El último detalle - Harlan Coben - E-Book

El último detalle E-Book

Harlan Coben

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Beschreibung

El plácido descanso caribeño de Myron Bolitar junto a una curvilínea presentadora de la CNN se ve bruscamente interrumpido por una mala noticia: Esperanza Díaz, socia de Myron en MB SportsReps, agencia deportiva con sede en Manhattan, ha sido detenida por asesinato. La acusan de haber acabado con la vida de Clu Haid, pitcher de los New York Yankees, hermano de fraternidad de Myron en la Universidad de Duke y cliente de la agencia en la actualidad; el muerto, una estrella del béisbol en declive, se había visto envuelto últimamente en un escándalo de consumo de heroína, lo que acabó definitivamente con su carrera. Cuando Bolitar llega a Nueva York se encuentra con que ni Esperanza ni su abogado quieren hablar con él. Sólo una cosa está clara: la mujer oculta algo. La investigación le conduce a hechos y lugares sórdidos, incluido un lamentable incidente de su propio pasado que preferiría olvidar, y, sin saber cómo, ha llegado a un callejón sin salida: todo le señala como único sospechoso.

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Título original: The Final Detail

© Harlan Coben, 1999

© traducción de Alberto Coscarelli, 2010

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2013.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

OEBO244

ISBN: 978-84-9006-638-6

Conversión a libro electrónico: Víctor Igual, S. L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Portada

Créditos

Cita

Cap. 1

Cap. 2

Cap. 3

Cap. 4

Cap. 5

Cap. 6

Cap. 7

Cap. 8

Cap. 9

Cap. 10

Cap. 11

Cap. 12

Cap. 13

Cap. 14

Cap. 15

Cap. 16

Cap. 17

Cap. 18

Cap. 19

Cap. 20

Cap. 21

Cap. 22

Cap. 23

Cap. 24

Cap. 25

Cap. 26

Cap. 27

Cap. 28

Cap. 29

Cap. 30

Cap. 31

Cap. 32

Cap. 33

Cap. 34

Cap. 35

Cap. 36

Cap. 37

Cap. 38

Cap. 39

Cap. 40

Otros títulos

Para la tía Evelyn de Revere, con mucho, muchísimo amor.

Y en memoria de Larry Gerson (1962-1998).

Cierras los ojos y todavía ves su sonrisa

1

Myron estaba tumbado junto a una preciosa morena vestida sólo con un tanga, sostenía una bebida tropical sin sombrilla en una mano, el agua turquesa del Caribe le remojaba los pies, la arena era una resplandeciente alfombra de polvo blanco, el cielo de un azul tan puro que sólo podía ser el lienzo vacío de Dios, el sol relajante y tibio como una masajista sueca con una copa de coñac, pero él se sentía totalmente desgraciado.

Los dos llevaban en esa isla paradisíaca unas, calculaba, tres semanas. Myron no se había molestado en contar los días. Suponía que tampoco Terese. La isla parecía tan remota como la de Gilligan’s: sin teléfono, algunas luces, sin coches, muchísimo lujo, nada parecido a Robinson Crusoe, y bueno, tampoco tan primitiva como podía serlo. Myron sacudió la cabeza. Puedes apartar al chico de la televisión, pero no puedes quitar la televisión de la cabeza del chico.

En un punto medio del horizonte, avanzando hacia ellos y abriendo una herida blanca en la tela turquesa, apareció el yate. Cuando Myron lo vio, se le encogió el estómago.

No sabía con precisión dónde estaban, aunque la isla tenía un nombre: Saint Bacchanals. Sí, en serio. Era un pequeño trozo del planeta propiedad de una de aquellas megalíneas de cruceros que utilizaban una parte de la isla para que los pasajeros nadasen, preparasen barbacoas y disfrutasen de un día en «su isla paradisíaca personal». Personal. Sólo ellos y los otros dos mil quinientos turistas apretados en un pequeño trozo de playa. Sí, personal, muy bacanal.

Ese lado de la isla, en cambio, era muy diferente. Había una única casa, propiedad del director ejecutivo de la línea de cruceros, un híbrido entre una choza con techo de paja y la finca de una plantación. La única persona en un radio de dos kilómetros era un criado. La población total de la isla: quizás unos treinta, todos empleados de la empresa de cruceros.

El yate apagó el motor y se acercó.

Terese Collins deslizó nariz abajo las gafas de sol Bolle y frunció el entrecejo. En tres semanas ninguna embarcación, excepto los enormes barcos de cruceros —que tenían nombres tan sutiles como Sensación, Éxtasis o Punto G—, había pasado por delante de su trozo de arena.

—¿Le has dicho a alguien dónde estábamos? —preguntó Terese.

—No.

—Quizá sea John.

John era el antes mencionado director ejecutivo de la mencionada empresa de cruceros, un amigo de Terese.

—No lo creo —dijo Myron.

Myron había conocido a Terese Collins hacía, siendo generosos, unas tres semanas. Terese estaba «de vacaciones» de su empleo como presentadora de la CNN en el horario de máxima audiencia. Unos amigos bien intencionados les habían llevado casi a la fuerza a una fiesta de beneficencia y de inmediato se habían sentido atraídos el uno por el otro, como si su desgracia y dolor mutuos fuesen imanes. Comenzó como un poco más que un reto: déjalo todo y escapa. Desaparece con alguien que encuentras atractivo y apenas conoces. Ninguno de los dos se echó atrás, y doce horas más tarde estaban en Saint Maarten. Veinticuatro horas después, estaban ahí.

A Myron, un hombre que había dormido con un total de cuatro mujeres en toda su vida, que nunca había disfrutado con citas de una sola noche, ni siquiera en los días en que estaban de moda o claramente libres de cualquier enfermedad, que nunca había mantenido relaciones sexuales sólo por la sensación física, sin las anclas del amor o el compromiso, la decisión de huir le había parecido del todo correcta.

No le había dicho a nadie adónde iba o durante cuánto tiempo. Sobre todo porque él mismo no tenía ni idea. Había llamado a sus padres y les había dicho que no se preocupasen, algo equivalente a decirles que desarrollasen agallas y respirasen bajo el agua. Le había enviado a Esperanza un fax y le había dado poderes para administrar MB SportsReps, la agencia deportiva que ahora dirigían en sociedad. Ni siquiera había llamado a Win.

Terese lo miraba.

—Sabes quién es.

Myron no dijo nada. Se le aceleró el pulso.

El yate se acercó. Se abrió la puerta de la cabina en la proa, y como Myron se temía, Win apareció en cubierta. El pánico lo dejó sin aire. Win no era de los que hacían visitas casuales. Si estaba ahí, significaba que algo iba muy mal.

Myron se levantó. Aún estaba demasiado lejos para gritar, así que se limitó a levantar una mano. Win asintió con un gesto.

—Espera un segundo —dijo Terese—. ¿No es el tipo cuya familia es propietaria de Lock-Horne Securities?

—Sí.

—Le entrevisté una vez. Cuando el mercado se hundió. Tiene un nombre largo y pomposo.

—Windsor Horne Lockwood III —dijo Myron.

—Sí. Un tipo extraño.

Si ella supiese.

—Guapo como el que más —continuó Terese—, con ese estilo del dinero-rancio, club-de-campo, nacido-con-un-palo-de-golf-deplata-en-las-manos.

Como si la hubiese escuchado, Win se pasó una mano por los rizos rubios y sonrió.

—Vosotros dos tenéis algo en común —dijo Myron.

—¿Qué?

—Ambos creéis que es guapo como el que más.

Terese observó el rostro de Myron.

—Vas a regresar.

Había una nota de aprensión en su voz.

