Espejo roto - Heather Macallister - E-Book

Espejo roto E-Book

Heather Macallister

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Beschreibung

Jayne Nelson creía que iba a tener que convertirse en la mujer perfecta si quería atrapar a Garret James, un atractivo modelo retirado que había decidido dedicarse a los negocios. Estaba convencida de que la única manera de hacer que se fijara en ella era parecerse todo lo que fuera posible a una modelo... Y este empeño, considerando que Jayne era de baja estatura y algo regordeta, le estaba resultando bastante difícil. Lo peor era que no sabía que Garret estaba cansado de las mujeres que solo parecían interesadas en cuidar su aspecto físico y que él prefería a la Jayne de siempre.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Heather W. Macallister

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Espejo roto, n.º 1470 - junio 2021

Título original: The Boss and the Plain Jayne Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises

Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-563-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

CIENTO veintitrés mil dólares que están en una cuenta que no registra ningún movimiento? –preguntó el señor Waterman reclinándose en el sillón de su despacho–. Veo que has sido tan diligente como siempre, Jayne.

–Sólo estaba haciendo mi trabajo –respondió Jayne.

Hasta la noche anterior, la manera seca en la que el jefe de Jayne Nelson reconocía las horas de trabajo extras con las que Jayne había sacrificado todas las tardes de la última semana hubiera merecido la pena. Pero la noche anterior había cumplido veintiocho años y se había pasado la tarde trabajando en vez de ir a celebrarlo con su amiga Sylvia.

La emoción que le producía recibir los cumplidos del director de Pace Waterman Acountants había dado paso a la indiferencia que sentía mientras daba un bocado a un pastelillo. Era uno de los que quedaban de los que Sylvia había llevado el día anterior para celebrar su cumpleaños. Como su propia vida, estaban rancios.

–La viuda de Brock Neilson tiene que estar agradecida de que te nombrara su contable personal –concluyó el señor Waterman, mientras tiraba el expediente que había estado examinando encima de la mesa, lo que dolió un poco a Jayne, que había empleado muchas horas de trabajo en prepararlo–. ¿Cómo se te ocurrió buscar esos certificados de depósito cuando a nadie más se le pasó por la cabeza?

Ningún otro de los empleados de la firma contable estaba dispuesto a gastar el tiempo en analizar antiguas declaraciones de renta. Todos los demás contables le habían dicho que era una pérdida de tiempo. Sin embargo, Jayne había tenido un presentimiento y no cejó en su empeño. Aquella no había sido la primera vez, ni sería la última. Por eso, con tan solo veintiocho años, estaba en el umbral de la vicepresidencia. Desgraciadamente, el señor Waterman no parecía dispuesto a abrir la puerta.

–En 1992 –respondió Jayne, recogiendo el expediente–, hubo una repentina caída en los ingresos declarados del señor Neilson, lo que sus anteriores contables explicaron por el vencimiento de ciertos certificados de depósito. Lo he comprobado y nunca ha habido ningún registro de estos certificados de depósito en los estados de cuentas posteriores, ni tampoco se señalaba ninguna inversión realizada con esos fondos.

–Supongo que pensaba utilizar ese dinero para sus hijos. Estaban los tres en la universidad, uno de ellos en la facultad de medicina por aquel entonces.

–En cualquier caso, no había ningún registro de este dinero cuando nosotros nos hicimos cargo de sus cuentas –le aseguró Jayne.

–Has hecho un notable trabajo de investigación. Mi enhorabuena –dijo el señor Waterman, levantándose para estrechar la mano de Jayne.

Mientras Jayne le estrechaba la mano, pensó que ojalá el señor Waterman lo recordara de igual manera cuando tuviera que pensar en un posible ascenso para ella y luego regresó a su despacho.

–La sorprendente Jayne ataca de nuevo –le dijo una voz muy familiar a sus espaldas.

–¿Es que estabas escuchando detrás de la puerta, Sylvia?

–Claro, estaba abierta –replicó la mujer. Sylvia Dennison trabajaba de secretaria para una compañía de seguros que había tres pisos más arriba en el mismo edificio y era la mejor amiga de Jayne–. Todos esos elogios sonaban bastante bien. ¿Qué has hecho esta vez?

