Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
En este Viaje de recreo por Europa, uno de sus últimos libros, Clorinda Matto de Turner deja el diario de su paso por España, Francia, Suiza, Alemania, Inglaterra e Italia, publicado en una edición con más de 250 ilustraciones. Matto comienza por anotar detalles de la gente que la acompañaba en el buque tras su partida de Buenos Aires y su visita a otras escalas, como Río de Janeiro. Esa curiosidad y admiración la extenderá después a lo que encuentre en las ciudades europeas. Va a concentrarse de igual manera en las características de las zonas portuarias y de las instituciones educativas para mujeres, por ejemplo, que en el arte y la arquitectura. Y otro tanto sucede respecto de la variedad de personajes con que se topa, a veces por accidente.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 412
Veröffentlichungsjahr: 2021
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Clorinda Matto de Turner
Con más de 250 grabados ilustrativos
Saga
Viaje de recreo: España, Francia, Inglaterra, Italia, Suiza, Alemania, Valencia
Copyright © 1909, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726975789
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
www.sagaegmont.com
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
Doctor David Matto
y
Josefina Villar de Matto
(Con recuerdo á Daniel, ausente de la vida)
Clorinda
Parece que aun se balancea la nave sobre las caprichosas ondas de este río de La Plata, que tiene treinta y seis leguas de anchura, y que en la mañana del 27 de Mayo de 1908 ha menguado sus aguas, llevándolas quién sabe á qué misteriosas cavernas, burlando el itinerario de salida de los buques.
El cielo, por su parte, está cubierto de una atmósfera blanquecina que semeja el tenue velo de una virgen, y en la tierra brillan gotas cristalinas como lágrimas que la desposada ha vertido sobre los marchitos azahares.
Ha llovido anoche, y queda la neblina sutil. El temporal no ha sido suficiente para detener á mis buenas amigas, compañeras y discípulas, que se han agrupado en el dique 4 llevando al efecto flores, perfumes, amuletos de buen deseo para tan largo viaje. ¡Qué triste es siempre la hora de decir adiós! ¡Cómo el corazón es propenso á enraizar allí, aquí, donde encuentra cariño y amistad! Vacilo entre quedarme ó partir... ¡Partiré! Es forzoso acallar al corazón, obedecer al cerebro y realizar la obra.
El silbato del Savoia anuncia que levantaremos anclas. Los adioses, abrazos, promesas de recuerdo, anhelos de ventura, se multiplican. ¡Feliz viaje! ¡Adiós, adiós!...
El barco está lleno de pasajeros: nuestra suerte queda confiada á la pericia del comandante De Barbieri; estoy como incrustada en la barandilla de babor, bajo la emoción profunda de una despedida colectiva y particular; el vapor camina lentamente, los grupos se enralecen, algunos pañuelos todavía se sacuden como blancas palomas mensajeras de cariño, y en la ancha ría veo alejarse de mi vista aquella Buenos Aires hermosa y gallarda, la primera en la América del Sur, la única por la grandiosidad que el porvenir le depara con el esfuerzo combinado de nacionales y extranjeros.
Llevamos algunas horas de viaje: la nave ha ido á tientas de piloto entre una densa neblina, y al amanecer apenas si hemos distinguido á Montevideo, donde la bandera de los Treinta y Tres flamea gloriosa y tengo corazones que me aman.
El río de La Plata ha entregado su poderoso caudal y la carga que lleva flotante al gigantesco Atlántico, y tenemos mar y cielo por cuatro días. Los pasajeros ya inician la vida de intimidad familiar que se impone en largas travesías. El vigía nos habla de tierra. Es el Brasil.
Amanece un día de regocijo. El sol parece bañado en substancias nuevas que abrillantan su rostro, dando á sus rayos la suavidad de la seda.
Entramos en Santos: es una bahía que podría tomarse por vestíbulo del Edén asiático. ¡Qué espectáculo, qué sensaciones supremas ante aquellas márgenes de verdor vívido y perenne, montañas alzadas, cielo riente, atmósfera tibia y perfumada por las plantas de los bosques!
Nacida en país montañoso, después de diez y seis años de vivir en plano, ¡qué intensidad tienen en mi espíritu las sensaciones de esta hora!
El Savoia debe embarcar mil sacos de café para Europa; dispongo de tiempo é iré á tierra. Bajo la escala con el prejuicio de encontrar una ciudad de belleza, y ¡oh desencanto! ¡Qué contraste tan hiriente entre la pomposidad de la entrada á la bahía y la pobreza mendicante de la ciudad de Santos! Su higiene está en mantillas: rostros negros ó cobrunos son los que asoman como nativos, y los vendedores de bananas ó ananás esperan hacer su agosto cada vez que un buque con pasajeros atraca en su muelle cómodo y sólido.
Después de todo un día de sol sofocante, soportando el ruido crujidor de cadenas que suben y bajan el pescante, pitea la máquina y seguimos, abrigando la esperanza de que dentro de algunas horas anclaremos en Río de Janeiro, la ponderada capital fluminense.
Comenzamos á distinguir tierra lejana; el buque, también como si fuera ser viviente que se reanima al ver el término de una pernada, cobra bríos y aumenta su andar. Los que sufren del mareo agravan sus cuitas, pero los que exentos de esa tortura viajamos sin perder ninguno de los detalles, gozando de perspectiva y paisaje, nos hemos instalado sobre cubierta, y desde nuestro banco vemos que las montañas se nos acercan, se alejan, vuelven y presentan configuraciones diferentes y caprichosas.
Por fin, ahí está la cadena de montañas que se inicia con los picos de Santa Cruz y Pan de azúcar, y continúa con estos gigantes de formas tan especiales que han recibido nombres intérpretes de la representación. El Gigante es realmente un cíclope que duerme; los Órganos semejan la tubería de tal instrumento; el Garrafón imita á uno de los botellones de tierra; Cabeza de negro, con todos los contornos y perfiles, y el Dedo de Dios, que cual índice de un ser gigante escondido entre el mar y la tierra, señala el cielo de atmósfera diáfana, donde los efectos de luz, á la salida y puesta del sol, ofrecen cuadros de mágica visión. La imaginación más exaltada no puede llegar á la realidad en cuanto al panorama de la bahía de Río de Janeiro. Esto esgrandioso. Las gradaciones de los colores del iris, los matices de las selvas, la altura y configuración de las montañas, todo es armónico y aumenta la belleza del conjunto.