—Win no hubiese venido por ningún otro motivo —asintió Myron.

Terese le cogió la mano. Era el primer momento de ternura entre ellos en las tres semanas desde la fiesta de beneficencia. Podía parecer extraño —amantes solitarios en una isla, sexo constante, ni un beso amable, ni una suave caricia o unas palabras susurradas—, pero su relación iba de olvidar y sobrevivir: dos almas desesperadas de pie entre los escombros, sin ningún interés en reconstruir absolutamente nada.

Terese había pasado la mayor parte de los días dando largos paseos en solitario. Él los había pasado sentado en la playa haciendo ejercicio o algunas veces leyendo. Se encontraban para comer, dormir y el sexo. Por lo demás, se dejaban solos el uno al otro, si no para curarse, al menos para restañar la herida. Myron sabía que Terese también había sido vapuleada, que alguna tragedia reciente la había golpeado muy hondo y duro, hasta el tuétano. Pero nunca le había preguntado qué había pasado. Ella tampoco se lo había preguntado a él.

Una regla tácita de su pequeña locura.

El yate se detuvo y echó el ancla. Win bajó a una pequeña motora. Myron aguardó. Se movió sobre los pies como si se preparase. Cuando la embarcación se acercó lo suficiente a la orilla, Win apagó el motor.

—¿Mis padres? —gritó Myron.

Win sacudió la cabeza.

—Están bien.

—¿Esperanza?

Un leve titubeo.

—Necesita tu ayuda.

Win metió los pies en el agua con mucha cautela, casi como si esperase que sostuviese su peso. Iba vestido con una camisa blanca de tela Oxford de manga larga, un pantalón corto Lilly Pulitzer de unos colores tan chillones como para repeler a los tiburones. El Yuppie Marinero. Su constitución era delgada, pero los antebrazos parecían serpientes de acero que se movían debajo de la piel.

Terese se puso de pie cuando Win se acercó. Win admiró la vista sin que se le salieran los ojos de las órbitas. Era uno de los pocos hombres que Myron conocía capaces de hacerlo. Cuestión de educación. Cogió la mano de Terese y sonrió. Intercambiaron un saludo. Las sonrisas falsas y las palabras inútiles lo siguieron. Myron permanecía rígido, sin escuchar. Terese se disculpó y fue hacia la casa.

Win miró atentamente cómo se alejaba. Después dijo:

—Un culo de primera clase.

—¿Te refieres a mí? —preguntó Myron.

Win mantuvo la mirada bien atenta en el objetivo.

—En la tele siempre aparece sentada detrás de la mesa —comentó—. Uno nunca adivinaría que tiene un culo tan perfecto. —Sacudió la cabeza—. La verdad, un auténtico desperdicio.

—Sí —dijo Myron—. Quizá debería levantarse un par de veces durante cada informativo. Darse unas cuantas vueltas, agacharse, cosas por el estilo.

—Ya estás con lo de siempre. —Win arriesgó una rápida mirada a Myron—. ¿Habéis tomado alguna foto de la acción, tal vez filmado un vídeo?

—No, eso es lo que harías tú —señaló Myron—, o quizás una estrella del rock muy pervertida.

—Una pena.

—Sí, una pena, entendido. —¿Un culo de primera?—. ¿Qué pasa con Esperanza?

Terese por fin desapareció a través de la puerta principal. Win exhaló un suave suspiro y se volvió hacia Myron.

—El yate tardará media hora en repostar. Entonces nos marcharemos. ¿Te importa si me siento?

—¿Qué ha pasado, Win?

No respondió, sino que se sentó en una tumbona y se reclinó. Entrelazó las manos detrás de la cabeza y cruzó los tobillos.

—Te diré una cosa. Cuando decides darte el piro, lo haces por todo lo alto.

—No me he dado el piro. Sólo necesitaba un descanso.

—Sí, sí.

Win miró a la distancia, y la comprensión golpeó a Myron en la cabeza. Había herido los sentimientos de Win. Extraño pero probablemente cierto. Win podía ser un sociópata aristocrático de sangre azul, pero, ah amigo, todavía era humano, más o menos. Los dos hombres habían sido inseparables desde la facultad, y no obstante Myron se había largado sin ni siquiera llamarlo. En muchos sentidos, Win no tenía a nadie más.

—Pensaba llamarte —dijo Myron con voz débil.

Win se mantuvo inmóvil.

—Pero sabía que si se presentaba algún problema, serías capaz de encontrarme.

Era verdad. Win podía encontrar la legendaria aguja en un pajar.

Win agitó una mano.

—Lo que tú digas.

—¿A ver, qué pasa con Esperanza?

—Clu Haid.

El primer cliente de Myron, un lanzador diestro suplente en el ocaso de su carrera.

—¿Qué pasa con él?

—Está muerto —respondió Win.

Myron sintió que las piernas le flaqueaban un poco. Se dejó caer en la tumbona.

—Le dispararon tres veces en su propia casa.

Myron bajó la cabeza.

—Creía que se había enderezado.

Win no dijo nada.

—¿Qué tiene que ver Esperanza con esto?

Win consultó su reloj.

—Más o menos a esta hora con toda probabilidad la están arrestando por su asesinato.

—¿Qué?

Una vez más. Win no dijo nada. Detestaba repetirse.

—¿Creen que Esperanza lo mató?

—Me alegra ver que las vacaciones no han perjudicado tus agudos poderes de deducción.

Win volvió la cara hacia el sol.

—¿Qué pruebas tienen?

—Para empezar, el arma asesina. Manchas de sangre. Fibras. ¿Tienes un protector solar?

—¿Pero cómo…? —Myron observó el rostro de su amigo. Como siempre, no dejaba traslucir nada—. ¿Lo hizo?

—No tengo ni idea.

—¿Se lo preguntaste?

—Esperanza no quiere hablar conmigo.

—¿Qué?

—Tampoco quiere hablar contigo.

—No lo comprendo. Esperanza no mataría a nadie.

—Estás muy seguro de ello, ¿no?

Myron tragó saliva. Había creído que su reciente experiencia le ayudaría a comprender mejor a Win. Él también había matado. Es más, a menudo. Ahora que Myron había hecho lo mismo, creía que debería haber un nuevo vínculo. Pero no lo había. En realidad, todo lo contrario. La experiencia compartida estaba abriendo un nuevo abismo.

Win consultó su reloj.

—¿Por qué no vas a preparar la maleta?

—No tengo nada que necesite llevarme.

Win señaló hacia la casa. Terese estaba allí y los miraba en silencio.

—Entonces di adiós al culo de primera y pongámonos en marcha.

2

Terese se había puesto una bata. Se apoyó en el marco de la puerta y esperó.

Myron no sabía qué decir. Se decidió por un:

—Gracias.

Ella asintió.

—¿Quieres venir? —preguntó Myron.

—No.

—No puedes quedarte aquí para siempre.

—¿Por qué no?

Myron lo pensó un momento.

—¿Sabes algo de boxeo?

Terese olisqueó el aire.

—¿Detecto el claro olor de una metáfora deportiva?

—Eso me temo —dijo Myron.

—Uf. Continúa.

—Todo este asunto es como un combate de boxeo —comenzó Myron—. Hemos estado esquivando, retrocediendo, eludiendo e intentando mantenernos alejados de nuestro oponente. Pero sólo podemos hacerlo durante un tiempo. Al final tendremos que lanzar un puñetazo.

Terese hizo una mueca.

—Vaya, da pena.

—Una ocurrencia del momento.

