Factor de riesgo - Harlan Coben - E-Book

Factor de riesgo E-Book

Harlan Coben

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  • Herausgeber: RBA Libros
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2019
Beschreibung

LA ESPERANZA PUEDE CONVERTIRSE EN EL PEOR ASESINO Un laboratorio de Manhattan está a punto de encontrar la cura para una de las enfermedades más aterradoras de las últimas décadas. Los resultados de las pruebas están siendo un éxito, pero el ensayo está provocando muertes inesperadas. En menos de un mes, alguien ha asesinado a dos de los cuarenta pacientes sometidos al tratamiento y a uno de los doctores responsables de la clínica. Y seguramente no se detendrá ahí. Harlan Coben es el productor ejecutivo de series muy populares de Netflix basadas en sus novelas, como Engaños, Safe o No hables con extraños.

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HARLANCOBEN

FACTORDE RIESGO

Traducción de Fernando González Corrugedo

Título original inglés: Miracle Cure.

Autor: Harlan Coben.

© Harlan Coben, 1991, 1992.

© de la traducción: Fernando González Corrugedo, 2019.

© de esta edición: RBA Libros, S.A., 2019.

Av. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona

rbalibros.com

Primera edición: abril de 2019.

REF.: OAFI865

ISBN: 978-84-9187-411-9

GAMA, SL • PREIMPRESIÓN

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escritodel editor cualquier forma de reproducción, distribución,comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometidaa las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).Todos los derechos reservados.

CONTENIDO

NOTA DEL AUTOR

PRÓLOGO

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EPÍLOGO

PARA CORKY,LA MEJOR MAMI DEL MUNDO

NOTA DEL AUTOR1

Bueno, si este es el primero de mis libros que vas a leer, para. Devuélvelo. Coge otro. No pasa nada. Puedo esperar.

Si sigues ahí, que sepas que no he leído Factor de riesgo en al menos veinte años. Es la segunda novela que publiqué; la escribí cuando tenía poco más de veinte años y aún era un chaval algo simplón que trabajaba en el sector turístico, preguntándome si debía seguir los pasos de mi padre y mi hermano e ingresar —qué escalofrío— en la facultad de Derecho.

Soy muy crítico con esta obra, pero supongo que todos lo somos con nuestros primeros trabajos. Piensa en esa redacción que escribiste en el colegio, por la que te dieron un sobresaliente, la que el profesor te dijo que mostraba una gran «inspiración»... y que un día, rebuscando por un cajón, leíste y, al hacerlo, se te encogió el corazón y dijiste: «Tío, ¿en qué estaría pensando?». ¿Te suena de algo? Pues así es como uno se siente a veces con sus primeras novelas.

Esta es en ocasiones algo moralizante, y otras veces parece un poco antigua (aunque lo cierto es que me habría gustado que los conceptos sobre medicina fueran algo más anticuados, pero eso es otro asunto). Quizá pienses que basé parte de la historia en una situación real. No lo hice. Este libro se adelantó a lo que ocurrió después. Y no voy a decir más, porque podría arruinarte la lectura.

De todos modos, con todos sus defectos, es un libro que me encanta. Factor de riesgo tiene una energía y una capacidad de afrontar peligros que no estoy muy seguro de conservar después de todo este tiempo. Yo ya no soy aquel tipo, pero no pasa nada. Nadie se queda estancado en sus pasiones y en su trabajo. Y eso es bueno.

Disfrútalo.

HARLAN COBEN

1 .Cinco años antes de convertirse en el famoso creador de Myron Bolitar, Harlan Coben escribió a principios de la década de 1990 dos novelas que durante mucho tiempo quedaron descatalogadas. Factor de riesgo es la segunda de ellas. Casi tres décadas después de su debut, decidió recuperarlas, pero mantuvo un espíritu muy crítico respecto a ellas, que a nuestro juicio (y el de muchísimos fans) es excesivo. Por esta razón, hemos querido publicarla. Estamos ante una novela que ya contiene todos los elementos que han hecho de Coben uno de los autores actuales con mayor número de seguidores. (N. de los ee.)

PRÓLOGO

VIERNES, 30 DE AGOSTO

El doctor Bruce Grey intentaba no andar demasiado deprisa. Redujo el paso y reprimió la tentación de echar a correr por el suelo sucio de la terminal de llegadas internacionales del aeropuerto Kennedy, dejar atrás a los funcionarios de aduanas e inmigración y salir al aire húmedo de la noche. Sus ojos iban de un lado a otro. Cada pocos pasos fingía una molestia en el cuello para poder mirar a sus espaldas y asegurarse de que no lo seguían.

«¡Para ya! —se dijo—. Déjate de estar al acecho como una versión cutre de James Bond. Estás temblando como si estuvieras enfermo de malaria, por Dios. Solo te falta llevar una pancarta».

Pasó por al lado de la cinta transportadora de maletas y saludó cortésmente a la ancianita que se había sentado junto a él en el vuelo. La buena mujer no había cerrado la boca en todo el viaje; le había estado hablando sobre su familia, sobre lo que le gustaba volar, sobre su último viaje transcontinental. La verdad es que era una dulzura, como la abuelita de cualquiera, pero aun así Bruce había cerrado los ojos y había fingido estar dormido en un intento por lograr un poco de paz y de silencio. Pero, naturalmente, el sueño no llegaba. Y tardaría un tiempo en hacerlo.

«Pero igual no era una dulce ancianita cualquiera, Bruce, muchacho. Igual es que venía siguiéndote...».

Rechazó la voz interior con una sacudida nerviosa de la cabeza. Todo aquello lo estaba trastornando. Primero estuvo seguro de que lo seguía el tipo con barba del avión. Después se fijó en el grandote con el pelo repeinado para atrás y el traje de Armani de la cabina de teléfono. Y no olvidemos la rubia guapa a la salida de la terminal. También había estado siguiéndolo.

Y ahora, la ancianita.

«Echa el freno, Bruce. Lo que menos falta nos hace ahora es andar con paranoias. Mente clara, colega... Eso es lo que buscamos».

Bruce dejó atrás la cinta transportadora de equipajes y se acercó al funcionario de aduanas.

—Pasaporte, por favor.

Bruce le tendió el pasaporte.

—¿No lleva equipaje, señor?

Negó con la cabeza.

—Solo de mano —respondió.

El funcionario miró el pasaporte y luego a Bruce.

—Está usted muy distinto de la fotografía.

Bruce esbozó una sonrisa cansada, que se desvaneció al instante. La humedad era casi insoportable. Tenía la camisa del traje pegada a la piel, la corbata tan suelta que el nudo prácticamente había desaparecido. La frente perlada de gotas de sudor.

—Sí..., he cambiado un poquito.

—¿Un poquito? En esta foto tiene el pelo oscuro y lleva barba.

—Ya lo sé...

—Ahora tiene el pelo rubio y va afeitado.

—Ya le he dicho que he cambiado un poco...

«Por suerte, en la foto del pasaporte no se distingue el color de los ojos, porque también querría saber por qué me cambiaron de castaños a azules».

El funcionario de aduanas no parecía muy convencido.

—¿Viaje de placer o de negocios?

—De placer.

—¿Siempre lleva tan poco equipaje?

Bruce tragó saliva y se encogió de hombros.

—No soporto tener que esperar a que salgan las maletas.

El funcionario dirigió la mirada a la fotografía del pasaporte y luego otra vez al rostro de Bruce, y de nuevo a la foto.

—¿Quiere abrir la maleta, por favor?

Bruce apenas podía mantener las manos lo bastante firmes para marcar la combinación. Necesitó tres intentos para que la maleta se abriera, por fin, con un chasquido.

—Aquí la tiene.

El funcionario rebuscó entre el contenido con los ojos entrecerrados.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Unas carpetas.

—Eso ya lo veo —replicó el hombre—. ¿Para qué son?