Nuestro buque, gallardeando sobre la superficie cristalina del río, pasa por entre otros buques surtos ya, lanza sus estridentes gritos de llegada, suelta anclas y dispara el cañonazo de fondeo, viéndose rodeado de infinidad de pequeñas embarcaciones á remo y á vapor que dejan paso libre á la lancha amarilla, donde viene la visita de sanidad.
Atraca á la escala una lancha á vapor que viene conduciendo al señor ministro plenipotenciario del Perú, doctor don Juan José Calle, acompañado de su bella hija Carmen, quienes desde su residencia de Petrópolis han tenido la gentileza de venir á buscarme. La presencia de estos compatriotas me ha producido la impresión del encuentro de mi familia en playa extranjera. Me invitan para un paseo terrestre; interrogamos al comandante acerca del tiempo de parada, y con su amabilidad de costumbre nos dice que el Savoia tiene que embarcar dos mil sacos de café, operación larga, porque la mercancía viene en lanchas; que podemos quedar en tierra hasta las siete de la noche.
¡Abur!... Bajo la toldilla del vaporcito, junto á estos tripulantes negros vestidos de verde y amarillo, comienza la charla alegre y jovial. ¿Qué sabe del Perú, cómo deja la Argentina, cuáles son los propósitos que me impulsan á recorrer la Europa?
Hemos demorado casi media hora en llegar al desembarcadero, extrañando que Río de Janeiro no tenga hasta ahora diques donde puedan atracar los buques. El doctor Calle tiene esperándonos su automóvil, y confiados á la velocidad, comenzamos á recorrer la población ilustradas por la agradable palabra del distinguido cicerone.
Río de Janeiro, para mí la ciudad de la magia por los relatos que de ella oí en las veladas de familia, en mi infancia, y las descripciones de viajeros más tarde, aquí está. Recorro sus calles, observo, comparo, me deleita la prodigalidad de la Naturaleza, que ha cubierto de palmeras las plazas públicas, y los jardines particulares, donde las flores de los climas calientes se yerguen orgullosas de su bello color y de su aroma exquisito. El plátano, arrogante, repleto de grandes racimos amarillos, á cuyos pies, descollante, el ananá oloroso ofrenda su piña cual poma de hadas; las antiplanicias cubiertas del codiciable cafeto, las plantaciones de naranjos y limones, rivalizando con los cocoteros, forman un conjunto de hermosura, y la belleza de las plantas trepadoras con sus flores de colores vivísimos que sirve de marco ó muro artísticamente colocado alrededor de cada casa, la convierte en un verdadero nido de poesía. Me explico ahora la potencia de colorido descriptivo en los escritores y poetas fluminenses.
La construcción arquitectónica se empequeñece ante la suntuosidad de la flora espontánea; las calles ahora están adquiriendo la rectitud y anchura de las modernas; sus paseos públicos son limitados, y parece que desde la visita que el presidente Campos Salles hizo á Buenos Aires, se ha despertado el deseo del embellecimiento de Río de Janeiro.
La avenida que actualmente se está abriendo, á imitación de la de Mayo, y el corte que se ha dado á las calles para la edificación que veo en obra, me inclinan á tal suposición.
Tengo que cumplir un deber, realizar un deseo abrigado desde que proyecté este viaje. Visitar al escritor Coelho Netto. Su casa está en rua do Rozo, número 39. Paso mi tarjeta, y sin demora alguna se abren las puertas. Como la visita será corta, mis compañeros prefieren quedarse en el automóvil, y llego al salón-escritorio del ilustre literato, al que encuentro enfermo. Había sufrido la luxación del brazo izquierdo, y estaba recluído. ¡Con cuántas manifestaciones de afecto fuí recibida!
—Me alegro doblemente de su venida; vea que esta desgracia del brazo me impidió el ir á bordo á saludarla; este es el día más feliz de mi vida, ilustre amiga, no lo olvidaré jamás—dijo el autor de Magdala extendiéndome la diestra, ofreciéndome en seguida una butaca de marroquí café, claveteada con plata, y agregó:—¿Qué puedo ofrecerle?
—Nada, querido Coelho; los minutos son contados, y quiero pasear el palacio del Portete.
—¡Qué gusto de verla!—repite—; ¡usted ha sufrido tanto en su patria á causa de la ofuscación de la gente, que ha creído ver una herejía en mi poema Magdala, que no es otra cosa que la tentación de la montaña, asunto tratado en forma más ideal!
—Verdad, ilustre Netto, pero no crea que en mi patria estuvieron todos ofuscados; allá hay hombres de mucha ilustración y de criterio sano; fué una campaña de frailes que por mercantilismo visten el hábito, como un tendero toma su guardapolvo para despachar detrás del mostrador, y eso ya pasó; hoy, en mi patria, se me juzga con criterio muy diferente, y yo misma recibo los acontecimientos con temperamento distinto; después de esta visita á usted, he de visitar al Papa; en religión pasa lo mismo que en política; hay patriotas y patrioteros; yo respeto sólo al verdadero creyente, cualquiera que sea su filiación ó credo.
—Aplaudo; así, una mujer de convicciones, consciente, en la altura de la tolerancia recíproca—dijo, y rió con risa llena de gozo, en aquella atmósfera saturada de un olor de café y tabaco finísimo, frente á una mesa llena de diarios y revistas, al lado de un atril, donde está un libro abierto llevando cruzado el señalador de cinta amarilla.
Yo recorría con la mirada todo el ámbito de este templo de la meditación y del trabajo, cuyas paredes están totalmente cubiertas por bibliotecas con libros de lomos multicolores.
—Tengo amigos que han quedado afuera, y me esperan; adiós— dije levantándome.
—¿Y por qué no han bajado? Vamos, ilustre amiga; al regreso de usted de Europa, hágame un telegrama; queremos recibir á usted los de letras como se merece una mujer ya consagrada por la fama; no lo olvide, hágame el telegrama—repetia acompañándome hasta el dintel de la puerta, donde estreché nuevamente la mano del escritor más brillante en las pléyades brasileñas, cuya fisonomía revela su espíritu soñador y creador, así como su contextura fina y delicada denuncia un temperamento nervioso. Sus ojos obscuros, de mirar dulce, contemporizan la vivacidad de la frase que de sus labios brota llena de energías.
