Fuera de su alcance - Heather Macallister - E-Book
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Fuera de su alcance E-Book

Heather Macallister

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Beschreibung

Gwen Kempner se resistía a creer que una falda pudiera convertirse en un verdadero imán para los hombres... pero tampoco le importaba probar. Especialmente si podía hacerlo con Alec Fleming, el guapísimo vecino al que consideraba totalmente Fuera de su alcance. A pesar de que la falda no era de su talla, Gwen compruebó sorprendida que realmente funcionaba y decidió hacer todo lo posible para llegar hasta la cama de Alec. Al fin y al cabo, no tendría que estar mucho tiempo llevando esa falda tan estrecha...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Heather W. Macallister

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Fuera de su alcance, n.º 1170 - octubre 2017

Título original: Tempted in Texas

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises

Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-491-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

–Has vuelto a poner esa sonrisa sensiblera de dama de honor –dijo Gwen Kempner entre dientes para mantener la suya, falsa pero en absoluto sensiblera. No era que no se alegrara por la novia, sino que su alegría se basaba en un conocimiento profundo de las relaciones entre hombres y mujeres.

Relaciones desastrosas, a decir verdad. Por tanto, ni las bodas ni los «fueron felices y comieron perdices» le suscitaban el menor sentimentalismo. Ni siquiera los «fueron felices y comieron perdices» sin boda de por medio.

Kate, su mejor amiga y también dama de honor, suspiró con expresión soñadora.

–Pero mírala, Gwen.

Gwen obedeció y miró a Chelsea, su otra mejor amiga, que lucía una sonrisa igual de sensiblera y contemplaba con adoración a Zach, el novio. Gwen decidió perdonársela; a fin de cuentas, era la novia.

–Está tan bonita… –volvió a suspirar Kate.

«Oh, no». Kate se estaba pasando al lado oscuro. Gwen la miró con aspereza.

–Vamos, Kate, ya hemos hablado de esto. Las novias están bonitas porque son inmunes a la realidad. Tienen que serlo para justificar el precio desorbitado de un vestido que solo van a ponerse una vez. Se les pasa en cuanto abonan la limpieza en seco de la reliquia.

–Pero se la ve tan feliz, Gwen. Puede que…

–Sé fuerte y repite conmigo: no necesito un hombre para ser feliz.

–No sé… ¿Te has fijado en el padrino?

–Pues claro. Pero luego me imaginé repartiendo cervezas entre él y sus amigotes todos los fines de semana de la temporada de fútbol, mientras ven un partido en la televisión de pantalla plana que él ha embutido en mi salón. Se me pasó enseguida.

–Echas de menos la televisión de pantalla plana, reconócelo.

Kate se estaba refiriendo a la última relación seria de Gwen, que había tenido que mudarse de su propio apartamento para poder romper, porque su ex se negaba a mover la televisión, máquinas de ejercicios y equipo estéreo, que eran de él. Así que Gwen renunció a su sofá, el cual, de todas formas, había sufrido varias lluvias ácidas de ketchup y salsa de queso. Como desalojó el apartamento un domingo de la Super Bowl, su ex no se dio cuenta hasta el día siguiente.

–¡Mira! –Kate la agarró del brazo–. ¡Va a arrojar el ramo!

–Gracias por avisar –Gwen empezó a retroceder entre el grupo de pobres mujeres engañadas que las rodeaban.

–Ah, no; de eso nada –Kate tiró de ella, y Gwen se tambaleó hacia delante en el preciso instante en que Chelsea arrojaba el ramo. Kate, la muy traidora, la soltó para intentar atraparlo, y Gwen cayó de rodillas.

El ramo pasó volando por encima de su cabeza. Se oyó un chillido y el ruido de una pelea no muy decorosa. Gwen se levantó y sorprendió la mirada intensa de Chelsea. Se quedó helada. Su amiga sostenía en la mano un objeto mucho más letal que un mero ramo de novia.

–¡La falda no!

Antes de que Gwen pudiera reaccionar, Chelsea ya le había arrojado la prenda a estilo Frisbee. Gwen elevó los brazos automáticamente para protegerse y la falda se le enganchó en la mano y le entró por la cabeza, ciñéndose a ella como si llevara pegamento.