–He encontrado una buena suma de dinero para una viuda.

–Es muy noble por tu parte.

–Además, no es una viuda cualquiera. Es una de las mejores amigas del señor Waterman.

–¡Vaya, vaya con Jayne! Noble, pero pensando en sí misma a la vez.

–¿Cómo te las arreglas para que cualquier cosa suene sórdida? –preguntó Jayne, abriendo la puerta del despacho.

–¡Por favor…! No me irás a decir que no estabas pensando un poco en ti misma –afirmó Sylvia, entrando en el despacho detrás de ella para ir a sentarse en un sofá–. Bueno, en ese caso, supongo que te habrá merecido la pena pasarte toda la semana, e incluso tu cumpleaños, con una calculadora en vez de conmigo.

–Si no hubieras estado entre novio y novio, ni siquiera te habrías dado cuenta.

–Me di cuenta porque hace un montón de días me prometiste ayudarme a ponerme ese tinte de color rojo en el pelo.

Jayne no estaba muy segura sobre lo del tinte de color, especialmente después de la permanente que Sylvia había insistido en hacerle. En vez de una melena brillante y esponjosa, el pelo le había adquirido una textura parecida a la pelusa, lo que no le daba un aspecto demasiado profesional.

–Bueno, de todas maneras –añadió Sylvia, poniéndose de pie–, deberíamos salir a celebrarlo esta noche. ¿Te apetece que salgamos a ese nuevo club de Richmond, al que van los brokers? ¿O prefieres el bar de deportes al que van los abogados?

–Hoy no puedo –respondió Jayne, aliviada de tener una excusa ya que odiaba ir con Sylvia a la caza del hombre por los lugares de moda de Houston–. Tengo que dar los seminarios de contabilidad de junio.

–¡Jayne! ¿Es que no pueden darte un respiro? Tienen un montón de contables trabajando en esta empresa. ¿Por qué siempre te toca a ti dar esos seminarios?

–Me gusta hacerlo.

–Pues métete esto en la cabeza. La ecuación es muy sencilla. Si Jayne trabaja también de profesora en las clases nocturnas, Jayne nunca tendrá la oportunidad de conocer a nadie.

–Sylvia, me estás recordando a mi madre cuando me llama los domingos por la tarde –replicó Jayne, aunque pensaba que tal vez las dos tenían razón.

–Y hablando de parientes…

–¡No quiero más citas a ciegas! –exclamó Jayne.

–¿Todavía estás enfadada por lo de Mogo? –preguntó Sylvia.

–Tan pronto como me dijiste el nombre, te debería haber dicho que yo no iba –respondió Jayne. La mayoría de los parientes de Sylvia eran deportistas. Mogo, también conocido como Mogo «el magnífico», era un luchador profesional. La noche de la cita, él la llevó a uno de sus combates, dejándola abandonada a la entrada de la zona de vestuarios, ya que, aparentemente, se había olvidado de ella, lo que a Jayne no la importó en absoluto–. ¿Me acompañas abajo a tomar un bocadillo?

–¡No estarás pensando en ir a la cafetería de la empresa!

–Sólo tengo una hora antes de que empiece la clase.

–Jayne, vamos al menos al griego que hay al otro lado de la calle.

–Pensaba que no había ningún hombre interesante que comiera allí

–Ninguno que sea interesante –replicó Sylvia, cuyos temas favoritos eran los hombres y la comida–. Todos ellos trabajan por aquí, y yo ya los tengo descartados.

Diez minutos más tarde, Jayne y Sylvia se sentaron a una mesa al lado de la ventana e intentaban con todas sus fuerzas resistirse al platillo de aceitunas que tenían delante. Sin embargo, Sylvia lo consiguió con más éxito que Jayne.

–Jayne, un plato de aceitunas equivale a un trasero más gordo.

–No hace falta que me sigas hablando en ecuaciones.

–Eres contable. Lo único que entiendes son las ecuaciones –replicó Sylvia, apartando el plato del pan–. ¡Y al pan le pasa lo mismo!

–¡Me gustan las aceitunas y me gusta el pan! Cálido, oloroso… ¡me está llamando desde allí!

–¡Atención! –exclamó Sylvia, dejando el plato encima de la mesa–. Hay camarero nuevo.

