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NI FRÍVOLA, NI ALTIVA. EMPERATRIZ CON VOZ PROPIA Durante años, Eugenia de Montijo fue reducida al estereotipo de la emperatriz frívola y caprichosa, símbolo de una corte entregada al lujo. La mirada patriarcal la culpó del ocaso del Segundo Imperio francés y la relegó al papel de adorno junto a Napoleón III. Pero esta biografía revela a una mujer muy distinta: culta, políglota y decidida, que influyó en la política europea y defendió causas como la educación femenina y la independencia de criterio. Inteligente y orgullosa, supo moverse entre la diplomacia y la apariencia, entre el poder y el prejuicio. Una historia apasionante que desmonta mitos y muestra a Eugenia no como símbolo de decadencia, sino de resistencia: la mujer que, en el escenario más brillante de su tiempo, reclamó el derecho a pensar y decidir por sí misma.
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Seitenzahl: 193
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
NI FRÍVOLA, NI ALTIVA. EMPERATRIZ CON VOZ PROPIA
I. LA FORJA DE UNA EMPERATRIZ
II. LA MADRE DE FRANCIA
III. UN FUTURO MÁS ALLÁ DEL MAR
IV. ESPLENDOR Y GLORIA
V. DIGNA HASTA EL FINAL
VISIONES DE EUGENIA DE MONTIJO
CRONOLOGÍA
© Ana María Velasco Molpeceres por el texto
© Elisa Ancori por la ilustración de cubierta
© 2021, RBA Coleccionables, S.A.U.
Diseño cubierta y portadillas de volumen: Luz de la Mora
Diseño interior: tactilestudio
Realización: Editec Ediciones
Asesoría narrativa: Ariadna Castellarnau Arfelis
Asesoría histórica: Sara Casamayor Mancisido
Fotografías: Wikimedia Commons: 158, 160, 161.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
Primera edición en libro electrónico: diciembre de 2025
REF.: OBDO886
ISBN: 978-84-1098-780-7
Composición digital: www.acatia.es
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
NI FRÍVOLA, NI ALTIVA. EMPERATRIZ CON VOZ PROPIA
Eugenia de Montijo fue la emperatriz de los franceses y una de las mujeres más poderosas e inteligentes de su época, sin embargo, muchas veces solo se la recuerda por sus curiosos ojos azules, del color de las violetas, o por su triste vida. Son varias las canciones que reducen su figura a la de una mujer desdichada en amores y mucha la propaganda que la acusaba de intrigante y seductora. Pero Eugenia fue mucho más que una bella dama que se casó con el último emperador de Francia: Napoleón III, sobrino del primer Bonaparte. Esta poderosa mujer, nacida en Granada, fue regente de Francia en tres ocasiones, participó activamente en la política del Segundo Imperio y logró convertir el París de mediados del siglo XIX en la potencia cultural del momento.
«Qué pena, pena», se lamenta una conocida copla sobre su vida, a modo de conclusión, obviando todos sus logros. Pero, aunque sus últimos años estuvieron marcados por la derrota de la guerra franco-prusiana y por el exilio, la vida de Eugenia de Montijo fue determinante para la historia de Europa del siglo XIX. Sin ella, el mundo habría sido muy diferente y quizá el recuerdo que guardaríamos de la Francia del Segundo Imperio, sinónimo de esplendor y modernidad, sería otro muy distinto, acaso menos rutilante. Sin embargo, como la historia la escriben los vencedores, y demasiado a menudo desde un registro patriarcal que tiende a desmerecer o a ocultar las figuras femeninas relevantes, su memoria nos llega envuelta en brumas.
