Frontera - Kapka Kassabova - E-Book

Frontera E-Book

Kapka Kassabova

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Beschreibung

En este extraordinario reportaje narrativo, Kapka Kassabova regresa a Bulgaria, desde donde emigró como niña veinticinco años antes, para explorar la Frontera que comparte con Turquía y Grecia. Entonces, se decía que la esta zona era un punto de cruce más fácil hacia el bloque occidental que el muro de Berlín y estaba repleta de soldados y espías. Hoy en día, este paisaje densamente boscoso ya no está fuertemente militarizado, pero sí marcado por su pasado. En Frontera, Kassabova emprende un viaje a través de un rincón oculto del continente y se encuentra con los pobladores de esta triple Frontera: búlgaros, turcos, griegos, gitanos, musulmanes de los Balcanes y la última ola de refugiados que huyen de Siria. Descubre una región que ha sido moldeada por las sucesivas fuerzas de la Historia: por sus propias crisis migratorias pasadas, por el comunismo, por la ocupación nazi, por el Imperio Otomano y, aún más, por un antiguo legado de mitos y leyendas. Mientras la autora explora esta enigmática región junto a guardias y cazatesoros, empresarios, refugiados y contrabandistas, traza las fronteras físicas y psicológicas que cruzan sus aldeas y montañas, e indaga en las historias que revelarán sus secretos.

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KAPKA KASSABOVA

Frontera

Un viaje al borde de Europa

Traducción de Cristina Lizarbe

www.armaeniaeditorial.com

Título original: Border. A Journey to the edge of Europe (Granta Books, 2017)

Primera edición: mayo 2019

Segunda impresión: enero 2020

Primera edicion ebook: agosto 2021

Este libro ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte

Copyright © Kapka Kassabova, 2017

Copyright de la traducción © Cristina Lizarbe, 2019

Copyright de la ilustración de cubierta © Gerasimof, 123RF.com, 2019

Copyright del mapa © Elzbieta Toton, d2d.pl, 2018

Copyright de la edición en español © Armaenia Editorial, S.L., 2019, 2021

Armaenia Editorial, S.L.

www.armaeniaeditorial.com

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas por las leyes,la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o prestamo públicos.

ISBN: 978-84-18994-18-0

Dedicado a aquellos que no han conseguido cruzar al otro lado, antes y ahora

Con un alegato en favor de la conservación de los bosques

«A la gente se le olvida que solo somos invitados en esta tierra, que venimos a ella desnudos y que nos marchamos con las manos vacías».

Esma Redžepova, cantante gitana

Índice

14MAPA

17PRÓLOGO

21frontera

23La montaña de la locura, I

27PARTE UNO: EL STRANDJA ESTRELLADO

29via pontica

31La Riviera Roja

37strandja

41El pueblo del valle

53agiasma

55Todo comienza con un manantial

69cheshma

71Un hombre ocioso

77415

79Alambrada en el corazón

83klyon (1961-1990)

85La tumba de Bastet

103agua fría

105Peregrinos

111expiación

113Ciento veinte pecados

119sozialistischen persönlichkeit

121Viaje al telón de acero

141zmey

143La bola de fuego

153PARTE DOS: LOS CORREDORES DE TRACIA

155tracia

159El amigo de las palomas

173memleket

175Una chica entre idiomas

189komshulak

191El sacerdote bailarín

203rosa damascena

205Si eres sincero

215corredores

217Todo el mundo viene al café de Ali

223via antica

225Historias desde el puente

233fantasmas

235Una historia de amor kurda

245el manantial de la doncella de piernas blancas

247La Choza del Pollo

259PARTE TRES: LOS PASOS DEL RÓDOPE

261rhodopaea, rhodopaeum, rhodopensis

265El pueblo donde vivías para siempre

279 el juicio

281Camino a la libertad

297 historia de dos reinos

301Drama

313línea metaxás

317La montaña de la locura, II

327agonía

329El hotel que estaba encima del mundo

335ursus arctos

337La diosa del bosque

347 tabaco

349La mujer que caminó durante una semana

355PARTE CUATRO: EL STRANDJA ESTRELLADO 357lodos

361Al río

381kaynarca

383El monje de la felicidad

393eterno retorno

395La buena sirena

401muhhabet

403El último pastor

409uroki

411Cómo romper un hechizo

423AGRADECIMIENTOS Y FUENTES

Prólogo

Este libro cuenta la historia humana de la última frontera de Europa. Ahí donde Bulgaria, Grecia y Turquía convergen y divergen, donde las fronteras son lo que son. Es también donde comienza algo parecido a Europa y donde acaba algo que no llega a ser Asia.

Esta es su geografía a grandes rasgos, pero el mapa te llevará solo hasta cierto punto, antes de terminar en un bosque ancestral repleto de sombras y que vive al margen del tiempo. Pues bien, es ahí a donde yo acabé yendo. Puede que en todas las zonas fronterizas resuenen las frecuencias del inconsciente; después de todo, las fronteras están allá donde el tejido es más fino. Sin embargo, en esta región fronteriza resuena un tono especialmente similar al de una sirena y se distingue por tres razones. La primera, por las cuestiones sin resolver de la Guerra Fría; la segunda, porque se trata de uno de los espacios naturales más grandes de Europa; la tercera, porque ha sido una confluencia continental desde que existen los continentes.

En Europa del Este, mi generación cumplió la mayoría de edad con la caída del Muro de Berlín. Esta frontera ensombreció mi infancia búlgara durante la última etapa del «socialismo de rostro humano», como rezaba aquel desafortunado eslogan. Así que era natural que acabara involucrándome enseguida en este viaje a lo largo de la frontera. En cuanto hay una frontera cerca, resulta imposible no involucrarse, no querer exorcizar o transgredir algo. La simple presencia de una frontera es una invitación. Vamos, susurra, cruza esta línea. Si te atreves. Cruzar la línea, ya sea a plena luz del día o al abrigo de la noche, aúna el miedo y la esperanza. Y, en alguna parte, está esperando un barquero al que no se le puede ver la cara. La gente muere cruzando fronteras y, a veces, simplemente estando cerca de ellas. Los afortunados renacen al otro lado.

Una frontera controlada de forma activa siempre resulta agresiva: es el lugar donde el poder adquiere de repente un cuerpo, por no decir un rostro humano, y una ideología. Una ideología obvia en lo que concierne a las fronteras es el nacionalismo: la frontera está ahí para separar un Estado nación de otro. Pero una ideología más perniciosa es el centralismo en la práctica: la creencia de que el centro de poder puede emitir órdenes a distancia con impunidad y sacrificar la periferia; lo que queda fuera del punto de vista dominante, queda fuera de la memoria. Y las zonas fronterizas siempre son la periferia, siempre quedan fuera del punto de vista dominante.

Curiosamente, vivir en un país sin fronteras es lo que me ha animado a emprender este viaje fronterizo. Vivo en la Escocia rural, que es una especie de periferia si consideramos que el centro es el «cinturón central» de Edimburgo y Glasgow, y algo aún más parecido a una periferia si el centro es Londres. Escocia siempre ha sido una tierra de diversidad y de libertad, de islas y de excentricidades. Pero, en Escocia, la era del burócrata corporativo con rostro humano acaba de empezar, y cada día que pasa otra regla centralista más reprime a las comunidades remotas, se destruye otro bosque más para hacer espacio a una cantera, hay parques eólicos que parecen no girar, hay torres de alta tensión gigantes que parecen no conducir electricidad. Surgen eriales de ganancias subvencionadas ahí donde antes había espacios naturales peculiares. Mientras observaba el brutal nivelado de las Tierras Altas escocesas, sentí curiosidad por mis periferias balcánicas nativas. Quería saber qué estaba ocurriendo allí veinticinco años después de haberme marchado.

