Huellas de Eloísa - María Soledad Luis - E-Book

Huellas de Eloísa E-Book

María Soledad Luis

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Beschreibung

María Soledad Luis pertenece a la quinta generación de afrodescendientes de la ciudad de Chascomús. Nieta de Eloísa, recibió de su abuela el mandato de cuidar y dar a conocer el lugar donde se desarrollaron como familia y como núcleo de la cultura afrochascomunense, la Capilla de los negros, ubicada en un terreno otorgado a los libertos en 1861. La admiración hacia su linaje y el compromiso asumido, una vez que se reconoce como descendiente de esclavos africanos, le permite a la autora transmitirnos el orgullo que siente por el legado recibido, manteniendo una tradición heredada de sus ancestros y reclamando para sí y para sus pares, a raíz de la libertad obtenida en 1860, el valor de su voz y de su testimonio, con el objetivo de rescatar su historia y defender su presente.

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Seitenzahl: 54

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Huellas de Eloísa

Huellas de Eloísa

María Soledad Luis

Luis, María Soledad

Huellas de Eloísa / María Soledad Luis ; Fotografías de Alfredo Herms. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tercero en Discordia, 2025.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-631-6658-73-9

1. Biografías. 2. Autobiografías. 3. Memorias. I. Herms, Alfredo, fot. II. Título.

CDD 808.8035

© Tercero en discordia

Directora editorial: Ana Laura Gallardo

Coordinadora editorial: Ana Verónica Salas

Corrección: Liliana Sáez

Maquetación: Charo Gómez Ferrari

Diseño de tapa: Juan José Gómez

Fotografías: Alfredo Herms

www.editorialted.com

@editorialted

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.

ISBN 978-631-6658-73-9

Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723.

A mi familia, por estar siempre y completar mi memoria.

Muy especialmente, a Lila Torre, que por su interés, dedicación al trabajo y don de buena gente me convenció y puso a disposición lo necesario para contar la experiencia de vida con mi abuela Eloísa.

A Alejandra Bilbao, por impulsarme a que todos puedan conocer otra visión de la negra Eloísa.

Al Instituto Cultural de la provincia de Buenos Aires.

La negra Eloísa

Eloísa era muy particular. Muchos de nosotros, papá, algunos de mis hermanos, tenemos las mismas formas. Para la familia, callada, poco demostrativa; en vez de “decir”, más bien “hacía” mucho. Pero para afuera, para la mayoría de la gente, muy extrovertida, amable, muuuuuy inteligente, decía lo que la gente quería o necesitaba escuchar.

Conmigo no era demostrativa con una caricia ni con un abrazo, cada vez que la besaba, corría o se hacía un bicho bolita, o lo que era peor, simulaba llorar y su perro (no recuerdo el nombre) venía y te mordía para defenderla. Entonces, largaba la carcajada y se divertía con eso… Yo creo que era su forma de demostrar amor.

Ella me enseñó a jugar al truco, me enseñó a mentir. Me explicaba que el ancho de espada y el ancho de basto eran los más valiosos, pero si el ancho de basto le tocaba a ella, me decía que valía más; si le tocaba el ancho de espada, era el de más valor. Así, siempre ganaba ella.

Cuando los domingos íbamos a verla y nos juntábamos cerca de la hora de cerrar la Capilla, me hacía ir a buscar la plata de las alcancías, para ver lo que la gente había dejado. Yo ponía el dinero sobre de la mesa del patio y ella la iba separando por valor, cabeza de prócer con cabeza de prócer, y me decía: “Este no me gusta” y me lo tiraba a mí, “este está roto” y me lo tiraba a mí, “este está todo arrugado” y me lo tiraba a mí. Así, yo iba juntando plata para mis golosinas, para mis cosas.

Cualquier abuela normal diría: “Tomá, esto es para vos”, pero ella me lo tiraba como si no importara, con el tiempo entendí que esa era su forma de ser.

Con la Capilla pasaba algo parecido. Yo siempre buscaba estar con ella los domingos, temprano, cuando íbamos a juntarnos en su casa. Me daba el plumero y un trapo para repasar los bancos y los santos, mientras ella prendía las velas y acomodaba el altar. Después, era el turno de rastrillar, con la escobilla, las piedritas que sobresalían del piso de tierra. Ya para terminar, me traía la regadera con agua y acaroína para regar el piso de tierra. La acaroína cumplía varias funciones, sobre todo, matar las pulgas que podía haber en la tierra. Dejaba cierto aroma agradable y humedecía el piso para que la tierra suelta no levantara polvareda cuando la gente recorriera la Capilla.

Cuando venían las personas, ella esperaba en la puerta de la Capilla, del lado derecho, con las manitos cruzadas adelante, con un rosario entre ellas y dándoles los buenos días antes de entrar.

Muchos le pedían permiso para entrar, otros le hacían preguntas sobre el lugar, y ella relataba, con muchos ademanes, lo que sabía.

A veces, cuando no había tanta gente, yo la iba a buscar a la Capilla para que descansara un rato, íbamos por el camino de lajas hasta el patio de la casa, no sin antes pedirle que me bajara unas uvas chinches de la parra, que servía de techo de ese camino formado por una glorieta. Recuerdo que sus gallinas solían estar arriba, pero no sé cómo llegaban tan alto. A veces, se le tiraban arriba del lomo al perro, cuando pasaba por ahí.

Ya en el patio, tomando mate de leche, se ponía a hacer sus trencitas, a tejer gorros de lanas o coser la ropa, si tenían algún tajo. Eso sí, que a nadie se le ocurriera querer enhebrar la aguja; era increíble que, con sus más de ochenta años y sin anteojos, pudiera hacerlo.

Era una de las cosas increíbles de la abuela. Otra, era cuánto le gustaba comer y lo hacía a pesar de no tener un solo diente. Tenía unas encías muy filosas y se comía medio pollo con ensalada de papa y huevo a su tiempo, con un vasito de sangría.

Le encantaba tomar “bebidas espirituosas”, algún vino tinto, cuando la visitaba el obispo, la sangría de los domingos y el “8 Hermanos” azul, antes de dormir, que lo tomaba directamente de la botella que tenía al lado de su cama.

Le gustaba el mate de leche, que era todo un tema, porque ponía la pava en el fuego y se iba al gallinero a levantar algunos huevos o bajaba algunos frutos de la higuera blanca o las naranjas, con un palo con gancho, exclusivo para eso... Cuando volvía, la leche de la pava estaba hervida y volcada en toda la cocina; le agregaba agua, la calentaba otro rato y así salían sus mates de leche. Debo confesar que a mí no me gustaban mucho, pero a la abuela no se le decía que no, además, era algo más que compartir con ella.

Recuerdo los domingos, la mesa larga, desde la cocina hasta casi la parrilla, a los tíos y a mi papá cocinando asado, pollo o cordero, mientras tomaban vino con soda y contaban lo que habían hecho durante la semana, criticando o elogiando a algún jugador de Boca, mientras las mujeres estaban en la cocina, preparando las ensaladas, poniendo los platos y los cubiertos, mientras la abuela se sentaba en la punta de la mesa, donde daba el solcito, con el perro al lado.