Eugenia fue víctima de una enorme campaña de desprestigio durante el tiempo que llevó la corona. Se la acusó de frívola y de manipuladora, de haber conquistado al emperador con el único afán de escalar socialmente, de ser una mujer frígida a la que su esposo burlaba con amantes, de estéril o casi, incapaz de alumbrar hijos para Francia. También se le echó en cara su condición de extranjera y quizá por ello Eugenia siempre se sintió muy cercana a María Antonieta, quien fue condenada y vilipendiada por su origen austríaco. Debió de sentirse muy sola en Francia, prácticamente sin apoyos dentro de la familia Bonaparte y siempre en el punto de mira. Es cierto que la gente celebraba su belleza, su estilo, su elegancia, pero desde luego sus talentos iban mucho más allá de la apariencia. Eugenia poseía inteligencia, firmeza moral y un alto sentido de la dignidad personal. Sabía qué obligaciones comportaba el cargo de emperatriz y las cumplía con todas las herramientas que tenía a su alcance. Organizaba bailes y recepciones donde ejercía de perfecta anfitriona, siempre atenta a las sutilezas de la diplomacia; acudía a los barrios más miserables de París para visitar hospicios y encargarse personalmente de las labores sociales, y se entrevistaba con líderes internacionales con el objetivo de lograr la mejor salida política para Francia, aquella que no implicara ningún derramamiento de sangre. Con algunos de ellos, como fue el caso de la reina Victoria, trazó una íntima amistad basada en la admiración y el respeto mutuo que se prolongaría durante toda su vida.
Y no acaban aquí sus méritos. Interesada en la política desde su juventud, en particular por las ideas socialistas, Eugenia de Montijo alentó la investigación científica, en especial a Louis Pasteur, promovió la igualdad femenina reclamando puestos de autoridad y premios para creadoras destacadas, como Rosa Bonheur o George Sand, así como favoreció la educación de las mujeres, incluso de las más humildes. También contribuyó a la promoción de la industria gala, tanto de la moda, convirtiéndose en el escaparate de la que iba a ser la alta costura, ideada por Charles Frederick Worth, como de los vinos y otras artes y artesanías que tanto hicieron por convertir a Francia en la potencia continental más importante de la segunda mitad del xix.
La influencia de Eugenia de Montijo se extendió más allá de las fronteras del Imperio. El momento cumbre de su vida, aquel en el que pudo cobrarse la revancha ante sus incansables detractores, fue tal vez la inauguración del canal de Suez, en 1869, una obra faraónica de la que fue la principal impulsora y que permitió demostrar que la emperatriz tenía voz más allá de su marido y una lúcida visión sobre el futuro. Pero las glorias son efímeras y la memoria de la gente, frágil. El desastre de la intervención francesa en México, que acabó en 1867 con el fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo, al que Napoleón III había puesto en el inestable trono mexicano, y la derrota ante Prusia de 1870 avivaron los odios del pueblo francés contra la figura del emperador. Y de esta escalada de rabia y frustración, quien salió especialmente malparada fue Eugenia. De nuevo un paralelismo con María Antonieta, a la que también se hizo responsable de una mala gestión que llevaba fraguándose desde lejos. Eugenia llevó la regencia durante el tiempo que duró la guerra contra Prusia con firmeza, pese a que la situación era desesperada y París un hervidero que hacía prever el peor desenlace. Mientras su esposo y su hijo estaban en el frente, ella dejó a un lado sus temores de madre y preparó la nación para una posible invasión del enemigo. Eugenia siempre se debió a su pueblo, a los franceses, y jamás pensó en huir y dejar el Gobierno huérfano. Por mucho que la admirara, no estaba dispuesta a seguir el ejemplo de María Antonieta en ese punto.
