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Herencia es la tercera novela de Matto, y una de las más leídas y estudiadas hasta nuestros días. Narra en principio las vivencias de Lucía Marín y su hija adoptiva Margarita (aparecidas ya en Aves sin nido) en su arribo a la caótica Lima de fines del siglo XIX. Luego se ramifica en muchas otras líneas de relato que muestran personajes típicos y dinámicas del momento entre los géneros, clases y "razas". La novela sugiere un juicio extrañamente ambivalente sobre la llegada de nuevos inmigrantes europeos al Perú. Pinta también fenómenos relativos a la moda, la movilidad social y la sexualidad en medio de una reconfiguración vertiginosa de la vida urbana limeña.
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Seitenzahl: 248
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Clorinda Matto de Turner
Saga
Herencia
Copyright © 1893, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726975826
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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En el lapso de apenas seis años, entre 1889 y 1895, Clorinda Matto de Turner (1854-1909) publicó sus tres únicas novelas: Aves sin nido, Indole y Herencia 1 . Es posible que escribiera algunas más, tal vez las anunciadas Alas y plumas, La excomulgada, Sevilla, pero de sus manuscritos nada se sabe 2. Muy distinta suerte corrieron las novelas publicadas. Aves sin nido mereció tres ediciones en brevísimo lapso y una inusual y pronta traducción al inglés 3, presagiando así el lugar privilegiado, inaugural en más de un aspecto, que la crítica le ha concedido. Indole y Herencia fueron muy pronto olvidadas, la crítica suele prescindir de ellas y —hasta ahora— no habían sido nunca editadas4 .
Este olvido es injusto. En lo que toca a Herencia, que había sido anunciada originalmente con el título La cruz de ágata 5 , porque representa la culminación del proceso de la narrativa de Clorinda Matto y echa luces definitivas sobre un momento especialmente valioso de la historia de la novela peruana. Herencia significa, en efecto, el mayor acercamiento alcanzado por su autora al ideal naturalista que venía perfilándose desde Aves sin nido, sin que ello implique la desaparición del sustrato romántico-naturalista que informa todos sus relatos, y significa también la apertura del nivel de las representaciones al espacio urbano —Lima— hasta aquí ausente. Se completa de esta manera, cierto que sin exhaustividad, el cuadro de la “escena nacional” que laMatto buscaba proponer a sus lectores.
Herencia es la continuación de Aves sin nido. En sus páginas se reencuentra a Fernando y Lucía Marín, a sus hijas adoptivas, a Sebastián Pancorbo, y se les sigue en su itinerario limeño, olvidadas ya —o casi— las penalidades sufridas años atrás en Kíllac. Aunque constantemente se presupone la lectura de la primera novela, cuyos episodios son evocados las más de las veces de manera elíptica, con lo que se sugiere la existencia de un público más o menos estable, lo cierto es que Herencia permite una lectura autónoma. Determinados sentidos secundarios serán inaprehensibles para el lector que desconozca Aves sin nido, pero la línea central del relato y sus significados básicos están suficientemente encarnados en el texto.
En lo que toca a su estructura, Herencia se asemeja más a Indole que a la primera novela. Nuevamente aparece la organización tenazmente bimembre y se insiste en el carácter opositivo de la relación entre los polos principales, aunque el esquema general sea aquí, en Herencia, algo más simple, menos arborescente. La oposición mayor se fija entre la familia Marín y la familia Aguilera: se trata una vez más, como en Indole, de un enfrentamiento esencialmente moral; ahora, sin embargo, se dejan percibir ciertos rasgos económicos y sociales derivados de la adscripción de los Marín a la burguesía moderna, incorporada al naciente sistema industrial a través de la posesión de acciones, y de la pertenencia de los Aguilera a un grupo superior, en cuanto a prestigio social sobre todo, que funda su no muy segura bonanza en rentas derivadas de propiedades inmuebles. Sin decirlo explícitamente en ningún caso, aunque sí a través de indicios múltiples, la novela anuncia la decadencia más o menos cercana del grupo representado por los Aguilera. De hecho, pues, los Marín vuelven a encarnar los más altos valores éticos y sociales: frente a la deleznable opulencia de los Aguilera, frente a su ridícula devoción por el éxito, a su frivolidad y a su atonía moral, como frente a la barbarie de los vecinos de Kíllac, Fernando y Lucía representan en la axiología del relato la alternativa social que debe conducir al progreso.
