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"Pasará... Este dolor se pasará... Pero ¿y si no se pasa?". Para este sacerdote hiperactivo de 45 años todo va a cambiar en pocas horas. La peritonitis aguda que sufre pronto revela un tumor que parece extenderse velozmente. La hospitalización de emergencia, una serie de operaciones y los largos meses de convalecencia trastornan su vida cotidiana, pero también su equilibrio interior. A lo largo de las páginas y de las semanas, la enfermedad da lugar a un viaje inesperado a la tierra del abandono, la fragilidad y la dependencia. Con modestia y autenticidad, pero también con una buena dosis de sentido del humor, Pierre Amar ofrece un testimonio de gran profundidad, donde se mezclan la experiencia del sufrimiento y la luz de la fe, y donde trata lo que todo el mundo busca: el camino de la felicidad.
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Seitenzahl: 142
Veröffentlichungsjahr: 2021
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PIERRE AMAR
FUERA DE SERVICIO
EDICIONES RIALP
MADRID
Título original: Hors service
© 2019 Groupe Elidia. Éditions Artège. París.
© 2020 de la versión española realizada por MIGUEL MARTIN,
by EDICIONES RIALP, S.A.
Colombia, 63, 8º A, 28016, Madrid
(www.rialp.com)
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopias, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN (edición impresa): 978-84-321-5272-6
ISBN (edición digital): 978-84-321-5273-3
Lo que hace que la vida esté cargada de sentido,
no es la extensión, la cantidad,
sino la intensidad, la fuerza de las experiencias vividas.
Romano Guardini, Las edades de la vida.
Lo que me sucederá hoy, Dios mío,
yo lo ignoro. Todo lo que sé es que no me pasará nada
que vos no hayáis previsto desde toda la eternidad.
Eso me basta, Señor, para estar tranquila.
Oración diaria de Madame Élisabeth,
hermana de Luis XVI.
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
CITAS
INTRODUCCIÓN
I. ÉL, CONMIGO
ESO SE VA A PASAR
ESTO NO SE PASA
DEJARLO TODO
¿POR QUÉ DIOS PERMITE ESTO?
DIOS ES GRANDE Y EL CIRUJANO ES SU PROFETA
LA PRUEBA DE LA NOCHE
EVACUACIÓN SANITARIA
¿A QUÉ SE DEDICA USTED?
DESNUDEZ
EL DÍA DEL SEÑOR
¿CREE QUE ESTÁ EN UN HOTEL?
ORACIÓN
II. ELLOS
EL BALLET DE LAS BATAS Y EL DESFILE DE LOS TECHOS
FRATERNIDAD
DAÑOS COLATERALES
CONECTADO
TRANSFUSIÓN
VISITAS
¡NO TE HAGAS LA VIEJA!
CELIBATO
UNCIÓN DE ENFERMOS
ALEGRÍA
III. DESPUÉS
EL DÍA DESPUÉS
“MI CASA”
¡ESTO ES BUENO!
AL ATARDECER DE ESTA VIDA
USTED ME SOSTIENE, ¿EH?
VIAJES, VIAJES
REGRESO A LA PARROQUIA
ORACIÓN
CONCLUSIÓN
AUTOR
INTRODUCCIÓN
«EN CASO DE DIAGNÓSTICO o de pronóstico grave, ¿a qué persona de su entorno hay que avisar?». La pregunta, aun formulada en un tono neutro, me sobresalta. Muy profesional, la secretaria médica no reacciona.
La cuestión es ciertamente habitual en un servicio de cirugía. Pero es la primera vez en mi vida que me la plantean, pues nunca fui hospitalizado. Acostado en mi cama, me enderezo para ver el documento. Mala idea: eso tensa la larga cicatriz que cruza mi abdomen de arriba abajo. En unos días, se va a abrir por segunda vez. Esbozo un ligero gesto de dolor y echo una mirada al soporte para goteo intravenoso, testigo silencioso de la escena. Desde hace algún tiempo, los productos y los tubos se multiplican. «Esta vez va en serio», me digo yo. Doy un nombre, el del padre Genouville, que tendrá un papel esencial en los meses que vienen. Lo llamo algunos minutos después para contarle la escena y decirle que el es afortunado elegido. «Si me pasa algo, te llamarán a ti. Ah sí, hay un sobre en tal sitio, en caso de que…». Curiosa conversación en la que debo formular, sobre todo para mí mismo, la eventualidad de una sencilla despedida.