Los punteros del reloj parece que en vez de contar minuto á minuto, han girado vertiginosamente. Pocos momentos tenemos disponibles: hemos llegado á una elegante confitería, donde el doctor Calle y Carmen me obsequian con refrescos, y salimos con dirección al palacio del Portete, el más hermoso edificio público que tiene Río de Janeiro; luego hacia el de Catette. La noche nos circunda, y aprecio la deficencia del alumbrado en las calles y plazas que vuelvo á transitar hacia el embarcadero, donde nos espera el vaporcito que me restituirá al Savoia. Voy sola, pues como la hora sería avanzadísima para regresar, convenzo á mis amigos de que es imprudente é innecesaria su ida. La despedida es cordial, y llevo gratitud en mi corazón para estos compatriotas que han hecho tan agradables las horas pasadas en Río de Janeiro.
Estoy nuevamente instalada en mi camarote. La marcha sigue en la obscuridad, sin que ésta nos permita contemplar otra vez el hermoso panorama del país de los diamantes y las esmeraldas.
Esta vez la travesía marítima será larga, porque no tocaremos en puerto alguno hasta Santa Cruz de Tenerife. En cambio, la vida de á bordo se ha hecho más familiar y divertida. Entre los pasajeros van distinguidas familias argentinas y una compañía teatral de zarzuela que alborota el escenario flotante, sin que falten los juegos, las apuestas, los bailes ni las escaramuzas de las mujeres, que pretextan dolor de cabeza para retirarse de la mesa ó no concurrir al comedor, cosas que dan pábulo á la chismografía femenina. Queda ante nuestra contemplación la enormidad de los océanos, con sus aguas ora verdes, ora azules; sus olas, que se encrespan como algodón matizado y mueren calladas en la inmensidad de la superficie, y la estela que deja el barco formando verdaderos encajes de creaciones tan variadas como artísticas, muestrario grandioso del cual copiarán sus dibujos ideales los fabricantes más renombrados y las encajeras de Venecia, Chantilly, Valencia y las flamencas holandesas. Hace días que estamos sin ver más que mar y cielo, como si dijésemos agua verde y espacio azul. Éste será nuestro escenario, en el que la Naturaleza nos tiene preparados los más grandiosos espectáculos para expandir el corazón, avivar el espíritu, llegando á la conclusión de que uno en alas del otro vuele al infinito para buscar ese eterno desconocido Autor de tanta belleza. Con razón Michelet, el dulce Michelet, en su libro El mar, ha grabado las dos grandezas, una divina, otra humana: ¡Dios y Amor!
La salida y la puesta del sol en pleno Océano es la celebración de un culto único para Aquel que imaginó y fabricó el mar y el sol.
Estamos próximos á la línea ecuatorial y se hacen los preparativos para celebrar el cruce con las fiestas de costumbre y el bautizo de Neptuno á los que por primera vez pasan. Se ha servido un banquete, donde el comandante ha hecho los más cultos honores á los pasajeros, y se improvisa un concierto, con el concurso de los artistas viajeros.
¡Cómo fija la atención esta variedad de tintes que las aguas toman en trechos determinados! Jamás podrá concebirlo la mente de quien no ha visto esta vasta superficie con líquido ya azul claro, ya obscuro, ora verde obscuro, ora claro, aquí blanco verdoso ó terroso, semejante á los ríos en creciente, y sobre esa superficíe aparecen diversas clases de animales acuáticos: lobos, peces voladores, parvadas de delfines, salmones, atunes, monstruos marinos que saltan y vuelven á sumergirse después de excitar la curiosidad.
Esta es una de aquellas tardes magníficas. Sentada sobre cubierta contemplo poblaciones fantásticas formadas en el lejano horizonte por el espejismo de las nubes sobre el mar. Selvas tupidas, llamaradas de fuego que van cambiando de líneas con velocidad mágica y tornando al negro, al plomizo de las selvas dantescas. Paisajes de luz donde el iris juguetea con sus siete colores y hace combinaciones de vivacidad y palidez que, copiadas por el pincel del artista, parecerían inverosímiles. Montañas de púrpura y grana, castillos de nieve que se esfuman como algodón escarmenado, toman formas de animales, plantas, seres irrisorios de la nomenclatura mitológica que Ovidio nos mostró en sus Metamorfosis. Mi mente se abisma, todo mi ser lo invade un estremecimiento semejante al contacto del mentol ó la pila galvánica ante estos cuadros grandiosos hechos por las nubes, la sombra, la luz y el mar, cuya descripción exacta no puedo hacer, y arrojo la pluma sobre mi pupitre movedizo en la cubierta del vapor, que cruza rompiendo las olas, que murmurantes le abren paso como cantando un himno á la superioridad del hombre.
___________
Navegando siempre á flor de aguas tranquilas, vislumbramos, por fin, la esperanza de pisar tierra, pues el nombre de Santa Cruz de Tenerife se repite de boca en boca y allí aparece como oasis á nuestras fatigas.
Arribamos. Ha soltado anclas el buque, y recibida la visita sanitaria, que no encuentra enfermo ninguno á bordo, nuestras ilusiones de desembarco se han desvanecido al soplo de una información del departamento de sanidad que da el tifus y la bubónica como pestes reinantes en Buenos Aires á la salida del Savoia el 27 de Mayo. Se ha prohibido desembarcar y quedamos contemplando el puerto de La Cruz.
En cambio la nave está rodeada por una avalancha de botes, donde los mercachifles sirios van con cargamento de tejidos, pañoletas, mantelería, baratijas, fruta, berzas, que mediante cuerdas y canastas colgantes se manda á los compradores de nuestra ciudadela flotante. La abundancia de guindas, albaricoques y plátanos ha invadido la cubierta. El comisario de á bordo me brinda sus servicios para enviar mi correspondencia á tierra, y desde aquí hago mi saludo á las relaciones de América por medio de las popularizadas tarjetas postales. Enfrente se levanta el pintoresco edificio de un hotel que tiene sus ventanas y su castillo sobre el mar.
Estamos tan cerca á la costa, que podríamos conversar con los de tierra levantando algo la voz. Hermosa es la vista que presenta el Pico de Teide, uno de los más altos del mundo, pues mide 3.716 metros de altitud. La población alcanza á 30.314 habitantes. La cadena de los cerros imprime un carácter especial á la topografía, y el estilo de las construcciones tiene majestad señorial.
Llama mi atención la cantidad de muchachos buzos de trece á catorce años que, casi desnudos, imploran desde su bote una propina arrojada al agua. No faltan pasajeros que ceden á la insinuación y echan una moneda de diez céntimos: los muchachos se zambullen con la velocidad de un pez, y vuelven á la superficie con la moneda sujeta entre los dientes, que la enseñan como trofeo de victoria.