—Soy médico —le explicó Bruce con la voz entrecortada—. Quería revisar los historiales de unos pacientes mientras estaba fuera.

—¿Siempre hace eso cuando se va de vacaciones?

—No siempre.

—¿Cuál es su especialidad?

—Soy internista en el Columbia Presbyterian —respondió Bruce con una media verdad. Decidió omitir el detalle de que también era experto en salud pública y epidemiología.

—Entiendo —dijo el funcionario—. Ojalá mi médico fuera tan entregado como usted.

De nuevo Bruce intentó sonreír. Y otra vez fracasó en el intento.

—¿Y este sobre tan bien cerrado?

Bruce sintió que se le estremecía todo el cuerpo.

—¿Disculpe?

—¿Qué es este sobre marrón?

Intentó poner una expresión despreocupada.

—¡Oh! Solo es una información médica para enviársela a un colega —logró decir.

El funcionario mantuvo la mirada fija en los ojos rojos de Bruce durante un buen rato.

—Entiendo —dijo mientras volvía a meter el sobre en la maleta con toda la calma. Luego, una vez que hubo revisado el resto del contenido de la maleta, firmó la declaración de aduanas de Bruce y le devolvió el pasaporte—. Entréguele la tarjeta a aquella mujer al salir.

Bruce recogió la maleta.

—Gracias —dijo.

—¡Ah, doctor!

Bruce levantó la vista.

—Tal vez debiera ir a visitar a algún colega —le sugirió el funcionario—. Si no le importa que un lego le dé una opinión médica, tiene usted muy mal aspecto.

—Lo haré.

Bruce cogió la maleta y miró para atrás. La viejecita seguía esperando el equipaje. Al hombre de la barba y a la rubia guapa no se los veía por ninguna parte. El tipo grandote del traje de Armani seguía hablando por teléfono.

Bruce se apartó del mostrador de la aduana. Con la mano derecha agarraba demasiado fuerte la maleta, con la izquierda se frotó la cara. Alargó la declaración de aduanas a la mujer y atravesó las puertas correderas de cristal para salir a la zona de espera. Fue recibido por una multitud de rostros expectantes. Gente que se ponía de puntillas, que atisbaba desde todas partes a cada apertura de las puertas de cristal para luego bajar la cabeza, decepcionada, al ver que quien se acercaba al umbral era una cara desconocida.

Bruce avanzó con paso firme entre los amigos y familiares que esperaban, entre los chóferes de vehículos de alquiler con nombres escritos en letreros que sujetaban contra el pecho. Se acercó al mostrador de billetes de Japan Airlines, a su derecha.

—¿Hay algún buzón por aquí? —preguntó.

—A su derecha —respondió la mujer—. Junto al mostrador de Air France.

—Gracias.

Pasó junto a un cubo de basura y dejó caer despreocupadamente en su interior la tarjeta de embarque hecha trocitos. Se había creído muy listo por haber reservado el billete con un nombre falso. Muy listo, sí, hasta que llegó al aeropuerto y le informaron de que no podía obtener un billete internacional emitido a un nombre distinto del que figura en el pasaporte.

Vaya, pues.

Por suerte, en el avión había mucho espacio libre. Y aunque tuvo que comprar otro billete a su nombre, lo de reservar uno a un nombre ficticio no había sido una idea tan estúpida. Antes de la hora real de salida, nadie podía descubrir en qué vuelo tenía su reserva porque su nombre no figuraba en el ordenador. Una pura genialidad por su parte.

«Sí, señor Bruce. Eres un auténtico genio».

Sí, claro. Un genio. Menuda idiotez.

Localizó el buzón de correos junto al mostrador de Air France. Unos pasajeros hablaban con el empleado de la aerolínea. Nadie le prestó la menor atención. Recorrió rápidamente la sala con la mirada. La anciana, el barbudo y la rubia guapa o bien se habían marchado, o bien estaban todavía en los trámites de aduana. El único «espía» que tenía a la vista era el tipo grandote del traje de Armani que en ese momento cruzaba a toda prisa las puertas de cristal y salía del edificio de la terminal.

Bruce soltó un suspiro de alivio. Ya nadie lo miraba. Se fijó de nuevo en la ranura del correo. Metió la mano en la bolsa y rápidamente deslizó por ella el sobre marrón lacrado. Su póliza de seguro había iniciado su viaje con total garantía.

¿Y ahora qué?

Desde luego, no podía irse a casa. Si alguien lo estaba buscando, el apartamento de Upper West Side sería el primer sitio donde mirarían. Y a aquellas horas de la noche tampoco la clínica era buena idea. Allí sería igual de fácil pescarlo.

«La verdad es que no soy muy bueno para estas cosas. No soy más que el típico médico normal y corriente que fue a la universidad; luego, a la facultad de medicina; se casó; tuvo un hijo; aprobó los cursos de residente; se divorció; perdió la custodia del niño y ahora trabaja más de la cuenta. No estoy para jugar a los espías».

Pero ¿tenía otra elección? Podía acudir a la policía, pero ¿quién iba a creerle? Todavía no tenía ninguna prueba tangible. Diantre, si ni siquiera estaba seguro de lo que ocurría. ¿Qué podía decirle a la policía?

«Prueba con esto para empezar, querido Bruce: “¡Socorro! ¡Protéjanme! Ya han asesinado a dos personas y muchísimas más pueden seguir la misma suerte, ¡yo incluido!”».

Tal vez fuera verdad. Tal vez no. La cuestión: ¿qué era realmente lo que sabía con certeza? Respuesta: no gran cosa. Más bien casi nada. Bruce sabía que, si acudía a la policía, lo único que lograría sería destruir la clínica y todo el importante trabajo que habían llevado a cabo allí. Había dedicado los tres últimos años a esa investigación y no estaba dispuesto a entregar a esos malditos fanáticos el arma que necesitaban para acabar con el proyecto. No, tendría que manejar el asunto de otra forma.

Pero ¿cómo?

Se cercioró una vez más de que no lo seguían. Ya habían de­saparecido todos los espías enemigos. Eso estaba bien. Un poco de alivio, qué agradable. Llamó con la mano a un taxi amarillo y se subió al asiento de atrás.

—¿Adónde?

Bruce pensó un instante, repasando todas las novelas de intriga que había leído en su vida. ¿Adónde iría George Smiley o, mejor aún, Travis McGee o Spenser?

—Al Plaza, por favor.

El taxi arrancó. Bruce miró por la ventanilla trasera. No parecía que ningún coche siguiera al taxi cuando inició la carrera hacia Manhattan por la autopista Van Wyck. Bruce se arrellanó en el asiento, apoyó la cabeza en el respaldo. Intentó respirar profundamente y relajarse, pero no dejaba de temblar de miedo.

«Piensa, puñetas. No es momento para sueñecitos».

Lo primero: necesitaba un nuevo alias. Sus ojos fueron de izquierda a derecha y acabaron mirando el nombre del taxista en la licencia, Benjamin Johnson. Bruce le dio la vuelta al nombre: John Benson. Ese sería su nombre hasta el día siguiente. John Benson. Solo hasta el día siguiente. Bueno, si conseguía seguir vivo hasta entonces.

No osaba pensar más allá.

En la clínica todos creían que aún estaba de vacaciones en Cancún, México. Nadie —absolutamente nadie— sabía que todo aquello de las vacaciones era una mera maniobra de distracción. Bruce representó el papel de viajero feliz todo lo mejor que pudo. Se compró ropa de playa, voló a Cancún el último viernes, se registró en el hotel Cancún Oasis, pagó su semana por adelantado y dijo en recepción que iba a alquilar un barco y estaría ilocalizable. Después se afeitó la barba, se cortó y se tiñó el pelo y se puso unas lentillas de color azul. Hasta a él mismo le costaba reconocer su imagen en el espejo. Volvió al aeropuerto, salió de México, facturó el vuelo a su verdadero destino con el nombre de Rex Veneto y empezó a investigar sus terribles sospechas.