–¡No! –Gwen, ¡qué suerte tienes! Has atrapado la falda –oyó decir a Kate a su espalda mientras se arrancaba la falda de la cabeza–. Y yo que me había lanzado por el ramo…

–Te la cambio. ¿Quieres?

–Claro que quiero, pero no se puede. Ya conoces las reglas.

–¿Reglas? No hay reglas.

–Claro que sí. La que la atrapa se la pone. Si no, es como romper una de esas correspondencias en cadena o algo así.

–Kate, no es más que una falda.

–Pero no es una falda cualquiera.

–¡Sí! Eso es exactamente lo que es.

–Dos mujeres han encontrado al hombre de sus sueños gracias a esa falda y tú crees que es una prenda normal y corriente. Allá tú, pero yo creo en la magia.

–No –gimió Gwen–. Es un cuento chino que Torrie se inventó. Vamos, Kate.

Se había hecho un silencio sepulcral entre el grupo de mujeres solteras que se habían congregado para atrapar el ramo. Las estaban escuchando con suma atención.

–¿Es esa la falda de la isla de la que Torrie nos habló? ¿Puedo tocarla? –preguntó una.

Otra debió de pedirle a Kate una explicación, porque esta empezó a relatar la historia de Torrie, su amiga del colegio, sobre la tela que las mujeres de una isla tejían con un hilo especial. Cuando una joven de edad casadera recibía la tela, lograba encontrar al amor de su vida. El grupo de mujeres profirió una exclamación colectiva de admiración.

–Sí… Lo leí en una revista –dijo una.

–¡Chicas! –Gwen chasqueó los dedos, contrariada–. Os recuerdo que estamos en el siglo XXI.

Pero nadie le hizo caso; seguían pendientes de las explicaciones de Kate.

–… y la falda pasa de novia a novia.

Miradas calculadoras se posaron en Gwen.

–Vamos, póntela.

–Sí, no pierdas el tiempo.

–Cámbiate en el tocador de la novia –Kate tenía una mirada que Gwen no había visto nunca–. Luego me toca a mí; no me hagas esperar mucho –la agarró del brazo y la arrastró hacia el tocador–. Creo que la banda va a seguir tocando una hora más, y ese primo tan mono que tiene Chelsea está soltero.

–¡Kate! –Gwen la miró con fijeza–. Escúchame, no quiero esta falda –hizo un ovillo con la tela e intentó arrojársela a su amiga–. ¡Ay! –sintió un pinchazo en brazos y manos. Atónita, bajó la vista, esperando ver un sarpullido o algo parecido.

–¿Qué te pasa? –preguntó Kate.

–No lo sé. Puede que sea alérgica a las telas ceñidas. O eso, o me ha picado una araña.

–¡Con el repelús que me dan! –Kate retrocedió.

Gwen sacudió la falda. Al hacerlo, la luz tenue del salón de bodas se reflejó en la tela, confiriéndole un brillo seductor. Gwen reparó en su tacto suave y lujoso; era tela de calidad. Miró cómo le quedaba y vio que apenas le rozaba las rodillas: ni demasiado corta ni demasiado recatada. No tenía tanta ropa como para desechar una falda negra clásica y fácil de combinar.

–Igual me la quedo, a pesar de todo –le dijo a Kate.

Pero Kate y los demás invitados ya se alejaban hacia la puerta del salón de banquetes. Gwen dobló la falda con más respeto y se la colgó del brazo. La sensación de picor había desaparecido por completo, y la falda se balanceó sobre su brazo con un movimiento sensual… casi una caricia. ¡Qué extraño!

Lo bastante extraño para ponerle los pelos de punta.

Mientras corría para alcanzar a Kate, se detuvo un momento para hacerse con una bolsa de alpiste que poder arrojar a Chelsea y a Zach.

Todo el mundo se había apiñado a la entrada del edificio. Vio a Kate junto al coche de los novios, y su amiga le hizo señas para que se acercara. Mala idea, porque les llovió tanto alpiste como a Chelsea.

Chelsea entró en el coche riendo y tirando de la cola del vestido. Se despidió con la mano.

–Ya veréis, la próxima vez que nos juntemos será en la boda de Gwen.

Gwen desplegó su sonrisa de dama de honor y se despidió con la mano. Si de verdad pensaban eso sus dos amigas, no volverían a verse hasta pasado mucho, mucho tiempo.

Capítulo Uno

 

–A ver si lo he entendido bien. ¿La novia te arrojó una falda que atrae a los hombres?