Se han embarcado unos cuantos pasajeros, y la nave levanta anclas, dirigiendo la proa hacia Barcelona.
Cuando distingo las costas del África, una tristeza semejante á un velo gris y tupido envuelve mi espíritu, estrechándose, ajustándose más y más á la vista de la aridez de la montaña, sin darme cuenta del dolor que la origina. Pienso en las razas humanas, remontándome hasta la leyenda bíblica de Cam y Jafet, me pregunto si el negro será más feliz que el blanco, é imagino la dolorosa situación de un blanco perdido en aquellos desiertos, donde el negro se enseñorea.
Ya estamos en Tánger, corte diplomática del sultán, cuya política preocupa tanto á la América en estos momentos. Con ayuda del anteojo de larga vista, he revistado las naves ancladas en el puerto callado y rocalloso, clasificando los colores de las banderas que flotan al tope de los buques de guerra, portadores de la imposición y de la muerte, dos factores del aniquilamiento humano. Ahí está tan próximo el camino á Casablanca, donde España y Francia mandan á sus hijos como holocausto del Derecho en el altar marroquí. El buque avanza rápido y llega enfrente de Ceuta, la de los caseríos sombríos, donde los delincuentes españoles cumplen las condenas de la ley mal ó bien aplicada, pues la gomosidad de ellas, que á maravilla manejan los jueces, no tiene igual en la historia del derecho humano, y es así en la mayoría del mundo. Allá, como centinela de piedra que tantos ¡alerta! ha dado á los náufragos, viendo pasar los barcos y transcurrir los siglos, está el Peñón de Gibraltar.
Estamos en pleno día, con sol radiante. El reloj marca las tres de la tarde; el Océano está tranquilo; muy de cerca podemos examinar la mole del Peñón con su cresta artillada, en cuya circunscripción de cinco kilómetros viven 19.100 súbditos de Inglaterra. Es el 14 de Junio. Penetramos en el Estrecho de Gibraltar; nos encontramos en pleno Mediterráneo, cuyas ponderadas borrascas no se han manifestado, y en el trayecto nos hemos cruzado con más de veinte embarcaciones de vapor, de vela, con diferentes banderas y calados, que comercian entre Europa y América.
Una pasajera que se ha embarcado en Tenerife con destino á Génova se me llega amigable y me relata, creo deseando atenuar lo riguroso de las autoridades sanitarias, el cómo había sido asolada toda una población canaria en sólo quince días por la peste bubónica, importada del Brasil en las bolsas de café, donde iban también ratas viajeras, habiendo sido las primeras víctimas los peones de la aduana que hicieron la descarga de aquel presente griego.«Ni uno solo quedó, ¡ay qué dolor!—dice la señora—; de la Argentina no tememos nada, porque tardan más en la travesía, pero ustedes han tocado en Santos y en Río y han hecho muy mal», termina en tono sentencioso.
Cádiz está á la vista. Tuvo su época de esplendor, que está ligada á la historia de los virreinatos de Indias, cuando era la gran puerta de salida y entrada del comercio con las Américas, sustentado por los galeones. Hoy, en relación, está semimuerta, aunque la provincia de Cádiz tiene 452.659 habitantes.
El 15 por la mañana tocamos en Hormigas, donde se ven todavía vestigios del Sirio, cuyo naufragio en viaje al Brasil y la Argentina arrancó gemidos de dolor á tantos corazones, y en el espejismo de los recuerdos, entre estas osamentas de buque, veo erguirse la evangélica personalidad de aquel obispo brasileño que descendió al misterioso abismo de los mares con las manos levantadas bendiciendo á los náufragos, y el corazón dictando á los labios palabras de consuelo y de esperanza. Figura hermosa de varón santo y noble, más grande aún en esta época de egoísmo y de almas achatadas en que los hombres han perdido el coraje para arrostrar los peligros y sólo piensan en sí mismos, abandonando en la racha á los débiles, como ocurrió en ese naufragio, donde, según narración de los salvos, hubo varones que quitaron á viva fuerza el salvavidas á mujeres y á niños.
La vista de Cartagena, con sus casas blancas de rojos minaretes, me arranca de tan desoladoras reminiscencias. Cartagena, ciudad alegre, de industriales y trabajadores, tiene 41.315 habitantes, y su campiña se extiende risueña como orla de raso verde en el horizonte azul.
El buque, navegando siempre gallardo, rompiendo con su doble hélice la placidez de los mares que nos han brindado calma, tranquilidad, bienandanza, arriba á la altura de las Islas Baleares—Mallorca, Menorca é Ibiza—, en cuya superficie de 5.014 kilómetros viven 311.649 personas, que entregan al mundo comercial de ambos hemisferios el regalado fruto de su trabajo.
Los va y viene de los pasajeros aumentan en grado extrasordinario; las señoras se quedan en sus camarotes acicalándose con más esmero; la tripulación luce su vestido de gala, los desarrolladores de ancla comienzan á funcionar, la máquina paulatinamente disminuye la fuerza impulsora, hasta que da resoplidos como de pulmones de leviatán. El reloj señala las siete de la mañana del 16 de Junio, y fondeamos en Barcelona.
Aquí desembarcaré. Ha llegado la hora de separarse de los compañeros de viaje, con quienes hemos hecho diez y nueve días de vida de familia sin más contratiempos que la negativa de desembarque en Santa Cruz de Tenerife y los malos ratos dados por seis muchachos malcriados y peor educados, que han sido la pesadilla de los pasajeros de cámara. Uno de ellos, en connivencia con los otros, ha causado la pérdida de un dedo á una señora anciana que se aireaba en una silla-hamaca de las de doblar, que jamás deberían usarse. ¡Qué escena tan triste! El dedo estaba sobre el piso de tabla, la señora inconsciente, los pasajeros consternados; llega el médico de á bordo, practica la cura sin poder añadir el dedo, que es arrojado al mar, tal vez para regalo de un pez listo; la mutilada y los espectadores recobran la calma sin que los muchachos malcriados se corrijan.
