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Boreales, miniaturas y porcelanas fue ideado por Clorinda Matto desde su exilio en Argentina. El volumen recolecta una parte de su producción periodística que se refunde en notas históricas y autobiográficas, recuerdos de la Guerra del Pacífico, observaciones de dinámicas culturales en su Perú natal. En estas páginas aparece asimismo una descripción detallada de las circunstancias políticas que la obligaron a partir hacia el sur, del periplo por mar y de las compañías que encontró en ese viaje y en los ambientes literarios del continente.
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Seitenzahl: 280
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Clorinda Matto de Turner
Saga
Boreales, miniaturas y porcelanas
Copyright © 1902, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726975765
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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á la memoria de mi venerado padre
EL SEÑOR DON RAMÓN MATTO.
La tarde moría.
Los alambrados extendidos en la pampa como telarañas de plata, temblequeaban coqueteando con los hilos de oro que el sol, próximo á sumergirse en este mar de verdura, extendía sobre esa tarde moribunda.
En mi mente relampagueaba, también, la idea en medio de la tempestad de los recuerdos; y cintilaba en evocaciones fantasmagóricas de cosas reales convertidas casi en ilusorias, por la acción del tiempo, ni más ni menos que los cuarzos del carbono cuajados por los siglos, vienen á ser diamantes que juegan con el íris.
Me detuve á contemplar la tarde, el sol, la pampa, los alambrados que son linderos; todo un escenario estimulante á la vibración de mi sér con el recuerdo de la patria; confundiendo en afecto íntimo á los de allá con los de acá; y en esa tarde germinó este libro.
Hoy lo entrego á la prensa recogiendo en un volúmen las hojas que he derramado casi diariamente en faena periodística; unas, que son fruto de labor paciente en la observación y la historia; otras, como haz de páginas esparcidas por el viento huracanado en las horas sin descanso de viajera, de proscrita, de operaria en la factoría de los grandes pueblos donde hay que ganarse el pan á peso de oro. De aquí deriva la necesidad de separarlas por partes; estala razón por la cual las titulo:Boreales, Miniaturas y Porcelanas.
Pongo mi libro en manos de mis lectores, abrigando la pretensión de que en sus páginas hallarán nombres y fechas que más tarde han de ser buscados por los que de literatura se ocupen en nuestro naciente taller americano.
¿Nos hemos explicado lo suficiente? Pues narraré.
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NARRACIONES HISTÓRICAS.
No fué el valor en la gigante lidia
Lo que faltó al Perú. Con ardimiento
Generoso, creciente, inextinguible
Cáceres luchó. La negra Envidia
Y la Traición en tenebrosa alianza
Aislaron al guerrero en su pujanza
Y lo dejaron solo en la contienda!
Caiga sobre ellos maldición tremenda
Y en medio á los escombros calcinados
Que la borrasca amontonó, espantosa,
Levantemos la enseña victoriosa
Del trabajo fecundo
Y á su sagrada sombra, transformados
Los hijos del Perú, con noble ejemplo,
Reconstruyamos á la faz del mundo
De nuestra Patria el magestuoso templo!
A. Morales Toledo.Canto épico á Huamachuco.
Plegada la enseña que el invasor dejó flameando en el palacio de Pizarro; derrocado el gobierno impuesto por el enemigo; retirado al hogar el general don Miguel Iglesias; debió, pues, vibrar en todos los ámbitos nacionales el canto del poeta soldado y por doquiera levantarse «la enseña del trabajo fecundo».
Por mal de la Patria, entre los elementos maléficos que fermentan en el seno de los escombros, quedaban los gérmenes de la ambición desmedida y la vanidad infecunda.
Paz! pax multa, era el supremo reactivo para la madre nuestra agonizante y á ella se entregaron los pueblos después del 3 de Junio de 1886, fecha en la que ascendió al mando supremo de la República el general don Andrés A. Cáceres, llamado el héroe de la resistencia y fundador de ose partido Constitucional que tomó por distintivo el rojo, rojo como la sangre derramada en defensa de la bandera nacional.
Cuatro años de labor, tal vez, sólo significaban la desmontación de los escombros dejados por el incendio, la tala y el saqueo.
Surgió la época de la trasmisión de mando que, desgraciadamente, vino á recaer en una personalidad mediocre, casi pobre de aptitudes de estadista; pero el país apreciaba la paz como la prenda segura de reacción y á la paz sacrificó conveniencias de otro género y simpatías personales.
