Golpe de efecto - Harlan Coben - E-Book

Golpe de efecto E-Book

Harlan Coben

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Beschreibung

MYRON BOLITAR NUNCA SE RINDE, AUNQUE TODO ESTÉ EN SU CONTRA. Durante la celebración del Open estadounidense, la tenista Vallerie Simpson es asesinada en medio de la multitud. La joven quería relanzar su carrera profesional con la ayuda del agente deportivo Myron Bolitar, pero alguien ha acabado con ella. Aunque Bolitar está bastante ocupado representando otro tenista prometedor llamado Duane Richwood, decide averiguar quién deseaba ver muerta a Valerie. Una tragedia de tal calibre no puede quedar enterrada bajo una capa de mentiras.

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Título original: Drop stop

© Harlan Coben, 1996.

© de la traducción: Xavier Llobet.

© de esta edición digital: RBA Libros S.A., 2021. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO876

ISBN: 9788491878063

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

PORTADA

PORTADILLA

CRÉDITOS

DEDICATORIA

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AGRADECIMIENTOS

HARLAN COBEN. MYRON BOLITAR

OTROS TÍTULOS DE HARLAN COBEN EN RBA

NOTAS

PARA ANNE Y CHARLOTTE,

DE PARTE DEL HOMBRE MÁS AFORTUNADO DEL MUNDO

1

—César Romero —dijo Myron.

—No lo dirás en serio, ¿no? —contestó Win mirándolo.

—Es que empiezo con una fácil.

En el Stadium Court, los jugadores cambiaban de campo. Duane Richwood, el cliente de Myron, estaba dándole una paliza sensacional al decimoquinto cabeza de serie, Ivan Algoterminadoenokov, por 5-0 en el tercer set después de haber ganado los dos primeros por 6-0 y 6-2. Un debut impresionante en el Open de los Estados Unidos para tratarse de un advenedizo literalmente salido de las calles de Nueva York.

—César Romero —repitió Myron—. ¿O es que no te lo sabes?

—El Joker —respondió Win exhalando un suspiro.

—Frank Gorshin.

—El Enigma.

Estaban en la pausa de noventa segundos para la publicidad. Myron y Win se entretenían con el ingeniosísimo juego de «Adivina el nombre del malo de Batman». El Batman de la serie de televisión, en el que salían Adam West y Burt Ward, y todos aquellos Pow! Bam! y Slam! El Batman auténtico y genuino.

—¿Y quién interpretó al segundo? —quiso saber Myron.

—¿Al segundo hombre enigma?

Myron asintió con la cabeza.

Duane Richwood les dirigió una breve sonrisa chulesca desde el otro lado de la pista. Llevaba gafas de sol de aviador muy chillonas con patillas de color verde fluorescente muy horteras. Eran el último grito en Ray-Ban y Duane iba a todas partes con ellas. Aquellas gafas de sol no sólo habían llegado a identificarlo, sino también a definirlo. Y la casa Ray-Ban estaba bastante contenta de haberlo logrado.

Myron y Win estaban sentados en uno de los palcos de lujo reservados a la gente famosa y a los allegados de cada jugador. En la mayoría de los partidos se llenaban todos los asientos del palco. La tarde anterior, en el partido de Agassi, el palco estaba hasta los topes de familiares, amigos, pelotilleros, chicas jóvenes, estrellas de cine defensoras del medio ambiente, mechones de pelo implantados... como si se tratara de una fiesta privada de Aerosmith. No obstante, Duane sólo tenía tres personas en el palco: Myron, su agente; Win, su asesor financiero y Henry Hobman, su entrenador. Wanda, el gran amor de Duane, se había puesto demasiado nerviosa y había preferido quedarse en casa.

—John Astin —contestó Win.

Myron asintió en silencio.

—¿Y Shelley Winters?

—Ma Parker.

—Milton Berle.

—Louie el Lila.

—Liberace.

—Chandell.

—¿Y?

—¿Y qué? —preguntó Win confundido.

—¿A qué otro malo interpretó Liberace?

—¿Pero qué estás diciendo? Liberace sólo salió en un episodio.

—¿Estás seguro? —dijo Myron recostándose en el asiento y esbozando una sonrisa.

En el asiento situado junto a la silla del juez, Duane acababa de beberse tranquilamente y de un trago una botella entera de Evian sosteniéndola de modo que las cámaras de televisión enfocaran el nombre del patrocinador. Qué chico más listo. Sabía cómo dejarlo contento. No hacía mucho, Myron le había conseguido un contrato muy sencillo con el magnate de Evian, el agua mineral, que lo comprometía a beber en botellas claramente etiquetadas durante el US Open. Y a cambio, recibía diez mil dólares. Eso respecto al agua, porque Myron también estaba negociando un contrato de refrescos con Pepsi y otro de bebidas isotónicas con Gatorade.

Ah, el mundo del tenis...

—Liberace sólo salió en un episodio —afirmó Win.

—¿Es tu respuesta definitiva?

—Sí. Liberace sólo salió en un episodio.

Henry Hobman seguía escudriñando la pista, la inspeccionaba con la máxima concentración y la recoma con la vista de arriba abajo. Qué pena que en ese momento no hubiera nadie jugando.

—Henry, ¿juegas a adivinarlo? —propuso Myron.

Henry no les hizo caso. Como de costumbre.

—Liberace sólo apareció en un episodio —repitió Win dándose humos.

Myron hizo un ruido parecido al zumbido que se oye en los concursos cuando el participante da la respuesta equivocada.

—Pues lo siento mucho —dijo—, pero la respuesta no es correcta. ¿Qué es lo que tenemos para nuestro concursante? Pues bien, Windsor se lleva a su casa un juego de nuestro concurso, el abrillantador Turtle Wax para todo un año. ¡Y, por supuesto, nuestro más sincero agradecimiento por haber jugado con nosotros!

—Liberace sólo salió en un episodio —comentó Win impasible.

—¿Es un nuevo mantra tuyo?

—Hasta que me demuestres lo contrario.

Win, cuyo nombre completo era Windsor Horne Lockwood III, juntó las yemas de los dedos de sus cuidadas manos. Poner las manos de aquella manera era algo que solía hacer mucho y, por cierto, le sentaba a la perfección. Tenía el mismo aspecto que se desprendía de su nombre completo, es decir, el del típico blanco anglosajón protestante de clase adinerada por excelencia. Toda su actitud apestaba a arrogancia, elitismo, páginas dedicadas a fiestas de la alta sociedad de revistas de belleza como Town and Country, debutantes que usan jerséis con iniciales bordadas y alhajas con nombres grabados tan ridículos como Babs, dry-martinis en el bar del club privado y montones de dinero de papá... Pelo rubio y fino, cara de patricio y niño bien, cutis blanco y acento de Exeter muy afectado. Y sin embargo, en el caso de Win algún tipo de anomalía genética se había impuesto a generaciones enteras de cuidadosos aparejamientos porque, en determinados aspectos, era exactamente lo que parecía, pero en muchos otros, algunos incluso terroríficos, era todo lo contrario.

—Estoy esperando —dijo Win.

—Te acuerdas de que Liberace hizo de Chandell, ¿no? —preguntó Myron.

—Por supuesto.

—Pues te has olvidado de que, en el mismo episodio, Liberace también hizo de Harry, el hermano gemelo de Chandell.

—No puedes estar hablando en serio —dijo Win haciendo una mueca de reproche.

—¿Cómo?

—Que los hermanos gemelos maléficos no cuentan.