La cubierta es asaltada por lancheros que llegan en demanda de pasajeros y equipajes; entrego mis números á uno de ellos, previa contrata de dos pesetas por bulto puesto en el hotel, y dos por desembarco personal; total, catorce pesetas. ¡Adiós! Desde el bote se repiten las despedidas, y la pequeña embarcación cruza las aguas del puerto, donde están surtas más de ochenta naves mercantes. La majestuosa, imponente figura de Cristóbal Colón, aparece causando el efecto de un padre de familia que sale á recibir á los hijos que llegan de heredades por él descubiertas.
¡Noble Colón! Los viajeros de América te saludamos reverentes, con los corazones palpitantes, con dulces emociones. No importa la muerte de tu cuepo entre los grillos de la prisión, ni la discusión sobre tus cenizas y tu sepulero, si tu alma vive en el amor de dos mundos, si tu labor estrecha á dos razas y tu obra se agranda porque América crece.
Salto á tierra en un espléndido muelle de escaleras de piedra, anchas y cómodas. La primera impresión de llegada tan agradable sufre un contraste calamitoso por la legión de cojos, mancos, ciegos, lisiados, harapientos, tullidos, demacrados, viejos, jóvenes y niños que asaltan y sitian al viajero que desembarca, alargándole su pedazo de brazo, mostrándole los restos de una pierna ó empalmando manos ya esqueletizadas, ya mutiladas, y empleando frases enternecedoras. ¡Dios Santo! ¡Y no ser yo rica para dar siquiera un mendrugo monetario á tanto regazo del vicio, más que obra de la fatalidad! Hay que escaparse. Me escabullo refugiándome en un carruaje, cuya portezuela cierro con ligereza; pero las voces Por la Virgen de Zaragoza, por la mamita del Pilar, por su salud, me siguen largo trecho. Pobre humanidad tronchada, putrefacta, repugnante, ¿por qué los filántropos no te esconden bajo techo hospitalario y te envuelven en los algodones fenicados de la caridad? Recuerdo á Buenos Aires, donde el pordioseo está prohibido. Los caballos del carruaje trotan indiferentes, al parecer, á la calamidad de los seres racionales, y la decoración ha cambiado rápida, alegre, poniendo á la vista la Rambla de las Flores, una verdadera avenida que por ambos costados ofrece altares magníficos de flores, cuyo aroma satura la atmósfera y cuyos colores matizados recrean la fantasía, especialmente los claveles y crisantemas, de un tamaño sorprendente.
He dado al cochero la dirección del Hotel Continental, situado en la plaza de Cataluña, y vamos por la Rambla del mismo nombre, rodeando un poco el camino á fin de pasar por la hermosa Plaza de Palacio.
El Hotel Continental ocupa el centro del movimiento de la ciudad por la afluencia de tranvías eléctricos, automóviles, carruajes, etc., y es uno de los alojamientos cómodos para el viajero.
Estoy instalada en mi alojamiento, pago diez pesetasdiarias sin comida, y mi oído comienza á extrañarse del sonido del idioma. El catalán no tiene la suavidad del castellano.
Llega el equipaje, y el lanchero termina por cobrarmecuarenta pesetas, en vez de las catorce convenidas á bordo. Protesto: él arma un barullo, me ruborizo de ser protagonista de la tragedia financiera, saco la cartera y pago las cuarenta pesetas: la estafa está hecha y cae el telón. Después que el autor se ha marchado, el mozo del hotel me dice con calma y paciencia: «Le han robado veinticinco pesetas á la señora, porque á lo más debía pagar quince.» «¿Y por qué no me salvó usted, por qué deja que estafen así?» El mozo agacha la cabeza y calla. Hácela inclinar el espíritu de protección mutua: mañana le tocará su hora de aprovechar; es la guerra del que no tiene á todo aquel que se cree con dinero, no importando los sacrificios con que se haya llegado á poseer algo, si es verdad aquello del tener, pues muchos viajeros no tienen más que fe y otros audacia. En general, los indianos, como aquí llaman á los americanos, tienen ó deben tener mucho oro.
Aquí no vendría bien el decir después de sacudir el polvo del camino, porque en viaje marítimo ningún polvo se recoge; por lo tanto, diré que después de tomar mi baño tibio y una taza de café, que lo hallo detestable, me lanzo á conocer la población. Admiro el Palacio de Justicia exteriormente, diluyendo en mi mente las convicciones que el vivir ha dejado en mi criterio la palabra justicia humana, tan magistralmente definida por la tela de araña que atrapa á las pequeñas moscas y rompen los moscones; sigo por la Ronda de San Antonio y vuelvo al hotel entrada la noche. La ciudad está magníficamente alumbrada y el movimiento ha aumentado. El comedor del hotel, que da sobre la plaza, tiene todos sus balcones abiertos, y los focos de luz se dualizan en los grandes espejos de las paredes. La noche es calurosa, pero no de calor sofocante.
Como es natural, mis investigaciones se encaminan hacia la representación nacional. El Perú tiene aquí un Consulado. El local está en la calle de la Princesa, bajo, número 56. En la puerta ostenta un hermoso escudo de mi patria; el local es limpio, amplio, á cargo de don Pedro Company que, siendo de nacionalidad española, dedica sus esfuerzos al ensanche del comercio peruano y encarna esta provechosa unión iberoamericana. Diligente, sagaz, no puede ser mejor personero de la nación peruana. El señor Company, que conocía mi nombre y sabía de mi actuación americana, me ofreció sus servicios con sinceridad española, vale decir de caballero.
Temprano se presenta el cónsul peruano, acompañado de dos amigos, para invitarme á excursionar al Tibidabo, una sorpresa que Barcelona ofrece á los viajeros que desean abarcar en conjunto el hermosísimo panorama que se destaca. En la puerta del hotel subimos á un tranvía eléctrico, que después de recorrer 1.276 metros, nos deja en la plazoleta de la Bonanova, desde donde parte una pequeña senda á la estación del funicular del Tibidabo.
En esta plazoleta está la capilla de los Exvotos, á cuyo triste recinto penetro contagiándome de la unción religiosa de mis guías. ¡Pero qué sensaciones, desconocidas en ese vivir de América, sibarítica, sin lecciones de dolor, me esperaban aquí! He recorrido las diversas colecciones de los exvotos, y me he sentido átomo ante la magnitud de aquel dolor, de esa fe, de aquella esperanza que cada cosa pregona con tanta mayor fuerza cuanta es la simplicidad que representa. Estos objetos son las promesas de los náufragos en sus momentos de angustia, de lucha entre la vida y la muerte, hechas en aras de la fe, y por la fe cumplidas.