Pese a la oposición mencionada, los dos núcleos familiares forman parte de un mismo mundo, el de la burguesía urbana, que a su vez se distancia abisalmente de los sectores populares. Es significativo que la conciencia de este hecho, que el relato denuncia con rigor, no se traduzca nunca en términos de conflicto; como lo es, también, que la representación de los estratos populares quede a cargo de un artesano jaranista —el maestro Pantoja— y de una ex-sirvienta de “casa grande”, prostituida por la miseria a la muerte de su “ama” —Espíritu Cadenas. En todo caso, y por encima de estas obvias limitaciones, Herencia refuerza su validez testimonial con el vigor con que condena la miseria del pueblo limeño. Inclusive en un comentario aislado, que lamentablemente no se formaliza narrativamente, se compara la situación de los indios en la serranía y la situación de las clases populares en Lima, para afirmar el vínculo que une a los grupos de poder que explotan al indio y al obrero o artesano. Esta ligazón no es suficiente, según se anota en el texto, para borrar el prejuicio de los amos costeños contra los “notables” serranos. Cabe destacar el siguiente texto:
“Don Sebastián personificaba, en aquellos momentos, la rara repulsión que existe para estrecharse entre la mano encallecida del provinciano que esquilma la fortuna del indio [ . . . ] y la mano enguantada del político que brinca como una víbora golpeada con una varilla del membrillar, cuando se trata de embrollar cien soles, pero se agazapa, se encoge y abre tamaños ojos reverberantes cuando son cien mil soles los que se hallan a su alcance [. . .] Don Fernando establecía ese parangón entre el traficante de provincia y el de ciudad, midiéndolos en la medida desoladora que ha sancionado la desmoralización social y política. Estudiando ese parangón, don Fernando había sacado para sí tristísimas consecuencias con relación a la patria entregada a manos sucias y a corazones llenos de ponzoña”.
En referencia al tema de la cita, y con gran acopio de circunstancias probatorias, Herencia desarrolla una persistente requisitoria contra el poder que tiene el dinero en la sociedad limeña. Se establece a este respecto que, pese al formal mantenimiento de criterios aristocráticos en la jerarquización social, la verdadera estratificación, la que en definitiva todos respetan, es la que se basa en la capacidad económica de cada quien, incluso al margen del origen, con frecuencia ilícito, de las fortunas. De aquí la usual tergiversación de los juicios morales (“sólo las pobres son unas perdidas”, dice doña Nieves de Aguilera) y el carácter venal de instituciones y personas. En este orden de cosas la narración remarca la fragilidad de la Iglesia frente al poder económico, como queda incisivamente expuesto a través de la presencia del obispo, por razones estrictamente pecuniarias, en la boda de Camila Aguilera.
Siguiendo en esto una extensa tradición, que tendría su representación literaria más alta en las novelas de Luis Benjamín Cisneros 6, Herencia afirma que el vicio primero de Lima es la vocación de sus gentes por la opulencia —o por aparentarla. La vida social limeña se contempla entonces como un juego de apariencias, falsas en la mayoría de las veces, cuyas reglas han sido aceptadas por todos y forman parte de los hábitos más profundos de la colectividad. De aquí, como contraparte, la costumbre de averiguar con curiosidad insaciable, vehementemente, lo que hay detrás de cada acción, de cada gesto, de cada palabra, y el hábito público de la maledicencia llevada a grotescos extremos de insinceridad. Estos vicios se observan nítidamente en las clases altas y determinan que la imagen que de ellas queda en la novela tenga un inequívoco tono farsesco. No otro resultado cabía obtener del contrapunto de falsas apariencias. El narrador se encarga de ofrecer en cada caso, y casi siempre haciendo uso de una gruesa ironía, la doble clave de una sociedad que, por vivir en la mentira, no puede finalmente tomarse en serio. Naturalmente los Marín son tanto más ejemplares cuanto más obvia es su excepcionalidad 7.