Si dividimos las fronteras políticas en blandas y duras, la frontera de este libro tiene la dureza de medio siglo de Guerra Fría: Bulgaria al norte y Grecia y Turquía al sur marcan la línea de corte entre los países del Pacto de Varsovia del bloque soviético y los estados miembros de la otan en el área de influencia occidental. En resumen, era el telón de acero más meridional de Europa, un Muro de Berlín cubierto de árboles y oscurecido por los ejércitos de los tres países. Era mortífero y sigue provocando punzadas de pavor hoy en día.

La frontera greco-búlgara se ha ablandado ahora con la adhesión compartida a la Unión Europea. Las fronteras turco-búlgaras y turco-griegas han perdido su antigua dureza pero han adquirido una nueva: el síntoma son las nuevas vallas de alambre colocadas para frenar el flujo humano procedente de Oriente Medio. Dio la casualidad de que estuve allí justo cuando el flujo se estaba convirtiendo en una hemorragia. El movimiento global y las barricadas globales, el nuevo internacionalismo y los antiguos nacionalismos, esta es la enfermedad sistémica que afecta al corazón de nuestro mundo y que se ha extendido de una periferia a otra, porque ya no quedan lugares remotos. Hasta que te pierdes en el bosque.

Pero el impulso emocional inicial que había detrás de mi viaje era simple: quería ver los sitios prohibidos de mi infancia, los pueblos y ciudades fronterizos antes militarizados, los ríos y los bosques que habían sido zonas prohibidas durante dos generaciones. Me acompañó mi rebeldía, porque nos habían encadenado como a perros maltratados durante mucho tiempo detrás del telón de acero. Y también mi curiosidad: quería conocer a la gente de una terra incognita. Cuando Heródoto escribió «Respecto a Europa […] nadie ha concretado nunca si existe un mar ya sea al este o al norte de ella»1, en el siglo v a. C., podía haber estado hablando de esta parte del continente a principios del siglo veintiuno. Como he dicho, compartía la ignorancia colectiva respecto a estas regiones no solo con otros europeos que están lejos, sino también con las élites urbanas de los tres países de esta frontera. Para aquellos que no viven ahí o no visitan el lugar, esta frontera es otro país más, un poco como el pasado, donde las cosas se hacían de forma distinta.

Siempre que acabas hablando de los Balcanes, resulta inevitable el viejo y cansino tropo del puente, pero en ningún sitio esto es más visiblemente cierto que en el sureste de los Balcanes, el umbral de acceso cotidiano entre lo que solemos llamar el Este y el Oeste.

Paradójicamente, este sigue siendo un pliegue oculto de la matriz global. Algunos de los reinos que he atravesado son tan hermosos que podrían provocarte un ataque al corazón, pero solo los botánicos y los ornitólogos los visitan, los contrabandistas y los cazadores furtivos, lo heroico y lo perdido. Y también están los lugareños.

Dicen que la historia la escriben los vencedores, pero yo creo que la historia la escriben sobre todo aquellos que no estuvieron ahí, que puede que sea lo mismo. Tenía un deseo: mirar a la cara a los que están allí, escuchar sus historias, comer con ellos, aprender palabras nuevas. ¿Cómo es vivir en una zona fronteriza tan repleta de mitos antiguos y modernos, con semejante magnetismo físico? Ninguno de nosotros puede escapar de las fronteras: entre uno mismo y los demás, entre la intención y la acción, entre el sueño y el despertar, entre la vida y la muerte. Puede que la gente de la frontera pueda contarnos algo acerca de los espacios liminales.

El viaje que describo aquí es circular y sigue los contornos de los reinos naturales que se encuentran dentro de la zona fronteriza. Empieza en el mar Negro, al borde de las enigmáticas cordilleras de Strandja, donde las corrientes mediterráneas y las balcánicas se encuentran; baja hacia el oeste hasta las llanuras de Tracia con sus corredores de tráfico y de comercio; entra en los pasos de los montes Ródope, donde cada cumbre tiene su leyenda y ningún pueblo es lo que parece; y acaba en el lado opuesto del principio, Strandja y el mar Negro.

Los nombres se han cambiado, con unas pocas excepciones, y he combinado de vez en cuando datos topográficos y biográficos en aras de la intimidad de las personas y de la economía narrativa. La riqueza natural de la región merece más espacio, pero he centrado mi atención en la historia humana. En ella, las fronteras son omnipresentes, visibles e invisibles, blandas y duras, pero esta antigua tierra salvaje que las precede es limitada. Tal vez porque esta frontera es todavía una tierra salvaje que sigo teniendo presente a través de su gente y sus fantasmas.

Kapka Kassabova

Las Tierras Altas de Escocia

frontera

Según el Oxford English Dictionary:

1. línea que separa dos países;

2. tira o banda, especialmente una decorativa, colocada en el borde de algo.

La montaña de la locura, I

Este momento tuvo lugar a mitad de camino. En lo alto de los montes Ródope, en la frontera greco-búlgara, una carretera serpenteante ascendía por la garganta del río y, en la cima, donde acababa la carretera, había un pueblo fantasma con las ventanas arrancadas y una fuente de piedra sin agua. Allí ya no vivía nadie. Más allá de la carretera y del pueblo estaban solo los bosques de robles, una tierra de nadie. Creemos que vamos a ir por la vida sin conocer lo sobrenatural excepto en películas, pero en aquel pueblo experimenté algo que me aterrorizó hasta lo más hondo. Sigo sin saber si fue «real», pero todavía llevo dentro las sensaciones que lo acompañaron.

Había ido a aquel rincón olvidado de las montañas buscando algo y había derivado en esto. Tal vez esto era lo que había estado buscando. De todos modos, ahora me encontraba bajando a toda prisa el cañón de este bosque áspero lleno de jabalíes y barrancos, sin un alma en veinte kilómetros a la redonda, con aquel sol implacable martilleándome la cabeza como un juicio por algún crimen de hacía mucho tiempo.

Entre las cumbres, en lo alto, había un acantilado que se llamaba «El juicio», un lugar desde el que se habían arrojado cuerpos al abismo de tiempo que hay entre los primeros sacrificios humanos de los tracios y los últimos años de la Guerra Fría. Pero yo iba en la dirección contraria, colina abajo rumbo al pueblo habitado más cercano, que estaba lejos, igual que todo lo que yo podía comprender.

La sensación de que esto no era personal, de que no era solo mi miedo, era, a posteriori, correcta. Estaba captando las frecuencias de hechos que la montaña había albergado. No eran frecuencias naturales, sino frecuencias de la frontera, las frecuencias de un bosque marcado con las iniciales de aquellos que, en el siglo veinte, eran jóvenes y estaban desesperados. Había venido por sus historias, pero ¿estaba yo a la altura de la tarea?

La gente me había dicho que las cosas y las personas desaparecen aquí, pero nada desaparece del todo. Lo siento ahora, como una presencia a mis espaldas. A pesar de que era mediodía y el sol estaba en lo alto, la montaña de Orfeo había oscurecido. Encontré una ramificación del río y me paré a beber. El agua helada me quemó la garganta. Sabía que el nacimiento del río Mesta (en búlgaro, Nesto en griego) estaba al otro lado de la frontera, al norte, en la cordillera más alta de la península balcánica, y que su curso recorría 234 kilómetros antes de encontrarse con el Egeo (pero, ¿qué han hecho los datos por la gente necesitada?) Este no era un río normal. Al otro lado de la frontera había una cueva abismal con una catarata llamada «la garganta del diablo» y cuyo sonido era atronador. Dicen que es por donde Orfeo entró en el inframundo. Nada de lo que entra vuelve a salir, incluyendo los últimos espeleólogos que desaparecieron allí en la década de 1970, un hombre y una mujer. Incluso Orfeo, la única criatura que resurgió de aquel reino ctónico, fue despedazado al final por las delirantes ménades y su cabeza acabó en el Hebrus, que recorre 480 kilómetros hasta llegar al Egeo. ¿Su crimen? Había cambiado de bando en sus últimos años de vida y había cruzado dos peligrosos límites: de su antiguo mentor y dios de los misterios nocturnos, Dioniso, al dios del sol, Apolo; y de amar a las mujeres a amar a los hombres. Cruzar límites ni siquiera es seguro para los dioses, aún menos para los mortales.

