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NI SANTA NI BRUJA. LA GRAN GUERRERA Su historia es la de una chica que superó todas las barreras que su tiempo ponía a las personas de su sexo, su condición social y su edad; la historia de una muchacha campesina que se salió de todos los guiones y tomó un protagonismo insólito en un mundo dominado por aristócratas y eclesiásticos, desafiándolos con sus actos y poniéndolos en evidencia con su espíritu sin mancha, su sorprendente inteligencia natural y un sentido común a toda prueba. Todos quisieron devolver esa figura discordante al correcto orden del mundo, el que Dios había establecido. Todos querían que Juana fuera como debía ser una mujer. Y Juana, que solo quería ser ella misma, se dio otro nombre: la Pucelle, la Doncella, con el que firmaba sus cartas y con el que se presentaba como signo de su verdadera identidad.
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Seitenzahl: 198
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
NI SANTA, NI BRUJA. LA GRAN GUERRERA
I. SU MISIÓN, SU DESTINO
II. DADME A VUESTROS HOMBRES
III. DESTINADA A VENCER
IV. ALMA GUERRERA
V. UN ESPÍRITU MÁS FUERTE QUE EL FUEGO
VISIONES DE JUANA DE ARCO
LA VISIÓN DE LA HISTORIA
NUESTRA VISIÓN
CRONOLOGÍA
En París hay una plaza, no muy grande, que ni siquiera es una plaza. La Place des Pyramides es, más bien, un cruce de calles, con una de sus mitades circundada por edificios señoriales con pórticos que albergan elegantes cafés y un hotel, mientras que la otra mitad está abierta al verdor luminoso del gran Jardín de las Tullerías. Un paso de peatones permite cruzar de unos pórticos a otros. Y en medio de ese paso de cebra, aislada sobre un pedestal rosado, se levanta una estatua reluciente de Juana de Arco hecha de bronce dorado. Juana, cubierta con su armadura, monta un poderoso caballo de guerra cuya cabeza se esconde bajo una intimidante pieza de metal, la testera, con la que los jinetes de la época protegían sus monturas. En su mano derecha sostiene su famoso estandarte, que ondea al viento, y del lado izquierdo de su cintura pende una larga espada en su funda. Lleva una armadura de placas, fiel reflejo de las de su tiempo, y su cabeza está al descubierto, con el pelo recogido en la nuca. Mira al frente, a lo lejos, hacia los árboles de las Tullerías. Pero su rostro —serio, casi adusto— no es el de Juana.
No lo es, en primer lugar, porque nadie sabe cuál era el aspecto de Juana; aunque se pintaron retratos suyos, no se ha conservado ninguno. De todos modos, puede que la estatua guarde una tenue relación con ella. Se dice que Emmanuel Fremiet, su autor, tomó como modelo a una muchacha del pueblo natal de Juana cuando paseaba por sus callejuelas en busca de inspiración para su obra. En segundo lugar, su rostro no es el de Juana porque Fremiet tampoco pretendió representar el carácter alegre, el espíritu ardiente y la confianza infinita en la victoria de esa muchacha, la única en toda Europa que a los diecisiete años vestía armadura y galopaba briosamente junto a los mejores soldados del reino. El encargo fue otro. En 1870, Francia había sido aplastada en los campos de batalla por el ejército prusiano, tan ignominiosamente como en tiempos de Juana los ingleses habían destruido a los franceses en las batallas de Azincourt, Verneuil y muchas otras. De manera que el gobierno encargó a Fremiet una estatua que restaurase el orgullo nacional herido, y el escultor acudió a Juana de Arco, por lo que esta mujer impasible de la Place des Pyramides no es aquella chica valerosa y entregada, sino un símbolo: su rostro es el de Francia. El país necesitaba una inyección de coraje, ¿y quién lo iba a representar mejor que Juana, el alma de la resurrección francesa en la guerra de los Cien Años?