Sin embargo, la verdad resultó ser todavía más chocante de lo que había imaginado.

En ese momento el taxi se detuvo delante del hotel Plaza, en la Quinta Avenida. Las luces de Central Park parpadeaban al otro lado de la calle y al norte. Bruce pagó al conductor y le dio una propina ni mayor ni menor de lo correcto y entró en el lujoso vestíbulo del establecimiento. A pesar del traje de marca, se sentía llamativamente desaliñado. Su chaqueta estaba arrugadísima; los pantalones, hechos una pasa. Tenía toda la pinta de llevar una ropa que venía de estar una semana en el fondo del cesto de la ropa sucia; desde luego, muy lejos de lo que su madre catalogaría como «presentable».

Echó a andar hacia el mostrador de recepción cuando atisbó algo con el rabillo del ojo que lo hizo parar en seco.

«Te lo estás imaginando, Bruce. No es el mismo tío. No puede serlo».

Notó que se le aceleraba el pulso. Dio media vuelta, pero no vio al tipo grande con traje de Armani por ningún sitio. ¿De veras había visto a aquel hombre? Probablemente no, pero no había razón para correr riesgos. Se marchó del hotel por la puerta de atrás y se fue andando al metro. Compró un billete, tomó la línea 1 hasta la calle Catorce, cambió a la línea A y fue hasta la calle Cuarenta y dos, tomó la línea 7 para cruzar la ciudad y saltó del vagón un instante antes de que se cerrasen las puertas en la Tercera Avenida. Se pasó otra media hora cambiando de trenes al azar, entrando o saliendo siempre en el último segundo y, finalmente, terminó el juego en la calle Cincuenta y seis y la Octava Avenida. Ahí, «John Benson» anduvo unas pocas manzanas y se metió en el Days Inn, un hotel en el que el doctor Bruce Grey nunca se había hospedado.

Cuando llegó a su habitación del piso undécimo, cerró la puerta con llave y colocó la cadena de seguridad.

¿Y ahora qué?

Llamar por teléfono podía ser peligroso, pero Bruce decidió arriesgarse. Hablaría con Harvey solo un momento y colgaría. Descolgó el teléfono y marcó el número de la casa de su socio. Harvey contestó al segundo tono de llamada.

—¿Diga?

—Harvey, soy yo.

—¿Bruce? —Su voz denotaba sorpresa—. ¿Qué tal todo por Cancún?

Bruce no hizo caso de la pregunta.

—Tengo que hablar contigo.

—Dios, esto parece grave. ¿Algo va mal?

—Por teléfono no —dijo Bruce, cerrando los ojos.

—Oye, pero ¿de qué hablas? ¿Sigues todavía...? —preguntó Harvey.

—Por teléfono no —repitió—. Hablamos mañana.

—¿Mañana? Pero qué demonios ocurre...

—No me hagas más preguntas. Nos vemos mañana por la mañana a las seis y media.

—¿Dónde?

—En la clínica.

—¡Dios! Pero ¿estás en peligro? ¿Es por lo de los asesinatos?

—No puedo seguir habl...

Clic.

Bruce se quedó helado. Había oído un ruido en la puerta.

—¡Bruce! —gritó Harvey—. ¿Qué ha sido? ¿Qué sucede?

El corazón de Bruce empezó a acelerarse. No apartaba los ojos de la puerta.

—Mañana —susurró—. Mañana te lo explico todo.

—Pero...

Colgó el auricular con suavidad. Harvey no pudo terminar la frase.

«No estoy preparado para esto. Dios mío, por favor, haz que sea mi cerebro, que me engaña. Yo no estoy preparado para esto. Realmente no estoy preparado para una cosa así...».

No se oyó ningún ruido más y, por un instante, Bruce se preguntó si no habría sido todo pura imaginación de sus sobrexci­tadas neuronas. Tal vez no había habido ningún ruido. Y si lo había habido, ¿qué tenía de extraño? Estaba en un hotel de Nueva York, por el amor de Dios, no en un estudio de grabación insonorizado. Tal vez fuera simplemente la camarera. O simplemente un botones.

«Tal vez fuera simplemente el tipo grandote del pelo planchado para atrás y el traje de Armani a medida».

Se acercó muy despacio a la puerta. Primero adelantó lentamente la pierna derecha; luego arrastró la izquierda. Nunca había sido precisamente un atleta, nunca había sido el individuo con la mejor coordinación del mundo. En ese preciso momento parecía como si estuviera bailando una especie de foxtrot para tarados.

Clic.

Le dio un vuelco el corazón. Las piernas le flaquearon. No había error posible sobre la procedencia del ruido.

La puerta.

Se quedó paralizado. Su respiración le resonaba tan fuerte en los oídos que estaba convencido de que la oían todos los que estaban en aquel piso.

Clic.

Un sonido metálico breve, rápido. No un sonido titubeante, sino un clic de lo más preciso.

«Corre, Bruce. Corre y escóndete».

Pero ¿dónde? Estaba en una habitación pequeña del piso 11 de un hotel. ¿Adónde diantre iba a poder huir y esconderse? Dio un paso más hacia la puerta.

«Puedo abrirla muy deprisa, ponerme a gritar como un poseso y salir corriendo por el pasillo como un paciente psicótico que huye. Podría...».

El golpe de nudillos sonó tan de repente que casi suelta un chillido.

—¿Quién es? —preguntó prácticamente a gritos.

—Toallas —respondió una voz masculina.

Bruce se acercó aún más a la puerta. «Toallas, sí. Y un huevo».

—No necesito ninguna —aclaró con firmeza sin abrir la puerta.

Pausa.

—De acuerdo. Buenas noches, señor.

Oyó los pasos del señor Toallas alejarse de la puerta. Bruce apoyó la espalda contra la pared y continuó el camino hacia la puerta. Le temblaba todo el cuerpo. A pesar del potente aire acondicionado de la habitación, tenía la ropa empapada de sudor y el pelo pegado a la frente.

¿Y ahora qué?

«La mirilla, señor James Bond de los cojones. Echa un vistazo por la mirilla».

Bruce obedeció a esa voz interior. Se volvió lentamente y aproximó el ojo a la mirilla. Nada. Allí no había nada de nada. Nada ni nadie. Intentó mirar a la izquierda y después a la derecha.

Entonces la puerta se abrió de golpe.

La cadena se rompió como si fuera un hilo. El pomo de metal salió disparado e impactó contra la cadera de Bruce. Toda la zona se le encendió de dolor. Y, en un acto reflejo, quiso cubrirse la cadera con la mano. Eso resultó ser una equivocación. Un puño gigante salió volando de detrás de la puerta directo a la cara de Bruce. Intentó esquivarlo, pero no fue lo suficientemente rápido. Los nudillos aterrizaron sobre el puente de la nariz de Bruce con un ruido sordo aterrador y le aplastaron los huesos y el cartílago. La sangre brotó de inmediato de la nariz.

«Ay, madre mía; oh, Dios santo...».

Se tambaleó hacia atrás llevándose la mano a la nariz. El tipo grandote del traje de Armani entró en la habitación y cerró la puerta. Se movía con una rapidez y una elegancia que contrastaban con su voluminoso cuerpo.

—Por favor... —logró decir Bruce antes de que una mano poderosa del tamaño de un guante de boxeador le tapara la boca para silenciarlo. La mano chocó sin miramientos contra las ventanas aplastadas de la nariz y tiró de ellas hacia arriba. Una oleada ardiente de dolor le recorrió la cara.