–Supongo que tampoco me vas a dejar que pida moussaka –gruñó Jayne, mientras se acercaba un atractivo camarero de ojos oscuros.

–Ni se te ocurra.

Aprovechando que Sylvia se ponía a coquetear con el camarero, Jayne pudo pedir su moussaka y se tomó, además, una aceituna y luego otra. Estaba dirigiendo su atención a la cesta del pan cuando lo vio.

Era el hombre más guapo del universo, o al menos de Texas, y estaba entrando en aquel mismo restaurante. El corazón de Jayne latía con tal fuerza que sentía que las manos se le echaban a temblar. Era imposible que Sylvia lo viera. Si hubiera sido así, el camarero hubiera pasado muy pronto a segundo plano. De hecho, cuando lo viera, Sylvia probablemente la mataría por no habérselo dicho antes.

Sin embargo, Jayne no podía moverse, ni respirar. Además, no quería compartir a aquel hombre maravilloso con nadie, a pesar de que él estuviera fuera de órbita para ella y fuera más un sueño que una realidad.

El dueño del restaurante se aproximó a aquel dios de pelo de azabache y le condujo a una mesa al otro lado del restaurante, donde se sentó quedando de perfil hacia Jayne y fuera del campo visual de Sylvia.

Jayne tragó saliva, aunque con algo de dificultad.

–¿Jayne?

–¿Qué? –replicó Jayne, apartando la vista con mucha dificultad para mirar a Jayne.

–Traeré más pan –dijo el camarero.

Sylvia entonces vio que Jayne se había comido el pan y varias aceitunas.

–Oh –exclamó Jayne, que no recordaba haber tomado los bollos ni haberse comido las aceitunas–. ¿Tengo hambre?

–Al menos no te has puesto a untarlos con mantequilla –respondió Sylvia, poniéndose a mirar por la ventana.

Jayne aprovechó aquella situación para seguir mirando al hombre a placer. Desde aquella distancia, no podía apreciar todos los detalles de su físico, pero lo que vio le resultó suficiente como para quitarle el sentido. Aunque iba vestido de forma casual, tenía un atractivo que le hacía resaltar por encima de todos los demás.

Mientras jugueteaba con el bollito de pan, Jayne hacía que escuchaba a Sylvia, que le contaba las virtudes del ejercicio y de las comidas bajas en calorías y la prevenía sobre los peligros de la celulitis en las mujeres de su edad. Sylvia estaba ya mucho más cerca de los treinta, más de lo que estaba Jayne, pero ésta decidió guardar silencio. Al mirar con deseo a la última aceituna que quedaba en el plato, se dio cuenta de que, de todos modos, probablemente nadie iba a ver su celulitis de todas maneras.

–No te creas que no te he visto comerte esa aceituna. Tengo una visión periférica muy desarrollada. No se me escapa nada.

Menos mal que no había visto al hombre que había detrás de ella. Jayne vio que miraba el reloj un par de veces, pero nunca se percató de que ella le estaba mirando. Cuando el camarero se acercó para preguntarle lo que deseaba tomar, él lo hizo inmediatamente, lo que indicaba claramente que iba a cenar solo. Jayne no dudó en ningún momento que habría alguna mujer en su vida y pensó que ella no debería dejarlo salir solo. Si ella fuera la afortunada, no le dejaría a solas ni siquiera un minuto.

Haciendo que escuchaba las palabras de Sylvia, Jayne se transportó en mente a la silla vacía que había enfrente de él. Él levantaría los ojos, la saludaría afectuosamente y le sonreiría sólo a ella. Y ella… Ella…

Nada. Ella no haría nada porque nunca había tenido el valor suficiente como para acercarse o hablar con un hombre como aquél.

Jayne no pudo dejar de reconocer, aunque con mucha lástima, que aquel hombre no era para ella. Las personas atractivas se veían atraídas por otras personas atractivas. La naturaleza ponía aquellas leyes para perpetuar la supervivencia de los genes. Era la supervivencia de los más fuertes, o en aquel caso, de los más hermosos.

–¿Jayne? ¿Me estás escuchando?

–No.

–¿Qué es lo que te pasa? –preguntó Sylvia, señalando al plato del pan de Jayne.

