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Herencia es una exploración profunda de las dinámicas sociales, la complejidad moral y las aspiraciones individuales en el contexto de una sociedad en transformación. Clorinda Matto de Turner desafía las estructuras patriarcales y examina la intersección entre el destino personal y las normas impuestas por la tradición, reflejando las tensiones entre modernidad y conservadurismo en el siglo XIX. A través de personajes como Manuel y Mercedes, la novela aborda temas como la identidad, la injusticia y el papel de la mujer en una sociedad que restringe su autonomía. Desde su publicación, Herencia ha sido reconocida por su audaz crítica social y su innovador enfoque narrativo. Su exploración de cuestiones universales como el progreso, la lucha contra la opresión y el conflicto entre valores heredados y aspiraciones individuales la han convertido en una obra fundamental de la literatura hispanoamericana. La riqueza de sus personajes y la complejidad de sus conflictos siguen resonando con los lectores, ofreciendo una visión atemporal sobre la condición humana. La relevancia perdurable de la novela radica en su capacidad para iluminar los dilemas éticos y las contradicciones de una sociedad en cambio. Al examinar el choque entre el pasado y el futuro, Herencia invita a reflexionar sobre el peso de las tradiciones, la búsqueda de justicia y la resistencia ante estructuras que perpetúan la desigualdad.
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Seitenzahl: 236
Veröffentlichungsjahr: 2025
Clorinda Matto de Turner
HERENCIA
PRESENTACIÓN
DEDICATORIA
REBAUTIZO
HERENCIA
Clorinda Matto de Turner
1852 – 1909
Clorinda Matto de Turner fue una escritora peruana ampliamente reconocida como una de las figuras más influyentes en la literatura del siglo XIX en América Latina. Nacida en Cusco, en el entonces Perú republicano, Matto de Turner es conocida por sus obras que exploran temas como la opresión indígena, la injusticia social y el rol de la mujer en la sociedad. A pesar de enfrentar fuertes críticas y censura en su tiempo, su trabajo se convirtió en un referente del indigenismo y la literatura de protesta social.
Infancia y educación
Clorinda Matto de Turner nació en una familia criolla de posición acomodada y recibió una educación poco común para las mujeres de su época. Desde temprana edad, mostró un gran interés por la literatura y el periodismo, lo que la llevó a desafiar las normas establecidas para las mujeres en la sociedad peruana del siglo XIX. Contrajo matrimonio con el empresario José Turner en 1871, lo que le permitió mayor libertad para dedicarse a la escritura y el activismo.
Carrera y contribuciones
Matto de Turner utilizó su obra para denunciar las injusticias sufridas por los indígenas y las mujeres en el Perú. Su novela más famosa, Aves sin nido (1889), retrata la explotación y el abuso sistemático de los indígenas por parte de las autoridades y la iglesia. La novela provocó un gran escándalo en su época, generando rechazo por parte de sectores conservadores, lo que llevó a la censura de su obra y su excomunión por la Iglesia católica.
Además de su trabajo como novelista, fue una prolífica periodista y directora del periódico El Perú Ilustrado, donde promovió ideas progresistas sobre educación, derechos de la mujer y la situación de los indígenas. También tradujo obras europeas y promovió la modernización del pensamiento literario en su país.
Impacto y legado
La obra de Clorinda Matto de Turner fue innovadora para su tiempo, siendo considerada una precursora del movimiento indigenista en la literatura latinoamericana. Su estilo, que combinaba elementos narrativos europeos con un fuerte contenido social y de denuncia, influyó en generaciones de escritores que posteriormente abordarían la problemática indígena en sus obras.
Matto de Turner desafió los convencionalismos de su época, posicionándose como una de las primeras escritoras latinoamericanas en abordar temas de justicia social con una perspectiva crítica y comprometida. Su obra influyó en autores como José María Arguedas y Ciro Alegría, quienes continuarían la tradición literaria de denuncia de la opresión indígena.
Tras sufrir persecuciones y censura en el Perú, Clorinda Matto de Turner se exilió en Argentina, donde continuó su labor literaria y periodística hasta su muerte en 1909. A pesar de las dificultades que enfrentó en vida, su obra perduró y se consolidó como un pilar fundamental en la literatura social latinoamericana.