El hombre sonrió y saludó cortésmente con la cabeza, como si acabaran de presentarlos en algún sarao. Luego levantó el pie y le soltó una patada con una precisión experta. El golpe destrozó la rótula de Bruce, que oyó el chasquido seco del hueso de la rodilla al fracturarse. La mano del hombre se apretó más sobre su boca para ahogar el grito. Luego, la mano gigante se fue para atrás justo lo suficiente para impactar con fuerza contra la mandíbula de Bruce y partirle otro hueso y hacerle saltar varios dientes. El hombre agarró entonces la mandíbula rota con los dedos, los metió en la boca de Bruce y tiró fuerte para abajo. Fue un dolor enorme, desgarrador. Bruce notó que los tendones de la boca se le rasgaban del todo.

«Oh, Dios mío, por favor...».

El hombretón del traje de Armani soltó a Bruce, que se derrumbó sobre el suelo como un saco de patatas. La cabeza le daba vueltas. Vio, como si fuera a través de una niebla turbia, que el tipo examinaba una mancha de sangre de su traje. Parecía muy irritado por aquella mancha, molesto ante la perspectiva de que no se quitase bien ni en la tintorería. Sacudió la cabeza y luego se fue hasta la ventana y corrió la cortina.

—Ha escogido un piso estupendo, alto —dijo en tono despreocupado—. Eso nos facilitará las cosas.

El tipo grande se apartó de la ventana. Dio unos pasos para llegar a donde Bruce se retorcía de dolor. Se agachó, asió con firmeza a Bruce por un pie y levantó suavemente en el aire la pierna destrozada. El sufrimiento era insoportable. Unos calambrazos de dolor le recorrían el cuerpo con el más leve movimiento del miembro roto.

«Por favor, Dios mío, por favor, haz que me desmaye».

De pronto, Bruce se dio cuenta de lo que aquel hombre iba a hacer. Quiso preguntarle qué quería, quiso ofrecerle todo cuanto tenía, quiso pedirle compasión, pero de su boca deshecha no salió más que un balbuceo. Lo único que podía hacer era elevar la mirada en una súplica sin esperanza, unos ojos llenos de pánico. La sangre le corría por la cara y le bajaba por el cuello y el pecho.

Por entre una nube de dolor, Bruce vio la expresión de los ojos de aquel hombre. No era una mirada bestial, enloquecida; no era una mirada de odio ni sedienta de sangre; no era la mirada de un asesino psicótico. Aquel hombre estaba tranquilo. Ocupado. Era alguien que llevaba a cabo una tarea tediosa. Objetiva. Impasible.

«Para este tío esto no es nada —pensó Bruce—. Un día más en la oficina».

El hombre metió la mano en el bolsillo y lanzó al suelo un bolígrafo y una hoja de papel. Luego agarró bien el pie de Bruce con una mano en el talón y la otra en los dedos. Bruce dio una sacudida, asaltado por unos espasmos de dolor incontrolables. El hombre hizo flexionar sus músculos antes de hablar.

—Voy a retorcerle el pie hasta ponérselo del revés —dijo finalmente—, hasta que los dedos queden mirando a la espalda y los huesos rotos perforen la piel.

Hizo una pausa, le dirigió una sonrisa ausente y colocó mejor los dedos de la mano para tener más agarre.

—Le soltaré cuando termine de escribir la nota de suicidio, ¿entendido?

Bruce escribió una nota muy breve.

1

SÁBADO, 14 DE SEPTIEMBRE

Sara Lowell miró su reloj de pulsera. Dentro de veinte minutos debutaría en la televisión nacional ante treinta millones de personas. Una hora después, su futuro estaría decidido.

Veinte minutos.

Tragó saliva, se levantó poco a poco y se puso bien el aparato de la pierna. El pecho se le trababa a cada respiración. Necesitaba moverse, hacer algo antes de enloquecer. El metal del aparato le rozaba la pierna, le irritaba la piel. Después de tantos años, Sara seguía sin poder acostumbrarse a aquella torpe limitación artificial. A la cojera sí. La cojera llevaba con ella desde que tenía memoria. Le resultaba algo casi natural. Ahora bien, no se le habían quitado las ganas de arrojar aquel trasto a un río.

Inspiró profundamente para intentar relajarse y luego se revisó el maquillaje en el espejo. Tenía la cara un tanto pálida, pero eso no era nada nuevo. Era como la cojera; estaba acostumbrada. Llevaba los cabellos rubio miel recogidos para resaltar sus facciones delicadas, preciosas, y sus grandes ojos verdes como de muñeca. Tenía la boca ancha, los labios sensuales y carnosos hasta el punto de parecer hinchados. Se quitó las gafas metálicas y limpió los cristales. Se le acercó uno de los de producción.

—¿Preparada, Sara? —le preguntó.

—Cuando queráis —contestó con una sonrisa poco convincente.

—Muy bien. Entras con Donald en quince minutos.

Sara miró al otro protagonista, Donald Parker. A sus sesenta años, le doblaba la edad y mil millones de veces la experiencia. Llevaba en NewsFlash desde los primeros años, desde antes de los fantásticos índices de audiencia de Nielsen y una cuota de pantalla que ningún otro programa de noticias había alcanzado hasta entonces ni desde entonces. En pocas palabras: Donald Parker era una leyenda del periodismo de televisión.

«¿En qué demonios me he metido? Todavía no estoy preparada para una cosa así».

Sara recorrió con la vista su material por enésima vez. Las palabras empezaron a ponerse borrosas. Se preguntó una vez más cómo había llegado tan lejos tan deprisa. Su mente recorrió en un instante los años de universidad, la columna en el New York Herald, el trabajo en la televisión por cable, los debates en el canal de la televisión pública. A cada peldaño que subía, Sara se cuestionaba su capacidad para subir uno más. Se había enrabietado con las habladurías y los celos de sus colegas, las voces viperinas que murmuraban: «Ojalá yo tuviera parientes famosos... ¿Con quién se ha acostado?... Es por la dichosa cojera».

Pero no, la verdad del asunto era algo mucho más simple: el público la adoraba. Ni siquiera cuando se ponía dura o sarcástica con algún invitado la gente se hartaba de ella. Es cierto que su padre había sido director general de Salud Pública y su marido era una estrella del baloncesto, y también que su infancia traumática y su belleza física la habían ayudado. No obstante, Sara no olvidaba lo que le había dicho su primer jefe: «En este oficio nadie puede sobrevivir solo con su físico. Si acaso, es más bien una desventaja. Todo el mundo tendrá la idea preconcebida de que, como eres una rubia muy guapa, es imposible que seas brillante. Ya sé que eso es injusto, Sara, pero así son las cosas. No puedes limitarte a ser tan buena como tus competidores; tienes que ser mejor. Porque, si no, te pondrán la etiqueta de cabeza hueca. Como no seas la persona más brillante de las que salgan ahí, te echarán del escenario a patadas».

Sara repitió aquellas palabras como si fueran un grito de batalla, pero su confianza se negaba a abandonar las trincheras. La noche de su debut traía un reportaje sobre las irregularidades financieras del reverendo Ernest Sanders, el telepredicador que había fundado la Santa Cruzada, y un pez gordo y escurridizo (es decir, que no merecía su confianza). De hecho, el reverendo Sanders había aceptado aparecer en persona tras la emisión del reportaje y responder de las posibles acusaciones en una entrevista en directo (con la condición de que el programa sacase en pantalla el número de teléfono gratuito para donaciones, por supuesto). Sara había procurado presentar la historia lo más imparcialmente posible. Se limitaba a constatar hechos con un mínimo de insinuaciones y conclusiones, aunque en el fondo Sara conocía la verdad del reverendo Ernest Sanders. Eso no había modo de evitarlo, sencillamente.

Aquel hombre era pura escoria.

El estudio bullía de actividad. Los técnicos consultaban medidores y ajustaban focos. Los cámaras colocaban adecuadamente los objetivos. Iban probando el teleprónter, no más de tres palabras por línea para que los espectadores no vieran moverse los ojos del presentador. Directores, productores, ingenieros y asistentes corrían de un lado para otro del decorado, que representaba una sala de estar grande sin techo y con una sola pared, como si un gigante hubiera roto el exterior para poder fisgar en el interior. Un hombre al que Sara no conocía se le acercó corriendo.