Memento mori, dice la antigua sabiduría cristiana. Acuérdate de que vas a morir. ¿La muerte? ¡Yo la conozco! Ya he visto cadáveres. He cerrado los ojos de personas fallecidas. Yo entierro con frecuencia tres o cuatro veces por semana en una de mis dieciocho iglesias. Consuelo y acompaño a familias desde hace más de dieciséis años. La muerte es una realidad en la que ya he pensado. Pero así, de golpe, compruebo que se trata de la eventualidad de mi muerte. Eso lo cambia todo. Se me creerá o no, no tengo miedo. Soltero, sin hijos, no dejaré a nadie desprotegido. Mejor aún, veré a Dios, y eso ¡es en todo caso una buena noticia! Y después, sobre todo, es una perogrullada, sé que no sufriré más. «Ya no habrá llantos ni penas, pues el antiguo mundo habrá pasado», dice un hermoso canto. He previsto que se cante eso en mi entierro; está indicado en el famoso sobre. No tengo miedo a morir, cierto. Pero miedo a sufrir, seguro. Sufro de todo desde hace tres semanas. No pensaba que se pudiera pasar tan mal en la vida.
Las líneas que siguen no son el simple testimonio de un enfermo que vuelve de lejos[1]. Después de todo, los sacerdotes sufren como todo el mundo y existen ya muchos relatos, muy conmovedores, que narran pruebas aún más duras. Pero si nunca has sufrido de verdad, en el cuerpo, si los sucesos de la vida no te han obligado a detenerte brutalmente durante un largo periodo, si nunca has conocido esta experiencia en que la cabeza quiere hacer muchas cosas, pero el cuerpo se lo niega, este libro puede interesarte. No es solo una catarsis para quien lo escribe. Es una llamada y una vigilancia. La vida es bella. A veces, no nos damos cuenta hasta que hay que pararse. Como dice Jean d’Ormesson en su libro póstumo, «la historia es imprevisible […], nadie está seguro de nada». Pues no se controla todo y la enfermedad no es algo que solo sucede a otros. Nos planteamos entonces preguntas nuevas, que tratan sobre la esencia de la vida.
Volvamos algunas semanas atrás…
[1] En lo que seguirá, el aspecto médico solo se sugiere. En primer lugar, para ser discreto sobre un informe médico. Pero también por propia voluntad, pues no quiero presentar como singular lo que es la experiencia de la prueba y del sufrimiento, que seguirá siendo cosa de todos.
I.
ÉL, CONMIGO
En verdad, en verdad te digo: cuando eras más joven,
te ceñías tú mismo y te ibas adonde querías;
pero cuando envejezcas, extenderás tus manos y otro
te ceñirá y llevará adonde no quieras.
Evangelio de san Juan 21, 18.
ESO SE VA A PASAR
«Se va a pasar… Se pasa siempre… Una buena noche, un Doliprane… y no se hable más». ¡Cuántas veces habré seguido esa pauta! Suele funcionar. Para casi todo el mundo. Después de todo, este dolor de vientre es de una banalidad deplorable. Y luego, no es cuestión de estropear este crucero estival con jóvenes profesionales tan simpáticos. El cielo es azul, el mar también, el Malena —nuestro velero— es magnífico y el viento infla sus velas. Hace unos días partimos del puerto de Génova, en Italia, y no nos cansamos del sublime paisaje de Cinque Terre. Esta franja de ciudades pintorescas situadas en el litoral accidentado de la Riviera italiana es un anticipo del paraíso. Y llegar desde el mar a los puertos es cada vez un verdadero regalo para los ojos. Y el sendero de paseo que une las ciudades al borde del acantilado es único.
He propuesto dos reglas a bordo, aceptadas al punto por la tripulación: yo no tocaré nada, pues mis conocimientos marítimos son nulos (¡pero fregaré los platos!) y celebraré la misa todos los días. Aparte de la estabilidad del cáliz que hay que vigilar de cerca, la misa navegando en un barco de vela es una experiencia singular y no tan peligrosa. La recomiendo a todos mis hermanos sacerdotes para que experimenten ellos también esta sensación de infinito que nos envuelve en las dos dimensiones: en la horizontal con el mar sin límites, pero también en la vertical con la bóveda celeste. Además del desierto y de la montaña, lugares de inmensidad que no son vacíos sino plenitudes, el mar es decididamente un lugar donde rezar es más fácil.
Por hacer el aventurero, he enviado un pequeño video humorístico a un amigo al zarpar, sin olvidar que, según algunos, de Génova salió Colón para descubrir América. Desde la popa de nuestro velero, me autoproclamo gran capellán de la flota y anuncio orgulloso que parto yo también para descubrir un nuevo mundo. No me imagino lo que va a pasar… Un viaje único, inédito, al país de la fragilidad, del abandono y de la dependencia se prepara. Tendrá mucho sentido: todo lo vivido en plenitud nunca es en vano.
