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Se basa en el romance El molinero de Alarcos, y según las palabras del autor: "Hace mucho tiempo que concebimos el propósito de restablecer la verdad de las cosas, devolviendo a la peregrina historia su primitivo carácter, pues esta clase de relaciones, al rodar por las manos del vulgo, nunca se desnaturalizan para hacerse más bellas, delicadas y decentes, sino, para estropearse y percudirse al contacto de la ordinariez y la chabacanería".
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Veröffentlichungsjahr: 2017
Pedro Antonio de Alarcón
Al señor D. JOSÉ SALVADOR DE SALVADOR
dedicó esta obra
P. A. DE ALARCÓN
Julio de 1874
Prefacio del autor Pocos españoles, aun contando a los menos sabios y leídos, desco-nocerán la historieta vulgar que sirve de fun-damento a la presente obrilla.
Un zafio pastor de cabras, que nunca había salido de la escondida Cortijada en que nació, fue el primero a quien nosotros se la oímos referir. -Era el tal uno de aquellos rústicos sin ningunas letras, pero naturalmente ladinos y bufones, que tanto papel hacen en nuestra literatura nacional con el dictado de pícaros.
Siempre que en la Cortijada había fiesta, con motivo de boda o bautizo, o de solemne visita de los amos, tocábale a él poner los juegos de chasco y pantomima, hacer las payasadas y recitar los Romances y Relaciones; -y precisamente en una ocasión de éstas (hace ya casi toda una vida…, es decir, hace ya más de treinta y cinco años), tuvo a bien deslum-brar y embelesar cierta noche nuestra ino-cencia (relativa) con el cuento en verso de El Corregidor Y La Molinera, o sea de El Molinero Y La Corregidora, que hoy ofrecemos nosotros al público bajo el nombre más tras-cendental y filosófico (pues así lo requiere la gravedad de estos tiempos) de El Sombrero De Tres Picos.
Recordamos, por señas, que cuando el pastor nos dio tan buen rato, las muchachas ca-saderas allí reunidas se pusieron muy colora-das, de donde sus madres dedujeron que la historia era algo verde, por lo cual pusieron ellas al pastor de oro y azul; pero el pobre Repela (así se llamaba el pastor) no se mor-dió la lengua, y contestó diciendo: que no había por qué escandalizarse de aquel modo, pues nada resultaba de su Relación que no supiesen hasta las monjas y hasta las niñas de cuatro años…
- Y si no, vamos a ver -preguntó el cabrero-
: ¿qué se saca en claro de la historia de El Corregidor Y La Molinera? ¡Que los casados duermen juntos, y que ningún marido le acomoda que otro hombre duerma con su mujer! ¡Me parece que la noticia!… -¡Pues es verdad! -respondieron las madres, oyendo las carcajadas de sus hijas.
- La prueba de que el tío Repela tiene razón
-observó en esto el padre del novio-, es que todos los chicos y grandes aquí presentes se han enterado ya de que esta noche, así que se acabe el baile, Juanete y Manolilla estre-narán esa hermosa cama de matrimonio que la tía Gabriela acaba de enseñar a nuestras hijas para que admiren los bordados de los almohadones… -¡Hay más! -dijo el abuelo de la novia-: hasta en el libro de la Doctrina y en los mismos Sermones se habla a los niños de todas estas cosas tan naturales, al ponerlos al corriente de la larga esterilidad de Nuestra Señora Santa Ana, de la virtud del casto Jo-sé, de la estratagema de Judit, y de otros muchos milagros que no recuerdo ahora. Por consiguiente, señores… -¡Nada, nada, tío Repela! -exclamaron valerosamente las muchachas-. ¡Diga V. otra vez su Relación; que es muy divertida! -¡Y hasta muy decente! -
continuó el abuelo-. Pues en ella no se acon-seja a nadie que sea malo; ni se le enseña a serlo; ni queda sin castigo el que lo es… -
¡Vaya! ¡repítala V.! -dijeron al fin consisto-rialmente las madres de familia.
