Un legado mágico - Siempre a tu servicio - Sólo una noche más - Heather Macallister - E-Book

Un legado mágico - Siempre a tu servicio - Sólo una noche más E-Book

Heather Macallister

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Beschreibung

Ómnibus Deseo 523 Un legado mágico Heather Macallister Samantha Baldwin detestaba perder, y nunca lo hacía... a menos que el sexy Josh Randall estuviera relacionado con el asunto. Así que, cuando se enteró de que, una vez más, Josh había aparecido para arruinar su vida profesional, Samantha decidió jugar sucio. Su plan consistía en conseguir un ascenso a través de la seducción; se serviría de una falda que era un auténtico imán para los hombres. Pero, el único hombre al que Samantha atraía era a Josh. Y la química que había entre ellos continuaba incluso después de que ella se hubiera quitado la falda. Siempre a tu servicio Brenda Hammond Freddi Elliott necesitaba un trabajo urgentemente y estaba dispuesta a aceptar cualquier cosa, incluso convertirse en sirvienta. Lo que no sospechaba era que aquel empleo iba a poner a prueba no solo sus habilidades domésticas, sino también su libido. Porque su nuevo jefe era testarudo, odioso... e increíblemente irresistible. Jack Carlisle solo disponía de un par de semanas para aprender ciertos modales, si no quería despedirse del dinero de su tío y, con él, de la posibilidad de comenzar un nuevo negocio. No tenía la menor idea de por dónde debía empezar, pero le quedaba la esperanza de que su nuevo sirviente pudiera echarle una mano; lo que no había previsto era que iba a ser él el que quisiera echarle una mano a ella. Sólo una noche más Sandra Chastain La fotógrafa Cat McCade no tenía ningún problema en admitir que sentía debilidad por los hombres medio desnudos, una debilidad que le había valido un premio nacional por sus anuncios de lencería masculina. Y sin embargo, se esforzaba en impedir que ningún hombre se le acercara demasiado... hasta que chocó con Jesse Dane. Jesse era un solitario y le gustaba serlo. Pero desde que había compartido una fugaz aventura con aquella desconocida, de pronto necesitaba algo más.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 523 - septiembre 2023

 

© 2002 Heather W. Macallister

Un legado mágico

Título original: Skirting the Issue

 

© 2002 Brenda Hammond

Siempre a tu servicio

Título original: At Your Service, Jack

 

© 2003 Sandra Chastain

Sólo una noche más

Título original: Look, but Don't Touch

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2003, 2003 y 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1180-030-3

Índice

 

Créditos

Índice

 

Un legado mágico

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

 

Siempre a tu servicio

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Capítulo Diecinueve

Capítulo Veinte

 

Sólo una noche más

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

 

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

No había nada como una boda para que una soltera valorara sus opciones. Y Samantha Baldwin tenía opciones. De hecho, en aquel momento se escondía de una de ellas.

–¡Sam! Estás aquí…

La mujer se estremeció. No sabía cómo la había encontrado.

–La novia está a punto de arrojar el ramo.

–Gracias por avisarme.

Escondida tras la palmera que ocultaba el pasillo que llevaba al cuarto de baño, Sam acabó su copa de champán y pidió otra a un camarero que pasaba en aquel instante.

–Si tienes las manos llenas, no podrás atrapar el ramo –dijo Kevin, con una sonrisa.

Kevin era su novio, un veterinario rubio e impresionante de ojos azules, que la había acompañado desde San Francisco a Seattle para asistir a la boda a pesar de que ella había insistido en que no lo hiciera.

Sam lo miró y dijo:

–Las copas son pequeñas y además ni siquiera están llenas del todo.

–Solo quiero que estés dispuesta y alerta.

Sabía que se suponía que debía preguntar por qué quería que estuviera dispuesta y alerta. Pero conocía la respuesta. Diría que debía estarlo para recoger el ramo, ella preguntaría al respecto y él continuaría hasta llevar la conversación a un extremo que no le habría gustado en absoluto.

Con Kevin imaginaba dos futuros posibles. En uno veía una casa de verja blanca, con muchos niños. Pero en el otro, veía una vida de éxitos profesionales en Nueva York, con mucha gente aplaudiendo. Y entre la audiencia, se encontraba la madre de Sam.

Kevin la tomó del brazo y la llevó hacia la sala de baile.

–Cuánta gente –dijo él.

–No pueden ser invitados…

Sin embargo, lo eran. Todos se habían reunido alrededor de Kate y de sus damas de honor, Chelsea, Gwen y Torrie. Las tres eran amigas de Sam, de la universidad, y se habían casado recientemente. Estaban tan contentas que al verlas con sus maridos sintió envidia; se miraban entre ellos con evidente amor. Entonces, miró a Kevin y vio que él la estaba mirando del mismo modo. Era un buen hombre. Tenía un gran sentido del humor, jugaba muy bien al póquer y era perfectamente capaz de marcharse de un cine si no le gustaba la película.

Sabía que debía amarlo, pero no lo amaba. O al menos, no tanto como para renunciar al trabajo que le habían ofrecido en Nueva York, o para pedirle que la esperara. A fin de cuentas cabía la posibilidad de que obtuviera el puesto y se convirtiera en directora de ventas de la cadena de hoteles Carrington. En tal caso no tendría más remedio que mudarse a la gran manzana y Kevin tenía su propia vida en San Francisco, donde poseía una clínica veterinaria.

Además, merecía estar con alguien que lo amara de verdad.

Apretó el brazo del hombre y él sonrió. Sam sintió cariño por él y una cierta irritación por no sentir nada más.

Había decidido asistir sola a la boda para poder pensar, pero Kevin la había sorprendido y se había empeñado en acompañarla. Ella había intentado disuadirlo diciendo que la distancia aumentaba el amor, pero él respondió que cuando el gato se va, los ratones juegan.

Justo entonces, Kevin la llevó hacia el increíblemente agresivo grupo de mujeres que se apretujaban para conseguir una buena posición y recoger el ramo de la novia. Después, la besó en la mejilla y se alejó.

Unos segundos después, la radiante Kate buscó con la mirada a su marido, que hizo un gesto al director de la orquesta para que dejara de tocar. Acto seguido, anunciaron que la novia no iba a arrojar un ramo de flores, sino una falda.

Sam sonrió. Había oído hablar mucho de aquella falda. Según Kate y sus damas de honor, todas la habían llevado puesta cuando conocieron a sus maridos. Y al parecer, el rumor se había extendido: el anuncio puso aún más nerviosas a las solteras.

Kate dio un paso adelante, inspiró y arrojó la falda. Poco después, la prenda comenzó a descender despacio, ligeramente empujada por el aire acondicionado, hacia el punto donde se encontraba Sam.

Todas las mujeres intentaron atraparla y ella hizo lo que pudo por defenderse del súbito ataque. Trastabilló, tropezó con una silla y cuando intentó agarrarse a algo para no caerse, se encontró con la falda en las manos. Cuando se dio cuenta de lo que había sucedido, estaba sentada en el suelo.

–¡Bravo! ¡Lo has conseguido! –exclamó Kevin, mientras se acercaba hacia ella.

–No tenía intención –dijo.

Sin embargo, nadie oyó su comentario. Y si lo hubieran oído, no la habrían creído.

Kevin intentó ayudarla, pero ella se levantó por su cuenta.

En aquel momento, Gwen, una de las damas de honor, se acercó.

–Hola, Sam. Esperábamos que fueras tú quien recogiera el ramo –dijo, sonriendo a Kevin.

Kevin sonrió a su vez en gesto de complicidad.

–Kate me ha enviado para asegurarse de que conoces las reglas de esa falda –continuó Gwen.

–¿Es que hay reglas?

–Por supuesto. Reglas y una advertencia. Su efecto es muy rápido.

–¿El efecto de las reglas o de la advertencia?