—Aquí tiene —le dijo, y le tendió unas cuantas hojas de papel.

—¿Qué es esto? —preguntó ella.

—Papeles.

—No; quiero decir, ¿para qué son?

—Para ojearlos —le respondió, encogiéndose de hombros.

—¿Ojearlos?

—Claro, ya sabe, como cuando se hace un corte para publicidad y la cámara se aleja y entonces usted los ojea.

—¿De veras?

—La hace parecer importante —le aseguró él antes de marcharse a toda prisa.

Sara negó con la cabeza. Vaya. Todavía tenía mucho que aprender...

Sin darse ni cuenta empezó a cantar en voz baja. Solía cantar en la ducha o en el coche, preferiblemente acompañada por una radio a toda potencia, pero en ocasiones, cuando estaba nerviosa, empezaba a cantar en público. Y muy fuerte.

Cuando llegó al estribillo de Tattoo Vampire alzó la voz y empezó a tocar una guitarra inexistente. Ahora ya estaba en plena actuación. Y bailaba como una loca.

En ese momento se percató de que todos la miraban con curiosidad.

Bajó las manos a los costados y dejó que su guitarra inexistente pasara al olvido. La canción se le fue de los labios. Sonrió. Se encogió de hombros.

—Oh..., perdón.

El equipo regresó al trabajo sin volver a mirarla siquiera. Ya sin la guitarra de aire, Sara intentó pensar en algo que le resultase entretenido y reconfortante.

Al instante se acordó de Michael. Se preguntó qué estaría haciendo en ese momento. Probablemente estaría de vuelta a casa después del entreno de baloncesto. Se imaginó ese cuerpo de casi dos metros de altura abriendo la puerta con una toalla blanca sobre los hombros y el sudor empapándole la camiseta gris de entrenar. Siempre usaba unos pantalones cortos que daban la nota: unos naranjas o amarillo chillón o unos de color rosa al estilo hawaiano hasta la rodilla o unos shorts de surfista diseñados por cualquier chiflado. Sin perder el paso, rodearía el carísimo piano y se dirigiría al estudio, donde pondría cualquier cosa de Bach, luego se desviaría hacia la cocina, se serviría un vaso de zumo de naranja recién exprimido y se lo bebería de un trago. Finalmente, se dejaría caer en el sillón reclinable y se dejaría llevar por la música de cámara.

Michael.

Otro golpecito en el hombro.

—Teléfono.

El mismo hombre que le trajo los papeles le traía ahora un teléfono portátil.

Lo cogió.

—¿Diga?

—¿Ya has empezado a cantar?

Una sonrisa le iluminó el rostro. Era Michael.

—¿Blue Öyster Cult? —le preguntó.

—Sí.

—Déjame adivinarlo —dijo Michael, y se quedó pensando unos instantes—. Don’t Fear the Reaper?

—No, Tattoo Vampire.

—Dios, qué horror. Y bien, ¿qué haces ahora?

Sara cerró los ojos. Empezaba a notarse ya más relajada.

—Nada en concreto, la verdad. Estoy por aquí, en el plató, esperando la hora.

—¿Has tocado la guitarra inexistente?

—¡Pues claro que no! —respondió ella—. ¡Soy una profesional del periodismo, por el amor de Dios!

—Ya, ya. ¿Cómo están esos nervios?

—En estos momentos de lo más tranquilos, la verdad —contestó.

—Mentirosa.

—Vale, estoy muerta de miedo. ¿Contento?

—Eufórico —le contestó—. Pero no te olvides de una cosa.

—¿De qué?

—Que siempre te mueres de miedo antes de salir en antena y que, cuanto más miedo tienes, más rompedora estás.

—¿Eso crees?

—Lo sé muy bien —dijo Michael—. Ese pobre tipo va a alucinar, ya lo verás.

—¿En serio? —le preguntó ella con un incipiente brillo en la cara.

—Sí, en serio. Ahora déjame que te haga una pregunta rápida: ¿esta noche tenemos que ir a la fiesta de gala de tu padre?

—Déjame darte una respuesta rápida: sí.

—¿Esmoquin? —preguntó Michael.

—Otro sí.

—Estos eventos son tan aburridos...

—Qué me vas a decir...

Hubo una pausa.

—¿Por lo menos podré montármelo contigo durante la fiesta?

—¿Quién sabe? —respondió Sara—. Igual tienes suerte. —Sujetó un momento el auricular entre el cuello y el hombro—. ¿Vendrá Harvey a la fiesta esta noche?

—Tengo que recogerlo de camino.

—Vale. Sé que no se entiende muy bien con mi padre...

—Quieres decir que tu padre no se entiende bien con él —corrigió Michael.

—Lo que sea. ¿Hablarás con él esta noche?

—¿De qué?

—Déjate de juegos ahora, Michael —dijo ella—. Estoy preocupada por tu salud.

—Escucha, con la muerte de Bruce y con todos los problemas de la clínica, Harv ya tiene más que suficiente. No quiero darle más la lata.

—¿Ya te ha comentado lo del suicidio de Bruce? —preguntó Sara con interés.

—No, no me ha dicho ni una palabra —dijo Michael—. Si he de serte sincero, estoy un poco preocupado por él. Ya no sale nunca del laboratorio. Trabaja día y noche.

—Harvey siempre ha sido así.

—Ya lo sé, pero esta vez es distinto.

—Dale un poco más de tiempo, Michael. Solo hace dos semanas que murió Bruce.

—Hay algo más que lo de Bruce.

—¿A qué te refieres?

—No lo sé. Es algo que tiene que ver con la clínica, supongo.

—Michael, por favor, dile lo de tu estómago.

—Sara...

—Habla con él esta noche... Hazlo por mí.

—De acuerdo —aceptó él de mala gana.

—¿Me lo prometes?

—Sí, te lo prometo. Ah, oye, Sara.

—¿Qué?

—Cébate en el reverendo ese.

—Te quiero, Michael.

—Yo también te quiero.

Sara notó un golpecito en el hombro.

—Diez minutos.

—Tengo que irme —dijo por el teléfono.

—Hasta la noche, entonces —dijo Michael—. Pienso montármelo con una famosa estrella de la tele en el cuarto de cuando era pequeña.

—Sigue soñando.

Un dolor agudo atravesó de nuevo el abdomen de Michael Silverman nada más colgar el teléfono. Se dobló por la cintura; la mano apretada bajo el tórax, la cara retorcida en una mueca. Llevaba ya varias semanas con molestias intermitentes en el estómago. Al principio pensó que no era más que una gripe, pero ahora no estaba tan seguro. El dolor se le hacía cada vez más insoportable. Solo pensar en comida le daban ganas de vomitar.

La Séptima Sinfonía de Beethoven flotaba por el cuarto como un soplo de bienvenida. Michael cerró los ojos y dejó que la melodía le masajeara suavemente los músculos doloridos. Sus compañeros de equipo siempre le daban el coñazo con lo de sus gustos musicales. Reece Porter, el ala-pívot negro que capitaneaba el equipo junto con Michael, no paraba de meterse con él.

—Pero ¿cómo puedes escuchar esa mierda, Mikey? —le preguntaba—. Si no tiene compás ni ritmo.

—Ya comprendo que el oído musical de Chopin no puede compararse con el de MC Hammer —le replicaba Michael—, pero intenta ser más abierto de mente. Tú escucha, Reece. Deja que las notas fluyan a través de ti.

Reece hacía una pausa y se ponía a escuchar unos momentos.

—Me siento como si estuviera atrapado en la consulta de un dentista —dijo—. ¿Cómo puedes motivarte con una mierda así para un partido? Si no se puede bailar ni nada.

—Ya, pero tú escucha, solo eso.

—No tiene letra —alegó Reece.

—¿Y esa contaminación acústica tuya sí? ¿Acaso puedes entender la letra en medio de ese barullo?