Hoy en día, Clorinda Matto de Turner es considerada una de las escritoras más importantes del siglo XIX en América Latina, y su legado sigue vigente en los estudios sobre literatura indigenista y feminista. Su visión crítica y su valentía para desafiar las estructuras de poder de su tiempo la han convertido en un referente clave en la historia literaria y social del continente.
Sobre la obra
Herencia es una exploración profunda de las dinámicas sociales, la complejidad moral y las aspiraciones individuales en el contexto de una sociedad en transformación. Clorinda Matto de Turner desafía las estructuras patriarcales y examina la intersección entre el destino personal y las normas impuestas por la tradición, reflejando las tensiones entre modernidad y conservadurismo en el siglo XIX. A través de personajes como Manuel y Mercedes, la novela aborda temas como la identidad, la injusticia y el papel de la mujer en una sociedad que restringe su autonomía.
Desde su publicación, Herencia ha sido reconocida por su audaz crítica social y su innovador enfoque narrativo. Su exploración de cuestiones universales como el progreso, la lucha contra la opresión y el conflicto entre valores heredados y aspiraciones individuales la han convertido en una obra fundamental de la literatura hispanoamericana. La riqueza de sus personajes y la complejidad de sus conflictos siguen resonando con los lectores, ofreciendo una visión atemporal sobre la condición humana.
La relevancia perdurable de la novela radica en su capacidad para iluminar los dilemas éticos y las contradicciones de una sociedad en cambio. Al examinar el choque entre el pasado y el futuro, Herencia invita a reflexionar sobre el peso de las tradiciones, la búsqueda de justicia y la resistencia ante estructuras que perpetúan la desigualdad.
Señor General don Nicanor Bolet Peraza, Director de Las Tres Améncas, NUEVA YORK
Distinguido General y amigo:
A usted debe la escritora hojas de laurel desparramadas en. América por la delicada mano de la Fama; la periodista, apoyo noble, sin aquellas mezquindades empequeñecedoras de los hombres que, en la glorificación de las mujeres levantadas del nivel de la vulgaridad, ven una usurpación a sus derechos o privilegios; y la mujer, palabras de aliento en la cruel batalla de este infortunio que se llama vida.
En pago de esa triple deuda, le ded:co este libro, fruto de mis observaciones sociológicas y de mi arrojo para fust gar los males de la sociedad, provocando el bien en la forma que se ha generalizado.
El paladar moderno ya no quiere la miel ni las mistelas fraganciosas que gustaban nuestros mayores: opta por la pimienta, la mostaza, los bitters excitantes; y, de igual modo, los lectores del siglo, en su mayoría, no nos leen ya, si les damos el romance hecho con dulces suspiros de brisa y blancos rayos de luna: en cambio, si hallan el correctivo condimentado con morfina, con ajenjo y con todos aquedos amargos repugnantes para las naturalezas perfectas, no sólo nos leen: nos devoran.
Usted que ha sabido ganarse puesto tan brillante en la República de las Letras, no desdeñará el compartir del triunfo o de la censura que estas páginas pro voquen para la que, con dulce frase, llama usted “hermana del corazón".
Por todo eso, coloco el nombre de usted en la portada de HERENCIA.
Clorinda Matto de Turner
Señores Editores:
Vengo a hacer una modificación en ios originales que entregué a ustedes con el título de Cruz de Agata.
Algunos creen que el nombre poco o nada significa en las obras y en las personas, con tal de que ellas reúnan verdaderos méritos; y esto es errado. En la vida real, el nombre importa el éxito. Conozco persona dotada de las mayores perfecciones morales y físicas mirada con desdén sólo porque se llama Mariano. En cambio existe un Cuatro-dedos que sin más que ser Cuatro dedos hace que la gente abra los ojos y la boca para conocerlo, verlo, oírlo y hasta palparlo. Tengo amigos cuya fortuna sonríe por el nombre, como Dalmace Moner, Minor K y otros.
En las mujeres la cuestión de nombre es asunto grave, sin que entre en mi regla el estragado gusto de aquél que dijo:
Lo que más me encanta y me enamora,
Es tu nombre, dulcísima Melchora.
Ni ia del otro que desdeñando Stela prefirió Isidora, sólo por ser él caviloso como un revolucionario de fatales empresas y decirse a cada momento ¿1 si dora mi fortuna? Ilamarse Aurora una dama de ochenta Navidades, es algo que huele a flor marchita en agua.
