Tiempo de amar - Heather Macallister - E-Book

Tiempo de amar E-Book

Heather Macallister

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Beschreibung

Nunca se sabe lo que puede ocurrir en una fiesta navideña... En aquella fiesta de Navidad en la oficina ocurrió lo impensable. Después de tres años de intachable profesionalidad, Claudia Madison cayó en los brazos de su jefe, Joe Callaway, un hombre rico, encantador y con fama de conquistador. Pero lo más sorprendente fue que quedó embarazada. Por supuesto, Claudia dejó el empleo inmediatamente; pero, para su sorpresa, Joe fue en su busca para pedirle que continuara siendo su mano derecha... y que además se convirtiera en su esposa. Pero, ¿cómo podría aceptar un matrimonio sin amor... queriendo a aquel hombre como lo quería?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1998 Heather MacAllister

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Tiempo de amar, n.º 1403 - diciembre 2021

Título original: The Bachelor and the Babies

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1105-184-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

NECESITO ver a Harrison Rothwell ahora! Sólo será un momento.

A Harrison, la insistente voz femenina que se oía detrás de la puerta de su despacho le resultaba conocida, pero no lo suficiente como para interrumpir la conversación que estaba manteniendo por teléfono.

—Harrison, si finalmente sacamos una quinta edición de las Normas para la administración del tiempo, nos gustaría decirles a los de mercadotecnia que hay una continuación en la imprenta.

—Felicia, en ese libro ya he dicho todo lo que tenía que decir sobre la administración del tiempo de una empresa.

—Entonces, ¿qué te parecería algo diferente?

—¿Qué se te ha ocurrido?

—Se resume en tres palabras: Administración del tiempo doméstico.

Harrison ya le había estado dando vueltas a la idea de extenderse al mercado doméstico. Pero el hecho de que Felicia pensara que no estaba muy dispuesto afianzaba su posición para negociar. Se quedó callado y dejó que su silencio tuviera el efecto deseado.

—¡No puedo venir más tarde! Después estaré durmiendo —gritaba aquella inoportuna voz de nuevo—. Nuestros horarios no coinciden.

Pues vaya silencio. Harrison puso mala cara y tapó con la mano el teléfono, esperando que Felicia no se estuviera enterando de aquel barullo.

¿Qué estaba haciendo aquella mujer todavía en la recepción? Le sorprendía que Sharon, su secretaria, no hubiera echado aún. Normalmente, Sharon era bastante eficiente. Esa persona no estaba citada con él. Lo sabía porque se había reservado diez minutos más para la conversación que estaba manteniendo en ese momento, quince minutos para devolver algunas llamadas y diez para repasar unas notas antes de la reunión que tenía con la plantilla todos los viernes. No tenía ninguna cita hasta después de la comida.

—¿No tienes nada que decir? —dijo Felicia.

—¿Administración del tiempo doméstico? —repitió, intentando abstraerse de la discusión que había fuera de su despacho.

—Sí —insistió—. Has ayudado a empresas que estaban desesperadas por mejorar el rendimiento con una plantilla más reducida. ¿Qué te parece echar una mano en los asuntos domésticos? La gente trabaja demasiado y todo el mundo está estresado; todos hacen más de lo que pueden y cada vez disfrutan menos del trabajo. Necesitan un tiempo de inactividad, Harrison, y tú eres el hombre adecuado para ayudarlos a conseguirlo.

—La idea resulta muy tentadora —dijo lentamente, como si necesitara que lo terminara de convencer— Déjame que tome unas cuantas notas más y…

Lo interrumpieron unos golpes a la puerta.

—¡Harrison, dile a tu secretaria que me deje entrar!

—¿Harrison? ¿Pasa algo? —le preguntó su editora.

—Te llamo dentro de un momento, Felicia.

Colgó el teléfono, fue hacia la puerta y la abrió de par en par. Una mujer con el pelo negro y rizado se le cayó encima. Aspiró un perfume que no conocía mezclado con un ligero olor a tabaco, antes de ayudarla a incorporarse, y se encontró de frente con la mirada desafiante de Carrie Brent, su vecina en los Apartamentos Bahía del Roble Blanco.

—¿A qué viene todo esto, Carrie?