No obstante, las circunstancias terminaron arrastrándola. El ejército francés cayó ante las fuerzas prusianas lideradas por el mariscal Helmuth von Moltke y Eugenia se vio obligada a escapar a Londres mientras su esposo era hecho prisionero. ¿Qué pensamientos debieron de pasar por su mente mientras cruzaba el canal de la Mancha a bordo de un barco una fría mañana de septiembre del año 1870? Sin duda, se lamentaría de su suerte. Ella había permanecido firme hasta el último momento y así seguía, pues afirmaba que si bien eran muy desgraciados y la Providencia los aplastaba, era la voluntad que debía hacerse. Lo había perdido todo, por lo menos todo aquello por lo que ella y Luis tanto habían luchado. Pero ¿alguna vez la habían tomado en serio? ¿Alguna vez sus súbditos habían dejado de verla como a la mujer extranjera sospechosa de albergar las peores intenciones? La habían acusado de tantas cosas… De papista, por ser católica y defender la inviolabilidad del papa en Roma, de beata, de traidora a Francia, además de todos los ataques personales, los más difíciles de soportar. ¡Si hasta decían que era inculta, siendo una mujer que hablaba diversos idiomas, amiga de escritores como Mérimée y Stendhal!
Ciento cincuenta años después de los hechos, Eugenia de Montijo aún espera que se le haga justicia. Que se la despoje de todos aquellos epítetos nefastos con los que suelen representarse las figuras históricas femeninas que han osado tener relevancia social o política: interesada, manipuladora, pasional, sentimental, irracional y tantos otros defectos injustamente atribuidos. Estos tópicos, que han ido falseando su figura y borrando su grandeza y su importancia en la historia, son fáciles de desmentir, aunque apenas ha habido interés en hacerlo. Quizá solo al final de sus días, cuando el pueblo francés empezaba a olvidar los tiempos de Napoleón III, Eugenia logró algo de reconocimiento; aunque amargo, no obstante, porque vino motivado por su largo y discreto exilio y, en particular, por la muerte de su único hijo, su adorado Loulou, a manos de los zulúes durante la segunda guerra anglo-zulú, en 1879. Solo semejante tragedia pudo ablandar los corazones de sus antiguos súbditos, que acabaron por reconocerle su valor y su entereza.
Eugenia de Montijo fue una mujer que se guio por el honor y por el respeto a sus ideales. Sufrió mucho y gozó mucho. Pues, como ella misma dijo, relatando las circunstancias de su nacimiento, que se produjo el mismo día, un lustro después, de que Napoleón muriera: «Los antiguos habrían dicho que había venido a trastornar el mundo». En su larga vida, que casi le permitió recorrer un siglo entre 1826 y 1920, Eugenia pudo vivir ascensos y caídas, éxitos y fracasos, guerras sangrientas e incluso el fin, tras la Primera Guerra Mundial, de todos aquellos que habían causado su ruina. Al final, completamente sola, tras enterrar a su querida hermana Paca, a su marido y a su hijo, Eugenia siguió siendo valiente y honorable. Era una mujer pasional, y así se describía a ella misma ya muy joven, con apenas diecisiete años, tras ver cómo su pretendiente, el duque de Alba, acababa declarándose a su hermana: «Tengo el genio fuerte, es verdad; pero también, cuando se portan bien conmigo, se puede hacer de mí lo que se quiera. Pero que me traten como a un burro y me peguen delante de la gente es más de lo que puedo soportar. Me hierve la sangre y no sé lo que hago».
Y así obraba: con determinación y aplomo. No en vano, cuando su futuro esposo, Napoleón III, informó a las Cortes de su compromiso declaró que era una mujer a la que amaba y admiraba y les prometía que encontrarían en ella grandes cualidades del alma. Sobre todo, estaba convencido de que, si un día la nación corría peligro, ella se convertiría en una valiente defensora de Francia. Y no se equivocaba. Eugenia, convencida como estaba de que debía obrar al nivel de reinas como Blanca de Castilla y Ana de Austria —como le escribió a su hermana Paca incluso antes de su boda—, y segura de que «la adversidad me encontrará más firme y valerosa que la prosperidad», rigió su vida para honrar los privilegios y cumplir los deberes que el destino le había impuesto.
Y, como todo, lo hizo a su manera, sin ceder a los convencionalismos, sin traicionar su espíritu, ni su honor, desempeñando un papel fundamental en la política y la sociedad de su época. En su última fotografía, hecha poco antes de su fallecimiento en el palacio de Liria, se puede ver en sus ojos violetas la determinación y el peso de una vida que configuró el siglo XIX.