Otros cuatro años de paz y de trabajo ya le señalaban nuevos rumbos á la República; en la espectativa de las naciones americanas, el Perú merecía las simpatías de todas menos una; sólo una se inquietaba por la existencia vigorosa de la paz y de la unión, salvadoras de las naciones; y los gérmenes de la ambición desmedida y de la vanidad infecunda fermentaban en el seno de la República.
Chile, que al lanzarse á la guerra de conquista lo hizo con plan meditado y programa definido, necesitaba asesinar esa Paz y buscaba el brazo para entregarle el corvo, y lo halló en el mismo que en San Juan y Miraflores le abandonó las puertas de la suntuosa capital desertando á carrera abierta hácia las criptas solitarias del interior.
La noble sangre peruana que nos sustenta parece que se agolpara en borbotones al corazón, tiñendo los puntos de nuestra pluma, cuando queremos recordar algo de aquella guerra cruenta del Pacífico, en la cual el Perú ha pagado con la sangre de sus venas, por sus hijos, con el oro de sus vetas, con el salitre de sus sabanas, con girones de su propio corazón, mutilado en Tarapacá, y con los grillos del cautiverio, remachados sobre Arica y Tacna; ha pagado, decimos, su leal proceder para con la hermana República de Bolivia; y oleajes desconocidos vienen de los misterios del pasado para avivar la ira santa de nuestra alma y fundirla luego en el crisol de la propia impotencia.
Los que cantaron sobre los muros de Babilonia han lanzado los ayes más profundamente doloridos.
Las que hemos llorado sobre las ruinas del Perú, después de la tala chilena, hemos llorado lágrimas de fuego y hemos mirado como á semidioses á los mortales que supieron pelear sin huirse como mercenarios.
La palabra revolución, que en las repúblicas latino americanas tiene vibración tan sugestiva, estaba amortiguada en el Perú con ocho años de paz, de 1886 á 1894.
Chile buscaba al hombre para su corvo.
Chile lo halló en el señor don Nicolás de Piérola, y sólo restaba encontrar el pretexto.
Aliados, con opción á los beneficios, entraron el señor don Guillermo Billinghurst y el señor Delegado Apostólico residente en Lima.
Se fué á buscar elementos para la descomposición social en la morada de los chacales que envenenarían las fuentes de salud nacional, como la prensa, el púlpito y la cátedra universitaria.
El momento de exhibir el pretexto no se dejó esperar, pues éste vino en la forma en que se produjo la herencia de la banda presidencial á la muerte del general don Remigio Morales Bermúdez, acaecida el 1º de Abril de 1894, asistido por los médicos Lino Alarco, Leonardo Villar, Celso Bambaren, Belisario Sosa, Julio Becerra, J. C. Castillo, C. J. Carvallo, Manuel A. Muñíz y Wenceslao Salazar.
El señor Morales Bermúdez había sido elegido primer mandatario, siendo acompañado por el doctor don Pedro A. del Solar como primer vicepresidente y como segundo el coronel Borgoño.
El doctor Solar nació en la ciudad de Lima el 26 de Noviembre de 1829 é hizo carrera brillante como periodista, más aún que como abogado, porque á esta profesión no le consagró el afecto ni el entusiasmo que al diarismo, ascua de fuego que purifica, que retempla, que consume según el que maneje el fuelle y el cómo lo maneje.
La conducta del doctor Solar en la guerra con Chile fué digna y su actuación al lado del dictador Piérola, disculpable, porque un error de concepto le guiaba. Para lanzar esta afirmación nos apoyamos en la siguiente confesión.
Una tarde del mes de Junio de 1883 conversábamos con el doctor Solar, en una glorieta de la hacienda Chiñicara, propiedad de don José Astete, en el Cuzco; teníamos nuestras tazas de café Marcapata sobre la mesilla rústica y rememorábamos sucesos políticos en los cuales nuestro ilustre amigo lanzó opiniones respecto del señor Piérola, acusándolo de vanidoso y ambicioso vulgar.
— Y cómo usted ha sido su segundo, casi su brazo derecho? — le interrogamos.
— Es que creí servir á un carácter y me encontré con una beata calculista, — nos respondió.