—Y no muy acertada —añadió ella—. A ver qué te parece ésta. Hemos probado el poder de nuestro oponente. Nos ha tumbado en la lona. De alguna manera conseguimos ponernos de pie. Pero nuestras piernas todavía son de goma, y nuestros ojos apenas si ven. Otro gran golpe y la pelea se acabará. Lo mejor será seguir bailando. Lo mejor es evitar que te peguen y esperar y mantener la distancia.

Difícil de rebatir.

Guardaron silencio.

—Si vienes a Nueva York, llámame y… —dijo Myron.

—Vale.

Silencio.

—Sabemos lo que pasará —continuó Terese—. Nos encontraremos para tomar una copa, quizá nos metamos en la cama, pero no será lo mismo. Estaríamos incómodos a más no poder. Fingiremos que nos volveremos a reunir, y ni siquiera nos mandaremos una felicitación de Navidad. No somos amantes, Myron. Ni siquiera amigos. No sé qué demonios somos, pero estoy agradecida.

Se oyó el graznido de un pájaro. Las pequeñas olas entonaron su dulce canción. Win estaba en la playa, con los brazos cruzados, su cuerpo terriblemente paciente.

—Que te vaya bien, Myron.

—A ti también —contestó él.

Win y Myron volvieron al yate en la lancha. Un tripulante le ofreció a Myron una mano. Myron la cogió y subió a bordo. El yate zarpó. Myron permaneció en cubierta contemplando cómo la playa se hacía más pequeña. Estaba apoyado en la borda de teca. Teca. Todo en este navío era oscuro, rico y de teca.

—Ten —dijo Win.

Myron se volvió. Win le arrojó un Yoo-Hoo, su bebida favorita, una mezcla entre gaseosa y leche con chocolate. Myron sonrió.

—El primero que bebo en tres semanas.

—Los dolores de la abstinencia —señaló Win—. Han tenido que ser una verdadera agonía.

—Sin televisión y sin Yoo-Hoo. Es un milagro que haya sobrevivido.

—Sí, casi has vivido como un monje —opinó Win. Luego, con otra mirada a la isla añadió—: Bueno, como un monje que folla mucho.

Ambos estaban matando el tiempo.

—¿Cuánto tardaremos en regresar? —preguntó Myron.

—Ocho horas de navegación —respondió Win—. Un avión chárter nos espera en Saint Bart’s. El vuelo dura unas cuatro horas.

Myron asintió. Sacudió la lata y la abrió. Bebió un buen trago y se volvió hacia el agua.

—Lo siento —dijo.

Win no hizo caso de la declaración, o quizás era suficiente para él. El yate aumentó la velocidad. Myron cerró los ojos y dejó que el agua y la suave espuma le acariciasen el rostro. Pensó por un momento en Clu Haid. Clu no había confiado en los agentes —«un peldaño por debajo de los pedófilos», así los describía— y, por lo tanto, le pidió a Myron que negociase su contrato, pese a que Myron sólo era estudiante de primer año de abogacía en Harvard. Myron lo hizo. Le gustó. Pronto aparecería MB SportsReps.

Clu era un desastre adorable. Aficionado sin límites a las fiestas; por no mencionar todo lo que podía meterse por la nariz o por las venas. Nunca acudía a una fiesta que no le gustase. Era un tipo pelirrojo con una barriga de osito de peluche, apuesto, con aire juvenil, un cantamañanas de cuidado e inmensamente encantador. Todo el mundo amaba a Clu. Incluso Bonnie, su sufrida esposa. Su matrimonio era un bumerán. Ella le echaba, él daba vueltas en el aire por un tiempo, y ella lo pillaba en el retorno.

Clu parecía haber estado aflojando un poco la marcha. Después de todas las veces que Myron le había sacado de los problemas —suspensiones por dopaje, acusaciones de conducir borracho, lo que fuese—, Clu había engordado, llegado al final de su reino del encanto. Los Yankees lo habían fichado, lo habían sometido a un duro régimen y le habían dado una última oportunidad para la redención. Clu se había mantenido a raya por primera vez. Había asistido a las reuniones de Alcohólicos Anónimos. Su pelota rápida había vuelto de nuevo.

Win interrumpió sus pensamientos.

—¿Quieres saber lo que pasó?

—No estoy seguro —respondió Myron.

—Ah.

—La última vez la jodí. Tú me avisaste, pero no hice caso. Un montón de personas murieron por mi culpa. —Myron sintió que las lágrimas asomaban a sus ojos. Las contuvo—. No tienes idea lo mal que acabó.

—¿Myron?

Se volvió hacia su amigo. Sus miradas se encontraron.

—Recupérate —dijo Win.

Myron soltó un sonido: una parte sollozo, dos partes de risa.

—Detesto cuando me mimas.

—Quizá preferirías que te soltase unas cuantas frases hechas inútiles —añadió Win. Hizo girar el licor en la copa y bebió un sorbo—. Por favor, selecciona una de las siguientes y después seguiremos adelante: la vida es dura; la vida es cruel; la vida es un juego de azar; algunas veces las personas buenas se ven obligadas a hacer cosas malas; algunas veces mueren personas inocentes; sí, Myron, la has jodido, pero esta vez lo harás mejor; no, Myron, no la has jodido, no es culpa tuya; todo el mundo tiene un límite y ahora conoces el tuyo. ¿Puedo dejarlo ya?

—Por favor.

—Entonces comencemos con Clu Haid.

Myron asintió, bebió otro trago de Yoo-Hoo, se acabó la lata.

—Al parecer todo le iba de maravilla a nuestro viejo compañero de facultad —dijo Win—. Lanzaba bien. Parecía reinar en el paraíso doméstico. Pasaba los análisis de dopaje. Cumplía con el toque de queda con horas de sobras. Todo eso cambió hace dos semanas cuando un análisis de dopaje por sorpresa dio un resultado positivo.

—¿Qué sustancia?

—Heroína.

Myron sacudió la cabeza.

—Clu no les dijo ni una palabra a los medios —continuó Win—, pero en privado afirmó que el análisis había sido un montaje. Que alguien le había echado algo en la comida y más tonterías por el estilo.

—¿Cómo lo sabes?

—Esperanza me lo dijo.

—¿Acudió a Esperanza?

—Sí, Myron. Cuando Clu no pasó el análisis, naturalmente buscó a su agente para que le ayudase.

Silencio.

—Vaya —dijo Myron.

—No quiero entrar en el fiasco que es ahora mismo MB SportsReps. Basta decir que Esperanza y Big Cyndi hicieron todo lo que pudieron. Pero es tu agencia. Los clientes te contratan a ti. Muchos se habrán mostrado muy disgustados por tu súbita desaparición.

Myron se encogió de hombros. Quizás algún día se preocuparía.

—Así que Clu no pasó el análisis.

—Lo suspendieron de inmediato. Los medios olieron la sangre y fueron a por él. Perdió todo los patrocinadores. Bonnie le echó de casa. Los Yankees lo desheredaron. Sin nadie más a quien acudir, Clu visitó repetidas veces tu despacho. Esperanza le dijo que no estabas disponible. Su temperamento se hizo más violento con cada visita.

Myron cerró los ojos.

—Hace cuatro días Clu se enfrentó a Esperanza fuera del despacho. Para ser más precisos en el aparcamiento Kinney. Discutieron. Se dijeron palabras muy duras y un tanto insultantes. Según los testigos, Clu le dio un puñetazo en la boca.

—¿Qué?

—Vi a Esperanza al día siguiente. Tenía la mandíbula hinchada. Apenas si podía hablar, aunque así y todo decidió decirme que me metiese en mis propios asuntos. En mi opinión, creo que hubiese sufrido más si varios de los otros empleados del aparcamiento no los hubiesen separado. Al parecer, Esperanza hizo amenazas del tipo te haré-pagar-por-esto-hijo-de-puta-picha-floja mientras les tenían separados.