—Quiero hablar contigo.

—¿No sabes lo que es un teléfono?

—Quería hacerlo en persona. Es más fácil no hacerle caso alguien cuando no lo tienes delante.

—Entonces, tendrás que pedir cita.

—Lo haría si tú tuvieras tiempo cuando yo estoy despierta.

—Ahora lo estás.

—Eso mismo le estaba diciendo yo a tu secretaria.

—Sharon sabe que tengo una mañana muy apretada y que no estás citada conmigo para hoy, ni dormida, ni despierta.

—Sólo nos llevará un momento, a no ser que te empeñes en mostrarte testarudo y poco razonable.

Se hizo un silencio absoluto. Todos los que estaban lo suficientemente cerca para oír a Carrie dejaron de trabajar para quedársela mirando.

¿Cuántas veces había proclamado Harrison que había que mantener la vida personal separada de la laboral? Y allí delante de él, como una fugitiva de un campamento de gitanos, había una persona que nada tenía que ver con el trabajo.

—Si deseas discutir las técnicas de la administración del tiempo, entonces, por favor, pídele una cita a mi secretaria —enunció claramente para que lo oyeran sus empleados—. Si quieres hablar de algo que no está relacionado con la empresa, entonces, puedes contactar conmigo al final de la tarde.

—¡Yo estoy ocupada a esa hora!

—Y yo durante el día. En estos momentos estás interrumpiendo mi trabajo —dijo y se volvió para meterse en su despacho.

—Entonces, me sentaré aquí y esperaré hasta que hagas un descanso— dijo, sentándose en el suelo.

Carrie Brent estaba montando un numerito en su oficina y estaba consiguiendo que él y sus empleados perdieran el tiempo.

Estaba claro que Carrie Brent no sabía nada de las técnicas de administración del tiempo. Harrison señaló su despacho. Entonces, Carrie se puso de pie y entró despacio.

—El espectáculo ha terminado —anunció Harrison a la oficina en general—. Te concedo los seis minutos que quedaban de la llamada de teléfono que has interrumpido, que son cinco minutos más de lo que te mereces —le dijo a ella.

—Qué generoso por tu parte.

Las pulseras que llevaba en la muñeca tintinearon cuando metió la mano en el trozo de tela informe que, aparentemente, usaba de bolso y empezó a rebuscar dentro de aquel amasijo de cosas variopintas.

Harrison tuvo que contenerse para no arrancarle el bolso y echar todo lo que había dentro al suelo.

—Deberías haber pedido una cita. No quiero perder ni un momento para ocuparme de insatisfechos desorganizados.

—¿Pero tienes tiempo para citarme por… —sacó un folio doblado— colocar unas plantas colgantes en unos recipientes no apropiados?

—¿Se trata de eso?

No quería ni oír hablar del tema. Carrie tenía un estilo de vida que continuamente estaba en desacuerdo con la conservadora comunidad de los apartamentos donde vivían. No sabía por qué insistía en seguir viviendo allí, pero así era y eso se traducía en un roce continuo.

—Pide cita para presentar un recurso de apelación a la junta. Yo no me ocupo de los asuntos personales…

—¡Tú y tus citas! —le dijo, agitándole la citación delante de la cara—. ¡Para cuando la junta decida escucharme, las plantas se habrán muerto por falta de luz!

—No, si las pones en unos recipientes apropiados.

—¿Y apropiados serían de plástico verde o blanco? —hizo una mueca—. ¿Preferís los de plástico a unos recipientes de auténtica cerámica mejicana? ¡Estamos hablando de arte!

—El blanco y el verde conservan la integridad del aspecto externo. Esas son las normas.

—Las personas que hayan escrito tales normas no tienen corazón. Estoy intentando… estoy intentando… —levantó las manos en un gesto de frustración.

Harrison sabía perfectamente lo que estaba intentando decir. Carrie llevaba más tiempo que él viviendo en el complejo. Recordó cuando se conocieron: ella se presentó a su puerta con una sartén de humeante lasaña vegetariana y una botella de chianti barato.

Como vivía en un esquinazo del piso inferior, había visto a los transportistas sacar del camión las escasas posesiones que habían sobrevivido a la inundación en su antigua casa. Cuando vio el sofá y las sillas de segunda mano y las patas de la mesa manchadas de agua, parecía haber decidido que un alma gemela se había mudado a los Apartamentos Bahía del Roble Blanco.