Concretándome a las obras literarias, tan bellas en el mundo de las creaciones del arte, como las flores en el reino vegetal y las mujeres en la existencia humana, el nombre salva cas; siempre la dificultad hiriendo el oído del lector y asegura la circulación, ya entre la gente que perfuma las manos con esencia de Chipre, ya entre aquélla que usa sólo el jabón de dos centavos envuelto en amar ¡Loso papel de italiano.
Cruz de Agata es nombre demasiado poético, dulce y hasta consolador con ios espirituales consuelos críspanos para esta hija mía, que, lejos de reunir la palidez romántica, la flexibilidad de las aéreas formas limeñas que llevan el pensamiento al azul de los cielos, ha salido con todo el realismo de la época en que le cupo ser concebida; con toda la aspereza de epidermis y el olor a carnes mórbidas, llenas, tersas, exhibidas en el seno blanco y lascivo que si bien, y sólo a veces, convida al hombre pensador a reclinar en él la frente, como en nido de plumones de cisne, en cambio, casi siempre, parece estar hablando del pecado a les hombres vulgares.
No quiero que con mi libro escrito para señoras y hombres, sufra ninguna señorita el chasco de la devota que fue al templo llevando La Caridad Cristiana de Pérez Escrich. Pongan ustedes en los originales Herencia, que si con ello no alcanzo a decir mucho de lo que digo en el libro, por lo menos algo significará para mis lectores acostumbrados ya al terreno en que suelo labrar, y a la dureza de mi pluma.
LA AUTORA
Lima, enero 26 de 1893
Anudó el lazo de las cintas de la gorra de calle, se miró al espejo y salió acompañada de la joven.
El bullicio de los carruajes y del transitar de las gentes iba subiendo de punto en la plaza principal y calles de Mercaderes, Espaderos, Boza, todo el trayecto, en fin, que conduce al palacio de la Exposición.
Los obreros comenzaban a sacudir las chaquetas de Vitarte para cambiar la mugrienta blusa blanca y el calzón manchadizo y remendado y recontaban los billetes del jornal para dejarlos en las pulperías cuyas puertas se iban llenando de parroquianos, al propio tiempo que los mostradores se cubrían de copitas ya amarillas, ya blanquizcas, con cascarilla, puro de lea o anisado de la Recova.
El sol próximo a sumergirse en el mar vecino, como un ascua esférica extendió los arreboles que, cual nubes de topacio, envolvían los minaretes de los edificios, reflejando rayos candentes en los cristales de los balcones, formando luego en el horizonte, hacia el mar, un verdadero incendio, mientras que la brisa de la tarde, cargada de sales marinas, comenzaba a llegar con gruesas ondas desde las playas cha-lacas, a la vez que parvadas de golondrinas con sus negras, aterciopeladas alas, describían, casi rozando Jas veredas, círculos y zig-zags, juguetonas, burlándose de la multitud, acercando sus cuerpecillos hacia el hombre y mofándose de él, tan presto elevando el vuelo a los alares de los balcones que con las celosías levantadas por mitad de la medida dejaban ver, también a medias, el alegre rostro de una limeña de ojos relampagueantes con la inconciente lujuria del clima.
Lima, la engreída sultana de Su-América, celebraba ese festín cuotidiano del crepúsculo cuando, a la caída del sol de verano el olfato se embriaga con los perfumes del jazmín, de la magnolia y las begonias de hojas aporcelanadas, hora en que, cuando rige el verano, los habitantes que han permanecido en casa durante el día, cubiertos con ropa blanca y ligera, se lanzan a la calle en pos de emociones fuertes o a reforzar el hormigueo humano, ya sea del comercio, ya de las tabernas aristocráticas frecuentadas por los caballeros que saborean los cocktails y los bitters a expensas del cachito, sacudido con igual fe y entusiasmo en los figones democráticos por el jornalero, el hombre mugriento, el mulato de pelo pasa y ojos blancos que derrocha el cobre del salario en la copa de a dos centavos.
El coche número 221 del ferrocarril urbano que recorre de subida las calles de San Sebastián, Concha y todo el jirón que da la vuelta en Hoyos, acababa de pasar por Plateros de San Agustín, repleto de pasajeros que, curiosos y ávidos, fijaron la mirada en las vidrieras de la casa Broggi Hermanos.
¡Cómo deslumbraba allí la obra del arte aun al más indiferente consumidor de objetos de lujo!!