Gwen rio.

–Yo me puse la falda días después de Navidad y me casé el día de San Valentín.

Sam la miró y pensó que habría sido una experiencia horrible, pero no dijo nada.

–¿Qué efecto tiene? –preguntó Kevin.

–Atrae a los hombres.

Kevin frunció el ceño.

–Tranquilos. Solo atrae al amor verdadero –explicó Gwen.

–¿Y qué pasa si ya conoce a su amor verdadero? –preguntó Kevin.

–Entonces, sabrá si es verdad –respondió con una sonrisa–. Yo ya conocía a Alec antes de ponerme la falda, pero después supe con total seguridad que estábamos hechos el uno para el otro.

Alec se acercó en aquel momento. Tomó por la cintura a su esposa y dijo:

–Además de la falda, llevabas cierto jersey rojo. Me gusta ese jersey.

–Sea como sea, cuando encuentres al hombre adecuado, lo sabrás. Pero después, tendrás que pasar la falda a otra mujer.

Gwen se marchó segundos después con su marido. Entonces, Sam miró la falda y acto seguido miró a Kevin. Ella no necesitaba la prenda para saber si aquel era el hombre de su vida. Ya conocía la respuesta.

Capítulo Uno

 

Samantha pensó que el verano en Nueva York era maravilloso. Pero se dijo que sería mucho mejor si consiguiera encontrar un apartamento. En comparación con la Gran Manzana, los precios de San Francisco casi resultaban baratos.

Sin embargo, aquel día estaba decidida a encontrar lo que buscaba.

Dejó un informe en recepción y se dirigió hacia los ascensores para dirigirse al magnífico vestíbulo de la sede central de Carrington, en Manhattan.

Justo cuando se acercaba, vio que un hombre acababa de entrar en un ascensor cuyas puertas comenzaban a cerrarse. Era un hombre alto. Ella era una mujer alta y se fijaba siempre en esas cosas. Caminaba con una confianza que le resultaba vagamente familiar y llevaba una chaqueta elegante, pero deportiva, parecida a las que se ponía Josh.

Se quedó helada y se dijo que no podía ser él. No podía ser Josh Crandall, latiguillo del circuito de convenciones de ventas y enemigo número uno de Samantha.

Todavía alterada, entró en otro ascensor y pulsó el botón de la planta baja. Josh Crandall pertenecía al pasado. Pensó que seguiría trabajando para los hoteles Meckler, mientras ella, que siempre se había enorgullecido de trabajar de forma justa y honesta, estaba a punto de convertirse en la jefa de ventas para la costa Este de Carrington.

Cuando salió del hotel, cruzó la calle 42 para dirigirse a la oficina de correos. Desde su llegada, estaba viviendo en una habitación del Manhattan Carrington. Ya habían pasado dos semanas, y aunque tenía descuento por ser empleada de la empresa, los precios del hotel eran demasiado altos como para permanecer allí todo el verano.

Al entrar en la oficina de correos vio que había cola. No le extrañó porque a fin de cuentas era media mañana, pero de todas formas sabía que en Nueva York siempre había colas en todas partes y que debía acostumbrarse a ello.

Calculó que tardaría unos veinte minutos en llegar a la ventanilla y se abanicó un poco con la bolsa que llevaba. En su interior, estaba la falda. Era una falda negra, bastante normal, que le quedaba ligeramente por encima de las rodillas. Sin embargo, tenía una característica curiosa: parecía hecha a su medida.

No le había prestado ninguna atención, aunque se la había puesto poco después de la boda ante la insistencia de Kevin. En todo caso, su relación había terminado. Samantha le había anunciado que se marchaba a trabajar a Nueva York y él ni siquiera se mostró dispuesto a acompañarla. No estaba dispuesto a hacer ningún sacrificio. Bien al contrario, se molestó porque pensaba que era ella quien debía hacerlo.

En aquel momento oyó un sonido en la cola de la oficina de correos y de inmediato regresó a la realidad.

Respiró profundamente y dejó de pensar en Kevin. Ahora estaba en Nueva York y tenía intención de devolverle la falda a Kate, aunque su padre le había propuesto algo más radical: que la quemara e hiciera un favor a todas las mujeres del mundo.

De todas formas tenía problemas más importantes en los que pensar. Aún no había obtenido el puesto de trabajo y tal vez no lo consiguiera. Había cuatro candidatos para el trabajo. Uno de ellos había renunciado, de manera que solo quedaban Samantha y dos hombres. Al saberlo, su madre le había dado unos cuantos consejos sobre lo que debía hacer. Ella se había comprometido de forma muy militante en el movimiento por la liberación de la mujer y consideraba a Sam, la menor de sus cuatro hijas, un arma más en la guerra de los sexos.

Pero Samantha estaba perfectamente dispuesta a convertirse en un arma. Además, al ser la más pequeña de sus hermanas, su madre no le dedicaba muy a menudo una atención tan intensa, y había disfrutado mucho hablando con ella.

Durante la semana anterior, los jefes de sección de varios hoteles de la costa Este se habían reunido en la sede central de Carrington, situada cerca de Times Square. Sam y dos compañeros de trabajo habían asistido a las reuniones y por supuesto había aprovechado la ocasión para hacer contactos y familiarizarse con el medio y resultar simpática, como le había recomendado su madre. Sam no era persona que diera demasiadas confianzas. Aunque no todos opinaban lo mismo. Josh Crandall, por ejemplo, siempre la había tomado por una provocadora.

La cola se movió un poco y Sam avanzó. En todo caso, ya había llegado el gran día. Los responsables del hotel estaban convocados a una reunión en la que analizarían los currículum de los candidatos. El de Samantha no podía ser mejor. Solo tenía dos manchas, y ambas habían sido cortesía de Josh Crandall y de hoteles Meckler.

Cerró los ojos. Pensar en aquel hombre bastaba para estremecerla. Después, echó un vistazo a su alrededor, casi esperando ver su pelo negro y su sonrisa perfecta, que tanto odiaba.

Entonces, se fijó en un par de hombres de una cola cercana. Se encontraban detrás de ella, pero se estaban acercando por su cola avanzaba más deprisa. Uno de ellos llevaba un montón de tarjetas y el otro estaba poniendo sellos en ellas.

–Tavish, todos los años haces lo mismo. Esperas hasta el último momento para enviarlas –dijo uno de los hombres.

–Da igual, siempre encuentro inquilino.

–Pero ni siquiera los investigas…

–Prefiero elegirlos por instinto.

–Ya, pues algún día el instinto te va a fallar y encontrarás destrozado tu apartamento.

–En ese caso, aprovecharé para redecorarlo. Empiezo a estar cansado de ese tono de verde.

Si le hubieran preguntado, Sam les habría contado todo lo que hubieran querido saber sobre los tonos que iban a estar de moda ese año. La cadena Carrington iba a construir un nuevo hotel en Trenton y Samantha había estado leyendo los informes del grupo de decoradores.

–Además, siempre estás enviando tarjetas. ¿No sabes que existe el correo electrónico?

–Sí, pero nunca me quedo con sus direcciones.

–Ni ellos con las tuyas.

–Por eso les envío las tarjetas.

La cola de Sam comenzó a moverse y durante unos minutos estuvo demasiado lejos de los dos hombres y no pudo oír lo que decían. Pero al cabo del rato, volvieron a su altura.

–¿No fuiste a un safari hace un par de años?

El hombre llamado Tavish rio.

–Pero hay safaris y safaris.

–Ya. Pero un elefante es un elefante.

–Es posible. Sin embargo, tal vez no sepas que Mona Virtue formará parte del grupo

–Ah.

Los dos hombres rieron.

–Tienes mucha suerte…

–De eso, nada. Me busco la suerte –puntualizó Tavish, blandiendo una de las tarjetas.

–Sí, debo admitir que eso de rifar el apartamento de Central Park es una idea genial.

