La colombiada - Ciro Bayo - E-Book

La colombiada E-Book

Ciro Bayo

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Beschreibung

Novelización por parte del escritor y aventurero Ciro Bayo de la expedición de Gonzalo de Pizarro a los territorios que serían conocidos como Colombia, y su incursión en la selva amazónica. En él encontraremos aventuras, junglas impenetrables, adversidades y mucha acción.

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Seitenzahl: 116

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Ciro Bayo

La colombiada

 

Saga

La colombiada

 

Copyright © 1912, 2022 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726687361

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

POR VÍA DE PRÓLOGO

En mis correrías por América vine á parar á una barraca gomera del río Madre de Dios, en la que permanecí cerca de tres años.

Aislado de la civilización, metido entre indios y peones mestizos, eran mis únicas delicias la caza y la literatura. Á falta de libros donde estudiar, divertía las noches en emborronar cuartillas, poniendo en limpio mis apuntes de la Argentina y Bolivia, ó haciendo versos como ejercicio de composición para escribir mejor en prosa.

Así, en el silencio de la selva virgen, sólo turbado por la rumorosa corriente del caudaloso tributario amazónico, en una de cuyas barrancas estaba emplazado el centro gomero, escribíLa Colombiada y El Vellocino de oro; obra esta última que versaba sobre la expedición de Gonzalo Pizarro al país de Eldorado y la subsiguiente escapada de Orellana, Amazonas abajo hasta salir al mar.

En el aderezo de ambas empleé espacio de año y medio; el plazo estricto que señala el saladísimo Vélez de Guevara: «Que al poeta que hiciere poema histórico, no se le dé de plazo más que un año y medio; y que lo que más tardare, se entienda que es falta de la Musa». (El Diablo Cojuelo.)

Guardaba los dos manuscritos como oro en paño, no por lo que en sí valían, sino por el trabajo que me costó escribirlos. Hasta que cierta noche, los bárbaros—como allí llaman á los indios salvajes—cayeron de improviso en la barraca, la incendiaron, y aunque nuestros rifles les pusieron en fuga, el daño estaba hecho y lo quemado, quemado. Perdí mi modesto equipaje y con él mis mamotretos. Sólo se salvóLa Colombiada, porque un francés, tan buen pendolista como dibujante, empleado en otra barraca del río, gustoso de la lectura que antes le hiciera de mi obra, me la pidió para ponerla en limpio é ilustrarla.

De modo que, Manuel Geraldi—así se llamaba el buen francés—tiene la culpa de que yo publique ahoraLa Colombiada; porque repasándola al cabo de los años, la hallé pasadera, y sujetándola á alguna lima resolví darla á luz; ¡temerario atrevimiento en los tiempos que corremos!

Lo único que me desazona es el título, un si es no es pretencioso, pero en último caso será una Colombiada más. Porque á lo que yo sepa, otras tres se han escrito. La de Joel Barlow, norteamericano, en diez cantos, que publicó en 1787, reimpresa en 1807 en Filadelfia; la de Madame de Boccage (1770-1802), también en diez cantos, y la tercera, de Felipe Trigo Gálvez (Burgos, 1885), ésta en cantos XXIV.

Por cierto que precisamente en el último folio de La Colombiada de Trigo, hay una formidable errata de imprenta, que dice La Locombiada; y es porque seguramente estaba en la mente del cajista que sólo un loco escribe hoy octavas reales.

Como quiera que sea, allá va miColombiada á probar suerte. Fácil me hubiera sido escudarla con un prólogo elogioso de algún reputado escritor que mirara mi trabajo por el prisma de la amistad; pero yo no quiero engañar al público, ni engañarme, con alabanzas que no merezca. Cada cual juzgue como tenga por conveniente.

Por tanto, lector, si la obra te gusta, harás bien en decir que es buena aunque otros digan que es mala; si no te gusta, quedas en libertad de decir que es mala; y si no te agrada ni desagrada, como sucede con ciertos delicados manjares á que uno no está acostumbrado—que delicado manjar es el verso heroico—, sé benévolo, siquiera por aquella máxima cristiana: in dubiis, charitas.

 

En Madrid, á 25 de Mayo. Año 1912.

___________

ARGUMENTO

La magna empresa del Jasón cristiano

que, al través de las brumas de Occidente,

el velo descorrió del Oceáno

con la invención de un nuevo continente;

más la prez del imperio castellano,

que al Almirante dió barcos y gente,

celebraré cantando con voz alta

si el necesario aliento no me falta.

Que si bien tañedor del plectro usado,

nunca empuñé la sonorosa trompa,

ni estoy, según se entiende, acostumbrado

á su broncíneo son y épica pompa,

al sacro numen pediré confiado

sonoro acento con que el aire rompa.

Dame, ¡oh Numen!, que cante como siento

y con la inspiración, bríos y aliento.

Dame, sí, que con estro vigoroso

de un Dios airado la venganza cante

cuando á un vuelco del ponto proceloso

á la nada redujo el mundo Atlante;

cante luego el desquite venturoso

que el mismo Dios reserva al Almirante,

que siga al nauta á la invenida zona,

ciña en sus sienes inmortal corona.