Myron sacudió la cabeza. No tenía sentido.

—A la tarde siguiente a Clu lo encontraron muerto en el apartamento que alquilaba en Fort Lee —prosiguió Win—. La policía se enteró del altercado anterior. Luego se firmaron una serie de órdenes de registro y encontraron el arma asesina, una pistola de nueve milímetros, en tu oficina.

—¿En mi oficina?

—Sí, en la oficina de MB.

Myron sacudió la cabeza de nuevo.

—Tuvieron que ponerla allí.

—Sí, quizá. También había fibras que se correspondían con la moqueta del apartamento de Clu.

—Las fibras no significan nada. Clu estuvo en la oficina. Es probable que las llevase él mismo hasta allí.

—Sí, quizá —dijo Win de nuevo—. Pero las manchas de sangre en el maletero del coche de la compañía pueden ser más difíciles de explicar.

Myron casi se cayó.

—¿Sangre en el Taurus?

—Sí.

—¿La policía confirmó que la sangre era de Clu?

—El mismo grupo sanguíneo. La prueba del ADN llevará varias semanas.

Myron no podía creer lo que estaba oyendo.

—¿Esperanza había usado el coche?

—Aquel mismo día. Según los registros de peaje, el coche cruzó el puente de Washington de regreso a Nueva York en menos de una hora del asesinato. Como dije, le mataron en Fort Lee. El apartamento está a unos tres kilómetros del puente.

—Esto es una locura.

Win no dijo nada.

—¿Cuál es el móvil? —preguntó Myron.

—La policía todavía no tiene uno firme. Pero se han ofrecido varios.

—¿Cuáles?

—Esperanza es una nueva socia de MB SportsReps. Se había quedado al mando. El primer cliente de la compañía estaba a punto de marcharse.

Myron frunció el entrecejo.

—Un motivo bastante débil.

—Él también acababa de atacarla. Quizá Clu la culpaba por todas las cosas malas que le estaban sucediendo. Quizás ella quería vengarse. ¿Quién sabe?

—Antes dijiste algo de que no quería hablar contigo.

—Sí.

—¿Así que le preguntaste a Esperanza por los cargos?

—Sí.

—¿Y?

—Me dijo que tenía el asunto controlado —respondió Win—. También me dijo que no me pusiese en contacto contigo. Que no quería hablar contigo.

Myron pareció extrañado.

—¿Por qué no?

—No tengo ni idea.

Se imaginó a Esperanza, la belleza hispana que había conocido en los días que actuaba como luchadora profesional con el nombre de Pequeña Pocahontas. Hacía una vida de eso. Había estado con MB SportsReps desde el principio: primero como secretaria y ahora que había acabado abogacía, como socia de pleno derecho.

—Pero yo soy su mejor amigo —dijo Myron.

—Como bien sé.

—¿Entonces por qué diría algo así?

Win juzgó que la pregunta no requería respuesta. Guardó silencio.

La isla estaba ahora fuera de la vista. En cualquier dirección no había otra cosa que el agua azul del Atlántico.

—Si no me hubiese largado... —comenzó Myron.

—¿Myron?

—¿Qué?

—Otra vez te estás lamentando. No soporto los lamentos.

Myron asintió y se apoyó en la madera de teca.

—¿Alguna idea? —preguntó Win.

—Hablará conmigo —afirmó Myron—. Cuenta con ello.

—Ahora mismo acabo de llamarla.

—¿Y?

—No ha cogido el teléfono.

—¿Has probado con Big Cyndi?

—Ahora se aloja con Esperanza.

Ninguna sorpresa.

—¿Qué día es hoy? —preguntó Myron.

—Martes.

—Big Cyndi todavía es gorila en el Leather-N-Lust. Podría estar allí.

—¿De día?

Myron se encogió de hombros.

—Las desviaciones sexuales no tienen horas.

—A Dios gracias —dijo Win.

Guardaron silencio, el barco se mecía suavemente.

Win miró hacia el sol con los ojos entrecerrados.

—Hermoso, ¿no?

Myron asintió.

—Debes estar harto del sol después de todo este tiempo.

—Mucho —asintió Myron.

—Vamos bajo cubierta. Creo que disfrutarás.

3

Win había cargado una montaña de vídeos en el yate. Miraron los viejos episodios de Batman (aquellos con Julie Newmar como Cat Woman, y Lesley Gore como Pussycat ¡doble miau!), La extraña pareja (Óscar y Félix en Pasapalabra), un episodio de En los límites de la realidad («Servir al hombre») y uno más actual, Seinfeld (Jerry y Elaine visitan a los padres de Jerry en Florida). Olvídense del estofado. Ésta era comida para el espíritu. Pero ante la posibilidad de que no fuese lo bastante sustanciosa, también había Doritos, ganchitos de queso, más Yoo-Hoo e incluso una pizza recalentada de Calabria’s Pizzería en Livingston Avenue.

Win. Podía ser un sociópata, pero vaya tío.

El efecto de todo el conjunto estaba más allá de lo terapéutico, el tiempo pasado en el mar y más tarde en el aire era como una cámara hiperbárica emocional, una oportunidad para que el alma de Myron se recuperase de los dolores del síndrome de descompresión, para volver a la súbita reaparición en el mundo real.

Los dos amigos apenas si hablaron, excepto para suspirar por Julie Newmar como Cat Woman (cada vez que ella aparecía en pantalla con su ajustado traje de gata negro, Win decía: «miauuefecto»). Ambos tenían cinco o seis años cuando emitieron la serie por primera vez, pero algo en Julie Newmar como Cat Woman destrozaba completamente cualquier noción freudiana de latencia. Por qué, ninguno de los dos lo podía decir. Quizá su villanía. O algo más primitivo. Esperanza sin duda tendría una opinión interesante. Intentó no pensar en ella —un trabajo inútil y agotador cuando no podía hacer nada al respecto—, pero la última vez que había hecho algo así había sido en Filadelfia con Win y Esperanza. La echaba de menos. Mirar los vídeos no era lo mismo sin sus comentarios.

El yate atracó y se dirigieron al avión privado.

—La salvaremos —afirmó Win—. Después de todo, somos los buenos.

—Dudoso.

—Ten fe, amigo mío.

—No, me refiero a que seamos los buenos.

—Tendrías que saberlo.

—Ya no —dijo Myron.

Win puso aquella cara con la barbilla sobresaliente, aquella que había venido a bordo del Mayflower.

—Esta crisis moral tuya —comentó— te favorece muy poco.

Una rubia espectacular de voz ronca como sacada de un viejo número de cabaret los recibió desde la cabina del avión de la compañía Lock-Horne. Les sirvió bebidas entre risitas y mohines. Win le sonrió. Ella le devolvió la sonrisa.

—Curioso —dijo Myron.

—¿Qué es curioso?

—Siempre contratas azafatas espectaculares.

Win frunció el entrecejo.

—Por favor. Prefiere que la llamen asistenta de vuelo.

—Perdona mi torpe insensibilidad.

—Intenta ser un poco más tolerante —dijo Win—: adivina cómo se llama.

—¿Tawny?

—Cerca. Candi. Con i latina. Y no le pone el punto. Le dibuja un corazón encima.

Win podía ser más cerdo, pero resultaba difícil imaginar cómo.

Myron se sentó. La voz del piloto sonó en el sistema de megafonía. Se dirigió a ellos por el nombre, y después despegó. Un avión privado. Un yate. Algunas veces era agradable tener amigos ricos.

