En cuerpo y alma - Peggy Moreland - E-Book

En cuerpo y alma E-Book

Peggy Moreland

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Beschreibung

Clayton Rankin se había casado con Rena cuando se quedó embarazada y no había dudado en dar su apellido a los mellizos. Así que, ¿qué más podía querer una mujer? Ya se sabía que los vaqueros no eran muy aficionados a las delicadezas. Pero Rena necesitaba ternura, y Clayton haría cualquier cosa por mantener a su lado a su esposa. Por lo tanto tendría que convencerla de que era un buen marido...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Peggy Bozeman Morse

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

En cuerpo y alma, n.º 1043 - enero 2019

Título original: Slow Waltz Across Texas

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-476-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Podía verlo, casi sentirlo mientras los observaba.

Se imaginaba a sí mismo llamándolos: «¡Hola, Brittany! ¡Hola, Brandon!» Imaginaba a sus hijos volviéndose hacia él, con los ojitos muy abiertos, sorprendidos y contentos de ver a su papá. Riendo, él los tomaría en brazos y daría vueltas y vueltas hasta que los tres estuvieran mareados.

Podía verlo. Casi sentirlo.

Casi.

Pero el miedo de mostrar sus sentimientos y ser rechazado le impedía hacer realidad la escena.

En lugar de lo que hubiera deseado, se dirigió hacia el parque, donde jugaban los niños, con las manos en los bolsillos, su expresión oculta por el ala del sombrero, sus ojos, como sus emociones, escondidos tras unas gafas de sol. Clayton se paró a dos metros del banco de arena donde los mellizos jugaban con un cubo rojo de plástico.

–Me toca a mí –estaba diciendo Brittany, tirando del asa.

–Es mío –replicaba su hermano mellizo, Brandon, sin soltar el cubo.

–¿Es que no podéis compartirlo?

Sobresaltados por la voz de su padre, los dos soltaron el cubo a la vez y la inercia hizo que cayeran hacia atrás.

–No pasa nada, pequeñajos –sonrió Clayton, tomando a los dos niños en brazos.

–¡Clayton! ¿Qué estás haciendo?

Cuando se volvió, vio a su mujer dirigiéndose hacia él con los ojos brillantes de furia. ¿Cuándo se había cortado el pelo?, se preguntó. La preciosa melena rubia había desaparecido.

Rena llevaba una ajustada camiseta blanca y pantalones cortos de color caqui que dejaban al descubierto sus largas y bronceadas piernas. Llevaban un mes sin verse y parecía cambiada. Parecía otra mujer.

Ella le quitó a la niña de los brazos, con los ojos brillantes de cólera.

Y entonces Clayton se dio cuenta de que no llevaba la alianza, el sencillo aro de oro que le había comprado cinco minutos antes de casarse con ella. La sorpresa de ver todos aquellos cambios pronto se convirtió en miedo.

Rena nunca antes se había quitado la alianza. Ni siquiera cuando nacieron los mellizos. La enfermera había insistido en que lo hiciera, pero ante la negativa de su mujer se vio obligada a ponerle cinta aislante alrededor del anillo.

Que no llevara la alianza era un detalle importante. Y aterrador.

–Hola, Rena.

–¿Qué estás haciendo aquí, Clayton?

–He venido para llevar a mi familia a casa.

–¿Nos vamos a casa, mamá? –preguntó Brittany.

Rena besó la carita de la niña, sonriendo.

–No, cariño.

–Pero yo quiero irme a casa.

–Yo también –intervino Brandon.

–El rancho ya no es nuestra casa –les recordó su madre suavemente–. Vamos a quedarnos en casa de los abuelitos durante unos días y después iremos a nuestra propia casa.

Brandon le pasó un brazo por el cuello a su padre.

–¿Y papá? ¿Él no va a venir con nosotros?

Rena miró a Clayton y después a su hijo.

–No, cariño. Papá vive en el rancho.

Brittany miró a su padre haciendo un puchero.

–Pero el rancho también es nuestra casa, ¿verdad, papá?

Clayton tuvo que aclararse la garganta.

–Claro que sí, cielo.

Rena lo miró entonces y Clayton pudo ver la furia, el resentimiento que había en sus ojos castaños.

–No lo hagas más difícil –le advirtió ella en voz baja.

–Tú eres quien ha desarraigado a los niños. No yo.

–¿Qué significa eso, mamá? –preguntó Brittany.

Rena empezó a hacerle cosquillas a su hija para disimular su angustia.

–Significa sacar algo de la tierra, como se saca un nabo –sonrió, levantándola en el aire.

–¡Ahora yo, mamá! –gritó Brandon, alargando los bracitos. Clayton se lo dio y Rena apretó a los dos niños contra su pecho. Después, empezó a dar vueltas y vueltas hasta que cayeron los tres sobre la hierba, riendo.