Gwen metió a duras penas su voluminosa bolsa de viaje en el maletero de su amiga.

–Que, «según la novia», atrae a los hombres. Y no a cualquier hombre, sino al amor de tu vida. Hasta se han publicado artículos sobre el tema. ¿No es de risa? –la apremió Gwen al ver que no ponía los ojos en blanco ni prorrumpía en carcajadas.

–A mí me parece enternecedor.

¿Enternecedor? Gwen había sentido la necesidad de hablar con una mujer racional e inmune a las bodas. Laurie VanCamp, una amiga del trabajo que había ido a recogerla al aeropuerto, era la persona ideal. Al menos, eso había creído; pero no estaba tomándoselo a risa, como había esperado.

–Cuéntame otra vez la historia.

Gwen se la relató por segunda vez mientras salían del Bush Airport de Houston, se incorporaban a la autovía y se dirigían al apartamento que Gwen tenía en la zona de Galleria. Gwen no tardó en arrepentirse de haber mencionado el asunto.

–¿Cómo es la falda? –preguntó Laurie.

–Negra, ceñida, pero clásica, hasta la rodilla: nada especial.

–¿Y ya ha probado alguien si funciona?

–Más o menos.

–¿La ha probado alguien o no?

«Dios».

–Sí, supongo que sí.

–¿Y funciona? –Laurie se lo estaba tomando demasiado en serio.

–¿Cómo voy a saberlo? –le espetó Gwen.

–¿Cuántas mujeres conocieron a sus maridos con la falda puesta? –preguntó su amiga con paciencia exagerada.

–Las dos –suspiró.

Laurie le lanzó una mirada de perplejidad; después, volvió a clavar los ojos en la autovía.

–¿Y tu problema con la falda es…?

–¿Aparte de no tragarme la historia? Que no quiero un hombre.

–Claro.

–¡En serio! Te quitan demasiado tiempo y energía. Y no son fiables. Aquí tienes la prueba: has tenido que venir a recogerme al aeropuerto porque el tipo que me está cambiando el aceite del coche no ha cumplido el plazo que me prometió.

–El último domingo de diciembre está plagado de partidos de liga, por no hablar de las eliminatorias de la Super Bowl. ¿Qué esperabas?

–¡Esperaba que cumpliera su palabra! Debí imaginármelo, pero su condición de vecino me hizo olvidar su condición de hombre.

–Te está haciendo un favor… Dale un respiro.

–Voy a pagarle. Y ¿por qué no haces más que disculparlo? Me ha dejado tirada en el aeropuerto cuando ha dispuesto de tres días enteros para cambiar el aceite de mi coche. No tendrías que haber echado a perder la tarde del domingo para que él pudiera ver un partido de fútbol –movió la cabeza–. No quiero envenenarme. Los hombres son como un pasatiempo obsesivo que te da más problemas que diversión. Prefiero concentrarme en mi futuro profesional.

–Como si el mundo necesitara más cafeína.

–Eh, tú también trabajas en Kwik Koffee.

–Sí, pero si vas a renunciar a los hombres, debería ser por algo noble, como buscar una cura para el cáncer, hacerte astronauta o algo así.

–¿Lo ves? Acabas de darme la razón. Habría más mujeres en esas profesiones si no tuvieran que pasarse el tiempo atendiendo a los hombres.

–Entonces, búscate uno que no sea un cretino, como Eric.

Como si fuera tan fácil.

–No sabía que Eric era un cretino cuando salíamos juntos –apretó los dientes para no hacer un listado de sus defectos por enésima vez.

–Pero todavía sufres por su culpa. Gwen, cariño, es hora de romper la cadena y seguir adelante.

–Y eso estoy haciendo, pero sola. En serio, estoy harta de los hombres. No los necesito.

–Claro que los necesitas –Laurie le dirigió una sonrisa irritante.

–¿Por qué? Tengo un empleo, un bonito apartamento, unos zapatos italianos de tacón de aguja y un vibrador. ¿Para qué necesito un hombre?

–Mmm… ¿Para que te haga compañía?

–Recuérdame que me compre un perro: no dan tantos problemas.

–Está bien, entonces… –Laurie se enderezó, como si se estuviera preparando físicamente para dar el golpe de gracia a la conversación–. Hijos –se recostó en el asiento y aguardó la reacción de Gwen.

