Un legado mágico - Heather Macallister - E-Book
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Un legado mágico E-Book

Heather Macallister

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Beschreibung

Samantha Baldwin detestaba perder, y nunca lo hacía... a menos que el sexy Josh Randall estuviera relacionado con el asunto. Así que, cuando se enteró de que, una vez más, Josh había aparecido para arruinar su vida profesional, Samantha decidió que había llegado el momento de jugar sucio. Su plan consistía en conseguir un ascenso a través de la seducción; para ello se serviría de una falda que era un auténtico imán para los hombres. Pero, para su sorpresa, el único hombre al que Samantha atraía era a Josh. Y la química que había entre ellos continuaba incluso después de que ella se hubiera quitado la falda. La solución a sus problemas estaba en una falda...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Heather W. Macallister

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un legado mágico, n.º 1184 - diciembre 2017

Título original: Skirting the Issue

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-9170-499-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

No había nada como una boda para que una soltera valorara sus opciones. Y Samantha Baldwin tenía opciones. De hecho, en aquel momento se escondía de una de ellas.

–¡Sam! Estás aquí…

La mujer se estremeció. No sabía cómo la había encontrado.

–La novia está a punto de arrojar el ramo.

–Gracias por avisarme.

Escondida tras la palmera que ocultaba el pasillo que llevaba al cuarto de baño, Sam acabó su copa de champán y pidió otra a un camarero que pasaba en aquel instante.

–Si tienes las manos llenas, no podrás atrapar el ramo –dijo Kevin, con una sonrisa.

Kevin era su novio, un veterinario rubio e impresionante de ojos azules, que la había acompañado desde San Francisco a Seattle para asistir a la boda a pesar de que ella había insistido en que no lo hiciera.

Sam lo miró y dijo:

–Las copas son pequeñas y además ni siquiera están llenas del todo.

–Solo quiero que estés dispuesta y alerta.

Sabía que se suponía que debía preguntar por qué quería que estuviera dispuesta y alerta. Pero conocía la respuesta. Diría que debía estarlo para recoger el ramo, ella preguntaría al respecto y él continuaría hasta llevar la conversación a un extremo que no le habría gustado en absoluto.

Con Kevin imaginaba dos futuros posibles. En uno veía una casa de verja blanca, con muchos niños. Pero en el otro, veía una vida de éxitos profesionales en Nueva York, con mucha gente aplaudiendo. Y entre la audiencia, se encontraba la madre de Sam.

Kevin la tomó del brazo y la llevó hacia la sala de baile.

–Cuánta gente –dijo él.

–No pueden ser invitados…

Sin embargo, lo eran. Todos se habían reunido alrededor de Kate y de sus damas de honor, Chelsea, Gwen y Torrie. Las tres eran amigas de Sam, de la universidad, y se habían casado recientemente. Estaban tan contentas que al verlas con sus maridos sintió envidia; se miraban entre ellos con evidente amor. Entonces, miró a Kevin y vio que él la estaba mirando del mismo modo. Era un buen hombre. Tenía un gran sentido del humor, jugaba muy bien al póquer y era perfectamente capaz de marcharse de un cine si no le gustaba la película.

Sabía que debía amarlo, pero no lo amaba. O al menos, no tanto como para renunciar al trabajo que le habían ofrecido en Nueva York, o para pedirle que la esperara. A fin de cuentas cabía la posibilidad de que obtuviera el puesto y se convirtiera en directora de ventas de la cadena de hoteles Carrington. En tal caso no tendría más remedio que mudarse a la gran manzana y Kevin tenía su propia vida en San Francisco, donde poseía una clínica veterinaria.

Además, merecía estar con alguien que lo amara de verdad.

Apretó el brazo del hombre y él sonrió. Sam sintió cariño por él y una cierta irritación por no sentir nada más.

Había decidido asistir sola a la boda para poder pensar, pero Kevin la había sorprendido y se había empeñado en acompañarla. Ella había intentado disuadirlo diciendo que la distancia aumentaba el amor, pero él respondió que cuando el gato se va, los ratones juegan.

Justo entonces, Kevin la llevó hacia el increíblemente agresivo grupo de mujeres que se apretujaban para conseguir una buena posición y recoger el ramo de la novia. Después, la besó en la mejilla y se alejó.

