HELLEN KELLER: La História de mi Vida - Hellen Keller - E-Book

HELLEN KELLER: La História de mi Vida E-Book

Hellen Keller

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Beschreibung

En 1882 una niña que enfermó con una fiebre que estuvo a punto de morir. Ella sobrevivió, pero la quedaron secuelas, no podía ver ni oír. Debido a que no podía oír tampoco podía hablar. "Historia de mi vida" es el relato extraordinario de Helen Keller, una mujer sorda y ciega que, a pesar de sus desafíos, se convirtió en un símbolo de superación y logros. En esta obra, Keller comparte sus experiencias desde la infancia hasta la adultez, destacando cómo superó las limitaciones impuestas por sus discapacidades. Su historia inspiradora no solo ilustra la fuerza del espíritu humano, sino también la importancia de la educación y la perseverancia. A través de sus palabras, los lectores pueden conocer la vida de Keller y apreciar su valiente viaje hacia el conocimiento y la independencia.

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Hellen Keller

HISTORIA DE MI VIDA

Título original:

“The story of my life”

Primera edición

Sumario

PRESENTACIÓN

PRIMERA PARTE

SEGUNDA PARTE

PRESENTACIÓN

Sobre la autora y su obra

La historia de mi vida fue escrita mientras Helen Keller, a continuación, en sus veinte años, era un estudiante en la universidad de Radcliffe. Es una conmovedora historia de la educación de un niño con la extrema desventaja de ser sordos y ciegos. El libro comienza con una más bien vaga descripción de los primeros recuerdos del joven Helen, antes de que ella quedó sorda y ciega a la edad de diecinueve meses, pero la mayoría de ella narra su enseñanza por Anne Sullivan, del Instituto Perkins para Ciegos.

La historia de mi vida está lejos de ser el grito de ayuda que fácilmente podría haber sido. El tono es de alegría. Keller destaca su temprano amor por el lenguaje. Ella recuerda aprender a hablar antes de que ella perdió a su capacidad de ver u oír y sus intentos desesperados por volver a despertar esta capacidad. A lo largo del libro, hay un fuerte énfasis en su amor por el lenguaje, especialmente la palabra escrita, que era, después de todo, una de las pocas maneras que tenía de relacionarse con el mundo exterior.

El mayor énfasis de una historia de mi vida está en la obra de Sullivan, quien Helen siempre en este libro se refiere como Maestro. Como los escritos posteriores más claras, los métodos de Sullivan estaban lejos de ser ortodoxo en el momento. Ella comunica con Helen principalmente por el uso del alfabeto manual, aunque también se intentó la lectura de labios con los dedos. En ese momento, la comunicación oral se subrayó casi universalmente entre los educadores de niños sordos.

Cuando se escribió este libro, Keller ya había publicado algunos artículos y estaba haciendo bien en Radcliffe (fue se graduó con honores en 1904). Keller deja claro que ella no puede hablar de manera inteligible, y subraya que ella probablemente nunca lo hará. De hecho, cuando Keller se convirtió en un activista social más tarde en la vida, ella hizo una serie de intentos para mejorar su discurso, a pesar de su doble discapacidad hizo esta difícil. Después de su graduación, fue acompañada regularmente por Sullivan en giras de conferencias. Sullivan actuó como intérprete, así como un altavoz adicional en los métodos educativos.

La historia de mi vida es una historia de triunfo sobre las dificultades que sería insuperable para la mayoría de los niños. Keller se convirtió en un reconocido autor, conferencista y activista político, defendiendo los derechos humanos de las personas no sólo con discapacidades físicas, sino también con los problemas sociales. Muchas de sus obras posteriores fueron en gran parte autobiográfica, pero siempre había un énfasis en el poder inherente del individuo de viaje por la vida con esperanza. La historia de mi vida es el primer capítulo de un viaje así.

La vida de Helen Keller

En 1882 una niña que enfermó con una fiebre que estuvo a punto de morir. Ella sobrevivió, pero la quedaron secuelas, no podía ver ni oír. Debido a que no podía oír tampoco podía hablar.

Helen Keller nació el 27 de junio de 1880 en Alabama, hija de un editor de prensa. Antes de su enfermedad era una niña con mucha vitalidad y buena salud, y con una personalidad sociable. Podía andar e incluso decía unas cuantas palabras. La fiebre le apartó del mundo, dejándole sin poder ver la luz y sin poder oír los sonidos.