–El pan estaba duro –respondió ella, al ver que tenía los dedos cubiertos de las migas de pan en las que se habían convertido los bollitos que tenía en el plato–. Muy duro.

–Y tú estás muy distraída. ¿Me vas a contar el porqué?

–No –replicó Jayne al ver que el camarero les traía la comida–. No pienso hacerlo.

 

 

¿Cómo podría ella haber comido tanto? Mientras se preparaba para el seminario en la sala de conferencias de Pace Waterman, lamentó todos y cada uno de los bocados de la moussaka que se había tomado. Tal vez los primeros habían estado bien, pero debería haber dejado de comer después de los primeros bocados. Y lo hubiera hecho si Sylvia no le hubiera echado una buena regañina por el plato que había elegido.

Además, los incesantes reproches de su amiga le habían impedido seguir soñando sobre su objeto de deseo secreto. Luego, se habían tenido que marchar del restaurante por culpa del seminario y no había tenido oportunidad de verle la cara completa al dueño de aquel perfil tan perfecto.

Por eso, cuando el hombre más atractivo del universo entró en la sala de conferencias, Jayne no lo reconoció hasta que él giró la cabeza para dirigirse a una mujer que estaba sentada a su lado y que no pudo salir de su asombro. Entonces, él se sentó como si realmente hubiera ido allí para asistir a un seminario de contabilidad.

Pero aquello era imposible. Los hombres atractivos, por lo menos los que eran tan atractivos como aquél, no tenían por costumbre asistir a seminarios de contabilidad organizados por Pace Waterman. En general, las personas atractivas no estudiaban contabilidad. Siendo contable, Jayne estaba completamente segura.

Ella debía empezar la clase a los dos minutos. Aquello significaba que, transcurridos esos dos minutos, ella daría la bienvenida a los asistentes al Seminario para Pequeñas Empresas y el hombre que estaba sentado en la tercera fila reconocería su error, presentaría sus excusas y desaparecería de su vida para siempre.

Jayne tenía sólo dos minutos para grabar los rasgos de aquel rostro en su memoria. Dos minutos para dar rienda suelta a sus fantasías. No era mucho, pero era todo lo que podía pedir. Dio un paso adelante y respiró profundamente, dejando salir el aire mientras acariciaba con los ojos los perfectos rasgos de aquel hermoso rostro. El hoyuelo de la barbilla, los pómulos, las azules profundidades de sus ojos rodeados por negras pestañas, la recta nariz, los labios…

Los labios. Jayne tembló y se aferró a la carpeta que tenía entre las manos. Aquellos labios eran gruesos y turgentes, muy sensuales. Estaban hechos para besar.

Jayne nunca había tenido el privilegio de besar o de que la besaran con unos labios como aquellos. Probablemente no sabría lo que hacer con ellos, pero estaba deseando aprender.

Su reloj dio la hora. Perdida en sus propias ensoñaciones, Jayne trató de ignorar aquel sonido, pero al ver que los asistentes empezaban a sentarse y que el murmullo iba apagándose, se dio cuenta de que era mejor empezar la clase.

Tras respirar profundamente, pronunció las palabras que devolverían a aquel dios al monte Olimpo.

–Bienvenidos al Seminario de Pequeñas Empresas organizado por la firma contable Pace Waterman. Soy Jayne Nelson, su profesora.

Deliberadamente, Jayne hizo una pequeña pausa para darle tiempo a que se marchara. Pero él la miró impasible.

–Nos veremos dos veces a la semana –añadió ella, sin poder apartar la mirada de él.

Él sonrió cortésmente, mientras unos encantadores hoyuelos se le hacían en las mejillas. Jayne empezó a pasar lista, deseando fervientemente que él estuviera entre los matriculados en aquel seminario. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no saltarse todos los nombres de mujer. Cuando pronunció el nombre de «Garret Charles», una voz muy masculina le respondió desde donde él estaba sentado.

Estaba en la lista. Había pagado para asistir a aquellas clases. Formaba parte de aquel grupo. Los dioses del Olimpo a cargo de la contabilidad debían estar sonriéndola.

Pace Waterman ofrecía una variedad de cursos y seminarios dirigidos a personas que estaban pensando en crear sus propias empresas. Naturalmente lo hacía para que los negocios crecieran y al final los asistentes a los seminarios acabaran por requerir los servicios de uno de los contables de la empresa, especialmente durante el período de declaraciones de renta.