Unos segundos después, la radiante Kate buscó con la mirada a su marido, que hizo un gesto al director de la orquesta para que dejara de tocar. Acto seguido, anunciaron que la novia no iba a arrojar un ramo de flores, sino una falda.

Sam sonrió. Había oído hablar mucho de aquella falda. Según Kate y sus damas de honor, todas la habían llevado puesta cuando conocieron a sus maridos. Y al parecer, el rumor se había extendido: el anuncio puso aún más nerviosas a las solteras.

Kate dio un paso adelante, inspiró y arrojó la falda. Poco después, la prenda comenzó a descender despacio, ligeramente empujada por el aire acondicionado, hacia el punto donde se encontraba Sam.

Todas las mujeres intentaron atraparla y ella hizo lo que pudo por defenderse del súbito ataque. Trastabilló, tropezó con una silla y cuando intentó agarrarse a algo para no caerse, se encontró con la falda en las manos. Cuando se dio cuenta de lo que había sucedido, estaba sentada en el suelo.

–¡Bravo! ¡Lo has conseguido! –exclamó Kevin, mientras se acercaba hacia ella.

–No tenía intención –dijo.

Sin embargo, nadie oyó su comentario. Y si lo hubieran oído, no la habrían creído.

Kevin intentó ayudarla, pero ella se levantó por su cuenta.

En aquel momento, Gwen, una de las damas de honor, se acercó.

–Hola, Sam. Esperábamos que fueras tú quien recogiera el ramo –dijo, sonriendo a Kevin.

Kevin sonrió a su vez en gesto de complicidad.

–Kate me ha enviado para asegurarse de que conoces las reglas de esa falda –continuó Gwen.

–¿Es que hay reglas?

–Por supuesto. Reglas y una advertencia. Su efecto es muy rápido.

–¿El efecto de las reglas o de la advertencia?

Gwen rio.

–Yo me puse la falda días después de Navidad y me casé el día de San Valentín.

Sam la miró y pensó que habría sido una experiencia horrible, pero no dijo nada.

–¿Qué efecto tiene? –preguntó Kevin.

–Atrae a los hombres.

Kevin frunció el ceño.

–Tranquilos. Solo atrae al amor verdadero –explicó Gwen.

–¿Y qué pasa si ya conoce a su amor verdadero? –preguntó Kevin.

–Entonces, sabrá si es verdad –respondió con una sonrisa–. Yo ya conocía a Alec antes de ponerme la falda, pero después supe con total seguridad que estábamos hechos el uno para el otro.

Alec se acercó en aquel momento. Tomó por la cintura a su esposa y dijo:

–Además de la falda, llevabas cierto jersey rojo. Me gusta ese jersey.

–Sea como sea, cuando encuentres al hombre adecuado, lo sabrás. Pero después, tendrás que pasar la falda a otra mujer.

Gwen se marchó segundos después con su marido. Entonces, Sam miró la falda y acto seguido miró a Kevin. Ella no necesitaba la prenda para saber si aquel era el hombre de su vida. Ya conocía la respuesta.

Capítulo Uno

 

Samantha pensó que el verano en Nueva York era maravilloso. Pero se dijo que sería mucho mejor si consiguiera encontrar un apartamento. En comparación con la Gran Manzana, los precios de San Francisco casi resultaban baratos.

Sin embargo, aquel día estaba decidida a encontrar lo que buscaba.

Dejó un informe en recepción y se dirigió hacia los ascensores para dirigirse al magnífico vestíbulo de la sede central de Carrington, en Manhattan.

Justo cuando se acercaba, vio que un hombre acababa de entrar en un ascensor cuyas puertas comenzaban a cerrarse. Era un hombre alto. Ella era una mujer alta y se fijaba siempre en esas cosas. Caminaba con una confianza que le resultaba vagamente familiar y llevaba una chaqueta elegante, pero deportiva, parecida a las que se ponía Josh.

Se quedó helada y se dijo que no podía ser él. No podía ser Josh Crandall, latiguillo del circuito de convenciones de ventas y enemigo número uno de Samantha.

Todavía alterada, entró en otro ascensor y pulsó el botón de la planta baja. Josh Crandall pertenecía al pasado. Pensó que seguiría trabajando para los hoteles Meckler, mientras ella, que siempre se había enorgullecido de trabajar de forma justa y honesta, estaba a punto de convertirse en la jefa de ventas para la costa Este de Carrington.