¡Cabelleras largas y sedeñas, ya rubias como manojo de espigas ó haz de sol, ya negras cual carey pulido, extendibles sobre los hombros de alabastro ó de ámbar; cabelleritas rizadas que nos hablan de tiernas criaturas, gritando junto á sus padres, que piden salvación en medio del mar; zapatitos diminutos que ponen entre nuestras manos piececitos impalpables de niños que el Océano quiso devorar!... ¡Ay! yo me siento aquí religiosa por la fe del amor, y lágrimas de dolor asoman á mis pestañas para caer sobre esta tierra de duda y desesperanza. No puedo disimular mis emociones ni quiero pasar por espíritu fuerte. Lloro, y salgo de la capilla con mi corazón oprimido, enfermo.
El aire de la calle, la vocería de la gente y el pitillo del tranvía que anuncia partida, distraen mi ánimo y cambian la situación. Los amigos que en silencio me han seguido, me señalan el coche, el cónsul peruano me da la mano y subimos.
Mi espíritu está preparado para las más íntimas emociones; mas ¿podré acaso describir las sensaciones recibidas en esta ascensión? La línea es de 1.180 metros de longitud, se extiende entre pinares tan frondosos y túpidos, que jamás los vi semejantes. En ocho minutos de subida que hace el efecto de elevarse en globo, estamos en la cúspide de la montaña.
En el montículo, á la izquierda del grabado, queda el Observatorio Astronómico levantado por la Real Academia de Ciencias de Barcelona. En todo el trayecto se ven tablillas que indican las respectivas alturas; una de éstas representa la Torre de Eiffel de París, que mide 333 metros sobre el nivel del mar, y la cúspide del Tibidabo es de 532 metros. El Funicular llega al Apeadero, donde los viajeros pueden elegir camino hacia el Observatorio, á Vista Rica, á la Rabassada, á San Cugat del Vallés, etc. Junto á este apeadero está situado el establecimiento de vulgarización é investigación científica, llamado Mentera, fundado por don Fernando Alsina. Una vez en la cumbre, el cuadro es grandioso.
Barcelona tendida á sus pies, el mar por delante con la población de buques: los montículos ostentan su tupida cabellera de pinares, formando un conjunto que no ofrece ninguna otra atalaya de Europa. Desde aquí se ve el Montserrat, celebrado por los escritores, el Montseny y los Pirineos. Llevada por beatífica admiración, visito en Montserrat la Villa Juana, un nido blanco escondido entre el follaje de pinos añosos y plantas aromáticas, donde vivió y murió el poeta Jacinto Verdaguer, llamado el sublime por los barceloneses. Viviendo en semejante medio, no es de extrañar que cantara como ave y pensara retando á los filósofos del nadismo. En la cima del Tibidabo están instalados: el tiro Flobert, cría de palomas mensajeras, galería fotográfica, el extenso restaurant con el caprichoso salón japonés y el templo que se construye dedicado al Sagrado Corazón de Jesús.
El crepúsculo descolorido se extiende rápidamente y comenzamos á descender por la ruta de Vallvidrera, en cuya planicie están situadas multitud de fábricas, pues Barcelona es una de las ciudades notables por su industria. Todo lo fabrica: desde el papel impulsor de la ciencia hasta el cigarrillo que envenena; el libro que es luz y el alcohol que degenera las razas, matando la inteligencia. Maravilla al observador la explotación de las materias alimenticias, conservas y confituras. El movimiento comercial es activísimo en Barcelona, y los sistemas de locomoción los últimos en la nomenclatura del invento: tranvías y ómnibus eléctricos, automóviles, etc., y no me explico por qué, en este concurso del progreso, conserve los ferrocarriles en su casi primitivo sistema y con un servicio malísimo.
Los centros de instrucción pública femenina están, en su mayor parte, en manos de religiosas. Bastante trabajo me costó el poder penetrar en el colegio de las monjas de los Sagrados Corazones, merced á empeños del cónsul peruano. La hermana superiora me dió repetidas explicaciones para disculpar el desaseo tan notable de la casa. «Hoy tenemosprofesión; mire el altar qué hermoso lo han arreglado, y con estos quehaceres no se ha podido atender á la limpieza debidamente», dice la hermana en cada vericueto donde hallamos basura. El plan y los métodos de enseñanza son iguales á los de las sucursales de América. Nos dirigimos á las Escuelas Municipales del Parque. Están en clase. Un solo salón para dos grados diferentes, dividido, como la esfera, por una línea imaginaria. El maestro normal don Ramón Porqueres y Crevillé fué muy galante al presentarme á los niños con un discurso, que me obliga á dirigirles la palabra. Les digo que en la Argentina y el Perú, países de la América descubierta por ese Colón cuyo monumento tienen en el embarcadero, hay muchos niñitos como ellos, y que en su nombre los saludo; les cuento algo relativo á los dos países; los chicuelos se entusiasman y gritan ¡olé! á los niños argentinos y peruanos... El profesor, con trabajo, restablece la calma y hace que entonen uno de sus cantos escolares, llevando él la batuta.
En la Rambla de Cataluña, número 96, está el Consulado General de la República Argentina, que con brillo y consagración sirve el periodista y distinguido caballero don Alberto J. Gache. El edificio, con todas las condiciones para oficina y casa de familia, responde á los prestigios de la gran nación cuyo hermoso escudo de armas está enfrente y en cuya asta saludo al pabellón argentino. Aquí he pasado horas de solaz abrillantadas por la cultura de María Lucía, la digna esposa de Gache, el refinamiento poético de Roberto J. Payró y la palabra siempre animada del cónsul argentino.
Me esperaba la grata sorpresa de encontrar á mi viejo y querido amigo el laureado doctor Carlos R. Tobar que, huyendo de los rigores invernales de la política ecuatoriana, reside aquí, consagrado á labores cientificas y literarias. Acaba de publicar la segunda edición de su obra Consultas al Diccionario de la Lengua, y ha instalado la oficina central del «Comité de la Paz», que sostiene y propaga la doctrina Tobar, ó sea la paz interior de las repúlatinoamericanas. La secretaría de este interesantísimo centro la desempeña otro escritor notable, Enrique Deschamps, que también es cónsul general de su patria, la República Dominicana.