Clayton observaba la escena como un niño que mira el escaparate de una tienda de caramelos.

Llevaba toda la vida escondiendo sus sentimientos, con el corazón a punto de estallar por el deseo de ser querido, de estar con su familia… pero no se movió; se quedó allí mirando, con las manos y el corazón vacíos.

 

 

Clayton estaba en el patio de la casa de sus suegros, mirando el cielo oscuro. La noche era fresca, pero prefería el frío a las miradas glaciales que había recibido de sus suegros. Él no les caía nada bien. Nunca les había caído bien. Pero le daba igual.

Con un suspiro, dejó caer la cabeza y se quedó observando el suelo. Entendía la frialdad de los Palmer. Ellos tenían grandes planes para su hija, una vida de lujo y refinamiento como la que ellos disfrutaban.

Pero Rena se había casado con un vaquero, un campeón del rodeo. Un hombre que iba de ciudad en ciudad para ganarse la vida.

Sí, pensó, suspirando de nuevo. Era lógico que a los Palmer no les cayera bien.

Las puertas se abrieron en ese momento y, cuando escuchó los pasos de Rena, se puso nervioso. Su aroma le llegó antes de verla y lo saboreó en silencio. Cómo le gustaba aquel olor. Dulce. Femenino. Arrebatador.

Ella llegó a su lado y levantó la cara para mirar las estrellas.

–Hace frío –murmuró, temblando.

Clayton se quitó la chaqueta y la puso alrededor de sus hombros. Rena lo miró, sorprendida, y Clayton decidió no preguntar por qué lo miraba así. Nunca lo hacía. Había aprendido años atrás que no debía preguntar. Las respuestas casi siempre eran dolorosas.

Cuando el silencio se alargó, ella bajó la mirada, como si su silencio la hubiera decepcionado. Suspirando, Clayton volvió a mirar el cielo. Estaban uno al lado del otro, sin tocarse. Los minutos pasaban y el silencio se hacía cada vez más tenso.

–Rena…

–Clayton…

Habían hablado a la vez. Se miraron y, de nuevo, los dos apartaron la mirada.

–Tú primero –dijo él.

–No, tú. Yo ya he dicho todo lo que tenía que decir.

–¿Ya has dicho todo lo que tenías que decir? –repitió Clayton, mirándola a los ojos–. ¿Un mensaje en el contestador diciendo que te ibas y te llevabas a los niños es todo lo que tienes que decirme después de más de cuatro años de matrimonio?

Rena se apretó la chaqueta contra el pecho.

–Es más de lo que tú me has dicho a mí en meses.

–Es posible, pero yo no pensaba abandonarte –replicó él–. Y de haber querido hacerlo, habría hecho algo más que dejar un recado en el contestador.

Furiosa porque él parecía asumir el papel de víctima, Rena levantó la mirada.

–¿Y qué clase de advertencia hubieras preferido, Clayton? ¿Una bronca? ¿Habrías preferido que me pusiera a gritar y a patalear exigiendo que volvieras a casa para poder decirte en persona que me iba?

–No eres esa clase de mujer. Tú no montas una escena.

Los ojos de Rena brillaban de furia.

–¿Y tú cómo sabes qué clase de mujer soy? En cuatro años no has hecho más que ir de rodeo en rodeo. Nunca has estado en casa el tiempo suficiente como para averiguarlo –le espetó–. Pero quizá esperabas que metiera a los niños en una camioneta y te siguiera por todo el país para darte la noticia. Quizá hubieras preferido que te lo dijera en público.

Clayton se quedó en silencio durante unos segundos.

–No esperaba que hicieras nada más que quedarte en casa. En tu sitio.

–¿En mi sitio? –repitió ella–. Yo no soy una vaca, que se queda pastando hasta que tú decides volver al rancho. Soy una mujer y tengo sentimientos y necesidades… –empezó a decir. Pero sus ojos se llenaron de lágrimas y tuvo que apretar los labios con fuerza para controlarse, para no humillarse delante de él–. No te importo nada, Clayton. Nunca te he importado.

–¡Me casé contigo! Le di mi apellido a los niños –protestó él.

Rena dio un paso atrás como si la hubiera golpeado.

Clayton se dio cuenta de que la había herido con sus palabras y se dejó caer en una de las sillas del patio, con la cara entre las manos.

–No quería decir eso.

–Yo creo que sí, Clayton. Por primera vez en tu vida, creo que has dicho lo que pensabas –dijo Rena en voz baja. Después, dejó la chaqueta sobre una silla y volvió a entrar en la casa.

 

 

Clayton dejó su caballo en uno de los establos públicos de la ciudad de Tulsa y reservó habitación en un hotel nada elegante. Una pocilga, comparado con la lujosa casa de los Palmer, con sus antigüedades y sus cuadros de firma. Pero al menos en el hotel podía dormir tranquilo, sin que nadie lo observara, sin que nadie analizara sus movimientos y lo criticara por detrás.

