Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Caminos y posadas, mesones y aldeas, el incansable trascurrir de los pasos sobre el terreno. El Lazarillo Español novela los viajes de su autor, Ciro Bayo, a través de una España rural, empobrecida aunque digna. Seguimos los pasos de peregrino de Ciro Bayo en su salida de Madrid a pie, sin dinero, y de sus aventuras y desventuras atravesando el terreno español más allá del mapa, a través de sus conversaciones tanto con la gente como con el paisaje.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 319
Veröffentlichungsjahr: 2020
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Ciro Bayo
Saga
Lazarillo españolCover image: Shutterstock Copyright © 1911, 2020 Ciro Bayo and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726456394
1. e-book edition, 2020
Format: EPUB 3.0
All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com
Carísimo lector:
Voy a entretenerte con la relación de mi primera salida de Madrid a pie y, como se dice, sin dinero.
Pienso que ella vale la pena de que yo te la cuente y de que tú la leas, pues aprenderás conmigo muchas cosas de la España vieja y de la España nueva. No te importe acompañarte de un vago; sólo el ponerse bajo la protección de la santa curiosidad hace a los desarraigados, a los aventureros, a los filósofos trashumantes, nobles por el espíritu y por la fortaleza del corazón.
Verás también cómo el ambular vagamundo es asequible a artistas y excursionistas que gusten salir de las trilladas rutas férreas y polvorientas carreteras; y que bien puede uno lanzarse por estos andurriales españoles, o por curiosidad o para solaz del espíritu, sin miedo a robos, secuestros y puñaladas, como piensan muchos extranjeros y tantos otros conciudadanos nuestros, para quienes la vida andariega es cosa de bohemios y un lío de peligros y de sobresaltos.
Cierto que se pasan fatigas e incomodidades; pero ellas se reducen a cero al fin de la jornada, si uno sabe revestirse de ánimo y se acostumbra a ver las cosas por el lado alegre. De otra manera, se fatiga el cuerpo inútilmente y se aplana el espíritu.
El hombre que no es abservador —dice un refrán ruso— es como aquel que cruza el bosque y no encuentra leña para calentarse, o, como se dice en castellano, «mira el mar y no ve el agua».
Prolegómenos de viaje
Érase un año climático, como diría un astrólogo, es decir, malo, muy malo para mí, tanto, que ni de su fecha quiero acordarme.
Mis únicas fuentes de ingreso eran a la sazón tal cual taducción que me confiaba un editor amigo y una exigua renta proveniente de una casuca allá en Barcelona. Pero al empezar el mes de junio ambas fuentes se secaron a un tiempo: el editor fuese a un balneario sin dejarme encargo alguno, y mi apoderado tenía orden terminante mía de no enviarme un cuarto a los Madriles. Había pensado irme a América, y con los ahorros de dos meses de la renta pagar el embarque.
A pesar de los pesares, no cambié de resolución; mas como era forzoso hacer tiempo y vivir estos dos meses de espera, me preparé a vencer la terrible cuesta de verano, como se dice en términos de farándula.
¿De qué manera? Ni yo mismo lo sabía. Gastada la última peseta, ya lo veríamos.
Los débiles y los fuertes emplean la misma fraseología: Mañana lo veremos. Ladiferencia está en el modo de desatar el nudo de la dificultad. Los primeros se lastiman los dedos buscándole las vueltas y pierden el tiempo; los segundos lo cortan con la decisión de Alejandro en Gordio1 . ¿Obraría yo como débil o como héroe? Ni como uno ni como otro. Adiestrado en la lucha de la vida, confiaba que, cuando menos, había de portarme como discreto.
Conocía yo por entonces a Juan, un mozo de cuerda para quien in illo tempore pedí y obtuve una plaza de repartidor de un diario de la noche. Dábanle una pesetilla diaria, y como él se ganaba dos o tres más cargándose las espaldas y era hombre soltero y de buenas costumbres, vivía alegre como un pájaro, en la acera de la calle; tan minúsculo fue favor y tanto el tiempo transcurrido, que ya ni me acordaba de ello. Pero sí se acordaba Juan, que aún seguía con la prebenda. Por donde me avino que por haber sembrado un grano al acaso, recogí muy provechoso fruto2 .