Cuando llegaron a la altitud de crucero, Win abrió lo que parecía una caja de puros y sacó un móvil.

—Llama a tus padres —dijo.

Myron permaneció callado por un momento. Le invadió una nueva oleada de culpa, que le coloreó las mejillas. Asintió, cogió el móvil, marcó el número. Sujetó el móvil con demasiado fuerza.

Atendió su madre.

—Mamá… —dijo Myron.

Su madre comenzó a llorar. Consiguió llamar a su padre, que cogió el supletorio en la planta baja.

—Papá…

Y entonces él también comenzó a llorar. Llanto estereofónico. Myron se apartó el teléfono del oído por un momento.

—Estaba en el Caribe —explicó—, no en Beirut.

Una explosión de risas por parte de ambos. Después más llantos. Myron observó a Win. Éste permaneció impasible. Myron puso los ojos en blanco, pero por supuesto también estaba complacido. Quéjense todo lo que quieran, ¿a quién no le gusta que le quieran de esta manera?

Sus padres comenzaron una charla insensata; insensata a posta, sospechó Myron. Aunque podían ser unos plastas, sus padres tenían la maravillosa capacidad de saber cuándo no debían preguntar. Consiguió explicar dónde había estado. Escucharon en silencio. Después su madre preguntó:

—¿De dónde nos llamas ahora?

—Desde el avión de Win.

Ahora exclamaciones en estéreo.

—¿Qué?

—La compañía de Win tiene un avión privado. Te acabo de decir que él me recogió…

—¿Estás llamando desde su teléfono?

—Sí.

—¿Tienes idea de lo que cuesta?

—Mamá…

Pero la charla sin sentido se acabó deprisa. Cuando Myron colgó unos segundos después, se echó hacia atrás. La culpa reapareció como una ducha helada.

Sus padres ya no eran jóvenes. No lo había pensado antes de largarse. No había pensado en un montón de cosas.

—No tendría que haberles hecho esto —dijo Myron—, y tampoco a ti.

Win se removió en el asiento; un lenguaje corporal que en su caso era todo un detalle. Candi apareció de nuevo. Bajó una pantalla y apretó un interruptor, apareció una película de Woody Allen. La última noche de Boris Grushenko. Ambrosía para la mente. La vieron sin hablar. Cuando acabó, Candi le preguntó a Myron si quería darse una ducha antes de aterrizar.

—¿Perdón? —dijo Myron.

Candi soltó una risita, lo llamó tontorrón y se alejó.

—¿Una ducha?

—Hay una en la parte de atrás —dijo Win—. También me tomé la libertad de traerte una muda.

—Eres un buen amigo.

—Lo soy, tontorrón.

Myron se duchó y se vistió, y después todos se abrocharon los cinturones de seguridad para la aproximación. El avión descendió sin demora, con un aterrizaje tan perfecto que podría haber sido coreografiado por los Temptations. Una limusina los aguardaba en la pista. Cuando descendieron del avión, el aire parecía extraño y desconocido, como si hubiesen estado visitando otro planeta en lugar de otro país. También llovía con fuerza. Bajaron la escalerilla a la carrera y entraron en la limusina, que ya tenía las puertas abiertas.

Se sacudieron un poco.

—Supongo que te quedarás conmigo —dijo Win.

Myron había estado viviendo en un ático en Spring Street con Jessica. Pero eso era antes.

—Si te va bien.

—Me va bien.

—Podría irme con mis padres…

—Acabo de decir que me va bien.

—Me buscaré un lugar.

—No hay prisa —dijo Win.

La limusina se puso en marcha. Win unió los dedos para formar una capillita. Siempre lo hacía. Quedaba muy bien. Con los dedos unidos, apoyó los índices en los labios.

—No soy la mejor persona con quien hablar de estos temas —dijo—, pero si quieres hablar de Jessica, Brenda o lo que sea…

Separó los dedos, e hizo un gesto con la mano derecha. Win lo intentaba. Los asuntos del corazón no eran su fuerte. Sus sentimientos respecto a las relaciones románticas podían ser calificados objetivamente como «deplorables».

—No te preocupes —manifestó Myron.

—Entonces de acuerdo.

—De todas maneras, gracias.

Un asentimiento rápido.

Después de una década de luchar con Jessica —años de estar enamorado de la misma mujer, pasar por una ruptura importante, volver a encontrarse, dudar, crecer hasta reunirse de nuevo—, se había acabado.

—Echo de menos a Jessica —dijo Myron.

—Creía que no íbamos a hablar de ello.

—Lo siento.

Win se removió de nuevo en el asiento.

—No, continúa.

Como si hubiese preferido que le hicieran un tacto rectal.

—Es que… supongo que una parte de mí siempre estará enredada en Jessica.

Win asintió.

—Como algo en un fallo mecánico.

Myron sonrió.

—Sí. Algo así.

—Entonces amputa el miembro y déjalo atrás.

Myron miró a su amigo.

Win se encogió de hombros.

—He estado mirando Sally Jessy en los ratos libres.

—Ya se nota —afirmó Myron.

—El episodio titulado «Mamá me quitó el anillo del pezón» —dijo Win—. No me avergüenza decir que me hizo llorar.

—Es bueno ver que te pones en contacto con tu lado sensible. —Como si Win lo tuviese—. ¿Qué viene a continuación?

Win consultó su reloj.

—Tengo un contacto en las celdas del juzgado de Bergen County. Ya tendría que estar allí.

Apretó el botón del altavoz y marcó unos números. Escucharon el timbre del teléfono. Después de dos timbrazos una voz respondió:

—Schwartz.

—Brian, soy Win Lockwood.

El habitual silencio reverente cuando se escucha ese nombre. Luego:

—Hola, Win.

—Necesito un favor.

—Di.

—Esperanza Díaz. ¿Está ahí?

Una breve pausa.

—No lo has oído de mí —dijo Schwartz.

—¿Oír qué?

—Vale, siempre que nos entendamos mutuamente. Sí, está aquí. La trajeron esposada hace un par de horas. Todo muy de tapadillo.

—¿Por qué de tapadillo?

—No lo sé.

—¿Cuándo será procesada?

—Supongo que mañana por la mañana.

Win miró a Myron. Éste asintió. Esperanza permanecería detenida toda la noche. No era una buena señal.

—¿Por qué la detuvieron tan tarde?

—No lo sé.

—¿Viste cómo la traían esposada?

—Sí.

—¿No le permitieron entregarse por su cuenta?

—No.

De nuevo los dos amigos se miraron el uno al otro. El arresto a última hora. Las esposas. La noche en la celda. Alguien en la oficina del fiscal estaba cabreado e intentaba dejar las cosas muy claras. No era nada bueno.

—¿Qué más puedes decirme? —preguntó Win.

—No mucho. Como dije, llevan todo esto muy a la chita callando. El fiscal ni siquiera lo ha comunicado a los medios. Pero lo hará. Con toda probabilidad antes de las noticias de las once. Un anuncio rápido, sin tiempo para preguntas, esa clase de cosas. Demonios, yo ni siquiera me hubiese enterado de no haber sido un gran aficionado.

—¿Un gran aficionado?

—A la lucha profesional. Verás, la reconocí de sus viejos días de luchadora. ¿Sabías que Esperanza Díaz era la Pequeña Pocahontas, la princesa india?

Win miró a Myron.

—Sí, Brian, lo sabía.

—¿De verdad? —Brian estaba ahora muy excitado—. La Pequeña Pocahontas era mi gran preferida. Una gran luchadora. De primera clase. Entraba en el cuadrilátero con aquel pequeño bikini de ante, y después comenzaba a luchar contra las otras tías, tías muy grandes, revolcándose por el suelo y hacía cosas, lo juro por Dios, era tan caliente que se me derretían hasta las uñas.