—¿En qué parte del reglamento dice eso?

Win cerró la mandíbula de aquella manera tan suya.

Había demasiada humedad en el ambiente para usar ropa interior, sobre todo en el estadio de Flushing Meadows, por donde no corría ni pizca de aire. El estadio, que curiosamente llevaba el nombre de Louis Armstrong, era como una valla publicitaria inmensa que por casualidad tuviera una pista de tenis en el centro. IBM tenía una valla sobre el velocímetro que marcaba la rapidez del saque de cada jugador. Citizen informaba tanto de la hora real como de la duración del partido. Visa tenía el nombre impreso tras la línea de servicio. Reebok, Infiniti, Fujifilm y Clairol aparecían allí donde hubiera un espacio libre. Y lo mismo podía decirse de Heineken, la cerveza oficial del Open de Estados Unidos.

El público era una amalgama total de clases sociales. Abajo, en los buenos asientos, se veía a la gente con dinero. Pero respecto a la ropa había de todo. Desde gente vestida con traje y corbata (como Win) hasta gente con ropa más informal al estilo república bananera (como Myron); había gente con téjanos y gente con bermudas, aunque los preferidos de Myron eran los que iban vestidos con el equipo completo de tenis: polo, bermudas, calcetines, zapatillas de tenis, sudaderas, muñequeras y raqueta de tenis. Sí, sí, raqueta de tenis. Como si alguien fuera a invitarlos a jugar. Como si de repente Sampras, Steffi o cualquier otro jugador fuera a señalar a las gradas y decir: «Eh, tú, el de la raqueta, necesito un compañero para jugar dobles».

Llegó el turno de Win.

—Roddy McDowall —comenzó.

—Ratón de biblioteca.

—Vincent Price.

—Cabeza huevo.

—Joan Collins.

—¿Joan Collins? —dijo Myron sorprendido—. ¿La de Dinastía!

—No pienso darte pistas.

Myron empezó a repasar episodios mentalmente. En la pista, el juez de silla dijo: «Tiempo», avisando que la pausa de la publicidad de noventa segundos había terminado, y los jugadores se pusieron en pie. Myron no habría puesto la mano en el fuego, pero le pareció ver a Henry pestañear.

—¿Te rindes? —quiso saber Win.

—¡Shhh! Están a punto de jugar.

—Y tú te crees hincha de Batman...

Los jugadores se situaron en sus puestos. Incluso ellos mismos eran vallas publicitarias, aunque más pequeñas. Duane iba con zapatillas y ropa deportiva Nike, usaba raqueta marca Head y llevaba las mangas adornadas con los logotipos de McDonald’s y Sony. Su contrincante iba de Reebok y sus logotipos eran de Sharp y Bic. Increíble, pero cierto: Bic, la compañía de bolígrafos y maquinillas de afeitar. Como si los espectadores, al ver el logotipo, fueran inmediatamente a comprar un bolígrafo.

—De acuerdo, me rindo —le susurró Myron a Win inclinándose hacia él—. ¿A qué villana interpretaba Joan Collins?

—No me acuerdo —dijo Win encogiéndose de hombros.

—¿Cómo?

—Sé que salió en un episodio, pero no me acuerdo del nombre del personaje.

—Eso no vale.

—¿En qué parte del reglamento dice eso? —preguntó Win con una sonrisa que dejó ver sus dientes blancos y perfectos.

—Tienes que saber la respuesta.

—¿Y por qué? —preguntó Win—. ¿Acaso Pat Sajak se sabe todas las preguntas de La rueda de la fortuna! ¿Se sabe Alex Trebeck todas las preguntas de Jeopardy!!

—Bonita analogía, Win, en serio —dijo Myron tras un momento de silencio.

—Gracias.

—La sirena —dijo de repente una voz.

Myron y Win miraron al otro lado. La voz parecía haber sido la de Henry.

—¿Has dicho algo?

—La sirena —repitió Henry casi sin mover la boca y con la mirada todavía fija en la pista de tenis—. Joan Collins hizo de la sirena. En Batman.

Myron y Win intercambiaron miradas de asombro.

—Los sabelotodos no les caen bien a nadie, Henry.

A Myron le pareció que Henry movía la boca. Tal vez para sonreír.

En la cancha de tenis, Duane empezó el juego con un tanto directo de saque que estuvo a punto de atravesar a un recogepelotas. El velocímetro de IBM marcó 205 kilómetros por hora y Myron hizo un gesto de incredulidad al verlo, igual que Ivan Comosellame. Justo cuando Duane se preparaba para lanzar el segundo saque, sonó el móvil de Myron.

Él lo sacó rápidamente del bolsillo. No era el único de las gradas que fuera a hablar por teléfono, pero sí de entre los de la primera fila. Ya iba a pulsar el botón de desconexión cuando cayó en la cuenta de que podía tratarse de Jessica. Jessica... Sólo de pensar en ella ya hacía que se le acelerara el pulso.

—¿Diga?

—No soy Jessica —comentó Esperanza, su colega del trabajo.

—No esperaba que lo fueras.

—Seguro —dijo ella—. Siempre suenas como un perrito abandonado cuando coges el teléfono.

Myron agarró el móvil con fuerza. El partido continuaba sin interrupción, pero ya había gente en las gradas con cara de pocos amigos, buscando el origen del desagradable tono de llamada del móvil.

—¿Qué quieres? —preguntó susurrando—. Estoy en el estadio.

—Ya lo sé. Seguro que ahora mismo pareces un gilipollas pretencioso por estar al teléfono en pleno partido.

«Si yo te contara...», pensó Myron.

Las caras de pocos amigos ya empezaban a acribillarlo con la mirada. En opinión de quienes lo rodeaban, Myron acababa de cometer un pecado imperdonable. Como si hubiera abusado de un menor o estuviera utilizando el tenedor de la ensalada con el segundo plato.

—Oye, ¿qué quieres?

—Un momento, ahora mismo estás saliendo por la tele. Madre mía, es cierto.

—¿Qué?

—La televisión te hace más gordo.

—Mira, Esperanza, ¿quieres decirme de una vez qué es lo que quieres?

—Bueno, nada importante. Se me ocurrió que te gustaría saber que te he concertado una reunión con Eddie Crane.

—Estás de broma.

Eddie Crane era uno de los juniors de tenis más destacados de todo el país. En principio sólo iba a entrevistarse con las cuatro agencias más importantes: ICM, TruPro, Advantage Internacional y ProServ.

—Lo digo en serio. Estás citado con él y con sus padres en la pista dieciséis cuando termine el partido de Duane.

—Te quiero, ¿sabes?

—Pues súbeme el sueldo —repuso ella.

Duane marcó un tanto con un drive diagonal ganador. Treinta a cero.

—¿Alguna cosa más? —quiso saber Myron.

—No, bueno, Valerie Simpson. Ha llamado tres veces.

—¿Qué quería?

—No me lo ha dicho, pero la reina de hielo parecía un poco irritada.

—No la llames así.

—Bueno, pues eso.

Myron colgó. Win se quedó mirándolo.

—¿Algún problema? —preguntó Win.

Valerie Simpson. Un caso extraño, pero triste. La que en otro tiempo fuera niña prodigio del tenis había acudido hacía dos días a su despacho en busca de alguien, quien fuera, que la representara.

—No, no creo —respondió Myron.