–Gracias.

Sam ya no estaba prestando demasiada atención a la conversación de los hombres, pero al oír la mención del apartamento, su interés renació.

–Y ni siquiera tienes que poner anuncios.

–En efecto.

–Por cierto, ¿no has quedado con ellos a las doce, para enseñarles el piso?

Los dos hombres rieron y Samantha también, porque ya eran las doce y media.

–Sí, pero esperarán.

Samantha supo en aquel instante que podía estar cerca de la solución a sus problemas. Un apartamento que se realquilaba. Sabía que en Nueva York la legislación era muy estricta con esos asuntos y que realquilar un piso sin los permisos oportunos era algo ilegal, pero necesitaba una casa y no quería complicarse la vida con preguntas fuera de lugar.

Justo entonces, un individuo que intentaba colarse, golpeó a uno de los hombres sin querer.

–Eh, ten cuidado…

Al apartarse, dejó caer algunas de las tarjetas. Sam se agachó y tomó la más cercana con intención de devolvérsela, pero en la conmoción del momento no pudo hacerlo. En la tarjeta decía que el tal Tavish McLain iba a pasar todo el mes de junio en un safari y que en julio viajaría a Italia. También decía las direcciones donde se le podía localizar.

En una de las esquinas de la tarjeta había una dirección de Nueva York. Samantha pensó que debía ser la dirección del apartamento que pretendían realquilar y se dijo que era su día de suerte.

Así que se guardó la tarjeta, salió de la oficina de correos y tomó un taxi. Si aquel individuo estaba decidido a rifar el realquiler como si fuera la lotería, ella estaba dispuesta a participar en el juego.

 

 

El trayecto en taxi le costó más dinero del que se podía permitir, pero Sam no quiso pensar en ello. Cuando llegó a su destino, bajó del vehículo y caminó hacia la dirección.

Era un barrio bastante elegante. Todos los portales tenían un portero, con una única excepción: la casa, precisamente, a la que se dirigía. Sin embargo, se dijo que tal vez estuviera en otra parte, ocupado con alguna de las labores que desarrollaban los porteros.

Nada más entrar, vio a un hombre en el mostrador del vestíbulo. Al verla, preguntó:

–¿Cuál es la contraseña?

Samantha se quedó helada. Pensó que tal vez no iba a tener tanta suerte como creía.

–¿No sabes la contraseña? –volvió a preguntar.

Sam sacó la tarjeta y respondió:

–Solo tengo esto.

–Así que vienes por lo del apartamento. Llegas tarde.

–Lo sé, pero Tavish no dijo nada de ninguna contraseña.

El hombre la miró con detenimiento antes de volver a hablar.

–Está bien, me gustas. Puedes pasar.

–Gracias…

Sam decidió entrar a toda prisa en el ascensor al oír que alguien más acababa de entrar en el vestíbulo. Justo antes de que se cerraran las puertas, oyó que el individuo del mostrador preguntaba:

–¿Cuál es la contraseña?

Al parecer, iba a tener más competencia de la que imaginaba.

Capítulo Dos

 

El apartamento estaba en la sexta planta. Era el 6ºC y se encontraba al final del pasillo. Sam ni siquiera tuvo que mirar la tarjeta para averiguarlo, porque oyó las voces de la gente en cuanto salió del ascensor.

En aquel instante pensó que estaba haciendo una verdadera tontería, pero no era la primera vez que se encontraba en situaciones absurdas, aunque hasta entonces siempre habían estado relacionadas, de uno u otro modo, con Josh Crandall.

Avanzó y entró en el apartamento sin llamar, porque supuso que nadie la habría oído.

Enseguida descubrió algo que le llamó la atención. La relación entre mujeres y hombres era de noventa y ocho a dos. En realidad solo había un par de hombres, con aspecto de corredores de Bolsa. Y entre las mujeres, abundaban las rubias.

Como todos parecían comportarse con absoluta naturalidad, ella decidió hacer lo mismo. El piso tenía tres dormitorios, aunque uno había sido transformado en un despacho.

–¿Dónde está Tavish? –preguntó una rubia.

–El señor McLain estará aquí en cualquier momento –dijo uno de los hombres.

–Creo que podríamos empezar sin él –dijo otra rubia–. Yo pienso ofrecer mil quinientos dólares. Así que todos los que no estén dispuestos a pujar tanto deberían marcharse.

–No lo comprendo –protestó una pelirroja–. Tavish me prometió que el piso sería mío por ochocientos cincuenta.

–¡Y a mí me lo prometió por ochocientos! –protestó una más.

–Hace lo mismo todo los años –explicó la mujer que parecía estar a cargo del asunto–. Y sus amigos nos pasamos la vida intentando convencerlo para que nos deje el piso sin esta ridícula lotería. De hecho, yo misma pasé aquí un verano.

Sam echó un vistazo a su alrededor. Había todo tipo de personas, incluida una mujer con todo su equipaje, que parecía estar desesperada por encontrar una casa y por tanto dispuesta a pagar casi cualquier cosa.

Entonces, una mujer avanzó hacia uno de los dos hombres, con un cheque en la mano y dijo:

–Doy cuatro mil quinientos dólares por tres meses.

Cuando oyeron la cifra, la mayor parte de la gente decidió marcharse. Samantha, entre ellos. A fin de cuentas era demasiado caro y por otra parte no necesitaba una casa de tres habitaciones para ella sola.

Todos comenzaron a bajar en el ascensor, y mientras esperaba, se quedó junto a la mujer del equipaje y una rubia de pelo corto.

–Vaya experiencia, ¿eh? –dijo Samantha.

–No es exactamente lo que esperaba. Pensaba mudarme aquí hoy mismo. Y ahora no sé lo que voy a hacer.

Sam supo que estaba desesperada y decidió ayudarla.

–Es tu día de suerte. Trabajo en un hotel y te prometo que al menos no pasarás la noche en la calle. Además, podrás darte un largo baño caliente.

–Pero no puedo…

–No te preocupes, no tendrás que pagar nada. Te quedarás en una de las habitaciones vacías.

La mujer la miró con cara de desconfianza.

–¿Por qué quieres ayudarme? No me conoces de nada.

–Porque puedo hacerlo. Mi madre me enseñó a ayudar a la gente. Además, tengo una sensación cálida en el estómago.

La rubia de pelo corto rio y dijo:

–Yo también, pero no tiene nada que ver con habitaciones de hotel.

Sam sonrió.

–Me llamo Samantha Baldwin.

–Yo soy A.J. Potter. Pero creo que has asustado a nuestra amiga con tu ofrecimiento…

–No me ha asustado –dijo la mujer del equipaje–. Solo estoy fascinada por su comportamiento. No es nada normal en una neoyorquina.

Entonces, A.J. se volvió hacia Samantha y dijo:

–Esta casa tiene tres habitaciones.

Sam comprendió enseguida a dónde pretendía llegar con el comentario.

–Yo no podría pagar más de mil ochocientos dólares.

–Bueno, yo estoy dispuesta a pagar dos mil.

–Entonces, tú te quedarás con la habitación grande.

Las dos mujeres miraron a la del equipaje y A.J. preguntó:

–¿Cómo te llamas?

–Claire Dellafield. ¿Por qué?

–Porque estamos a punto de formalizar una pequeña coalición para alquilar esta casa –respondió Samantha–. ¿Te apuntas?

–¿Queréis decir que podríamos compartirla?

–Claro.

–Entonces, creo que también podría pagar ochocientos dólares.

–Excelente. Tenemos cuatro mil seiscientos dólares entre las tres –dijo A.J.–. No creo que el precio pueda subir mucho más…

Un segundo más tarde apareció Tavish en persona y todos se dirigieron hacia él para convencerlo de que les alquilara el piso. Pero resultó ser un negociador bastante más duro de lo que imaginaban y Samantha llegó a la conclusión de que necesitarían algo más que dinero para convencerlo.