— Entonces, si usted llegase al Poder sería inflexible, y sanguinario, una especie de don Pedro el Cruel? volvimos á interrogar. Don Pedro levantó su taza dió un sorbo de café y nos miró con su mirada penetrante, mirada que en aquellos tiempos era como de filos y que, alguna vez hubiese querido cortar los cuellos de los enemigos que le salieron al camino, más por Piérola que por causa propia. Hoy ocupa nuevamente su sillón en la Corte Suprema de Justicia del Perú.
El hoy general don Justiniano Borgoño, hijo de otro general, don Pedro Antonio Borgoño, veterano de la Independencia, es natural de Trujillo la docta, en donde nació el 5 de Septiembre de 1836. Desde los 16 años reveló ser todo un carácter en la administración de los valiosos intereses que su padre poseía en el valle de Chicama con el nombre de Tulape. En 1856 ingresó al ejército.
Su actuación durante la campaña contra Chile fué brillante, dándole fama de serenidad y valor á toda prueba, especialmente en San Pablo y en la gloriosa batalla de Huamachuco en donde fué herido, y así acompañó hasta Conchucos á su jefe al general Cáceres.
La foja de servicios del general Borgoño es una foja digna para cualquier soldado que basa sus ambiciones en el honor militar.
Fuera de esos servicios, ha desempeñado el general Borgoño diputaciones y senadurías á varios Congresos, y ha sido ministro de Estado en diferentes ocasiones, siendo reputado en el país como uno de los hombres más honrados y patriotas. En la época á que nos referimos, el general Borgoño no tenía enemigos políticos, y sí el doctor Solar, como que es difícil pasar por las alturas sin sembrar descontentos y mucho más en épocas anormales como las que tuvo que sostener el doctor Solar como Jefe Superior de la zona de Arequipa, segundo del dictador señor Piérola.
Tales eran, en síntesis, los personajes que se encontraban frente á frente, junto al ataúd del general Morales Bermúdez, para recoger la herencia del mando supremo de la nación.
Desde las primeras horas en que se acentuó la gravedad del enfermo Presidente, se celebraban conferencias entre los hombres más conspicuos de la política militante, y partiendo del principio de que la paz interna era la base del afianzamiento del edificio nacional en reconstrucción, previa aceptación y deliberación del doctor Solar, llamado por la ley, quien, al renunciar el encargarse del mando en su nota de 1° de Abril de 1894, dirigida al Presidente del Consejo de Ministros doctor don José Mariano Jiménez, dice: «Iría al sacrificio al que han querido impelerme, si él en manera alguna fuese fructuoso para la República. En tal virtud cúmpleme expresar á V. S. que el Gabinete puede hacer su dimisión ante el 2º vicepresidente de la República», etc. 1
Previa aceptación del ejército y los poderes públicos, tomó posesión del mando el general Borgoño, convocando inmediatamente á elecciones generales.
La paz de que disfrutaba el Perú, mortificaba grandemente á Chile, como ya hemos dicho.
Negros nubarrones se iban amontonando en el horizonte nacional, siendo el eterno conspirador señor Piérola quien agitaba las corrientes tempestuosas. El caso de la muerte del general Morales Bermúdez y la forma en que se realizó la transmisión del mando en la persona del 2º vicepresidente, era un pretexto de revuelta encontrado como de molde por Piérola, que ambicionaba el mando, y por Chile, cuyos planes de conseguir el total aniquilamiento del Perú, mediante la anarquía, se veían cruzados por la conservación de la paz interna. Los verdaderos patriotas que existen en el Perú, bien comprenden este juego de anarquización y de revuelta en que se empeñan los eternos enemigos, y por eso es que en más de una ocasión han hecho á la Patria la ofrenda de sus convicciones y de sus intereses personales en el rol de la política interna. Exento de tales sentimientos estuvo don Nicolás de Piérola. Para que esta afirmación no se tache, tal vez, de apasionada, baste recordar cómo se aprovechó en beneficio personal, el litigio Dreyffus en el cual el Perú era acreedor por 8.000.000 de soles, y después de recibir el señor Piérola el Talismán y ajustarse la querella, resulta más bien deudor el Perú2. baste recordar cómo al frente mismo del chileno que iba á despojar los tesoros de la madre Patria utilizó en provecho personal el batallón que como á peruano le confiaron para que defendiera á su Patria. Se declaró Dictador, se hizo director de la guerra sin conocer nada de milicia y salió huyendo en la hora en que todos caían envueltos en el sudario de la honra nacional.