Véase cómo. En ocasión que hube de necesitar un cirineo de confianza, fui a buscar a Juan en su puesto y lo llevé a mi casa para que cargara con un cajón de libros y los vendiera por su cuenta. No sé lo que vería en mi cara al despedirme de mis viejos amigos; el hombre dio paz a la soga con que se disponía a atar el bulto y, cuadrándose, me dijo:
—Yo no saco esto de aquí.
—Pues si tú no lo haces, lo hará otro —repliqué malhumorado—. Eso me estorba.
Mentía; era que me hacía falta dinero. ¿Qué necesidad tenía de contar mis apuros a quien no podía remediarlos? ¿En qué serviría un faquín3 a un señorito?
Esto me decía como tantos otros para quienes los hijos del pueblo son como habitantes de un país inexplorado. Se cree que la nobleza de corazón, la hidalguía de sentimientos, la generosidad, los rasgos, en fin, son patrimonio de una casta, y no es así.
Entre los pobres hay la intuición de la ayuda mutua: hoy por ti, mañana por mí. Con los ricos no pega esto; como no conocen las miserias, no las adivinan. Muchas finezas, muchos cumplimientos mutuos; pero no se les ocurre que el amigo o el pariente que va a verlos no haya comido aquel día o le haga falta dinero. Hay que repetirles la fábula indiana con que Gil Blas dio a conocer su pobreza al Duque de Lerma, o escribirles: Suplico, ruego, imploro y demás expresiones molestas y de poco gusto. Beneficio que se hace a costa de muchos memoriales pierde casi todo su valor: quien da presto da dos veces. La causa de que muchos ricos tengan tantos ingratos es porque no saben el arte de obligar. Otra cosa sería si previniesen las necesidades de sus amigos para excusarles el manifestarlas o, a lo menos, hicieran menor su molestia concediéndoles prontamente lo que piden.
Dante inmortaliza a su protector en el destierro diciendo que entre ambos «el dar precedió al pedir».
He aquí el bueno de Juan que, sin molestarse por mi salida de tono, replica:
—Está bien, señorito; cargaré con los libros puesto que usted se empeña. ¿Cuánto es lo menos que pido por ellos?
—Pues, cuatro duros —contesté.
Acostumbrado a tratos y contratos con libreros de lance, tenía por cierto que cualquiera de ellos daría aquella cantidad sin regatear. ¡Como que los libros valían diez veces más por la calidad y el texto, y yo los daba, como quien dice, a peso de papel!
En efecto: en menos de media hora estaba de vuelta Juan con la cuerda al hombro, señal evidente de haber despachado el encargo.
—Traigo cinco duros en vez de cuatro —díjome Juan con aire satisfecho, alargándome cinco hermosos discos.
—Bravo, Juan, eres un grande hombre. Serás mi administrador cuando yo sea rico. Escucha ahora la segunda parte —seguí diciéndole—. Prepárate a llevar mi baúl a la Posada del Peine.
La Posada del Peine4 es el establecimiento más económico en su clase, el más decente y el mejor servido de Madrid. Por seis reales diarios tiene uno regular habitación y buena cama. Con el dinero de los libros tenía pensado alargar una semana más a costa del estómago, y después... el veríamos de marras.
—¿Se ha cansado usted de las patronas? —preguntó Juan como al descuido.
—No, Juan; son ellas las que se han cansado de mí.
—Pues yo conozco a una que tiene mucha cuerda y que pudiera convenirle a usted. La mía: precisamente tiene una alcoba disponible. ¡Ea, véngase a vivir conmigo! La casa no es un palacio que digamos, pero, en cambio, por dos realitos diarios tendrá usted cama y ropa limpia.
