Una calle sin nombre - Kapka Kassabova - E-Book

Una calle sin nombre E-Book

Kapka Kassabova

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¿Por qué es todo tan feo? Eso le preguntó la niña a su madre mientras divisaba, desde el balcón, un horizonte de fango y cemento, un laberinto gris de edificios plúmbeos como centrales nucleares que perfilaban el siniestro skyline de Sofía y condensaban el espíritu del comunismo búlgaro: ideales elevados, cimientos carcomidos. Muchos años después, la escritora Kapka Kassabova regresa a su Bulgaria natal para adentrarse en el corazón de la memoria y tratar de responder aquella pregunta que un día hizo desde el balcón de un bloque en el que ingenieros, obreros y psicópatas convivían democráticamente con las cucarachas. A su piso de dos habitaciones en una calle cuyo nombre nunca llegó a saber. Con el trazo íntimo de una prosa delicada y ácida, Kassabova ofrece el testimonio de un desarraigo personal en mitad de una Bulgaria donde el comunismo pervive como un cerco indeleble en el urbanismo y la memoria colectiva. Una calle sin nombre es el viaje —literal y literario— en busca de un hogar que ya no existe, de las ruinas de un sistema demolido y de una identidad maltrecha por la huida y el exilio. ¿Qué queda del mundo que dejó atrás? De Chernóbil y sus estragos. De la fascinación por los souvenirs de Occidente. De la sospecha ante la propaganda. Del estigma de sentirse los pobres de Europa. De los sueños de una sociedad y una familia arrolladas por la Historia.

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Veröffentlichungsjahr: 2020

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A mis padres y a mi hermana, que en el peor de los tiempos dieron lo mejor de sí.

Este es un libro de no ficción. Todos los nombres han sido modificados para salvaguardar la privacidad de los afectados, con excepción de las figuras públicas, los miembros de la familia de la autora –que no han corrido con esa suerte–, y algunos que ya fallecieron y que, si nos miran desde algún lugar mejor, confío en que ya no les importará.

«Me metí en el bosque…»

Los niños que crecimos en la Bulgaria comunista jugábamos a un juego que se llamaba «Me metí en el bosque». Se jugaba más o menos así: «En el bosque me metí, unas hojas removí y una foto descubrí de…». Luego tenías que decir con gestos aquello que te habías encontrado y los demás tenían que adivinarlo. Tan sencillo como endiabladamente difícil. Cualquier cosa podía acechar bajo las hojas, desde una seta hasta un cadáver; muchas veces, esto último.

A los regímenes totalitarios no les interesan para nada las historias personales, lo que les interesa es mantener en pie una cultura construida a base de mentiras. A las democracias postotalitarias les sucede algo parecido: están demasiado ocupadas tratando de sobrevivir.

En Occidente, por su parte, circulan algunas ideas acerca de cómo era la vida cotidiana más allá del telón de acero y de cómo ha seguido siendo tras su caída, pero, curiosamente, hay pocos testimonios personales que justifiquen esas ideas. Debería haber más. Al fin y al cabo, la mitad de Europa se pasó medio siglo viviendo «al otro lado». Y puede que la mitad de esa mitad (según mis cálculos) siga teniendo la sensación de vivir al otro lado de una línea divisoria invisible. El fantasma del Muro no desaparecerá hasta que no se le dé sepultura. Este libro, entre otras cosas, es un exorcismo.

En 1990, tras la caída del Muro de Berlín, mi familia y yo abandonamos Sofía, pasamos una temporada en Gran Bretaña y acabamos instalándonos en Nueva Zelanda. Cuando cumplí los treinta, después de muchos viajes, un año en Francia y otro en Alemania, volví a emigrar, esta vez a Escocia. Durante mi periplo, hice acopio de visados y pasaportes, empecé de cero en muchos lugares donde nadie me conocía y acogí en mi seno unos cuantos autoengaños.

El mayor de todos fue pensar que si me dejaba absorber por todos los países del mundo con excepción de Bulgaria (por la que siempre pasaba de puntillas, como si fuese una bomba de relojería con forma de país dispuesta a estallar al mínimo roce de un recuerdo), podría deshacerme de dos cosas. La primera, de mi pasado búlgaro, que no era del todo desgraciado pero que me resultaba siempre molesto, como un pariente enfermo llamando desde alguna habitación oscura en la otra punta de la casa. La segunda, la necesidad de contestar sin rodeos esa simpática pregunta que te hace la gente nada más conocerte: «¿De dónde eres?».

Bulgaria. La capital es Bucarest, ¿no? Democracia a la búlgara. Un bacilo del yogur llamado bulgaricus. Una república de la antigua Unión Soviética. El paraguas búlgaro. La lucha libre… ¿o era la halterofilia? Y, más recientemente, el lugar desde el que un montón de gente de tez morena viene llamando a las puertas de la Unión Europea. Un paraíso muy barato si te quieres comprar una casa para veranear (¿o era para esquiar?) del que sabemos que…, pues eso, que es barato. No tardas en aprender a no tomarte nada de esto como algo personal, pero el dolor se queda dentro y no se va.

Para Occidente, Bulgaria es un país sin rostro. En la literatura escrita en lengua inglesa aparece como un capítulo –el más corto de todos– que se abre con una iluminadora frase acerca de la injusta oscuridad al que ha quedado relegado en la conciencia occidental. Como un apéndice, una especie de anexo.

En el último siglo, escritores viajeros de distintas nacionalidades han intentado comprender Bulgaria, pero solo han logrado penetrar parcialmente en ella. En sus libros le corresponde el capítulo más breve. El último forastero que sacó a colación la existencia de Bulgaria ante el resto de Europa fue el naturalista austrohúngaro Felix Kanitz. Fue en el año 1860.

Sé que Bulgaria tiene muchos rostros –ahora los he visto–, así que me propuse dejar por escrito mi propia visión de Bulgaria, como un antídoto preventivo ante futuros apéndices. ¿He sabido hacerlo? Tengo claro que muchas veces no. Pero ante todo quería escribir acerca del viaje en el tiempo de un pueblo al que pertenezco.

Y la única forma de hacerlo era contar la historia de cómo crecí y llegué a la mayoría de edad en la bastante insensata última década y media de la guerra fría, de cómo nos largamos al anhelado Occidente que se ocultaba tras la sombra del descascarillado Muro de Berlín, y de cómo, dieciséis años después, regresé siendo otra persona a un país que también era otro.

Mi retrato de la Bulgaria moderna, la de entonces y la de ahora, es siempre personal y muy pocas veces favorecedor. Tenía que ser así si quería ser sincera con los tiempos en los que crecí y con los tiempos en los que Bulgaria, uno de los países más antiguos de Europa, continúa sobreviviendo. La justicia puede ser importante para el ego nacional en ciertos momentos, pero la verdad es lo realmente trascendental para el espíritu de una nación, que es eterno.

Viajar por el país donde creciste, perdiste parte de tu virginidad y algunas de tus ilusiones y abandonaste después con furor nihilista es una experiencia esquizoide. Eres al mismo tiempo ajena al presente y próxima al pasado, o quizá sea al revés, pero en cualquier caso los dos tiempos están descoyuntados. Así que buscas respuestas en el abismo que se abre entre los dos.

O sea, que crecí, en el bosque me metí, con mi bastón las hojas removí y estas son las cosas que descubrí.

La calle del Melocotón

¿Dónde comienzan las naciones? En los aeropuertos, por supuesto. Las ves llegar, de una en una, sin manifestarse aún. Penetran en la tierra de nadie, aferradas tan solo a sus pasaportes y siguen las indicaciones que conducen a la puerta de embarque. Una vez allí, entre las impersonales sillas de plástico y pese a sí mismas, se fusionan en esa nebulosa mancha de Rorschach que es la nacionalidad.