Pronto la estatua tomó un nuevo significado: la Iglesia católica francesa, en lucha contra la República laica, también necesitaba un símbolo. ¿Quién mejor que la inocente Juana, que por no renunciar a sus convicciones religiosas fue quemada por sus enemigos ingleses, tan odiosos como los ateos franceses? De modo que Juana se convirtió en el icono del catolicismo francés, fue beatificada en 1909, declarada santa en 1920 y proclamada patrona de Francia en 1922. Así se completó el secuestro de Juana de Arco, que había empezado mucho tiempo atrás, cuando aún exponía su vida sobre los campos de batalla.
Porque Juana era molesta. Su historia es la de una chica que superó todas las barreras que su tiempo ponía a las personas de su sexo, su condición social y su edad; la historia de una muchacha campesina que se salió de todos los guiones y tomó un protagonismo insólito en un mundo dominado por aristócratas y eclesiásticos, desafiándolos con sus actos y poniéndolos en evidencia con su espíritu sin mancha, su sorprendente inteligencia natural y un sentido común a toda prueba. Todos quisieron devolver esa figura discordante al correcto orden del mundo, el que Dios había establecido. Todos querían que Juana fuera como debía ser una mujer. Y Juana, que solo quería ser ella misma, se dio otro nombre: la Pucelle, la Doncella, con el que firmaba sus cartas y con el que se presentaba como signo de su verdadera identidad.
Una identidad que empezó a construir desde los trece años, la primera vez que, según dijo, le hablaron sus voces; fue entonces cuando comenzó la trayectoria personal más singular de toda la Edad Media. Primero esas voces le dijeron que obrase bien, y prometió mantenerse virgen —doncella—. Luego le anunciaron que debía ir a ver al delfín, como llamaba a Carlos VII de Francia, su rey. Tenía que convencerlo de que arriesgase su único ejército para levantar el sitio de Orleans, y hacerlo cuando parecía que nada podía salvar esa ciudad de caer en manos inglesas.También tenía que convencerlo de que debía consagrarse con los santos óleos que se guardaban en la catedral de una ciudad en territorio enemigo. Y persuadirlo, por último, de que debía y podía recuperar los territorios que los ingleses habían arrebatado a Francia.
Así empezó todo. Aquel mensaje divino otorgó a Juana una independencia que ninguna otra mujer y muy pocos hombres de su tiempo tuvieron, y que ella se ganó a pulso porque no dudó en enfrentarse a todos los obstáculos que se le pusieron por delante para cumplir con su cometido. Juana, en efecto, pudo haber sido una vidente o una profeta más, pudo haber anunciado su mensaje y aguardar a ver qué sucedía. Pero eligió no hacerlo así, y en eso radica su excepcionalidad y su importancia, y eso la llevó a su fin. Porque el punto central de todo lo que en Francia se conoce como la épopée johannique, la epopeya de Juana, descansa en un hecho central e incontrovertible: Juana decidió cumplir aquello en lo que creía, costara lo que costase. Esta decisión, y no los mensajes que recibió del cielo, determinó su vida y las nuestras, porque modificó el curso de la historia de Francia y de Europa.
Para llevar a cabo su mandato tuvo que vestir de hombre y ese acto considerado contrario a la ley de Dios fue uno de los cargos que sus enemigos ingleses le imputaron, una vez prisionera, en el juicio que celebraron contra ella en Ruán. También tuvo que persuadir a los jefes militares franceses y al mismísimo Carlos VII de que lo que anunciaba era posible. Tuvo que convencer a doctores de la Iglesia de que no era una enviada del diablo.Tuvo que demostrar el mismo valor, o más, que muchos hombres para infundir en los soldados la fe en la victoria cuando ya estaban agotados y daban la batalla por perdida. Y, finalmente, tuvo que defenderse sola frente a un centenar de miembros de la Iglesia que la juzgaron y que la condenaron por hereje cuando no pudieron demostrar que era una bruja.