Tanto A.J. como Claire eran bastante atractivas, pero la primera no parecía estar muy acostumbrada a coquetear y era obvio que a Claire le faltaba cierta experiencia, así que se dijo que tendría que hacerlo ella. A fin de cuentas, no se trataba de seducir a aquel individuo, sino únicamente de actuar de forma lo suficientemente inteligente.

Sacó la falda de la bolsa que llevaba encima y les dijo:

–Hacedme un favor. Poneos delante de mí para que me pueda cambiar.

–¿Qué estás haciendo?

Mientras se ponía la falda, Samantha les explicó la historia de la prenda.

–No me lo puedo creer –dijo A.J.

–Yo tampoco, pero por probar, que no quede.

En cuanto se la puso, caminó hacia Tavish con sus dos nuevas amigas y se presentó directamente a él. El dueño del piso se encontraba con los dos hombres que había visto en el interior de la casa y con la mujer que había ofrecido los cuatro mil quinientos dólares.

–Me llamo Samantha Baldwin –le dijo.

Él estrechó su mano.

–Encantado. Yo soy Tavish McLain.

Los dos hombres con aspecto de corredores de Bolsa intentaron presentarse, pero Tavish ni siquiera soltó la mano de Sam.

–Tienes un piso precioso –dijo Samantha.

–Es mi hogar –dijo él.

–También me gustaría que fuera el mío. Por lo menos, durante el verano –dijo, apretando la mano del hombre.

–Bueno, estoy seguro de que…

–¡Espera un momento! Acabo de darte un cheque por cuatro mil quinientos dólares –protestó la otra mujer.

–Roger, devuélvele a Meredith su cheque –ordenó Tavish.

–Estoy dispuesta a pagar más –insistió la desconocida.

Samantha pensó que aquella mujer estaba decidida a salirse con la suya, así que decidió actuar y preguntó:

–¿Necesitas que te demos todo el dinero como entrada?

–No, en absoluto –respondió Tavish.

A.J. comprendió lo que pretendía hacer Samantha. Se acercó y dijo:

–Podemos darte dos mil dólares ahora mismo.

–Vaya, sois las inquilinas perfectas. ¿No te parece, Roger?

–Desde luego que sí.

–Entonces, ¿trato hecho? –preguntó A.J.

–Trato hecho.

Samantha supo que lo habían conseguido, pero tenía un problema: cómo separarse de Tavish. De algún modo, estaba segura de que había conseguido impresionarlo gracias a la falda. Pero ahora debía encontrar la forma de anular su efecto.

 

 

Cuando por fin consiguieron quedarse a solas, A.J. dijo:

–No puedo creer que lo hayamos conseguido.

–Yo tampoco –dijo Sam.

Sam se quitó la falda y pensó que entre las tres habían conseguido enemistarse con un porcentaje bastante significativo de las rubias de Nueva York, pero no le importó. Había encontrado un apartamento y por un precio razonable para lo que se pagaba de forma habitual en la Gran Manzana.

Guardó la falda, se vistió de nuevo y comentó:

–Tengo que marcharme al hotel donde trabajo. Pero, ¿qué os parece si cenamos juntas esta noche?

–Perfecto. Podríamos pedir comida.

–En ese caso, hablaré con el chef del hotel para ver si puedo contribuir con una tarta de chocolate. Pero ahora tendréis que perdonarme. Debo marcharme.

–No te preocupes, yo no pienso quejarme de nada –dijo Claire–. Me has salvado la vida.

Sam se marchó realmente contenta con lo sucedido. No solo había conseguido una casa sino que además lo había conseguido de un modo bastante peculiar. Se sentía invencible, invulnerable.

En cuanto llegó al hotel, subió a un ascensor y se dirigió al piso donde se encontraban las oficinas. Una vez allí caminó hacia la recepcionista y preguntó:

–¿Hay algún mensaje para mí, Tiffany?

–Sí. El señor Hennesey vino a buscarte hace una hora más o menos.

Samantha se dirigió hacia el despacho de Hennesey. No esperaba encontrarlo allí; pensaba que se encontraría en la reunión, pero se equivocó. Estaba dentro, hablando con alguien.

La mujer llamó a la puerta y entró.

–Tiffany me ha dicho que me estabas buscando. He salido un poco antes porque vine esta mañana a primera hora para terminar el informe que te prometí.

–Excelente, luego lo miraré. Pero no quería hablar contigo de eso. Al parecer, conoces a nuestro nuevo asesor de ventas.

Sam tuvo una sensación muy extraña. Solo entonces, se fijó en el hombre que estaba sentado en uno de los sillones. De inmediato, desapareció su buen humor y sintió que su mundo se derrumbaba.

Era Josh Crandall.

–Crandall… –acertó a decir, sorprendida.

–Ya le había dicho a Bill que somos viejos conocidos –dijo él, con una sonrisa.

–Profesionalmente hablando –puntualizó ella.

–Si quieres expresarlo de ese modo…

A Samantha le habría gustado tener las uñas más largas para arrancarle aquella sonrisa arrogante de los labios. Pero a pesar de tenerlas cortas, se las clavó en las palmas al apretar los puños.

–Josh y yo nos hemos encontrado bastantes veces a lo largo de los últimos años en reuniones de trabajo –explicó a Hennesey–. Es un gran profesional.

–Gracias, Sam. Me alegra saber que no tienes queja de mí.

Hennesey rio.

–Sí, sé que es un gran profesional. Por eso hemos contratado a su empresa para que forme a nuestro personal.

–¿Te refieres a Meckler?

–No. Josh ha dejado la cadena Meckler y ha abierto su propia empresa de formación en ventas.

Entonces, Josh se acercó a ella y le dio una tarjeta. Samantha la recogió, aunque de no haber estado en presencia de Hennesey la habría destrozado con mucho gusto.

–Josh ha tenido tanto éxito que quisimos darle la oportunidad de compartir con nosotros sus secretos –continuó Hennesey.

–¿Vas a compartir tus secretos con nosotros? –preguntó ella con cierta ironía.

–A cambio de un buen sueldo.

–Bueno, siempre supe que tenías precio.

–Todo el mundo tiene precio, incluso tú. Encontrar el precio de la gente es precisamente una de las cosas que enseño en mis seminarios –dijo Josh, mirando a Hennesey con una sonrisa.

Sam lo odió profundamente. Todo el mundo se quedaba siempre fascinado con él. De un modo u otro se las arreglaba para caer bien a las mujeres, a los hombres, a las personas más jóvenes y a las más entradas en años.

–Sea como sea, Samantha, hemos tomado una decisión –dijo Hennesey–. Vas a ser responsable de organizar los cursillos con Josh. Empezaréis con el personal de este hotel esta misma semana y luego seguiréis con el resto de los establecimientos de la costa Este.

Samantha no podía creer que su suerte fuera tan mala. Pero no podía hacer gran cosa.

–Asegúrate de proporcionarle todo lo que necesite –continuó su jefe.

Los ojos de Josh brillaron y ella dijo:

–Se refiere al equipamiento.

–Oh, no es necesario. Mi equipamiento es perfecto. De hecho, hay quien dice que es el más perfecto que ha visto nunca.

–En tal caso no habrán visto gran cosa.

–¿Y tú sí?

Sam lo odió más que nunca, pero no podía decirle lo que pensaba delante de Hennesey, de modo que decidió actuar con inteligencia.

–Se hará lo que sea necesario –dijo.

Las miradas de Josh y de Samantha se encontraron. La mujer ya creía que había ganado la batalla, pero entonces, Josh se dirigió a Hennesey y dijo algo más:

–Bill, ¿podrías concederle un par de horas libres a Samantha? Me gustaría enseñarle mi equipamiento.