Harrison había disfrutado de la velada demasiado como para corregirle su primera impresión.

Pero ella se dio cuenta del fallo que había cometido cuando Harrison intentó devolverle el gesto de hospitalidad invitándola a cenar una vez que el decorador había terminado de sustituir el mobiliario y las cortinas de su nuevo hogar.

—No pensé que mis tiestos molestaran a nadie. Desde la calle no se ven.

—No son los recipientes apropiados.

—Sin embargo, las macetas de barro son las mejores para las plantas. ¿Se ha dado cuenta alguien de lo hermosas que están las mías y de lo enclenques que están las de los demás?

—Carrie, éste no es el lugar adecuado para presentar tus quejas.

¿Cómo podía haber pensado que presentándose allí ese día y haciéndole perder el tiempo se granjearía su apoyo? De nuevo, Harrison se preguntó por qué Carrie Brent quería vivir en un lugar donde estaba claro que no pertenecía. Intencionadamente, exageró sus movimientos al consultar su reloj de pulsera.

—Como no puedo tomar ninguna decisión sin el resto de la junta…

—¿No puedes o no quieres?

—Ambas cosas.

—En otras palabras, tendré que faltar al trabajo si quiero recusar la citación —dijo.

—Si trabajas a las siete de la mañana el tercer jueves del mes, entonces sí.

—Y si no la recuso, entonces la archivarán con todas las demás citaciones, establecidas también por la junta, hasta que abulten demasiado y me desalojen. ¿He entendido bien del plan?

—No sabía que hubiera ningún plan para desalojarte.

—Lo sabes perfectamente… —empezó a decir mientras levantaba la citación delante de él—. De haber sido otra persona, uno de vosotros hubiera llamado a mi puerta, o me hubiera dejado una nota pidiéndome que quitara las macetas. Pero no. Como se trata de mí, el Consejo decide emitir una citación formal —dijo y metió la citación en el bolso.

Ella tenía razón, eso no podía negarlo. La junta parecía disfrutar sorprendiéndola cometiendo pequeñas infracciones, como por ejemplo cuando un coche con su tarjeta de residente aparcó en la zona cubierta en vez de en la zona de estacionamiento para visitas.

O cuando sacó su cubo de basura demasiado pronto porque no llegó a casa hasta después de la recogida de mañana. Cuando elevó una petición a la junta, se negaron a considerar el hecho de que Carrie trabajaba por la noche. Las mujeres decentes no debían trabajar de noche a no ser que fueran enfermeras, había dicho una mujer.

En ese momento, Harrison no era aún miembro del Consejo, pero le habían contado todo acerca de Carrie Brent cuando había salido elegido a principios de ese año.

De no ser por Carrie, probablemente no tendrían nada que hacer, ni nadie de quién hablar.

—¿Por qué sigues peleando? ¿Por qué no te mudas y ya está? —le preguntó.

—Es mi casa —dijo simplemente—. Me siento segura ahí y está en un sitio estupendo. Solía compartir un piso como el tuyo con una compañera, pero se casó. Cuando los nuevos dueños los convirtieron en pisos más grandes no pude comprármelo; apenas si podía con el alquiler que pagaba. Entonces, les sobró un espacio bajo las escaleras y se ofrecieron en transformarlo en un estudio de un solo dormitorio si estaba dispuesta a firmar un contrato de cinco años. Entonces, acepté.

Harrison conocía toda la historia de su contrato. Lo que no sabía era por qué la junta de vecinos simplemente no esperaba a que se diera por vencida.

—Dame la citación. Le diré a la junta que he hablado contigo y que vas a meter las plantas dentro.

—Pero, ¿cómo les va a dar el sol así? ¿No puedo dejarlas a la puerta… ?

—Carrie —la miró a los ojos mientras le abría la puerta de su despacho.

—Está bien. No te enfades, tenía que intentarlo. Nos vemos, Harry.

Harrison la observó caminar por el vestíbulo.

—¿Ha sido un asunto de trabajo, o de placer?