Normalmente los contables de más rango se hacían cargo de aquellos cursos y Jayne había tenido la suerte de que aquél le tocara justamente a ella.

Cuando terminó de pasar lista, Jayne dejó su carpeta encima de la mesa, respiró profundamente y empezó su charla.

–El noventa por ciento de las empresas nuevas fracasan durante el primer año por falta de capital. Para empezar, me gustaría que cada uno de ustedes nos explicara el tipo de empresa que quiere crear o que ya tiene. Así, podré adaptar más la clase a sus necesidades.

Jayne esperó ansiosamente mientras le llegaba el turno. Estaba segura de que estaba metido en el negocio de la hostelería. La lista era incesante. Boutiques, librerías, franquicias, restaurantes y…

–Me voy a hacer cargo de la agencia de modelos de mi familia –dijo él.

Por supuesto. Jayne se lo debería de haber imaginado. Garret Charles sólo podía ser o modelo o actor. Aquella afirmación se vio acogida por un murmullo de aprobación por parte de todas las mujeres que había en la sala, mientras los hombres lo miraban con desdén, como si fuera una amenaza para su masculinidad.

–No sé nada sobre el negocio de la moda –confesó Jayne, aunque se dio cuenta de que, por su aspecto regordete, su estatura y aquella permanente casera, él ya se lo habría imaginado.

–Y yo no sé nada de contabilidad –respondió Garret, con una sonrisa que hacía que aquellos deliciosos labios se transformaran en una sonrisa que reveló unos dientes perfectos. Las rodillas de Jayne temblaron–. Supongo que eso nos hace iguales.

Iguales. ¿Cómo podría ella ser igual a un hombre que hacía que todos los ojos se volvieran para mirarlo?

–Yo tampoco sé nada de contabilidad, pero me gustaría saberlo –dijo otro de los estudiantes–. Así que creo que es mejor que nos pongamos a ello.

Jayne no podía recordar el nombre del hombre porque no había estado prestando atención mientras pasaba lista. Pero Garret la sacó del apuro. Volviéndose para mirar al hombre, Garret le presentó a Jayne el perfil que ella tanto había admirado en el restaurante.

–¿En qué negocio está usted, señor…?

–Me llamo Monty. Mi suegra va a venir de Italia a vivir con mi esposa y conmigo. Le gusta cocinar. Un amigo mío tiene un restaurante en Montrose y está a punto de jubilarse. Y yo tengo una suegra que necesita algo que hacer, por lo que se me ocurrió lo de la cocina. Así que le compré el local.

–Y luego descubrió usted todo el papeleo –dijo Garret.

–Exactamente.

Garret le había echado una mano en aquella situación, pero aquella era la clase de Jayne y ella podía controlarla perfectamente.

–La mayoría de ustedes probablemente se sintieron abrumados al descubrir los registros contables que deben llevar para Hacienda. Por eso exactamente Pace Waterman les recomienda que asistan a estos seminarios, por eso luego, cuando tengan una entrevista con uno de nuestros contables, podrán tomar sus propias decisiones y saber con toda seguridad si van a necesitar ayuda en el futuro.

Ahí era donde Pace Waterman hacía sus negocios. Una media del treinta y siete por ciento de las personas que asistían al seminario la aceptaban y la pagaban. El resto, o bien lo dejaban antes de terminar, dejaban los negocios o llevaban ellos mismos sus libros de cuentas.

Jayne tomó unos papeles de la mesa y los empezó a pasar entre los asistentes.

–Esto es un horario de los temas que discutiremos durante este seminario. Si no asisten a alguna de las charlas, podrán asistir a la sesión que hayan perdido durante otro seminario.

Mientras los alumnos examinaban los papeles, Jayne distribuyó todo el material del curso, con el logo de Pace Waterman bien visible en todas partes. A Jayne le disgustaban todos aquellos esfuerzos de auto-promoción, pero su rechazo se veía compensado por la valiosa información que contenían aquellos cuadernos. La filosofía de Waterman era que los clientes bien informados eran clientes satisfechos y Jayne estaba completamente de acuerdo.