En la puerta 58 del aeropuerto de Fráncfort anuncian retraso en el vuelo a Sofía, y luego más retraso. Los pasajeros están sentados en sillas de plástico, pacientemente apretujados en la cercanía de sus compañeros de viaje. Me siento junto a una mole encorvada con manos de albañil e incipiente barba de color ceniza con un cierto sabor a derrota. Miro en su frente para ver si lleva tatuada la palabra Gastarbeiter.

Intento sin éxito marcar un número búlgaro en un móvil que me han prestado. Pido ayuda.

–¿Hay que marcar el cero? –le pregunto avergonzada por mi voz de expatriada. Las voces de los expatriados siempre están un poco fuera de tono, como un instrumento que llevase años sin ser afinado.

Sonríe tímidamente, con una boca que parece una aldea bombardeada, y encoge sus fornidos y tristes hombros.

–Yo tampoco sé de prefijos búlgaros, desde 1991 vivo fuera.

Y continúa su tímida espera, como todos los demás en la sala. Nadie se queja. Están acostumbrados a esperar: en los hospitales públicos, en las colas de las tiendas, en las oficinas de inmigración, en las secretarías de visados…

Un pequeño grupo formado por tres alemanes se queja del retraso alzando la voz y no para de mirar sus relojes chapados en oro. Su tez rojiza y sus caros zapatos de piel los diferencian de inmediato, y también la confianza de la que hacen gala. ¿Inversores en la costa del mar Negro?

Los búlgaros siguen sentados en silencio: los rostros marcados y los redondeados hombros están en consonancia con el maltrecho equipaje. Las mujeres llevan las uñas hechas de cualquier manera y el pelo teñido de rubio o de negro azabache, con las raíces asomándose cada dos por tres.

Los alemanes se ríen, se dan palmadas en la espalda con sus rubias manos. En otra puerta de embarque no me llamarían la atención, ni siquiera repararía en su presencia, ¿por qué iba a hacerlo? Pero aquí, en la puerta 58, entre mis acobardados paisanos expatriados, me molestan. Aquí, en la puerta 58, y contra mi propia voluntad, formo parte de la mancha de Rorschach.

¿Se están burlando de nosotros, los últimos pasajeros a las puertas de la Unión Europea? ¿Se están riendo con sus dentaduras perfectas mientras el tren bala toma velocidad y agita nuestros desgastados fardos? ¿Sonríen para demostrar que tienen buenas intenciones? Esperad, gritamos para que se nos oiga por encima del silbato del tren al tiempo que las salchichas empiezan a salirse de los fardos. Esperad, no nos dejéis atrás. Nosotros también somos Europa.

Pero es un «nosotros» prestado. Me fui de Bulgaria siendo una diecisieteañera de Europa del Este, y ahora, por lo que parece, soy una ciudadana del mundo de treinta y dos. Pero todos necesitamos que nos presten un «nosotros» de vez en cuando, incluso una ciudadana del mundo. Después de media vida y varios países, el «nosotros» búlgaro es el único que de verdad tengo. Y pese a que aparentemente me sienta segura llevando esta vida de país en país, ese casi auténtico «nosotros» convierte a esos tres alemanes rechonchos en «ellos».

Sobrevolamos por fin las montañas que forman el macizo de Vitosha, están cubiertas de nieve fresca. La mujer joven que va en el asiento de al lado –enfermera en Fráncfort– mira por la ventana y se seca las lágrimas que corren por sus mejillas. Su rostro, sin embargo, se mantiene impasible. El Gastarbeiter, con las ásperas manos apoyadas sobre las piernas, mira fijamente el paisaje patrio desde el otro lado del pasillo y la emoción se le refleja en el rostro. El avión aterriza con suavidad y los pasajeros aplauden, una vieja costumbre del aeropuerto de Sofía. Los búlgaros están acostumbrados a no dar nada por sentado. Los alemanes intercambian miradas de desdeñosa hilaridad. Los aterrizajes suaves son un privilegio del que gozan desde que nacen.

Nuestra mancha de Rorschach se derrama por el interior del aeropuerto con el peor nombre del mundo: Vrazhdebna. Significa hostil.

Dentro del hostil aeropuerto nos atrapa a todos el síndrome del emigrante. Resacosos de jet lag cultural, hacemos cola en la ventanilla de «No UE» y analizamos los complejos carteles publicitarios:

¡Usa Bulphone!

En búlgaro adiós se dice ciao.

En búlgaro gracias se dice merci.

–¡Cuánto optimismo! –le dice uno a su amigo–. Ya parecen europeos y todo.

–¿Y por qué no? Mira, yo ya tengo un pie en la Unión Europea.

Y se pone en la cola de la UE, blandiendo un pasaporte búlgaro y una sonrisa ovina. Todos sonríen y miran azorados hacia otro lado. A fin de cuentas, estamos en 2006 y la luz verde definitiva todavía no ha llegado desde el cuartel general en forma de esfinge que hay en Bruselas. ¿Y si no llega nunca? ¿Y si no somos lo suficientemente buenos?

En la cola de la Unión Europea solo hay cinco personas: los tres alemanes y una bronceada pareja de austríacos de mediana edad que se aferran a su equipaje de cabina de diseño con la boca apretada. La mujer parece una Habsburgo con la cara recién empolvada que hubiese salido a dar un paseo por las dependencias de los criados.

En el control de pasaportes, un atractivo agente treintañero con aspecto de licenciado en Filosofía que no ha podido encontrar otro trabajo observa mi foto y luego me mira a mí.

–¿De dónde regresa?

¿Regreso? Me quedo dudando un segundo, luego le sigo la corriente.

–De Escocia –miento mientras él va pasando las inmaculadas páginas de mi pasaporte búlgaro.

Y de pronto quiero estar regresando, quiero que su rostro familiar y depresivo me dé la bienvenida. No quiero venir solo de visita. Quiero que los funcionarios pronuncien sin problemas mi nombre y lo escriban a la primera sin necesidad de tener que deletreárselo diez veces. Quiero dejar de explicar de dónde vengo a los bienintencionados y a los que no lo son tanto. (Bucarest es la capital de Rumanía. Bueno, hace diecisiete años que Bulgaria no es comunista. ¿Tengo buen inglés? Gracias, muy amable). Pero sé que solo es un momento de descuido, un lapsus, como las mecánicas lágrimas rápidamente reprimidas de la enfermera de Fráncfort.

–¿Dónde está su visado del Reino Unido? –dice rompiendo el encantamiento–. Aquí no hay nada. –De manera que saco el otro pasaporte.

Todas las veces que he aterrizado en Sofía me han perdido el equipaje, y esta no iba a ser una excepción. Los aviones llevan rápido a los sitios, pero algunas partes tardan un poco más en llegar.

En la oficina de Pérdida de Equipaje hay dos mostradores. Uno lo ocupa un hombre de cara enrabietada que acaba de llegar de Amerika. Luce una barriga americana y unos gotosos pies que a punto están de reventar sus delicados mocasines blancos. Duda qué lengua hablar. En inglés tiene un fuerte acento búlgaro y en búlgaro se le escapan convulsas e involuntarias expresiones rurales.

–Vivo allí desde hace cuarenta y cinco años. –Señala con el pulgar en dirección a Amerika–. Es la primera vez que vuelvo. ¡La primera vez! –La impecable y joven encargada al otro lado del mostrador sonríe como si estuviera en una portada del Vogue y le hace entrega de un impreso que debe rellenar por duplicado.