ESTO NO SE PASA
¡Pues… esto no se pasa! Los dolores de vientre se hacen terriblemente violentos y con muchas náuseas. Me recuerdan unos y otros el cansancio, el mareo o el fuerte sol de Liguria que cae a plomo. Como todo hombre bien educado que se respete, tengo el sentimiento de molestar. Multiplico los «lo siento», porque percibo que inquieto a los demás. Soy consciente de que molestar es contrario a toda mi educación. En nuestro ambiente clásico y burgués, se aprende a guardar las formas, a poner buena cara. Algunos lo consiguen bastante bien. ¿Es quizá esta una de las razones de sean pocos los que acuden al sacramento de la confesión? No es cuestión de mostrar sus fallos, sus debilidades, su pecado. No es cuestión de molestar y ser así objeto de atención y de preocupación. Por el contrario, hay que ser fuerte, bien plantado y natural. Me acuerdo de haber oído un día decir una mamá a sus hijos: «No se llora en público. Es un modo de llamar la atención. Lloras en tu cuarto, solo».
Sea como sea, sin en todo caso llorar, me encuentro mal. Y la fiebre sube… Hay que resignarse y aceptar la humillación de pedir ayuda. Este famoso «No estoy bien, te necesito» ¡es tan difícil de decir! Crea un nuevo lazo: el de la dependencia. Un amigo de la infancia, enfermo cerebral, psicosociólogo y conferenciante reconocido, dice cosas bastante claras al respecto. Llega quizá demasiado lejos al sostener que el hándicap permite mejorar el bien común[1].
Es verdad que la dependencia revela la humanidad. En los animales, el débil es abandonado: es la ley de la selva. Pero nuestra humanidad merece algo más. Si la dependencia y la fragilidad no existieran, ¿no seríamos todos abominables egoístas? El individualismo estaría omnipresente. Sin la dependencia, nada de Madre Teresa, de Abbé Pierre, de san Vicente de Paúl, nada de Cáritas ni de Bancos de Alimentos. Nada más que una masa de individuos suficientes y egocéntricos.
Agotado y aturdido, debo pedir a la tripulación que me desembarquen en casa de un sacerdote, dom Jean-François, cura de una parroquia de la periferia de Génova. Es el comienzo de un largo y rudo viaje inmóvil.
DEJARLO TODO
A pesar de su hospitalidad fraternal, su sentido del humor a toda hora y sus anécdotas divertidas, algunos días de reposo en casa de dom Jean-François no arreglan las cosas. Hay que resignarse y acudir al hospital con él. Al punto, todo se encadena y bascula en apenas unos minutos: la camilla, la colocación de un primer catéter, el analgésico para calmar los temblores, la ambulancia, el escáner en urgencias… Sabré más tarde que dom Jean-François pasó mucho miedo. Yo, solo lo pasé muy mal. Mis ojos semicerrados tropiezan con la etiqueta que acaban de pegar en mi camilla, que significa la importancia del caso: estoy en el protocolo Giallo, amarillo, que indica “urgencia relativa”. Se terminaron las vacaciones.
Hasta aquí, yo era un cura hiperactivo. Hay una frase que no dejo de repetir medio en broma a todos los que, en la parroquia, me sugieren más o menos amablemente que debo ralentizar: «¡Descansaré en el cielo!». Mi programa de verano, por otra parte, es un torbellino sin fin. Es simple, lo he encadenado todo a doscientos por hora. Campamento scout, retiro para familias cerca de Burdeos, congreso en Estados Unidos seguido de una estancia de sueño en Nueva York con mi hermano y mi cuñada, vuelta a Francia para la SFR, la semana familiar reglamentaria, crucero por el Mediterráneo con jóvenes profesionales y por fin marcha en solitario hacia Compostela. Este torbellino se termina, abruptamente, en el hospital Villa Scassi-Sampierdarena de Génova, que no es francamente la Ibiza de las clínicas. El crucero se interrumpe y no habrá Camino de Santiago. En unas horas, ya no presumirá de velocidad, con la sonda urinaria y sus dos drenajes, el explorador que se creía ayer Cristóbal Colón. Hay que dejarlo todo. Es quizá aún más delicado para un soltero que organiza su vida más o menos como quiere desde hace mucho tiempo.
Claro que la vida de un sacerdote está hecha de obediencia, de sucesos y encuentros que debe aceptar, pero sigo creyendo que el sacerdocio es en cierto modo una especie de profesión liberal. Con la misa, punto fijo cotidiano, la jornada es de todos modos un pequeño torbellino donde hay que aceptar dejarse interrumpir para ser “todo para todos”. Casi la mitad de nuestro día está lleno de sucesos y encuentros no previstos. Un amigo alcalde me dijo un día que esa misma era la realidad que él vivía. Imposible en todo caso despreocuparse: el trabajo no falta. ¿Quién dirá a este mundo que Dios lo ama? ¡La mies es abundante! Por tanto, «descansaré en el cielo», es casi lo que decía Christian Streiff, quitando la trascendencia: «Descansaré cuando me muera». PDG (Presidente Director General) del grupo PSA Peugeot Citroën, desbordado y que amaba eso, este hombre de cincuenta años fulminado en 2008, víctima de un AVC (Accidente vascular cerebral) que le llevó a las puertas de la muerte. Su vida cambia en un instante. La recuperación será lenta y laboriosa[2].
