En las trincheras del COVID - Isabel Vidal Sánchez - E-Book

En las trincheras del COVID E-Book

Isabel Vidal Sánchez

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Cuando el 2020 dio el pistoletazo de salida, pocos podían imaginar que una pandemia sacudiría el mundo entero y trastocaría la vida de toda la población, en solo unas pocas semanas. Antes de poder reaccionar, la humanidad se vio inmersa en una guerra sin cuartel contra un enemigo invisible: el COVID-19. Al frente de las batallas contra el virus se encontraron los sanitarios. Profesionales como los médicos, los enfermeros o los auxiliares decidieron arriesgar su salud, e incluso su vida, para luchar por las vidas de otros. En las trincheras del COVID recoge los testimonios de varios de esos sanitarios que, a través de estas páginas, compartirán con el lector sus experiencias, pensamientos, miedos y emociones. Porque las historias de las que fueron testigos, y también las suyas propias, merecen ser contadas.

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Isabel Vidal Sánchez

En las trincheras

del COVID

1ª edición: mayo 2022

© Isabel Vidal Sánchez

© De la presente edición Terra Ignota Ediciones

Diseño de cubierta: Roberto Rosendo Galán

Terra Ignota Ediciones

c/ Bac de Roda, 63, Local 2

08005 – Barcelona

[email protected]

ISBN: 978-84-125418-2-3

THEMA: DNXP 2ADS

Las ideas y opiniones vertidas en este libro son propiedad y responsabilidad exclusiva de su autora.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

Isabel Vidal Sánchez

En las trincheras

del COVID

A los que arriesgaron y arriesgan su vida para salvar las nuestras.

GRACIAS

PRÓLOGO

CAPÍTULO I

A. Médico de Urgencias

CAPÍTULO II

E. Enfermero de paliativos

CAPÍTULO III

M. L.Médico de UCI

CAPÍTULO IV

E. Médico residente

CAPÍTULO V

E. Enfermera de UCI

CAPÍTULO VI

L. Enfermera

CAPÍTULO VII

A. F.Auxiliar de enfermería en una residencia

CAPÍTULO VIII

I. Enfermera de geriatría

CAPÍTULO IX

C. Médico residente de neumología

CAPÍTULO X

J. Auxiliar de enfermería

CAPÍTULO XI

B. Médico de familia

CAPÍTULO XII

T. Matrona

CAPÍTULO XIII

I. Enfermera

CAPÍTULO XIV

L. Enfermera de UCI

CAPÍTULO XV

J. L. Capellán de hospital

CAPÍTULO XVI

R. Psicóloga

CAPÍTULO XVII

I. Escritora

PRÓLOGO

Cuando el reloj de la Puerta del Sol dio las doce campanadas que ponían punto final al 2019 nadie podía imaginar que se estaba dando el pistoletazo de salida a uno de los años más duros y extraños de nuestra historiareciente. El 2020 empezó, en casi todo el mundo, como un año más, pero en la región china de Wuhan ya se había empezado a gestar, meses atrás, la tragedia que sacudiría todo el globo solo unas semanas después.

El coronavirus llegó a nuestras vidas avisando. Primero fue China, después Italia. Ambas regiones lanzaban un grito ahogado y desesperado al mundo; preparaos para lo peor, parecían aullar. Pero, como si del cuento del pastorcillo se tratase, nadie pareció tomar sus gritos de alerta con la suficiente seriedad y los avisos cayeron en saco roto hasta que fue demasiado tarde. A mediados del mes de marzo, con un millar de muertos ya sobre sus espaldas, el Gobierno de España decretó el estado de alarma y, con él, el confinamiento de toda la población.

De la noche a la mañana, España, el país de la vida en la calle, el país de los bares y las terrazas, del sol y el bullicio, se sumergió en un amargo y escalofriante silencio, roto solo por las sirenas de las ambulancias que, a marchas forzadas, recorrían raudas las solitarias calles para llevar a los hospitales a aquellos que caían de forma acelerada en la enfermedad que ya había empezado a asolar el mundo.

La pandemia trastocó la vida de toda la población, que debió acostumbrarse a permanecer en casa, saliendo solo para ir a la farmacia o para comprar productos de primera necesidad en unos supermercados donde el papel higiénico se convirtió, de repente, en un bien preciado y escaso y la profesión de cajero pasó a ser de alto riesgo.

Pero si hay dos grupos de personas a las que este virus cambió la vida hasta límites insospechados, esos son el de las víctimas directas de la enfermedad y el de aquellos que lucharon en las trincheras sanitarias para tratar de salvar la vida de los enfermos, muchas veces a costa de sus propias existencias.