* * *

CANTO I

LA ATLÁNTIDA

Cual leve trompo suelto á la ligera,

en el sidéreo polvo diamantino,

así da vueltas la terráquea esfera

con orbes más en raudo torbellino;

gira y rueda en elíptica carrera

sin que nada le ataje en su camino;

nada ni nadie como Aquél no sea

que la hizo, la empuja y la voltea.

Aquél que dió atracción, calor y vida

á millares de focos soberanos;

que, con peso, con número y medida,

suspende los planetas de sus manos;

Aquél, en fin, á cuya sacudida

tiembla el orbe y vuélcanse oceános,

que con pavor y estrépito tonante

un mundo ahogan, como fué el de Atlante.

Este que veis, Atlántico coloso,

de un polo á otro polo dominante,

retratando en su seno misterioso

las costas de Poniente y de Levante,

un tiempo fuera imperio poderoso

de la raza pretérita de Atlante,

que desde Thule y Groenlandia fría

hasta Pirene y Calpe se extendía.

En él la madre Tierra echado había

copia abundante de felices frutos,

donde quiera que el Sol antes veía

pelada costra, páramos enjutos;

en cavernosos lagos escondía

monstruos alados y gigantes brutos,

que, en hórrida, en fantástica caterva,

se hacían entre sí guerra proterva.

Fieros dragones en bandadas miles

sombreaban los llanos. Las montañas,

por sin cuento horadadas de cubiles,

antros eran de hirsutas alimañas;

en medio de estas fieras y reptiles,

á mil riesgos expuesto y á mil sañas,

desnudo el hombre atlante salió á escena,

cual gladiador que lánzase á la arena.

Con singular constancia y fortaleza

toscas armas de piedra y fierro talla,

para á cuanto abortó Naturaleza

provocar á titánica batalla;

y, aunque en sin fin de obstáculos tropieza,

su razón vence todo y lo avasalla,

lo rinde á su albedrío, lo sojuzga,

y rey del mundo á sí mismo se juzga.

Una dócil esclava la Natura

en su orgullo al hombre le parece;

piensa que para él sólo se madura

el dulce fruto que en las ramas crece;

para él canta el ave en la espesura,

el metal en los senos resplandece;

brutos de tierra y mar se reproducen,

y el Sol, la Luna y las estrellas lucen.

En presunción tan loca no se para;

y á vueltas con su insano devaneo,

guerra á los cielos esta vez declara;

¡tal le engaña sacrílego deseo!

Á escalar las alturas se prepara:

ya toca con la mano el Empireo;

el Dios Tonante, cuya paz altera,

airado prorrumpió de esta manera:

«¿Quién el osado es, quién el profano,

Dios ó mortal, que en mi mansión se mueve?

¿Cúya la audaz, la temeraria mano

que de mi trono el escabel conmueve?

¿Quién ante mí, Dios Padre soberano,

con frente altiva á parecer se atreve,

y un reto lanza de atrevida guerra

al Creador de cielos y de Tierra?

¿Será quizás el dios que mal hallado

en el obscuro reino de la muerte,

asciende hasta el Olimpo iluminado

dejando el lote que le cupo en suerte?

¿Será el otro del piélago adueñado

que su tridente contra mí convierte,

harto de por el ponto pasearse

y en coralina cueva aposentarse?

¿Olvidan que con mágica cadena

tienen mis manos sofrenado el mundo

que, libre del poder que lo refrena,

con golpe chocaría tremebundo?

¿Quién, sino yo, los cóncavos barrena

para encerrar el piélago profundo;

ni quién, con juicio inapelable eterno,

llena de moradores el Averno?

Mas no provocan ellos mis enojos;

el hombre, sí, la débil criatura

hecha, porque así plugo á mis antojos,

del barro cuando dile mi figura.

Yo su artífice fuí: puse en sus ojos

el resplandor que la razón fulgura;

la palabra le di y alta la cara,

de modo que conmigo conversara.

¡Ingrato!, de estos dones se aprovecha

para escupir sacrílego á los cielos;

me olvida, me aborrece, me desecha,

llevado de la envidia y de los celos;

y, no contento aún, con bríos se echa

á derribar mi solio por los suelos,

creyendo, lo imposible, destronarme,

y en el sitial augusto suplantarme.

Mas yo castigaré con mano airada

tanta osadía y sacrilegio tanto,

en polvo reduciendo de la nada

al ser que tal ofende á su Dios santo;

sea la tierra por el mar tragada

con pavoroso ímpetu y espanto,

de modo que ni quede el polvo vano

del temerario pecador humano.»

Dijo; y á su mandato reverentes,

el báratro y el ponto, de consuno,

oir hacen los férvidos, mugientes,

elementos que encierra cada uno.

Ya salen empuñando sus tridentes

ígneo Plutón y acuático Neptuno,

para cumplir el magno cataclismo

de sepultar la tierra en el abismo.

Y empezó una lucha de titanes.