Mientras Jayne transportaba por toda la sala el carrillo que contenía todos los cuadernos, no dejaba de pensar que iba a ver de cerca a Garret Charles. ¿Sería tan atractivo de cerca como de lejos o tal vez Jayne le descubriría alguna falta? Jayne trató de no mirarlo hasta que le entregó su material.

Él levantó la mirada y sonrió mientras le daba las gracias. Jayne se sintió paralizada. Casi no sintió nada cuando el cuadernillo con el logo de Pace Waterman se deslizó de entre sus dedos a los dedos de él. Todo a su alrededor dejó de existir a medida que Jayne se perdía en la maravilla que era Garret Charles.

Tenía una hermosa piel dorada, que se le oscurecía ligeramente encima del labio superior. Jayne respiró profundamente y se alegró al descubrir que no llevaba ningún tipo de perfume.

–Gracias –dijo él, con una voz tan profunda que rompió el embrujo que la había paralizado.

Completamente sonrojada, Jayne empujó el carrillo hasta el siguiente alumno, pero al hacerlo, le golpeó a Garret en la rodilla.

–¡Lo siento mucho! –exclamó ella.

–No hay por qué –respondió él, con una innata elegancia, mientras se frotaba la pierna–. Fue culpa mía. Debería haber quitado la pierna del pasillo.

–Seguramente le he hecho mucho daño –insistió Jayne, arrodillándose para tocar el lugar donde el golpe recibido por el carrillo le había dejado una mancha oscura en los pantalones.

–No hay de qué preocuparse, de veras –le aseguró él, poniendo una mano justo encima de la de Jayne.

Jayne contempló aquella mano, muy bien formada, durante unos instantes. Sentía que los músculos de la pierna de él se le tensaban bajo la mano. De repente, se dio cuenta de la posición en la que estaba y, horrorizada, se puso de pie.

–¡Dios mío! –exclamó, mientras sin darse cuenta de lo que hacía, empujaba de nuevo el carrillo.

El resto de los asistentes se apresuraron a retirar las piernas del pasillo. Cuando Jayne terminó de repartir el material, se dirigió hacia su mesa y trató de recobrar la compostura para poder dirigirse a la clase.

–Si alguno de ustedes ha temido sobre su integridad física durante lo que llevamos de clase, creo que he podido demostrar de sobra mi destreza con el carro –bromeó, dandole un cariñoso golpecito–… un arma de protección que nunca ha estado lo suficientemente valorada.

Los asistentes se echaron a reír, lo que rompió la tensión que se había acumulado en la sala. Durante las siguientes dos horas, Jayne habló, sin poder recordar más tarde nada de lo que había dicho o hecho. Cada vez que miraba a Garret, corría peligro de perder la concentración, por lo que tuvo que esforzarse más de lo habitual. Cuando terminó la clase, tenía un fuerte dolor de cabeza.

Sin darse cuenta de que tenía compañía, Jayne apoyó la cabeza sobre la pizarra sin borrar.

–¿Se encuentra bien? –le preguntó una profunda voz masculina.

Jayne se dio la vuelta rápidamente, mientras se frotaba la sien con la mano.

–Tengo dolor de cabeza –confesó sinceramente, a pesar de que algo en su interior le instaba a buscar una disculpa más ingeniosa.

–Lo siento –dijo él, frunciendo el ceño de la manera más atractiva que Jayne había visto nunca–. He notado que parecía algo distraída –añadió muy diplomáticamente–, y espero que no haya sido porque se sienta incómoda por haberme golpeado con el carrillo.

–Lo he sentido tanto. ¿Qué tal tiene la pierna? ¿Le duele? Supongo que le habré hecho un buen hematoma, ¿verdad?

–No se preocupe. Estas cosas pasan.

–Es muy amable de su parte.

–¿Por qué? ¿No estará intentando decirme que no fue un accidente?

–¡Claro que lo fue! –exclamó Jayne, con los ojos muy abiertos, horrorizada ante tal afirmación.

–Tranquilícese –afirmó Garret, poniéndole la mano suavemente en el hombro–. Sólo estaba bromeando. Sólo quería que supiera que no soy el tipo de persona que le mandaría a su abogado en menos de veinticuatro horas, por si acaso estaba preocupada.