Harrison miró hacia su izquierda y vio a su hermano de pie a la puerta del despacho contiguo al suyo.

—Ha sido un asunto conflictivo.

Agarró las copias del orden del día de la reunión de aquella mañana, que estaban en la rejilla junto al ordenador de Sharon.

—Qué pena —dijo Jon Rothwell mientras observaba a Carrie alejándose—. ¿Y no puedes conseguir que se convierta en negocios o en placer?

—Ésa era Carrie Brent —dijo Harrison, irritado porque lo había sorprendido mirándola—. Lo que me resulta placentero es no tener que ocuparme de ella.

Le pasó a su hermano una copia del orden del día.

—Oh, venga, en el fondo te gusta. Sabes que es así.

—Es un bicho raro, molesta y desorganizada.

Jon se echó a reír mientras le echaba un vistazo al orden del día.

—¿Se te ha ocurrido alguna vez que puede que se invente todos esos problemas como excusa para poder verte?

—No —dijo.

Jon se quedó pensativo mirando a su hermano y, por compasión, decidió dejar el tema.

—¿Quieres que mencione la idea de Felicia de adentrarnos en el terreno doméstico tras el informe del vicepresidente?

—¿Felicia ya te lo ha contado?

—Yo soy de mercadotecnia; por supuesto que me lo ha contado y creo que sigue la línea de los objetivos de la empresa.

—La administración del tiempo doméstico no difiere tanto de la administración del tiempo corporativo. Debemos tomar en cuenta la posibilidad de que esta operación fracase totalmente. La gente podría sentirse estafada.

Jon le sonrió.

—Eres un hombre soltero que vive en un estupendo apartamento con mantenimiento exterior completo, una sirvienta y dinero suficiente. Tardas cinco minutos en llegar a la oficina. Prueba a tener una mujer, dos niños, un perro, una casa en las afueras con una enorme hipoteca y a una hora de distancia del trabajo. Entonces, me podrás decir si la administración del tiempo en doméstico es como la administración del corporativo. En realidad, soy yo el que debería escribir el libro, no tú.

—¡No faltaba más! —le dijo Harrison.

—Lo haría si tuviera alguna solución.

¿Qué dificultad podría plantear la administración del tiempo doméstico? La gente necesitaba que la ayudasen a administrar sus vidas, y Harrison estaba encantado de poder prestar esa ayuda. Sentía una satisfacción enorme cuando recibía efusivas cartas de agradecimiento de clientes, cosa que ocurría continuamente.

Veía su talento como una vocación y se sentía afortunado por ganarse la vida haciendo lo que se sentía llamado a hacer.

Su hermano, Jon, no tenía el mismo talento, pero era un experto en vendérselo a otras personas. Juntos, él y Harrison formaban un estupendo equipo de trabajo; un conjunto muy rentable. Harrison no quería que se estancaran.

Tras ese descubrimiento, se dio cuenta de que había tomado una decisión. Como era típico en él, no perdió el tiempo pensándoselo demasiado y descolgó el teléfono.

—Felicia —dijo cuando le pasaron con su editora—. Lo he estado pensando y ya tengo algunas ideas para adaptar las Normas Rothwell a la vida doméstica.

Aunque no hizo algunas llamadas que tenía previstas antes de la reunión de personal, Harrison creyó que había aprovechado bien la mañana. Felicia hizo una oferta para el proyecto y Harrison la dejaría discutir los detalles con el abogado de la empresa mientras él conducía la reunión de personal.

Lo único que estropeaba el día era la desconcertante presencia del perfume de Carrie Brent.

Salió de su despacho y dejó la puerta abierta con la esperanza de que se aireara la habitación. Se detuvo al ver a su secretaria.

—¿Sharon? ¿No estás en la sala de conferencias?

—Lo siento, Harrison. Estoy esperando una llamada de la profesora de mi hija. Voy a tener la reunión de mitad de trimestre por teléfono; la solicité para no tener que faltar al trabajo.

—Y entonces, ¿cómo llamas tú a esto?

Todos los que trabajaban en Rothwell sabían lo que pensaba Harrison de tratar asuntos personales durante las horas de trabajo.

—Sólo serán diez minutos. Esta mañana he llegado diez minutos antes de mi hora. Se ve que la profesora se está retrasando.