Sus primeras experiencias

Afortunadamente Helen no se desanimaba fácilmente. Pronto comenzó a explorar (descubrir) el mundo usando sus otros sentidos. Le seguía a su madre cuando se movía, sujetándose sobre su ropa. Tocaba y olía todas las cosas que estaban alrededor de ella y sentía las manos de otras personas para "ver" lo que estaban haciendo y copiaba sus movimientos. Era capaz de hacer algunos trabajos por sí misma de forma rápida, como ordeñar las vacas o dar forma con sus manos a la masa. Helen aprendía y reconocía a las personas palpando sus caras y sus ropas. También podía decir en qué lugar del jardín se encontraba olfateando las diferentes plantas y pisando con sus pies sobre la hierba.

Cuando tenía siete años de edad inventó 60 signos diferentes que le servían para comunicarse con su familia. Si ella quería pan cortaba disimuladamente un trozo y untaba con mantequilla. Si deseaba un helado se cubría con trapos sobre sus brazos y lo rompía a pedazos.

Helen era única, extremadamente inteligente y muy sensible. Ella misma era capaz de moverse con sus sentidos en un mundo que le era extraño y confuso, pero tenía sus propias dificultades. A sus cinco años de edad Helen comenzó a darse cuenta que era diferente a las demás personas. Se daba cuenta de que su familia no usaba los signos como ella lo hacía, sino que se comunicaba con su boca. A veces se colocaba entre dos personas y les tocaba sus labios. No podía entender lo que estaban diciendo y no era capaz de transmitir sonidos para querer decir algo con significado. Quería hablar, pero siempre que lo intentaba no se le entendía. Entonces se enfadaba pegándose golpes contra la pared de su habitación, pegando patadas y llorando con frustración.

Con el tiempo, cuando iba haciéndose mayor su frustración aumentaba y su rabia iba a peor. Se convirtió en una persona salvaje y revoltosa. Si no conseguía lo que deseaba se ponía muy agresiva hasta que su familia le daba lo que ella pedía. Sus travesuras favoritas eran tirar la comida de los platos de otras personas y romper objetos frágiles tirándolos al suelo. Una vez le encerró a su madre en una despensa. Esta situación hizo que se viera claramente la necesidad de hacer algo. Justamente, antes de cumplir siete años, la familia contrató a una tutora privada.

La tutora

Anne Sullivan venía de un ambiente pobre. Ella perdió la visión cuando tenía cinco años y fue abandonada en una casa muy pobre. Tuvo la suerte de haber encontrado un lugar donde fue bien acogida, el Colegio Perkins para Ciegos en Boston. En el colegio le llamaban "fiera" por su aspecto de cabezona y por su mala actitud. Afortunadamente el director se dio cuenta de que podía aprender a comportarse y ser una de las alumnas más inteligentes. Después de varios años, y tras dos operaciones que tuvo éxito recuperó su visión, además se graduó obteniendo un título de honor. Para el director de la escuela estaba claro que Anne Sullivan era la persona adecuada para educar a Hellen Keller.

Anne pronto se dio cuenta de por qué Hellen tenía tantas rabietas. Ella sabía que, si podía enseñarle a comunicarse, Hellen llegaría a ser una persona diferente. Antes de comenzar a educar a esta niña tan salvaje, tenía que controlarla. Cuando Anne intentaba evitar que Hellen hiciese algo que no le gustaba, Hellen daba patadas, gritaba y mordía. Anne conseguía vencer las batallas (peleas) utilizando su fuerza y mucha paciencia.

El alfabeto manual

El siguiente paso dado fue la decisión de enseñar a Hellen el alfabeto manual. Es una lengua de signos en la que cada letra es signada en contacto con la mano de la persona sordo ciega de manera que pueda sentir la forma del signo y su significado. Cada letra tiene un signo separado. Esto significa que las palabras y las frases pueden ser deletreadas. También permite que se puedan expresar las ideas más abstractas. Anne le ponía en contacto con el agua y le deletreaba la palabra A G U A, haciéndolo repetidas veces, hasta que Hellen empezaba a darse cuenta que cada letra que deletreaba representaba el significado del agua. Esta experiencia le ayudó a darse cuenta que cada cosa que había en el mundo tenía un nombre. Así comenzó a animarse y cada cosa que encontraba la cogía y preguntaba a Anne cómo se llamaba.

Anne continuó enseñándola durante los años siguientes. Le hablaba sobre todas las cosas que ocurrían a su alrededor. Deletreaba todas las cosas en la mano usando frases completas más que simples palabras. Trabajando de esta manera, Anne iba preparando a su alumna Hellen, con nuevas palabras e ideas que necesitaría para poder prepararla para enseñarle a hablar.