Los sanitarios, tantas veces olvidados y maltratados por la sociedad, lo dejaron todo por ir a combatir el virus. Dejaron sus casas, sus familias, sus días libres, sus vacaciones y, en ocasiones, hasta su propia vida en la lucha. Ese esfuerzo no fue siempre recompensado. Si bien es verdad que los aplausos diarios a las ocho de la tarde reconfortaban, también es verdad que muchos sanitarios veían con desesperación cómo los medios, en su noble intento por no desmoralizar aún más a la población, reflejaban una realidad demasiado edulcorada de la tragedia, centrándose en los eventos positivos y mostrando solo vagamente el horror que se vivía en los hospitales.

De ese sentimiento de falta de verdad nace este libro. Una obra que busca contar lo que ha pasado sin censuras ni medias tintas, plasmando en diversos capítulos los testimonios de sanitarios de diversas áreas y zonas de España. Unos testimonios que se fueron recabando entre la primera y segunda oleada y entre los cuales faltan los de algunos sanitarios, a los que la llegada de nuevas víctimas de la pandemia dejó sin tiempo ni fuerzas para contar su experiencia. En homenaje y agradecimiento a todos ellos se escribe esta obra. Porque merecen la oportunidad de contar la realidad, por muy cruda que sea, porque así la han vivido ellos y porque así debe ser conocida.

CAPÍTULO I

A. Médico de Urgencias

Me llamo A. y soy médico de Urgencias en un hospital de Castilla-La Mancha. Mi historia con el coronavirus durante la primera ola no será, posiblemente, tan dura como la de muchos de mis compañeros porque yo tuve relativa suerte. La ciudad en la que trabajo no se vio tan afectada como otras regiones cercanas y yo, al estar en Urgencias, era quien contactaba primero con los pacientes, pero después no veía su lucha durante semanas en la UCI.

Uno de mis primeros contactos con el COVID-19 fue en el mes de febrero de 2020, en una conferencia en la que nos hablaron del virus que, oficialmente, aún no había llegado a España. Ahí empecé a darme cuenta de que la cosa iba en serio. Esa charla dio el pistoletazo de salida a la locura en la que se fue convirtiendo todo. Empezaron los cambios constantes de protocolo, primero con los pacientes procedentes de China, luego con los que venían de Italia, después con los que presentaban problemas respiratorios y, por último, con todo aquel que entraba por la puerta de Urgencias.

En plena primera oleada esos cambios de protocolo eran cada día más rápidos. Cada vez que llegaba al hospital me encontraba con una forma de trabajar distinta a la que había dejado en mi turno anterior y que cambiaba, a veces, pasadas solo unas pocas horas, porque todo dependía de los ingresos que tuviésemos. Al principio solo hacía falta la sala de aislamiento para los sospechosos de COVID-19, luego se fueron ampliando los espacios y llegó un momento en el que el 80% de las camas estaban ocupadas por personas con sintomatología respiratoria.

Es importante decir que este no ha sido nuestro primer contacto con el virus. El coronavirus ya existía antes de la pandemia y ya era responsable del 10% de las afecciones respiratorias; aunque sin ser tan mortal como la gripe, que hace solo unos pocos inviernos, en la temporada 2017-2018, se llevó por delante a 15.000 personas y hoy en día sigue matando incluso a niños. El problema de la cepa COVID-19 fue su rapidez para contagiar y, paradójicamente, su baja tasa de mortalidad, que permitió que muchos infectados contagiasen a todo su entorno sin saber que eran portadores del virus.

Esa rapidez en los contagios no nos afectó tanto como a otros hospitales, que se vieron totalmente faltos de material. Nosotros, afortunadamente, no sufrimos esa carencia, pero tampoco fuimos totalmente ajenos a ella y nos tuvimos que adaptar para optimizar nuestros recursos al máximo. Cada vez que me colocaba uno de los famosos trajes EPI empezaba un reto, el de tratar de ver a la mayor cantidad de pacientes posible para no desaprovechar ese traje; un traje incomodísimo, del que salía totalmente deshidratado y tras el que, después de 8 horas de trabajo, era imposible ver nada por la cantidad de humedad que se había acumulado en las gafas que llevaba para protegerme los ojos.