–Se tarda más en amaestrarlos que a los perros. Y que a los hombres.

–El cinismo no te favorece –Laurie puso el intermitente y tomó la salida de Westheimer.

–Claro que sí. He ensayado una expresión mundana de hastío que me hace parecer atractiva y refinada –Gwen le hizo la demostración aprovechando que se habían detenido ante un semáforo en rojo.

–Te saldrán arrugas.

–Para eso están las inyecciones de colágeno.

Laurie frunció el ceño: una expresión con la que a ella sí que le saldrían arrugas en la frente. Decidió no mencionarlo.

–Entonces, no vas a ponerte la falda.

Otra vez la falda.

–Sí, me la pondré. Pero no voy a salir a cazar hombres con ella.

–No puedo creer que seas tan egoísta. Has dicho que a tu amiga Kate le toca ponerse la falda después, si todavía sigue soltera. Y luego será para quien la atrape primero, y yo quiero una invitación a esa boda.

–¿Tan desesperada estás por cazar a un hombre?

–Si no recuerdo mal, la falda atrae a los hombres en general antes de que aparezca el amor verdadero. Promete ser muy divertido –suspiró Laurie.

¿Qué había sido de la mujer independiente, competente e implacable con la que trabajaba?

–Nuestras antepasadas se horrorizarían si oyeran esta conversación. ¿Qué ha sido de las protestas por la igualdad de derechos…?

–Lo único que consiguieron con eso fue acabar con los pechos caídos.

–¿… para que sus hijas, nosotras, pudiéramos elegir cómo vivir nuestras vidas?

Laurie se encogió de hombros; estaba entrando en el complejo de apartamentos de Gwen.

–Pues yo elijo vivirla con un hombre.

–Y yo sola.

Laurie la miró de soslayo.

–Ya se ha debido de correr la voz, porque no te he visto con muchos hombres a los que eludir últimamente.

Gwen se puso tensa.

–Entonces, no has visto bien.

–¿De verdad? ¿Cuándo fue la última vez que un hombre te invitó a salir?

–Bueno…

–No un compañero de trabajo, sino un posible marido: soltero, sin compromiso, honrado e interesado.

–¿Interesado en qué?

–En una relación.

–¿Vale con una relación superficial? –preguntó Gwen con cinismo.

–En tu caso, sí. Dime, ¿cuándo?

Gwen sonrió, triunfante.

–¿Te acuerdas del primo de Paddy O’Brien?

–¿Paddy O’Brien, el dueño del pub irlandés?

–El mismo. Cuando su primo vino a verlo desde Irlanda el día de San Patricio, Paddy nos emparejó para la fiesta de la cerveza. Claro que tuvo que trabajar en la barra.

Laurie guardó silencio un momento.

–Más superficial no puede ser.

–¡Eh!

Laurie encontró una plaza libre delante de la vía de acceso al complejo de Gwen. Aparcó y la miró a los ojos.

–¿Consideras una cita estar cerca de un tipo durante una fiesta de cerveza?

–Claro.

–Pero si no te llevó a ninguna parte, ni se gastó dinero en ti, ni estuvisteis solos… Por no hablar de la posibilidad de que tuviera una novia en su patria, lo cual no importa porque no lo has vuelto a ver.

–El hombre ideal, ¿no crees?

–Pero Gwen… ¿Cómo es posible que no quieras salir con nadie?

–Porque salir con un hombre es el primer paso para tener una relación.

–Eso querrías tú.

–No, no quiero. Me gusta mi vida tal como está, gracias. Y deberías animarme. He reconocido el patrón de mis errores e intento romper el hábito.

–Pero romper el hábito no significa renunciar a todos los hombres; solo a los que no te convienen.

Gwen elevó las manos.

–¡Pero nunca sé quiénes son los que no me convienen hasta que no es demasiado tarde!

–¿Y la falda no está para eso?

–Olvídate de la falda –Gwen puso los ojos en blanco.

–No quiero olvidarme. Póntela hasta que un hombre te invite a salir y luego pásasela a otra que la valore antes de que lo rechaces.

–Se supone que hay que arrojarla en una boda, ¿recuerdas? Kate es la siguiente.

Laurie sonrió.

–Y me encantaría arrojársela. Déjame verla antes de que te vayas.

–Como quieras.