Las dos solían pasear juntas por el campo hablando sobre las ideas que surgían de la mente de Hellen. De este modo Anne consiguió mantener la atención y el interés de Hellen a aprender cosas cada vez más interesantes. También hizo que participase en nuevos y atractivos hobbies como navegar en una barca, saltar desde un tobogán….

El cambio de Hellen

Como resultado de todo este trabajo, Hellen llego a ser más civilizada y amable, y pronto aprendió a leer y escribir en braille. También aprendió a leer de los labios de las personas tocándoles con sus dedos y sintiendo el movimiento y las vibraciones. Este método se llama Tadoma y es una habilidad que muy pocas personas pueden llegar a desarrollar. También aprendió a hablar, el mayor logro (desarrollo) de alguien que no podía oír absolutamente nada.

Anne decidió que Hellen aprendiese más cosas que necesitaría para poder ir a un colegio. En 1888 las dos fueron al Instituto Perkins para Sordos en Boston. Allí Anne continuó enseñando a Hellen pero con materiales y textos que había en la escuela. En 1894 fueron a la Escuela Wright - Humason para Ciegos en Nueva York. Anne continuó con Hellen enseñándole distintas lecciones y actuando como su intérprete. Ella interpretaba en las manos de Hellen lo que los profesores decían en clase, y transcribía en los libros utilizando el sistema braille.

Su primer libro

Hellen demostró ser una excelente estudiante, y se graduó con título de honor de la Radcliffe College en 1904. Tenía un poder de concentración extraordinario, muy buena memoria y muy buenos recursos personales para mejorar. Mientras estaba en aquella escuela escribió "La Historia de Mi Vida". Este libro tuvo un rápido éxito y gracias a él ganó suficiente dinero para comprarse su propia casa.

Hellen era muy religiosa y su fe le ayudó a examinar el mundo de una forma más cuidadosa. Comenzó a darse cuenta de que el mundo estaba lleno de injusticias y que todas las personas no estaban en el mismo nivel de igualdad. La ceguera era, a menudo, causada por una enfermedad que también era la causa de que muchos vivieran en pobreza. Hellen colaboró en la creación de la Fundación Americana para los Ciegos con el objetivo de ofrecer servicios a otras personas ciegas.

Hellen se hace famosa

Recorrió todo el país, dando numerosas conferencias. Escribió muchos libros sobre ella y se hizo varias obras y películas sobre su vida. Llegó a ser famosa, fue invitada por muchos países y recibió muchos títulos de Honor de diferentes universidades extranjeras y de monarcas (reyes). En 1932 llegó a ser Vicepresidente del Royal Institute for the Blind in the United Kingdon (Real Instituto para Ciegos en el Reino Unido).

Después de su muerte, en 1968, se creó una organización en memoria suya para poder ayudar a los ciegos en un mundo en desarrollo. Hoy esa institución llamada Hellen Keller International, es una de las más grandes organizaciones que trabajan con personas ciegas de todo el mundo.

Un ejemplo a seguir

Es importante recordar que sin la ayuda de Hellen Keller no hubiera podido hacer lo que hizo ella sola. Hellen se apoyó mucho en Anne Sullivan, que le acompañó a cualquier sitio durante casi cincuenta años. Sin su fe en su profesora Hellen probablemente se habría quedado aislada y perdida en un mundo confuso.

También, no hay duda de que Hellen era única, extremadamente inteligente, sensible y decidida. Ha sido la primera persona sordo ciega que ha demostrado a las personas lo que ha sido capaz de hacer con su vida. Pero no es la única persona con discapacidad auditiva y visual que ha tenido éxito.

Para quienes nos quejamos de las dificultades de la vida, Helen Adams Keller es un ejemplo y una fuente de inspiración. La gran diferencia entre Helen y quienes leemos estas líneas es que nosotros por lo menos podemos verlas. Helen no podía, ella quedó ciega y sorda a los 19 meses. Ella no contaba con computadoras que le facilitasen la vida porque nació en 1880, en Tuscumbia, un pequeño pueblo de Alabama. Con la ayuda de su profesora, la Sra. Anne Sullivan, aprendió a leer, a valerse por sí misma y a los 19 años fue admitida en el Colegio Universitario Radcliffe, donde se graduó en 1904. Helen Keller publicó su primer libro cuando apenas tenía 22 años. Además de La Historia de Mi Vida, una autobiografía, ella escribió Optimismo en 1903, El Mundo Donde Vivo en 1910 y El Canto de la Pared de Piedra en 1910. Helen Keller era analítica, inquisitiva y no tenía miedo de usar su intelecto.