Río abajo me encontré con una mujer y dos hombres cargando una pequeña barca con barras de pan. Un montón de barras de pan. Tenían el pelo largo y rostros que parecían alegrarse de algo. Mi miedo se convirtió en fascinación. Me invitaron a cruzar el río con ellos. Y allí, al otro lado…

Pero eso lo dejo para más adelante.

¿Qué es una frontera cuando las definiciones de los diccionarios no aciertan? Es algo que llevas dentro sin saberlo, hasta que vienes a un lugar como este. Caes en el abismo donde un lado es luminoso y el otro oscuridad, y el eco multiplica tu deseo, distorsiona tu voz, se la lleva lejos, a una tierra lejana que tal vez hayas pisado antes.

PARTE UNO

EL STRANDJA ESTRELLADO

Tú también te irás, dijo el pastor.

¿Y si me quedo?

Si te quedas… te doy un mes. ¿Ves ese roble? Ahí es donde te ahorcarás.

Georgi Markov, Las mujeres de Varsovia2

vía póntica

Por tierra, fue una calzada romana que conectaba el Danubio con el Bósforo. Por aire, sigue siendo una ruta migratoria para las aves. La Vía Póntica toma su nombre del mar Negro, antes llamado Pontus Euxinus , el mar hospitalario. Aunque antes de que los griegos de Mileto lo colonizaran era conocido como Pontus Axinus3, el mar inhóspito, porque navegarlo era peligroso y sus orillas las poblaban piratas y bárbaros (es decir, no griegos). Ovidio pasó tiempo exiliado en la costa oeste de este mar, escribiendo sus Tristes y compadeciéndose de sí mismo por vivir entre los getas, una tribu tracia de bárbaros (es decir, no romanos):

Aquí estoy, en las heladas orillas del Euxinus;cuyo nombre, según los sabios antiguos, es Axinus.4

Pobre Ovidio, demasiado solemne como para pasarlo bien. Desde su época, los bárbaros y las civilizaciones han ido y venido, y algunos se han quedado, pero hay algo póntico que no ha cambiado. Si vas a las playas del sudoeste del mar Negro, donde Bulgaria y Turquía comparten en el agua una frontera invisible, donde los barcos se deslizan entre el Bósforo y Odesa, aún se puede ver el cielo eclipsado por las cincuenta mil cigüeñas que se dirigen a África en un solo día de septiembre.

Pero entonces, todavía era verano.

La Riviera Roja

Verano de 1984, playas del sur de Bulgaria. Ya habían llegado todos los pájaros, y también los veraneantes: los que se parecían a nosotros y los exóticos, con su rubio plumaje, sus coloridas toallas de playa y su aire de permisividad. Lo único que ensombrecía el caluroso cielo eran las carroñeras gaviotas que atacaban las pequeñas bandejas de plástico de espadín frito y con sal que todo el mundo comía.

Alcé la vista de las arenosas páginas de mi libro, escrito por el emocionante escritor estadounidense Jack London, cuyo personaje en Martin Eden se suicida ahogándose porque convertirse en un escritor de éxito carecía de significado moral en el mundo capitalista. Mi libro favorito de este autor era La llamada de lo salvaje, una aventura que había salido mal (sí, pero ¡vaya aventura!) Anhelaba aventuras de casi cualquier tipo. Si empezabas a nadar en esta playa y seguías hacia el sur, como mi padre, que podía desaparecer en el mar durante horas, pasabas los bancos de medusas gigantescas y la famosa zona de camping y de playa para nudistas y gente bohemia, no para familias anodinas como la nuestra, acababas en Turquía.

Aunque Turquía estaba en la misma orilla del mar Negro, se encontraba al otro lado de la frontera, y las cosas que llevaban la palabra frontera, granitza (hasta el sonido era espinoso, como el gra-gra de las gaviotas) era mejor evitarlas, hasta yo sabía eso. Por ejemplo, viajar al extranjero era ir «más allá de la frontera», que era algo intolerable, un lugar del que no había vuelta atrás. De hecho, a aquellos que viajaban al extranjero y no regresaban los llamaban no retornados. Los condenaban in absentia y hacían sufrir a sus familias en su lugar. El único caso que conocía era el del marido de mi profesora de piano, a quien nunca vi en persona, porque estaba más allá de la frontera y, por tanto, de lo tolerable. Él era uno de los cientos de músicos búlgaros que habían viajado fuera por conciertos y se habían convertido en no retornados. El precio que pagaban era el riesgo de no volver a ver su hogar.

A medida que ibas siendo consciente poco a poco de por qué esa frontera estaba ahí (para que la gente como nosotros no pudiera marcharse), desarrollabas una permanente sensación como de frontera dentro de ti, como de indigestión. Aquel verano yo tenía diez años, la edad suficiente para sumirme en los torbellinos de la pasión. Mi objeto de deseo era un chico rubio mayor que estaba de vacaciones con sus padres. Nosotros habíamos venido desde Sofía, ellos habían venido desde Berlín, y durante dos semanas de delicioso tormento nos espiamos el uno al otro desde nuestras toallas de playa, acompañados por el tufillo de crema Nivea y el deseo preadolescente. Pero la falta de experiencia hizo su aparición, y cuando me encontré en la cola de los helados con él a mi espalda, alto y dorado como un Apolo, olvidé todas y cada una de las palabras de ruso –nuestra lengua en común– que había aprendido en la escuela. Cuando su familia se marchó, me pasé un día entero llorando. No había duda de que estábamos hechos el uno para el otro.

Lo que ninguno de nosotros podía saber era que la playa estaba llena de ojos de espías. Se concentraban sobre todo, tanto en número como en glamour, en el mítico International Youth Centre que había cerca de allí, donde, durante treinta años, la dorada juventud del bloque del Este venía de fiesta y a pavonearse en concursos de belleza, festivales de Neptuno y tardes de música en la playa. Estas playas no eran normales y corrientes. Esto era la Riviera Roja, el escaparate del bloque comunista, en las paternales palabras de Kruschev, que estaba convencido de la «especial intensidad del afecto de los búlgaros por nosotros». Aquí, alemanes del Este y del Oeste, noruegos, suecos, húngaros, polacos y checoslovacos venían a jugar en los complejos turísticos Golden Sands y Sunny Beach, que habían brotado en la década de 1960 y que se habían convertido rápidamente en la industria con mayor rendimiento para el Estado. Porque esto era turismo totalitario y todo era propiedad del Estado, incluso la arena. Nosotros nos quedábamos en una habitación alquilada de forma ilegal en la casa de un lugareño, ilegal porque solo los hoteles del Estado podían hacer negocios de forma legal. Nuestra tranquila ciudad costera se llamaba Michurin en honor al biólogo ruso que revolucionó los cultivos. Michurin, con su clima mediterráneo, fue el emplazamiento de un excéntrico experimento agronómico al estilo soviético, en el cual los científicos intentaron cultivar eucaliptos y árboles de caucho, té y mandarinas. Cierto, esta fértil tierra producía ya nueces y almendras, higos y vides, pero lo importante era demostrar que el socialismo maduro podía controlarlo todo, desde el curso de la historia hasta el comportamiento de los microorganismos.

Era un lugar en el que uno de cada dos camareros estaba al servicio de la Seguridad del Estado búlgara, mientras un «grupo operativo» entrenado de forma especial y formado por agentes checos, de la kgb y de la Stasi disfrazados de veraneantes, vigilaba a los hedonistas. Los alemanes del Este eran conocidos entre los lugareños como «los sándalos», porque solían escaparse a hurtadillas de la playa por la noche ataviados con sus sandalias y su ropa de playa y se sumergían en Strandja, el oscuro bosque de la granitza, con su espinoso gra-gra.