Capítulo Tres

 

Nadie podía decir tantas cosas con la mirada como Sam Baldwin.

Sus ojos brillaban, se entrecerraban, parpadeaban, se clavaban e incluso en ocasiones se oscurecían, pero no quería pensar en eso. Hennesey se despidió de ellos y Josh la siguió al exterior.

Lo único que le había disgustado sobre la idea de dejar Meckler era precisamente el hecho de que pensaba que no volvería a encontrarse cara a cara con Samantha Baldwin. En realidad le habría gustado más encontrarse cuerpo a cuerpo, algo que había estado a punto de suceder y que tal vez habría sucedido si él no hubiera sufrido, de repente, un ataque de ética.

Sam se dirigió hacia los ascensores y pulsó el botón, en silencio. Él se metió las manos en los bolsillos y miró su reflejo en las puertas de metal.

Sabía que ella estaba haciendo lo mismo y una vez más se sorprendió con la enorme expresividad de sus ojos. En ese momento le estaban diciendo que era un completo estúpido. Al parecer, esta vez se había pasado.

–Cuando me referí a mi equipamiento, deberías haber dicho alguna otra cosa. Como por ejemplo, que tú me enseñarías el tuyo si yo te enseñaba el mío –comentó, mientras entraban en el ascensor.

–¿He mencionado ya los aspectos más estúpidos de tu personalidad?

–Sí.

–Y ya lo había hecho antes, ¿no es cierto?

–Varias veces, pero con adjetivos distintos. Me habías llamado idiota, cretino e imbécil. Pero estúpido, nunca.

–Eres un completo estúpido.

Los ojos de Sam brillaron con indignación, pero Josh notó que no estaba reaccionando con la pasión de costumbre. Se dijo que tal vez se debía a que esta vez no se encontraban compitiendo por sus respectivos hoteles, y lo echó de menos.

Cuando el ascensor llegó al cuarto piso, Sam impidió que se abrieran las puertas, respiró profundamente y volvió a adoptar su actitud profesional.

–Por lo que veo, ya no somos competidores.

–En efecto.

–Estoy en Nueva York para intentar conseguir el cargo de jefe de convenciones de Carrington para la costa Este.

–Te felicito.

–Quiero ese empleo. Es importante para mí, Josh, y te agradecería que te comportaras bien.

Entonces, lo miró con algo que de ningún modo era un ruego, pero que contenía cierta expresión de vulnerabilidad. Era algo completamente nuevo en ella. Siempre había sido una mujer muy dura y le gustaba mucho, aunque sabía que ella no era consciente.

–¿Y bien?

–No te preocupes –dijo él.

–Gracias.

Salieron a un amplio pasillo que daba a un vestíbulo. Aunque nunca había estado en aquel hotel, Josh estaba familiarizado con la estructura habitual de aquellos establecimientos y sabía que las salas de reuniones y las salas de bailes se encontraban en aquella planta.

–¿Qué otras personas compiten por el puesto? –preguntó.

–Para empezar, Leonard Sheffield.

–Lo conozco. No puede competir contigo.

–También está Harvey Wannerstein.

Josh también lo conocía y no le caía bien, pero no dijo nada porque no quiso preocuparla. Sam se atenía siempre a las normas, lo que la hacía predecible y fácil de manipular por tipos como Harvey, que jugaban con cartas marcadas y que siempre tenían ases en la manga.

–¿Josh?

–¿Sí?

–Estoy segura de que conoces a Harvey. Vive aquí en Nueva York.

–Sí, lo conozco.

–¿Y qué te parece?

Josh la miró. No tuvo que bajar mucho la mirada porque Sam era bastante alta.

–Ten cuidado con él.

–¿Por qué?

–Es peor que yo.

–No creía que eso fuera posible.

–Yo no soy peor que Harvey Wannerstein. De hecho, no me gusta que me compares con él.

–Te has comparado tú mismo.

–Porque existen ciertos parecidos en nuestras aproximaciones a…

–¿Quieres decir que te ha ganado en tu propio campo? –lo interrumpió.

–Quiero decir que es un hombre que cambia las normas cuando le apetece.

Sam arqueó una ceja y a Josh no le gustó nada. Era el mismo gesto que hacía su madre cada vez que le decía que iba a ser un hombre igual que su padre, todo palabrería y nada de fondo.

–Cuando yo hago un trato, lo cumplo. No hago trampas. Y desde luego nunca prometo algo que no va a suceder.

–¿Y qué me dices de la federación de enfermeras, en 1998?

Josh se ruborizó.

–Los planes de construcción iban retrasados y el hotel no estaba terminado todavía. Negocié personalmente el trato con Carrington, si no recuerdo mal, en representación del grupo. Y sí, es cierto que las enfermeras tuvieron que pagar más de lo que pretendían, pero aun así fue menos de lo que habrían tenido que pagar si hubieran tenido que buscar otro hotel. Yo no las engañé.

–Estás levantando la voz.

Josh supo que tenía razón.

–Solo intento explicarte lo que sucedió. Pero si quieres que te lo diga de otro modo, digamos que yo nunca engaño a nadie a sabiendas. A diferencia de nuestro amigo Harvey.

–No es amigo mío.

–Me alegra saberlo. Pero, ¿qué sabes de él?

–Sé que es famoso por cambiar los términos de los contratos poco antes de que se celebren las reuniones para firmarlos.

–No puede hacer eso. Para eso existen cláusulas de cancelación y todo tipo de sanciones.

Josh la miró, se llevó el índice y el pulgar a la cara, simulando que hablaba por teléfono y dijo:

–¿Federación de enfermeras? Ha surgido un problema con su convención. Los cultivadores de begonias quieren reunirse en el hotel el mismo fin de semana y suelen reunir a tres mil personas, así que tenemos que acomodarlas. Si pudieran garantizarme que asistirán dos mil personas a su convención, al menos les podría hacer una oferta. Sinceramente, los cultivadores de begonias son más rentables para nosotros. ¿Cómo? Sí, claro que pagaremos la cláusula de cancelación. Pero no, no podríamos cubrir el coste de reimprimir sus folletos. A no ser que estén dispuestas a renegociar el contrato para hacerlo más atractivo.

–¡Oh, vamos! ¿No has pensado nunca dedicarte a la comedia?

–No intentaba ser divertido. Es un simple ejemplo de cómo se habría comportado Harvey en ese caso.

–Me alegra que no intentaras resultar divertido, porque no lo has conseguido.

–Te digo que ese hombre hace trampas siempre. Y en situaciones como esa, consigue que la gente acepte precios más altos porque siempre es tarde y ya no tienen tiempo para localizar otro hotel.

–Alguien debería haberlo denunciado.

–¿Y cómo sabes que no lo han hecho? Sin embargo es muy listo, nunca ha hecho esas cosas con grupos hoteleros que le interesen.

–Yo diría que te lo estás inventando todo porque no te cae bien.

Josh se quedó asombrado. Sam no lo creía.

Samantha se dio la vuelta y se alejó, pero él la siguió y se interpuso en su camino.

–¿Qué pasa ahora?

–Te lo advierto, Sam. Harvey Wannerstein es un tramposo.

–Entonces es como tú.

–No es cierto.

–No, claro. Tú no eres solamente un tramposo. También eres taimado y mentiroso.

–Llámame lo que quieras, pero mantengo mi palabra cuando la doy. Así que no creas que tratar con él es como tratar conmigo.

Los dos se miraron. A Josh no le solía preocupar lo que la competencia pensara de él, pero Sam era diferente. Prefería que lo odiara a que lo mirara de ese modo.

–Está bien, te creo –dijo ella al fin.

Él sonrió, más aliviado de lo que le habría gustado admitir.

–Entonces, no te pongas tan desagradable conmigo.

Josh sintió el repentino deseo de besarla, pero no lo hizo.

–Recuerda lo que te he dicho sobre Wannerstein.