Duane iba cuarenta a cero. Estaba a un tanto de partido. Bud Collins, el columnista por antonomasia del mundo del tenis, ya lo esperaba en el pasillo de los vestuarios para hacerle la entrevista habitual sobre el encuentro. Eos pantalones de Bud, que siempre llevaba prendas en Technicolor muy atrevidas, eran especialmente horrendos ese día.

Duane cogió dos pelotas de manos del recogepelotas y se acercó a la línea. Era un personaje raro de ver en el mundo del tenis. Para empezar, era negro. Y no de la India ni de África; tampoco de Francia. Era de Nueva York. Al contrario que casi todos los demás jugadores del torneo, no se había pasado la vida preparándose para aquel momento. Sus padres no eran los típicos ambiciosos que lo hubieran presionado para que se dedicara al tenis. Tampoco había trabajado con los mejores entrenadores del mundo en Florida o California des de que fue capaz de sostener una raqueta. Duane pertenecía al extremo opuesto del espectro.

Era un chico criado en las calles, que se había escapado de casa a los quince años y había logrado arreglárselas por su cuenta. Aprendió a jugar al tenis en las pistas públicas. Se pasaba el día entero en ellas y retaba a todo el que fuera capaz de sostener una raqueta.

Y estaba a punto de ganar su primer partido de Grand Slam cuando se oyó el disparo.

El ruido sonó amortiguado porque procedía del exterior del estadio. La mayor parte del público no se dejó asustar. Supuso que el ruido había sido provocado por algún petardo o por un tubo de escape. Sin embargo, Myron y Win habían oído aquel ruido muchas veces; por eso, cuando empezaron a oírse gritos, ellos ya se habían levantado del asiento y estaban en movimiento. En el interior del estadio la gente comenzó a murmurar. Se oyeron más gritos. Gritos fuertes e histéricos. El juez de silla, en su infinita sabiduría, se acercó al micrófono y gritó: «¡Cálmense, por favor!».

Myron y Win subieron corriendo la escalera metálica, saltaron por encima de la cadena blanca que ponían los acomodadores para que nadie saliera o entrara de la cancha hasta que los jugadores cambiaran de campo y salieron afuera. En el lugar al que la gente se refería muy generosamente como «el salón comedor» estaba empezando a reunirse una multitud. Con mucho esfuerzo y paciencia, aquel «comedor» tenía la esperanza de llegar a alcanzar algún día el nivel de calidad gastronómica correspondiente a la zona de restaurantes de un centro comercial.

Se internaron entre la multitud abriéndose paso a empujones. Entre algunos había cundido el pánico sin traba alguna, pero otros ni se habían inmutado. Al fin y al cabo se trataba de Nueva York y, por otro lado, las colas de los puestos de refrescos eran muy largas y a nadie le hacía gracia perder la tanda.

La chica estaba tendida boca abajo delante de un puesto que servía champán Moét a 7,50 dólares la copa. Myron la reconoció de inmediato, incluso antes de agacharse y dar vuelta al cuerpo. Pero cuando le vio la cara, cuando vio aquellos fríos ojos azules devolviéndole la mirada y observándolo con la atención imperturbable de la muerte, se le encogió el corazón. Miró a Win, pero el rostro de éste, como de costumbre, carecía de expresión.

—Pues vaya un regreso al mundo del tenis —dijo Win.

2

—Tal vez deberías dejar de darle vueltas —dijo Win.

Win tomó la FDR Drive en dirección sur con su Jaguar XJR. Llevaba la radio sintonizada en la WMXV, i o 5.1 FM, en un espacio dedicado al soft rock. En ese momento se oía a Michael Bolton haciendo una nueva versión de un viejo clásico de los Four Tops. Lamentable. Como ver a Bea Arthur hacer la nueva versión de una película de Marilyn Monroe.

Tal vez «soft rock» significara en realidad «rock de la peor clase».

—¿Te importa que ponga un casete? —dijo Myron.

—Claro que no.

Win cambió de carril de un volantazo. La manera más suave de definir la forma de conducir de Win sería la de «creativa». Myron, que intentaba no mirar la carretera, insertó el casete de la versión original de How to Succeed iu Business Without Really Trying. Al igual que Myron, Win tenía una gran colección de musicales de Broadway. En la cinta, Robert Morse cantaba a una chica Hamada Rosemary, pero la mente de Myron seguía fija en una chica llamada Valerie Simpson.

Valerie estaba muerta. De un balazo en el pecho. Le habían disparado en la zona de los puestos de comida del United States Tennis Association National Tennis Center durante la primera ronda del Grand Slam estadounidense y, aun así, nadie había visto nada. O, por lo menos, nadie había dicho nada.

—Ya vuelves a poner esa cara —dijo Win.

—¿Qué cara? —preguntó Myron.

—La cara de «quiero ayudar al mundo» —respondió Win—. No era dienta tuya.

—Pero iba a serlo.

—Cosa muy diferente. Su destino no te concierne.

—Hoy me había llamado tres veces —dijo Myron—. Y al ver que no podía ponerse en contacto conmigo por teléfono, ha venido a las pistas. Y entonces ha sido cuando la han matado.

—Una historia muy triste —dijo Win—, pero no te concierne.

El velocímetro rondaba los ciento treinta.

—Oye, Win.

—Dime.

—Estás yendo por la izquierda, vas en dirección contraria.

Win dio un volantazo, cruzó dos carriles y tomó la salida de la autopista. Minutos más tarde, el Jaguar entraba en el parking Kinney de la Calle 52. Después de aparcar el coche le dieron las llaves a Mario, el encargado. En Manhattan hacía calor. Mucho calor. La acera abrasaba los pies a través de la suela de los zapatos. El humo de los coches se unía a la humedad que pendía del aire como los frutos de un árbol. Respirar suponía todo un esfuerzo. Sudar, en cambio, no. El truco consistía en reducir el sudor al mínimo mientras se caminaba y esperar a que el aire acondicionado secara la ropa sin provocar una neumonía.

Myron y Win fueron en dirección sur por Park Avenue hacia el rascacielos de Inversiones y Valores Lock-Horne. El edificio entero pertenecía a la familia de Win. El ascensor se detuvo en la planta número doce, Myron salió y Win se quedó dentro. Su despacho de la compañía Lock-Horne estaba dos pisos más arriba.

—Yo la conocía —dijo Win antes de cerrarse las puertas del ascensor.

—¿A quién?

—A Valerie Simpson. Fui yo quien le dio tu número de teléfono.

—¿Y por qué no me lo dijiste?

—No tenía ningún motivo para hacerlo.

—¿Erais amigos íntimos?

—Eso depende de lo que entiendas por amigo íntimo. Ella era de una familia adinerada de Filadelfia, como la mía. Los dos éramos miembros de los mismos clubes privados, de las mismas asociaciones benéficas, todo eso. De niños de vez en cuando nuestras familias veraneaban juntas. Pero llevaba años sin saber nada de ella.

—¿Y te llamó así, sin más?

—Podría decirse que sí.

—¿Y qué es lo que tú dirías?

—¿Es un interrogatorio?

—No. ¿Tienes alguna idea de quién puede haberla asesinado?

—Ya hablaremos luego —dijo Win con total tranquilidad—. Ahora mismo tengo asuntos que atender.

Las puertas del ascensor se cerraron y Myron se quedó allí de pie un momento, como esperando a que las puertas volvieran a abrirse. Después recorrió el rellano y abrió la puerta en la que se leía: «MB Representante Deportivo Inc».

—Madre mía, vas hecho un cromo —dijo Esperanza desde su mesa al verlo entrar.