Toda su epopeya se desarrolló entre hombres. Para liberar a su patria tuvo que moverse entre ellos, actuar como ellos y enfrentarse a ellos. Se impuso a los comandantes que consideraban que una mujer no podía ser jefe de un ejército, a los teólogos que escrutaban con desconfianza a esa niña analfabeta que afirmaba hablar con Dios, a los políticos que pensaban que la fe absoluta de esa criatura en su misión era un estorbo en sus cálculos a la hora de tejer alianzas. Juana, en definitiva, atravesó las rígidas barreras culturales y sociales que separaban los sexos, algo que muchos de sus contemporáneos no le perdonarían.
Fueron sus enemigos quienes expresaron más crudamente cuán fuera de lugar estaba Juana en la guerra. Bruja, la llamaron. Y puta, la puta de los armañacs —así se conocía a los partidarios de Carlos VII—. Y vaquera, que era una forma de aludir a sus orígenes campesinos y a la supuesta liviandad sexual de las mujeres que desempeñaban esta labor. Sus enemigos la insultaron de todas las formas con las que los hombres intentan rebajar a una mujer. Sus amigos no lo fueron tanto: por razones políticas, Carlos VII dejó que Juana se estrellara en su intento de tomar París y posiblemente no movió un dedo para rescatarla cuando cayó prisionera. El hombre que debía la corona y el reino a esa niña visionaria, audaz, valiente e impulsiva no impidió que sus enemigos acabaran con ella. Y sus enemigos prendieron fuego a la hoguera sin esperar siquiera a la lectura pública de la sentencia; tenían prisa por quemarla porque querían venganza y le tenían miedo.
Sin Juana, quizá Francia sería una pequeña parte de lo que es hoy. Sin Juana, quizá Inglaterra se habría extendido sobre las dos orillas del canal de la Mancha y habría sido una superpotencia que dominase Europa y buena parte del mundo. Sin Juana, en definitiva, nuestro presente podría ser muy distinto. Pero Juana, que cambió la historia de un continente y recibió la muerte por toda recompensa, no puede ser patrimonio de una Iglesia que la condenó a la hoguera y, en el colmo del absurdo, la declaró santa. No puede ser patrimonio de una Francia a la que dio su vida y cuyo rey al parecer la abandonó. Si de alguien es patrimonio, es de las personas comunes, pues constituye un modelo de convicción y coraje, de fortaleza para llevar a cabo un objetivo por arduo o imposible que parezca. Juana es esa muchacha campesina, hija del pueblo, que está de pie en la majestuosa catedral de Reims y sostiene orgullosa su propio estandarte mientras Carlos VII es ungido rey. Para la historia de las mujeres en particular, Juana constituye un episodio central dentro de la opresión y la postergación de la que fue víctima el género femenino durante la Edad Media. El hecho de ser mujer y transgredir las normas de la Iglesia, así como atreverse a portar hábitos de varón, fue uno de los puntos esenciales de su condena. Esto es algo que no debe olvidarse: el gran pecado de nuestra protagonista se cifra en su insumisión y rebeldía.
Pocos textos se han escrito sobre Juana de Arco más vibrantes, intensos y conmovedores que el discurso que le dedicó el escritor francés André Malraux en mayo de 1964, con motivo de la conmemoración de su muerte en la hoguera: «En ese mundo en el que el delfín dudaba ser delfín, Francia ser Francia, el ejército ser un ejército, ella rehízo el ejército, el rey y Francia», decía. Y, al final, proclamaba: «Oh, Juana sin sepulcro y sin retrato, tú que sabías que la tumba de los héroes es el corazón de los vivos, importan poco tus veinte mil estatuas».