Los que no iban por el bosque, iban por la costa, en trajes de buceo y con barcas inflables de playa y colchonetas, y remaban hacia el sur, hacia Turquía, que parecía estar muy cerca hasta que el mar los arrastraba. Al otro lado de aquel mar sin marea que era el mar Negro –con su noventa por ciento de agua anóxica debajo de la capa superior oxigenada– estaba la Unión Soviética.

Echaba de menos a mi flechazo alemán e ignoraba que mis anhelos se repetían en otros cuerpos de la playa que iban en busca de pareja, para líos de una noche, para comerciar, para hacer intercambios, para casarse. Para encontrar una manera de cruzar la frontera. Desde sus inicios en la década de 1960, la Riviera Roja ha sido un mercado humano donde la puja más alta no era el amor, sino la libertad. Y el precio más alto que podías pagar era tu vida. Muchos lo hicieron.

Había un gran trecho desde la playa hasta la frontera turca, y aquella ruta atravesaba las colinas boscosas de Strandja, que proyectaba una sombra propia de la medianoche sobre los soleados complejos turísticos. Lo único que sabíamos de Strandja era que estaba lleno de ríos, rododendros y reptiles, y que en sus pueblos se celebraba un rito de fuego en el que la gente caminaba sobre brasas. Para mayor confusión, la práctica de aquel rito la había prohibido el Estado, excepto en sitios oficiales como el International Youth Centre, donde las personas que caminaban sobre las brasas eran gente aprobada por el Estado, así como los osos bailarines encadenados que traían para entretener a los visitantes; eran osos oficiales. Y para visitar Strandja necesitabas un permiso oficial del Ministerio de Asuntos Internos llamado lista otkrit. En otras palabras, no se podía visitar.

—¿Por qué no podemos ir a Strandja? —pregunté cuando el chico alemán se había ido y el helado había perdido su sabor.

—No se nos ha perdido nada allí —dijo mi padre.

—El bosque está lleno de soldados —dijo mi madre.

Había un muro electrificado de alambre de espino a lo largo de toda la frontera. Aquellos que se adentraban en el bosque podían leer la señal de advertencia dirigida a ellos en los dos principales idiomas de la desesperación:

внимание гранична зона!Achtung Grenzzone!

Pero si habías caminado lo suficiente como para leer esta señal, durante días y noches por aquel bosque de reptiles, ¿por qué ibas a volver atrás?

Si la inocencia es la sensación de que el mundo es un lugar seguro y justo, aquel verano empecé a perder la mía. ¿Por qué no podíamos seguir los pasos de la familia alemana a Berlín? ¿Por qué no podíamos –nosotros o, para el caso, la familia alemana– ir a Turquía, que estaba justo ahí, bajando por la costa? ¿Por qué un alemán había tenido que cruzar la frontera volando en un globo aerostático, como contaba la historia apócrifa, a menos que aquello fuera cierto? Porque vivíamos en una prisión al aire libre. Un sentimiento de rebeldía melancólica comenzó a germinar.

Seis años después, «los sándalos» ya no tenían necesidad de venir hasta aquí para escapar porque el Muro de Berlín había caído. Nuestra familia cruzó la frontera, aunque no aquélla, sino otra frontera imaginaria sobre el Pacífico, rumbo a una nueva vida en Nueva Zelanda, un lugar con otra clase de playas.

Volvía a ser verano cuando llegué, treinta años más tarde.

En el aeropuerto de Burgas, las viñas bordeaban la pista de aterrizaje y el aire olía a gasolina y a sexo inminente. Había volado desde Edimburgo con una aerolínea chárter y el avión iba lleno de hombres tatuados y mujeres de risotadas y maquillaje estridentes. Pisé el suelo búlgaro en compañía de rusos húmedos y alborotados, jóvenes escandinavos granudos por culpa de las hormonas y familias de piel clara de otras latitudes del norte. Los consumidores turísticos de Europa eran despachados como carne enlatada desde esta irritante ciudad portuaria hacia los vibrantes complejos turísticos de Golden Sands y Sunny Beach. Mi Riviera Roja se había convertido en un feliz infierno del capitalismo global.

Alquilé un coche y pasé por los lagos salados multicolor del golfo de Burgas. Los cantos ahogados de pelícanos, cormoranes y martines pescadores, el olor a higos maduros, al verano polvoriento y vigoroso de la crema Nivea, las grúas del puerto y los barcos gigantescos, que eran como ciudades inmóviles. Aquí comenzaban las oscuras colinas de Strandja.

Cogí la tranquila carretera de la costa, que había visto por última vez hacía treinta años desde la parte de atrás del Škoda familiar. Antes de que la carretera se dirigiera tierra adentro, me detuve en la última ciudad costera: la tranquila Michurin de mi infancia. Pero había recuperado su antiguo nombre, Tsarevo, y, por un instante, fui incapaz de encontrarla en el mapa porque para mí siempre será Michurin. Los intentos de cultivar eucaliptos y árboles de caucho habían acabado hacía tiempo y se había vuelto a los higos, las vides, las almendras y las nueces nativos. A lo largo de la carretera que se adentraba en la ciudad, había mujeres y hombres en pantalones cortos sentados en taburetes y con letreros escritos a mano: «Se alquilan habitaciones». En la época de la Riviera Roja, podían haberlos detenido por «piratas».

Me comí un plato de espadín frito en el puerto. Los niños saltaban en el agua entre gritos y todo sabía a lágrimas. Pero estaba aquí por el antes prohibido Strandja, no por el mar. Hice de tripas corazón y seguí con el viaje.

Strandja: supe que estaba dentro porque el tráfico se detuvo de repente y el bosque me engulló. La carretera se volvió discontinua y el verde de aquella jungla la envolvió; el verde estaba lleno de lagunas con musgo y santuarios megalíticos de piedra empleados en cultos dionisíacos del pasado. El único tráfico que vi fue una pareja gitana que me adelantó con su coche de caballos y me deslumbró con una sonrisa de dientes de oro, como si todo fuera bien.

Cuatro caballos negros sin montura paseaban tranquilamente y echaron a galopar en cuanto oyeron el motor. Se separaron para dejar que mi coche siguiera adelante y se cerraron a mi paso como en una película muda.

Mi destino era un pueblo de la frontera metido en un valle; pensaba pasar un tiempo allí y explorar la zona. Desconcertada por la ambigua red vial y las señales torcidas que apuntaban a la espesura, me perdí. Cuando me detuve en aquella carretera desierta para abrir el maletero del coche y buscar una botella de agua, oí un crujido de ramitas y fui a investigar. Siempre es una mala idea. Dentro del bosque, sentí que algo se me acercaba por todos lados. Me entraron moscas parecidas a mosquitos en la nariz y la boca y, mientras corría de vuelta al coche, casi piso un nudo de víboras inquietas. Seguí conduciendo con las manos temblorosas.

Unas vistas brutales se abrieron bajo la carretera ascendente, como una bofetada que te hace tambalearte. Vértigos de terciopelo, un mundo plegado en sí mismo, como si tuvieras que jugártela y aventurarte para aparecer en el otro lado de un abismo.

strandja

La última cordillera del sureste de Europa. Superficie: 10 000 kilómetros cuadrados. Antigüedad: trescientos millones de años. Comienza en el mar Negro por el este y disminuye hasta acabar en las llanuras tracias hacia el oeste. Se formó poco a poco gracias al choque y la separación de las placas euroasiáticas, cuyo último y drástico resultado fue el estrecho del Bósforo. Los cañones fluviales de Strandja le deben su forma al continuo hundimiento de la costa del mar Negro. Aunque el pico más alto de Strandja mide solo 1 031 metros, ahí arriba te sientes cerca de las estrellas, muy cerca. En la zona turca, a la cordillera la llaman Yildiz, la estrellada.

Como Strandja no experimentó la última edad de hielo, sus hábitats conservan plantas de la era terciaria, por lo que es un auténtico museo al aire libre de especies reliquia, incluyendo el clásico y original Rhododendron ponticum, que se planta en otras partes del mundo pero que ha vivido aquí de forma continua desde el Terciario. Veintitantas especies de reptiles crían en este paraíso de aves, anfibios, reptiles y mamíferos donde hay algo seguro: aunque las personas son escasas, nunca estás solo en el bosque.