Mi encargado de Pérdida de Equipaje, un hombre maduro bien bronceado, también me obsequia con una deslumbrante sonrisa.

–Bienvenida a casa para las vacaciones de Pascua. –Y me hace entrega del mismo impreso duplicado–. La temporada de esquí está siendo espectacular.

Las Pascuas y el esquí son las cosas que menos me preocupan cuando me alejo del mostrador y me choco con el sudoroso emigrado de Amerika. Le acaba de dar una nueva crisis nerviosa.

–¡Dios, me he olvidado de los leva! –dice dándose un golpe en la frente con una mano que parece más un chuletón–. ¡Si en Bulgaria no hay euros! ¡Dios, me he traído un montón de euros! ¿Qué voy a hacer?

Pero nadie le presta atención. Con las manos vacías y el paso tambaleante, se dirige hacia la salida de «nada que declarar». En la zona de llegadas lo recibe una pequeña manada de corpulentos familiares que lo abrazan mientras lloran a moco tendido. Yo no tengo tanta suerte: entre los retrasos del vuelo y la pérdida del equipaje, llego tres horas tarde, y el amigo que se suponía que iba a esperarme se ha dado por vencido. Sola en el taxi, alejada de la estrecha comunidad de la puerta 58, me entra un leve sentimiento de orfandad.

–La semana que viene Bulgaria le regalará a Europa una palabra búlgara –anuncia el locutor de radio con desquiciada alegría–. Esperamos las sugerencias de los oyentes, en especial de los niños.

No sé si se trata de algún tipo de chiste malo, pero no me atrevo a preguntar al joven taxista por miedo a que descubra que soy una expatriada que no tiene ni idea de nada y me pegue un sablazo por la carrera.

–¿Qué tal pertenencia? –digo por probar. A él le da la risa.

–Suena fatal. En búlgaro tenemos muchas palabras bonitas para darles. Incluso las que usan los gitanos. Todas muy directas y escuetas –dice, y me examina por el espejo retrovisor mientras observo fijamente los edificios que bordean la maltrecha Tsarigradsko; los que son de aquí no los miran así.

»Bueno, tampoco está mal –continúa, haciendo un magnánimo gesto–. Nosotros somos Europa, siempre lo hemos sido, ahora por fin se han acordado.

En ese momento, un Mercedes negro con ventanas tintadas nos adelanta. El conductor, un tipo sin cuello y cuerpo en forma de sapo, saca un brazo peludo y hace una peineta. En su gruesa muñeca lleva embutida una martenitsa, la pulsera de hilos de lana de color rojo y blanco con que los búlgaros han celebrado desde siempre la llegada de la primavera. En marzo y abril todo el país las lleva, pero en la muñeca gansteril resulta un poco rara. Como si vieras al Padrino con una ristra de ajos alrededor del cuello.

–Ya había visto al cabrón ese –murmura el taxista–, no le quitaba ojo, lo llevaba ya un rato pegado al culo. Pero mis colegas y yo lo hemos decidido: ochenta kilómetros por hora en carretera; como máximo, noventa. Esto sigue siendo ciudad, maldita sea. ¿Ve esa esquina de ahí? Anoche hubo un accidente. Un coche que iba a ciento sesenta se estampó contra un camión. El camión estaba parado. El conductor murió en el acto, el acompañante acabó decapitado.

Trato de no desearle la misma suerte al sapo del Mercedes. Escuchamos el programa de radio. Sacan a colación el tema de las enfermeras búlgaras condenadas en Libia.

–Sé que echan de menos su casa –termina diciendo animadamente el locutor–, y esta canción es para ellas.

El taxi me deja en la calle del Melocotón. Sudada, bajo capas y capas de ropa escocesa, emprendo el camino entre los socavones.

Voy por la calzada porque la acera está llena de coches. Entre un BMW descapotable y un todoterreno Hyundai se asoman unos contenedores rebosantes de basura. La acera está inundada de barro y escombros procedentes del solar de una obra. Una maraña de película sin revelar serpentea en el barro: unos negativos de rostros extranjeros de vacaciones me sonríen al pasar.

Una vieja finca con un tejado de ladrillos a punto de desmoronarse se apretuja en medio de los ambiciosos anejos de finales del siglo xx. De la herrumbrosa puerta del jardín cuelga un torcido cartel escrito a mano: «AFILADOR». Detrás de él, veo un pequeño jardín de rosas. Las rosas rojas y los claveles están a punto de abrirse.

La calle del Melocotón está en un barrio céntrico y pijo. Al final de la calle, la mole azulada del monte Vitosha resalta nítida en el aire primaveral como si fuera una inmensa fotografía.

Pero lo importante es que el nuevo piso de nuestra familia está por aquí en alguna parte que no consigo encontrar. Los portales no siempre tienen número, así que me pongo a probar en todas las puertas con el manojo de desconocidas llaves. Unos obreros se me quedan mirando pero no preguntan nada. Finalmente, uno de los portales se abre. Subo los tres pisos. Vuelve a no haber números, así que voy probando en todas las puertas hasta que una cede. El piso nuevo de la familia tiene una puerta doble de tamaño industrial a prueba de bombas que parece digna del Pentágono. Los pisos de los expatriados son especialmente atractivos para los ladrones. Los vecinos, que no son expatriados, tienen puertas parecidas. Les han entrado dos veces. Tienen, o al menos tenían, cuadros y antigüedades muy valiosos. No sé muy bien cómo, pero hemos ido a parar entre los nuevos ricos.

Hemos ido a parar entre traficantes de drogas de las nacionalidades balcánicas más selectas. El otro día hubo un tiroteo en el patio. Unos enmascarados abrieron fuego e hirieron a cuatro personas, entre ellas un recién nacido.

Entro y voy caminando sobre las baldosas del piso familiar. En el dormitorio descubro una protuberancia, el suelo está levantado, como si una familia de topos se hubiese puesto a vivir bajo el pavimento. Levanto la alfombra. Las baldosas se han roto con la presión, debajo se ve el cemento. No sé quién vive abajo, y, tras los recientes sucesos, no sé si atreverme a averiguarlo. Mejor no. Suelto la alfombra y, silbando nerviosa, salgo al balcón que da al patio y que está sin barrer. Veo aparcada una flota de todoterrenos con los cristales tintados, lista para el próximo safari de droga.

Atravieso el piso y salgo al otro balcón, el que da a la calle. Enseguida establezco contacto visual con un obrero de la obra de al lado. Está fumándose un pitillo colgado de un arnés a la altura de nuestro balcón.

–Buenas tardes –me dice–. ¿Qué tal?

Examino el polvoriento interior. Los objetos de valor de nuestro piso son varios centenares de libros publicados antes, durante y después de la época comunista, y un televisor Philips medio roto de 1984 que suscita la primera oleada de recuerdos. Tras seis meses de ahorrar y pasar hambre en el campus de una universidad holandesa, la visita de investigación de mi padre culminó con la adquisición de este televisor. Todo un triunfo. Cuando nos fuimos de Bulgaria, la tele pasó al piso de mi abuelo Aleksánder, a las afueras de Sofía, el mismo piso donde se sentaba en una mecedora junto a la ventana y contemplaba la azulada silueta del monte Vitosha. Siempre estaba pelando alguna manzana y nos ofrecía un pedazo fino y redondeado en la punta de un cuchillo romo. Éramos su única familia. Cuando nos fuimos a Nueva Zelanda, él siguió pelando manzanas, con la tele a todo volumen. En cada cumpleaños nos compraba un buen libro y, con su minuciosa letra de contable, escribía algo para conmemorar la ocasión. No podía permitirse enviarlos o llamarnos a tanta distancia. Para conmemorar mi trigésimo cumpleaños hizo algo un poco distinto: se suicidó tirándose por la ventana del séptimo piso. Era la ventana de la habitación donde había dormido con mi abuela Anastasía. Mi madre vendió ese piso, al que, como es normal, nadie había querido volver, y compró en su lugar esta vivienda en la calle del Melocotón.

