa que ha derribado», decíale a uno. «Vuestra Señoría (decíale a otro) va a mandar que me rebajen el subsidio, o la alcabala, o la contribución de frutos-civiles.» «Vuestra Reverencia me va a dejar coger en la huerta del Convento una poca hoja para mis gusanos de seda.» «Vuestra Ilustrísima me va a dar permiso para traer una poca leña del monte X.» «Vuestra Paternidad me va a poner dos letras para que me permitan cortar una poca madera en el pinar H.» «Es menester que me haga Usarcé una escriturilla que no me cueste nada.» «Este año no puedo pagar el censo.» «Espero que el pleito se falle a mi favor.» «Hoy le he dado de bofetadas a uno, y creo que debe ir a la cárcel por haberme provocado.» «¿Tendría su Merced tal cosa de sobra?» «¿Le sirve a Usted de algo tal otra?» «¿Me puede prestar la mula?» «¿Tiene ocupado mañana el carro?» «¿Le parece que envíe por el burro?… »
Y estas canciones se repetían a todas horas, obteniendo siempre por contestación un generoso y desinteresado… «Como se pide.»
Conque ya veis que el tío Lucas no estaba en camino de arruinarse.