Strandja conserva todavía lugares de culto megalíticos y otros misteriosos restos de los antiguos tracios, que dejaron vestigios no escritos de su existencia. Los escasos restos escritos que existen son enigmáticos, como esta amistosa inscripción en piedra del siglo ii a. C., en griego: «Forastero, tú que has venido hasta aquí, ¡cuídate!». Para los antiguos griegos, los tracios eran extranjeros –los «recién llegados, de las tierras más remotas», escribió Homero en la Ilíada5, si es que se pueden considerar recién llegados a tribus que estaban ya bien establecidas en estas tierras en el 4000 a. C. Aunque no fue hasta mediados del segundo milenio a. C. cuando se convirtieron en una población étnica cohesionada. Homero fue el primero que mencionó a los tracios y escribió sobre su rey Reso, cuyos ejércitos aparecieron junto a los troyanos en la guerra greco-troyana, con sus caballos blancos como la nieve y «veloces como el viento» y sus cuádrigas de oro y plata que «parecían algo que ningún mortal debería llevar, pues eran propias de dioses inmortales». Volveremos a lo del oro.

Antes del siglo xiv d. C., cuando aparecieron los turcos selyúcidas, Strandja estaba salpicada por la cambiante frontera bizantino-búlgara, y en alguna parte de Strandja estaba Paroria, el complejo monasterial del gran anacoreta Gregorio del Sinaí. Su influyente y quietista filosofía del hesicasmo fue la primera forma de rezo psicosomático parecida a la meditación extática. Pero Paroria desapareció sin dejar rastro.

Tradicionalmente, los habitantes de Strandja hablaban búlgaro y griego y vivían de los molinos, la explotación forestal, el carbón y la construcción de barcos, pero las dos grandes riquezas de la montaña eran el oro y la ganadería. Dentro del Imperio otomano (1300-1900), Strandja gozaba de un estatus especial: como era propiedad de la familia del sultán estaba casi exenta de impuestos y libre de colonizadores extranjeros. De hecho, desde la antigüedad hasta las guerras de los Balcanes (1912-1913), la población de Strandja ha estado muy aislada. Hoy en día, la frontera búlgaro-turca disecciona las cordilleras. Si contamos a las personas que hay en ambos lados, en Strandja solo viven cerca de ocho mil personas.

Sobre el tema del oro. A los tracios les encantaba y lo extraían en Strandja de manera extensa, y tanto buscadores de tesoros como arqueólogos siguen encontrando artefactos de oro puro increíbles. Fue en estas costas pónticas donde, en el 4600 a. C., las primeras joyas de oro de la humanidad, joyas que podían lucirse en el cuerpo, se colocaron en una necrópolis (la Necrópolis de Varna). Las antiguas minas revelan también una intensa extracción de plata, cobre, hierro y mármol, sobre todo después de la guerra de Troya. Hay quien dice que Strandja es como un queso suizo gigante lleno de viejos túneles y secretos subterráneos sellados.

Conocer estos datos sobre Strandja parecía ser un buen comienzo, hasta que llegué al pueblo del valle.

El pueblo del valle

El pueblo del valle estaba al final de la carretera. Se descendía a él a través de un bosque mixto que era la última reserva protegida de los Balcanes. Las caras de los ciervos aparecían y desaparecían en la luz verde y los pájaros carpinteros golpeteaban mensajes en código.

Alquilé una casita de dos plantas en la última calle, construida hacía poco por sus ausentes propietarios. Las dos casas que tenía al lado estaban abandonadas y sus jardines repletos de frutales silvestres que arrojaban peras doradas a mi patio. Una tortuga cruzaba el césped por la mañana y volvía a cruzarlo al atardecer. Las casas abandonadas tenían tres siglos de antigüedad y revestimientos de madera, y también una curiosa teja extraíble en el tejado para dejar entrar la luz, o tal vez para espiar a los vecinos.

Hasta la década de 1990, allí habían vivido dos mil almas; ahora eran menos de doscientas. La escuela permanecía vacía con sus ventanas rotas, y también la panadería, la tienda de comestibles y los edificios militares. Los meandros del río se desbordaban dos veces al año, además de desbordar el propio pueblo, y hasta el siglo veinte la gente conservó una tradición del Antiguo Egipto: recogían los residuos fértiles de la crecida del río con artilugios hechos a partir de ramitas entretejidas y sujetos a los nogales que bordeaban las orillas. Los nogales seguían ahí, cargados de amargos frutos verdes.

El pueblo fue bautizado con el nombre del mercader griego que lo fundó, ya que fue un pueblo de habla griega hasta las guerras de los Balcanes, cuando millones de personas perdieron una patria o peor, y ganaron una casa vacía en un país extranjero con las cazuelas todavía calientes. En el triste carrusel llamado «intercambio de poblaciones», los hablantes de griego de los pueblos cercanos al mar Negro como este habían huido a los pueblos de los alrededores de Tesalónica, y en su lugar llegaron refugiados búlgaros procedentes de Turquía. Los musulmanes de ambos países fueron expulsados a Turquía. Esta catástrofe civil fue solo el estribillo del largo canto fúnebre del Imperio otomano.

Una impresionante iglesia ortodoxa, antes llamada Constantino y Elena en honor a los santos protectores locales, resaltaba en la línea del horizonte con su campanario de madera. Los iconos habían permanecido intactos desde que los griegos se habían marchado cien años atrás, dejando un regalo involuntario para los búlgaros que llegaron. Poco después, hubo un incendio en la iglesia. La gente del pueblo lo contempló hasta que oyeron gritos humanos y entonces corrieron hacia las llamas, pero allí no había nadie; los iconos estaban gritando.

Más allá de mi jardín, solo había antiguos caminos ganaderos y colinas boscosas hasta llegar a Turquía. Por la noche, los chacales se acercaban a los alrededores del pueblo y aullaban, y los perros del pueblo respondían a sus aullidos con más aullidos en una orquesta infernal. Como no podía dormir, me senté en el balcón y seguí los ojos amarillos que había en los alrededores del bosque. Unos avispones del tamaño de gorriones invadieron la casa y los aplasté con libros rusos de tapa dura que había en las estanterías porque, según dicen, el aguijón de un avispón puede matarte. Guerra y paz resultó ser ideal.

Mi vecino más próximo al otro lado de la calle era un antiguo jugador y campeón de baloncesto muy alto. Había perdido a su mujer y a su hijo y pasaba los veranos aquí, en la antigua casa familiar, aunque su jardín tenía el mismo aspecto descuidado del resto. Se le iluminó la cara cuando me vio:

—¿También te has enamorado de Strandja?

No esperó mi respuesta.

—Ya lo verás. Quédate otra semana más y no serás capaz de marcharte. O te irás y te pondrás enferma. Así se las gasta la montaña.

Me eché a reír demasiado pronto.

La plaza del pueblo era destacable por dos cosas. La primera, un anillo de piedra construido en el suelo donde una vez al año, en el panagyr o fiesta del pueblo, se encendía un fuego y los adoradores del fuego, llamados nestinari, pisaban las brasas mientras sujetaban iconos. La segunda, un café-bar que era una especie de cuartel general del chismorreo. Desde aquí se avistaba a los recién llegados, que incluían a los turistas que se dirigían a Estambul y cuyos sistemas de navegación por satélite los habían traído hasta aquí porque era el camino a Turquía más corto a vuelo de pájaro. La gente llamaba a este local La Disco, porque en el sótano había un poste de hierro anclado en el suelo que servía como pista de baile, aunque no vi bailar a nadie nunca.

Los propietarios eran una pareja local: un hombre hablador y rollizo de rasgos pequeños llamado Blago y la esbelta Minka, una mujer de pocas palabras. Te ponía lo que habías pedido en la mesa con un cortante y fatalista «Que aproveche». Detrás de sus ojos grises parecía haber sueños monolíticos, como si su rostro hubiera sido esculpido a partir de las colinas, joven pero anciana.