Ella sería como Napoleón, se forjaría su propio destino.
De Graná a París… cuánto mediaba, se decía Eugenia. Qué largo era el camino recorrido. Cuán diferente el horizonte, el futuro que la aguardaba, y qué lejos le quedaba Granada. No era la distancia lo que la preocupaba, ni tampoco era nostalgia aquello que la abrumaba, sino la consciencia de que su vida quedaba escindida en dos para siempre. Dejaba atrás la infancia y se iniciaba, de verdad, en la adultez y sus misterios. No era que sintiera miedo. Sabía que estaba destinada a la grandeza. Lo presentía. Sus ancestros se remontaban, por el lado paterno, a Guzmán el Bueno, el noble leonés que había preferido que matasen a su hijo antes que rendir Tarifa. Y, por parte de madre, que había inspirado a Próspero Mérimée la historia de la gitana Carmen, había que cruzar el mar hasta Escocia para hallar, en sus clanes más antiguos y poderosos, los nobles y remotos orígenes de su familia. No era de extrañar, pues, que Eugenia de Palafox Portocarrero y Kirkpatrick, apellidada de Guzmán, condesa de Teba y mejor conocida como Eugenia de Montijo, se sintiera llamada a dejar su huella en el mundo. Estaba escrito. Ella lo sabía. Lo había notado siempre. Y así había vivido: con el corazón templado, desde dentro, para elevarse como las llamas de una hoguera, con el magnetismo del fuego, ese que anidaba en su cabello y en su alma. Además de su sangre mestiza y noble, española y escocesa, apasionada y brava, había nacido en Granada, tierra de reinas, de corazones gitanos, orgullo árabe, tesoros y misterios. Eugenia se sentía emparentada en espíritu con Isabel la Católica, reina conquistadora, que había dado el condado de Teba a sus ancestros por su valiente actuación en la toma del reino, e Isabel de Portugal, la esposa de Carlos V, quien había gobernado España en las numerosas ausencias del emperador. Y hacia esas grandes mujeres volaban sus pensamientos aquel 30 de enero del año 1853, mientras las doncellas se apuraban a su alrededor ultimando los detalles de su espléndido atuendo de novia. Ese mismo día, con veintiséis años, se casaría en Notre Dame con el emperador de Francia: Luis Napoleón Bonaparte, Napoleón III.
Este matrimonio nacía de la fascinación que Eugenia había despertado, unos años atrás, en Luis. Pero la joven había tenido que salvar grandes obstáculos y sobreponerse a burdos rumores y a sonadas calumnias. Mademoiselle Eugénie de Montijo era como la llamaban algunas malas lenguas, insistiendo inquietantemente en la cuestión de si era o no señorita, sugiriendo que llegaba al trono siendo poco más que una ramera… «La condesita» la habían bautizado en Madrid, incluyendo en el lance también a su hermana Paca, ya duquesa de Alba, para zaherir el ánimo de su madre, decidida a que sus hijas llegaran a lo más alto. «La española», insistían muchos otros, sobre todo en los mentideros parisinos de alta alcurnia, bien por la envidia de saber que su presencia en la corte les impediría alcanzar el trono —en esto tenían mucho que decir los más íntimos de Luis: su primo Napoleón José, más conocido como Plon Plon, y Matilde Bonaparte—, bien porque veían en ella un modo con el que dañar a Luis.
Eugenia sacudió la cabeza como si quisiera desembarazarse de los malos pensamientos. La rabia por los desplantes que había sufrido también le había dado fuerza y valor. Debía ser inteligente, astuta, prudente. Tenía que hacer política. Era consciente de que el pueblo francés la veía aún como una extranjera y que necesitaba ganárselo para poder ser respetada y amada como una emperatriz. Recapacitó entonces sobre los amigos y enemigos de los Bonaparte, así como sobre sus propias posibilidades: si ella conseguía darle un heredero al emperador, su posición ante los súbditos se afianzaría y dejaría de ser percibida con hostilidad, al modo de un adorno del trono, para pasar a ser la valiente defensora del Imperio, cuando este estuviera en peligro, tal como había dicho el propio Luis al dirigirse al Senado, al Cuerpo Legislativo y al Consejo de Estado franceses solo unos días antes, al anunciarles su boda.