Tan bien me pareció la proposición, que, sin querer saber más, y saliendo, no sé si despidiéndome o despedido, de la casa testigo de esta escena, me eché a la calle con Juan, cargado éste con mi equipaje, dejándome llevar donde él quisiera.
Llegando a la cuesta de San Vicente, se entró resueltamente en un portal y yo tras él. Seguimos el patio, y frente a una puerta abierta descargó Juan y me hizo pasar adentro.
—Señora Gregoria —dijo mientras se enjugaba el sudor con un pañuelo de hierbas—, le traigo a usted un huésped al que hay que tratar bien. Es persona amiga y además escritor.
La interpelada era una mujer de pueblo que estaba a la sazón pelando patatas, y esto es todo cuanto puedo decir, porque, viniendo deslumbrado de la calle, veía las cosas a bulto. La señora Gregoria dejó el cuchillo sobre un tapete de hule y salió al umbral.
—Adelante, adelante —nos dijo—. Bien venido sea. Entra el equipaje, Juan.
De una ojeada vi toda la habitación: una salita de recibo, tres alcobas y la cocina, todo muy pequeño, pero muy aseado. Cuadros baratos, flores de trapo y pitos de verbena en las paredes, las camas con colchas blancas, los vasares empapelados y sendas cortinas que parecían sábanas en la puerta y en la única ventana que daba al patio.
Si bien yo venía consignado a una alcoba, la señora Gregoria diome posesión de todo el cuarto.
—Porque —acabó diciéndome—, como yo me paso todo el día en la calle y Juan también, usted se quedará por amo de la casa. Ya que es usted escribiente, ahí podrá escribir sin que nadie le moleste.
Y señalaba la mesa de hule con las mondaduras de patata.
—Bien, señora; nos turnaremos en ella —repuse alegremente, sin tratar de rectificar el dictado escriturario que me atizaba. A bien que de esto se encargó Juan, diciendo:
—Advierto a la señora Gregoria que el señorito es periodista.
Esto de «periodista» lo dijo mi hombre porque, habiéndole recomendado al director de un periódico, me suponía del oficio. La palabreja era de efecto, porque entre la gente del pueblo, para la que no hay más literatura que las hojas volanderas, periodista es la síntesis del hombre de letras; pero en la señora Gregoria el efecto fue mayor por lo que se verá.
—¡Hola! ¿Con que escribe usted en los papeles? —exclamó—. Pues entonces somos compañeros de gremio, porque usted los escribe y yo los voceo.
Y a continuación hízome saber de cómo se ganaba la vida vendiendo periódicos en un puesto al aire libre, junto a la verja de la estación del Norte.
—Lo dicho, dicho —acabó diciendo—; ésta será su mesa de escribir, y ya verá qué bonita queda en cuanto haya limpiado el hule.
Y no hubo más sino que la buena mujer me enseñó la alcoba y ayudó a Juan a poner mi baúl al pie de la cama, puso agua en la jofaina de un palanganero de hierro por si quería lavarme, mueble que con una percha y una silla, amén de la cama, llenaban el dormitorio; quitó las patatas de la mesa, fregó el hule y fuese.
Al quedarme solo, quise pagar a Juan sus dos viajes, pero no quiso cobrarse.
—No corre prisa, ya lo arreglaremos —dijo—. Tocante a la señora Gregoria tampoco hay que apurarse; no es de las patronas que ponen el puñal en el pecho. Lo mismo da que la pague usted por días, por semanas o por quincenas, y si no, de mes a mes vencido. Lo principal es que usted se acostumbre a esta pobreza. Y hasta la noche, que ahora voy a aprovechar la tarde.
De este modo di con mis huesos en una casa de vecindad del paseo de San Vicente.
«¡La cuestión era acostumbrarse!», había dicho Juan. Por lo pronto me pareció estar en el fondo de un pozo. Veía resbalar la luz de lo alto por el cubo del patio, y oía el rumor apagado de una colmena humana.