Hay otra situación, quizá todavía peor que la de la falta de material de protección, a la que yo no me tuve que enfrentar, afortunadamente: la que llevó a algunos compañeros a tener que decidir a quién se trataba y a quién no. En nuestro hospital, gracias a Dios, no nos vimos en esa tesitura tan extrema, pero sí ocurrió algo ligeramente parecido que me marcó bastante. Un día entró una mujer en Urgencias; tenía 90 años y apenas podía respirar. La mala fortuna quiso que justo 30 segundos antes que ella llegase otra paciente con sus mismos problemas, pero también con un diagnóstico de COVID-19 y medio siglo menos de vida. Mis compañeros se volcaron con la mujer más joven y yo me quedé con la abuelita, a la que solo pude poner un poco de morfina y que murió un cuarto de hora después de ingresar. Cuando la más joven estuvo estabilizada mis compañeros vinieron a preguntar por la señora mayor y tuve que decirles que había muerto. La verdad es que algunos se quedaron tocados, quizá pensando que la señora había fallecido sin recibir la atención necesaria, pero yo creo que no había nada que hacer y que realmente la abuelita ni siquiera llegó a enterarse de lo que estaba pasando porque su memoria y su conciencia la habían abandonado hacía tiempo.

Lo cierto es que, cuando ocurrió lo de la abuelita, yo no culpé para nada a mis compañeros. Tratar el COVID-19, sobre todo en sus inicios, era un trabajo muy exigente y de riesgo, no solo por el peligro de contraer el virus, sino porque se sabía muy poco de él y de su tratamiento. Muchas veces había que tratar a los pacientes con tratamientos «empíricos»y «por compasión», intentando dar con la combinación ganadora que ayudase a esa persona a combatir la enfermedad. Al principio del todo era una obligación tratar a los pacientes de esta manera, porque se sabía muy poco, tanto entre los médicos como entre la población. De hecho, recuerdo mi primer caso de COVID-19 porque el paciente, que venía de Madrid, no entendía por qué se tenía que quedar ingresado, ya que se encontraba bien y creo que no era consciente de la gravedadde su caso. Solo dos semanas después ese mismo paciente falleció.

Quizá eso, los fallecimientos, fue lo más duro de todo. No tanto el que muriesen los pacientes, que al final es algo que forma parte del día a día de un hospital, sino que lo hicieran separados de su familia y que esa familia se tuviera que enterar por teléfono del fallecimiento. Comunicar una muerte nunca es agradable, pero normalmente cuentas con elementos que ayudan a dar la noticia, como el sitio o el lenguaje no verbal, y te puedes asegurar de que la persona está sentada y de que será atendida si lo necesita. Con la pandemia eso cambió y solo teníamos el teléfono. Esas circunstancias no ayudaban a aliviar el impacto psicológico que la muerte de un familiar siempre produce en las familias, especialmente cuando el fallecido es alguien joven. En este sentido se podría decir, aunque suene mal, que el coronavirus al menos «se portó» durante las primeras semanas, porque en esos momentos los fallecidos eran, en su inmensa mayoría, personas muy mayores. Pero los daños psicológicos han sido tremendos.

Esos daños psicológicos, pero en otro sentido, se vieron también en los pacientes psiquiátricos. El confinamiento fue especialmente duro para ellos. Recuerdo, por ejemplo, que uno de ellos vino al hospital diciendo que quería quemarlo todo para salvarnos del coronavirus. El hombre veía ese edificio como un foco de infección y creía que, si el hospital ardía, el COVID-19 ardería con él. Puede parecer una locura su idea, pero lo cierto es que, si algo me ha enseñado la pandemia, es que el miedo saca lo peor y lo mejor de las personas y, en esta ocasión, hubo mucho miedo. Hubo tanto que mucha gente perdió un poco la perspectiva y, por miedo a contagiarse, dejó de ir a Urgencias cuando debería. Yo vi cómovenían pacientes con infartos o apendicitis muy avanzados, con los riesgos que eso conlleva; porque una apendicitis le parece una tontería a mucha gente, pero tiene una tasa de mortalidad de en torno al 2%, más cercana a la del coronavirus de lo que pueda parecer. Esos retrasos a la hora de ir al médico convirtieron a muchos de esos pacientes en víctimas colaterales del COVID-19, igual que ocurrió con todos aquellos que vieron pospuestas sus revisiones, consultas y tratamientos por la pandemia y que después tuvieron que lidiar con enfermedades mucho más avanzadas.