Esta vez también acudió Chile y tocó al señor Piérola la triste misión de aceptar el arma fratricida y el dinero corruptor; y en una conferencia celebrada en Santiago de Chile, entre varios personajes políticos, presente el señor Internuncio Pontificio José Macchi, quedaron sancionados los acuerdos. Aquí la razón por la que el Delegado Apostólico á su regreso al Perú fuese abierto y franco propagandista de las excelencias del señor Piérola, como «el único llamado á gobernar á los peruanos».
El doctor Solar, que en los primeros momentos aceptó, como conveniencia nacional exigida por la paz interna, la eliminación de su persona, días después, sugestionado tal vez por exigencias de los suyos, más que por el brillo de las alturas cuya falsedad había constatado ya en otras ocasiones, se prestó á anular su renuncia y á ser pendón de revuelta en la cual el señor Piérola tenía que ser el favorecido, y burlado el señor Solar.
Aparecieron montoneras en diferentes villorios del territorio; sin embargo, estas no alteraron el orden del sufragio en las elecciones que se realizaban en la República, dando por resultado la designación del general Cáceres para Presidente. del general don César Canevaro para primer vice y segundo el doctor don Cesáreo Chacaltana, cuyos merecimientos como jurisconsulto, como diplomático y hombre juicioso, han salvado los linderos de la patria, haciendo de él una gloria nacional.
La trasmisión del poder se hizo en circunstancias tales, que el país tenía derecho á esperar una nueva era de paz, porque la necesidad de la paz estaba en la conciencia de los hombres patriotas. Pero no fué así: la misión del señor Piérola tenía que llenarse, porque los momentos eran preciosos para dilatar la solución del plebiscito estipulado en Ancón, porque entra en el plan de la diplomacia chilena la idea de las dilaciones como recurso inofensivo, según la frase de uno de sus escritores, y de trascendental importancia si se atiende á que ganar tiempo es ganar la batalla. Quién con dinero y armamento no corona la victoria en países como el nuestro, esencialmente revolucionarios, irreflexivos é inquietos?
Ya hemos dicho que el señor Piérola recibió sus elementos. Ellos se derramaron en diferentes provincias. Por el norte, donde el desorden era problemático, la voz de un solo hombre joven y honrado, que pudo servir de excepción en la regla general y que extravió su criterio pero no lo contaminó con la ambición personal, fué de efecto mágico. El doctor don Augusto Durand preparó el triunfo de la revolución, aportando á ella el prestigio de su nombre sin mancilla y el poder de su arrojo casi temerario. La bola de nieve se convertía en ascuas.
En la capital vivíamos abrasados por una atmósfera calcinada, respirando un aire mefítico por el desborde de las pasiones y el tole tole que se produjo entre milicianos y paisanos, entre los amigos del orden y los partidarios de la revolución.
Nosotros pertenecíamos al número de los del orden. Servíamos al Partido Constitucional, por la convicción de sus honrosas tradiciones, porque él nació bajo la bandera de la defensa del Perú contra el invasor, porque de su seno salieron los que sin cobardías desertoras ni apostasías calculadas, fueron siempre con el lema de la Patria. Nuestra lealtad para con el señor general don Andrés A. Cáceres era otro vínculo más para seguir al glorioso pabellón por él sostenido, y, si cometimos el pecado de mezclarnos en política, fué por el derecho que existe de pensar y de expresar el pensamiento. Las páginas que en 1883 consagramos al general Cáceres pusieron de manifiesto la idea que desde ahora diez y ocho años teníamos formada del ínclito defensor de la honra nacional, del que fué llevado más tarde á regir los destinos de esa patria por él defendida con tesón, con su sangre y sus amarguras. Defendimos en la prensa, en nuestro semanario Los Andes, la política del partido constitucional, glorificamos el nombre del esclarecido ciudadano que descolló en nuestra patria, y fué llevado por segunda vez á regir los destinos del país; lo hicimos por patriotismo sincero, con desinterés manifiesto, y las consecuencias de nuestra inmiscuición las hemos arrostrado con serenidad, presenciando la destrucción de nuestro hogar, primero, después, la de nuestro taller de trabajo y por último aceptando el camino del extranjero para buscar el pan que no podíamos hallar en aquel suelo cargado de venganzas, de atropellos y de cuánto innoble puede producir la comandita del clericalismo con el pierolismo.