Los veinteañeros ojos de Anastasía, mi abuela macedonia, me siguen por la habitación desde un cuadro inquietantemente realista. Murió en el año de Chernóbil, cuando yo tenía doce años, pero ahora parece que me ha reconocido y que en un lenguaje incomprensible para los vivos me está diciendo algo importante bajo las capas de óleo.

No quiero quedarme a solas con ella en este cuarto extraño, así que, dado que no tengo equipaje que deshacer, enciendo el televisor. Sale un anuncio. Una mano femenina con uñas de manicura sostiene una tarjeta de crédito mientras suena un poco de música clásica. Una melosa voz masculina dice: «¿Qué diferencia a un hombre bueno de uno perfecto? Cinco centímetros». La tele está tan decrépita que solo se ven dos canales. A continuación, ponen la versión local de Gran Hermano. Sale una estrella de música chalga –una mezcla de pop y folk– con labios y pechos de silicona y el obligado pelo teñido, un futbolista con mechas rubias, un cantante pop y una famosa de la capital con poca frente y menos talento. La charla va más o menos así: que no, tía; que sí, tía; que qué hablas; que no veas; que qué dices.

Apago la tele y enciendo la radio. Llama gente preguntando cosas, el tema es el orgasmo. Un hombre con poca labia y mucho acento telefonea desde un pueblo sin nombre y nos obsequia con una opinión de lo más liberal: no le importa si su novia lo hace con otros hombres.

–¿En qué trabaja usted? –le pregunta la presentadora.

–Pues, a decir verdad, soy proxeneta. La he visto hacerlo con muchos. Me da igual. Las novias van y vienen, pero lo importante es que puedo vivir donde quiero porque tengo independencia económica.

Apago la radio y me acerco a la estantería en busca de consuelo. Comienzo a coger libros al azar. Hay tres generaciones de libros con toda clase de anotaciones olvidadas. De la mano de mi abuelo Aleksánder: «1990, las primeras elecciones verdaderamente democráticas en Bulgaria este siglo». Un libro para mi padre, con unas líneas escritas a lápiz con la diligente letra de joven comisario del Partido: «Por las extraordinarias aportaciones al Komsomol». Un libro de mi padre para mi madre antes incluso de que yo fuese siquiera un chirrido en los muelles del colchón: «Con amor en tu 21 cumpleaños». Un libro para mi abuela Anastasía de un amigo cantante de ópera que siempre firmaba en francés: «Voilà, ma chère». Uno para mí de un compañero de clase que ya he olvidado, de 1981, con la felicitación de cumpleaños infantil oficial del socialismo: «Feliz cumpleaños, Kapka; te deseo salud, felicidad y que saques muy buenas notas».

Y, de pronto, sin avisar, me viene a la cabeza el emigrante reumático de Amerika del aeropuerto. Los ojos se me llenan de lágrimas, no puedo ordenar mis pensamientos, ni siquiera mis sentimientos, y las distintas capas de las décadas pasadas me empiezan a asfixiar. En un ataque de furia proustiana voy cogiendo libros de los estantes, a puñados, los abro al azar, los huelo, busco señales en su interior. Algo, lo que sea, que me diga qué pasó en aquellos años tan lejanos y borrosos que tan meticulosamente he olvidado.

Los apilo en mesas, en sillas, por el suelo. Me sumerjo en lo más profundo de los armarios, tiro bagatelas viejas, fotografías enmarcadas, más libros.

Y, como era de esperar, cada volumen suscita un ligero sobresalto. Galletas normales y mermelada de escaramujo, un rastro de crema solar Nivea en una toalla alemana olida desde lejos, la pegadiza melodía de Somos hijos de la bandera roja, las campanillas de invierno en marzo, el telesilla entre las piernas, el ulular de las alarmas durante las excursiones de Defensa Civil, los pimientos asados en el vecindario: una fantasmal oleada de anhelos, miedos y dolores adolescentes me invade y me deja sin aliento.

El crepúsculo inunda el piso de la calle del Melocotón, el fresco de la noche balcánica se clava en mis botas escocesas y en mi bufanda neozelandesa mientras siento la punzada de los ojos negros como cerezas de los cuadros.

Entiendo de pronto que todo este tiempo he vivido como una sonámbula. Entre los borrosos ochenta y la actual edad adulta hay un vacío. Y en medio de ese vacío veo una figura conocida corriendo como loca de un continente a otro sin saber de qué huye.

Desde que dejé este país, he ido de una punta a otra del mundo varias veces, impulsada por una energía ligeramente desquiciada. Logré convencerme a mí misma de que había dejado atrás Bulgaria para siempre. Elegí ver la emigración y el nomadismo como una forma de escape, no como una pérdida. ¿No tener un hogar? Eso no supone ningún problema, el mundo entero es una ostra. «¿De dónde eres?», preguntan. «¿Acaso importa?», contesto.

Pero sí importa.

infancia

Tres hermanas somos.

La mayor se llama Lucha.

La del medio, Victoria.

La más joven, Fe.

Todas nacimos bajo el Socialismo

y eso salta a la vista.

Borba Brumbashka, Yo viví el socialismo,Sofía, 2006

En la ciudad estudiantil

Soy de Sofía. Al principio fui feliz; después, cuando empecé a darme cuenta de las cosas, dejé de serlo; con la llegada de la adolescencia, me sentí una desgraciada, y, finalmente, en los últimos estertores de mi reclusión doméstica, vi claro que había nacido en el lugar equivocado y que tenía que escapar de allí como fuera. O dicho de otro modo: una infancia de lo más normal, seguida de una adolescencia normal y una emigración más o menos normal.

Pero Sofía no era un sitio nada normal. Era anodina y sin encanto, como el régimen que había colocado sus grasientas posaderas de apparátchik en el centro mismo de la ciudad. Sofía era una capital que encajaba a la perfección en el «Campo Socialista», o el Campo, como lo solíamos llamar. Por extraño que parezca, las siniestras y evidentes resonancias de la palabra campo eran pasadas por alto por sus mismos prisioneros.

Como toda ciudad de la guerra fría que se precie, oficialmente Sofía tenía dos caras. El mundo feliz de «complejos residenciales» de cemento servía para alojar en las afueras a los recién llegados de la Bulgaria rural, los Obreros y las Jóvenes Familias (nosotros). La vieja Sofía, con sus edificios de principios de siglo y sus parques cubiertos de hojarasca, estaba destinada a las viejas familias de la capital, los Privilegiados y los Bien Conectados (ellos).

La estricta cuota estatal lo regulaba todo, desde los pisos y los coches hasta las compresas femeninas y la margarina de girasol. No podías ir y comprar lo que te apeteciera cuando te apeteciera: eso era capitalismo. El Estado proveía de todo, y, cuando por fin recibías algo, lo habías esperado durante tanto tiempo que te parecía un milagro y sentías una mezcla de alivio y gratitud.