Cuando salió del hotel, cruzó la calle 42 para dirigirse a la oficina de correos. Desde su llegada, estaba viviendo en una habitación del Manhattan Carrington. Ya habían pasado dos semanas, y aunque tenía descuento por ser empleada de la empresa, los precios del hotel eran demasiado altos como para permanecer allí todo el verano.

Al entrar en la oficina de correos vio que había cola. No le extrañó porque a fin de cuentas era media mañana, pero de todas formas sabía que en Nueva York siempre había colas en todas partes y que debía acostumbrarse a ello.

Calculó que tardaría unos veinte minutos en llegar a la ventanilla y se abanicó un poco con la bolsa que llevaba. En su interior, estaba la falda. Era una falda negra, bastante normal, que le quedaba ligeramente por encima de las rodillas. Sin embargo, tenía una característica curiosa: parecía hecha a su medida.

No le había prestado ninguna atención, aunque se la había puesto poco después de la boda ante la insistencia de Kevin. En todo caso, su relación había terminado. Samantha le había anunciado que se marchaba a trabajar a Nueva York y él ni siquiera se mostró dispuesto a acompañarla. No estaba dispuesto a hacer ningún sacrificio. Bien al contrario, se molestó porque pensaba que era ella quien debía hacerlo.

En aquel momento oyó un sonido en la cola de la oficina de correos y de inmediato regresó a la realidad.

Respiró profundamente y dejó de pensar en Kevin. Ahora estaba en Nueva York y tenía intención de devolverle la falda a Kate, aunque su padre le había propuesto algo más radical: que la quemara e hiciera un favor a todas las mujeres del mundo.

De todas formas tenía problemas más importantes en los que pensar. Aún no había obtenido el puesto de trabajo y tal vez no lo consiguiera. Había cuatro candidatos para el trabajo. Uno de ellos había renunciado, de manera que solo quedaban Samantha y dos hombres. Al saberlo, su madre le había dado unos cuantos consejos sobre lo que debía hacer. Ella se había comprometido de forma muy militante en el movimiento por la liberación de la mujer y consideraba a Sam, la menor de sus cuatro hijas, un arma más en la guerra de los sexos.

Pero Samantha estaba perfectamente dispuesta a convertirse en un arma. Además, al ser la más pequeña de sus hermanas, su madre no le dedicaba muy a menudo una atención tan intensa, y había disfrutado mucho hablando con ella.

Durante la semana anterior, los jefes de sección de varios hoteles de la costa Este se habían reunido en la sede central de Carrington, situada cerca de Times Square. Sam y dos compañeros de trabajo habían asistido a las reuniones y por supuesto había aprovechado la ocasión para hacer contactos y familiarizarse con el medio y resultar simpática, como le había recomendado su madre. Sam no era persona que diera demasiadas confianzas. Aunque no todos opinaban lo mismo. Josh Crandall, por ejemplo, siempre la había tomado por una provocadora.

La cola se movió un poco y Sam avanzó. En todo caso, ya había llegado el gran día. Los responsables del hotel estaban convocados a una reunión en la que analizarían los currículum de los candidatos. El de Samantha no podía ser mejor. Solo tenía dos manchas, y ambas habían sido cortesía de Josh Crandall y de hoteles Meckler.

Cerró los ojos. Pensar en aquel hombre bastaba para estremecerla. Después, echó un vistazo a su alrededor, casi esperando ver su pelo negro y su sonrisa perfecta, que tanto odiaba.

Entonces, se fijó en un par de hombres de una cola cercana. Se encontraban detrás de ella, pero se estaban acercando por su cola avanzaba más deprisa. Uno de ellos llevaba un montón de tarjetas y el otro estaba poniendo sellos en ellas.

–Tavish, todos los años haces lo mismo. Esperas hasta el último momento para enviarlas –dijo uno de los hombres.

–Da igual, siempre encuentro inquilino.

–Pero ni siquiera los investigas…

–Prefiero elegirlos por instinto.

–Ya, pues algún día el instinto te va a fallar y encontrarás destrozado tu apartamento.