Para mí ese es uno de los peores puntos del coronavirus, la cantidad de daños indirectos que causó y sigue causando, no solo a nivel sanitario, sino también a nivel económico. De hecho, creo que llegó un momento en el que la gente dejó de temer tanto por su salud y empezó a temer más por su trabajo. Recuerdo especialmente el caso de una chica que, en plena pandemia, ya fue víctima de esos daños colaterales. Tenía solo 25 años y vino a Urgencias por un dolor de muelas. Le receté los medicamentos y le di la primera dosis. Cinco horas después vi cómo esa misma joven volvía a la consulta. Estaba llorando, desesperada, porque había intentado sacar sus medicamentos y no había podido, ya que estaba en ERTE, aún no había cobrado, y no tenía dinero suficiente en la cuenta para poder comprar sus medicinas. Evidentemente le di todo lo que iba a necesitar, ¿por qué lo hice? porque la sanidad tiene que poner al paciente por encima de todo.

Esa idea de una sanidad humanizada fue, de hecho, lo que nos movió a mis compañeros residentes y a mí a actuar cómo lo hicimos durante la pandemia, yendo más allá de nuestras obligaciones. Es verdad que hubo algún caso de sanitarios que se escudaron en el miedo para hacer menos pruebas o ver a menos pacientes, pero lo cierto es que la mayoría nos desvivimos durante esa primera oleada. Recuerdo que, en cuanto empezó a complicarse la situación, todos nos ofrecimos para cubrir los turnos que hiciese falta y, al mismo tiempo, empezamos una serie de campañas solidarias para tratar de amenizar la estancia de los pacientes. Una de esas campañas consistió en crear una cuenta de correo electrónico a la que la gente podía mandar cartas para los ingresados, también pedimos a los niños que hiciesen dibujos para los enfermos y comenzamos a reunir juegos de mesa y revistas para los pacientes. Después hicimos una colecta para pagar tarjetas de televisión para las habitaciones, llegamos a recaudar 200 euros en poco tiempo, pero no hicieron falta porque el hospital se unió a nosotros y sacó tarjetas infinitas.

Ese tipo de iniciativas demostraron que las situaciones complicadas pueden sacar lo mejor de nosotros. Normalmente la prioridad en cualquier hospital es curar a los enfermos y el entretenimiento o el bienestar emocional son cosas de las que se encargan las visitas. Con el COVID-19 eso era imposible y nos tocó ser los médicos y también la familia de unos pacientes que pasaban días ingresados en la más absoluta soledad, luchando contra un virus que sabían que se estaba llevando a todos. Por eso nos esforzamos en hacer sus estancias lo menos dolorosas posible a nivel emocional, porque aprendimos que muchas veces, y más en situaciones así, primero está el ser humano y después la enfermedad.

CAPÍTULO II

E. Enfermero de paliativos

Mi nombre es E. y trabajo como enfermero en Barcelona. Estoy especializado en cuidados paliativos y formo parte de un equipo destinado a atender a los enfermos terminales en sus domicilios y guiarlos y acompañarlos, tanto a ellos como a sus familias, en el proceso final de la enfermedad. Cualquiera podría pensar que en mi trabajo apenas noté el efecto de la pandemia del coronavirus. Uno podría imaginar que mi contacto habitual con personas que van a morir en breve me ayudaría, pero dudo que fuese así.

Para mí la pandemia fue un tsunami. Un tsunami que llegó de golpe y que irrumpió en nuestras vidas, obligándonos a hacerle frente mientras tratábamos de sobrevivir a nivel sanitario, personal y familiar. Un tsunami que, tengo que reconocerlo, yo no vi venir. Cuando comenzó la pandemia yo no imaginé que iba a ocurrir lo que ocurrió; es más, al principio estaba muy tranquilo y trataba de tranquilizar a mis compañeros diciéndoles lo que realmente pensaba, que iba a ser cosa de unos días y que todo se iba a quedar en una anécdota. Mi mentalidad comenzó a cambiar en torno al 12 de marzo, durante una reunión en la que llegó una alerta al móvil de mi jefa y su cara cambió por completo; en esa alerta se anunciaba que se iba a confinar a toda la población en breve y fue entonces cuando empecé a tomar conciencia de que lo que estaba ocurriendo se salía de todo lo que habíamos vivido y que lo que venía iba a ser muy heavy.

A partir de ese momento nos enfrentamos a un cambio constante. Yo seguí haciendo mi trabajo, atendiendo a los enfermos y a sus familias, aunque me tuve que acostumbrar a hacer parte de mis funciones por teléfono y a cambiar por completo los tiempos y los procesos con los que contaba para ayudar a que las familias se preparasen para la despedida. De hecho,tuvimos que formar equipos de respuesta rápida para hacer todo el primer contacto con el paciente, visita, valoración y atención, en menos de 24 horas. Pero ese cambio no fue el más intenso. Para mí lo más difícil fue lidiar con la angustia de las familias y los enfermos, una angustia que era diferente porque no estaba provocada solo por un proceso largo de enfermedad y también porque nos afectaba más a nosotros al saber que eso mismo nos podía ocurrir.