Mis padres, una vez superada la veintena, se pasaron varios años esperando su turno para un piso. Mientras tanto, alquilaban un estudio minúsculo en la undécima planta de una torre de apartamentos en la ciudad estudiantil. Mi madre no tardó en aprender a tener las ventanas cerradas. Un día me pescó por los pelos cuando me disponía a salir gateando a explorar el mundo que se extendía allí abajo. Compartíamos baño y cocina con una planta entera de familias de jóvenes «estudiantes». Los cumpleaños infantiles se celebraban en el espacio común, que estaba siempre poco iluminado y olía a esterilizado y funcionarial, como la sala de espera de un dentista. En la larga mesa estilo politburó soplábamos las velas de cumpleaños y nos manchábamos la ropa cuidadosamente planchada con los bocadillos cuidadosamente preparados por nuestras madres. Nuestras obras maestras hechas con rotulador decoraban las tristes paredes. Mis esperanzadas representaciones de la primavera en forma de inciertas princesas de cuyas cabezas brotaban flores se exponían incluso en invierno.

Mi madre había dejado hacía poco los estudios y tenía un trabajo remunerado en un inmenso Instituto Central de Tecnología Computacional repleto de máquinas que vomitaban toneladas de tarjetas perforadas de colores con diminutos números impresos. Las dependencias del instituto parecían el centro de operaciones de una central nuclear. Las plantas, las diáfanas oficinas y los pasillos eran tan inmensos que yo no lograba entender cómo era posible que mi madre no se perdiese cada vez que abría una puerta.

De vuelta a casa en el autobús repleto de gente, mi madre levantaba la vista hacia las iluminadas ventanas de los edificios en buen estado y pensaba: «¿Por qué no podemos tener nosotros una ventana iluminada?». De vez en cuando sufría repentinos ataques de nervios y bajaba los once pisos corriendo para escapar de la claustrofobia que le producía nuestra pequeña familia embutida en una sola habitación. Mientras tanto, en esa misma habitación, mi padre mecanografiaba su tesis doctoral en una ruidosa máquina de escribir. Cuando la última página aterrizó junto a las demás poniendo fin a tres años de duro trabajo y dando el primer paso hacia el servicio militar obligatorio, su primera crítica ya estaba allí: sentada en la mesa, con un año de edad, se puso a orinar sobre el manuscrito. Gracias al Ejército, mi padre se perdió mi segundo y tercer año de vida. Lo enviaron a un lugar en el norte llamado Vratsa, donde el flamante doctor en Matemáticas se arrastró por el barro en dirección al decadente y occidental enemigo capitalista y escribió unos pareados sobre una niña que corría descalza muy lejos de allí sobre el césped del verano. Mi madre se convirtió en una madre soltera sin ingresos y con una niña enfermiza que se despertaba regularmente en mitad de la noche y amenazaba con morir de un ataque de asma. La niña enfermiza sobrevivió, pero el insomnio y el agotamiento nervioso estuvieron a punto de llevarse a mi madre por delante.

De vez en cuando se iba a Vratsa a esperar en las invernales puertas de los barracones a que apareciese mi esquelético y rapado padre, como el prisionero político que en realidad era. Luego esperaba un rato más en la estación a que el tren sin calefacción la llevase de vuelta a Sofía. Cuando mi padre regresó por fin a casa, no lo reconocí. Me molestaba tener a ese extraño muerto de hambre con el pelo rapado inmiscuyéndose en nuestras vidas y haciendo como si aquel lugar le perteneciese. Para evitarlo, yo me inmiscuía entre mis padres cada vez que se acercaban a menos de un metro.

Luego llegó el calvario de la guardería, donde descubrí que, en efecto, el infierno son los otros. Y lo que cocinan esos otros. Tres cosas me aterrorizaban en la guardería: la comida, las obligatorias siestas vespertinas y la mocosa y desagradable niña que, con un vocabulario impropio de su edad riquísimo en obscenidades de tipo sexual, se empeñaba en cantar una canción sobre alguien llamado Víctor Jara que tocaba sin manos la guitarra en un estadio.

–¡Eso no es verdad! –protestaba yo, conteniendo las lágrimas, demasiado impresionable aún a mis cuatro años–. ¡Sin manos no se puede tocar la guitarra!

–Claro que se puede… ¡así! –Y con las mangas fingía unos muñones mientras no paraba de hacer muecas.

Pregunté por Víctor Jara a la profesora, que parecía un cuadro de Modigliani: alta, rostro alargado, ojos de gacela y, si una se fijaba un poco mejor, dientes de caballo. Como mis dibujos, era una princesa incierta, con una cabellera larga y brillante y un exótico marido vietnamita que hablaba una lengua que se parecía bastante al búlgaro.

–Era un músico chileno –explicó–. Los fascistas de Chile lo mataron por cantar canciones que hablaban del pueblo.

No me atreví a preguntarle por las manos. Treinta años después, el espanto del guitarrista sin manos sigue vivo en mi mente, junto a la fotografía de una joven chilena cuyo rostro, derretido por las llamas, se asomaba desde las páginas de una revista de la Agencia Telegráfica Búlgara. Chile era un lugar donde, por alguna extraña razón, se podía quemar la cara a la gente y cortarle las manos. Para ser más exactos, la razón era la existencia de países como Bulgaria, donde los rojos se habían hecho con el poder. ¿Qué podía haber peor que eso? Por su parte, todas aquellas cosas horribles que sucedían en la remota Latinoamérica eran como un sueño para el Gobierno comunista. En estos casos a la propaganda antifascista no le hacía falta inventarse nada.

Cada tarde, para seguir la vieja creencia campesina de que los niños sanos necesitan unas cantidades lobotomizadoras de comida y sueño, nos acostaban en una especie de literas y nos decían que no hiciésemos ruido ni nada en absoluto. La mayoría de los niños, por supuesto, nunca dormíamos. Pero algunos sí lo hacían, y aquel fue un primer indicio de la intrínseca rareza que caracteriza al resto de la gente. Yo permanecía tumbada, en obligado silencio, y escuchaba la respiración y las palabras en sueños de los demás mientras contaba los interminables minutos hasta que llegara la hora de que me sacasen de allí.

Ah, y la comida. ¿A alguien le gustaba la comida institucional de los años setenta? Los principales culpables eran una sopa blanca espectral donde flotaban cadáveres de zanahorias, un bamboleante y amenazador postre de gelatina y un pudin de arroz que era buenísimo cuando lo hacía tu madre pero que en el comedor de la guardería sabía a rayos. Lo único comestible era la pasta de dientes Teddy, que era rosa, sabía a chicle de fresa y que comíamos en secreto en los lavabos, preparando así nuestros sistemas inmunológicos para Chernóbil.

En el año 1979 nació mi hermana. Colocaron una ruidosa y molesta cuna al lado de mi cama que me privó al instante de mi espacio y de los exclusivos cuidados maternos. Mi madre estaba siempre agotada, lo cual no era de extrañar teniendo en cuenta que había tenido un embarazo complicado que había coincidido con la hospitalización de mi padre por hepatitis y que había estado jalonado de visitas al médico de esta guisa: «Puede que nazca sin algunos dedos. Eso si tiene usted suerte». «Puede que muera antes de nacer». «¿Por qué no aborta? No querrá tener un hijo idiota». Los abortos eran ilegales, y aquellas que recurrían a apaños clandestinos y apresurados a menudo terminaban estériles.

1979 fue también el año siguiente a que la policía secreta asesinase en Londres al escritor y disidente Georgui Markov clavándole un paraguas con la punta envenenada. Pero en aquel año de 1979 lo que a mí me preocupaba era un acontecimiento mucho más trascendental: el campamento de verano de la guardería.