—Gracias por la imagen —dijo Win—. ¿Algo más, Brian?

—No.

—¿Sabes quién es su abogada?

—No. —Después—: Ah, otra cosa. Tiene a alguien más o menos con ella.

—¿Más o menos con ella, Brian?

—Afuera. En la escalinata del juzgado.

—No estoy seguro de entenderte —dijo Win.

—Afuera, bajo la lluvia. Está sentada allí. Si no supiese que no es posible, juraría que es la vieja compañera de equipo de la Pequeña Pocahontas. Mamá Gran Jefe. ¿Sabías que Mamá Gran Jefe y la Pequeña Pocahontas fueron el equipo campeón intercontinental tres años seguidos?

Win suspiró.

—No me digas.

—Vete a saber lo que significa intercontinental. Me refiero a ¿qué es intercontinental? No estoy hablando de ahora, de hace cinco u ocho años, como mínimo. Pero, tío, eran impresionantes. Grandes luchadoras. Hoy, bueno, la liga ya no tiene clase.

—Mujeres que luchan vestidas con bikini —dijo Win—. Ya no las hacen como antes.

—Eso es. Demasiadas falsificaciones, pechos de silicona, al menos es como lo veo. Una de ellas va a caer sobre el estómago y bum, las tetas revientan como un neumático viejo. Así que ahora ya no lo sigo mucho. Quizá si estoy haciendo zapping y algo me llama la atención puede que eche un vistazo…

—Hablabas de una mujer bajo la lluvia.

—Correcto, Win, vale, lo siento. En cualquier caso, está allí, sea quien sea. Sentada en los escalones. Los polis le preguntaron qué estaba haciendo. Dijo que estaba esperando a su amiga.

—¿Así que está allí ahora mismo?

—Sí.

—¿Qué aspecto tiene, Brian?

—Como el Increíble Hulk. Sólo que da más miedo. Y quizás es más verde.

Win y Myron intercambiaron una mirada. No había duda. Mamá Gran Jefe también conocida como Big Cyndi.

—¿Alguna cosa más, Brian?

—No, en realidad no. —Después preguntó—: ¿Así que conoces a Esperanza Díaz?

—Sí.

—¿En persona?

—Sí.

Un silencio de asombro.

—Jesús, tú sí que has vivido, Win.

—Así es.

—¿Crees que podrías conseguirme su autógrafo?

—Haré todo lo que pueda, Brian.

—¿Quizás una foto autografiada? ¿De la Pequeña Pocahontas en bikini? Soy un gran aficionado.

—Ya lo veo, Brian. Adiós.

Win colgó y se reclinó en el asiento. Se volvió hacia Myron, que asintió. Win cogió el intercomunicador y le dijo al chófer que los llevase al juzgado.

4

Cuando llegaron al juzgado en Hackensack eran casi las diez de la noche. Big Cyndi estaba sentada bajo la lluvia, con los hombros encorvados; al menos Myron creyó que era Big Cyndi. A lo lejos, parecía como si alguien hubiese aparcado un escarabajo Volkswagen en las escalinatas del juzgado.

Myron se bajó del coche y se acercó.

—¿Big Cyndi?

La masa oscura soltó un gruñido sordo, una leona que advierte a un animal inferior que se ha perdido.

—Soy Myron.

El gruñido se acentuó. La lluvia había aplastado el peinado punky de Big Cyndi contra el cuero cabelludo, para convertirlo en otro estilo Julio César. El color de hoy era difícil de descifrar —a Big Cyndi le gustaba la variedad en el tinte capilar— pero no se parecía a ningún color que pudiese encontrarse en estado natural. A veces le gustaba combinar los tintes al azar y ver qué pasaba. También insistía en que la llamasen Big Cyndi. No Cyndi. Big Cyndi. Incluso se había hecho cambiar el nombre legalmente. Los documentos oficiales decían: Cyndi, Big.

—No puedes quedarte aquí toda la noche —añadió Myron.

Big Cyndi rompió su silencio.

—Váyase a casa.

—¿Qué ha pasado?

—Usted se marchó.

La voz de Cyndi era como la de un niño perdido.

—Sí.

—Nos dejó solas.

—Lo siento. Pero ahora he vuelto.

Se arriesgó a dar otro paso. Ojalá tuviese algo para calmarla. Como dos litros de Häagen-Dazs. O un cordero pascual.

Big Cyndi se echó a llorar. Myron se acercó poco a poco, con la mano derecha un tanto extendida por si ella quería olisquearla. Pero ahora los gruñidos habían desaparecido, reemplazados por los sollozos. Myron apoyó la palma en un hombro que parecía una pelota de fútbol.

—¿Qué pasó? —preguntó de nuevo.

Ella se sorbió los mocos. Sonoramente. El sonido casi abolló el guardabarros de la limusina.

—No se lo puedo decir.

—¿Por qué no puedes?

—Ella me dijo que no lo hiciera.

—¿Esperanza?

Big Cyndi asintió.

—Necesitará nuestra ayuda —dijo Myron.

—No quiere su ayuda.

Las palabras le dolieron. Continuó lloviendo. Myron se sentó en el escalón a su lado.

—¿Está furiosa porque me marché?

—No se lo puedo decir, señor Bolitar, lo siento.

—¿Por qué no?

—Ella me dijo que no lo hiciera.

—Esperanza no puede afrontar todo esto por su cuenta —afirmó Myron—. Necesitará un abogado.

—Ya tiene uno.

—¿Quién?

—Hester Crimstein.

Big Cyndi jadeó como si se hubiese dado cuenta de que había hablado demasiado, pero Myron se preguntó si el desliz no había sido intencionado.

—¿Cómo consiguió a Hester Crimstein? —preguntó Myron.

—No puedo decir nada más, señor Bolitar. Por favor, no se enfade conmigo.

—No estoy enfadado, Big Cyndi. Sólo estoy preocupado.

Entones Big Cyndi le sonrió. La visión hizo que Myron contuviese un alarido.

—Es agradable tenerle de vuelta —dijo ella.

—Gracias.

Big Cyndi apoyó la cabeza en su hombro. El peso lo hizo vacilar, pero consiguió mantenerse más o menos erguido.

—Ya sabes lo que siento por Esperanza —dijo Myron.

—Sí —dijo Big Cyndi—. Usted la quiere. Y ella le quiere a usted.

—Entonces déjame ayudar.

Big Cyndi apartó la cabeza de su hombro. La sangre volvió a circular.

—Creo que ahora debe irse.

Myron se levantó.

—Venga. Te llevaremos a casa.

—No, me quedo.

—Está lloviendo y es muy tarde. Alguien podría intentar atacarte. No es un lugar seguro.

—Puedo cuidar de mí misma —señaló Big Cyndi.

Él había querido decir que no era seguro para los atacantes, pero lo dejó correr.

—No puedes quedarte aquí toda la noche.

—No voy a dejar a Esperanza sola.

—Pero ni siquiera sabe que estás aquí.

Big Cyndi se apartó la lluvia de la cara con una mano del tamaño de un neumático de camión.

—Lo sabe.

Myron se giró hacia el coche. Win estaba ahora apoyado en la puerta, con los brazos cruzados, el paraguas apoyado en el hombro. Mucho Gene Kelly. Le hizo un gesto a Myron.

—¿Estás segura? —preguntó Myron.

—Sí, señor Bolitar. Ah, y mañana llegaré tarde al trabajo. Espero que lo comprenda.