–Lo haré, gracias.

Caminaron juntos hacia la sala Riviera. Sam fue a llamar por teléfono mientras él abría las puertas de la sala. Era un lugar enorme. La idea de que se llenara de profesionales dispuesto a escuchar sus conocimientos, le producía a Josh una inmensa satisfacción. Había trabajado muy duro y ahora todos sabían que era el mejor en su campo.

Sin embargo, no conseguía quitarse de la cabeza lo que había dicho su madre, justo antes de que Carrington lo contratara. Nunca confiaba en él y no creía que la gente pagara por escuchar sus ideas. En cierto modo, era como Sam: lo había encasillado en una imagen, tiempo atrás, y no estaba dispuesta a cambiarla.

–Creo que te pondré en la sala Barcelona. Esta es demasiado grande –dijo Sam.

La mujer le hizo un gesto para que lo siguiera y Josh se alegró del cambio. Si la sala era más pequeña, sería más fácil que se llenara.

–La sala con los equipos audiovisuales está en el pasillo del fondo. Si prefieres usar nuestro equipamiento, creo que sería mejor que instalar el tuyo.

–Me parece bien.

Avanzaron por la oscura sala. Sam llevaba una blusa y una falda de color crema; en un lugar tan poco iluminado, Josh tuvo la impresión de que tenía el color de su piel. Una piel que conocía, que había acariciado y besado.

–¿Desde cuándo tenías la idea de dedicarte a los seminarios?

–Fue algo que surgió cuando trabajaba con Meckler. Me gustaba hacerlo y soy bueno en ello. Además, da bastante dinero. Así que me decidí a cambiar de ocupación.

–¿Así como así?

–¿Por qué esperar cuando se dedice hacer un cambio?

–Bueno… para prepararte, para investigar un poco.

–Estoy perfectamente preparado. Tengo folletos, cintas, libros, todo.

Sam lo miró con cierto interés.

–Pero no llevas tanto tiempo trabajando en esto, ¿verdad?

–No. Los hoteles Carrington son mi primer cliente.

–¿El primero?

–Le ofrecí un descuento a Hennesey. Además, tú sabes que lo haré bien porque necesito hacerlo para obtener tantos clientes como pueda. Más de los que pueda manejar.

Sam rio y Josh se estremeció. Samantha no reía muy a menudo cuando se encontraba ante él, y le encantó. Su rostro se iluminó de un modo que desconocía, revelando una sensualidad muy femenina que en general ocultaba.

Suponía que aquello era parte del problema A Josh le gustaban las mujeres muy femeninas. Le gustaban las uñas pintadas, los pendientes, las colonias y los cortes de pelo que revelaban la nuca de una mujer.

En cambio, Samantha nunca perdía el tiempo en peluquerías, no se pintaba las uñas y no usaba colonia, aunque por supuesto utilizaba champús o jabones aromáticos de vez en cuando.

–¿Y qué harás si lo consigues?

–Contrataré a alguna persona. A fin de cuentas pretendo hacerme muy rico.

–Como todos.

–Pero yo lo conseguiré. Seré muy, muy, muy rico.

–¿Y entonces qué harás? ¿Comprarte tu propio hotel?

–No, no pienso comprarme ningún hotel. Lo donaré.

–Ya.

No esperaba que Sam lo creyera, pero era exactamente lo que pretendía hacer si tenía éxito. Solo quería ser rico para demostrarse y demostrar a su familia que podía conseguirlo. Pero después, estaba decidido a destinar parte del dinero a causas que considerara justas. Y sabía que tenía grandes posibilidades de salirse con la suya siempre y cuando no se cruzara con una morena demasiado seria de ojos brillantes.

 

 

No podía creer que aquel hombre fuera Josh Crandall. El hombre que estaba a su lado, contemplando su escote, no podía ser el mismo. Se estaba comportando como un ser humano, incluso como un ser humano bastante decente.

Se estremeció al pensar en lo sucedido durante los últimos minutos. Había dejado de ser el hombre arrogante y creído que había conocido para pasar a comportarse como un hombre seguro, fuerte, capaz de hacer sentir su feminidad a cualquier mujer.

Había bastado que lo mirara a los ojos para olvidar quién era. Y mientras se encontraba ante ella, hablando sobre lo que consideraba ético e inmoral, Samantha se había sentido muy atraída por él. Pero no podía ser cierto. No podía ser Josh Crandall.

Había pensado que en cualquier momento volvería a ser el de siempre y se había equivocado. Había compartido con ella sus sueños y proyectos y hasta la había convencido realmente de que tenía intención de donar parte de su riqueza si conseguía hacerse rico. De hecho, estaba dispuesta a ayudarlo. Y al pensar en ello se dijo que tal vez eso era, exactamente, lo que él pretendía.

Entonces se dijo que le había tomado el pelo, que la había engañado, que estaba tramando algo. Y se sintió estúpida por haberse dejado engañar.

Se convenció de que estaba intentando manipularla y seducirla para conseguir que su trabajo en el hotel resultara como esperaba. Había estado a punto de creer en él, pero se dijo que debía recordar la humillación sufrida y aprender a superar la nueva imagen que pretendía dar.

Pero de momento debía averiguar, exactamente, lo que Josh Crandall estaba tramando.

Capítulo Cuatro

 

El taxi se detuvo frente a The Willoughby, la nueva y probablemente ilegal casa realquilada de Samantha. Pagó la conductor y salió del vehículo con la tarta que había conseguido en el hotel. Solo le faltaban un par de porciones.

Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para entrar en la casa con la tarta y con sus maletas, y el portero, que estaba sentado en el mostrador de recepción, no hizo esfuerzo alguno por ayudarla.

–Menudo portero estás hecho –gruñó.

–Soy actor. Solo trabajo temporalmente como portero.

–Pues espero que seas mejor actor que portero o no vas a tener una carrera muy larga.

–De todas formas, solo soy portero para los inquilinos.

–Y eso es exactamente lo que seré yo en cuanto deshaga mis maletas.

–No, no eres inquilina. Tú y tus amigas sois solo invitadas de Tavish. Por cierto, ¿de dónde eres?

–De San Francisco.

–¿De San Francisco? ¿Y qué haces aquí en Nueva York?

–Trabajo en los hoteles Carrington. Espero convertirme pronto en la jefa de la costa Este.

–Un hotel, vaya. Así que Tavish ha invitado a su casa a una antropóloga que investiga algo sobre los clubes nocturnos, a una abogada y a una ejecutiva de hotel. Fabuloso. Veo que hay potencial para un buen cotilleo. ¿Cómo te llamas?

–Sam Baldwin.

–Yo me llamo Franco. Y me gusta tu nombre, Samantha…

–Prefiero que me llamen Sam.

–Vaya. Pero dime, ¿conoces algún chismorreo interesante?

–¿Qué clase de chismorreo?

–¿Es que no lees Vanity Fair, ni W?

–No.

–Entonces no me extraña que lleves ropa de ese color. Te prestaré mis revistas.

–¿Qué tiene de malo el color de mi ropa? –preguntó, mientras la miraba.

–Para empezar, debes llevar cosas más llamativas, para que tus ojos contrasten más.

–No estoy segura de que quiera que mis ojos contrasten más –dijo, mientras caminaba hacia el ascensor–. En fin, tengo que dejarte. Ha sido un placer hablar contigo, pero me esperan para cenar.

–Sí, lo sé. Han encargado comida china. Qué previsible. Sugerí que probaran la comida griega, pero no me escucharon. A fin de cuentas quién soy yo. Solo alguien que lleva años viviendo en esta zona… Pero, ¿seguro que no conoces ningún chismorreo bueno?

Sam lo pensó durante un segundo, mientras metía las maletas en el ascensor.

–Bueno, de hecho… Hay cierta actriz que siempre se registra como señora McGrath. Esta semana está en el hotel.