Cierto. El alma de Juana no habita en ese bronce soberbio de la Place des Pyramides, ni en tantas otras esculturas que la muestran embutida en su armadura o como una cándida pastorcilla arrobada ante arcángeles o santas. Juana es ese rojo corazón que no ardió entre las llamas de Ruán, como descubrió su atónito verdugo. Ese corazón que fue arrojado al Sena y que desmiente al obispo Élie de Bourdeille cuando afirma: «Puesto que la mujer es inferior al hombre porque está sacada de él —una alusión a que Dios creó a Eva de una costilla de Adán—, puesto que es frágil, blanda, débil, no sabría implicarse en las arduas empresas que requieren grandes fuerzas físicas y morales». La conclusión de este teólogo era clara: Juana era mujer y la victoria se debía a Dios, que tuvo en ella su instrumento. Pero esta es una explicación pobre. Si Juana es recordada y ocupa un lugar de privilegio en el imaginario popular es por su propio valor, por la hazaña de haber sido capaz, gracias a su carisma y poderosa determinación, de guiar a una masa de hombres descorazonados a la victoria, y la proeza, aún mayor, de haber vencido los impedimentos de su sexo y su condición de campesina para fraguar su propio capítulo en la historia.
Era la pucelle, la virgen o la Doncella. Era el instrumento elegido por Dios para salvar a Francia.
Era todo lo que tenían.Todo. Y se lo habían arrebatado.
Juana miraba de reojo a su padre, que, sentado junto a la mesa de roble con toda la familia, se cubría el rostro con las manos, la cabeza gacha. La muchacha, que nunca lo había visto en aquel estado, se sentía angustiada. Junto a ella estaba su hermana Catalina, a punto de llorar, y enfrente se sentaban sus tres hermanos varones: Jacquemin, Pierre y Jean. El mayor, Jacquemin, apretaba los puños con rabia y se mordía los labios, pálido de ira. La madre, Isabelle, estaba de pie tras su marido, Jacques, con una mano sobre su hombro, en lo que intentaba ser un ademán de aliento. Nunca se habían dado por vencidos. Durante años, ambos habían trabajado codo con codo, de sol a sol. Pero ahora, ¿qué iban a hacer?
Había sucedido muy deprisa. Al amanecer de aquel día de julio de 1425, el pastor que se ocupaba del ganado de Domremy —donde vivía Juana— y de la localidad de Greux, pegadas una a la otra, había bajado con los animales a los anchos prados a orillas del Mosa, que discurría a los pies del pueblo. Como siempre, el tañido de las esquilas que se alejaban había sacado de su ensoñación a Juana, que saltó del colchón relleno de paja en la cama que compartía con Catalina. La claridad rosada que se filtraba por la ventana anunciaba una dura jornada para la niña de trece años y su hermana, que debían ayudar a su madre en un sinnúmero de tareas: acarrear agua de la fuente para beber, cocinar y lavar la ropa; limpiar la casa; cuidar el huerto; hilar y coser; preparar la comida...
Pero aquel día no sería como los demás. Apenas el ganado empezó a dispersarse y a mordisquear la hierba fresca, una docena de emboscados a caballo hizo huir al pastor y a sus perros y se abalanzó sobre vacas y bueyes. Los jinetes rodearon los animales y los arrearon entre gritos. Se los llevaron. Los relinchos de los caballos, los gritos de los hombres de armas y los mugidos del ganado alertaron a los vecinos, dispersos por los campos. No pudieron hacer nada. Su riqueza —la única riqueza de los campesinos,el único bien que podían llevarse consigo si tenían que abandonar sus tierras— se había esfumado.
Todo pasó en unos minutos, para desesperación de los convecinos de Juana, que no podían ni soñar con hacer frente a soldados a caballo por pocos que fueran. Apenas los ladrones y sus presas se alejaron del pueblo, sus habitantes enviaron a un muchacho a dar aviso a la dama de Bourlemont, la señora feudal de Domremy. No abrigaban ninguna esperanza de recuperar su ganado, y veían la ominosa sombra de la ruina cerniéndose sobre ellos.
¿Por qué Dios permitía que les robaran?, se preguntaba Juana, viendo tan abatidos a sus padres. ¿Por qué, si todo lo podía, no acababa con aquella guerra que siempre, siempre, siempre golpeaba a los campesinos? Henri d’Orly, el jefe de los emboscados, era un ladrón y un asesino, un ser despreciable. Un mercenario, un routier. Pero la guerra lo justificaba todo. D’Orly luchaba en el bando enemigo, el borgoñón, y a nadie le importaba cómo mantenía a los hombres que combatían con él mientras estuvieran preparados para luchar. Todo el mundo sabía que el dinero y la comida de bandas violentas como aquella provenían del sudor de mujeres y hombres que, igual que la familia de Juana, se dejaban la piel en el campo.