El tío Repela volvió entonces a recitar el Romance; y, considerado ya su texto por todos a la luz de aquella crítica tan ingenua, hallaron que no había pero que ponerle; lo cual equivale a decir que le concedieron las licencias necesarias.
***
Andando los años, hemos oído muchas y muy diversas versiones de aquella misma aventura de El Molinero Y La Corregidora, siempre de labios de graciosos de aldea y de cortijo, por el orden del ya difunto Repela, y además la hemos leído en letras de molde en diferentes Romances de ciego y hasta en el famoso Romancero del inolvidable D. Agustín Durán.
El fondo del asunto resulta idéntico: tragi-cómico, zumbón y terriblemente epigramáti-co, como todas las lecciones dramáticas de moral de que se enamora nuestro pueblo; pero la forma, el mecanismo accidental, los procedimientos casuales, difieren mucho, muchísimo, del relato de nuestro pastor, tanto, que éste no hubiera podido recitar en la Cortijada ninguna de dichas versiones, ni aun aquellas que corren impresas, sin que antes se tapasen los oídos las muchachas en estado honesto, o sin exponerse a que sus madres le sacaran los ojos. ¡A tal punto han extremado y pervertido los groseros patanes de otras provincias el caso tradicional que tan sabro-so, discreto y pulcro resultaba en la versión del clásico Repela!
Hace, pues, mucho tiempo que concebimos el propósito de restablecer la verdad de las cosas, devolviendo a la peregrina historia de que se trata su primitivo carácter, que nunca dudamos fuera aquel en que salía mejor li-brado el decoro. Ni ¿cómo dudarlo? Esta clase de Relaciones, al rodar por las manos del vulgo, nunca se desnaturalizan para hacerse más bellas, delicadas y decentes, sino para estropearse y percudirse al contacto de la ordinariez y la chabacanería.
Tal es la historia del presente libro… Conque metámonos ya en harina; quiero decir, demos comienzo a la Relación de El Corregidor Y La Molinera, no sin esperar de tu sano juicio (¡oh respetable público!) que «después de haberla leído y héchote más cruces que si hubieras visto al demonio (como dijo Esteba-nillo González al principiar la suya), la tendrás por digna y merecedora de haber salido a luz».
Julio de 1874.
De cuándo sucedió la cosa Comenzaba este largo Siglo, que ya va de vencida. No se sabe fijamente el año: sólo consta que era después del de 4 y antes del de 8.
Reinaba, pues, todavía en España Don Carlos IV de Borbón; por la gracia de Dios, se-gún las monedas, y por olvido o gracia especial de Bonaparte, según los boletines franceses. Los demás soberanos europeos descendientes de Luis XIV habían perdido ya la corona (y el jefe de ellos la cabeza) en la des-hecha borrasca que corría esta envejecida Parte del mundo desde 1789.