Magníficos barros rivalizaban con el bronce vaciado, el níquel trabajado a martillo, el mármol y la filigrana, multiplicándose entre lunas de Venecia junto a los jarrones del Japón, flores de porcelana, trepadoras de jebe y de cuero, miniaturas de carey, de ámbar, de sándalo y de oro.
Aquella mañana don Jorge había dicho al dependiente de las ventas por menor:
— Haz que todo entre por los ojos, deslumbra a los compradores, no olvides que estamos en las vísperas del Carmen.
Y el amable Paquito, cumpliendo la consigna del principal, fue más allá de los cálculos, proponiéndose enloquecer a los compradores, arreglando las vidrieras con gusto sin rival y dejándolas convertidas en una tentación positiva, no sólo para los que tuviesen una Carmen a quien obsequiar en el día de su santo, sino para todos los que pasaban por la puerta, tanto que muchos de aquellos que acudían al bazar con el meditado propósito de gastar sólo veinte centavos en un bitter, terminaban por abrir una partida más en la cuenta corriente o por abrir la cartera de cuero de Rusia con iniciales doradas y dejar sus billetes de cincuenta y hasta quinientos soles en aquel bazar de las delicias, que así vende objetos de fantasía femenina como venenos para el paladar masculino.
En la vida real, según las circunstancias del hombre, se llama placer, así el salir de estos bazares con la razón perturbada, como gastar todo el sueldo del mes en un objeto de lujo que vaya a ostentarse en la exhibición de los regalos de cumpleaños asegurando, tal vez, la gratitud de la mujer preferida, o quizá sólo fomentando la vanidad mujeril.
Dos jóvenes que salían de este bebedero o chuping-house enjugándose los labios con relucientes pañuelos de seda, se fijaron atentamente en las personas que pasaban en el tranvía, siguiendo instintivamente, la misma dirección del coche que se detuvo en la esquina de la cigarrería de Cohén, y bajaron dos mujeres que arreglando esmeradamente las faldas ajadas por el apiñamiento de gente, siguieron hacia Mercaderes, con rumbo a los Portales, recorriendo el centro activo del comercio donde la elegancia femenina compra sus telas de lujo.
Vestía la menor, princesa gris perla con botones de concha madre, sombrero negro con pluma y cintas de gros lila, ceñido el talle no con la rigurosa estrechez del corsé que forma cintura de avispa, sino con la esbelta sujeción que determina las curvas suavizando las líneas y presentando las formas aristocráticas de la mujer nacida para ser codiciada por el hombre de gusto delicado, del hombre que, en el juego de las pasiones, ha alcanzado a distinguir la línea separatista entre la hembra destinada a funciones fisiológicas y la mujer que ha de ser la copartícipe de las espirituales fruiciones del alma.
Las diminutas manos de la dama del sombrero estaban enguantadas con los ricos cueros de la casa de Guillón, rivalizando con los enanos pies aprisionados en dos botitas de Preville de tacones altos y punta aguda.
La segunda mujer correspondía a aquella clase de personas distinguidas cuya hermosura se acentúa en la plenitud de los treinta años. Alta, delgada, su tez tenía esa blancura de la azucena, que, lejos de revelar la pobreza de la sangre por la ausencia de los glóbulos rojos, sólo denuncia la existencia vivida en la sombra o bajo el influjo de la tristeza. Llevaba con aire condal el traje de mairé y la gorra de terciopelo negro con un ligero cintillo de cordón de oro sujeto en su remate por una flechita también de oro.
La esquina de la cigarrería de Cohén estaba invadida, como de costumbre, por una multitud de pisaverdes, unos de la verdadera y otros de la hechiza aristocracia limeña, multitud que formaba casi tumulto en medio de galantes frases lanzadas a quemarropa a cuanta mujer acertaba a pasar por allí, y a este grupo se juntaron los dos jóvenes salidos de donde Broggi, notables por la corrección de su vestido, cortado y cosido en ios talleres de Bar, y por un clavelito sujeto en el ojal de la levita.
Enrique de la Guardia y Carlos de Pimentel, que desde antes examinaron a los pasajeros del tranvía y distinguieron a las damas que bajaron, se diéron un codazo, señal si no convenida por lo menos conocida entre los catadores de buenas láminas para casos análogos en que se trataba nada menos que de descubrir la procedencia de bellezas nuevas en el mercado del amor. Sin otro preámbulo, se lanzaron en seguimiento de las desconocidas cuyo tipo interesó vivamente el nervio de la conquista desde temprano desarrollado en ellos.