Desde los balcones del Hotel Continental veo pasar laprocesión del Corpus Christi, que el pueblo lleva en estos momentos con entusiasmo infantil, exhibiendo sus tradicionales gigantes y cabezudos. Á propósito de éstos ha habido un cambio de notas acaloradas entre el Cabildo, alcalde y regidores, quienes se quejan de que los cabezudos «no han sacado este año las casacas de ordenanza, y que el vecindario clamorea por tan enorme irregularidad». La prensa diaria también ha discutido este «desacato á la tradición», dándole un viso de seriedad que, seguramente, no aceptan en totalidad los habitantes, cuyo número alcanza á cerca de 600.000 personas.
Voy á seguir viaje á Madrid por la ruta de Valencia, porque tengo propósito de visitar á Francisco Sempere, el galante editor de Aves sin nido, cuya tercera edición él ha desparramado por el mundo latino, llevando unidos su nombre de editor y el mío de autora. Sempere, que asociado con el genial Blasco Ibáñez ha creado y sustenta la Biblioteca blanca, preferida y buscada por la juventud de América, porque entre sus similares aporta mayor contingente á la cultura y á la libertad del pensamiento.
El doctor Tobar ha querido que se queme el incienso de las satisfacciones en el hogar, donde es santa la palabra amistad. Estamos de fiesta en el templo de la felicidad doméstica, donde actúan una esposa modelo, dos hijas encantadoras, un hijo promesa de glorias y una hermana adorable. En la mesa, ornada con las hermosas flores de estación, departimos hasta darnos el adiós de despedida; todo está ya lejano, menos el recuerdo, que vive cerca de mi corazón, de aquel almuerzo, aquella mañana, esa querida familia.
Estoy en el vagón. Comienza el pintoresco camino por la orilla del Mediterráneo, cuyas olas besan á menudo los rieles, como refrescando las ruedas que en su girar loco devoran la distancia, cruzando el ferrocarril más de once túneles por las rocas perforadas, semejando escondites momentáneos para la mayor sensación que se recibe con el mar á la derecha y á la izquierda, estos interminables vergeles de naranjos y limoneros que saturan la atmósfera con las emanaciones del azahar y la bergamota, y esas enormes llanuras de caña de azúcar y arrozales, donde parecen centinelas de avance las máquinas de riego, y á cuyo alrededor se esparcen poblaciones obreras apiñadas junto á las fábricas, cuyo número aumenta en proporción á la proximidad de la capital. El tren se ha detenido en veinte estaciones de tránsito; cada una de ellas ofrece al viajero la novedad de los productos regionales, siendo la fruta dulce y variada uno de los mejores regalos en esta tarde calurosa. Los nardos, las azucenas y los claveles denuncian la proximidad á Valencia, la de los encajes impalpables y de los abanicos ideales. Después de recorrer esta interesantísima parte de la Península, desde las siete de la mañana, llegamos á las cinco y media de la tarde á la estación principal.
Una vez instalada en el hotel, tomo un carruaje y voy á la calle del Palomar, número 10.
—¿El señor Sempere?
—No está.
Dejo tarjeta y regreso al hotel, desde cuyos balcones, que dan á una gran plaza, mido las proporciones topográficas de la ciudad. La parte antigua tiene sus calles estrechísimas, tanto, que dudaba si el carruaje podría pasar por ellas ó quedarse atrancado en un vericueto. En la parte nueva, aquellas callejas donde se encontraban los caballeros de capa y espada y fácilmente podían medir su acero con un rival afortunado, han cedido plaza á las avenidasamplias y rectas, por donde cruzan los tranvías, coches y carretas.
Me sentaba á cenar, cuando anunciaron á don Francisco Sempere, presentándose en seguida un caballero esbelto, en cuya frente ancha y levantada se refleja el pensamiento reposado y una bondad ingénita, pregonada por sus ojos de mirada honda. Nos estrechamos la mano como dos antiguos amigos; me presenta á su esposa, que lleva el simpático nombre de Consuelo y derrocha la gracia y donosura de la valenciana. Ambos se hacen cargo de mi persona con la obsequiosidad y llaneza propias del carácter castellano, y nos lanzamos á recorrer la ciudad. Vemos dos secciones de cinematógrafo con el argumento leído, donde la protagonista es una Magdalena modernizada. Salimos con dirección á una horchatería, me invitan la famosa horchata de chufas peculiar de Valencia, como lo es la paella, plato semejante al arroz con pollo que guisamos en América.
Valencia está á mucha altura por su ilustración y su espíritu avanzado: tiene siete diarios; cinco matutinos y dos vespertinos, entre ellos Las Provincias, que dirige don Teodoro Llorente, El Pueblo, fundado por Blasco Ibáñez, El Radical, El Mercantil Valenciano, La Voz de Valencia, La Correspondencia y El Correo.
La sociedad está dividida en liberales y católicos conservadores. Los primeros, radicales en sus ideas, han logrado conquistar la mayor suma de libertad.
En pie muy temprano, continuamos la tarea excursionista, puesto que los minutos son contados. Visitamos la renombrada Universidad y la magnífica galería de pinturas, que atesora lienzos originales de Goya y Velázquez, copias magistrales de los grandes maestros, escenas interesantes de la historia española localizada en Valencia. Aquí hablamos de Sorolla, el hijo genial de esta región florida; nos encanta la profunda atención con que una señorita, futura firma, como dicen en el Salón, copia un cuadro de Murillo.
Las torres de Cuarte y Serranos, la Real Maestranza, la histórica Catedral, han absorbido la mañana y vamos hacia la parte nueva con la espléndida rambla, que por medio de un tranvía conduce hasta la orilla del mar. Verdaderamente que maravilla el ver la actividad en las casas exportadoras que acondicionan uvas, melones y otras frutas frescas, conservas diversas, etc., con destino á la América, donde los productos valencianos se han recomendado por su calidad y tienen un gran mercado para lo porvenir. Las fábricas se multiplican, notándose en ellas pasmosa actividad, rivalizando en la perfección de la manufactura. Las de encurtidos y las de papel, aunque de diversa tendencia, ocupan lugar preferente, y en las vitrinas y escaparates de las tiendas puede apreciarse la diversidad de los dijes y artefactos de la industria valenciana.
El mercado no tiene un local apropiado ni moderno, pero en cambio ofrece tal cantidad de flores y frutas, que la vista y el olfato se regalan. Con fundado motivo se ha dicho que Valencia es el jardín de España, un jardín espontáneo, natural, donde las margaritas, los nardos, los granados, naranjos y limoneros, embalsaman el ambiente; el Turia y las grandes acequias, murmuran cantinelas para las adelfas que reverdecen sus orillas, y el mar saluda con notas que se pierden entre la espuma las ruinas cubiertas con un sudario de jaramago que esconde las grietas abiertas por los siglos.