En La Historia de Mi Vida, ella nos habla de su trato con el Obispo Brooks:

“Mi espíritu no estaba a su altura, pero el me trasmitió un verdadero sentido de alegría en la vida, y nunca me despedí de el sin llevarme un pensamiento bueno que creciese en belleza y profundo sentido a medida que yo maduraba. En una ocasión, cuando tenía gran curiosidad por saber la razón de la existencia de tantas religiones en el mundo, me dijo: ‘Hay una religión universal, Helen – la religión del amor. Ama a tu Padre Celestial con todo tu corazón y alma, y recuerda que las posibilidades de hacer el bien son mayores que las posibilidades de hacer el mal; y tú tienes la llave del Cielo.”

En una ocasión Helen le preguntó a la Sra. Sullivan acerca del amor y ella le contestó:

“El amor es parecido a las nubes que estaban en el cielo antes de que el sol saliese” …. Luego, con palabras más simples, que entonces yo no podía entender completamente, ella explicó: “Tú no puedes tocar las nubes; pero sientes la lluvia y conoces cuán felices son las flores y la tierra sedienta cuando la reciben después de un día caluroso. Tampoco puedes tocar el amor; pero sientes la dulzura que derrama sobre todas las cosas. Sin amor no serías feliz ni desearías jugar.”

Relatos como el anterior hacen de La Historia de Mi Vida uno de esos libros que dejan huella. Nos anima a superar las grandes dificultades y a descubrir en la abundancia de dulzura la religión universal: la que no necesita templos, libros, instituciones o santos. La religión universal del amor.

PRIMERA PARTE

I

No sin cierto temor comienzo a escribir la historia de mi vida. Supersticiosa vacilación se apodera de mí cuando intento descorrer el velo que oculta mi infancia tras una dorada niebla.

No es cosa fácil escribir una autobiografía, pues al intentar la clasificación de mis primeras impresiones, me encuentro con que, tanto los hechos más reales, como los meros sueños de mi imaginación, vistos al través de los años trascurridos, me parecen igualmente importantes, sin diferencia alguna.

Me quedan muy vivas impresiones de mis primeros años, antes de haber caído en las tinieblas de una perpetua noche; pero también he tenido alegrías y pesares de niña, que ya no recuerdo sino vagamente; mientras otros incidentes muy importantes, de Ja época en que principió mi educación, han desaparecido completamente de mi memoria, borrados por las diarias emociones, que los nuevos conocimientos me producían. Quisiera que mi relato no tuviese nada de fastidioso, y para conseguirlo, me limitaré a referir los episodios de mi vida, que me parezcan de más interés y relativamente importantes.

Nací el 27 de junio de 1880, en Tuscumbia, pequeña ciudad al Norte del Alabama.

Por mi padre, desciendo de Gaspar Kéller, ciudadano suizo establecido en Maryland. Entre mis antepasados suizos cuento al primero de los profesores de sordo mudos de Zurich, que escribió un tratado sobre su ramo de instrucción. Singular coincidencia: es verdad que no hay rey que no haya tenido algún esclavo entre sus ascendientes; ni esclavo que no descienda de un rey.

Mi abuelo, hijo de Gaspar Kéller, adquirió grandes propiedades rurales en Alabama, y se estableció allí, lie oído decir que una vez al año iba a caballo a Tuscumbia, en Filadelfia, para comprar lo que su agricultura necesitaba. La mayor parte de su correspondencia de aquella época, se h día en poder de mi tía; y refiere sus impresiones de viaje con mucha viveza y buen humor.

Mi abuela Kéller era hija de uno de los Tenientes de La Fayette, Alejandro Moore; y nieta de Alejandro Spotswood, uno de los primeros Gobernadores de la Virginia; también era sobrina de Roberto E. Lee.

Mi padre, Arturo H. Kéller, fue capitán del ejército confederado. Mi madre, Kate Adams, algunos años menor que él, fue su segunda esposa. Mi bisabuelo materno, Benjamín Adams, se casó con Susana E. Goodhue, y residió muchos años en Newbuay (Massachusetts). El hijo de mis bisabuelos, Carlos Adams, nació en Newburyport, que abandonó más tarde, para ir a vivir en Helena, Arkansas. Cuando estalló la guerra civil, combatió por los turistas, y llegó a ser Brigadier General. Era esposo de Lucy, Helen Everett, que pertenecía a la misma familia que Eduardo Everett, y el doctor Eduardo Everett Hale, familia que después de la guerra fijó su residencia en Memfis (Tennessee).