El campamento de verano era como un día de guardería que no se acababa nunca, con los temblorosos postres de gelatina, las siestas vespertinas y las actividades en grupo en la playa. Los lavabos eran comunales y abominables, las sábanas y mantas tenían agujeros y luego estaba la humillación añadida de obligarnos a desnudarnos en la playa como si diese igual que fuéramos niños o niñas. Solo al hijo de la monitora se le permitió conservar su bañador, cosa que lo situaba de inmediato en una posición de autoridad sobre los tímidos nudistas y me daba una primera pista acerca del significado del término nepotismo.

Sentada con las piernas cruzadas, escondida bajo mi sombrero de paja, hacía desoladas esculturas en la arena. Por suerte, me acompañaba mi mejor amiga, y dos culos desnudos son siempre mejor que uno solo. En una muestra de compasión, para la alegre foto de grupo en el agua nos dejaron volver a ponernos los bañadores. Luego se desató una tormenta y las actividades de playa se suspendieron un par de días. Teníamos prohibido ir a ningún sitio cerca de la orilla. Pero no sé cómo logré escabullirme y encontré un mar gris y demoníaco, una escalera destrozada y un perro muerto que la marea había arrastrado hasta la arena mojada: una imagen que sigue siendo recurrente en mis sueños de adulta.

Y justo entonces, como ángeles de la guarda recién salidos de una nube de polvo, mis glamurosos abuelos Aleksánder y Anastasía aparecieron con su Škoda azul. Mientras yo esperaba fuera, dispuesta a echarme a llorar, estuvieron discutiendo con los monitores para que me permitieran irme con ellos de vacaciones a la costa. El permiso fue concedido y los otros niños pudieron presenciar mi triunfal despedida, como una miembro de la realeza a la que una limusina lleva rauda y veloz a su residencia junto al mar. Y daba la casualidad de que yo tenía un palacio para mí sola.

Bálchik era una antigua localidad en el mar Negro, cerca de la frontera con Rumanía. Sus colinas de piedra caliza blanca se deslizaban hasta el mar y la gente siempre decía que las casas no resistirían veinte años más. Yo caminaba sobre las oscuras grietas que el sol había abierto en el paseo de alquitrán y que se expandían como si aquello fuera un quebradizo pastel de chocolate en el horno del verano. Pensé en eso de los veinte años. Estaba claro que era un truco de los mayores, una forma de decir que algo quedaba tan lejos que nunca sucedería.

Las casas de tejados de pizarra y grandes pórticos donde nos alojábamos estaban en lo alto de una colina, a salvo del mar. Allí tenía asignadas mi abuelo las vacaciones de la maloliente fábrica de piel en Dóbrich donde trabajaba como contable y se aseguraba de que todos tuviéramos los mejores zapatos de piel y mi abuela los mejores abrigos. Cada tarde, mientras mis abuelos dormían la siesta, yo estaba exultante y despierta. Me daban una moneda de cincuenta stotinki y corría colina abajo a entregársela al simpático heladero que sabía cómo construir dos bolas perfectas y meterlas en un vasito (los cucuruchos llegarían mucho más tarde). Siempre las elegía de vainilla.

Luego daba comienzo la exploración de mis aposentos: el Palacio de la Reina. Como a mediodía todo el mundo estaba en la playa o durmiendo, tenía toda la casa para mí sola, como la reina María de Rumanía para quien había sido construida. Ella había vivido hacía muchísimo tiempo, puede incluso que una cifra tan inconcebible como aquella de los veinte años; de hecho, había muerto hacía más de cuarenta. En cualquier caso, el palacio era un inmenso laberinto repleto de fuentes, recovecos y cactus gigantes. También había objetos curiosos que me llamaban la atención: tronos, cruces talladas en piedra y una especie de lápidas. En las ánforas de barro rellenas de cosas viscosas e invisibles, dejé caer saludos al eco en forma de «Hola», «¿Quién está ahí?» y «Adiós, ya volveré». Luego estaba el mar plagado de algas, que llegaba a los pies de los muros del jardín, incrustados de esas mismas algas.

Yo entonces no lo sabía, pero junto con los cactus y los recónditos recovecos estaba descubriendo dos cosas que pasarían a formar parte de mi personalidad: el placer de la soledad y la atracción por lo exótico. El trono de piedra era de Besarabia; las ánforas, de Marruecos, y las lápidas, otomanas. La reina María había creado un laberinto de ensueño para una niña de cinco años. Solo faltaban las hadas. Pero en el embarcadero había algo mejor aún: un enigmático pingüino con una aleta amputada por las olas de algas.

Subiendo por la cuarteada carretera había un cine al aire libre de blancas tapias y enormes focos. Una de las películas que devoré, junto con un cucurucho de pipas de girasol saladas, fue la neozelandesa A Factory for Old Iron. Me impresionó mucho lo mal peinada que iba la gente y también el mal genio que tenía. En mi memoria, Nueva Zelanda se quedó grabada como un lugar donde a las mujeres les arrancaban los vaqueros a la fuerza y donde los hombres, con barba de tres días y ojos inyectados en sangre, se dedicaban a deambular atormentados en medio de cementerios de coches.

Viendo la tele trece años después en Nueva Zelanda, me encontré con la película Acorralado en el infierno ycon un Bruno Lawrence atormentado, sin afeitar y con los ojos inyectados en sangre en su desguace y me sentí de pronto transportada a Bálchik, a esos largos veranos de algas, pipas de girasol y helados de vainilla.

De vuelta a Sofía, el atrevido sueño de mi madre acabó haciéndose realidad. En 1979 nos trasladamos a un piso exageradamente espacioso en un edificio de cemento de ocho pisos rodeado por miles de edificios de cemento idénticos, planificados y robustos como centrales nucleares en solares de lodo recién aplanados. Aquel barrio se llamaba Juventud 3, y allí pasaría mi juventud. A Juventud 3 lo precedían Juventud 2 y Juventud 1; a continuación estaba Juventud 4, y como vecinos teníamos a Amistad 1 y Amistad 2. Cuántas Juventudes y Amistades más iban a surgir era un secreto de Estado, pero los amigos de mis padres decían que era posible que Juventud 15 tuviese vistas al mar. Lo decían riéndose, pero a mí me parecía una idea estupenda, sobre todo si Juventud 15 podía estar en algún lugar cerca de Bálchik.

Vivíamos en el bloque 328, que era de largo como la mitad de nuestra calle. Quizá nuestra calle tuviera un nombre, pero nadie lo sabía. Te bajabas en la parada de autobús que te tocaba y eso era todo. Cuando llegaba correo, tu dirección era más o menos así: Sofía, Mládost, bloque 328, entrada E, planta 4, piso 79. Tu nombre iba al final, si quedaba espacio.

Un día me mandaron de deberes en la escuela que escribiera una redacción sobre mi calle y mi casa y me entró un ataque de pánico. Solo sabía el nombre de una calle que había entre las Juventudes y la ciudad propiamente dicha: el bulevar Salvador Allende. Había un busto por el que se podía apreciar que era buena persona y que llevaba gafas. Tenía algo que ver con el guitarrista sin manos. Pero no me servía para resolver el problema de mis deberes.

–Bueno –sugirió mi madre–, ¿y por qué no escribes sobre el tipo de calle y de casa en que te gustaría vivir?

Y eso hice. En mi historia vivíamos junto al mar en una casa con tejado rojo y chimenea. Mis abuelos vivían en una casa cercana muy parecida. Nuestra calle era la de la Fresa. El hombre del helado de vainilla acudía todas las tardes y le podías comprar un vasito de dos bolas por cincuenta stotinki.

Cuando nos devolvió los deberes, la profesora había garabateado con boli rojo en el margen: «Muy bien, pero es una fantasía. La próxima vez concéntrate en la realidad». No tengo ni idea de qué hacían los demás niños para enfrentarse a los crueles deberes de la realidad. Después de todo, vivíamos en las Juventudes. Nadie tenía una calle o una casa.