La casa donde me asilo tiene cuatro pisos interiores que dan al patio. Cierran los dos frentes una escalera de caracol y la pared medianera con sendos retretes al fondo. A entrambos lados, los corredores con cuatro cuartos a derecha e izquierda, amén de los otro ocho a ras del patio. Total: cuarenta.
Contando por todo lo alto, pudierais pensar que allí viven ochenta, cien personas. ¡Error y horror! Allí se hacina doble gente. A la codicia del casero se añade la de los arrendatarios. Cada uno de éstos trata de sacar de balde el alquiler, hipotecando su comodidad, el sosiego doméstico y el poco aire respirable de la habitación, mediante el sistema de realquilar.
Esto de realquilar era corriente en las grandes urbes a causa de la carestía de las habitaciones, a lo que se fue ocurriendo con la construcción de barriadas para obreros; pero en Madrid no se preocupan de estas cosas; antes, por el contrario, tienen por típico, por muy madrileño, esos conventillos, colonias, casas de vecindad o «casas de tócame Roque»5 , clase de viviendas muy pintoresca para vista en revistas y zarzuelas, pero asquerosa y molesta para vivida.
Media hora hace que estoy en mi chiribitil6 , y me siento mareado. Como es a principios de verano y hay que tener abiertas puerta y ventana de la estrecha habitación, se oye, se ve y se huele todo; la charla de las comadres, el mal humor de los hombres, los gritos de los párvulos, el cornetín del murguista que ensaya, el batir de los almireces y a renglón seguido el tufillo de los retretes comunales, vale decir, de uno para cada piso; el vaho cuartelero de los barridos, de la ropa húmeda puesta a secar en las galerías y el de los míseros condimentos. ¡Al diablo los falansterios socialistas si han de ser entre gente sin educación y sin limpieza!
Gran ventilador de estas colmenas es el trabajo. Esto digo, porque por él la gente joven se releva en casa. Los hombres son oficiales de taller, empleados de ferrocarril o de tranvías, ordenanzas o albañiles; las mujeres, verduleras, asistentas, lavanderas, peinadoras o modistillas. Unas y otros entran y salen a sus horas de los cuartos, como abejas de sus celdas, y hasta la noche en que, como abejas también, duermen arracimadas en la colmena.
Que era lo que sucedía en mi alojamiento. La señora Gregoria a sus papeles, Juan a sus faenas y... yo de paseo; de suerte que así no se viciaba el aire de la habitación, sino es de noche en que, además, por estar tan apretujadas las alcobas, podíamos los tres durmientes oír la respiración de cada cual.
La verdad es que uno se acostumbra a todo y que se juzga de las cosas según a uno le va. La prevención, la repugnancia que a veces tenemos, desaparecen viendo aquéllas de cerca o conociéndolas.
A los pocos días fuime acostumbrando a aquella especie de vivac, y hasta creí atisbar no pocas escenas dignas de Ramón de la Cruz y de Ricardo de la Vega7 , que si no traslado al papel es por no sentirme capaz para tamaña empresa.
A todo esto, ocioso y sin dinero, había tomado asco a Madrid.
Aprovechando la buena estación y la vecindad de mi albergue con las afueras de la población, encaminaba mis pasos ribera del Manzanares o por la Florida y la Moncloa. Al ponerse el sol daba una vuelta a casa para quitarme el polvo, y luego a rondar por los jardines de Ferraz y plaza de Oriente hasta la hora en que se cerraban los portales. Todas las tardes hallaba a Juan de facción en su esquina, o bien salía a mi encuentro si yo iba por la otra acera, y todas las tardes, invariablemente, me proponía una novedad bucólica8 .
—Oiga usted, señorito (éste era el tratamiento que casi siempre me daba), oiga usted —díjome la primera vez—; supongo que no le importará comer en una taberna. (¡Cuando yo estaba abonado a ellas, al piri9 y a las judías!) Lo digo, porque en esta que ahí ve (señalando una de tantas que pueblan el paseo) sirven un pote, pero de primera. Quisiera que lo probara usted.