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La ciudad de Lima dormía envuelta por la brisa matutina.
En frente se alzaban los amarillentos muros del convento de agustinos, con sus balconcillos mugrientos, desiguales, de antiquísima construcción, en uno de los cuales, dos años antes, solía asomar su frente blanca y amplia el notable Pellicer, despertando en nuestra mente la idea de las plantas exóticas, casi prehistóricas.
Morábamos en la casa número 58 de la calle de Calonge, con sus largos balcones que, si cuotidianamente nos ofrecían el espectáculo de los paredones amarillentos, también nos brindaban luz y calor en el día y luna plácida en las noches de llena.
La atmósfera social estaba candente. El desborde de la prensa pasquinesca se hizo tal, que jamás se registró cosa semejante, desde los audaces tiempos en que los opositores del virrey Abascal le pusieron sobre el pupitre tres saquitos con sal, habas, cal, que descifrado por buen entendimiento, quería decir: sál, Abascal. Honra no hubo completa para hombres ni mujeres; todos en el Perú eran lo más malo del mundo calificado con frase soez y la infancia explotada para pregonar, inocentemente, los dicterios más crueles contra las damas y los hombres que no estaban vinculados con su política.
El lodo cayó sobre todos, el país se había convertido en una especie de isla del diablo con moradores ladrones, asesinos y prostitutas.
La historia no pasará desadvertido, ese momento de obseción del Perú, del cual apenas tendrán idea los que viven en ciudades donde la libertad de la prensa está regulada por el criterio del público en igual escala que la libertad de representación teatral.
Habríamos querido trazar una línea roja en este punto del original, pero, estamos narrando episodios históricos, es decir, estamos fotografiando cuadros y la cámara ha copiado la pústula con la misma precisión con que retrata un encaje.
Las campanadas con que en la torre de la catedral se saluda el alba, aún resonaban vibrantes por el espacio, cuando so oyó el estampido de fusilería y cohetones. Era la madrugada del 17 de Marzo de 1895.
Desde el sábado 16 corría la noticia de que las fuerzas coalicionistas contrarias al gobierno establecido se decidían á atacar la ciudad, pero, poco crédito se daba á esta versión, mas lo cierto fué que ellas aparecieron por partes diferentes. Por el sur, las fuerzas al mando de los señores Oré y Collazos, con don Nicolás de Piérola, la división de Durand por el oeste. Después de vadear el río, éstas no encontraron resistencia; no así las primeras, que fueron repelidas en dos ataques y emprendieron un tercero que los puso de empuje en la Plazuela del Teatro Principal que, desde ese momento, fué convertido en cuartel general y centro de las operaciones de las fuerzas coalicionistas, las que procedieron á levantar barricadas en las esquinas Calonge y San Agustín, Lártiga y La Fuente, y se posesionaron de las torres de San Agustín y la Merced, generalizándose el combate ya con ventajas para la coalición sobre las fuerzas del Gobierno que ocupaban el Palacio, en cuya puerta principal se paseaba el Presidente sin más arma que un chicotillo de á caballo.
La lucha duró hasta el anochecer.
Desde los primeros momentos nuestra casa quedó sitiada en el campo enemigo, separada de los correligionarios por las barricadas de la esquina de Concha y Calonge. Combatientes de la idea, una vez encerrados en el radio enemigo, no teníamos otro recurso que aceptar la situación por el imperio de razones invencibles y convertirnos en espectadores. Teníamos, al parecer, una razón más para no temer agresiones; y era, que los bajos de nuestra casa estaban habitados por la familia Cebrian, vinculada con la causa coalicionista; la puerta principal corría á cargo de esta familia y la escalera, á los altos que nosotros habitábamos, arrancaba del patio.
Nuestra familia constaba de seis personas, entre ellas tres niños de corta edad; dos de ellos sobrinos nuestros y el otro hijo de nuestra sirvienta. El doctor Matto, hombre de ciencia que había abrazado su profesión con todo aquel amor de las vocaciones, nunca tomó participación activa en la política interna del país.