Yo no soy ciertamente el PDG de una gran empresa, pero me gusta también la acción y desprecio las vacaciones, salvo si me permiten hacer (¡al fin!) mil cosas. De pequeño, mi hermano Luc me llevaba a pescar en un río cercano a nuestra casa de vacaciones. Yo detestaba eso: esperar a un hipotético pez, sosteniendo —inmóvil y sin hablar— una caña de pescar, ¡qué tortura! No para el pez, sino para el pescador. Entonces, que las cosas queden claras: mi coche es un turbodiésel, no tengo más que siete puntos en el carnet y rabio porque mi presbiterio no tiene aún fibra óptica. En suma, has comprendido: soy un impaciente. Detesto esperar y perder el tiempo. Voy a descubrir que por algo llaman en el hospital a los enfermos «los pacientes». Allí se pasa esperando la mayor parte del tiempo. Y los días son largos.
La experiencia que se me ha dado vivir comienza por este desprendimiento: esperar. No dominar ya casi nada. No comprender qué pasa y solo estar mal. Esta experiencia se acompaña con otra dificultad que va a complicarme bastante: la barrera de la lengua. Porque solo tengo rudimentos de italiano, y de italiano coloquial. Solo lo básico vital, es decir, cómo pedir dignamente una pizza o un helado… No está mal, pero es un poco escaso. Como toda lengua latina, el italiano se comprende bastante fácilmente. Pero el lenguaje médico es más específico. Los asuntos superan esta vez el precio de una pizza o de un gelato. ¿Cómo informar al médico? ¿Comprender las preguntas de esta enfermera? ¿Decirle que soy alérgico a tal producto? ¿Que me duele aquí o allá? ¿Que me levante el cabecero de la cama? ¿Humedecer mis labios? ¿Bajar el estor? ¿Recargar mi teléfono? Y, por otro lado, ¿cómo se dice enchufe en italiano?
El traductor de Google se convierte en mi mejor amigo. No muy despabilado, busco un truco para memorizar en italiano esta frase tan esencial para un enfermo: «Tengo dolor» —Ho male—. Me acuerdo entonces de que el arzobispo de Boston se llama O’Malley. Una noche en que el dolor se hace particularmente fuerte, toco el timbre y grito a la enfermera: «¡Boston! ¡Boston!». Ella abre mucho los ojos: «¿Ma cosa sta succedendo a Boston?» («Pero, ¿qué pasa en Boston?»). Todavía me río…
¿POR QUÉ DIOS PERMITE ESTO?
«Esto no es justo, usted, un sacerdote en la fuerza de la edad. Pero ¿qué hace el buen Dios?». He tenido que oír esto más de una vez. Pero las urgencias pediátricas ¿no son acaso una injusticia aún mayor? No hay una edad para sufrir. La prueba del sufrimiento y la acción del mal en el mundo son ante todo un inmenso y terrible escándalo, para todas las edades.
En una de mis largas tardes de convaleciente, he tenido la alegría de una visita sorpresa: la del padre Matthieu Dauchez, director de la fundación Anak-Tarik[3], que ayuda a los niños necesitados de Manila. En el corazón de una ciudad donde prostitución, miseria, explotación, enfermedad, corrupción, violencia se conjugan para crear dramas a menudo irreversibles, él se dedica en cuerpo y alma para poner esperanza y alegría. Su fundación ayuda a unos mil quinientos niños de la capital filipina. Su visita es ya un buen regalo, pero me da aún otro: su último libro titulado: ¿Por qué Dios permite esto? Los niños de la calle frente a la cuestión del mal. Recibo este regalo como un guiño del Señor. Testigo de las peores situaciones, el padre Dauchez trata en profundidad un asunto delicado y complejo. El capítulo que dedica a la «nobleza de las lágrimas» es particularmente impactante.
En la ambulancia que corría, sirena a tope, por las calles de Génova (recomiendo esta experiencia, pues los conductores de ambulancia italianos son ciertamente pilotos de rally desconocidos), y luego en mi cama de hospital, no he dejado de plantearme la pregunta: «¿Por qué?». ¿Cómo podría evitarla? Es la pregunta. Al comenzar este libro, no puedo prescindir de ella.