Los sarracenos apellidaban á Valencia valle de la ilusión, y á sus mujeres huríes, según afirma la escritora Concepción Jimeno de Flaquer. La ciudad del Cid es cuna también de muchas glorias nacionales, y especialmente menciono á las mujeres que no solamente se han impuesto por su belleza, sino por su obra. Minicea, fundadora de la mejor biblioteca del siglo V, en el monasterio de San Benito; Fátima, la hija de Josebem-Yahia Almoganí, una de las más eruditas que escribió sobre jurisprudencia; Angela Mercader Zapata, Jerónima Ribot. De las contemporáneas, ahí está Concepción Aleixandre, doctora en medicina, en posesión ya de la notoriedad por talentos y competencia profesional.
Interesan la atención las tropillas de cabras que cruzan las calles ofreciendo su leche al son de esquilas y cascabeles, cuya vibración contrasta con la de las campanitas de los tranvías y el piteo del ferrocarril.
La hora se acerca, debo decir adiós á la región edénica. El señor Sempere no ha descuidado ni el detalle de las canastillas de provisión, conocedor del servicio ferroviario, que es detestable, lo más atrasado en la materia, pues en los trenes no se halla establecida la conexión con los coches restaurante ni tienen el servicio de lavabo é higiénico.
En la estación encontramos una comisión eclesiástica, escoltada por guardias civiles, que lleva de Tortosa la cinta de la Virgen á la reina Victoria, que está para dar nuevo vástago, y aunque se supo, se pregonó y se estaba festejando el alumbramiento sin trabajo y la venida del nuevo príncipe—don Jaime—, la comisión continuó su camino, pretextando que la «cinta serviría para otra vez», lo cual no ha sido desacertado, porque según anuncio de la Gaceta Oflcial, el entusiasmo de los jóvenes esposos no decae por el peso de la corona ni las conveniencias diplomáticas. Mejor es así.
En el vagón encuentro una señora gruesa, dueña de diez ó doce maletines, paquetes y cajas apilonadas en el andamio de alambre, y que será mi compañera hasta Madrid. Los pasajes de Barcelona á Valencia en primera clase con opción á 30 kilos de equipaje, cuestan 44 pesetas 35 céntimos. De Valencia á Madrid, 62 pesetas.
Vienen los últimos adioses; ¡con qué pena salgo de la ciudad! La estación se queda repleta de gente en la actitud de las multitudes que despachan un globo aéreo, y el convoy principia la vertiginosa carrera por los campos de belleza mágica, donde el Júcar serpentea la pradera, que en verdad, como ya ha dicho una viajera, es un extenso «tablero de ajedrez» formado de cuadrados que son arrozales, cañaverales, plantíos de lino, trigo, avena, alfalfa, cebada, etc., y cual figuras de diversos tamaños y formas caprichosas en enormes lonjas, los olivares, pinos, viñedos, castaños y los infinitos naranjales, cuyos niveos azahares caen cual copos de espuma aromatizando la línea que el tren recorre tragándose distancias, devorando pueblos, cabañas y diez y ocho estaciones. Á las doce de la noche llegamos á Albacete, donde los vendedoros de cuchillos asaltan las portezuelas de los vagones ofreciendo su mercancía.
Mi compañera de vagón, que está profundamente dormida, se despierta, é incorporándose lanza denuestos contra «estos demonios que le quieren encajar sus navajas por los ojos». La parada es rapidísima, dura sólo cinco minutos y el monstruo rodante sigue.
La obscuridad de la noche comienza á desaparecer. Se creyera que el tren huye de las tinieblas y va hacia la conquista de la luz. La aurora se inicia con el azul de tenues palideces; los pinares, las praderas de hortaliza, las fábricas van tomando forma cada vez más definida y clara; el arrebol sonrosado se extiende en el horizonte como el velo impalpable en que ha de envolverse la aurora, para esconderse del sol próximo á llegar. Tan grandioso espectáculo me hace olvidar todas las mortificaciones de una noche penosa pasada en el tren. Toda la luz del sol se derrama desde un cielo ideal.
El día es espléndido.—¡Aranjuez!— grita la voz anunciadora de las estaciones—y el convoy hace su rápida parada en esta encantadora población, jardín de flores escogidas. El Ebro, hijo de los montes Cantábricos que riega una extensa región y va á entregarse al Mediterráneo, nos ha dejado, y los pulmones comienzan á aspirar el aire del Tajo, que naciendo en los montes Ibéricos riega Sevilla y y Córdoba y va á morir en el Atlántico. La montaña se inicia, distínguese ya el Manzanares, y en lontananza la coronada villa. Desde las ventanillas del tren la contemplo con el alma radiosa de afecto, la mente iluminada por la luz de los recuerdos y el corazón palpitante con emociones filiales. La memoria recorre el pasado del hogar donde se amaba á los españoles, me imagino que voy á encontrar miembros de mi familia, aquellos antepasados con sus cuerpos sanos para habitación de almas sanas; de frente ancha donde bullen los gérmenes del ideal, cabeza levantada que disipa la nube de la ficción; corazones hidalgos que saben amar con la pureza de su cielo zafirino y estrechar la mano con el calor de franca amistad.
Ahí está Madrid.
El tren entra en la estación de Atocha, cuya elegancia impresiona agradablemente. Esta es la más amplia de las cuatro estaciones madrileñas. El vestíbulo, que está debajo de una marquesina, puede contener dos mil personas. Su existencia no es muy antigua, data desde 1882, pues el 9 de Agosto de ese año se inauguró bajo los auspicios de Alfonso XII. El edificio, cubierto de cristales y hierro, consta de tres cuerpos: aquí están instaladas las oficinas de correos y telégrafos, los caloríferos, lampistería y salón real; éste consta de tres habitaciones: vestíbulo, tocador y salón de espera, cuyas paredes tapizadas con seda dan realce á los muebles de estilo Luis XVI. En la planta baja están las salas de servicio: llegada y salida de viajeros, distribución de equipajes, oficinas de policía, servicio sanitario y boletería. Un espacioso y cuidado jardín embellece la entrada de la estación y sus alrededores. En las avenidas quedan estacionados los carruajes, automóviles y los ómnibus de los hoteles que van en busca de pasajeros. La estación de Atocha ocupa los terrenos donde estuvo la montaña del Príncipe Pío.