Quizá ese «me puede tocar a mí» fue lo que más me afectó, porque eliminaba esa distancia que los sanitarios aprendemos a poner con los pacientes. Yo pasé miedo, mucho miedo, pensando que me podía contagiar, que podía contagiar a mi familia o que podía ser responsable del contagio de otra persona. Eso es algo que no me pasa con las enfermedades con las que tengo que lidiar habitualmente porque son enfermedades que no hacen lo que hace el COVID-19, meternos a todos en el mismo saco. Además, pasé miedo por mis padres, porque ellos estaban en primera línea, mi madre como sanitaria y mi padre montando zonas de UCI en hospitales.

Todo ese miedo me terminó generando una gran ansiedad, sobre todo en las primeras semanas. Era horrible porque, además, sabía que no podía cogerme la baja porque no me iba a poder cubrir nadie. En la etapa más cruda de la pandemia teníamos que multiplicarnos y hacer nuestro trabajo y el de otros compañeros, que estaban de baja o en cuarentena preventiva y que no podían ser reemplazados porque todo el personal sanitario del país ya estaba trabajando. Esa medida, la de la cuarentena, fue un golpe muy duro, pero era la única forma en la que se podían afrontar los casos sospechosos de COVID-19 entre el personal, ya que las pruebas PCR que había eran para los pacientes. De hecho, cuando alguien de tu entorno daba positivo y lo notificabas, te mandaban a casa aislado y solo se planteaban hacerte la prueba si tenías síntomas.

Esa escasez, la de las pruebas, fue la única que realmente llegué a notar. Afortunadamente, yo siempre tuve acceso al material de protección que necesitaba y también al apoyo psicológico que tanta falta me hizo. Porque eso es algo que se organizó muy bien. Se activaron un montón de recursos de soporte para los profesionales y muchos de nosotros pudimos seguir adelante gracias al trabajo de los psicólogos, que fue brutal. Ellos nos ayudaron a gestionar el miedo, la impotencia, la sensación de inseguridad y la incertidumbre que vivíamos cada día y que siguieron estando ahí durante muchísimo tiempo.

Pero los psicólogos no solo fueron cruciales para nosotros. Yo vi muchos casos en los que las familias necesitaron más que nunca su labor. Recuerdo uno especialmente. Se trataba del caso de una mujer joven, de poco más de 40 años, que sufría un cáncer y que llevaba tiempo esperando una operación. La operaron y la mandaron a un centro para hacer la recuperación y allí se infectó. Falleció a los pocos días y nosotros tuvimos que acompañar durante todo el proceso a su pareja, que lo pasó especialmente mal, a pesar de que le dejaron estar con ella las últimas horas para despedirse. Lo más duro fue que, una vez que se despidió e hizo todos los trámites, volvió a su casa solo y se confinó. No me imagino cómo debe de ser volver a casa sin tu pareja, que ha fallecido, y no poder abrazar a tus seres queridos porque está prohibido que estén a tu lado. Era en esos momentos cuando las limitaciones por el COVID-19 y su daño se hacían más evidentes.

Viendo esas limitaciones, pienso mucho en el enorme sacrificio que se pidió a la población y creo que, en general, la gente cumplió con ese sacrificio que le correspondía y estuvo a la altura. Evidentemente, hubo personas que se creyeron más listos que nadie o inmunes e hicieron lo que quisieron, pero ese tipo de gente lo ha habido y lo habrá siempre y para todo. El problema vino, quizá, cuando esa falsa sensación de seguridad se extendió demasiado, sobre todo cuando comenzaron las fases de desescalada. Hasta entonces el aplauso de las ocho de la tarde era muy emocionante, especialmente los primeros días, porque sentíamos el calor de la gente y pensábamos que se nos estaba dando visibilización y reconocimiento. Después, cuando empezamos a ver a la gente saltarse las normas, los aplausos me dieron hasta rabia, porque me cruzaba con gente que no respetaba las distancias y, al mismo tiempo, escuchaba decir a mis compañeros de UCI y Urgencias que estaban saturados. Todo eso te hacía pensar que de poco servía que la gente nos llamase héroes, cosa que no nos gustaba mucho porque simplemente hacíamos nuestro trabajo, si luego no eran responsables.