Myron asintió. Se miraron el uno al otro, la lluvia resbaló por su rostro. Un coro de risas hizo que ambos se volviesen hacia la derecha y mirasen el edificio con aspecto de fortaleza donde estaban las celdas. Esperanza, la persona más cercana a ambos, estaba encarcelada allí. Myron dio un paso hacia la limusina. Después se giró.

—Esperanza no mataría a nadie —afirmó.

Esperó a que Big Cyndi asintiera o al menos moviese la cabeza. Pero no lo hizo. Volvió a encorvar los hombros y desapareció dentro de sí misma.

Myron entró en el coche. Win lo siguió. Le dio a Myron una toalla. El conductor puso la limusina en marcha.

—Hester Crimstein es su abogada —dijo Myron.

—¿La señora Court TV?

—La misma.

—Ah —dijo Win—. ¿Cómo se llama su programa?

—Crimstein on Crime —contestó Myron.

Win frunció el entrecejo.

—No está mal.

—Ha publicado un libro con el mismo título. —Myron sacudió la cabeza—. No deja de ser extraño. Hester Crimstein ya no acepta muchos casos. ¿Cómo es que Esperanza la consiguió?

Win se tocó la barbilla con el índice.

—No lo puedo afirmar a ciencia cierta, pero creo que Esperanza tuvo una aventura con ella hace un par de meses.

—Bromeas.

—Bueno, sí, soy un chico muy divertido. ¿No te ha parecido gracioso?

Listillo. Pero tenía sentido. Esperanza era la bisexual perfecta: todos, sin importar sexo ni preferencias, la encontraban sumamente atractiva. Si ibas a jugar a dos bandas, lo mejor es tener un atractivo universal.

Myron lo pensó por unos momentos.

—¿Sabes dónde vive Hester Crimstein? —preguntó.

—Dos edificios más allá del mío, en Central Park West.

—Vayamos a hacerle una visita.

Win frunció el entrecejo.

—¿Para qué?

—Quizá pueda decirnos algo.

—No hablará con nosotros.

—Quizá lo haga.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Para empezar —dijo Myron—, me siento especialmente encantador.

—Dios mío. —Win se inclinó hacia delante—. Chófer, pise el acelerador.

5

Win vivía en el Dakota, uno de los edificios más pijos de Manhattan. Hester Crimstein vivía dos manzanas al norte, en el San Remo, otro edificio pijo. Entre los inquilinos estaban Diane Keaton y Dustin Hoffman, pero el San Remo era más conocido por ser el edificio que había rechazado la solicitud de Madonna para vivir allí.

Había dos entradas, ambos con porteros vestidos como Brezhnev dando un paseo por la Plaza Roja. Brezhnev I anunció en un tono seco que la señora Crimstein «no estaba presente». No miento, utilizó la palabra «presente»; las personas no lo hacían a menudo en la vida real. Le sonrió a Win y miró a Myron por encima de la nariz. No era una tarea fácil —Myron le pasaba unos quince centímetros— y obligó a Brezhnev I a echar la cabeza hacia atrás de forma tal que los orificios nasales parecían la entrada oeste del túnel de Lincoln. ¿Por qué los sirvientes de los ricos y famosos se comportaban más altivos que sus amos?, se preguntó Myron. ¿Era simple resentimiento? ¿Era porque los miraban todo el día por encima de la nariz y por lo tanto necesitaban la ocasión de ser ellos quienes mirasen hacia abajo? ¿O sencillamente las personas atraídas por estos empleos eran unos inseguros lameculos?

Los pequeños misterios de la vida.

—¿Espera que la señora Crimstein vuelva esta noche? —preguntó Win.

Brezhnev I abrió la boca, se detuvo, miró con desconfianza, como si temiese que Myron fuese a defecar en la alfombra persa. Win leyó la expresión y se lo llevó a un aparte, alejando a ese miembro inferior de la chusma.

—No tardará en regresar, señor Lockwood. —Ah, así que Brezhnev I había reconocido a Win; nada extraordinario—. La clase de aerobic de la señora Crimstein concluye a las once.

Gimnasia a las once de la noche. Bienvenido a los noventa, donde el tiempo de ocio se succiona de la vida como otro producto más de liposucción.

No había sala de espera ni dónde sentarse en el San Remo —la mayoría de los edificios pijos no alientan ni siquiera a los inquilinos aprobados a holgazanear—, así que salieron a la calle.

Central Park estaba al otro lado de la calle; más o menos árboles y un muro de piedra, y eso era todo. Montones de taxis pasaban hacia el norte. La limusina de Win había partido —calculaban que podrían caminar las dos manzanas hasta la casa de Win—, pero había otras cuatro limusinas aparcadas en una zona prohibida. Una quinta se detuvo. Una limusina Mercedes de color plateado. Brezhnev corrió hacia la puerta del vehículo como si ya no aguantase más la necesidad de mear y adentro hubiese un baño.

Un hombre anciano, calvo, excepto por una corona de pelo blanco, se apeó tambaleante, tenía la boca retorcida como si hubiese sufrido una embolia. Le siguió una mujer que parecía una ciruela pasa. Ambos vestían prendas de lujo y debían rondar los cien años. Había algo en ellos que preocupó a Myron. Sí, parecían marchitos. Viejos, desde luego. Pero Myron intuyó que había algo más. La gente habla de los encantadores viejecitos, pero estos dos no podían ser más opuestos a esa idea, los ojos vidriosos, los movimientos furiosos, furtivos y temerosos. La vida les había arrebatado todo lo bueno, la esperanza de la juventud, para dejarles sólo una vitalidad basada en algo feo y odioso. La amargura era lo único que les quedaba. Si la amargura estaba dirigida a Dios o a la humanidad, Myron no lo podía decir.

Win le dio un codazo. Miró a la derecha y vio a una figura, que reconoció de la televisión como Hester Crimstein, dirigiéndose hacia ellos. Tiraba a rellenita, al menos para las retorcidas normas actuales de Kate Moss, y su rostro era carnoso y angelical. Calzaba unas Reebok blancas, calcetines blancos, pantalones elásticos verdes que probablemente hubiesen hecho fruncir el entrecejo a Kate, una sudadera, y un sombrero de punto con el pelo rubio mate asomando por debajo. El viejo se detuvo cuando vio a la abogada, sujetó la mano de la señora ciruela y se apresuró a entrar.

—¡Puta! —consiguió decir el viejo por el lado bueno de la boca.

—Que te zurzan, Lou —le respondió Hester.

El viejo se detuvo, pareció que iba a decir algo más, y se alejó cojeando.

Myron y Win intercambiaron una mirada y se acercaron.

—Un viejo adversario —dijo ella a modo de explicación—. ¿Alguna vez han oído el viejo refrán de que sólo los buenos mueren jóvenes?

—Por supuesto.

Hester Crimstein hizo un gesto con ambas manos hacia la pareja anciana como si fuese Carol Merrill mostrando un coche flamante.

—Ahí tienen la prueba. Hace un par de años ayudé a sus hijos a poner un pleito al hijo de puta. Nunca vi nada parecido. —Echó la cabeza hacia atrás—. ¿Se han fijado en que algunas personas son como los chacales?

—¿Perdón?

—Se comen a los cachorros. Así es Lou. Y mejor que no hable de esa bruja arrugada con la que vive. Una puta de cinco dólares que dio el braguetazo. Resulta difícil de creer viéndola ahora.

—Comprendo —dijo Myron, aunque no era verdad. Intentó seguir adelante—. Señora Crimstein me llamo…

—Myron Bolitar —lo interrumpió ella—. Por cierto, es un nombre horrible. Myron. ¿En qué estarían pensando sus padres?

Una buena pregunta.