Según es propio de la narrativa de Clorinda Matto de Turner, la gama que ocupa su discurso crítico tiene muchos otros referentes. El lector es frecuentemente avisado, por ejemplo, de la incompetencia de los funcionarios públicos, de la venalidad de los jueces, de la falta de luces de los parlamentarios, de los errores y desamparo de la Constitución, etc. Y al lado de la insistente denuncia del cinismo, frivolidad e hipocresía de los poderosos, no dejan de aparecer menciones al ocio e irresponsabilidad de los humildes. De esta manera se produce la destrucción del halo paradisíaco que rodeaba la imagen de Lima en las anteriores novelas de la autora. La ciudad mitologizada en Aves sin nido e Indole, que entonces era el paradigma más alto de la civilización y del progreso, el imperturbable sueño de oscuros provincianos, deja ver ahora su realidad concreta, deficitaria y frustrante en más de un sentido.
Pero Herencia no es sólo una novela de crítica social. Como sucede en Indole, con toda claridad, y en Aves sin nido, mucho menos consistentemente, Herencia reparte su funcionalidad hacia dos objetivos dispares: por una parte describe un sector de la realidad y lo enjuicia severamente; por otra, plantea una tesis y arguye en su favor con el manejo del acontecer narrado y de los comentarios que el desarrollo del suceso suscita en el narrador 8. El lado segundo del relato, o sea la presentación y prueba de una tesis, sigue el curso de las vidas de Margarita Marín y de Camila Aguilera. La alternancia en la presentación de episodios que corresponden a una u otra, alternancia que además marca el ritmo de la narración, facilita la construcción de una extensa serie de oposiciones concretas que enfatizan y proporcionan peso narrativo al enjuiciamiento global de las dos familias: las virtudes de los Marín se concentran en Margarita, de la misma forma que los vicios de los Aguilera se reflejan acumulativamente en Camila. Sin embargo, y de manera harto evidente, el narrador desea trascender este nivel y también el de la caracterización antitética de dos personalidades: trata, en efecto, de incorporar al relato un criterio científico que explique el proceder de las protagonistas —aunque a veces el lector sospecha que, a la inversa, la vida de Margarita y Camila ilustran un principio, lo ejemplifican. En todo caso es claro que se juega con un cuerpo de ideas especialmente ligadas al naturalismo: el poder de la herencia, en primer término, y del medio ambiente, en segundo plano.
Ala larga Margarita y Camila obedecen a los dictados de fuerzas superiores y sus existencias concretas se perciben siempre en relación al legado hereditario de cada una y al imperio que sobre ellas tienen sus respectivos ambientes. La gama de significaciones que expresa el término “herencia” resulta ser, sin embargo, excepcionalmente amplia, ambigua y con frecuencia contradictoria. El “cosmos hereditario” se comprende a veces en términos biológicos, como “herencia fatal de la sangre”, que específicamente funciona en el campo sexual (“las madres libidinosas dejan a las hijas la herencia fatal”), y a veces, más bien, en términos morales que pueden confundirse con el poder de la educación sobre la vida de los individuos. De hecho el debate acerca de si la educación puede o no variar el legado biológico se plantea confusamente en más de un fragmento de la novela. Al final, y de manera sin duda abrupta, se postula un concepto de “herencia” que deja en un segundo plano las consideraciones biológicas, contra lo que era esperable en función del desarrollo de los acontecimientos narrados y de los nutridos comentarios que el narrador interpola. La “herencia”, entendida como un complejo de elementos de orden espiritual, como la “educación” y la “atmósfera social”, pesa más en la conducta de las personas que la “herencia de la sangre”. Cabría entender la notoria inseguridad que expresan estos vaivenes como signo de la irresolución del conflicto básico entre idealismo y positivismo —que a su vez habría que remitir a un contexto social incapaz de asumir plenamente los principios del movimiento positivista 9.