Blago se pasaba el día sentado y fumando, con aquella cabeza rapada que recordaba a un faro. Me contó cómo, en su niñez, que también había sido la mía, cuando los griegos vinieron a visitar los hogares de sus antepasados, la milicia popular agrupó después a los niños y les preguntó: «¿Habéis cogido alguna cosa de los griegos?». Los niños no pudieron mentir, así que la milicia les confiscó los chicles, los bolígrafos y el chocolate y luego les rapó la cabeza.

—Para enseñarnos lo que era coger cosas de los capitalistas —dijo Blago y resopló—. No pongas esa cara. Era lo normal. Como cuando nos convocaban en la plaza siempre que pillaban a algún sándalo en la alambrada. Teníamos que verlo.

—¿Ver qué?

—Los maltrataban —dijo—. Todavía puedo recordarlos como si fuese ayer. Jóvenes. Esposados. En sandalias. A veces ensangrentados por los perros. Recuerdo su ropa oscura para camuflarse con el bosque. Ése era el enemigo, decían nuestros policías. Y nosotros nos lo creíamos. Porque si no, no se habrían metido en semejante lío, ¿no?

Blago apagó el cigarro.

—Que aproveche—. Minka me puso una ensalada delante y se sentó a contemplar las colinas.

Minka había sido testigo de lo que llamaba «la caída libre» de su precioso pueblo. Existían dos motivos: la Guerra Fría y la frontera, que parecían ser lo mismo.

En otoño de 1944, el Ejército Rojo llegó, y Bulgaria, convulsionada hasta entonces por una alianza homicida con la Alemania nazi, se convulsionó ahora por un golpe de Estado suicida, que se completó con los tribunales populares que repartían condenas a muerte con un desenfreno soviético. Había sido una economía agraria (la Unión Agraria era el partido más grande, y cerca de un 70 por ciento de las personas trabajaban la tierra), pero en cuanto el Partido Comunista asumió el poder absoluto, la colectivización comenzó. Por supuesto, la colectivización era un eufemismo del robo por parte del Estado, pero aquellos que lo señalaban eran asesinados, exiliados, enviados a campos de trabajo o silenciados de otra forma. La Unión Agraria fue ilegalizada, así como el Partido Socialdemócrata de los Trabajadores y todos los demás. Los que perdieron su tierra, que fueron todos los que tenían tierras, tuvieron dos opciones: emigrar a las fábricas de las nuevas ciudades del plan quinquenal o seguir trabajando una tierra que ya no era suya y cumplir con las imposibles cuotas del plan de cinco años que duró cuarenta y cinco.

Mi bisabuelo era uno de los viticultores modernos del país y cofundador de Gamza, una próspera cooperativa vinícola de la zona norte de la cordillera de los Balcanes. De la noche a la mañana se convirtió en «enemigo del pueblo», escapó de la ejecución por muy poco y lo despojaron de su pensión; pasó sus últimos diez años compartiendo un piso diminuto en Sofía con su hija, que lo mantenía, aunque nunca perdió el brillo en los ojos ni su gusto por el vino. Curiosamente, y a pesar de esta rápida y furiosa industrialización, las exportaciones principales siguieron siendo las mismas: tabaco, frutas y verduras, productos que Bulgaria suministraba a todo el bloque del Este.

Con el tiempo, la industrialización produjo los resultados que tendrían que haber sido el motor de la revolución que no fue: en este país tan rico en tierras afloró una sociedad en la que la población rural y la urbana se vieron desposeídas por igual.

—Es un poco irónico —dije.

—Eso es la historia para ti —dijo Blago con una sonrisita—. Lo único que hace es fabricar ironías.

—Vivir aquí es como un chiste sin la frase graciosa —dijo Minka.

La familia de Minka había vivido en el pueblo desde siempre; como a todo el mundo durante la época de la Guerra Fría, no les estaba permitido vivir o trabajar en ninguna otra parte. Pero si vivías aquí también necesitabas un sello especial del Ministerio de Asuntos Internos porque se trataba de una zona fronteriza.

—Trabajando de forma forzada. Marcados —dijo Minka con una expresión imperturbable—. Aun así, aquella época era mejor. Simplemente porque había gente. ¿Y ahora?

Para la década de 1970, la industrialización había sido un éxito, en el sentido de que se habían construido muchas grandes estructuras, incluyendo embalses como el que había inundado la antigua ciudad de Seutópolis, el yacimiento tracio más grande que se ha excavado hasta la fecha. Era lo justo: el comunismo iba con prisa, no tenía tiempo para cuestiones tan burguesas como el pasado o el medioambiente. Pero con toda esta laboriosa actividad en marcha, los pueblos y las ciudades fronterizos fueron desangrándose y perdiendo la vida. A finales de la década de 1970 y principios de la de 1980, el Estado intentó darle un empujón a la economía local abriendo minas de cobre y ofreciendo vivienda prácticamente gratis. Pero fue demasiado poco y demasiado tarde.

Luego, con la brutal caída en picado del poscomunismo de la década de 1990, el mercado libre arrasó de la noche a la mañana las viejas estructuras de la economía planificada. El ejército fronterizo se levantó y se marchó. La gente emigró en masa. La naturaleza salvaje se cerró sobre la tierra como después de un apocalipsis.

—Ya no hay forma de ganarse la vida —dijo Minka—. La única esperanza es el ecoturismo.

—Pero mira las carreteras —dijo Blago.

Había tantos baches en las carreteras, que tenías que echarte un rato en una habitación a oscuras después de cada trayecto en coche.

Tirado en un rincón del jardín del alcalde había un viejo letrero pintado a mano:

¡Viva la unión internacional de las clases obreras, de todas las fuerzas del progreso unidas en la lucha contra el imperialismo por la paz, la democracia y el socialismo!

Una utopía que había salido mal justo por las razones por las que debería haber salido bien merece un minuto de silencio y muchos de reflexión, y aquí había salido aún peor que en otras partes, por eso la visión de las cosas de los lugareños era algo que solía experimentarse en la guerra: el desengaño colectivo. En el pueblo del valle no había socialistas de salón, ni antiglobalistas, ni anticomunistas, ni anticapitalistas. Solo supervivientes. Las mujeres eran mayores, los hombres solitarios y los niños habían desaparecido. Olvidados por la justicia, los supervivientes celebraban los pequeños éxitos, y la vida en el pueblo del valle era agradable y discontinua.

—Estoy a cargo de un pueblo moribundo, de una muerte anunciada —dijo el alcalde. Se había unido a nosotros en las mesas de fuera para tomar un café—. Como decía mi tía abuela cuando la lectura de las brasas no era buena, cherna chernilka, negro-negrísimo. Lo único que está en mi mano es hacer que la vida de la gente sea lo mejor posible, y no es algo difícil, son felices con muy poco.

Su tía abuela se había dedicado a leer fortunas, pero el alcalde era un hombre pragmático. Era un mecánico de coches que se había pasado la vida en Burgas con grasa hasta los codos, e iba por ahí en chancletas y pantalones cortos arreglándole el coche a todo el mundo sin cobrar nada por ello. Pero ni siquiera un pragmático podía evitar tener sueños de vez en cuando, y amaba tanto su pueblo que había construido un parque infantil para los niños ausentes.

*

Pasaba día y noche en La Disco contemplando cómo las águilas flotaban inmóviles sobre las colinas y esperando que ocurriera algún milagro. Los milagros aquí parecían ser tan inevitables como los desastres. Pasé tardes explorando la biblioteca del pueblo, donde la literatura que se había publicado en mi adolescencia estaba ordenada alfabéticamente en las estanterías y un bibliotecario se encargaba de abrirlas y cerrarlas con llave, a pesar de que solo tres personas usaban la biblioteca con frecuencia: un amable expastor de noventa años que me dijo de forma confidencial que una vida de libros y colinas es la única vida que vale la pena, la rusa guapa y Nedko.