Su acción nacional la había concretado á esa lucha incesante del laboratorio bacteriológico, de la cátedra universitaria y el provecho ajeno, en ese inmenso campo llamado el bien de la humanidad, donde no se conoce más enemigo que el mal del prójimo y donde la victoria consiste en arrancarle presas á la sañuda Muerte.
Cuando oimos quo un corneta tocaba ataque! y coronemos la acción! con tenacidad entusiasmadora, asomamos al balcón.
La calle estaba desierta. La barricada de Concha y Calonge defendida por dos hombres que disparaban sus fusiles á intervalos y el corneta que no descansaba en su labor estratégica.
El doctor Matto se llegó para decirnos que no era prudente asomarse á los balcones, porque podía venir á herirnos una bala perdida. Cedimos á esta reflexión y nos instalamos en el comedor. formando un grupo con todos los nuestros.
Los pequeñines pedían su te y se lo servimos sin leche, los momentos no eran á propósito para esperar á que el lechero fuese puntual en el reparto.
Cuánto duraría aquella lucha fratricida? Qué desenlace presenciaríamos en breve? Seguramente el de la victoria de los coalicionistas; porque en el Perú es sentenciosa la frase de que «no hay revolución que no triunfe». Gamarra y La Fuente, Salaverry y Santa Cruz, Vivánco y Castilla, Prado y Pezet, cuántos otros nombres vinculados á la destructora frase, cuyo poseedor entusiasta, en cincuenta años, ¡medio siglo! ha sido el señor Piérola, hasta haber inspirado con su vida de correrías y hazañas femeniles, una novela escrita con arte y verdad, gráficamente titulada: «El Conspirador».
Á diversas lucubraciones estaba entregada la fantasía, en medio de aquel grupo del hogar íntimo, cuando sentimos algazara en el patio y luego en las escaleras. Era un pelotón de gente armada con palos, machetes, sables, pistolas de revólver, comandado por un mulato que llevaba rifle. La puerta de calle les había sido franqueada por nuestros vecinos, y todos invadieron los altos.
Los niños, aterrorizados, buscaban refugio en nuestros brazos y los del doctor Matto; la servidumbre también se plegó hácia nosotros, y los asaltantes, mandados exprofesamente, pretextaron buscar armas que díz teníamos escondidas, y en su investigación saquearon cuanto poseíamos, destruyendo lo que no podían cargar.
¡Parece cosa de ayer!
El mulato en actitud militar, firme en el centro de la habitación, impartiendo sus órdenes. ¡Con qué vociferaciones vaciaban los cajones de las cómodas de ropa blanca y se repartían sábanas, camisas, enaguas, destinándolas á fundas de kepís, rasgando ahí mismo, con la avidez del reparto ó escondiendo en medio de la codicia, prendas que tal vez deseaban llevar intactas á sus familias!
Después pasaron al departamento del doctor Matto. El saqueo comenzó por el escritorio, en uno de cuyos cajones encontraron un revólver de lujo del cual se declaró propietario el mulato jefe, y lanzados todos como langostas destructoras en medio de aquellas habitaciones. Un incidente vino á producirse entre los que nos estaban saqueando en nombre de la moral política. Días antes habían pagado al doctor Matto una suma de dinero por el embalsamamiento del cadáver de la señora suegra del doctor don Cesáreo Chacaltana: parte de esa suma fué en monedas nuevas de cobre que acababan de ponerse á la circulación. El talego, pesado é incómodo, estaba puesto junto al escritorio. Los coalicionistas, en su ansiedad, creyeron ver libras esterlinas, y allí fué el campo de Agramante. En estas circunstancias bajaba de una piecita alta, en donde teníamos papeles escogidos, el mulato jefe, y en el esfuerzo que hizo al saltar un escalón se le rompió una botella de cerveza que llevaba en el bolsillo de su chaqueta. Tomó la parte ancha del envase para beber el líquido salvado, entonces nos interpusimos deteniéndole el brazo.
— Hombre! se va á beber vidrios, traiga, cerniremos su cerveza; — le dijimos.
El mulato quedó sorprendido de esta solicitud, nos alargó el envase y se dirigió al lugar donde se peleaba por el cobre nuevo. De este modo se salvaron nuestros papeles de la pequeña biblioteca y el laboratorio bacteriológico del doctor Matto.
Los traquidos de la fusilería aumentaban, lo que revelaba que la lucha era reacia.
Las horas también avanzaban llevándose existencias y acercando las soluciones.