En todo caso es significativo que la novela se centre en el tema de la herencia, hasta el punto de determinar su título definitivo, en cuanto implica la decisión de frecuentar un aspecto medular de la problemática naturalista. Aunque el desarrollo del tema sea incierto y ambiguo, como efectivamente lo es, su presentación prioritaria está cargada de sentido. Es obvio que el tema de la herencia está mucho más cerca del naturalismo que cualquier reflexión sobre la “índole” de las personas. En este sentido, y en comparación con Aves sin nido e Indole, Herencia es la novela de Clorinda Matto que más se acerca al modelo naturalista.
A esta misma conclusión se llega si se observa el énfasis otorgado a la representación de los ambientes; o más exactamente, al carácter modelante de éstos en relación al vivir humano. La novela reitera una y otra vez, aludiendo tanto al ambiente social cuanto al ambiente físico, algunos casos ejemplares: el lujo y los hábitos de la familia Aguilera, que terminan por constituir un ambiente interior de poder irresistible, o el avasallador imperio del clima de Lima, explicación última de la sensualidad que domina sus costumbres colectivas, por ejemplo. No en vano la habitación de Adelina es para el narrador “un rico laboratorio fisiológico”.
Algo más: el método de la “observación fisiológica”, apenas insinuado en Aves sin nido y ya explícito en Indole, donde se despliega con vanidosa insistencia que no oculta el poco dominio real que sobre él ejerce el narrador, tiene en Herencia un desarrollo más sostenido y de alguna manera más coherente, aunque recaiga a veces en extremos de candorosa ingenuidad. Por encima de ésta y otras debilidades, que el lector moderno difícilmente perdona, cabe valorar el decidido esfuerzo por encontrar una coherencia interior en el comportamiento humano y el afán por religar los componentes físicos y psicológicos de la existencia.
Las apelaciones a la herencia, al medio ambiente y al carácter psico-somático del comportamiento humano, que se distribuyen masivamente a lo largo de todo el relato, indican con nitidez la voluntad de ofrecer una imagen del universo social e individual como sistemas causales, inteligibles objetivamente por la razón humana 10. Lamentablemente este empeño no siempre aparece procesado narrativamente; al contrario, casi siempre implica la intromisión de un discurso reflexivo, poco integrado a la estructura propia de la novela, que explicita el entramado causal y rompe el ritmo de la narración. A este efecto se acude a un repertorio no muy amplio de principios extraídos del saber científico de la época. La caducidad de estos conocimientos es otra valla que el lector actual de Herencia tiene que vencer.
Según se desprende de todo lo anterior, Herencia reparte sus objetivos hacia la probanza de un planteamiento general, avalado por la ciencia de entonces, y la mostración crítica de un ámbito social concreto. Aunque a la autora parece importarle más el primer objetivo, que confiere al texto un tono de modernidad, lo cierto es que la novela logra mejor el segundo, cuyo desarrollo está múltiplemente endeudado con la tradición narrativa anterior. La imagen de la sociedad limeña, aunque parcial, es harto más viva y convincente que el proceso narrativareflexivo que explica las actitudes de las protagonistas en función de sus legados hereditarios y de sus ambientes.
No escapa al lector que la representación de Lima está presidida por una obsesión de fidelidad “realista”. De esta suerte, cuando el relato se aleja algo de su referente, como sucede en las descripciones de algunos detalles urbanos, queda constancia expresa, mediante notas tal vez ingenuas pero significativas, de esa limitada “libertad” del texto. Después de todo el arte poética que informa la creación de Herencia se centra en un principio enfáticamente expuesto: la novela “copia y no inventa”, dice Clorinda Matto de Turner. Una manifestación lateral de esta vocación mimética se encuentra en algunos parlamentos de Aquilino y Espíritu; concretamente, en los fragmentos en que se observa un claro esfuerzo, a veces ingeniosamente logrado, de imitar los modos lingüísticos, incluso fonéticos, de los personajes.
Son notorias las limitaciones formales y representativas de Herencia, en especial las ambigüedades y contradicciones que subyacen en el universo que propone al lector, pero es innegable la validez y legitimidad de un esfuerzo por esclarecer críticamente algunas dimensiones de una realidad que se comprende deficitaria y perfectible. En esta tarea Clorinda Matto demostró, en Herencia como en Aves sin nido e Indole, dos virtudes poco comunes: honestidad y valentía.