—Pero, hombre...
—Nada, nada —replicaba sin dejarme decir—. Le emplazo para las ocho en punto, porque a las nueve empiezo el reparto.
Al otro día resultaba que en la misma o en otra casa de comidas servían una paella a la valenciana; al otro, que era de probar un bacalao a la vizcaína; al siguiente, que no había más remedio que hincarle el diente a un conejo estofado con judías. Y así el resto de la semana.
¡Vaya por Juan! Yo que le tenía por el prototipo de la templanza y del ahorro, y ahora resultaba que era un gastrónomo abonado a todos los platos del día de la cuesta de San Vicente. El gasto que hacíamos no pasaba de una peseta por barba, incluyendo el pan y el vino, y Juan se oponía siempre a que yo pagara mi escote. Para cohonestar10 su liberalidad quiso hacerme creer que le había tocado la lotería.
—Puede usted creerlo —me decía—; desde que se vino a nuestra casa, allí ha entrado la buena suerte. La señora Gregoria vende más papeles que nunca, yo hago más viajes11 que quiero y por contera un décimo premiado.
Yo fingía creerle. Tal era la delicadeza y tanta la buena voluntad con que se me brindaba, que yo aceptaba sus ágapes sin ruborizarme de ser parásito de un hijo del trabajo. Me acordaba de Camoens y de su fiel Antonio.
Mucho era lo que por mí hacia el buen Juan, pero me faltaba saber algo más. Una tarde en que yo, a la hora de costumbre, volvía de vagamundear, encontré a la señora Gregoria haciendo las camas. Debajo de la de Juan vi un bulto que reconocí enseguida: el cajón de mis libros. Este descubrimiento, no hecho antes por mí, porque lo velaba la colcha, me conmovió. Juan no quiso que yo me desprendiese de mis libros, y simulando la venta habíame dado de su dinero más de lo que yo pedía por ellos. Mas como no podía restituirle las veinticinco pesetas, no le dije nada.
Aquella noche no dormí, pensando cómo zafarme de la generosa tutela de aquel hombre. Era imposible seguir así; había bastante con una semana y, además, el dinero de los libros se iba acabando. Un articulejo que había llevado a una Revista me lo publicarían sabe Dios cuándo, y hasta entonces no había que pensar en cobrarlo. Cerradas todas las puertas, no me quedaba sino llamar a la de mi administrador y, revocando mi propósito, pedirle un puñado de duros a cuenta de la renta. ¡Adiós embarque; adiós América! Yo me conocía bien y sabía que descabalando una parte de lo que destinaba para el viaje, arramblaría con todo y se frustaban mis planes aventureros.
¡No había más remedio! Nobleza obliga, y, sobre todo, ¿qué pensaría de mí la señora Gregoria, que sin duda estaba enterada de todo? Vergüenza me es decirlo; pero esta consideración, más que el desquite de Juan me botó de la cama al salir el sol. Iría a Telégrafos y pondría un parte a Barcelona, dando un arañazo a la poca renta.
En la Puerta del Sol me topé con un académico madrugador y, por de contado, amigo mío.
—Oiga — me dijo—, lo necesito a usted. Sé que lee bien la escritura antigua y que se dedica a esta clase de trabajos. ¿Quiere trasladarme en letra clara y corriente un pequeño códice manuscrito que he de dar a la imprenta? Le daré diez duros por la copia.
Híceme el remolón, y el académico pujó cinco duros más; serían quince duretes. Poco más pensaba sacar de Barcelona.
Ante mi afirmativa, diome el académico la signatura del manuscrito, y con esto mudé de plan. Lo que había de gastar en el sello de telégrafos lo gasté en cuartillas y fuime a la Biblioteca, dispuesto a empezar aquel mismo día la tarea.