Sin embargo, esta vez sucedió lo impensable. En cuanto recibió noticias del robo, la señora de Bourlemont, dolida y airada por la afrenta, envió a uno de sus sirvientes a pedir ayuda a su primo, un noble que militaba en el bando borgoñón pero que no dudó en auxiliarla. Muchas veces la solidaridad de clan estaba por encima de las rivalidades políticas, y más si actuar caballerosamente solo exigía acabar con los desmanes de un salteador. Su primo envió una partida que dio alcance a los cuatreros mientras se hartaban de vino en un pueblo, creyéndose a salvo. El ganado volvió a sus dueños. Fue casi un milagro. Cuando los vio, Juana corrió hasta los animales de su familia. Como todos los campesinos, conocía a cada uno de ellos por su nombre. Los llamó, los abrazó, sintió su calor y su respiración, pasó la mano por sus húmedos hocicos. Estaban bien. Con ellos había vuelto la vida a casa de los D’Arc.
La vida, pero no la paz. No era la primera vez que la familia de Juana sufría el zarpazo de la violencia. Tres años antes, el marido de una de sus primas había muerto durante el ataque borgoñón a una población cercana. Isabelle, que era tía de la muchacha, lloró al recibir la noticia y sus ojos estuvieron enrojecidos largo tiempo. Jacques d’Arc, que apreciaba al sobrino asesinado, mostró un humor sombrío durante semanas.
Juana no podía dejar de participar de las mismas inquietudes, temores y esperanzas que los mayores, como sucedía en todos los hogares de Francia. Como sucedía allí mismo, en aquel verde rincón de la cordillera de los Vosgos, de apariencia idílica. Domremy estaba en la orilla izquierda del Mosa, a los pies de unas suaves cuestas cubiertas de bosques. Juana podía ver cada día el campanario y los tejados del vecino Maxey, la pequeña población que yacía en el otro lado del río. Pero, aunque los separasen menos de tres kilómetros, Domremy y Maxey pertenecían a mundos opuestos. Domremy se hallaba bajo la obediencia al rey de Francia, y Maxey, en cambio, se encontraba en la órbita del poderoso duque de Borgoña, quien, a pesar de ser vasallo del monarca francés, se había aliado con los ingleses que habían invadido la nación. Los chicos de uno y otro pueblo se enfrentaban a pedradas y golpes, y más de una vez Juana había visto a los suyos llegar sangrando. Sin embargo, un labio partido, algún hueso roto e incluso una cabeza abierta no eran nada en comparación con la guerra de verdad. Y esta ya no era algo lejano, sino una realidad próxima y atroz.
A medida que se extendían los combates y su cortejo de violencia y destrucción, nadie podía permanecer indiferente, Juana tampoco. Desde que el ataque de Henri d’Orly la había hecho hervir de indignación, en su mente se agolpaban una y otra vez las mismas preguntas sin respuesta. ¿Por qué un hombre armado con una espada podía hacerse impunemente con el fruto de los esfuerzos de su familia durante años? ¿Por qué debían vivir sometidos a los malvados? ¿Por qué ellos, que nada habían hecho, tenían que soportar el azote de la guerra? Como sus padres, Juana sufría la angustia por una contienda que cada vez se acercaba más a su hogar, y anhelaba vivir en paz, pero una paz conseguida gracias a la victoria de Francia con su legítimo rey al frente, porque —y de eso no le cabía ninguna duda— Dios estaba con su país. Tenía que estar con su país, porque su causa era justa: no era Francia quien había empezado la guerra, sino los ingleses. Y la habían comenzado hacía casi un siglo; de ahí que hoy conozcamos esta contienda como la guerra de los Cien Años.