Las damas fueron deteniéndose en el trayecto de Mercaderes, escogiendo en los almacenes de Guiilón, Pigmalión, etcétera, guantes, abanicos, flores, perfumes, encajes, y cuanto es necesario para el tocado de personas que han de presentarse en los salones de la refinada sociedad. Ellas escogían, pagaban y salían; dejando a la solicitud del comerciante el envío de las cajas.
Esta lentitud de romería dio lugar a que Carlos y Enrique alcanzasen a las desconocidas situándose a la salida de uno de los almacenes y siguiéndolas después a retaguardia, paso por medio, tan cerca que podían escuchar perfectamente la conversación sostenida entre ambas, siendo nuevamente cautivados por el dulcísimo timbre de voz que, así en la joven como en la dama de treinta años, parecía un distintivo de familia con abolengos celestiales; lo que era mucho decir en esta época de materialismo helado y realismo crudo.
Ellos gozando con el oído y la vista, ellas absorbidas por sus compras, llegaron a las puertas de Pellerano Pilloto donde se detuvo la señora del vestido negro para decir a su compañera:
— Aquí encontraremos, de fijo, las confecciones de plumón que necesitamos para la salida del baile.
— ¿Pero a qué tanto gasto, mi querida Lucía, para una sola vez? — dijo la más joven, y, notando en aquel momento la presencia de Carlos y de Enrique, tiñó de grana sus mejillas ruborizada de que la hubiesen escuchado semejante observación.
— Es necesario, Margarita mía. Las de Aguilera son personas muy rumbosas, allí estarán las de Bellota, las Mascaro, las Rueta, las López todas, y si yo condesciendo en que asistas a un baile no ha de ser para que vayas de cualquier modo expuesta al repase de vista que las limeñas usan con las que llegan al salón. Ya me verás también salir de mis hábitos.
Calló la señora entrando resueltamente en el almacén y adelantándose hacia los mostradores con el aire seguro de la persona que llega a gastar.
— Las de Aguilera. . . ¿has oído? — interrogó Carlos de Pimentel a su compañero, y en voz baja continuó este diálogo:
— Sí chico; así es que sin pérdida de minutos vamos a conseguirnos unas invitaciones.
— Soy amigo de Clemente Contreras, primo segundo de Carmencita, y por medio de él. . .
— ¡Quia! me parece que Oterito es ahijado de Policarpo, amigo íntimo de las Aguilera: yo voy a valerme de él.
— Segurísimo — dijo Enrique de la Guardia disponiéndose a partir, examinando la limpieza de sus uñas criadas en forma de plumas de palotes, mientras que Pimentel jugando con los dijes pendientes de la cadena del reloj se decía: — El caso más seguro es regresar donde Broggi, comprar una chuchería, enviarla a la del santo con una tarjeta y. . . ¡zas! la respuesta será la deseada invitación.
Lucía y Margarita se encontraban con un castillo encantado, compuesto de cajas, cintas, guipares, confecciones deslumbradoras, trasladadas como por ensalmo de los estantes a los mostradores por multitud de manos masculinas y colocadas con estudiada simetría.
En la puerta flotaban como banderas mantillas de encaje, de a dieciocho soles, con su brevete puesto en letra negra sobre pedacitos de cartón; flotaban pañolones de Smirna, piezas de género de diversos colores, combinados por los dependientes con el mismo esmero con que el paisajista deslíe el color en la paleta y dibuja cuadros de maravilloso matiz. Al pie de las piezas de tela que empavesaban las puertas del almacén estaban los bustos de cera, mostrando con seriedad inglesa las novedades de la casa, confecciones, gorras, chaquetas, y al lado los escaparates de cristal, de gran tamaño, con flores, abanicos, chucherías que con sus brillantes colores avivaban más el reflejo de las instalaciones detrás de los vidrios, atendidos con una limpieza extraordinaria. En suma, aquel almacén era, desde la puerta, una serie de sorpresas que narcotizaba a las mujeres, las engañaba como a tiernas criaturas, y haciéndolas perder todo juicio, las obligaba a dejar el presupuesto de la casa, resignándose con verdadero heroísmo al ayuno del estómago.