Las dos salieron del coche y Gwen se despojó del abrigo, dando gracias por el tiempo suave de Texas después de las temperaturas gélidas de Nueva York. Laurie abrió el maletero y Gwen la maleta. La falda estaba encima a la vista.

Laurie la sacó y la desplegó.

–No es más que una falda negra –dijo, decepcionada–. ¿Cómo logrará atraer a los hombres? –lanzó una mirada especulativa a Gwen–. Póntela para mi fiesta de Nochevieja. La pondremos a prueba.

–No sabía que fueras a celebrar una fiesta.

–Yo tampoco; ha sido una decisión repentina.

–Dame eso –Gwen le quitó la falda de las manos y volvió a guardarla en la maleta.

–Sigo pensando en celebrar la fiesta.

–Todo el mundo se ha hecho ya sus planes.

–¿Tú tienes planes? –preguntó Laurie.

–Bueno, suelo ir a casa de mis padres… ¡Deja de mirarme así! –Gwen sacó la pesada bolsa del coche de Laurie.

–¿Cómo quieres que te mire? Suena patético.

–Pues no lo es. Invitan a muchas personas… y sirven champán francés cuando dan las doce –añadió con un ápice de desesperación al ver que Laurie seguía mirándola con creciente lástima–. Además, no me vendrá mal profesionalmente tratar con sus amigos.

Laurie clavó la mirada en la lejanía.

–Sus amigos podrían tener hijos –asintió–. Sí, podría estar bien. Yo también iré.

–¡No estás invitada!

–¿Por qué no?

–¿Y tu fiesta?

Hizo un ademán de desprecio.

–Todo el mundo se habrá hecho ya sus planes.

–No encontrarás ningún hombre, al menos, de tu edad. Son los amigos de mis «padres».

–¿Y yo no puedo ser amiga de tus padres?

Su madre le había sugerido a Gwen de pasada que fuera con «alguien». Gwen sabía que se había referido a un hombre, un escudo con el que repeler el interrogatorio anual sobre su soltería. Miró a Laurie. Ir acompañada de una chica podría ser aún mejor, mucho mejor. No volverían a preguntarle eso de: «¿Cuándo vas a casarte?».

–Está bien –accedió.

–Genial. ¿Hay que llevar algo?

–No, ya se encarga de todo la empresa de catering. Ah, y siempre me quedo a dormir, así que tráete el pijama.

–Oh, no, pijamas no. ¿Y si me ve alguien?

Laurie era rubia, joven y estaba de buen ver. De muy buen ver. A los más viejos empezaría a pitarles el marcapasos.

–Tráete un albornoz.

–No, no me has entendido. Puede que quiera que me vean.

–Te he entendido perfectamente. Franela gruesa o no hay fiesta.

–Eso no es muy festivo –replicó Laurie, haciendo pucheros.

–Ya hablaremos mañana –dijo, sin comprometerse, y empezó a arrastrar la maleta hacia el aparcamiento techado–. Gracias por venir a recogerme –se volvió para despedirse con la mano y a punto estuvo de abofetear a su amiga porque la tenía justo detrás–. ¿Qué haces?

Laurie señaló con discreción el coche japonés gris marengo de Gwen.

–¿Qué hacen esas piernas debajo de tu coche?

Gwen ya había visto las piernas envueltas en vaqueros cortos deshilachados. Su vecino había subido medio coche a la acera para que las ruedas delanteras quedaran elevadas. Desde donde estaban, también podían ver la franja de abdomen musculoso que quedaba al descubierto. Gwen inspiró con irritación.

–Cambiar el aceite.

Laurie tragó saliva de forma audible.

–No necesitas esa falda. Dámela ahora mismo.

Era evidente que Laurie no pensaba irse sin ser presentada. Aunque Gwen había renunciado a los hombres, no quería presenciar la reacción de su vecino a Laurie en actitud comehombres. Mantenía con él una bonita no–relación y Laurie podía echarla a perder.

Sinceramente, no sabía cómo lo hacía pero Laurie sufría una metamorfosis. No era solo que inclinara los hombros hacia atrás y que se lamiera los labios; caminaba de otra manera. Y su expresión: buscaba el contacto visual con furor.

Solo por experimentar, Gwen intentó establecer contacto visual con las piernas de su vecino. No funcionó, y no solo porque este escogió aquel preciso instante para salir de debajo del coche, proporcionándoles una visión fugaz pero memorable de su tórax.