Para escapar de ese universo de barro, mi madre nos llevó –a mi hermana, en cochecito, y a mí, correteando alrededor– al Parque de la Libertad, que estaba solo a media hora en autobús. Aquel parque, cuyo nombre había sido cambiado en 1945 –antes tenía uno monarco-fascista: el Jardín de Borís, llamado así por el zar Borís III–, era para nosotras un auténtico espacio de libertad. Tenía árboles centenarios, bancos y campos de juego, estanques cubiertos de musgo cuyo fondo estaba plagado de monedas de la suerte y pasajes sobre los que las copas de los árboles primaverales se arqueaban como túneles iluminados en verde.

La pieza central era una gigantesca estatua del Ejército Rojo en la que desde pechos revolucionarios unisex emergían fibrosos brazos que desembocaban en futuristas y proletarios puños. Pero esas estatuas no nos llamaban la atención: estaban por todas partes, eran idénticas y parecían de mentira, como si formaran parte de un decorado.

Más o menos por esa época empecé a sospechar que había algo en nosotros o en el sitio donde vivíamos que no estaba bien. Se trataba del barro. Cada vez que volvíamos a casa, mi madre tenía que limpiar el cochecito de arriba abajo porque el barro se las ingeniaba para meterse incluso en el techo. En cambio, en Bálchik no había barro, y en la zona de Sofía donde vivían mis abuelos, en el barrio de Emil Márkov, llamado así por un comunista asesinado por la policía en 1944, había parques infantiles e incluso césped.

Un día resumí todo aquello con una pregunta cruelmente formulada desde el balcón tras escudriñar el paisaje de barro y cemento:

–Mamá, ¿por qué es todo tan feo?

A lo que mi madre no fue capaz de encontrar una respuesta sincera, aparte de disimular las lágrimas.

Juventud 3

Según escribió Walter Benjamin, cuando un forastero llega a un lugar enseguida ve lo más pintoresco y extraño, mientras que la percepción de los autóctonos se ve obligada a atravesar capas y capas de emociones y recuerdos. Es decir, que cada uno ve cosas completamente distintas. Mientras un recién llegado a Juventud 3 habría visto una distopía inhabitable de cemento y barro, yo aprendí a verlo como lo que era en realidad: mi casa.

El bloque 328, por ejemplo, parecía más acogedor que los demás: se veía nuestro balcón, con la nevera y las cortinas del dormitorio. La parada del autobús de la escuela, donde paraba el 305, también tenía una atmósfera muy peculiar, con su espacio a cubierto empapelado de nekrologs –esquelas de fallecimientos recientes acaecidos en el barrio–, que siempre resultaban una lectura interesante para la espera. Por ejemplo:

Zdravka Pencheva, 74 años (foto)

Siempre permanecerás en nuestros corazones. Te echamos mucho de menos. Tu devoto hijo Pesho, tus nietos Hristo y Vladko, y tu nuera Veneta.

Teníamos también carnicería, panadería, guardería, verdulería, tienda Universal, tienda de bebidas… ¿Qué más daba que estuvieran en las plantas bajas de los bloques o en los trafoposts: los pequeños edificios con aspecto de búnkeres llamados así porque fueron construidos para alojar los transformadores eléctricos del barrio? ¿Qué más daba que la carnicera solo tuviera carne picada y unas patas sanguinolentas envueltas en áspero papel de estraza? ¿O que en la panadería solo hubiera pan de dos clases: blanco e integral? ¿O que la tienda Universal permaneciera universalmente vacía de no ser porque acababa de llegar, pongamos por caso, un sofá cama plegable? ¿O que la tienda de bebidas solo vendiera limonada y cerveza? Te gustaba la limonada, te gustaban las albóndigas y en casa ya tenías un sofá cama. No te faltaba de nada. Ni había nada que quisieras. Al fin y al cabo, no sabías que existiera algo que pudieras querer.

Y la cosa no se quedaba ahí: con una punzada de orgullo me di cuenta de que Juventud 3 era superior a Juventud 4 –que estaba como menos desarrollado y acababa perdiéndose en los desolados campos–, si bien, al mismo tiempo, era inferior a Juventud 2, con todas sus tiendas, su cine y su gimnasio. Juventud 1, más antiguo y desarrollado, era el edén de las Juventudes. El centro de Sofía, con sus bonitos azulejos de color ocre, sus antiguos edificios y sus calles cubiertas de hojarasca, quedaba reservado tan solo para las ocasiones especiales, como ir a visitar a la tía Lenche y a su hija Pavlina, que residían en el corazón de la capital.

Las dos vivían en un espacioso piso situado en una planta baja en compañía de sus maridos, aunque, por alguna extraña razón, la tía Lenche se había divorciado del suyo. Yo sospechaba que seguían viviendo juntos porque él no tenía adonde ir y porque Pavlina estaba impedida a causa de una terrible enfermedad. Confinada en un sofá en el salón, dibujaba complicados planos de proyectos arquitectónicos, ya que ella también era arquitecta. Cada vez que las visitaba comíamos bizcocho de mármol y bebíamos café turco en pequeñas tazas que luego había que volver del revés para que la tía Lenche pudiese observar los posos y contarnos historias asombrosas sobre nuestro futuro. Yo emprendería un largo viaje ese verano (a la costa). El estado de salud de Pavlina mejoraría. Todos tendríamos más dinero. A continuación, dábamos un doloroso paseo por el concurrido bulevar Vitosha, donde la severa cojera de Pavlina atraía las miradas y las burlas de los viandantes.

–No les hagas caso –le susurraba su madre–. Son unos ignorantes.

Pero yo podía notar cómo sufría la tía Lenche y sentía odio por aquellos ignorantes. Pavlina, sin embargo, mantenía siempre el ánimo, como si la cojera, los dolorosos paseos y las medicinas que la hinchaban no fueran más que detalles sin importancia. Terminé llegando a la conclusión de que vivir en un viejo piso con un patio lleno de hojarasca, gatos y flores compensaba todo lo demás.

Mientras tanto, en los «paneles» de Juventud, tal y como llamaban los amigos de mis padres a los bloques de cemento construidos a toda prisa, las cosas no parecían muy estables que digamos. A los pocos años de ser levantados, algunos fragmentos de pared comenzaron a desprenderse. Vistos desde lejos, era como si la piel se les pelara y derramaran grisáceas lágrimas, como monstruos mutantes puestos en cuclillas sobre sus propios excrementos.

Las enormes y relucientes cucarachas que recorrían las tuberías con sus duros caparazones y sus largas antenas venían de vez en cuando de visita. Tenían querencia por las paredes y el interior de las zapatillas de ir por casa, y a veces se te caían encima mientras dormías. Para combatirlas, usábamos aerosoles venenosos que provocaban problemas respiratorios, pero las cucarachas se sacudían el espray y continuaban su andadura. Los amigos de mis padres decían que ellas eran, por derecho propio, las verdaderas habitantes de los paneles y que, cuando estos terminaran por derrumbarse sobre nuestras cabezas, ellas serían las únicas supervivientes.

Eso explicaba por qué las Juventudes y Amistades estaban separadas de la Ciudad Estudiantil por un barrio conocido popularmente como «el Bicho». Los amigos de mis padres decían también que las cucarachas eran agentes del Partido y que llevaban mecanismos de escucha en su interior. De ahí que la gente dijera que las paredes oían.