Hasta el día en que una enfermedad me privó de la vista y del oído, habité una casita baja, compuesta de una sala cuadrada, y otra habitación menor, en la que dormía la criada. Es costumbre en los Estados del Sur, edificar junto a la chacra, una casita anexa; y siguiendo esta costumbre, mi padre se instaló con su esposa en la casita de campo, después de la guerra civil. La casita estaba casi oculta por la vid, las rosas trepadoras, y la madreselva; vista desde el jardín parecía más bien un árbol, que una habitación.

Hasta la misma puerta de la casita estaba cubierta por un tejido de rosas té, y a su alrededor volaban los pájaros-moscas, y zumbaban las abejas.

El edificio principal que ocupaban nuestros labradores, estaba a pocos pasos de nuestro nido de rosas. Se le llamaba Yedra Verde, porque la casa, los árboles que la rodeaban, y hasta las cercas, estaban envueltas en yedra inglesa (verde). Su jardín a la antigua fue el Paraíso de mi infancia.

Frecuentemente, antes de la llegada de mi profesor, me entretenía en seguir a tientas los bordes de las cercas, y guiada únicamente por el olfato, llegaba a las primeras violetas y narcisos. Allí iba a consolarme, después de mis ligeros accesos de cólera, ocultando el rostro encendido entre las hojas y yerbas frescas. ¡Qué alegría experimentaba en vagar por el jardín y perderme en él! Súbitamente, tentando con los dedos, reconocía por sus hojas y flores la hermosa vid, que, naciendo por un lado del jardín, iba hasta el otro extremo, a cubrir con su delicado follaje un invernadero en ruinas. Aquí también trepaba la clemátide, se elevaba el jazmín, y crecían las extrañas flores llamadas, lirios-mariposas, por la semejanza de sus pétalos con las alas de la mariposa. Pero entre todas las flores, las rosas eran mi pasión. Nunca vi en los invernaderos del Norte, tan lindas rosas como las de nuestra casa, que colgaban en festones sobre la puerta, saturando el ambiente con su perfume. Y cuando al despuntar el día, las acariciaba bañadas todavía por el rocío, su contacto me era tan delicioso, que me preguntaba si no serían muy semejantes a los ángeles del Paraíso.

Mis primeros pasos en la vida fueron los de todos los niños; y de mí, como de todo primer hijo, se habría podido decir: vino, vio y venció. Como siempre sucede, se discutió largo tiempo sobre el nombre que convendría darme. ¡Trascendental problema! No se podía, así como así dar nombre al primer nene. Mi padre propuso que se me llamara Mildred Campbell, nombre de uno de sus abuelos, y se mantuvo en ello. En fin, según el deseo expresado por mi madre, se adoptó el nombre de mi abuela materna antes de casarse: Helena Everett. Pero mi padre, emocionado, olvidó el segundo nombre en el trayecto de la casa a la Iglesia, y cuando el Pastor le preguntó, recordó únicamente que querían llamarme como a mi abuela, y respondió: Helena Adams.

Se me ha dicho que desde que yo estaba todavía en pañales, daba ya muestras de mi carácter violento y caprichoso. Me esforzaba en imitar cuanto veía hacer a los que me rodeaban. A los seis meses ¡oh maravilla! yo balbuceaba ya, dicen «How d’ye»1. Y un día llamé la atención general, gritando tea, tea, tea (te), casi distintamente. Después de mi enfermedad, recordaba aún una de las palabras que aprendí en este primer período de mi infancia: water (agua), y aunque olvidé las demás, tartamudeaba siempre wash-wash, y no cesaba de pronunciar la palabra, que había aprendido a deletrear.

Me han referido que empecé a andar el día que cumplí un año. Mi madre me acababa de bañar, y me tenía en sus brazos, cuando llamaron súbitamente mi atención ¡as sombras de las hojas, que jugueteaban sobre el suelo iluminado por los rayos solares. Me escurrí a tierra, y casi corrí hacia lo que me alucinaba; pero mi impetuosidad me hizo caer y eché a llorar para que mi madre me levantase en sus brazos.