La guerra llenaba la memoria de Juana hasta allí donde podía recordar. Diez años atrás, en 1415, un ejército inglés que había desembarcado en Normandía masacró inesperadamente a la flor y nata de la caballería francesa en la batalla de Azincourt; en todos los castillos se lloraba la muerte o la prisión de un noble. Juana tenía tres años cuando esto sucedió, pero la sombra de aquella derrota histórica acompañó a la muchacha mientras crecía, porque esa calamidad, que tantas veces recordaban los mayores, fue la primera de una dolorosa serie de desgracias que habían llevado la muerte y la destrucción hasta las puertas de su casa.
Hasta aquel verano en el que la familia de Juana estuvo a punto de perder su ganado, las cosas habían marchado rematadamente mal para Francia y para su rey, Carlos VII. La mejor noticia en mucho tiempo llegó en junio de 1425, justo antes del robo de ganado: los ingleses habían renunciado a conquistar el monte Saint-Michel, en la costa normanda, tras un asedio de nueve meses. La suerte de aquel imponente islote rocoso, a la vez fortaleza y abadía, había tenido en vilo al reino entero, y en Domremy, a casi setecientos kilómetros, las campanas tañeron alegremente y se festejó la hazaña en todos los hogares, incluido el de Juana. Durante el largo sitio inglés, la mayoría de los niños franceses, como Juana, se habían imaginado luchando heroicamente en defensa de aquel lugar sagrado armados con espadas de madera, emulando al arcángel Miguel, a quien estaba dedicada la abadía. Él era el protector de Francia, hasta el punto de que Carlos VII lo había mandado representar en sus estandartes con la espada desenvainada en la mano y la leyenda «Él es mi único defensor».
Había algo de desesperación en el hecho de que el reino se pusiera en manos del jefe de los ejércitos de Dios, del arcángel que había vencido a Satanás. La situación era, en efecto, muy grave. El soberano de Juana, con recursos financieros menguantes, acosado militarmente por todos lados y con su precaria autoridad limitada a las tierras al sur del Loira —a eso había quedado reducida Francia—, solo podía confiar en parar los golpes de sus enemigos y en un improbable milagro. Juana, que vivía en uno de los últimos rincones que resistían al norte de aquel río, se preguntaba cuándo tardarían en llegar la victoria y la paz. En su mente, la tenebrosa realidad de la guerra y la injusticia que encarnaban ingleses y borgoñones se oponía a la luz y la esperanza que personificaban san Miguel y ese monarca lejano, desconocido y necesitado de ayuda por quien el cura de Domremy tantas veces les pedía a sus feligreses que rezasen.
Juana sabía que en pocos meses dejaría de ser una niña. O, al menos, eso se esperaba de ella. Como en toda Francia, en Domremy las chicas ya se consideraban casaderas desde los catorce años —que ella no tardaría en cumplir— porque esa era la edad legal para contraer matrimonio, y en su comarca solían unirlas a hombres unos diez años mayores. Quizá aquel fuera el último verano de su infancia, pensaba; tal vez su padre ya hubiese hablado con algún vecino más rico para casarla y sellar una alianza que contribuyera a la promoción de la familia. Y así, como sucedía en muchos casos, Juana pasaría directamente de niña a mujer, de jugar con muñecas de trapo y con vajillas de barro a llevar una casa con las severas obligaciones que eso comportaba. Tras la boda, su destino quedaría sellado: el matrimonio inauguraba una sucesión de embarazos que podía llegar a la increíble cifra de catorce, separados uno de otro por un par de años de lactancia del recién nacido (eso si la mujer no moría en alguno de los múltiples alumbramientos, que provocaban el fallecimiento de una de cada cuatro en una época de infecciones sin remedio). Esto suponía que podía pasar hasta veinte años concibiendo y alumbrando criaturas. Si todo marchaba como sus padres preveían, Jeannette —en su región las niñas eran conocidas con el diminutivo de su nombre— conocería no pocas veces la bendición del embarazo y le tocaría sufrir con resignación los dolores del parto, con los que contribuiría a redimir el pecado original de Eva.