¿Qué importaba, empero, el enflaquecimiento, la debilidad física, la tisis matadora, si a ella la veían sus amigas en los parques y paseos, ostentando las novedades de última importación de los almacenes gigantes?
Esa era la resignación heroica de la mayoría de las mujeres; pero en las actuales compradoras predominaban sentimientos bien diferentes al deseo de aparentar ante el mundo luces de Bengala, cuando en casa sólo hay noche lóbrega y eterna.
Lucía y Margarita se encontraban casi mareadas por la fecunda labia de los dependientes y la estudiada amabilidad del principal que no se cansaba de repetir:
— Créame usted, señorita, a nadie vendo en este precio, con ustedes hago una excepción; verdaderamente, le juro que pierdo plata en estos plumones.
Don José Aguilera emparentado con los Aguilera de Valencia, de Málaga y de Madrid, fue militar en los primeros años de su juventud y alcanzó hasta el grado de Sargento Mayor de Caballería; retirado del servicio merced a su matrimonio, por asalto de honor, con doña Nieves Montes y Montes, oriunda de los Montes de Camaná, cuya dote respetable ofreció cómodo vivir al señor de Aguilera, bien que a trueque de la pérdida de su libertad; porque, en la casa, doña Nieves era el sargento y don Pepe el cabo, como él mismo solía decir cuando acrecían las grescas conyugales y don Pepe confesaba paladinamente que casarse era suicidarse, asegurando que fue sabio de tomo y de lomo el que dijo que el matrimonio era la tumba del amor y la cuna de los celos, de las impertinencias y del hastío.
Doña Nieves en las escasas horas de reposo que siguieron a su necesario enlace con Aguilera, había oído leer a su marido algunas páginas de la historia de los Girondinos; y por aquella intuición imaginativa que prevalece en el organismo de la mujer, se había enamorado del tipo de Camilo Desmoulins.
— Eso de ir al cadalso estrujando entre los dedos la guedeja de rubios cabellos de la amada, es cosa que conmueve, Pepe mío. Si Dios nos da un hijo en esto que llevo en el seno, ha de llamarse Camilo — había dicho la primeriza, pero eso que llevaba resultó ser una niña, que nació el 16 de julio y aunque la madrina se empeñó en nombrarla Carmen, prevaleció la preocupación de la madre y fue bautizada con los dos nombres de Carmen y Camila, triunfando este último para el uso de familia. Después vino otra niña que se llamó Dolores, tal vez en memoria de que el matrimonio había entrado en la plenitud de desacuerdo. De modo que, a la fecha, la familia Aguilera constaba, a más de la cara mitad y la servidumbre, de las dos hijas, buenas muchachas, llamadas a la felicidad sin la intervención de la madre, que era la hija legítima y predilecta de la vanidad y del orgullo.
Engolfada en el principio de que no hay caballero más poderoso que don Dinero, aspiraba a casar a sus hijas con personajes acaudalados;
Revolucionario francés, diputado de la Convención, secretario de Danton; a la caída de éste, en 1794. fue ajusticiado y a este fin obedecía su empeño en dar tertulias frecuentes, siendo la de nota la del 16 de julio, en que cumplía años Camila, a la sazón entrada en sus dieciocho primaveras, vividas bajo una atmósfera incalificable, porque doña Nieves había hecho en su hogar una mezcolanza de lo profano y de lo místico. A la par de su orgullo ostentaba, tal vez sólo por darla de aristócrata conservadora, un misticismo en grado singular, y de aquí nacía la razón de que ella y sus hijas perteneciesen a todas las sociedades de Pobres, de Adoratrices, de Contemplativas, de Dadivosas y de Arregladas, sin que ello fuese motivo de menoscabo para las tertulias nocturnas de fin de semana.
Al señor Aguilera poco le gustaban esas reuniones de forma aparatosa, en que a la par se quiebran las copas de vino y la honra de las damas.
Alguna vez se atrevía a decir en el suave tonillo de militar retirado:
— -Mira, Nieves, que a tus lujas no las estás educando para madres de familia y madres de ciudadanos: mira que el oropel envenena el corazón. .
— ¿Y usted qué sabe de sociedad, mi amigo? Sabría usted mandar soldados de caballería en su mocedad, y aquí nadie endereza lo que yo hago con mi dinero, con mis hijas, en mi casa.