—Pero, ¿por qué tiene que causarnos molestias a ti y a mí sólo porque no es capaz de cumplir con su horario?

—A algunas personas se le da mejor que a otras cumplir con sus horarios.

Se trataba de una referencia indirecta a Carrie Brent. Como todo el mundo tenía muy fresca su visita, en realidad, no podía reprender a Sharon.

—Cecilia va a asistir por mí hasta que pueda ir yo.

—Vente en cuanto puedas.

Harrison se despidió asintiendo con la cabeza y se dirigió hacia la sala de conferencias, trazando mentalmente un capítulo sobre las responsabilidades domésticas y cómo hacer planes para enfrentarse a lo inesperado.

Harrison no creía que su política fuera poco razonable. En realidad, era la piedra angular de un negocio próspero.

Para él, el trabajo debía ser realizado durante las horas laborables y no en casa. La vida familiar no debía interferir ni ser discutida en el trabajo. Estaba igualmente convencido de lo contrario: no quería que la empresa se inmiscuyera en la vida privada de sus empleados.

Cada empleado recibió una copia de la filosofía de la empresa, que en esencia sostenía que si uno trabajaba eficientemente y mantenía el trato social en la oficina al mínimo, entonces todo el trabajo debería poder ser completado durante la semana laboral de cuarenta horas. Si por asuntos personales inevitables, había trabajo pendiente al final de la semana laboral, entonces, el empleado podía recuperarlo algún sábado. Sin embargo, si el empleado o empleada veía que se quedaba a trabajar la mayoría de los sábados, entonces se le animaba a que reconsiderara su habilidad en la gestión del tiempo personal.

Habilidad en la gestión del tiempo personal. Había asumido que sus empleados sabrían cómo trasladar las prácticas de la empresa a la vida personal. Eso era exactamente lo que hacía él. Obviamente, había llegado el momento de sacar un libro sobre cómo administrar el tiempo personal. Sabía que había otros en el mercado, pero no se basaban en las Normas Rothwell.

Harrison se acercó a la sala de conferencias sintiendo que tenía una misión entre manos que le levantaba el ánimo. Por todas partes muchas personas serían más felices y sus vidas más fructíferas una vez que él…

Jon lo detuvo a la puerta de la sala.

—¿Oye, Hare, tienes un minuto?

—No.

Sólo al hermano de Harrison le estaba permitido llamarlo Hare y no porque a Harrison le gustara. Si dejaba que Jon le llamara así de vez en cuando, entonces se refería a él por su nombre completo en público.

—Déjame decírtelo de otra forma, concédeme ese minuto ahora y ahórratelo después o lo sacaré a relucir en el informe y echaré al traste el programa de la reunión.

—Si me lo pones así… ¿De qué se trata?

—Me tienes apuntado para empezar la formación en Industrias Chicago la semana que viene. No puedo ir; tienes que enviar a otra persona.

—¿Qué quieres decir con que no puedes ir?

—¿Recuerdas el refugio de Stephanie?

—Vagamente.

—Se marcha esta tarde. Se junta con unas compañeras de facultad y se van todas a recorrer el campo y demostrar que son unas amazonas o algo así.

Harrison intentó imaginarse a su cuñada en plan indígena, pero no fue capaz. Stephanie era de las que decía que le resultaba incómodo beber cerveza de la lata.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—¿Qué te parecen los niños? ¿Tus sobrinos? Tengo que estar en casa para cuidar de ellos.

—¡Para eso están las canguros!

—¡No pienso dejarlos con una extraña durante una semana!

—¿Y cuándo pensabas comunicarme que planeabas faltar a la oficina una semana entera?

—No voy a faltar toda la semana. Había pensado trabajar en casa; hacer las llamadas de teléfono que tenga que hacer, elaborar algunos informes y ese tipo de cosas. Los niños asisten a una asociación de ocio y tiempo libre un par de mañanas en semana y, cuando los deje, me pasaré por aquí. Cuando venga a llevarme o a traer papeles, los traeré conmigo o contrataré a una canguro. No me imaginé que pudiera ser un problema.

No era un problema, era un completo desastre. Harrison bajó la voz al hablar:

—Chicago es un cliente muy importante. El contrato está supeditado a que tú impartas la formación inicial.