Recapituló acerca de la historia de Francia y vio, casi olió, la sangre, roja y densa, corriendo por las calles. Desde 1789 el país estaba avivado por el espíritu de la revolución y el fuego del odio parecía haber prendido en sus gentes. Los jacobinos habían guillotinado a Luis XVI y María Antonieta, a quien increpaban como una bruja culpable de todos los males al grito de «la austríaca». Eugenia debía tener esto en cuenta. Era necesario que el pueblo dejara de verla como extranjera y la amara como a una hija de Francia. Mejor, como a una madre de Francia. Pensó en la impopularidad de Carlos X, cuya corona había caído en «tres jornadas gloriosas» del año 1830, sustituido por el querido rey de las barricadas, Luis Felipe de Orleans, que a su vez había sido defenestrado en la revolución de 1848 para proclamar la Segunda República. Fue en este período convulso cuando volvió a ascender un Bonaparte, en este caso, su Luis.
En ese momento Eugenia recordó a su padre, Cipriano, cuyo retrato en miniatura siempre la acompañaba. Él había idolatrado a Napoleón I, por el que había combatido. También pensaba en su amigo monsieur Beyle, Stendhal, otro soldado tan bonapartista como el tempestuoso Julien Sorel, el protagonista de la novela Rojo y negro. Y se reconfortaba con la convicción de todos ellos de que el destino y la grandeza pasaban por la gloria de la dinastía Bonaparte, de la cual ella a partir de ahora pasaría a formar parte. Aunque también reflexionaba sobre el hecho de que alcanzar la corona y mantenerla no eran lo mismo. Y sabía que para que el trono le durase a su marido más que a su tío, el primer Napoleón, iba a ser necesario un hábil gobierno, tanto de sí mismo como de la Corona.
Todas estas cuestiones cruzaban el pensamiento de Eugenia mientras la actividad discurría a su alrededor. El día anterior se había casado civilmente con Luis en el palacio de las Tullerías, en la imponente Sala de los Mariscales. Pero no sería una auténtica novia hasta que se celebrase la ceremonia pública y religiosa en Notre Dame, para la que se estaba preparando. Solo entonces podría considerarse emperatriz de Francia.
Estaba emocionada y sentía el corazón apretado en la garganta. Sabía que el pueblo de París daba gritos de júbilo por el emperador. Sin embargo, no se olvidaba de que, junto a la corona de Josefina y María Luisa, Luis le había regalado el velo de novia de María Antonieta. Y a esta los franceses le habían acabado cortando la cabeza. Suspiró. Sí, era indispensable que su pueblo la quisiera.
Ante el desafío, sus fuerzas se recobraron. La aguardaba el alto destino con el que siempre había soñado y al que se sentía llamada. Había conquistado a un hombre, pero ahora iba a tomar un trono. Y tenía que cuidarlo y manejarlo con habilidad.
«Los antiguos habrían dicho, sin duda, que yo venía a trastornar el mundo», decía Eugenia cuando hablaba de su nacimiento. Había llegado al mundo el 5 de mayo de 1826, el mismo día que, un lustro antes, había muerto Napoleón Bonaparte, y en una época en la que varios temblores habían sumido a Granada en el caos, echando a las gentes al raso. Los presagios son, a veces, tan certeros que resultan curiosos. Y así lo sentía Eugenia cuando pensaba en las circunstancias que habían envuelto su alumbramiento. Y así debió de sentirlo su madre, Manuela Kirkpatrick, al recibirla entre sus brazos. Su pequeña tenía el cabello del color del fuego y dos ojos que pronto se rebelarían serenos y de un azul incierto, que solo podrían describir los poetas.