—¿Te has enterado de lo de Valerie?

Esperanza hizo un gesto afirmativo con la cabeza. En caso de sentirse culpable por haberse referido a ella como «la reina de hielo» momentos antes del asesinato, no se le notaba.

—Tienes sangre en la chaqueta.

—Ya lo sé.

—Ned Tunwell, de Nike, está en la sala de reuniones.

—Pues supongo que tendré que verlo —dijo Myron—. Deprimiéndome no voy a arreglar nada.

Esperanza se quedó mirándolo, inexpresiva.

—No hace falta que te pongas así —añadió Myron—, estoy bien.

—Estoy conteniendo las lágrimas —dijo ella.

La viva imagen de la compasión.

Cuando Myron abrió la puerta de la sala de reuniones, Ned Tunwell se le tiró encima como un cachorro contento, esbozó una sonrisa de oreja a oreja y le dio una gran palmada en la espalda. Myron pensó que sólo faltaba que le saltara al regazo para lamerle la cara.

Ned Tunwell parecía tener unos treinta y pocos, más o menos como Myron. Todo él estaba siempre de buen talante, como un hare krishna con sobredosis de anfetaminas o como Flipper en medio de un parque acuático. Llevaba chaqueta azul, camisa blanca, pantalones caqui, corbata chillona y, lógicamente, zapatillas de tenis Nike. Tenía el pelo muy rubio y llevaba uno de esos bigotes que parecen la marca que deja la leche.

Al cabo de un rato, Ned consiguió calmarse y sacó una cinta de vídeo.

—¡Ya verás cuando veas esto! —dijo muy emocionado—. Myron, te va a encantar. Es fantástico.

—Veámoslo entonces.

—En serio, Myron, es fantástico. Absolutamente fantástico. Increíble. Ha quedado mejor de lo que esperaba. Manda al traste todo lo que hicimos con Courier y Agassi. Te va a encantar. Es fantástico. Fantástico de verdad.

La palabra clave estaba clara: fantástico.

Tunwell encendió el televisor y puso la cinta en el reproductor. Myron se sentó e intentó dejar de pensar en el cadáver de Valerie Simpson. Necesitaba concentrarse. Lo que Ned iba a enseñarle, el primer anuncio publicitario de Duane, era crucial. De hecho, aquellos anuncios contribuían más a crear la imagen de un deportista que ninguna otra cosa, ni siquiera lo bien que jugara o cómo lo retrataran los medios de comunicación. Eran los anuncios lo que definía a los deportistas. Todo el mundo conocía a Michael Jordan como Air Jordan. La mayoría de los aficionados no sabrían decir si Larry Johnson había jugado con los Charlotte Hornets pero, en cambio, lo sabían todo sobre la personalidad de su abuela. La campaña adecuada definía. En cambio, una mala campaña podía acabar con la carrera de cualquiera.

—¿Cuándo va a salir por la televisión?

—Durante los cuartos de final. Vamos a bombardear todas las cadenas a lo bestia.

La cinta terminó de rebobinar. Duane estaba a punto de convertirse en uno de los jugadores de tenis mejor pagados del mundo. Y no por ganar partidos, aunque ayudara bastante, sino por los contratos publicitarios. En la mayoría de los deportes, los deportistas más famosos ganaban más dinero por los patrocinadores que por sus equipos. Y en el caso del tenis, mucho más. Muchísimo más. Los diez mejores jugadores del mundo sacaban el quince por ciento de sus ingresos de los partidos que ganaban, pero el resto lo ganaban gracias a contratos publicitarios, los partidos de exhibición y las cuotas, es decir, el dinero que se pagaba a los mejores jugadores por participar en un torneo sin tener en cuenta el resultado.

El tenis necesitaba sangre nueva y Duane Richwood era la transfusión más estimulante que iba a obtener en años. Comparados con él, Courier y Sampras parecerían tan interesantes como la comida deshidratada para perros. Los jugadores suecos siempre eran un tostón. El circo de Agassi empezaba a cansar. McEnroe y Connors ya eran historia.

Así que ahora le tocaba el turno a Duane Richwood: llamativo, divertido y ligeramente polémico, pero no lo suficiente como para resultar odioso. Era negro y había salido de la calle, pero de una calle que se consideraba «segura», era un negro «seguro», la clase de tipo a quien hasta los racistas podrían apoyar para demostrar que en realidad no lo eran.

—Mira esta preciosidad, Myron. Este spot, te lo prometo, es... es que es totalmente... —Tunwell miró al techo, tratando de encontrar la palabra adecuada.

—¿Fantástico? —sugirió Myron.

—Tú míralo y ya verás —dijo Ned haciendo chasquear los dedos y señalando la pantalla—. A mí se me pone dura cuando lo veo. ¿Pero qué digo? Se me pone dura sólo de pensar en él. Te lo juro por lo que más quieras, es buenísimo.

Ned pulsó el botón de «PLAY».

Dos días antes, Valerie Simpson había estado sentada en aquella misma sala, justo después que Duane Richwood. El contraste era espectacular. Los dos tenían veintitantos años, pero mientras la carrera de uno apenas empezaba a despegar, la de la otra ya se había estrellado. A los veinticuatro años, a Valerie le habían colgado el cartel de vieja gloria o falsa promesa del tenis. Aquel día estuvo fría y arrogante (y de ahí el comentario de Esperanza sobre la reina de hielo), aunque tal vez sólo estuviera distante y distraída. Era difícil saberlo con exactitud. Y sí, Valerie era joven, aunque no precisamente lo que se dice «una persona llena de vida». Resultaba muy extraño decirlo ahora, pero sus ojos le parecieron más vivos cuando la vio muerta, más animados en su mirada perdida que cuando se sentó en la sala de reuniones con Myron.

¿Por qué, se preguntó Myron, iba nadie a querer matar a Valerie Simpson? ¿Por qué había tratado de ponerse en contacto con él con tanta urgencia? ¿Por qué había acudido al estadio de tenis? ¿Para ver el torneo? ¿O para hablar con Myron?

—Mira esto, Myron —volvió a repetir Ned—. Es tan fantástico que me corrí de gusto al verlo. De verdad, te lo juro por Dios. Me manché los pantalones.

—Qué pena habérmelo perdido.

Ned soltó un grito de placer.

El anuncio empezó por fin. Se veía a Duane con sus gafas de sol yendo de arriba abajo en la cancha de tenis. Luego muchas sucesiones rápidas de primeros planos, la mayoría de las zapatillas deportivas. Muchos colores brillantes. Un ritmo de latidos fuertes mezclado con el ruido de las pelotas que pasaban por encima de la red a toda velocidad. Tenía un estilo tan a lo «MTV», que podría haberse tratado perfectamente del videoclip de un grupo de rock. Entonces se oía decir a Duane:

—Ven a mi cancha...

Luego se veían unos cuantos golpes y unos cuantos primeros planos en rápida sucesión. Y entonces todo se detenía. Duane se desvanecía y el color se iba perdiendo hasta quedar por completo en blanco y negro. Y en silencio. Después la escena cambiaba y se veía a un juez de aspecto severo mirando a la cámara desde lo alto de su estrado. En ese momento volvía a oírse la voz de Duane:

—...y mantente alejado de la suya.

Volvía a oírse la música rock, volvía el color y aparecía Duane, que golpeaba la pelota, sonreía a pesar del sudor, y la luz se reflejaba en sus gafas de sol. Después aparecía el símbolo de Nike y debajo la frase: «VEN A LA CANCHA DE DUANE ».