¡Fueron cortos aquellos días dichosos! Pude gozar de una hermosa primavera y escachar encantada el canto de los pájaros; un delicioso estío puso a mis pies sus perfumadas rosas, y vi que en el otoño lloraban los bosques. Pero ¡ay! bien pronto llegó el pesado mes de febrero, y con él la triste enfermedad que me había de dejar ciega y muda, y que iba a sumergirme en la inconsciencia de un recién nacido. El médico diagnosticó una congestión cerebro-estomacal, a la que yo no podría sobrevivir.

Una mañana, sin embargo, me dejó la fiebre muy temprano, y tan súbitamente como había aparecido. Aquella mañana hubo mucho regocijo en mi casa; pero todos, inclusive el médico, creyeron que yo no volvería a ver ni oír.

Me parece haber conservado recuerdos confusos de mi enfermedad, particularmente de la ternura que me prodigaba mi madre, cuando se esforzaba por aliviar mis horas de insomnio y de agitación febril, así como mi terrible despertar, después de un incompleto adormecimiento, más fatigoso que reconfortante. También recuerdo que volvía la cara a la pared para dormir, huyendo de la luz que antes buscaba con tanta avidez, y que entonces me parecía más débil cada día. Pero aparte estos recuerdos vagos, que no sé si merecen el nombre de recuerdos, encuentro confuso y falto de realidad todo aquel período, como una pesadilla.

Poco a poco me acostumbré a la obscuridad y silencio que me envolvían, y acabé por olvidar que no siempre me había visto así, hasta el día en que vino a instalarse junto a mí la que había de devolverme la vida del espíritu. Con todo, durante los primeros diecinueve meses de mi existencia, había recibido impresión de vastas extensiones verdes, de luminoso cielo, de árboles y flores, y la obscuridad que siguió no podía borrar del todo la memoria de las sensaciones que había experimentado mi espíritu. Cuando alguna vez hemos gozado de la luz del día, todo cuanto hemos visto constituye nuestra felicidad.

II

No puedo darme cuenta de lo que aconteció en los primeros meses de mi enfermedad. Únicamente sé que la mayor parte del tiempo le pasaba yo en brazos de mi madre, o prendida de sus faldas, mientras que ella reposaba después de sus ocupaciones domésticas. Estudié al tacto todos los objetos, y me dediqué a observar todo lo que se movía alrededor de mí; así pude enterarme de muchas cosas. No tardé en sentir la necesidad de comunicarme con los demás, y comencé a explicarme por medio de una mímica muy sencilla: sacudía la cabeza, para decir, no; la inclinaba, para decir sí; el ademán de atraer hacia mí, significaba venid; el de rechazar, idos. Si deseaba pan, hacía como que cortaba rajas, y las untaba; si deseaba que mi madre hiciese una crema helada para la comida, hacía el movimiento para manejar una heladora, y después me estremecía por el imaginado frío. Mi madre conseguía hacerse comprender de mí, en una multitud de ocasiones; y cuando quería que le trajese un objeto, subía al piso inmediato corriendo, o me precipitaba al lugar que ella me había designado.

A su intenso amor debo todos los instantes de alegría y felicidad, que en medio de mi larga noche han sido otros tantos rayos de luz. Yo conocía de una manera general lo que pasaba alrededor de mí. A los cinco años aprendí a doblar y arreglar la ropa limpia, que venía de la lavandería, entre la que distinguíala de mi uso. Tocando los vestidos de mi madre y los de mi tía, sabía si iban a salir de casa, y pedía siempre que me dejasen acompañarlas.

Cuando teníamos visitas en casa, exigían mi presencia, y cuando se despedían, agitaba mi mano hacia ellos, sin duda por una vaga memoria del significado del ademán. Un día vinieron unos caballeros a ver a mi madre: la vibración producida por el abrir y cerrar la puerta principal y otros movimientos menos distintos me informaron de su llegada. Una súbita idea cruzó por mi mente, y subí con precipitación la escalera antes que alguien hubiera podido impedírmelo. Una vez en mi aposento, creí deber ponerme mi vestido de visita. De pie delante del espejo, como yo había visto hacer a otras, me ungí los cabellos con aceitillo de olor y me embadurné la cara con polvos de arroz. En seguida me prendí sobre la cabeza un velo, que me cubría todo el rostro, cayendo plegado sobre mis hombros; y comprimí mi débil talle con un cinturón, cuyos lazos bajaban hasta el borde de la falda. Ataviada así, bajé a la sala para contribuir a la recepción de los visitantes.