La rusa guapa trabajaba en silvicultura marcando árboles y encargándose del mantenimiento de los caminos con otras dos personas. Una de ellas era un conocido gaitero, un hombre rollizo y de cara rubicunda que no se separaba jamás de su gaita. Se la llevaba al trabajo y, durante los descansos para comer, solía sacar su pequeña petaca de rakia, se sentaba en el tronco de algún árbol y tocaba las antiguas y agridulces melodías de Strandja.

—Cuando la gaita abre la garganta, todos olvidamos nuestros problemas —dijo la rusa guapa—. Y, de todas formas, los árboles son una compañía mucho mejor que los humanos.

Estaba casada con un matemático que en su momento había sido brillante y que ahora era un hombre que se bebía media botella de rakia a la hora del almuerzo. Tenían tan poco dinero que ella no había podido volver a Rusia en treinta años. Una mañana, se inclinó sobre su café y suspiró:

—No dejes la colada en el jardín durante la noche.

—Sí —dijo Nedko—. Mi madre también lo dice.

Nedko era amigo suyo. Era un chico guapo de ojos azules y rostro bronceado. Había sido cocinero en un restaurante, pero se había visto obligado a pasar una década entera cuidando de sus padres enfermos. Los treinta se le habían acabado ya, su madre seguía postrada en la cama y, a pesar de que no había duda de que él la quería muchísimo, tenía el aspecto atormentado que otorga la responsabilidad. Vivía en una casa en lo alto del pueblo con una vista inmensa de las boscosas colinas que te llenaba de una profunda alegría.

—Hay mujeres que deambulan por el pueblo durante la noche y echan agua maldita y tierra de cementerio en la ropa de la gente. Te pones la ropa y estás maldito —dijo él.

—No te rías —dijo la rusa guapa—. Un día encontré un crucifijo negro en mi puerta. En mi ignorancia, lo cogí. Fue hace veinte años. Desde entonces solo he tenido mala suerte. No cojas jamás un crucifijo del suelo con las manos.

—Aquí hay mujeres —dijo Nedko— que echan el mal de ojo. No pueden evitarlo.

—¿Quiénes son?—. Miré a mi alrededor, ya sin reírme. La verdad es que una de las mujeres ancianas me había mirado de una forma que me había dejado completamente helada.

Nedko meneó la cabeza. —No se puede decir sus nombres. Pero todo el mundo lo sabe.

En otra mesa estaba sentado S., un afable emigrado jubilado que había vivido en Polonia durante treinta años pero que volvía a casa de sus padres todos los veranos.

—No sé por qué —dijo—. Aquí estoy más solo que la una.

Conducía un brillante Land Rover y alardeaba de que tenía tantos hijos como nietos, tantos coches como casas, y de que, desde muy joven, había tenido una suerte increíble con las mujeres. Había crecido en los barracones que había tras la alambrada de espino con su padre, que era guardia fronterizo. Había visto de todo con sus ojos infantiles. Por ejemplo, a un alemán que usó un detector de metales para burlar la alarma de la alambrada de espino; los guardias lo descubrieron con el siguiente alemán que trató de hacerlo con menos éxito.

Los soldados eran idiotas y estaban aburridos, dijo el emigrado, y se entretenían cazando jabalíes y haciendo salchichas con ellos. Y había un gran problema, dijo el emigrado meneando la cabeza, ni una sola mujer. De vez en cuando, la visita de una esposa o de una puta. Él no habría durado, habría intentado escapar.

—Ahora que lo pienso, sí escapé, claro que lo hice—. Se echó a reír con amargura. —Hui de esos malditos comunistas que lo envenenaban todo con su mirada. ¡Eso sí que era mal de ojo! Daba igual lo bien que lo pasaras. Y tenía una suerte increíble con las mujeres.

S. me cayó bien y me pregunté por qué su mujer polaca no venía nunca con él.

Un domingo se celebró una fiesta en La Disco. Se había colocado un rellano de cemento en la casa de alguien, un pequeño éxito que había que celebrar. Minka estaba cocinando en el sótano y todo el mundo se había sentado fuera en una mesa larga.

Las madres ancianas masticaban trozos de cerdo, tomaban tragos de rakia y se reían, dejando al descubierto los dientes que les faltaban. Habían enterrado maridos y más; podían permitirse reír.

Un acordeonista se sentó en el centro; su apodo era El Pequeño6, pero no era pequeño, tenía una estatura normal. A su lado estaba su hijo, un chico de pómulos marcados y mirada desconfiada, de carácter reservado. No como el Gran Stamen, que era tan grande que se salía de las chancletas; su risa era como un disparo en el oído. Su sonrisa era puro apetito, como la de un caníbal joven y amable. La mesa, la jarra de cerveza, este pueblo, todo se le quedaba pequeño. Durante la semana manejaba una máquina forestal en el bosque, algo apropiado para un gigante. Como todo el mundo aquí, el Gran Stamen era descendiente de refugiados procedentes de pueblos al otro lado de la frontera, en Turquía, donde las casas familiares abandonadas iban desmoronándose a medida que pasaban las estaciones.

—Eh, Pequeño —le dijo alguien al acordeonista—, ¿cuál es tu canción favorita?

—¡«El comunismo ha acabado»! —estalló Stamen y todos se rieron, excepto un par de personas que echaban de menos el pasado porque el presente era muy malo.

—No —dijo El Pequeño—, mi favorita es esta.

Y tocó una canción sobre un pastor que tiene un secreto pero solo puede contárselo a las colinas. El Pequeño había sido pastor de cerdos y, antes de perder su granja y convertirse en empleado del servicio forestal estatal, su voz se había escuchado por todas las colinas, a todas horas.

—Todavía sigo cantando, ¡y lo hago cada noche, oh, sí! —dijo—. Porque bebo y no puedo beber sin cantar.

Cada vez que abría su antiguo acordeón alemán y las venas de su cuello se tensaban y cantaba con su voz de enfisema, temía que fuera su última canción. Todo el mundo bebía mucho. Todos excepto D., que estaba sentado en un extremo y bebía Fanta. D. tenía cuarenta años y unas maneras suaves, amables. Había sido cocinero en los complejos turísticos de la costa hasta que, una noche en el pueblo, se enfadó estando borracho y golpeó a un hombre hasta hacerlo papilla. No hacía mucho que había salido de la cárcel; se había hecho apicultor hacía poco y aquel verano había conseguido su primera cosecha de miel de Manov, una valiosa variedad que las abejas recogían del bosque de robles. Antes de que me marchara, me dio un panal lleno de empalagosa miel negra. Él no tocaba la miel, era como si su penitencia le impidiera experimentar demasiado placer.

La siguiente canción la pidió un policía joven. Iba de patrulla por las ciudades y complejos turísticos de la zona sur del mar Negro. —¿Cómo es el trabajo? —le pregunté.

—Una locura en verano —dijo— y tranquilo en invierno. La mayoría son borrachos. Los británicos son los peores borrachos. Sus mujeres son como elefantes cabreados.

La policía búlgara, en un guiño al pasado, trabajaba hombro con hombro con las patrullas policiales alemanas a lo largo de este último puesto fronterizo de Europa, porque era el final del recorrido para todo tipo de prófugos, contrabandistas y malhechores internacionales.

—Vienen aquí a esconderse —dijo señalando las oscuras colinas que emergían por todas partes—. Y míralo. ¡Es perfecto!

Pronto cogería su arma y su coche y cruzaría el bosque rumbo a Tsarevo para su patrulla nocturna. Pero ahora tocaba un tambor gigantesco de piel de cabra y sus palillos eran dos antenas de coche rotas.

Alguien pidió una balada folk llamada «Nueve años», que contaba la historia de un hombre enamorado de una mujer que le echa una maldición a todo hombre lo suficientemente loco como para vivir con ella. Después de nueve años, los hombres se consumen y mueren. La madre del protagonista le suplica que no vaya con ella. —Pero ¿qué son nueve años, madre? —dice él—. ¡Ya he echado a perder toda una vida sin ella!