Fundido en negro.

Ned Tunwell dejó escapar un gemido de satisfacción, de verdadera satisfacción.

—¿Quieres un cigarrillo? —le preguntó Myron.

—¿Qué te había dicho, eh, Myron? —dijo Ned aumentando la potencia de su sonrisa—. ¿Es fantástico o no?

Myron asintió con la cabeza. Era bueno. Muy bueno. Era moderno, estaba bien hecho y tenía mensaje, sin llegar a la monserga.

—Me gusta —contestó.

—Ya te lo había dicho. ¿O no te lo había dicho? Se me ha vuelto a poner dura. Te lo juro por Dios, me gusta tanto que se me pone dura. Hasta puede que vuelva a correrme. Aquí mismo, mientras hablamos.

—Gracias por avisar.

Ned se puso a reír como si le hubiera dado un ataque y le dio una palmada en el hombro a Myron.

—Ned...

Tunwell fue reduciendo el volumen de sus carcajadas como si fuera el final de una canción y luego se secó los ojos.

—Es que un día me vas a matar, Myron. No puedo parar de reír. De verdad que un día me matas.

—Sí, es que soy la leche. Por cierto, ¿te has enterado de lo del asesinato de Valerie Simpson?

—Y tanto, lo han dicho por la radio. Una vez trabajé con ella, ¿sabes? —dijo Ned sin dejar de sonreír y con los ojos muy abiertos y vivaces.

—¿Estuvo con Nike? —preguntó Myron.

—Pues sí. Y te diré una cosa, nos costó un riñón. Es que, ¿sabes qué?, parecía una apuesta segura. Sólo tenía dieciséis años cuando firmamos el contrato con ella y ya había llegado a la final del Roland Garros. Y además era atractiva, americana de pura cepa, lo tenía todo. Y estaba muy desarrollada, ya me entiendes. No era la típica niña mona que iba a transformarse en una mala bestia cuando creciera un poco, como Capriatti. Valerie estaba realmente buena.

—¿Y qué pasó?

—Pues que tuvo una crisis nerviosa —dijo Ned encogiéndose de hombros—. Joder, si salió en todos los periódicos.

—¿Por qué motivo?

—Y yo qué sé. Pero hubo muchos rumores.

—¿Como por ejemplo?

Ned abrió la boca para decir algo y volvió a cerrarla.

—Se me han olvidado.

—¿Que se te han olvidado?

—Mira, Myron, la mayoría de la gente pensó que había sido demasiado, ¿me entiendes? Por tanta presión. Valerie no pudo con todo. La mayoría de esta gente no lo consigue. Tienen cuanto quieren, llegan muy arriba y luego ¡puf!, desaparecen. No puedes ni imaginarte cómo debe ser perderlo todo como... Esto... —Ned tartamudeó un poco y se calló. Luego inclinó la cabeza—. Mierda, joder...

Myron siguió en silencio.

—Perdona que haya dicho eso, Myron. A ti precisamente.

—No pasa nada.

—No, en serio, o sea, es que he metido la pata hasta el fondo...

—Una lesión en la rodilla no es lo mismo que una crisis nerviosa, Ned —comentó Myron tratando de quitarle importancia.

—Sí, ya lo sé, pero aun así... —dijo Ned, y volvió a callar—. ¿Cuando los Celts te ficharon estabas con Nike?

—No, con Converse.

—¿Y te echaron? Quiero decir, ¿así por las buenas?

—No les culpo.

Esperanza abrió la puerta sin llamar. Como siempre. Nunca llamaba antes de entrar. Ned Tunwell no tardó en recuperar la sonrisa. No se deprimía fácilmente. Se quedó mirando a Esperanza, mirándola atentamente. Como la mayoría de los hombres.

—¿Puedo hablar contigo un momento, Myron?

—Hola, Esperanza —dijo Ned saludándola con la mano.

Ella se volvió hacia él y lo atravesó con la mirada, uno de sus múltiples talentos.

Myron se disculpó y la siguió afuera. La mesa de Esperanza estaba despejada salvo por dos fotografías enmarcadas. Una era la de su perra, una perrita muy peluda y muy mona que se llamaba Chloe, en un concurso que había ganado. Esperanza estaba muy metida en los concursos de perros, afición que los latinos del centro de la ciudad no es que dominaran precisamente, pero que a ella parecía dársele bastante bien. Y en la segunda foto salía Esperanza con otra mujer, librando un combate de lucha libre. La encantadora y ágil Esperanza había sido profesional de lucha libre bajo el nombre artístico de Pequeña Pocahontas, la princesa india. Durante tres años consecutivos, la Pequeña Pocahontas fue la favorita del público de la organización Radiantes Estrellas Guerreras de la Lucha Atlética, popularmente conocida como la REGLA (alguien había sugerido llamarla simplemente Guerreras Unidas de la Lucha Atlética, pero el acrónimo resultaba problemático para los locutores). La Pequeña Pocahontas de Esperanza era una fantasía sexual ligera de ropa (básicamente un bikini de ante), a quien los admiradores animaban y repasaban con la mirada de arriba abajo mientras ella se enfrentaba todas las semanas contra enormes y malévolas adversarias que siempre hacían trampas. Algunos lo veían como una alegoría moral, la típica representación de la lucha del bien contra el mal. Sin embargo, para Myron, el combate de la semana se parecía más a una de esas películas de mujeres encarceladas de serie Z, donde Esperanza representaba a la bella e ingenua prisionera encerrada en el ala C; su contraria era Olga, la sádica matrona de la prisión.

—Es Duane —dijo Esperanza.

Myron respondió directamente con el teléfono de su socia.

—Hola, Duane, ¿qué hay de nuevo?

—Vente para aquí, colega, ya estás tardando —dijo Duane hablando muy rápido.

—¿Qué ocurre?

—Tengo a la policía aquí delante. Y están haciéndome un montón de preguntas muy jodidas.

—¿Sobre qué?

—Sobre esa chica a quien han matado hoy. Creen que yo he tenido algo que ver.

3

—Pásame con el policía —pidió Myron a Duane.

—Al habla el detective de homicidios Roland Dimonte —comentó una voz al otro lado de la línea telefónica con el típico tono impaciente de los policías—. ¿Quién narices es usted?

—Me llamo Myron Bolitar y soy el abogado del señor Richwood.

—Conque el abogado, ¿eh? Pensaba que era su agente.

—Soy las dos cosas —contestó Myron.

—¿Lo dice en serio?

—Sí.

—¿Ha hecho la carrera de Derecho?

—Tengo el título colgado en la pared, pero puedo llevárselo si quiere.

Dimonte hizo un ruido parecido a una media sonrisa.

—Ex jugador de baloncesto, ex federal ¿y ahora va a decirme que es usted un puto abogado?

—Soy lo que podría llamarse un hombre del Renacimiento —dijo Myron.

—¿Ah, sí? Y dígame, señor Bolitar, ¿qué universidad iba a admitir a alguien como usted?

—Harvard —respondió Myron.

—Vaya, menudo personaje está hecho.

—Usted me ha preguntado.

—Está bien, tiene media hora para venir aquí. Después me llevaré a su chico a la comisaría, ¿entendido?

—Ha sido un placer hablar contigo, Rolly.

—Le doy veintinueve minutos. Y no me llame Rolly.

—No quiero que le hagan ninguna pregunta a mi cliente hasta que yo llegue, ¿está claro?

Roland Dimonte no respondió.