Mi familia –perfecta según la estadística: dos adultos y dos niños– vivía en un piso de dos habitaciones. Mi hermana y yo compartíamos cuarto y sofá cama. El cuarto de nuestros padres, que tenía otro sofá cama, servía también de salón. El rincón de trabajo de mi padre servía también de tocador para mi madre. Los dos balcones, recubiertos con paneles de vidrio para combatir el frío del invierno, servían también de pequeñas habitaciones adicionales.

Resulta difícil entender cómo puede caber la vida de una familia en dos habitaciones, pero en aquel entonces la vida no ocupaba mucho. Unos libros, algo de ropa, unos juguetes, una máquina de escribir, una lavadora importada regalo de mis abuelos metida en un armario, una tele rusa en blanco y negro de marca Yúnost o Juventud que más adelante sería sustituida por una Philips holandesa y un equipo de música… ¿qué más podíamos necesitar?

Cien mil familias estadísticamente igual de perfectas que la nuestra vivían en el mismo piso exacto, con los mismos balcones con paneles de cristal donde se colocaba el barril familiar de col fermentada para las ensaladas de invierno. Los mismos sofás cama plegables. Las mismas vistas de paneles, trafoposts y autobuses echando humo negro. Los mismos Škodas, Moskvichs, Wartburgs, Trabants o Ladas, estos últimos más glamurosos, bajo los cuales los padres se pasaban la mitad del fin de semana arreglando alguna fuga. Los mismos cuartos de baño de cemento sin enlucir que los padres se pasaban la otra mitad del fin de semana cubriendo de azulejos en un intento desesperado de embellecerlos un poco.

Así era la vida en los bloques de viviendas de finales del siglo xx. Los balcones estaban repletos de tendederos, los «campesinos» lanzaban los restos de comida por las ventanas, tal y como hacían en el campo para alimentar a los cerdos, y se podía oír a los vecinos de arriba tirar de la cadena, discutir o incluso, si pesaban lo suficiente, caminar.

En los supuestos espacios comunes entre los bloques, en los céspedes secos y maltrechos, jugábamos a la rayuela (dama), a las gomas (lastik), al cordel (ojo de gato) y a polis y cacos (polis y vagabundos). Las llaves las llevábamos colgadas del cuello con una goma elástica, cosa que servía también para que los compañeros de juego estiraran de ella todo lo posible, la soltaran directa a tu cara y te hicieran llorar de dolor.

Por la noche las calles se vaciaban y las miles de ventanitas se encendían como si fueran pantallas de televisión. El país entero estaba enganchado a las tribulaciones de La esclava Isaura, un culebrón brasileño del año 1976. Isaura era una bella esclava de una plantación cuyo amo se enamoraba de ella y decidía liberarla. Pero tuvieron que pasar meses, años, toda mi infancia, para que Isaura se liberase al fin de las cadenas del capitalismo imperialista.

Durante las Olimpiadas u otras competiciones deportivas internacionales, conteníamos el aliento mirando cómo nuestros gimnastas, atletas y levantadores de peso combatían con Occidente en pos de las medallas. Se trataba de un asunto muy serio: cada vez que ganaban un oro o una plata y sonaba el himno nacional, el país entero lloraba al unísono junto con el sufrido medallista nutrido a base de esteroides que subía al podio. Se trataba de una terapia colectiva: durante esos pocos minutos, antes de que nos enviaran de vuelta al otro lado del telón de acero y a la anodina realidad del bloque socialista, el mundo sabía que existíamos y que éramos buenos en algo, y aquello suponía un bálsamo para una herida que no tenía nombre.

Pero lo que más triunfaba en la tele en los años setenta y ochenta era la serie búlgara A cada kilómetro. Contaba la historia de un grupo de partisanos que arriesgaban sus vidas en las montañas búlgaras enfrentándose a los fascistas imperialistas en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial. A cada kilómetro, tal y como rezaba el título, había un partisano guapo y valiente dispuesto a derramar sangre enemiga y la suya propia en nombre de la Libertad y el Partido. La emocionante banda sonora de la serie, que yo siempre cantaba y que aparecía justo antes de que el galán del cine búlgaro Stefan Danailov apareciese con el ceño fruncido apuntando con su Kaláshnikov, decía así:

Somos hijos de la bandera roja.

No tenemos miedo a morir.

Estaremos a cada kilómetro.

Hasta que el mundo acabe.

Un camarada cae en mortal combate.

Cae por ti, libertad.

Cae y se levanta y se convierte

en una pequeña estrella roja.

Era propaganda pura y dura. Por supuesto, nadie me explicó que los partisanos solo combatieron los últimos dos años de la guerra y que había tan pocos que era imposible que hubiese uno a cada kilómetro. La serie también pasaba por alto el hecho de que la mayoría de ellos, más que convertirse en mártires luchando contra la policía secreta, prefirieron esperar a que cambiaran las tornas y ocupar entonces las ciudades más pobladas, que estaban en manos de asustados burócratas y funcionarios del Estado.

Nadie me contó tampoco que uno de los guionistas de la serie había desertado a Londres, ni que la policía secreta búlgara lo asesinó con un paraguas con la punta envenenada, ni que Bulgaria era más conocida en Inglaterra por el «asesinato del paraguas» que por nuestros partisanos y atletas. Cada cierto tiempo –normalmente poco– había un corte de luz. Las Juventudes se sumergían en la oscuridad y tanto las veladas como la calefacción se interrumpían. Las cazuelas de mi madre se quedaban a medio cocer, nuestros deberes a medio hacer, las clases de mi padre a medio preparar y los fascistas imperialistas a medio tirotear, así que mi hermana y yo nos envolvíamos en mantas y jugábamos al dominó a la luz de las velas.

En invierno, cuando caía la primera nevada, cogíamos los trineos y corríamos a la superficie inclinada más próxima, que era un montón de tierra abandonada en un solar a medio construir. Los fines de semana, los padres llevaban a los que teníamos esquíes al monte Vitosha, a cuyos pies vivíamos, y allí pasábamos largos días felices de nieve soleada, descendiendo en eslalon mientras disfrutábamos de las vistas: la capital ahogada en esmog abajo en el valle, como si fuera nuestra propia y simpática distopía.

A finales de verano, el olor de los pimientos asados inundaba las Juventudes: en los balcones todas las familias preparaban tarros para el invierno con la ayuda de un artilugio llamado asador de pimientos.

–Aún no hemos empezado con los tarros, ¿los vuestros ya están? –preguntaba la química rusa (la mejor amiga de mi madre) a la ingeniera (mi madre) asomándose desde el balcón vecino.

–El Lada se ha escacharrado, ¿cómo te va el Škoda? –decía el físico nuclear de la Academia de Ciencias (el mejor amigo de mi padre) al ingeniero (mi padre) en la barra de hacer flexiones que servía también para desempolvar las alfombras y despellejar algún que otro cordero.

La química, el físico nuclear y los ingenieros sabían que su vida cotidiana, cuando se ponía por escrito, sonaba como un chiste sin gracia. Nada que ver con aquel chiste ruso sobre el desabastecimiento con el que tanto se reían: «Esto es uno que va a la sección de charcutería del supermercado y le dice al charcutero: “¿Me puede cortar un poco de salami?”. A lo que este contesta: “Claro, usted tráigamelo, que yo se lo corto”».

La vida sin tarros no era ninguna broma. Solo contábamos con productos de temporada, así que en invierno no había fruta, y de verduras, solo esas asquerosas de las que se come el bulbo. Tocaba organizarse, aunque si tenías la suerte de tener familiares en el campo con los que te llevaras más o menos bien, seguro que te enviaban tarros en cajas de cartón atadas con cuerdas en la parte trasera de algún destartalado Trabant.