Algunos hombres tenían novias en otras ciudades, algunos estaban divorciados y otros no tenían a nadie. Las mujeres eran viudas o estaban casadas, como Minka y la rusa guapa. «Nueve años» era un tema lento y el ambiente cambió, la pena se volvió opresiva, como si las pérdidas de todos se juntaran allí de repente. Las colinas se oscurecieron con nubes de tormenta.

Ivan se removió en su rincón y echó mano a su rifle. Era el más joven de todos, un guardia fronterizo con una expresión completamente ausente. Cuando el último acorde se acercaba a su final, cruzó la plaza vacía con resolución. El terror me atenazó la garganta, y entonces colocó el rifle en posición, apuntó a la tormenta que se avecinaba y disparó una, dos, tres, cuatro, cinco veces. Los cartuchos vacíos cayeron en el anillo de cemento para el fuego.

Volvió y apoyó el rifle en la pared.

—Eso está mejor —dijo, y se sentó.

—Yo necesito muchos más cartuchos para sentirme mejor, pero no es el momento —bromeó Stamen y la tensión se disipó. El acordeonista se limpió la cara con un pañuelo. Estaba segura de que mis tímpanos no volverían a ser los mismos.

—Esto es lo que la vida de soltero le hace a nuestra cabeza —dijo Stamen empujando un plato de cerdo hacia mí—. Come. Lo que necesitamos son mujeres, mujeres agradables que puedan cantar. ¿Por qué no te quedas?

—O al menos ven una vez al año, como yo —dijo el polaco emigrado.

—Todas estas grandes casas vacías —dijo la rusa guapa—. Pidiendo gente a gritos.

—Nuestra iglesia no ha visto una boda en veinte años —dijo la madre de Stamen.

Entonces, los cielos se abrieron y una cortina de agua cayó sobre la plaza vacía. La mesa se dispersó. Me fui a casa y recogí mi colada del tendedero antes de que anocheciera. No creía en el mal de ojo, pero por si acaso, por seguridad.

Cuando la lluvia paró, me senté en el balcón a esperar que los chacales emergieran de la niebla, y la idea de tener que dejar este pueblo, como acababa haciéndolo todo el mundo tarde o temprano, se me clavó de tal forma, me dio tanta pena, que yo misma podría haber aullado.

agiasma

Palabra griega que significa manantial sagrado y curativo. En el pasado, los manantiales eran lugares de culto para los tracios, cuya adoración a la diosa Madre se encarnaba en los santuarios, similares a una matriz, y las húmedas grutas de Strandja, donde se recibían los rayos del dios Sol, hijo y amante de la diosa.

Miles de años después, la relación humana con los agiasmas perdura, tal vez porque el agiasma hace de mediador entre el reino material y el reino mágico, entre la noche del invierno y la incubación (Caos) y el sol del verano y el renacimiento (Cosmos).

A partir del mes de mayo, el agua comienza a fluir libremente. Los agiasmas se han abierto, dice la gente. Se acude a ellos para lavarse la cara y la conciencia, curar males y maldiciones y dar la bienvenida a la nueva estación. Si cuelgas una tira de tela de tu ropa en un árbol próximo, dejarás atrás tu enfermedad o una pequeña parte de tus penas. Los árboles acaban tan cargados de telas que en invierno, cuando los manantiales cortan su flujo, las gruñonas autoridades van a limpiar el desastre.

Una mañana, me llevaron a un lugar en lo más profundo del bosque fronterizo. Lo llamaban el Gran Agiasma.

Todo comienza con un manantial

La excursión al Gran Agiasma comenzó en La Disco. Me uní al convoy que se deslizaba por el cañón hasta un lugar fuera del mapa. Aquel lugar era un claro en el bosque fronterizo atravesado por pistas de caza y carreteras ganaderas. Más allá de los barracones fronterizos abandonados e infestados de serpientes donde el afable emigrado polaco había pasado su infancia y cuya entrada de baldosas rotas estaba decorada con un fantasmagórico eslogan:

En la frontera nacional, orden nacional

Viajé en una furgoneta de la época soviética con mujeres del pueblo. El conductor hizo lo que pudo con la carretera desenterrada, pero aun así saltamos arriba y abajo en aquellos duros asientos hasta que los dientes restantes de la boca colectiva castañetearon. Las mujeres llevaban iconos apoyados en el regazo, como si fueran niños, «vestidos» con encajes y tela roja, pero cuando les eché un vistazo por debajo, me sorprendieron sus caras humanas con ojos expresivos.

—Algunos son muy antiguos —dijo una mujer de rasgos anchos y masculinos. Los iconos más antiguos tenían tres siglos. Las mujeres los cuidaban como si fueran huérfanos.

—Por eso solo los sacamos de la iglesia el día de Constantino y Elena —dijo una mujer llamada Despina. Vivía en mi calle y tenía un jardín exuberante y un marido postrado en cama.

—¿Qué tal lo estás pasando en nuestro pueblo, corazón? —dijo otra mujer que siempre estaba comiendo chicle. Me caía bien; tenía una expresión franca que decía Esas cosas pasan—. Pronto habrá cerezas. En la ciudad no hay cerezas como estas.

—Puede que tengan cerezas en Escocia —dijo Despina.

—No, en Escocia tienen whisky —corrigió la mujer del chicle, y me guiñó un ojo—. Y los hombres llevan faldas de cuadros, ¿a que sí?

Hubo risitas. Como señal de que formaba parte del grupo, me dieron un icono para que lo llevara en mi regazo. Evité mirar a la mujer de los intimidantes iris azules que no decía nada y que quizá, o no, echaba mal de ojo.

—No tenemos muchas visitas, cielo —dijo otra mujer, antigua cocinera del comedor de la escuela—. Tenías que haber visto cómo era el pueblo antes.

—La escuela, la biblioteca —dijo Despina—. Los huertos, los campos, los rebaños. Miles de cabezas de ganado. Nuestro pueblo era rico.

—Lo pasado, pasado está —dijo la mujer del chicle.

—Hace unos pocos años fuimos a Meliki —dijo la mujer de rasgos masculinos— a visitar a los griegos. Una gente encantadora.

—Una gente encantadora —convino todo el mundo. Los griegos de Meliki eran descendientes de aquellos que habían dejado atrás los iconos un siglo antes. Todavía practicaban el ritual de caminar sobre el fuego, llamado anastenaria en griego y nestinarstvo en búlgaro.

—También hemos estado en el Strandja turco —dijo la mujer del chicle—, en nuestros antiguos pueblos. Para ver las casas de nuestros padres. Pero allí ya no vive nadie. Solo hay ruinas.

—Pueblos vacíos —dijo la mujer de rasgos masculinos. Era barrendera y la gente la llamaba «El Oído» porque tenía un oído extraordinario y podía interceptar una conversación susurrada a varias calles de distancia, dentro de las casas y puede que incluso dentro de la cabeza de la gente. La veía todos los días con su escoba barriendo polvo invisible de la plaza vacía, sintonizada a alguna frecuencia más allá de las colinas. Trataba de no pensar en nada cuando pasaba a su lado, pero ella siempre me miraba fijamente con sus ojos estrábicos, y yo me estremecía.

La furgoneta se detuvo por fin. La gente estaba reuniéndose en el claro.

El claro se conocía como La Patria, una auténtica proeza de la metonimia. Había presenciado reuniones de adoradores del fuego, músicos, juerguistas, videntes místicos y borrachos normales y corrientes durante cientos de años, y tal vez miles, hasta finales de la década de 1940, cuando el culto a la naturaleza quedó interrumpido por el culto a Stalin. Mi generación había crecido en el último coletazo de esa interrupción.

Había calderos de sopa de cordero burbujeando en los fuegos y las mujeres de la furgoneta se pusieron a remover el guiso. Había cinco plataformas de madera llamadas odarche