Don Pepe daba una vuelta en silencio buscando el tablero del chaquete y acomodaba las fichas mientras llegaba don Manuel Pereira, su compañero, con quien se sentaban frente a frente y, entre quinas y ases al tres, se desvanecían las altaneras palabras de doña Nieves.
Después de la segunda partida, generalmente se entregaban a la política, entreteniéndose en organizar ministerios femeninos; pues Pereira aseguraba de buena fe que en el país estaban perdidos y corrompidos los hombres y que quizá le iría mejor a la patria echándose en brazos de las mujeres.
— Doña Chepa Arias, mi amigo, es un genio, verdaderamente un genio. Yo le daría, sin reparo, la cartera de guerra — opinaba el señor Aguilera, apoyando a su colega y limpiando sus lentes.
— Para Hacienda, Pepe, ahí tienes a tu mujer, sí señor, que no huele ni pizca a consolidación, ni a guano, ni a salitre, ni a Dreyfus, ni a demontres; porque tú, en tu vida política, nada has tenido que ver con esos menjurjes.
— Eso sí, la verdad, que. . . virgen estoy Manongo.
Estos castillos en el aire caían generalmente a la llegada del primer contertulio o de alguna de las niñas que hacía girar el banquito del piano, abría el rico mueble de blanco teclado, y regalaba el oído de los viejos con algunos aires de Sírauss.
La casa que habitaba la familia Aguilera, correspondía al número 104 de la calle Redonda y en estos momentos estaba convertida en un paraíso de delicias. Capella Hermanos había contratado la cantina, el decorado y todo el servicio, que un ejército de criados dejó expedito bajo la dirección del socio más caracterizado.
Los corredores y el patio principal, transformados en jardines, despedían un aroma embriagador que, a la luz de los quemadores de gas resguardados con bombas de colores caprichosos, formaban como una atmósfera densa de luz y perfumes que, esparcida en los salones, preparaba los sentidos para las impresiones fuertes en aquellos regios salones donde, por mero lujo, se habían preferido las bujías, cuyo número era duplicado y centuplicado por los espejos que cubrían casi las paredes, dejando apenas pequeños claros para distinguir el papel de oro y grana con grandes cenefas, formando contraste con los tapices del techo en que complicados dibujos se destacaban sobre el fondo grana; salones orientales con alfombrados suavísimos donde los pie.
Cecilios calzados de raso blanco iban a resbalar, como perlas sobre la superficie de un lago.
Un lienzo, retrato al óleo de la señora de Aguilera, ocupaba la cabecera.
En un ángulo del salón estaba el bazar codeo donde se exhibían todos los regalos de cumpleaños de los devotos de la casa. Allí el verde, el amarillo, el rosa, el bermellón, hacían prodigios de paisaje en el conjunto de tanto objeto de arte.
El reloj de bronce y mármol acababa de dar las nueve campanadas de la noche.
Todo quedaba en su lugar y don José Aguilera, con sus sesenta años encima, rechoncho, correctamente vestido de frac y corbata blanca, pasó por octava vez su blanco pañuelo por sobre sus lentes montados en oro, cabalgándolos sobre su ancha nariz, y se puso a examinar los detalles de la compostura del salón de descanso, del principal destinado al baile y del apartado para la orquesta, donde ios músicos comenzaban a acomodar atriles y papeles.
Eran las once de la noche cuando empezaron a detenerse los carruajes en la puerta de la casa y los convidados a invadir los salones que, desde la calle, deslumbraban la vista. La orquesta dio el último sí en ia afinadura del instrumental y en los espacios resonó la hermosa obertura de La sonámbula,
El almacén fronterizo a la puerta de calle de la casa número 104 era una pulpería administrada por Aquilino Merlo, ciudadano nada menos que de la ciudad eterna, que había quemado pólvora por Víctor Manuel en las filas de Garibaldi, y así odiaba al Papa como adoraba a las mujeres de alta jerarquía y de palmito tentador, encontrando, allá en los mirajes inconmensurables y misteriosos de la vida, un algo desconocido pero que le atraía en sentido que él mismo no podría definir jamás.
Aquilino llegó a las playas del Perú en compañía de otro italiano amigo suyo, a la sazón propietario de la pulpería que administraba, quien le dijo con el aplomo de la experiencia: — ¡Eh! se quiere contare oro, comenza per rallare queso Palmesano.