La Tierra, perturbada en su sosiego,

vió erizada su faz de cien volcanes

rebosantes de humo, lava y fuego;

vió las olas del mar, cual leviatanes,

llegar, crecer y amontonarse luego,

horrendas, con los lomos enarcados,

las costas asaltar por todos lados.

Como gigantes piras, las montañas

alientan por su cúspide altanera,

ya la lava que abrasa sus entrañas

ya el fuego que consume la ladera;

arden cedros y pinos, como cañas;

derrítense las rocas, como cera;

y, mil hebras de llamas, los picachos

desmayan en fantásticos penachos.

Y con porfiado y temeroso empuje

avanza el mar, que furibundo brama,

mientras el huracán del cielo ruge

y el éter en relámpagos se inflama.

La pobre Atlante en sus cimientos cruje,

el agua por su costra se derrama,

y por Calpe, cual ánfora vertida,

busca el Mediterráneo su salida.

Viérase entonces el terrible encuentro

del vivo fuego con las frescas ondas;

la irrupción de las aguas tierra adentro

hasta dar con las llamas de las frondas;

resquebrajarse de la tierra el centro

y cual lanzadas por tremendas hondas,

pellas de fuego, incendios de lignito,

disparar sobre aquel mundo precito.

Mansas por el pavor las mismas fieras,

olvidan sus instintos y disputas,

para trepar las altas cordilleras,

los cóncavos dejando de sus grutas;

antílopes, gacelas y corderas,

van tras las bestias ásperas é hirsutas,

y tórtolas, palomas y torcaces,

se juntan con las águilas rapaces.

Los hombres, en tropel, despavoridos

escapan, y con ojos lacrimantes

ora invocan humildes, compungidos,

al Dios excelso que insultaron antes;

en ayes se deshacen y alaridos,

mientras divagan por doquier errantes,

buenos y malos, míseros y ricos,

buscando con afán los altos picos.

¡Pero todo es inútil, todo en vano!

¡No hay para vosotros esperanza!

El Dios omnipotente y soberano

inclina en contra vuestra la balanza,

y su temible prepotente mano,

á los abismos lóbregos os lanza.

¿No declarasteis á los cielos guerra?

¡Pues los cielos la toman con la Tierra!

¿Quién alienta á decir el alboroto

espantoso, horrendo, nunca oído,

de un mundo que trepida en terremoto

cayendo, por completo, subvertido,

tal como el seno Atlántico fué roto

y por salobre piélago invadido?

¿Cómo pintar el vuelco portentoso

de un mar que busca su nivel ansioso?

Verdes collados, cerros elegantes

por tierra desquiciados se cayeron;

como torres ó cíclopes gigantes

á su gran pesadumbre se rindieron.

Tupidas frondas, selvas arrogantes,

del voraz elemento pasto fueron;

yerbas, plantas, arbustos y arbolones

en pavesas quedaron á montones.

Urbes, pueblos, alcázares y chozos,

todos fueron sorbidos ó arrasados

por la saña, la tala y los destrozos

de los cuatro elementos concitados.

Atlántida quedó partida en trozos

debajo de los mares irritados,

de suerte tal que al despejarse el cielo,

volvió á ocultarse el Sol movido á duelo.

Pardas olas de ocre, oleaginosas,

rodaban y rodaban, lentamente,

entre sí disputándose, afanosas,

los restos del sumido continente;

pacíficas, si antes alterosas,

el piélago arrullábalas, doliente;

dijérase de él que le penara

el pavoroso estrago que causara.

Cual guerreros que en pos de la jornada,

á sus reales regresan victoriosos,

aún olientes á pólvora quemada

caras, manos y arneses sanguinosos;

los densos nubarrones, en bandada,

flotaban en la atmósfera pomposos,

de mil vapores y matices llenos

sus dilatados, transparentes senos.

Cien cráteres brillar, de cuando en cuando,

vióse también de un cerco de volcanes,

reductos que quedaron apuntando

al abatido mundo de titanes.

¡Quién sabe si Titania está espiando

del fondo de la mar á sus guardianes

y á favor del más mínimo descuido

erguirse sobre el reino del olvido!

Á la manera que se ve un navío

de altiva popa, de árboles gigantes,

á babor y á estribor, con poderío,

ostentando las bordes rimbombantes,

ir en demanda, con pujanza y brío,

de las olas del mar aurirrollantes,

y prez de la nación que lo ha equipado

correr á todo trapo embanderado;

Mas, de improviso, en un bajo tropieza

que á la tajante quilla el paso ataja;

á sumergirse, lentamente, empieza

y encallado el puntal se resquebraja;

hasta que la flotante fortaleza

con la pérfida onda se amortaja,

á los vientos dejando por juguetes

en topes los flotantes gallardetes;

Así quedó el Hesperio Continente,

famosa tierra de la edad remota,

cubierta por el piélago imponente

que las playas de tres mundos azota,

dejando, aquí y allá, únicamente,

como pilastras de una puente rota,

los picos de sus montes empinados

de aquel naufragio universal salvados.

La madre Tierra viéndose anegada,

cubierto todo el haz del agua y cieno,

á los cielos volvía su mirada