La presente edición reproduce la primera, y hasta ahora única, de Herencia. Se ha corregido y modernizado la ortografía y se ha modificado la puntuación en aquellos casos en que la original, muy descuidada, dificultaba la lectura. Las cursivas del original se han conservado en todos los casos y se han universalizado los criterios que se derivan de su uso. De esta suerte aparecen en cursiva todas las palabras extranjeras, las que presentan modificaciones ortográficas en orden a la imitación de ciertas modalidades del habla y los refranes. Las palabras que en la conciencia de la autora aparecen como peruanismos mantienen la cursiva del original, pero este criterio no ha sido extendido pues así se habría borrado algo sin duda importante: el criterio de la autora para distinguir el peruanismo del que, para ella, no lo es. Las erratas han sido corregidas sin dejar constancia en nota, pero las que suponen o dejan indicio de inseguridad por parte de la autora o las que requieren para su corrección un mínimo de interpretación, que son las menos, aparecen en notas a pie de página. Las notas se han reducido todo lo posible y se han mantenido sin modificación las del original. Estas últimas van seguidas de la anotación: (N. del A.)
Antonio Cornejo Polar
Señor General don Nicanor Bolet Peraza, Director de Las Tres Américas,
NUEVA YORK
Distinguido General y amigo;
A usted debe la escritora hojas de laurel desparramadas en América por la delicada mano de la Fama; la periodista, apoyo noble, sin aquedas mezquindades empequeñecedoras de los hombres que, en la glorificación de las mujeres levantadas del nivel de la vulgaridad, ven una usurpación a sus derechos o privilegios; y la mujer, palabras de aliento en la cruer batalla de este infortunio que se llama vida.
En pago de esa triple deuda, le dedico este libro, fruto de mis observaciones sociológicas y de mi arrojo para fust gar los males de la sociedad, provocando el bien en la forma que se ha generalizado.
El paladar moderno ya no quiere la miel ni las mistelas fraganciosas que gustaban nuestros mayores: opta por la pimienta, la mostaza, los bitters excitantes; y, de igual modo, los lectores del siglo, en su mayoría, no nos leen ya, si les damos el romance hecho con dulces suspiros de brisa y blancos rayos de luna: en cambio, si hallan el correctivo condimentado con morfina, con ajenjo y con todos aquedos amargos repugnantes para las naturalezas perfectas, no sólo nos leen: nos devoran.
Usted que ha sabido ganarse puesto tan brillante en la República de las Letras, no desdeñará el compartir del triunfo o de la censura que estas páginas pro voquen para la que, con dulce frase, llama usted “hermana del corazón”.
Por todo eso, coloco el nombre de usted en la portada de HERENCIA.
Clorinda Matto de Turner
Señores Editores:
Vengo a hacer una modificación en los originales que entregué a ustedes con el título de Cruz de Agata.
Algunos creen que el nombre poco o nada significa en las obras y en las personas, con tal de que ellas reúnan verdaderos méritos; y esto es errado. En la vida real, el nombre importa el éxito. Conozco persona dotada de las mayores perfecciones morales y físicas mirada con desdén sólo porque se llama Mariano. En cambio existe un Cuatro-dedos que sin más que ser Cuatro dedos hace que la gente abra los ojos y la boca para conocerlo, verlo, oírlo y hasta palparlo. Tengo amigos cuya fortuna sonríe por el nombre, como Dalmace Moner, Minor K y otros.
En las mujeres la cuestión de nombre es asunto grave, sin que entre en mi regla el estragado gusto de aquél que dijo:
Lo que más me encanta y me enamora,
Es tu nombre, dulcísima Melchora.
Ni la del otro que desdeñando Stela prefirió Isidora, sólo por ser él caviloso como un revolucionario de fatales empresas y decirse a cada momento ¿I si dora mi fortuna?
Llamarse Aurora una dama de ochenta Navidades, es algo que huele a flor marchita en agua.