—¿Está claro? —repitió Myron.

Más silencio. Y de repente:

—Creo que hay interferencias y no le oigo muy bien, señor Bolitar.

Dimonte colgó.

Un tipo la mar de agradable.

—¿Quieres ocuparte de Ned por mí? —le dijo Myron a Esperanza mientras le devolvía el auricular del teléfono.

—No te preocupes.

Myron bajó a la planta baja por el ascensor y salió hacia el parking Kinney corriendo. «¡Corre, corre, O. J. Simpson!», oyó que le gritaba alguien a su espalda. En Nueva York parece que todo el mundo fuera cómico profesional. Mario lanzó las llaves a Myron sin apartar la vista del periódico que tenía en las manos.

El coche de Myron estaba aparcado en la planta baja. Al contrario que Win, Myron no era precisamente un amante de los grandes coches. Para Myron, el coche era un medio de transporte y nada más. Myron tenía un Ford Taurus. Un Ford Taurus gris. Por eso cuando conducía las chicas no se le tiraban precisamente encima.

No había recorrido más de veinte manzanas cuando vio que un Cadillac azul pálido con techo amarillo canario lo seguía. Aquel coche tenía algo raro. Y probablemente fuera el color. ¿Azul pálido con el techo amarillo? ¿En Manhattan? Podía imaginarse un coche como aquél en un complejo para jubilados de una ciudad tipo Boca Raton y en manos de algún tipo llamado Sid, que siempre se dejaba el intermitente de la izquierda encendido, pero no en Manhattan. Además, Myron recordaba haber pasado corriendo junto a ese mismo coche de camino al parking.

¿Estaría siguiéndolo alguien?

Era una posibilidad, pero poco probable. Se encontraba en el centro de Manhattan y Myron se dirigía en línea recta hacia la Séptima Avenida, seguido por un millón de coches más. Quizá no tuviera ninguna importancia. O quizá sí. Myron tomó mentalmente nota al respecto y siguió adelante.

Duane había alquilado hacía poco un piso en la esquina de la Calle 12 con la Sexta Avenida, en el edificio John Adams, justo a las puertas de Greenwich Village. Myron aparcó en una zona prohibida delante de un restaurante chino de la Sexta Avenida, pasó por delante del portero y subió en ascensor hasta el apartamento 7G.

Le abrió la puerta un hombre que sólo podía ser el detective Roland Dimonte. Llevaba téjanos, camisa verde con estampado de cachemira y chaleco de cuero negro. También llevaba el par de botas de piel de serpiente más feas que Myron había visto en su vida, color blanco nuclear con motas color lila. Tenía el pelo graso y varios mechones pegados en la frente como con cola. De la boca le salía un mondadientes, un mondadientes de verdad. Tenía los ojos encajados firmemente en una cara regordeta, como si alguien le hubiera encajado dos cuentas marrones a último momento.

—Hola, Rolly —dijo Myron sonriendo.

—Vamos a dejar clara una cosa, señor Bolitar. Sé muy bien quién es usted. Lo sé todo sobre su época de esplendor con los federales y sé lo mucho que le gusta jugar a ser policía, pero a mí nada de eso me importa una mierda. Y me importa una mierda que su cliente sea un personaje público. Yo tengo un trabajo que hacer, ¿está claro?

—Creo que hay interferencias y no te oigo muy bien —dijo Myron poniéndose la mano detrás de la oreja.

Roland Dimonte se cruzó de brazos y lanzó a Myron la mirada más asesina que seguramente sabía hacer. Las botas de piel de serpiente debían de tener alguna clase de plataforma que le hacía pasar el metro ochenta de altura, pero aun así, Myron seguía siendo ocho o nueve centímetros más alto. Pasó un minuto entero y Roland seguía mirándolo lleno de odio. Luego pasó otro minuto más. Roland masticó un poco el mondadientes, manteniendo aquella mirada asesina sin pestañear.

—No lo parece, pero por dentro estoy temblando de miedo —dijo Myron.

—Que le den por culo, señor Bolitar.

—Masticar el mondadientes ha sido un verdadero detalle. Un poco clásico, tal vez, pero a ti te queda bien.

—Ándese con cuidado, listillo.

—¿Me dejarías pasar antes de que me mee encima de miedo? —dijo Myron.

Dimonte se apartó. Lentamente. Su mirada asesina seguía puesta en piloto automático.

Myron encontró a Duane sentado en el sillón. Llevaba puestas sus Ray-Ban, como de costumbre, y se acariciaba aquella barba tan corta que tenía con la mano izquierda. Wanda, la novia de Duane, estaba junto a la cocina. Era alta, mediría un metro sesenta más o menos. Podría decirse que era de constitución atlética, sin llegar a ser musculosa, y desde luego una mujer despampanante. Sus pupilas no paraban de mirar a todos lados como si fueran bolas de pinball.

El apartamento no era muy grande. La decoración, la típica de los apartamentos de alquiler de Nueva York, dado que Duane y Wanda se habían mudado allí hacía sólo unas semanas. Además, el contrato se renovaba al cabo del mes, por lo tanto no había motivo para arreglar demasiado el piso. Y con el dinero que Duane estaba a punto de empezar a ganar, muy pronto iban a poder vivir donde quisieran.

—¿Le has dicho algo? —le preguntó Myron.

—Todavía no —dijo Duane negando con la cabeza.

—¿Quieres hacerme el favor de explicar qué está pasando aquí?

—No lo sé —comentó Duane negando de nuevo con la cabeza.

En la habitación había otro policía. Un tipo joven. Muy joven. Tan joven que parecía tener alrededor de doce años. Probablemente acababan de ascenderlo a detective. Tenía un bloc de notas en la mano y el bolígrafo a punto para empezar a escribir.

Myron se volvió hacia Roland Dimonte, que tenía las manos en las caderas y emanaba autosuficiencia por todos los poros.

—¿De qué se trata? —le preguntó Myron.

—Sólo queremos hacerle unas cuantas preguntas a su cliente.

—¿Sobre qué?

—Sobre el asesinato de Valerie Simpson.

—Yo no sé nada —contestó Duane ante la mirada que le dirigió Myron.

Dimonte se sentó, convirtiendo el hecho en todo un acontecimiento. Igual que en El Rey Lear.

—¿Entonces no le importará que le hagamos unas preguntas? —dijo Dimonte.

—No —contestó Duane en tono no muy convencido.

—¿Dónde se encontraba cuando se produjo el disparo?

Duane miró a Myron y éste asintió en silencio.

—Estaba en el estadio.

—¿Qué hacía allí?

—Jugar al tenis.

—¿Quién era su rival?

—Eres realmente bueno, Rolly —dijo Myron.

—Cállese la puta boca, señor Bolitar.

—Ivan Restovich —contestó Duane.

—¿Siguió el partido después del disparo?

—Sí. Al fin y al cabo era un partido decisivo.

—¿Oyó el disparo?

—Sí.

—¿Y qué hizo?

—¿Cómo que qué hice?

—Al oír el disparo.

—Pues nada —dijo Duane encogiéndose de hombros—. Me quedé ahí esperando hasta que el juez de silla nos dijo que siguiéramos jugando.

—¿No abandonó la cancha en ningún momento?

—No.

El policía joven no paraba de anotarlo todo sin levantar la vista del bloc.

—¿Y después qué hizo? —preguntó Dimonte.

—¿Cuándo?

—Después del partido.

—Me hicieron una entrevista.

—¿Quién le hizo la entrevista?