—Eres el típico esnob blanco, Mikey —le espetó Reece entre risas.

—Prefiero que me llames «blanco tonto del culo», gracias.

El bueno de Reece. Michael alzó un vaso de zumo de naranja recién exprimido, pero la simple idea de darle un sorbo le produjo náuseas. El año pasado la rodilla, y ahora el estómago. Era algo incomprensible. Siempre había sido el jugador con mejor salud de la liga. Había pasado las primeras diez temporadas de la NBA sin un rasguño, y luego se destrozó la rodilla hacía poco más de un año. Y había sido durísimo recuperarse de una operación de rodilla a su edad... Lo último que le faltaba: esas misteriosas molestias estomacales.

Dejó el vaso sobre la mesa, cruzó el cuarto y se aseguró de que el vídeo estaba preparado. Luego apagó el equipo de música y encendió la televisión. Sara iba a debutar en NewsFlash en cuestión de minutos. Michael se revolvió en el asiento. Se puso a darle vueltas y más vueltas al anillo de casado y luego se frotó la cara. Intentó relajarse, pero, al igual que Sara, no podía. No había por qué estar nervioso, se recordó a sí mismo. Todo lo que le había dicho a Sara por teléfono era verdad. Era una reportera fantástica, la mejor. Aguda y rápida. Mucho. Bien preparada y, sin embargo, espontánea. Un poquito sabihonda, a veces. Con sentido del humor cuando hacía falta. Un bulldog casi siempre.

Michael había descubierto de primera mano lo dura que podía ser una entrevista con Sara. Se habían conocido hacía seis años, cuando en el New York Herald le encargaron que lo entrevistase dos días antes de que empezaran las finales de la NBA. Ella tenía que escribir un trabajo de tipo personal, sobre su vida fuera de la cancha y no sobre el deporte. Pero a Michael eso no le gustó. No quería que su vida personal, y sobre todo su pasado, se plasmara en unos titulares. Eso no le importaba a nadie, le dijo a Sara, recurriendo a unos términos subidos de tono para subrayar su punto de vista, y luego le colgó el teléfono para darle más énfasis. No obstante, a Sara Lowell no era tan fácil quitársela de encima. Para ser más precisos, Sara Lowell no sabía lo que era darse por vencida. Quería aquella entrevista. Y fue a por ella.

Una sacudida de dolor espantó los recuerdos. Michael se apretó la parte baja del abdomen y se dobló sobre el sofá. Apretó y esperó. El dolor fue cediendo lentamente.

«¿Qué demonios me pasa?».

Se echó para atrás, contemplando la fotografía de Sara y él que estaba en el estante detrás de la tele. Se quedó mirando la foto, se vio inclinado sobre Sara sujetándola con los brazos alrededor de su estrecha cintura. Se la veía tan diminuta, tan increíblemente bella, tan condenadamente frágil... Con frecuencia se preguntaba qué era lo que le daba a Sara aquella apariencia tan inocente, tan delicada. Desde luego, su figura no. A pesar de la cojera, Sara hacía ejercicio tres veces por semana. Tenía un cuerpo pequeño, prieto, atlético; tal vez explosivo fuera el mejor término para describirlo. Tremendamente sexi. Michael volvió a examinar la fotografía intentando mirar a su esposa de forma objetiva. Habría quien dijera que su tez pálida de porcelana era lo que le daba aquel aspecto tan natural, pero no era exactamente eso. Sus ojos, pensó Michael en ese momento, aquellos grandes ojos verdes que reflejaban fragilidad y dulzura, y, a la vez, mantenían toda su capacidad de mostrarse agudos y perspicaces. Eran ojos confiados y ojos en los que se podía confiar. Un hombre podía sumergirse en aquellos ojos, desaparecer en ellos para siempre, perder allí su alma para toda la eternidad.

También eran tremendamente sexis.

El teléfono interrumpió sus pensamientos. Michael alargó la mano hacia atrás y descolgó el auricular.

—¿Diga?

—Hola, Michael.

—¿Qué tal todo, Harvey?

—Nada mal. Escucha, Michael, no quiero entretenerte. Ya sé que el programa está a punto de empezar.

—Tenemos un par de minutos. —De fondo se oyó un estrépito difuso—. ¿Qué es todo ese ruido? ¿Sigues en la clínica?

—Ajá —respondió Harvey.

—¿Cuándo fue la última vez que dormiste un poco?

—¿Eres mi madre?

—Solo pregunto —dijo Michael—. Pensaba que tenía que recogerte en tu apartamento.

—No he podido ni salir de aquí —dijo Harvey—. He mandado a una enfermera que me alquilara un esmoquin y me lo trajera. Estos días estoy ocupadísimo. Eric y yo estamos agobiados. Como no está Bruce...

Harvey dejó de hablar.

Hubo un momento de silencio.

—Todavía no me hago a la idea, Harv —dijo Michael con cautela, esperando que su amigo estuviera dispuesto por fin a hablar del suicidio de Bruce.

—Ni yo tampoco —dijo Harvey, inexpresivo. Luego añadió—: Oye, tengo que preguntarte una cosa.

—Dispara.

—¿Sara va a ir a la fiesta benéfica de esta noche?

—Llegará un poco más tarde.

—Pero ¿estará allí?

Michael notó la urgencia del tono de su viejo amigo. Hacía casi veinticuatro años que conocía a Harvey, desde que un interno de segundo año, que se llamaba doctor Harvey Riker, tomó a su cargo a un Michael Silverman de ocho años al que habían llevado a toda prisa al Hospital Saint Barnabas con un brazo roto y un traumatismo craneoencefálico.

—Pues claro que estará.

—Bien. Entonces nos vemos esta noche.

Michael se quedó mirando el auricular, perplejo.

—¿Está todo en orden, Harv?

—Todo perfecto —masculló.

—Entonces, ¿a qué viene esta llamada de teléfono como clandestina?

—No es... nada. Te lo contaré más tarde. ¿A qué hora vendrás a recogerme?

—A las nueve y cuarto. ¿Vendrá Eric?

—No —contestó Harvey—. Uno de los dos tiene que atender el negocio. Tengo que irme, Michael. Te veo a las nueve y cuarto.

Michael oyó el clic del teléfono.

El doctor Harvey Riker colgó el teléfono. Lanzó un suspiro profundo y se pasó la mano por esos cabellos largos y rebeldes, de un castaño canoso, un cruce entre los de Albert Einstein y Art Garfunkel. Aparentaba cada uno de los cincuenta años que tenía. Los músculos se le habían quedado fofos por la falta de ejercicio. Su rostro era de una normalidad casi tediosa. Nunca había sido un tío cachas, desde luego, pero con los años se había ido estropeando como un Chianti de dos dólares.

Abrió el cajón de la mesa del despacho, se sirvió un lingotazo rápido de whisky y se lo ventiló de un golpe. Le temblaban las manos. Estaba asustado.

«Solo se puede hacer una cosa. Tengo que hablar con Sara. Es la única forma. Y después...».

Mejor no pensar en ello.

Hizo girar la silla en redondo para mirar las tres fotografías que tenía sobre la cajonera. Cogió la de la derecha del todo, la de él de pie junto a su amigo y socio, Bruce Grey.

Pobre Bruce.

Los dos policías de paisano habían escuchado muy atentos las sospechas de Harvey, habían asentido a la vez con la cabeza y habían tomado notas. Cuando Harvey intentó explicar que Bruce no era de los que se suicidan, lo escucharon muy atentos, asintieron a la vez y tomaron notas. Cuando les contó que Bruce le había llamado por teléfono la noche que se tiró por la ventana del undécimo piso del Days Inn, lo escucharon muy atentos, asintieron a la vez y tomaron notas... para llegar a la conclusión de que el doctor Bruce Grey se había suicidado.