Serían las tres de la tarde cuando regresaron á nuestra casa desmantelada los mismos saqueadores comandados por el mulato, con la grosera invención de que el doctor Matto había hecho tiros por el balcón y se lo llevaron preso. Iban á victimarlo en la puerta del local de la bomba Francesa, frente al Teatro Municipal, cuando el médico doctor del Valle y Osma se interpuso.
— ¿Qué van á hacer, muchachos? ese es médico de esta ambulancia, — les gritó con energía y arrancó al doctor Matto de las garras de esa muchedumbre inconsciente y sanguinaria que, en la puerta misma del Teatro Principal, acababa de vaciar una lata de kerosene sobre un pobre negro tildado de espía y prenderle fuego achicharrando al infeliz bajo la bandera demócrata.
El doctor Matto quedó al servicio de la ambulancia.
Por las casas bajas de las calles de Ortíz y Concha habían subido á los techos de nuestra casa varios soldados del gobierno, pero, encontrándose faltos de municiones, retrocedieron para bajar por donde habían subido. Pocos momentos después, oimos lastimeros ayes que partían del techo de la cocina sobre los linderos de las casas que habitaban la señora Novoa y el obispo de Lorea, señor Carpenter; y luego la voz de ¡misericordia por Dios!
Era un soldado joven, con la mano derecha casi mutilada y colgante que veía correr su sangre como por un chisguete carnavalesco.
Ayudadas por nuestra ama de llaves doña Francisca Palomino, viuda de Olarte, pudimos bajarlo, y conducirlo al cuarto de baño en donde la vamos y vendamos al herido, rasgando para esto una orla de la enagua de Francisca. En casa no teníamos nada.
Qué suerte habría corrido el doctor Matto?
Dios, que había confortado el corazón en la muerte de Daniel, el caballeroso y noble hermano, muerto en Puno al servicio de la causa de sus convicciones, acudía también al presente prodigándonos serenidad inconcebible en semejante situación.
La fusilería continuaba mezclándose ésta vez con detonaciones de cañón.
El coronel Vicente Ugarte había logrado desconcertar las seguridades coalicionistas atacando por Ortíz á retaguardia, así como el coronel Benjamín B. Sáez al mando de solo diez hombres del batallón Callao número 4, que hacía la guardia en el palacio presidencial, había desalojado al enemigo que hacía fuego sobre la casa de Gobierno, desde las boca calles de Mercaderes, haciéndolo retroceder hasta la plazuela del Teatro, dentro de sus barricadas.
Anochecía.
Serían próximamente las seis de la tarde cuando se presentó el doctor Matto acompañado del señor Isaías Piérola, hijo de don Nicolás y nos expresó la necesidad de ir al cuartel general. Obedecimos el mandato del hermano indicando antes al señor Piérola que en el cuarto de baño había un herido recogido del techo de nuestra casa. El señor Piérola interrogó al infeliz que era solo carne de cañón, hizo recoger del techo el rifle que él dijo haber abandonado y todos salimos. Las criaturas no habían tomado en el día más alimento que té y galletas, y en su encantadora inocencia creían que las llevábamos al hotel para comer. Llegados á la barricada levantada en Ortíz y Calonge, encontramos al doctor Durand, quien tuvo la gentileza de darnos el brazo y conducirnos al local de la ambulancia, en donde supimos, por relación de Eleuterio Blancas, antiguo empleado de la imprenta de El Perú Ilustrado, que se temía que las fuerzas del gobierno hubiesen recibido orden de cañonear el local de la bomba Francesa, y que se nos hizo llevar porque creían que estando nosotros allí no consumarían el bombardeo, pues, no nos darían la muerte los del partido en que servíamos.
Al doctor Matto se le dijo, por otra parte, que en la noche iban á incendiar la casa y que nos sacase.
¿Estuvimos sirviendo de égida?
¿Ejercitaban la saña con las mujeres los que se escondían de los hombres armados?
Lo cierto es que se nos pidió que atendiésemos á los heridos, á lo cual nos prestamos sin objeción.
El doctor Valle y Osma nos trajo una lata de leche condensada para alimento de nuestros adorados chiquilines que allí estaban; ¡pobrecitos! azorados, sin explicarse aquel cuadro de horror, de ayes y congojas, por solo el gusto de que mandase al país, B en lugar de A.