—Bud Collins y Tim Mayotte.

El policía joven alzó la vista un momento poniendo cara de no haber entendido.

—Mayotte —le dijo Myron—, eme, a, i griega, o, te, te, e.

El policía hizo un gesto afirmativo con la cabeza y anotó el nombre a toda prisa.

—¿De qué hablaron? —preguntó Roland.

—¿Cómo?

—En la entrevista. ¿Qué le preguntaron?

Dimonte le lanzó a Myron una mirada desafiante llena de odio y éste le respondió con un gesto afirmativo muy cordial con la cabeza y otro de aprobación con los dedos pulgares al estilo de los pilotos de aviones.

—No pienso repetírselo más, señor Bolitar. Deje de hacerse el gilipollas.

—Sólo estaba admirando tu técnica.

—En menos de un minuto podrá admirarla desde la celda de la cárcel.

—¡Uy, que me da algo! —contestó Myron con sorna.

Roland Dimonte volvió a lanzarle otra mirada asesina y luego volvió a centrarse en Duane.

—¿Conocía a Valerie Simpson?

—¿En persona?

—Sí.

—Pues no —dijo Duane negando con la cabeza.

—Pero habían hablado en alguna ocasión.

—No.

—¿No la conocía de nada?

—Así es.

—¿Nunca había tenido ningún tipo de contacto con ella?

—Nunca.

Roland Dimonte se cruzó de piernas dejando descansar una de sus botas sobre la rodilla y se acarició con los dedos la piel de serpiente color blanco y lila. Myron no lograba entender cómo a alguien podía gustarle acariciar aquello, pero Dimonte lo hacía como si fuera su mascota.

—¿Y usted, señorita?

—Perdón, ¿cómo dice? —comentó Wanda un tanto asustada.

—¿Conocía usted a Valerie Simpson?

—No —respondió Wanda en un tono apenas audible.

Dimonte volvió a centrarse en Duane.

—¿Había oído hablar de Valerie Simpson en anteriores ocasiones?

Myron puso los ojos en blanco, pero esta vez consiguió contenerse. No quería pasarse. Dimonte no era tan tonto como parecía. Nadie suele serlo. Estaba intentando que Duane se confiara para lanzarle entonces un revés devastador. La misión de Myron consistía en romperle el ritmo con unas cuantas interrupciones bien colocadas. Pero no demasiadas.

Myron Bolitar, el amante de la cuerda floja.

—Sí, había oído hablar de ella —dijo Duane encogiéndose de hombros.

—¿En qué términos?

—Había estado en el circuito. Hace un par de años, creo.

—¿En el circuito de tenis?

—No, en el circuito de los clubes nocturnos —interrumpió Myron—. Solía hacer el número previo al de Anthony Newley en Las Vegas.

Menuda capacidad de contención...

—Señor Bolitar, me está usted empezando a cabrear —dijo Dimonte lanzándole de nuevo su mirada asesina.

—¿Piensa ir al grano de una vez?

—Yo hago los interrogatorios poco a poco. No me gusta precipitarme.

—Pues deberías hacer lo mismo al comprar calzado —repuso Myron.

A Dimonte se le enrojeció el rostro.

—Señor Richwood, ¿cuánto tiempo lleva en el circuito? —preguntó Dimonte sin dejar de mirar a Myron con un odio cada vez más profundo.

—Seis meses —contestó Duane.

—¿Y en esos seis meses no había visto nunca a Valerie Simpson?

—Exactamente.

—Muy bien. Ahora veamos si lo he entendido bien. Usted estaba jugando un partido cuando se disparó el arma. Terminó el partido. Le estrechó la mano a su rival. Porque supongo que le estrechó la mano a su rival, ¿no es cierto?

Duane asintió con la cabeza.

—Y entonces concedió la entrevista.

—Eso es.

—¿Se duchó antes o después de la entrevista?

—De acuerdo, ya es suficiente —dijo Myron llevándose las manos a la cabeza.

—¿Tiene algún problema, señor Bolitar?

—Pues sí. Las preguntas que le estás haciendo son totalmente estúpidas. Voy a aconsejarle a mi cliente que deje de contestarlas.

—¿Por qué? ¿Acaso tiene su cliente algo que ocultar?

—Sí, mira Rolly, es que eres demasiado listo para nosotros. Fue Duane quien la mató. Varios millones de personas estaban viéndolo por televisión en el momento del disparo. Y varios miles de personas más estaban viéndolo en directo. Pero no era él quien estaba jugando, era su hermano gemelo, de quien fue separado en el momento de nacer. Eres demasiado listo para nosotros Rolly. Confesaremos.

—No he descartado esa posibilidad —dijo Dimonte.

—¿Qué posibilidad? —preguntó Myron.

—La de ese «confesaremos» en plural. Tal vez usted tuviera algo que ver. Usted y ese yuppy psicópata amigo suyo.

Se refería a Win. Había muchos policías que conocían a Win. A ninguno de ellos le caía bien. Pero el odio era mutuo.

—Estábamos en el estadio en el instante en que se oyó el disparo —dijo Myron—. Hay una docena de testigos que pueden confirmárselo. Y si algo sé de Win, es que nunca ha usado un arma a tan corta distancia.

Aquello hizo dudar a Dimonte y al final acabó asintiendo. Por una vez estaban de acuerdo en algo.

—¿Ha terminado ya de interrogar al señor Richwood? —quiso saber Myron.

Y, de repente, Dimonte esbozó una sonrisa. Era una sonrisa satisfecha de sí misma y a la vez llena de ilusión, como la de un niño sentado junto a la radio mientras fuera nieva. A Myron no le hizo ninguna gracia.

—Si me permite sólo un momento más —dijo el detective con falsa educación. Luego se puso en pie y se dirigió hacia su compañero, el anotador profesional, que seguía tomando notas sin parar—. Su cliente afirma que no conocía a Valerie Simpson.

—¿Y? —preguntó Myron.

El anotador profesional alzó al fin la vista. Tenía la mirada tan perdida como la del estenógrafo en el tribunal. Dimonte le hizo un gesto afirmativo con la cabeza y el anotador profesional le dio un librito de cuero con funda de plástico.

—Éste es el diario personal de Valerie —dijo Dimonte—. La última anotación es de ayer.

Dimonte amplió la sonrisa mientras mantenía la cabeza erguida. Tenía el pecho henchido como el de un gallo a punto de copular.

—Muy bien, cara de póquer—dijo Myron—. Vamos, dilo, ¿de qué se trata?

Dimonte le entregó una fotocopia de una página del diario. La anotación del día de ayer era bastante simple. De un extremo a otro de la página se leía: D. R. 555-8705. ¡Llamar!

555-8705. Era el número de teléfono de Duane. D. R., Duane Richwood.

Dimonte irradiaba perversa felicidad.

—Me gustaría hablar con mi cliente —dijo Myron—. A solas.

—Ni hablar.

—¿Cómo dice?

—No voy a dejar que se me escape ahora que le tengo contra las cuerdas.

—Soy su abogado...

—Me importa una mierda, como si fuera usted juez del Tribunal Supremo. Si se lo lleva de aquí, me lo llevo a usted también esposado.

—Oye, no tienes ninguna prueba contra mi cliente —dijo Myron—. De acuerdo, su número de teléfono estaba en el diario de la chica, pero eso no quiere decir nada.