–Dios mío. ¿Mónica Marbury está en la ciudad? Seguro que quiere hablar con Bernard Díaz sobre su papel de Josephine en la película que va a hacer sobre Napoleón.

Samantha se quedó asombrada. No imaginaba cómo podía haber sabido que Mónica Marbury utilizaba el apellido McGrath para pasar desapercibida. Y se sorprendió aún más cuando sacó un teléfono móvil para llamar a alguien.

–Franco, no puedes revelar tu fuente.

El portero no hizo caso.

–Hablo en serio.

–No te preocupes, seré discreto. Y gracias.

Sam entró en el ascensor y pulsó el botón del sexto piso. Nunca violaba la política de privacidad del hotel, y por una vez que lo había hecho, se había encontrado con un portero decidido a vender la información.

Pero se dijo que tal vez estuviera demasiado preocupada por el efecto de su encuentro con Josh Crandall. Después de ver la sala de reuniones y de decidir que usaría el equipo técnico del hotel, habían mantenido una reunión sorprendentemente agradable y productiva. Su seminario estaba previsto para la semana siguiente.

Se había comportado perfectamente bien, y ahora que ya no se encontraban en lados opuestos, Samantha había tenido ocasión de observarlo con más detenimiento. Era un hombre atractivo y maduro, y un gran trabajador.

En un par de ocasiones lo había sorprendido mirándola y había sabido de inmediato que no estaba pensando precisamente en los seminarios. Sospechaba que recordaba cierta noche, en Chicago, que ella también recordaba. Los detalles físicos habían sido más que placenteros, pero Sam se había sentido muy decepcionada al observar que Josh había perdido el interés en ella en cuanto había comprobado que podía seducirla.

Sin embargo, parecía que volvía a estar interesado en ella. Conocía bien aquella mirada. La había observado antes en muchos otros hombres, a los que siempre respondía con una mirada fría.

Suspiró y se dijo que, de todas formas, ella no estaba interesada en él.

Por fin, se encontró ante la puerta del apartamento y se dispuso a llamar, porque no tenía llave. A.J. había quedado encargada de hacer copias para todas. Sin embargo, la puerta del apartamento 6ºB se abrió en aquel instante y se encontró ante una mujer de aspecto peculiar.

–Ah, ya estás aquí –dijo la mujer, que llevaba una bata de color rosa–. Tavish me dijo que tenía tres invitadas. Pero permíteme que me presente, soy la señora Higgenbotham.

–Encantada de conocerte. Yo soy Sam Baldwin.

–¿Sam?

–Samantha. Pero prefiero que me llamen…

–Bonito nombre. Por cierto, este es Cleo.

Sam miró a su alrededor, pero no vio a nadie. Entonces vio un perro en el suelo. Tenía el mismo pelo blanco de su dueña.

Tras despedirse de la vecina, Samantha entró por fin en su casa.

–Hola, Sam –la saludó Claire–. Hemos oído que estabas hablando con la vecina. Pero pasa, te estábamos esperando. A.J. ha pedido comida.

Sam la siguió y miró a las dos mujeres que acababa de conocer aquel mismo día.

–¿Ya has conocido a la vecina del perro? –preguntó A.J.

–Sí. ¿Hay más vecinos?

–Solo mi amiga Petra, que vive en el piso contiguo. Pero ahora se encuentra en las Bermudas –respondió Clarie.

–Dile a Sam lo que hace Petra, Claire –dijo A.J.

–Es escultora.

–Pero no le has dicho lo que esculpe…

–Hombres.

–Y dile a Sam qué tipo de…

–¡Desnudos! Esculpe a hombres desnudos –dijo Claire, incómoda–. ¿Te parece bien?

–A mí me parece perfecto –dijo Sam.

–Y yo no tengo ninguna objeción –dijo A.J.

Las tres mujeres comenzaron a reír, y en aquel instante, Sam supo que estaba en casa.

 

 

Una hora y dos pedazos de tarta más tarde, Sam y sus compañeras ya se apreciaban tanto como para ponerse a hablar sobre relaciones. Ninguna de ellas estaba saliendo con nadie, y como no tenían un buen tema de conversación, se centraron en la extraña relación de Sam con Josh Crandall.

–De modo que hubo algo entre vosotros –dijo A.J.

–No, fue un simple error.

–¿Quién terminó la relación?

–Él –respondió ella, con la boca llena de tarta de chocolate.

–Vaya.

Samantha se alegró de poder hablar de ello. Nunca había hablado con nadie sobre lo sucedido, porque sus hermanas estaban demasiado ocupadas con sus propias vidas y su madre habría sido capaz de denunciarlo solo por eso.

–Pensé que lo había superado, pero debéis entender que es muy fácil sentirse atraída por Josh, a pesar de todo. Os contaré lo de la convención COM.

–¿Qué es eso?

–La Convención de Ortodoncistas del Medio Oeste. Fue después del trabajo. Estaba decidida a demostrarle que había olvidado lo que había pasado aquella noche. Además, quería que la convención saliera bien y deseaba hacer un gran trabajo. Soy la mejor en eso. Pero no eligieron a los hoteles Carrington.

–¿Por qué? –preguntó Claire.

–Pues veréis. Sabía que el presidente de la convención tenía ciertos problemas legales y le presenté un programa muy detallado y sencillo para no complicarle más la vida. Pero entonces, intervino Josh.

–¿Y qué hizo?

–Se dirigió a las personas que habían denunciado al presidente y se propuso como mediador para solucionar el problema –explicó, mirando a A.J–. ¿Eso es legal?

–Sí, lo es.

–Da igual. De todas formas, ya es agua pasada. El presidente de la convención quedó tan agradecido con él que naturalmente eligió a los hoteles Meckler no solo para la conferencia de aquel año, sino también para las de los cuatro años siguientes. Y yo tuve que explicar a mis clientes que no solo habíamos perdido la convención, sino que no podríamos conseguirla en cuatro años más.

–Oh.

–Además, y digas lo que digas, estoy segura de que Josh hizo algo ilegal. Se salió con la suya. Siempre lo hace. Y en aquella época, yo creía sentir algo por él…

–¿Aún lo sientes?

–No, ahora lo desprecio.

–Mmm –murmuró Claire–. Tengo la impresión de que no sabes lo que sientes por él.

–Claro que lo sé. Decidí odiarlo.

–¿Has hablado con él sobre ese tema?

–No, nunca.

–Pues sería interesante que lo hicieras.

–No puedo. Eso fue hace casi dos años.

–¿Y todavía te persigue? –preguntó A.J.

–No me persigue. Este negocio es muy pequeño y todos nos encontramos más tarde o más temprano.

–Ya –dijeron las dos mujeres al unísono, sonriendo.

–¿Ya, qué?

–Yo diría que tienes novio –dijo Claire.

–Se suponía que debíais apoyarme… Josh me gusta, pero no conseguirá nada de mí.

–No lo entiendo –dijo A.J.

–Yo creo que sí –dijo Claire–. Samantha le expuso sus emociones y se sintió vulnerable. Pero él no hizo lo mismo y ahora tiene poder sobre ella. Es decir, su relación está desequilibrada porque él sabe lo que ella siente.

–Lo que sentía –puntualizó Sam.

–Sea como sea, tú no sabes lo que sentía él. O más bien, lo que siente.

–Mira, creo que no me habéis entendido. Él no siente nada. Solo me utilizó para obtener lo que quería.

–Veamos, cómo podría decirlo… –intervino A.J–. Aunque eso fuera cierto, no ha dejado de utilizarte.

–No, no lo ha hecho.

–Entonces la solución es sencilla. Gánatelo y después abandónalo sin más.

–No tengo intención de…

–Hazlo –insistió Clare–. Al final él te dirá lo que siente y la relación estará equilibrada.

–Estoy impresionada, Claire –dijo A.J–. ¿Has aprendido todo eso con la antropología?