Manuela estaba decidida a que su nuevo bebé, Eugenia, y también su otra hija, Paca, que apenas tenía un año, fueran grandes y dejaran huella. Manuela era una mujer culta, ambiciosa, inteligente y bella que se sentía atrapada en la vida que llevaba. Se había casado por amor en 1817 con Cipriano de Guzmán, que luego usaría los apellidos Palafox y Portocarrero, segundón del condado de Montijo, pero las realidades de la vida, las complicaciones de la política y la escasez de dinero de su marido se habían impuesto y los tiempos no estaban siendo fáciles. Dama cosmopolita, que hablaba cinco idiomas y hacía amigos con facilidad, a poder ser de alta cultura y agradable conversación, Manuela había sido criada con esplendor y cuidado. Su padre, un noble escocés que se había exiliado en España por su catolicismo y lealtad jacobita, había ejercido de cónsul de Estados Unidos en Málaga y luego se había dedicado al comercio de vinos con gran fortuna. Allí se casó con la hija de su socio, el barón Henri de Grévignée, originario de Lieja, estableciendo una próspera casa, culturalmente afrancesada, en la que sus hijos habían disfrutado de una feliz infancia. Gracias a los contactos familiares, Manuela conoció en París, en el año 1816, a Cipriano, conde de Teba. Este militar le llevaba diez años, había quedado tuerto, cojo y con un brazo inútil, pero era apasionado y, educado por su culta madre, la jansenita María Francisca de Sales, admiraba a las mujeres fuertes y formadas, como Manuela. Cipriano también era liberal y masón, y estaba exiliado en el país galo por motivos políticos, lo que recordaba a Manuela la historia de su familia. Férreo defensor de Bonaparte, había combatido en el bando napoleónico durante la guerra de la independencia española y se marchó de su patria acompañando al corso, para quien luchó. En Francia, se distinguió especialmente en la campaña de 1814 y en la defensa de París, lanzando los últimos fuegos de artillería, según se decía. Y la fidelidad a la dinastía Bonaparte y su fe en Napoleón lo acompañaron incluso tras su derrota, tomando partido por el emperador durante los Cien Días y, luego, una vez recluido este para siempre en Santa Elena, permaneciendo en Francia y lejos de España. Pero el corazón de Cipriano debía de ser más sensible a la belleza femenina que a sus ideales, pues solicitó el perdón a Fernando VII para poder regresar a España y casarse en Málaga con Manuela, de veintitrés años.
Sin embargo, pronto diversas circunstancias, aumentadas por las diferentes personalidades de los esposos, fueron abriendo entre ellos una brecha creciente, acuciada por la falta de fortuna del conde de Teba, que apenas podía mantener a su familia. De Málaga, donde estaba la floreciente familia Kirkpatrick, que tan ricamente había dotado a la joven, se marcharon en 1822 a Granada, foco masón, desde donde Cipriano conspiraba contra Fernando VII, protestaba a su hermano Eugenio por la falta de dinero y esperaba que la fortuna le llegara en forma de herencia, logrando solo aplacar la pobreza gracias a su esposa. Cuando el rey fue liberado en 1823, tras concluir el Trienio Liberal iniciado con el pronunciamiento de Riego que tanto había alegrado a Cipriano, las sombras del monarca se ciñeron no solo sobre los Teba, sino sobre toda la casa de su hermano, los Montijo, y desde ese momento Cipriano no solo estuvo muy vigilado, sino que acabó en la cárcel. Esas tristes circunstancias preludiaron el nacimiento de las hijas del matrimonio, haciendo difícil adivinar cuál iba a ser el futuro del linaje de los Montijo, acuciado por el errático comportamiento de Eugenio, que no tenía descendencia y llevaba años administrando pobremente su herencia. Tras pasar muchos meses de arresto domiciliario en Santiago de Compostela, Cipriano volvió a Granada con su esposa. El reencuentro fue próspero, pues, con solo un año de diferencia, nacieron Paca y Eugenia, para alegría de sus padres.