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La ambulancia de San Luís había sido instalada rápidamente en el local de la bomba Francesa, por los practicantes de medicina señores Guillermo Gastañeta y M. Morante, siendo secundados por los médicos Espinosa presidente, Valle y Osma, Guerín y Capelo, y el farmacéutico Alvarado, á los que se les reunieron los doctores Gaffron con la asistenta de su clínica la señorita Luisa Gremoninger, Becerra, Matto, Agnoli, Pérez Araníbar y León, y los practicantes Prieto, Aljovin y Pastor, que fueron llegando sucesivamente.
El cuartel general de los coalicionistas estaba en la plazuela del Teatro Principal y Hotel del Universo, es decir, en los altos del local de la ambulancia, proporcionado por el señor Bartil, comandante de la bomba «France» á la «Sociedad Auxiliadora».
Todo el patio de la bomba Francesa, donde tantas veces se ha genuflexionado el pornográfico can-can, estaba cubierto de camillas de todas las condiciones imaginables con que se venía aumentando la primitiva dotación. Catrecillos de viento al igual de tarimas levantadas sobre cajones vacios desempeñaban su misión, diseminados armónicamente, formando hileras con pequeñas callejuelas para el tránsito de los asistentes.
Las camillas llegaban de la calle, con frecuencia horripilante, conduciendo á los mermados por el plomo defensor de las instituciones patrias contra la ambición de un temático.
Un carrito de mano de pequeñas dimensiones traía á su vez los muertos con sus brazos rígidos colgando á los lados, la cabeza caída, los pies casi arrastrando. Se les descargaba en el segundo patio, á la izquierda de la entrada; se derramaba un poco de cal sobre el rostro para desfigurarlo y se tornaba á la faena.
Así permanecieron con la cara empolvada los cadáveres de los coroneles Gregorio Prada, Adolfo Bermúdez, Santiago Collazos y Evans, de los tenientes coroneles Gregorio Gómez, Juan Echandía, Gómez Cornejo y algunos más.
Al cerrar la noche, los fuegos paralizaron, pero redobló la labor en la ambulancia donde los ayes de los heridos desgarraban el corazón más empedernido, haciendo brotar maldiciones para los amigos de las revoluciones internas que así hacen gemir á los hermanos, por el interés de un ídolo de barro que, después del triunfo, da el puntapié del ingrato.
Conducido el cocinero de una casa respetable con una bala incrustada en la columna dorsal, la extracción fué acontecimiento que conmovió hasta á los muros de la bomba Francesa que repetían el eco de los ayes, de la misericordia, de la blasfemia.
Cómo repercutían en los antros del edificio aquellos lamentos! Los médicos no lo habrán olvidado aún porque todos viven por dicha.
En los altos estaba don Nicolás de Piérola, terminando su cena en compañía de tres personas.
Y se oyó la voz de una campanillita. Entre las lucecillas tenues de las lamparillas de parafina aparecieron los sacerdotes católicos Brunetti y Frederic, de la orden del Espíritu Santo, acompañados de Sor Aurelia de San Dionisio, hermana de caridad, conduciendo el óleo para la extrema unción de los moribundos. ¡Ah! Se repetía una escena de las catacumbas, cuando Pedro iba á exhortar á los mártires afianzando su fe con la palabra de la esperanza! . . . .
Los extertores de la agonía se distinguían en tonos diversos; á los que ya acabaron les tapaban la cara, venían luego los conductores, los llevaban al depósito y nuestros hermanos del Perú estaban diezmándose en holocausto de la revolución y del ídolo de barro que mañana les daría el puntapié del ingrato.
Nuestros adorados chiquilines, Danielito y César, dormían en un rinconcillo de la plataforma, envueltos en una manta que nos proporcionó el doctor Becerra, dormían el sueño de la inocencia, mientras los culpables no escuchaban la voz de la patria y la muerte seguía cortando preciosas existencias con su guadaña implacable.
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Con los albores del día 18, las hostilidades se reanudaron y el combate se hizo más reñido. Algunas barricadas fueron atacadas por fuerzas del gobierno á la vez que las de la revolución atacaban determinados cuarteles alcanzando ventajas relativas. Todo el día se pasó entre intermitencias de ataque, sembrando las calles de muertos y heridos.
En la ambulancia del cuartel general de la bomba Francesa teníamos ciento diecisiete heridos.