Frustrado, se dejó caer sobre la cama.

«Me casé contigo. Le di mi apellido a los niños».

Clayton se pasó la mano por la cara, recordando lo que le había dicho a su mujer. ¿Por qué cada vez que abría la boca decía algo de lo que después se arrepentía?

Suspirando, se quedó mirando la pared que había frente a él. No tenía una respuesta. No tenía respuesta para nada de lo que le estaba ocurriendo, pensó, levantándose de la cama.

El mensaje de Rena diciendo que se iba con los niños había sido un cataclismo para él. Pero nada comparado con lo que sintió al llegar al rancho y encontrarlo vacío.

Clayton tuvo que tragarse un sollozo al recordar el horrible silencio que lo recibió al entrar en el rancho, el eco de sus pasos en la casa vacía que una vez había estado llena de gritos y risas infantiles.

Rena tenía razón cuando decía que él nunca estaba en casa. El circuito del rodeo apenas le dejaba tiempo para hacer vida familiar, pero a pesar de su ausencia se sentía feliz pensando que su mujer y sus hijos estarían allí, esperándolo. Y para un hombre que nunca había tenido un hogar y una familia, el rancho le daba una seguridad que necesitaba desesperadamente.

Una seguridad que estaba a punto de perder.

No podía perder a su familia, se decía a sí mismo, aterrado. No podía. Rena y los niños lo eran todo para él. Eran su vida, su razón de existir.

Sin ellos, no era nada.

Nada.

 

 

Rena estaba tumbada de lado, con las rodillas pegadas al pecho. Lloraba en silencio y las lágrimas mojaban su almohada.

Había hecho lo que debía hacer, se decía a sí misma. Tenía que dejar a Clayton. No podía seguir viviendo de esa forma, sola todo el tiempo. No podía seguir viviendo sin su amor durante largas, interminables noches.

Él no la quería. No podía quererla. Si la quisiera, volvería a casa más a menudo, querría pasar más tiempo con ella y con los mellizos. Pero Clayton se marchaba durante semanas y raras veces se molestaba en llamar por teléfono. Y cuando estaba en casa, se recordó a sí misma, era como si no estuviera allí. Al menos, emocionalmente.

Cuado Clayton estaba en el rancho, algo que ocurría cada vez con menos frecuencia, se encargaba de solucionar el papeleo o los problemas que hubieran surgido y después volvía a desaparecer. Y mientras estaba allí, no la tocaba… excepto en la cama.

Rena se sentía vacía, agotada, como si fuera un pozo del que hubieran sacado agua una y otra vez hasta secarlo. Sentía que no le quedaba nada que ofrecer a aquellos que la necesitaban más, sus hijos.

¿Era tan raro desear la atención de Clayton?, se preguntaba. Él era su marido y no había nadie más que pudiera darle lo que necesitaba. Y por eso lo había dejado.

No tenía a nadie, pero lo necesitaba todo.

Rena sintió un dolor familiar en el pecho. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que Clayton la tocó? ¿Cuánto tiempo desde la última vez que se habían acostado juntos, el calor del cuerpo de su marido calentando el suyo, su peso aplastándola contra la cama? ¿Cuánto tiempo desde la última vez que se había enterrado en ella para llenarla con su semilla?

Ahogando un sollozo, Rena se dio la vuelta.

Sí, pensó, necesitaba a su marido. Con todas sus fuerzas.

 

 

Tumbada en una hamaca frente a la piscina, Rena cruzó las piernas y tomó un sorbo de limonada.

–¿Vas a irte con él? –preguntó su amiga Megan.

–No. Eso no resolvería nada.

Megan la miró, sorprendida.

–¿No pensarás quedarte en casa de tus padres?

Rena miró la casa, con sus muros de piedra, sus ventanales, los arbustos recortados y el jardín lleno de flores. Riqueza. Perfección. Éxito. Esa era la imagen que daba la casa de sus padres; lo mismo que ellos habían querido para su hija. Lo mismo de lo que ella había querido escapar cuando era muy joven.

–Me quedaré solo unos días.

Megan tomó la mano de su amiga y la apretó con cariño.

–Rena, ¿de verdad sabes lo que estás haciendo?

–¿Con la mano en el corazón? –preguntó Rena, cerrando los ojos–. No, pero tal y como están las cosas no puedo seguir viviendo con Clayton.

–Pero tú quieres a tu marido.

–Pensé que lo quería, pero ahora… no estoy tan segura.

–¡Claro que lo quieres! ¡Y él te quiere a ti!

–No es verdad.

–¿Cómo lo sabes? ¿Te ha dicho que no te quiere?

–Clayton nunca dice nada. Al menos, a mí.

–Entonces no te ha dicho que no te quiere.

Rena miró a su amiga con los ojos escondidos tras las gafas de sol.