Dimonte asintió en silencio y luego dijo:

—¿Pero qué diría la gente? Qué diría la prensa, por ejemplo. O los hinchas. Duane Richwood, el nuevo héroe del tenis, es arrastrado a la comisaría esposado. Apuesto a que no sabría muy bien qué decirles a los patrocinadores.

—¿Nos estás amenazando?

—Por Dios, claro que no —dijo Dimonte con la mano en el pecho—. ¿Sería yo capaz de hacer algo así, Krinsky?

—No —dijo el anotador profesional sin levantar la mirada del bloc.

—¿Lo ve?

—Te voy a meter una denuncia por arresto improcedente —dijo Myron.

—Y hasta es posible que la gane, señor Bolitar. Pero dentro de unos años, que será cuando se celebre el juicio. Mientras tanto piense en la clase de publicidad que la noticia le reportaría.

Dimonte ya no parecía tan tonto.

Duane se puso en pie de un salto y atravesó la habitación. Se quitó las Ray-Ban de golpe y luego, tras pensarlo mejor, volvió a ponérselas.

—Mira, colega —dijo Duane—, no sé por qué mi número de teléfono está en ese diario. Yo no la conocía. Nunca hablé con ella por teléfono.

—Su teléfono no sale en la guía, ¿no es cierto, señor Richwood?

—Sí.

—Y acaba de mudarse. Su teléfono sólo lleva conectado hace ¿cuánto? ¿Dos semanas?

—Tres —dijo Wanda, que estaba abrazándose a sí misma como si tuviera frío.

—Tres —repitió Dimonte—. ¿Y cómo consiguió Valerie su número de teléfono, señor Richwood? ¿Cómo puede ser que una mujer a quien no conocía de nada tuviera su número de teléfono nuevo, que no aparece en la guía?

—No lo sé.

Roland se saltó el escepticismo y pasó directamente a la incredulidad total. Durante los siguientes sesenta minutos no paró de bombardear a Duane, pero éste se mantuvo fiel a su declaración. No la conocía, no había hablado nunca con ella, no tenía ni idea de cómo podía tener su número de teléfono. Myron no dijo nada durante todo ese tiempo. Tas gafas de sol hacían que fuera más difícil saber lo que Duane estaba pensando, pero su lenguaje corporal denotaba un nerviosismo evidente. Y el de Wanda también.

Finalmente, Roland Dimonte se puso en pie y exhaló un suspiro de indignación.

—¿Krinsky?

El anotador profesional alzó la vista.

—Vámonos de aquí.

El anotador profesional cerró el bloc y se unió a su compañero.

—Volveré —ladró Dimonte—. ¿Me ha oído, señor Bolitar? —dijo señalando a nadie en particular.

—Sí, has dicho que volverás —dijo Myron.

—Cuente con ello, capullo.

—¿No vas a aconsejarnos que no salgamos de la ciudad? Me encanta cuando los polis decís eso.

Dimonte puso la mano en forma de pistola, apuntó a Myron con ella y bajó el pulgar que hacía de percutor. Acto seguido, el anotador profesional y él desaparecieron por la puerta.

Nadie dijo nada durante varios minutos. Myron ya estaba a punto de decir algo cuando Duane empezó a reír.

—Menuda lección le has dado, Myron. Lo has dejado con un palmo de narices...

—Duane, tenemos que...

—Estoy cansado, Myron —dijo el tenista fingiendo un bostezo—. La verdad es que necesito dormir un poco.

—Tenemos que hablar de esto.

—¿De qué?

Myron se lo quedó mirando fijamente y al final Duane dijo:

—Qué coincidencia más extraña, ¿no?

Myron se volvió hacia Wanda, que seguía abrazándose a sí misma, pero ésta apartó la mirada.

—Duane, si tienes cualquier problema... —empezó a decir Myron.

—Oye, cuéntame lo del anuncio —le interrumpió Duane—. ¿Cómo ha quedado?

—Bien —contestó Myron.

—¿Y cómo salgo yo? —dijo Duane sonriendo.

—Demasiado guapo. Me va a costar rechazar todas las ofertas de Hollywood.

Duane soltó una sonora carcajada. Demasiado sonora. Wanda no rió. Y Myron tampoco. Después, Duane fingió otro bostezo, estiró los músculos y se puso en pie.

—La verdad es que necesito descansar un poco —dijo—. Me espera un partido muy importante y no me gustaría que toda esta tontería me distrajera.

Luego Duane acompañó a Myron hasta la puerta. Wanda aún no se había movido de donde estaba, pero finalmente le devolvió la mirada a Myron.

—Adiós, Myron —dijo Wanda.

La puerta se cerró. Myron bajó a la calle en ascensor y fue caminando hasta el coche. Había una multa bajo el limpiaparabrisas. La cogió y puso el coche en marcha.

Myron volvió a ver el mismo Cadillac azul con el techo amarillo canario a tres manzanas de distancia.

4

Aquello era Yuppylandia.

La decimocuarta planta de Inversiones y Valores Lock-Horne le recordaba a Myron una fortaleza medieval. Tenía un inmenso espacio en el centro y una muralla gruesa e imponente —los despachos de los peces gordos— protegiendo el perímetro. La zona central albergaba a cientos de trabajadores, en su mayoría hombres, gente joven, soldados de combate fácilmente sacrificables y reemplazables; formaban un mar en apariencia interminable que se balanceaba y se mezclaba con la moqueta color gris corporativo, las mesas idénticas, las sillas con ruedas también idénticas, las terminales de ordenador, los teléfonos y los faxes. Y como soldados que eran, todos llevaban uniforme: camisa blanca, tirantes, corbata de colores vivos que les ahogaba la carótida y americana colgada en el respaldo de las sillas con ruedas, todas ellas idénticas. Había ruido, gritos, teléfonos sonando y hasta algo parecido a chillidos agónicos. Todo el mundo estaba en movimiento. Todo el mundo se dispersaba en distintas direcciones, como presa del pánico y bajo constantes ataques.

Sí, aquél era uno de los últimos bastiones del auténtico yuppismo, un lugar donde el hombre tenía total libertad para practicar la religión de la avaricia de los ochenta, la codicia a toda costa, sin pretensiones de estar haciendo lo contrario. No había hipocresía. Las casas de inversión no se dedicaban a ayudar al prójimo. Su objetivo no era ofrecer un servicio a la humanidad ni hacer nada por el bien común. Aquel refugio tenía una meta básica, simple y muy clara: hacer dinero y punto.

Win tenía un despacho muy amplio en un rincón desde el que se veía Park Avenue y la Calle 5 2. Una vista de lujo para el gestor número uno de la compañía. Myron llamó a la puerta.

—Pase —dijo Win.

Myron se lo encontró sentado en el suelo en la posición del loto, con expresión serena en el rostro y formando un círculo con cada mano mediante la unión del índice y el pulgar. Meditación. Win lo hacía todos los días sin falta. Y normalmente más de una vez.

Sin embargo, al igual que la mayoría de las cosas relacionadas con Win, sus momentos de soledad interior no llegaban a ser convencionales del todo. Por un lado le gustaba mantener los ojos abiertos al meditar mientras la mayoría de la gente los mantenía cerrados. Por otro, no se imaginaba escenas idílicas de cascadas o ciervos en el bosque; Win prefería ver cintas caseras de vídeo, con sí mismo y una interesante variedad de amiguitas emitiendo toda una gama de jadeos pasionales.

—¿Quieres apagar eso? —dijo Myron poniendo cara de asco.

—Lisa Goldstein —dijo Win señalando una masa de carne contorsionada en la pantalla.