–No, lo he aprendido siendo una mujer, nada más.

–Pues tal vez tengas razón –dijo Sam–. Aunque no va a resultar tan fácil…

–Ponte la falda que te pusiste para convencer a Tavish –propuso A.J.

–Sí, es verdad, él y los dos agentes de Bolsa se quedaron muy impresionados.

–No sé si hacerlo –dijo Sam–. Los hombres se comportan de forma extraña con esa prenda.

–Nos contaste que procedía de una isla lejana y que habían hecho una especie de sortilegio para que atraiga a los hombres. Pero, ¿cómo la conseguiste tú? –preguntó A.J.

–En una boda. Siempre pasa de una mujer a otra en las bodas.

–Entonces, ¿solo funcionaría contigo?

–No lo sé. ¿Queréis que os la preste para ver si funciona con vosotras?

–¿Es posible? –preguntó Claire.

–Por mí no hay problema.

–Es curioso. Yo tengo una falda que es prácticamente igual –dijo A.J.

A.J. se levantó, caminó hacia su dormitorio y regresó con una falda negra.

Samantha sonrió. Era obvio que sus compañeras de piso habían estado discutiendo sobre la falda cuando ella no estaba.

–Las damas de honor de la boda también llevaban faldas como esa. Creo que hace unos meses publicaron un artículo en una revista, sobre el tema. Tal vez podríamos buscarlo y ver si podemos averiguar algo más.

–Lo buscaré yo –dijo A.J.

Sam se levantó para ir a buscar la falda supuestamente mágica. Como aún no había sacado sus cosas de las maletas, era la única prenda que se encontraba en el armario.

Al tocarla, sintió de nuevo aquella sensación suntuosa y se dejó llevar por el impulso de ponérsela. Después, se miró en un espejo, pero no notó nada especial. Solo era una mujer con una blusa de color crema y una falda negra.

Cuando volvió con sus amigas, preguntó:

–¿Qué os parece?

–No sé qué decir –respondió A.J.

–Yo tampoco –dijo Claire–. Es evidente que los hombres ven algo en ella que nosotras no vemos.

–En cualquier caso, gracias a la falda conseguimos el apartamento.

–Es cierto –dijo A.J.

–En tal caso, si queréis que os la preste en algún momento, solo tenéis que decírmelo. Pero hacedlo con tiempo…

Sam pensó que más tarde o más temprano se la pondría para probar su efecto en Josh. Y estaba deseando que llegara el momento.

Capítulo Cinco

 

–Averiguad todo lo que podáis sobre clientes potenciales, porque la primera labor en un trabajo de este tipo es comentar algo que se tenga en común. Hay que encontrar un nexo de alguna clase. Cuando se dispone de uno, se consigue una conexión emocional con el cliente. Y en cuanto se logra, perderlo es mucho más difícil.

Josh estaba hablando a los empleados del hotel. Era la primera vez desde hacía una semana que Sam lo veía, aunque habían charlado varias veces por teléfono.

Cuando Hennesey le había comentado que tanto ella como los otros candidatos debían asistir al seminario de Josh, se había sorprendido mucho. Había intentado no sentirse ofendida, pero se dijo que debía conocer el contenido de los seminarios de Josh si iba a tener que contratarlo en el futuro.

De modo que Sam estaba sentada en la sala desde las nueve en punto de la mañana. Harvey Wannerstein, en cambio, se había marchado a la hora de comer. En cuanto a Leonard Sheffield, el tercer candidato, se encontraba en una de las filas delanteras, tomando notas.

Sentía curiosidad por todo aquello. La marcha de Harvey parecía implicar que se sentía en un nivel más avanzado que el resto. Y la actitud de Leonard podía significar que todo aquello le resultaba nuevo, o que pretendía realizar algún análisis del seminario. En cualquier caso, Josh no había dicho nada que ella no supiera, aunque no podía negar que su técnica era buena y que tenía carisma.

A fin de cuentas, lo único que ella necesitaba aprender era otra cosa bien distinta: cómo arreglárselas ante competidores tramposos. Como Josh.

Sonrió, tomó la tarjeta que habían dado a todos los participantes para que escribieran preguntas y acto seguido se la dio a la persona encargada para que se la hiciera llegar a Josh.

 

 

Josh vio que Sam daba una tarjeta al monitor del seminario. Llevaba todo el día observándola. Había notado cuándo sonreía, cuándo tomaba notas y cuándo lo miraba. Aunque lo miraba todo el tiempo.

Se había fijado en que Wannerstein se había marchado de la sala y en que Sheffield no dejaba de apuntar todo lo que decía, pero sentía una enorme curiosidad por lo que Samantha pudiera estar pensando y deseaba ver qué había apuntado en aquella tarjeta. Tal vez fuera una invitación a cenar. O tal vez algún tipo de comentario crítico para atacar todo lo que había expuesto hasta el momento.

Le interesaba tanto que perdió el hilo del guión que había preparado, aunque nadie se dio cuenta porque solo lo conocía él. Pero le alegraba saber que Sam también estaba nerviosa. Tenía las piernas cruzadas y no dejaba de mover uno de los pies con nerviosismo.

Josh no podía apartar la vista de ella. Se había puesto una falda, a propósito, a sabiendas de que tenía unas piernas largas y muy bonitas. Sabía cómo aprovechar su atractivo y lo hacía de forma altamente eficaz. Más de una vez, Josh había pensado que solo le faltaba vestirse de forma algo más provocativa para resultar imbatible. Pero Sam no era así.

Intentó dejar de pensar en ella y siguió hablando.

–Cuando hayan establecido ese nexo al que me refería, deben cuidar el lenguaje corporal. De ello hablaré en otro momento. Ahora, fíjense en las ilustraciones. A la izquierda tienen un vendedor. Vean al cliente. Tiene las piernas cruzadas y está recostado en su asiento. El vendedor ha adoptado una posición casi idéntica, porque está estableciendo una conexión subliminal entre ellos. De ese modo el cliente se sentirá cómodo y ni siquiera sabrá por qué.

Cuando volvió a mirar a Samantha, vio que se estaba abanicando como una dama sureña en una cálida tarde de verano. Pocos segundos después descubrió por qué lo estaba haciendo. No tenía calor. Había decidido ilustrar lo que él mismo acababa de decir de un modo muy sencillo: varias personas de la sala la imitaron y comenzaron a abanicarse a su vez.

Era muy inteligente. Ella conocía todo lo que estaba diciendo y en realidad no tenía sentido que se encontrara allí. A no ser que estuviera analizándolo.

Entonces, se preocupó. Era su primer seminario. Un trabajo muy importante porque si salía bien podría utilizar a los hoteles Carrington como referencia. Se preguntó si estarían aprendiendo algo, si lo estaban encontrando divertido y cuándo había sido la última vez que se habían reído con una de sus gracias.

Empezó a sentirse nervioso y todo era por culpa de aquella sirena de largas piernas que llevaba una blusa con un escote en forma de uve. Josh podía imaginar lo que ocultaba aquella prenda. O más bien, podía recordarlo. Había tenido la ocasión de quitarle el sostén y de acariciar sus senos, pero todo había terminado poco después.

Josh se había dado cuenta, en aquel preciso instante, de que Samantha no estaba jugando. Había estado a punto de hacer el amor con él, pero para ella no era un juego, era algo muy serio.

Hasta entonces, nadie se había comportado con él de aquel modo. Aunque por otra parte, se dijo que tal vez no les había dado la oportunidad de hacerlo. Sin embargo, Sam era diferente. Y no había querido que fuera diferente. Siempre había deseado que fuera como las demás, que solo pretendiera establecer una relación sencilla y superficial.

De forma involuntaria, volvió a mirar a la mujer que ocupaba sus pensamientos y le pareció todo un secreto, complejo y profundo.