—Si sabe quién soy, entonces sabe por qué estoy aquí.

—Sí y no —dijo Hester.

—¿Sí y no?

—Bueno, sé quién es porque soy una fanática de los deportes. Solía verle jugar. El partido contra Indiana en la final del campeonato de la NCAA fue todo un clásico. Sé que los Celtics le ficharon en primera ronda, ¿cuánto hace, once, doce años?

—Algo así.

—Pero, con sinceridad, y no pretendo ofender a nadie, no estoy segura de que tuviese la velocidad requerida para ser un gran profesional, Myron. El lanzamiento, sí. Siempre podía lanzar. Sabía usar el físico, pero cuánto mide, ¿uno noventa y cinco?

—Más o menos.

—Lo hubiese pasado mal en la NBA. Es sólo la opinión de una mujer. Pero por supuesto el destino se ocupó de eso al lesionarle la rodilla. Sólo un universo alternativo sabe la verdad. —Sonrió—. Ha sido un placer hablar con usted. —Ella miró a Win—. Con usted también, pico de oro. Buenas noches.

—Espere un segundo —dijo Myron—. Estoy aquí por Esperanza Díaz.

Ella fingió una exclamación de sorpresa.

—¿De verdad? Y yo que creía que sólo quería recordar su carrera atlética.

Myron se volvió hacia Win.

—El encanto —susurró Win.

Luego miró de nuevo a Hester.

—Esperanza es mi amiga —dijo.

—¿Y?

—Quiero ayudar.

—Fantástico. Comenzaré a enviarle los honorarios. Este caso le costará un pastón. Soy muy cara. No puede imaginar lo que cuesta el mantenimiento de este edificio. Ahora los porteros quieren uniformes nuevos. Creo que algo de color malva.

—No es a eso a lo que me refiero.

—¿Ah, no?

—Me gustaría saber qué está pasando con el caso.

Hester hizo una mueca.

—¿Dónde ha estado estas últimas semanas?

—Fuera.

—¿Fuera dónde?

—En el Caribe.

Ella asintió.

—Bonito bronceado.

—Gracias.

—Pero podría haberse bronceado en una cabina de rayos UVA. Tiene la pinta de un tipo que frecuenta las cabinas de rayos UVA.

Myron miró de nuevo a Win.

—El encanto, Luke —susurró Win en su mejor representación de Alex Guinnes como Obi-Wan Kenobi—. Recuerda el encanto.

—Señora Crimstein…

—¿Alguien puede dar testimonio de su paradero en el Caribe, Myron?

—¿Perdón?

—¿Tiene problemas de audición? Pregunto si alguien puede verificar su paradero en el momento del supuesto asesinato.

Presunto asesinato. Al tipo le disparan tres veces en su casa pero el asesinato es sólo «presunto». Abogados.

—¿Por qué quiere saberlo?

Hester Crimstein se encogió de hombros.

—La presunta arma asesina fue presuntamente encontrada en las oficinas de una tal MB SportsReps. Es su compañía, ¿no?

—Lo es.

—Y usted utiliza el coche de la empresa donde la presunta sangre y las presuntas fibras fueron presuntamente encontradas.

—Aquí la palabra clave es «presunta» —le sopló Win.

Hester Crimstein miró a Win.

—Vaya, pero si habla.

Win sonrió.

—¿Cree que soy sospechoso? —preguntó Myron.

—Claro, ¿por qué no? Se llama duda razonable, pimpollos. Soy una abogada defensora. Somos fantásticas con las dudas razonables.

—Por mucho que desee ayudar, hay un testigo de mi paradero.

—¿Quién?

—No se preocupe por eso.

Otro encogimiento de hombros.

—Fue usted quien dijo que quería ayudar. Buenas noches. —Ella miró a Win—. Por cierto, es usted el hombre perfecto: muy guapo y casi mudo.

—Cuidado —le dijo Win.

—¿Por qué?

Win señaló a Myron con el pulgar.

—En cualquier momento pondrá en marcha su encanto y reducirá a escombros su resistencia.

Hester miró a Myron y se echó a reír.

Myron lo intentó de nuevo.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.

—¿Perdón?

—Soy su amigo.

—Sí, creo que ya lo ha mencionado.

—Soy su mejor amigo. Me preocupo por ella.

—Bien, mañana le pasaré una nota durante el recreo y averiguaré si a ella también le cae bien. Luego podrán encontrarse en Pop’s y compartir una gaseosa.

—No es eso lo que… —Myron se detuvo, le dirigió su lenta sonrisa un-tanto-despistado-pero-estoy-aquí-para-ayudar. La sonrisa 18: el modelo Michael Landon, excepto que no podía quebrar la ceja—. Sólo quiero saber qué ha pasado. Creo que es fácil de entender.

El rostro de Hester se suavizó.

—Usted fue a la Facultad de Derecho, ¿no?

—Sí.

—Nada menos que a Harvard.

—Sí.

—Entonces debió de faltar el día que explicaron lo que nosotros llamamos privilegio abogado-cliente. Si quiere le puedo recomendar algunos excelentes libros sobre el tema. O quizá prefiera ver algún episodio de Ley y orden. Por lo general lo mencionan antes de que el viejo fiscal le diga a Sam Waterston que no tiene un caso y debería hacer un trato.

Vaya con el encanto.

—Sólo se está cubriendo el culo —dijo Myron.

Ella se miró las nalgas. Después frunció el entrecejo.

—No es tarea fácil, se lo aseguro.

—Creía que usted era una abogada de primera.

Ella suspiró, se cruzó de brazos.

—Vale, Myron, le escucho. ¿Por qué me estoy cubriendo el culo? ¿Por qué no soy la extraordinaria abogada que creía que era?

—Porque no permitieron que Esperanza se entregase por propia voluntad. Porque se la llevaron esposada. Porque la retienen durante la noche en lugar de hacerla pasar por el sistema en el mismo día. ¿Por qué?

Ella bajó las manos a los costados.

—Buena pregunta, Myron. ¿Por qué cree que fue?

—Porque a alguien de allí no le gusta su abogada de primera fila. Alguien en la oficina del fiscal probablemente la tiene tomada con usted y se descarga con su cliente.

—Es una posibilidad —admitió ella—. Pero tengo otra.

—¿Cuál?

—Quizás a ellos no les guste su empleador.

—¿Yo?

Ella fue hacia la puerta.

—Háganos a todos un favor, Myron. Manténgase fuera de esto. Sólo manténgase lejos. Y quizá deba buscarse un abogado.

Hester Crimstein se volvió y desapareció en el interior. Myron se volvió hacia Win, que estaba inclinado por la cintura y miraba la entrepierna de Myron.

—¿Qué demonios estás haciendo?

—Quería ver si te ha dejado por lo menos algún trocito de los huevos.

Continuó mirando.

—Muy divertido. ¿Qué crees que quiso decir con que a ellos no les gusta su empleador?

—No tengo la menor idea —respondió Win—. No debes culparte a ti mismo.

—¿Qué?

—Por el aparente fracaso de tu encanto. Te has olvidado de un componente crucial.

—Qué es...

—La señora Crimstein tuvo una aventura con Esperanza.

Myron vio adónde quería ir a parar.

—Por supuesto. Tiene que ser lesbiana.

—Exacto. Es la única explicación racional para su capacidad de resistirse ante ti.

—Eso, o en realidad un muy curioso acontecimiento paranormal.

Win asintió. Comenzaron a caminar por Central Park West.

—También es una prueba de una regla que empieza a asustarme —añadió Win.

—¿Cuál es?

—La mayoría de las mujeres que conoces son lesbianas.

—Casi todas —admitió Myron.