–En ese caso, aprovecharé para redecorarlo. Empiezo a estar cansado de ese tono de verde.

Si le hubieran preguntado, Sam les habría contado todo lo que hubieran querido saber sobre los tonos que iban a estar de moda ese año. La cadena Carrington iba a construir un nuevo hotel en Trenton y Samantha había estado leyendo los informes del grupo de decoradores.

–Además, siempre estás enviando tarjetas. ¿No sabes que existe el correo electrónico?

–Sí, pero nunca me quedo con sus direcciones.

–Ni ellos con las tuyas.

–Por eso les envío las tarjetas.

La cola de Sam comenzó a moverse y durante unos minutos estuvo demasiado lejos de los dos hombres y no pudo oír lo que decían. Pero al cabo del rato, volvieron a su altura.

–¿No fuiste a un safari hace un par de años?

El hombre llamado Tavish rio.

–Pero hay safaris y safaris.

–Ya. Pero un elefante es un elefante.

–Es posible. Sin embargo, tal vez no sepas que Mona Virtue formará parte del grupo

–Ah.

Los dos hombres rieron.

–Tienes mucha suerte…

–De eso, nada. Me busco la suerte –puntualizó Tavish, blandiendo una de las tarjetas.

–Sí, debo admitir que eso de rifar el apartamento de Central Park es una idea genial.

–Gracias.

Sam ya no estaba prestando demasiada atención a la conversación de los hombres, pero al oír la mención del apartamento, su interés renació.

–Y ni siquiera tienes que poner anuncios.

–En efecto.

–Por cierto, ¿no has quedado con ellos a las doce, para enseñarles el piso?

Los dos hombres rieron y Samantha también, porque ya eran las doce y media.

–Sí, pero esperarán.

Samantha supo en aquel instante que podía estar cerca de la solución a sus problemas. Un apartamento que se realquilaba. Sabía que en Nueva York la legislación era muy estricta con esos asuntos y que realquilar un piso sin los permisos oportunos era algo ilegal, pero necesitaba una casa y no quería complicarse la vida con preguntas fuera de lugar.

Justo entonces, un individuo que intentaba colarse, golpeó a uno de los hombres sin querer.

–Eh, ten cuidado…

Al apartarse, dejó caer algunas de las tarjetas. Sam se agachó y tomó la más cercana con intención de devolvérsela, pero en la conmoción del momento no pudo hacerlo. En la tarjeta decía que el tal Tavish McLain iba a pasar todo el mes de junio en un safari y que en julio viajaría a Italia. También decía las direcciones donde se le podía localizar.

En una de las esquinas de la tarjeta había una dirección de Nueva York. Samantha pensó que debía ser la dirección del apartamento que pretendían realquilar y se dijo que era su día de suerte.

Así que se guardó la tarjeta, salió de la oficina de correos y tomó un taxi. Si aquel individuo estaba decidido a rifar el realquiler como si fuera la lotería, ella estaba dispuesta a participar en el juego.

 

 

El trayecto en taxi le costó más dinero del que se podía permitir, pero Sam no quiso pensar en ello. Cuando llegó a su destino, bajó del vehículo y caminó hacia la dirección.

Era un barrio bastante elegante. Todos los portales tenían un portero, con una única excepción: la casa, precisamente, a la que se dirigía. Sin embargo, se dijo que tal vez estuviera en otra parte, ocupado con alguna de las labores que desarrollaban los porteros.

Nada más entrar, vio a un hombre en el mostrador del vestíbulo. Al verla, preguntó:

–¿Cuál es la contraseña?

Samantha se quedó helada. Pensó que tal vez no iba a tener tanta suerte como creía.

–¿No sabes la contraseña? –volvió a preguntar.

Sam sacó la tarjeta y respondió:

–Solo tengo esto.

–Así que vienes por lo del apartamento. Llegas tarde.

–Lo sé, pero Tavish no dijo nada de ninguna contraseña.

El hombre la miró con detenimiento antes de volver a hablar.

–Está bien, me gustas. Puedes pasar.

–Gracias…

Sam decidió entrar a toda prisa en el ascensor al oír que alguien más acababa de entrar en el vestíbulo. Justo antes de que se cerraran las puertas, oyó que el individuo del mostrador preguntaba:

–¿Cuál es la contraseña?