Habían encontrado una nota de suicidio en el lugar de los hechos, le recordaron los detectives. Un experto en grafología había confirmado que la había escrito Bruce. El caso abierto quedó cerrado.

En un abrir y cerrar de ojos.

La segunda foto enmarcada de la cajonera era de Jennifer, la que había sido su esposa durante veintiséis años y que ahora era su ex, porque acababa de abandonarlo definitivamente. La tercera era de Sidney, su hermano pequeño, cuya muerte de sida tres años antes había cambiado para siempre la vida de Harvey. En la imagen, Sidney aparecía de lo más saludable, bronceado, un pelín regordete. Al morir, dos años después, tenía la piel de un blanco macilento en los sitios donde no estaba cubierta de lesiones amoratadas, y pesaba menos de cuarenta kilos.

Harvey meneó la cabeza. Todos se habían ido.

Se inclinó hacia delante y cogió la fotografía de su exmujer. Sabía bien que él tenía tanta culpa como ella (o más) del fracaso de su matrimonio. Veintiséis años. Veintiséis años de matrimonio, de sueños compartidos y sueños rotos cruzaron veloces por su cabeza. ¿Y por qué? ¿Qué había sucedido? ¿Cuándo había permitido Harvey que su vida privada se derrumbara? Pasó suavemente las puntas de los dedos por la imagen de Jennifer. ¿Acaso podía reprocharle a Jennifer que se hartase de la clínica?, ¿que no quisiera sacrificar su vida por una causa?

La verdad es que sí.

«No es sano, Harvey. Estás todo el tiempo trabajando».

«Jennifer, ¿es que no entiendes lo que intento conseguir?».

«Pues claro que sí, pero esto ya es más que una obsesión. Tienes que tomarte un descanso».

Pero no podía. Reconocía que su dedicación al trabajo traspasaba ya todos los límites, pero es que su otra vida le resultaba algo tan insignificante cuando consideraba el objetivo que perseguía en la clínica... Así que Jennifer se marchó. Hizo las maletas y se mudó a Los Ángeles, a vivir con su hermana, Susan, la exmujer de Bruce Grey. Sí, Harvey y Bruce habían sido cuñados, además de socios y amigos íntimos. Casi sonrió al imaginarse a las dos hermanas viviendo juntas en California. Hablando de cosas divertidas. Le parecía oír a Jennifer y Susan discutiendo sobre cuál de las dos había tenido el marido más abominable. Probablemente el premio hubiera sido para Bruce, pero seguro que, como estaba muerto, las chicas lo pondrían en un altar.

Lo cierto era que todo el mundo de Harvey, su mundo entero, para bien o para mal, estaba allí. En la clínica y el sida. La peste negra de los años ochenta y noventa. Después de ver a su hermano destrozado y deshecho, con los huesos quebrados por el sida, Harvey dedicó su vida a destruir ese temido virus, a borrarlo de la faz de la Tierra. Como Jennifer explicaba a cuantos quisieran oírla, la meta que Harvey se había propuesto se convirtió en una obsesión devoradora, una obsesión que a veces asustaba al propio Harvey. Sin embargo, había llegado ya muy lejos en su búsqueda. Por fin, Bruce y él habían hecho verdaderos progresos, verdaderos avances y...

Llamaron a la puerta. Harvey se volvió, sentado en la silla.

—Adelante, Eric.

El doctor Eric Blake giró el pomo.

—¿Cómo has sabido que era yo?

—Porque eres el único que llama. Entra. Acabo de hablar con tu viejo compinche de la escuela.

—¿Michael?

Harvey asintió. Eric Blake había entrado a formar parte del equipo de Bruce y Harvey dos años antes, cuando se dieron cuenta de que dos médicos solos no podían atender a tantos pacientes. Eric era un buen muchacho, pensaba Harvey, aunque se tomaba la vida un poco demasiado en serio. Estaba bien eso de ser serio, sobre todo si tratabas con pacientes de sida todo el día; pero una persona también tiene que soltarse un poco, hacer algo no del todo convencional, permitirse algún detalle disparatado para sobrevivir a la experiencia cotidiana del sufrimiento y la muerte.

Eric tenía incluso un semblante demasiado rígido. Su rasgo más distintivo era su pelo pelirrojo estropajoso y bien cortado. Al mirarlo, la palabra que a uno le venía a la mente era pulcro. Zapatos brillantes. Un buen sastre. La corbata siempre planchada y con el nudo perfecto; la cara recién afeitada incluso después de cuarenta y ocho horas de guardia.

Harvey, por su parte, llevaba siempre la corbata suelta, casi por las rodillas; no creía en los afeitados hasta que la barba empezaba a picar y le hubiera hecho falta una escopeta para ponerle el pelo en su sitio a perdigonadas.

Eric Blake había crecido en la misma manzana de un barrio residencial de Nueva Jersey que Michael. La primera vez que Michael se convirtió en paciente de Harvey en el hospital, el pequeño pelirrojo Eric Blake lo visitaba a diario y se quedaba por la habitación todo lo que le permitían. En aquellos tiempos, Harvey era un interno desbordado de trabajo, pero le gustaba pasar cualquier momento libre que tenía haciéndole compañía a Michael. Hasta Jennifer, voluntaria en el hospital por entonces, se sentía atraída por aquel crío. Muy pronto, Harvey y Jennifer establecieron una relación especial con aquel irresistible muchacho que vivía atrapado en un mundo de constantes malos tratos.

A lo largo de los años Harvey y Jennifer vieron crecer a Michael, pasar de la infancia a la adolescencia y a la edad adulta. Iban a verlo jugar al baloncesto, a sus recitales de música y a las cenas de los premios, y aplaudían sus logros como unos padres orgullosos. Estaban allí para consolarlo después de las palizas, después del suicidio de su madre, después de que su padrastro lo abandonara. Ahora, al volver la vista atrás, Harvey se preguntó si aquella relación tan próxima con Michael no habría agravado el mayor problema que tenían Jennifer y él como pareja: la falta de hijos.

Quizá sí. Lo intentaron, pero Jennifer no conseguía llevar los embarazos a término. Tal vez si hubiera podido las cosas habrían sido distintas.

Dudoso. Muy dudoso.

Harvey se preguntó si Jennifer seguiría en contacto con Michael. Sospechaba que sí.

—¿Le has dicho a Michael...? —empezó a preguntar Eric.

Harvey lo interrumpió con un movimiento de cabeza.

—Todavía no. Solo quería asegurarme de que Sara estaría en la fiesta de esta noche.

—¿Y estará?

—Sí.

—¿Y qué le vas a decir?

—Todavía no lo sé —contestó Harvey.

—No tiene ningún sentido. Vaya, ahora que estamos tan cerca de...

—No estamos tan cerca.

—¿No estamos tan cerca? —repitió Eric—. Pero Harvey, mira ahí fuera. Hay personas que están vivas gracias a ti.

—Gracias a esta clínica —le corrigió.

—Lo que sea. Cuando hagamos públicos los resultados, entraremos en la historia de la medicina al lado de Jonas Salk.

—A mí me preocupa más el presente.

—Pero nos hace falta publicidad para recaudar dinero suficiente para poder continuar...

—Basta —lo interrumpió Harvey, mirando el reloj—. Vamos a hacer una comprobación rápida de los historiales y luego nos vamos al salón. —Esbozó una sonrisa cansada—. Quiero ver el reportaje de Sara sobre el reverendo Sanders.

—Ese no es que sea muy amigo de la causa.

—No —asintió Harvey—. Muy amigo no es.

Eric cogió una de las fotografías de la cajonera.

—Pobre Bruce.

Harvey asintió con la cabeza, pero no dijo nada.

—Ojalá su muerte signifique algo —dijo Eric—. Ojalá Bruce no haya muerto en vano.

Harvey se encaminó hacia la puerta cabizbajo.

—Sí, ojalá, Eric.