Concretándome a las obras literarias, tan bellas en el mundo de las creaciones del arte, como las flores en el reino vegetal y las mujeres en la existencia humana, el nombre salva casi siempre la dificultad hiriendo el oído del lector y asegura la circulación, ya entre la gente que perfuma las manos con esencia de Chipre, ya entre aquélla que usa sólo el jabón de dos centavos envuelto en amarílloso papel de italiano.
Cruz de Agata es nombre demasiado poético, dulce y hasta consolador con los espirituales consuelos cristianos para esta hija mía, que, lejos de reunir la palidez romántica, la flexibilidad de las aéreas formas limeñas que llevan el pensamiento al azul de los cielos, ha salido con todo el realismo de la época en que le cupo ser concebida; con toda la aspereza de epidermis y el olor a carnes mórbidas, llenas, tersas, exhibidas en el seno blanco y lascivo que si bien, y sólo a veces, convida al hombre pensador a reclinar en él la frente, como en nido de plumones de cisne, en cambio, casi siempre, parece estar hablando del pecado a los hombres vulgares.
No quiero que con mi libro escrito para señoras y hombres, sufra ninguna señorita el chasco de la devota que fue ai templo llevando La Caridad Cristiana de Pérez Escrich. Pongan ustedes en los originales Herencia, que si con ello no alcanzo a decir mucho de lo que digo en el libro, por lo menos algo significará para mis lectores acostumbrados ya al terreno en que suelo labrar, y a la dureza de mi pluma 12 .
LA AUTORA
Lima, enero 26 de 1893
Anudó el lazo de las cintas de la gorra de calle, se miró al espejo y salió acompañada de la joven.
El bullicio de los carruajes y del transitar de las gentes iba subiendo de punto en la plaza principal y calles de Mercaderes, Espaderos, Boza, todo el trayecto, en fin, que conduce al palacio de la Exposición.
Los obreros comenzaban a sacudir las chaquetas de Vitarte para cambiar la mugrienta blusa blanca y el calzón manchadizo y remendado y recontaban los billetes del jornal para dejarlos en las pulperías cuyas puertas se iban llenando de parroquianos, al propio tiempo que los mostradores se cubrían de copitas ya amarillas, ya blanquizcas, con cascarilla, puro de Ica o anisado de la Recova.
El sol próximo a sumergirse en el mar vecino, como un ascua esférica extendió los arrebolesque, cual nubes de topacio, envolvían los minaretes de los edificios, reflejando rayos candentes en los cristales de los balcones, formando luego en el horizonte, hacia el mar, un verdadero incendio, mientras que la brisa de la tarde, cargada de sales marinas, comenzaba a llegar con gruesas ondas desde las playas chalacas, a la vez que parvadas de golondrinas con sus negras, aterciopeladas alas, describían, casi rozando las veredas, círculos y zig-zags, juguetonas, burlándose de la multitud, acercando sus cuerpecillos hacia el hombre y mofándose de él, tan presto elevando el vuelo a los alares de los balcones que con las celosías levantadas por mitad de la medida dejaban ver, también a medias, el alegre rostro de una limeña de ojos relampagueantes con la inconciente lujuria del clima.
Lima, la engreída sultana de Sud-América, celebraba ese festín cuotidiano del crepúsculo cuando, a la caída del sol de verano el olfato se embriaga con los perfumes del jazmín, de la magnolia y las begonias de hojas aporcelanadas, hora en que, cuando rige el verano, los habitantes que han permanecido en casa durante el día, cubiertos con ropa blanca y ligera, se lanzan a la calle en pos de emociones fuertes o a reforzar el hormigueo humano, ya sea del comercio, ya de las tabernas aristocráticas frecuentadas por los caballeros que saborean los cocktails y los bitters a expensas del cachito, sacudido con igual fe y entusiasmo en los figones democráticos por el jornalero, el hombre mugriento, el mulato de pelo pasa y ojos blancos que derrocha el cobre del salario en la copa de a dos centavos.
El coche número 221 del ferrocarril urbano que recorre de subida las calles de San Sebastián, Concha y todo el jirón que da la vuelta en Hoyos, acababa de pasar por Plateros de San Agustín, repleto de pasajeros que, curiosos y ávidos, fijaron la mirada en las vidrieras de la casa Broggi Hermanos.