Ni paraba aquí la singularidad de nuestra patria en aquellos tiempos. El Soldado de la Revolución, el hijo de un oscuro abogado cor-so, el vencedor en Rívoli, en las Pirámides, en Marengo y en otras cien batallas, acababa de ceñirse la corona de Carlo-Magno y de trans-figurar completamente la Europa, creando y suprimiendo naciones, borrando fronteras, inventando dinastías y haciendo mudar de forma, de nombre, de sitio, de costumbres y hasta de traje a los pueblos por donde pasaba en su corcel de guerra como un terremoto animado, o como el «Antecristo», que le lla-maban las Potencias del Norte… Sin embargo, nuestros padres (Dios los tenga en su santa Gloria), lejos de odiarlo o de temerle, com-placíanse aún en ponderar sus descomunales hazañas, como si se tratase del héroe de un Libro de Caballerías, o de cosas que sucedían en otro planeta, sin que ni por asomos rece-lasen que pensara nunca en venir por acá a intentar las atrocidades que había hecho en Francia, Italia, Alemania y otros países. Una vez por semana (y dos a lo sumo) llegaba el correo de Madrid a la mayor parte de las po-blaciones importantes de la Península, llevando algún número de la Gaceta (que tampoco era diaria), y por ella sabían las personas principales (suponiendo que la Gaceta hablase del particular) si existía un Estado más o menos allende el Pirineo, si se había reñido otra batalla en que peleasen seis u ocho Reyes y Emperadores, y si NAPOLEÓN
se hallaba en Milán, en Bruselas o en Varso-via… Por lo demás, nuestros mayores seguían viviendo a la antigua española, sumamente despacio, apegados a sus rancias costumbres, en paz y en gracia de Dios, con su Inquisición y sus Frailes, con su pintoresca des-igualdad ante la Ley, con sus privilegios, fue-ros y exenciones personales, con su carencia de toda libertad municipal o política, gobernados simultáneamente por insignes Obispos y poderosos Corregidores (cuyas respectivas potestades no era muy fácil deslindar pues unos y otros se metían en lo temporal y en lo eterno), y pagando diezmos, primicias, alcabalas, subsidios, mandas y limosnas forzosas, rentas, rentillas, capitaciones, tercias reales, gabelas, frutos-civiles, y hasta cincuenta tri-butos más, cuya nomenclatura no viene a cuento ahora.
Y aquí termina todo lo que la presente historia tiene que ver con la militar y política de aquella época; pues nuestro único objeto, al referir lo que entonces sucedía en el mundo, ha sido venir a parar a que el año de que se trata (supongamos que el de 1805) imperaba todavía en España el antiguo régimen en todas las esferas de la vida pública y particular, como si, en medio de tantas novedades y trastornos, el Pirineo se hubiese convertido en otra Muralla de la China.
De cómo vivía entonces la gente En Andalucía, por ejemplo (pues precisamente aconte-ció en una ciudad de Andalucía lo que vais a oír), las personas de suposición continuaban levantándose muy temprano; yendo a la Catedral a Misa de prima, aunque no fuese día de precepto; almorzando, a las nueve, un huevo frito y una jícara de chocolate con pi-catostes; comiendo, de una a dos de la tarde, puchero y principio, si había caza, y, si no, puchero solo; durmiendo la siesta después de comer; paseando luego por el campo; yendo al Rosario, entre dos luces, a su respectiva parroquia; tomando otro chocolate a la Oración (éste con bizcochos); asistiendo los muy encopetados a la tertulia del Corregidor, del Deán, o del Título que residía en el pueblo; retirándose a casa a las Ánimas; cerrando el portón antes del toque de la queda; cenando ensalada y guisado por antopomasia, si no habían entrado boquerones frescos, y acostándose incontinenti con su señora (los que la tenían), no sin hacerse calentar primero la cama durante nueve meses del año… ¡Dichosísimo tiempo aquel en que nuestra tierra seguía en quieta y pacífica posesión de todas las telarañas, de todo el polvo, de toda la polilla, de todos los respetos, de todas las creencias, de todas las tradiciones, de todos los usos y de todos los abusos santificados por los siglos! ¡Dichosísimo tiempo aquel en que había en la sociedad humana variedad de clases, de afectos y de costumbres! ¡Dichosí-
simo tiempo, digo…, para los poetas espe-cialmente, que encontraban un entremés, un sainete, una comedia, un drama, un auto sacramental o una epopeya detrás de cada esquina, en vez de esta prosaica uniformidad y desabrido realismo que nos legó al cabo la Revolución Francesa! -¡Dichosísimo tiempo, sí!…
Pero esto es volver a las andadas. Basta ya de generalidades y de circunloquios, y en-tremos resueltamente en la historia del Sombrero de tres picos.
Lesen Sie weiter in der vollständigen Ausgabe!
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