George Camron se quitó el traje de Armani gris de raya diplomática, dobló con cuidado los pantalones por los pliegues y lo colgó de una percha de madera. Dos semanas antes se había visto obligado a quemar otro Armani, y eso le había molestado mucho. Menudo despilfarro. Tendría que tener más cuidado con su guardarropa. Los trajes de seda manchados de sangre aumentaban los gastos generales.

George, un hombre muy corpulento, disfrutaba con las cosas más selectas de la vida. Solo usaba trajes a medida. Solo se hospedaba en los hoteles más lujosos. Solo frecuentaba los restaurantes para los gourmets más refinados. El pelo, que se peinaba para atrás, se lo esculpían (no se lo cortaban, se lo esculpían) los estilistas más caros del mundo (no esteticistas, sino estilistas). Disfrutaba de manicuras y pedicuras.

Se acercó al teléfono del hotel, descolgó el auricular y apretó el 7.

—Servicio de habitaciones —dijo una voz—. ¿Qué podemos hacer por usted, señor Thompson?

En el Ritz siempre se dirigían a los clientes por su nombre cuando llamaban. El toque personal de un hotel realmente de primera. A George le gustaba. Thompson era el nombre falso que utilizaba entonces, por supuesto.

—Caviar, por favor. Iraní, no ruso —pidió.

—Sí, señor Thompson.

—Y una botella de Bollinger de 1979. Muy frío.

—Sí, señor Thompson.

George colgó el teléfono y se relajó sobre la enorme cama de matrimonio.Había recorrido un largo camino desde sus humildes comienzos en Wyoming, un largo camino desde sus días como militar en Vietnam, un largo camino desde Tailandia, el país que ahora consideraba su hogar. El hogar de George era ahora una amplia variedad de habitaciones de hotel elegantes. La suite Somerset Maugham en el Oriental de Bangkok. El ático sobre el puerto en el Peninsula de Hong Kong. La suite esquinera en el Crillon de París. La suite presidencial en el Hassler de Roma.

George miró la hora en su reloj, encendió el televisor con el mando a distancia y puso el Canal 2. Dentro de unos pocos minutos empezaría NewsFlash, con Donald Parker y Sara Lowell. Tenía mucho interés en ver ese programa.

Sonó el teléfono. George contestó.

—Hola.

—Soy...

—Ya sé quién es —lo interrumpió George.

—¿Recibió el último pago?

—Sí.

—Bien —repuso la voz.

Una voz que sonaba nerviosa. George no estaba muy convencido de que eso le gustase. Las personas nerviosas tienden a cometer errores.

—¿Puedo hacer alguna cosa más por usted? —inquirió.

—Pues la verdad es que...

Otro trabajo. Excelente. George no tenía ni idea de quién era su patrón, ni le importaba. Ni siquiera sabía si la voz que oía al otro lado del teléfono era la del superior o la de un mero intermediario. Era igual. El suyo era un trabajo en el que no se hacían preguntas. Él hacía su faena, cobraba la paga y adiós. Las preguntas no venían al caso.

—Lo escucho —dijo.

—El último trabajo que le encargué... ¿salió sin problemas? ¿No hubo complicaciones?

—Habrá leído los periódicos. ¿Usted qué cree?

—Sí, bueno, solo quería estar seguro. ¿Tiene las carpetas del doctor Grey?

—Aquí están —dijo George—. ¿Cuándo quiere recogerlas?

—Pronto. Muy pronto. ¿Ha utilizado guantes y mascarilla tal y como le dije?

—Sí.

—¿Y no pasó nada más?

George se preguntó por un momento si debía decirle a su patrón lo del paquete que Bruce Grey había echado al correo en el aeropuerto. Pero no, no era asunto que le concerniese. A él lo habían contratado para matar a aquel hombre; hacer que pareciese un suicidio; apoderarse de las carpetas y papeles que llevara encima, y dejar el dinero, los efectos personales y los documentos de identificación intactos. Punto. Ninguna instrucción sobre paquetes enviados por correo.

Aunque, claro está, el asunto sí le concernía. No tendría que haberle dejado echar el paquete en el buzón. Nunca. Fue un error, de eso George estaba convencido, pero no tuvo manera de impedírselo. Sacudió la cabeza. Tal vez hubiera debido hacer más comprobaciones antes de aceptar el trabajo. Algo había que no era correcto.

—Nada más —dijo George.

—¿Está seguro?

George se aclaró la garganta. El doctor Bruce Grey se lo había puesto rematadamente fácil. Lo de que optara por alojarse en un piso alto del hotel fue una bendición para George; le permitió emplear cualquier medio que le apeteciese para provocar dolor y pedirle la nota de suicidio. Y los traumatismos que le había practicado al doctor Grey no se apreciarían al quedar aplastado contra la acera.

—Sí, estoy seguro —dijo George—. Y en el futuro no haga que me repita. Es una pérdida de tiempo.

—Perdone.

—¿Ha dicho algo de otro trabajo?

—Sí —dijo la voz—. Quiero que elimine a... otra persona.

—Le escucho.

—¿Hay alguien con usted?

—No.

—Oigo voces.

—Es la televisión —explicó George—. Está a punto de empezar NewsFlash. El debut de Sara Lowell.

La voz del teléfono pareció sobresaltarse.

—Pero... por qué... ¿por qué dice usted eso?

«Qué reacción tan extraña», pensó George.

—Me ha preguntado por las voces —replicó.

—Ah, claro. —La voz intentaba recuperar la calma, pero la tensión era inconfundible—. Sí, quiero que elimine a alguien más.

—¿Cuándo?

—Esta noche.

—Eso es muy poco tiempo. Le costará más.

—Por eso no se preocupe.

—Muy bien —dijo George—. ¿Dónde?

—En casa del doctor John Lowell. Esta noche da una fiesta benéfica de gala.

A George casi se le escapa la risa. Sus ojos saltaron otra vez a la televisión. El doctor Lowell. El director general de Sanidad. El padre de Sara Lowell. Eso explicaba la extraña reacción. Se preguntó si Sara estaría en la fiesta.

—¿El mismo método que con los dos primeros? —dijo George.

—Sí.

George sacó el estilete del bolsillo, lo abrió y examinó la hoja, larga y brillante. Sería un trabajo poco pulcro, de eso no cabía duda. Contempló su guardarropa y se decidió por el polo de Ralph Lauren de color verde que había adquirido en Chicago. Le quedaba un poco apretado en los hombros, de todas formas.

2

«No te pongas nerviosa. No te pongas nerviosa. No te pongas nerviosa...».

—Cinco segundos —oyó Sara.

El anuncio le encogió el estómago. Por un breve instante estuvo a punto de ponerse a cantar otra vez. Se obligó a cerrar la boca, se colocó bien las gafas y esperó.

«Voy a hacerlo muy bien. Voy a dejar a alguien alucinado. Voy a...».

—¡Cuatro, tres, dos...! —La mano apuntó a las dos personas sentadas ante la mesa de escritorio.

—Buenas noches, soy Donald Parker.

«Por favor, no cantes...», pensó Sara.

—Yo soy Sara Lowell. Bienvenidos a NewsFlash.

La finca del doctor Jonh Lowell en los Hamptons era enorme. Una mansión de estilo Tudor asentada majestuosamente sobre cuatro hectáreas de paisaje bien cuidado. Tenía pista de tenis de hierba, además de piscina interior y exterior, tres jacuzzis, dos saunas, una cabaña espaciosa, un helipuerto y más habitaciones de las que Lowell sabía cómo ocupar. La casa había sido de su abuelo, un capitalista que, según los manuales liberales, había sometido a violación y pillaje la tierra y a sus habitantes en beneficio propio. El padre de John, sin embargo, prefirió dejar de lado el negocio familiar y se hizo cirujano. Y John siguió su ejemplo. Se ganaba muy bien la vida, aunque la práctica de la medicina no fuera ni de lejos tan lucrativa como el pillaje y la violación.