—Entonces, posponlo.

—Imposible. Han tenido que reorganizar la programación de los directivos para dejar libre la semana.

—Muy bien, entonces ofréceles un descuento y envía a otra persona.

—Se trata de Industrias Chicago, Jon. No quieren ningún descuento, te quieren a ti.

Jon miró a su izquierda y Harrison se dio cuenta de que todo el mundo en la sala estaba intentando por todos los medios escuchar cada palabra que pronunciaban. Allí estaban los Rothwell en persona involucrados en un problema de programación. La manera de resolverlo demostraría la eficacia de los métodos de Harrison mejor que cualquier folleto impreso con la filosofía de la empresa.

Miró a su hermano a los ojos, intentando comunicarle esa idea.

—¿Y qué hay de los padres de Stephanie? ¿No pueden quedarse con los niños?

—Viven en California.

—¿Y papá y mamá? —a Harrison no le gustó el trasfondo de desesperación que denotó su propio tono de voz.

—No pienso pedírselo a ellos. Steph quiere que yo me ocupe de los niños y voy a hacerlo. Ella ha estado en casa con ellos desde que nació Nathan y necesita un descanso.

—¿Un descanso de qué?

A Harrison le había parecido extraño que Stephanie no volviera al trabajo y se había sorprendido aún más al ver que su hermano no decía nada.

—Son dos niños pequeños. ¿Qué hace todo el día?

Los comentarios de las mujeres que estaban presentes le hicieron ver a Harrison que se había equivocado.

—Lo siento. No debería haber dicho eso.

—No deberías ni haberlo pensado —comentó Sharon al pasar por delante de ellos y sentándose seguidamente en una silla que había libre—. Pero todos sabemos que eso es lo que piensas.

Las mujeres no eran ni eficientes ni razonables cuando se trataba de niños. Harrison se prometió a sí mismo dedicar tantos capítulos como fueran necesarios en el Manual Doméstico Rothwell. Ah, ya tenía un título; eso era una buena señal.

Harrison escogió sus palabras siguientes cuidadosamente.

—Lo que pienso, Sharon, es que los padres se muestran reacios a animar a ser eficientes tanto a los niños como a las personas que se ocupan de ellos.

—Harrison, educar a un niño no es lo mismo que fundar una empresa.

—Ah, pero llevar una casa, incluso una casa con niños, es lo mismo que llevar una empresa.

—Oye, Hare…

Pero cualquier cosa que su hermano fuera a decir fue ahogada por un estallido de protestas de los jefes de departamento, tanto hombres como mujeres.

Ah, escépticos. A Harrison le gustaba convencer a los escépticos con sus ideas tanto como leer las subsiguientes cartas de agradecimiento.

Con una sonrisa llena de confianza en sí mismo, ocupó su asiento a la mesa de conferencias.

La gente se calló, excepto Sharon.

—Sabes cómo llevar una empresa, pero no tienes ni idea de lo que es vivir con niños.

Últimamente, Sharon había experimentado más crisis domésticas de las que le correspondían. Por eso, ese día no hacía más que llevarle la contraria.

—Tienes razón —contestó él y se hizo silencio en la sala—. Todos sabéis que Jon y yo hemos estado discutiendo un problema de programación. Lo que tenemos aquí son dos problemas con una sola solución. Los planes de refuerzo son la clave para evitar retrasos. ¿Jon, ¿cuál es tu plan de apoyo para el cuidado de los niños, digamos en una emergencia doméstica?

—Yo soy el apoyo de Stephanie y, si no puede ser, luego, sus padres o los míos.

—¿Y después?

—Bueno… supongo que vienes tú.

—Exactamente. Así, te marcharás a Chicago y yo cuidaré de Nathan y Matthew.

—¿Tú? —se burló Jon.

—Sí. Tú te ocuparás de mantener la cuenta con Chicago y yo podré aprender algo sobre niños —entonces se volvió hacia Sharon—. ¿Crees que una semana será suficiente para entender lo que significa vivir con niños?

—Una semana será más que suficiente.

—Entonces, asunto resuelto —Harrison se sintió satisfecho—. ¿Empezamos la reunión?

Capítulo 2