No podría hoy fijar la época en que advertí por primera vez la diferencia entre las demás personas-y yo; pero esto tuvo lugar antes de que me hubiesen dado una institutriz. Había notado que mi madre y mis amigas se entendían no por signos como yo. Algunas veces me interpuse entre dos personas que conversaban y logré tocarlas los labios, así comprendí que tenían un medio de cambiar ideas, desconocido para mí.

Sufría mucho porque no podía comprender aquello, y me ponía a mover los labios, gesticulando furiosamente, pero sin obtener ¡ay! el resultado que deseaba. Estos fracasos provocaban en mí tales cóleras, que pateaba rabiosamente y gritaba con desesperación hasta el desvanecimiento.

Cuando me conducía mal, tenía conciencia de ello. Sabía bien, por ejemplo, que, golpeando a Elia, mi criada, la hacía padecer, y cuando me había pasado la cólera, experimentaba algo como un remordimiento. Debo confesar, sin embargo, que este vago sentimiento no me impedía recaer en las mismas faltas cuando deseaba alguna cosa que me negaban.

Tenía por asiduas compañeras: una chiquita de color, Marta Washington, hija del cocinero, y Bella, una perra ya vieja, que había hecho sus hazañas en otro tiempo en la caza.

Marta entendía mis señales, y era raro que resistiese a mis deseos: esto halagaba mi vanidad, gozando con el dominio que sobre ella ejercía. Marta generalmente toleraba mi tiranía antes que exponerse a venir conmigo a las manos, porque yo era fuerte y lista y no me inquietaba por las consecuencias de la lucha. Sabía lo que me proponía, y para obtenerlo, habría peleado con dientes y uñas.

Pasábamos grao parte de nuestro tiempo en la cocina. Allí hacíamos pasta, ayudábamos a la confección de las cremas heladas, o nos ocupábamos en moler café, no sin pelearnos con frecuencia.

Éramos la Providencia de las gallinas y pavos, que se agrupaban en la cocina y se atropellaban unos a otros cuando les dábamos de comer. Un hermoso pavo me arrebató un día un tomate de las manos y huyó con presteza. Incitadas sin duda por este ejemplo, Marta y yo arrebatamos del brasero un bizcocho, que la cocinera acababa de bañar, y no dejamos ni una migaja. La indigestión que me produjo no se me ha olvidado. No sé si el pavo tendría el mismo castigo de su glotonería.

Uno de mis pasatiempos favoritos consistía en buscar nidos de pintadas y sacar los huevos. Estos animales tienen la costumbre de poner en lugares solitarios, y me gustaba más que todo correr entre las altas hierbas, buscando huevos. Cuando el capricho de la pesquisa de nidos se apoderaba de mí, lo anunciaba a Marta, juntando mis dos manos, formando con ellas un hueco redondo como un nido, y poniéndolas sobre el suelo. No era necesario más para que ella comprendiese. Cuando teníamos la suerte de encontrar un nido, no le permitía que llevase los huevos a la casa, expresándole por medio de gestos enérgicos, que podía caerse y romperlos.

Los trajes en que se conservaba el trigo, los establos, el patio en que ordeñaban las vacas mañana y tarde, eran para Marta y para mí, objeto de nuestro interés. Las ordeñadoras me permitían acariciar a las vacas, mientras las ordeñaban; pero frecuentemente un latigazo de la cola del animal, me castigaba la curiosidad.

Los preparativos de la Pascua eran siempre para mí de gran júbilo. Yo no comprendía, como es natural, de qué se trataba, pero gozaba con los suaves aromas que llenaban la casa, y de los buenos bocados fiambres que nos daban a Marta y a mí, para tenernos quietas. Estábamos siempre para enmendarnos, pero no nos enmendábamos, y el molestar a los demás no turbaba nuestros placeres. Nos permitían moler las especias, desgranar las uvas y frotar las cucharas.

La víspera de Reyes, colgaba como los demás niños, mis zapatitos, porque así lo hacían los otros; pero recuerdo que esta costumbre no tenía para mí gran interés, y que la curiosidad no me despertaba antes de la aurora para ir a buscar mis regalos.

Marta Washington gustaba tanto como yo de las travesuras de mal género. Una calurosa tarde de julio, estábamos sentadas en las escaleras de la azotea. Los lanudos cabellos de mi negra amiga, atados por rizos con cordones de zapatos, le colgaban como tirabuzones por toda la cabeza: ella tenía ocho a nueve años, yo seis. Recortábamos muñecas de papel, pero cansadas de este entretenimiento, entendimos que debíamos emplear nuestras tijeras en los cordones de nuestros zapatos. Después trasquilamos la madreselva que estaba a nuestro alcance, y en seguida excitaron mis deseos los mechones de Marta, la que después de alguna protesta, se sometió a la operación, pero también le pareció de buena guerra devolver las represalias, y tomó a su vez las tijeras. Uno de mis bucles cayó, y los otros le habrían seguido, si impensadamente no hubiese llegado mi madre, lo que puso fin a tan extravagante pasatiempo.