Gwen se atragantó con su propia saliva.

–¡Gwen! ¡Has vuelto! –se levantó del pavimento manchado, se sacudió las manos en la parte trasera del pantalón, tomó un trapo rojo y se las frotó.

–Hola, Alec. Esta es… –pero Laurie ya se había adelantado.

–Hola. Soy Laurie –susurró con voz sensual.

–Laurie, este es mi vecino, Alec Fleming –dijo Gwen en el mismo momento en que Alec estrechaba la mano de Laurie y se presentaba.

Era obvio que su labor allí había terminado. En circunstancias normales, se marcharía discretamente, pero quería presenciar el espectáculo. Además, necesitaba saber si el coche estaba listo.

Laurie se acercó a él mecánicamente. Alec, por su parte, tenía las yemas de los dedos introducidas en los bolsillos de atrás, una pose que realzaba la amplitud de su pecho y le permitía presumir de bíceps, pues llevaba una sudadera con las mangas cortadas. Los bordes irregulares de la prenda realzaban sus hombros.

Ah, rituales de emparejamiento. Laurie parecía perpleja y no tan segura de sí como acostumbraba. Gwen comprendía por qué. Aun cubierto de grasa, o quizá por eso, Alec estaba imponente.

Pero solía estarlo. Tenía la suerte de contar con una tez dorada sin necesidad de exponerse a los efectos nocivos del sol. Desde que había renunciado a los hombres, Gwen ya no se sometía a sesiones de exfoliación y autobronceado en las que permanecía con los brazos extendidos durante casi toda la «película de la semana» confiando en que nadie la estuviera espiando por la rendija que quedaba entre sus cortinas.

Hombres. Daban demasiado trabajo. Movió despacio la cabeza.

–Te agradezco que hayas traído a Gwen a casa –Alec se volvió lo justo para incluir a Gwen en su encantador círculo.

–Gwen es amiga mía, no ha sido nada –susurró Laurie–. ¿Y no ha sido todo un detalle por tu parte cambiarle el aceite?

La voz de Laurie había adquirido un tono meloso ajeno a ella. Gwen la miró con los ojos entornados, pero su amiga no se dio cuenta. Alec tampoco; estaba demasiado ocupado desplegando una sonrisa.

–¡Va a pagarme!

Un detalle que Gwen le había revelado a Laurie. La tranquilizó un poco que Alec lo reconociera. Estaba a punto de quejarse de que no hubiera tenido el coche listo a tiempo, cuando Alec prosiguió.

–Y me he ganado hasta el último centavo –bajó las cejas a modo de reproche burlón–. ¿Se puede saber cuándo cambiaste el aceite por última vez? El filtro estaba tieso.

Gwen se puso súbitamente a la defensiva.

–Es que…

–Y como elegiste un coche de importación, tuve que pedir prestado un juego de herramientas del sistema métrico, y no me di cuenta de que lo necesitaba hasta que no vacié todo el depósito del aceite –se frotó la frente con el dedo índice, dejando una leve mancha que no le mermaba ni un ápice su atractivo–. Debí haberlo hecho antes, lo reconozco –prosiguió–. Pero mi cuñado no me trajo sus herramientas hasta el intermedio. Texas juega contra Pennsylvania –explicó.

–Ah, claro –dijo Gwen, como si siguiera la liga de fútbol universitario. Después de Eric, había colmado su cupo de partidos.

–No te preocupes, no ha sido ninguna molestia ir a recogerla –Laurie seguía sin moverse, seguramente para darle a Alec la oportunidad de decir algo así como: «Déjame que te invite a cenar para compensarte».

No lo haría, pensó Gwen. Alec Fleming estaba empezando su propio negocio y no tenía dinero. Gwen sospechaba que lo había tenido antes por un par de referencias que había hecho sobre su anterior trabajo en la empresa de su familia, pero en aquellos momentos estaba sin blanca. Por eso se había ofrecido a cambiarle el aceite en lugar de permitirle que lo llevara al taller, como solía hacer.

–Entonces, ¿el coche está listo? –preguntó Gwen.

–Por fin –Alec puso los ojos en blanco.

Reprimiendo una sonrisa, Gwen hurgó en su bolso.

–No pienso pagarte ni un centavo más de lo acordado.

–¿Cómo? ¿Ni una propina?