¡Cómo deslumbraba allí la obra del arte aun al más indiferente consumidor de objetos de lujo!
Magníficos barros rivalizaban con el bronce vaciado, el níquel trabajado a martillo, el mármol y la filigrana, multiplicándose entre lunas de Venecia junto a los jarrones del Japón, flores de porcelana, trepadoras de jebe y de cuero, miniaturas de carey, de ámbar, de sándalo y de oro.
Aquella mañana don Jorge había dicho al dependiente de las ventas por menor:
—Haz que todo entre por los ojos, deslumbra a los compradores, no olvides que estamos en las vísperas del Carmen.
Y el amable Paquito, cumpliendo la consigna del principal, fue más allá de los cálculos, proponiéndose enloquecer a los compradores, arreglando las vidrieras con gusto sin rival y dejándolas convertidas en una tentación positiva, no sólo para los que tuviesen una Carmen a quien obsequiar en el día de su santo, sino para todos los que pasaban por la puerta, tanto que muchos de aquellos que acudían al bazar con el meditado propósito de gastar sólo veinte centavos en un bitter, terminaban por abrir una partida más en la cuenta corriente o por abrir la cartera de cuero de Rusia con iniciales doradas y dejar sus billetes de cincuenta y hasta quinientos soles en aquel bazar de las delicias, que así vende objetos de fantasía femenina como venenos para el paladar masculino.
En la vida real, según las circunstancias del hombre, llámase placer, así el salir de estos bazares con la razón perturbada, como gastar todo el sueldo del mes en un objeto de lujo que vaya a ostentarse en la exhibición de los regalos de cumpleaños asegurando, tal vez, la gratitud de la mujer preferida, o quizá sólo fomentando la vanidad mujeril.
Dos jóvenes que salían de este bebedero o chuping-house13 enjugándose los labios con relucientes pañuelos de seda, se fijaron atentamente en las personas que pasaban en el tranvía, siguiendo instintivamente, la misma dirección del coche que se detuvo en la esquina de la cigarrería de Cohen, y bajaron dos mujeres que arreglando esmeradamente las faldas ajadas por el apiñamiento de gente, siguieron hacia Mercaderes, con rumbo a los Portales, recorriendo el centro activo del comercio donde la elegancia femenina compra sus telas de lujo.
Vestía la menor, princesa gris perla con botones de concha madre, sombrero negro con pluma y cintas de gros lila, ceñido el talle no con la rigurosa estrechez del corsé que forma cintura de avispa, sino con la esbelta sujeción que determina las curvas suavizando las líneas y presentando las formas aristocráticas de la mujer nacida para ser codiciada por el hombre de gusto delicado, del hombre que, en el juego de las pasiones, ha alcanzado a distinguir la línea separatista entre la hembra destinada a funciones fisiológicas y la mujer que ha de ser la copartícipe de las espirituales fruiciones del alma.
Las diminutas manos de la dama del sombrero estaban enguantadas con los ricos cueros de la casa de Guillón, rivalizando con los enanos pies aprisionados en dos botitas de Preville de tacones altos y punta aguda.
La segunda mujer correspondía a aquella clase de personas distinguidas cuya hermosura se acentúa en la plenitud de los treinta años. Alta, delgada, su tez tenía esa blancura de la azucena, que, lejos de revelar la pobreza de la sangre por la ausencia de los glóbulos rojos, sólo denuncia la existencia vivida en la sombra o bajo el influjo de la tristeza. Llevaba con aire condal el traje de moiré y la gorra de terciopelo negro con un ligero cintillo de cordón de oro sujeto en su remate por una flechita también de oro.
La esquina de la cigarrería de Cohen estaba invadida, como de costumbre, por una multitud de pisaverdes, unos de la verdadera y otros de la hechiza aristocracia limeña, multitud que formaba casi tumulto en medio de galantes frases lanzadas a quemarropa a cuanta mujer acertaba a pasar por allí, y a este grupo se juntaron los dos jóvenes salidos de donde Broggi, notables por la corrección de su vestido, cortado y cosido en los talleres de Bar, y por un clavelito sujeto en el ojal de la levita.