Bella, nuestra perra, mi segunda compañera, era vieja y perezosa, y gustaba más de dormir junto al fuego que de tomar parte en mis bulliciosos juegos. Mucho trabajé para enseñarla mi lenguaje de gestos, pues era torpe y distraída. Algunas veces se me escapaba de un salto, parecía excitarse, y luego quedaba inmóvil, como en acecho. No sabía por qué Bolla procedía así; pero puedo afirmar que no cuidaba de obedecerme. Su insubordinación me irritaba, y la lección terminaba a puñadas que yo propinaba al pobre animal. Bella se levantaba entonces, se sacudía perezosamente, estornudando una o dos veces con desprecio, e iba a acostarse al otro lado del atrio, mientras que yo fastidiada y furiosa partía en busca de Marta.

Muchos incidentes de mis primeros años, aislados unos de otros, han permanecido como los anteriores, fijos y precisos en mi memoria, excitando mis sensaciones de aquella vida silenciosa sin objeto y sin luz.

Un día me mojé el delantal por casualidad, y para secarlo me aproximé con él extendido al fuego. Como no se secase tan pronto como deseaba, me aproximé más, y concluí por quemarlo. En un abrir y cerrar de ojos, las llamas me envolvieron, y produje tal alboroto que acudió mi buena vieja Yiní. Me arrojó encima una pesada manta, que casi me sofocaba, pero logró extinguir el fuego. Salvo algunas quemaduras en las manos y el cabello, puede decirse que escapé, sin más que un susto.

Hacia esta época fue cuando descubrí el uso de las llaves. Una mañana encerré a mi madre en la despensa, y como los criados estaban ocupados lejos, tuvo que permanecer tres horas en el encierro. Mientras que ella procuraba quebrantar la puerta, yo estaba sentada sobre el dintel, riéndome muy a mi gusto. Esta detestable travesura, convenció a mis padres de la necesidad de comenzar lo más pronto posible la tarea de mi educación. Pero poco después de llegada la institutriz volví a perpetrar la misma travesura. Mi madre me había encargado devolverle de su parte algún objeto y subí a su habitación. Pero apenas hube cumplido el encargo, salí, cerrando de golpe la puerta, la eché llave, la saqué y la escondí debajo del armario de la despensa. Nadie pudo hacerme indicar el lugar en que había puesto la llave. Mi padre tuvo que emplear una escalera para sacar a miss Sullivan por la ventana, lo que fue para mí gran diversión. No devolví la famosa llave sino meses después.

Tenía cerca de cinco años, cuando dejamos la casita cubierta por la viña, para ir a habitar otra más espaciosa. Nuestra familia se componía entonces, además de mis padres, de mis dos medios hermanos, mayores que yo, y se aumentó bien pronto con mi hermana menor, Mildred.

Mis primeros recuerdos exactos de mi padre, me le representan medio hundido entre un montón de periódicos, que era necesario que salvase para acercarme. Él tenía delante de sí una gran hoja, que yo me preguntaba para qué le podría servir, sin haberlo podido adivinar. Yo imitaba su actitud con escrupulosidad, hasta el punto de ponerme sus lentes, tratando de encontrar la clave de este enigma. Pero faltaban todavía muchos años, para que yo pudiese saber lo que eran aquellos periódicos, de uno de los cuales era editor mi padre.

Era cariñoso y lleno de indulgencia; muy dedicado a su hogar, se separaba rara vez de nosotros, a no ser en la estación de la caza. Insigne cazador, la certeza de su puntería le había dado celebridad. Después de su familia, lo que más le interesaba era sus perros y su rifle. Practicaba la hospitalidad a la antigua, y pecaba por exceso; casi nunca volvía sin traernos un huésped. Su extenso jardín, en el que cultivaba, según decían, las más hermosas fresas y sandías de la provincia, era su lujo. A mí me traía los primeros racimos de uvas maduras, y los más sazonados frutos. Tengo presente su ternura cuando me conducía de árbol en árbol, de cepa en cepa; veo su alegría ante todo aquello que me agradaba.