El establecimiento estaba abierto de ocho a dos de la tarde, y durante una semana pasé las seis horas clavado a un sillón de la Sala de manuscritos, traduciendo el códice. Digo traducir, porque no es otra cosa el traslado de uno de esos manuscritos del siglo xv, escritos con letra apretada, menuda y enredada con rasgos y ligación de unos caracteres con otros, lo que hace hoy bien difícil su lección. Los copistas de entonces escribían líneas enteras en una encadenada algarabía, sin levantar la pluma del papel. Con pocas palabras llenaban una cuartilla y con poco trabajo crecía mucho lo escrito. En cambio, ahora es labor de benedictino desenredar esos garabatos, y por esto se paga bien a quien sabe hacerlo12 .
En esta infame letra procesada, estaba, pues, escrito mi códice; pero como yo tengo maña para leerla, en cosa de una semana terminé la copia. Presentéla al académico, le pareció bien y me pagó el precio estipulado, en billetes y moneda suelta.
Salí de donde el académico con el corazón henchido y los bolsillos repletos.
Camino de casa iba paloteando con los dedos, duros y pesetas, a derecha e izquierda.
—¿Quién dijo miedo? —parecían decirme, en el trayecto—. ¡Gózate en nosotros! Carpe diem13 .
—¡Silencio!, diablillos tentadores —les dije, apretándoles con los puños—. Haréis lo que yo os mande; ya veréis lo que yo hago con vosotros.
Llegado al paseo de San Vicente, hallé, como de costumbre, a Juan en su esquina.
—Señorito —díjome—, hoy como sábado, tenemos calamares en su tinta, por plato del día.
—Amigo Juan —contesté—. Para plato del día el que yo voy a darte ahora. Toma este billetejo de cinco duros.
—¿Qué me da usted? —dijo asombrado retirando la mano.
—El rescate de mis libros. ¡Ah, Juan! ¿Crees que no lo sé todo?
—¿Quién se lo ha dicho a usted? —respondió medio confuso.
—Ellos, asomándose por debajo de la cama.
—La culpa la tiene la señora Gregoria en no estirar la colcha como yo le tenía advertido.
—A propósito de nuestra patrona, ¿qué tal cocina? Le pregunto porque pienso encargarla un festín para los tres.
—No se meta usted en gastos, señorito; le agradecemos su buena voluntad.
—Nada, hoy me toca a mí; en cuanto acabes el reparto de la noche, te esperamos con la mesa puesta.
Llegué a casa, vi a la señora Gregoria y dila un duro con que nos aderezara una buena cena. Llegada la hora vi que la buena mujer había hecho prodigios con las cinco pesetas. Dionos tortilla de jamón y solomillo, aceitunas y buen vino de Valdepeñas.
A los postres, propuse un brindis al académico. La señora Gregoria, que no sabía de estas cosas, preguntó qué era un académico.
—Señora —contesté—, académico es un mirlo blanco; un señor que da quince duros por la copia de un códice.
—¿Y qué es un códice? —volvió a preguntar la mujer.
—Un códice, señora Gregoria, es un surtido de jamones y chuletas empapeladas que en los estantes de los archivos dejaron los copistas antiguos a los copistas modernos.
Acabó la cena yéndonos los tres a tomar café ante unas mesas al aire libre de un establecimiento vecino. Después, cada uno a su camita.
Al acostarme, traté de consultar con la almohada lo que haría con los nueve mermados duros que me quedaban, pero no pudo ser, porque la buena digestión hízome dormir de un tirón toda la noche. ¡Oh tragaderas del pobre!; ¡oh elasticidad del estómago abstinente!; ¡oh preciado desquite! Ved tres seres atenidos a un parvo condumio diario, que en una hora han comido por una semana, y lo que es más, duermen con digestión beatífica...
Al levantarme reanudé mis paseos matinales a la Moncloa y a El Pardo.
No se comprende cómo tantos madrileños fastidiados del dinero y de los placeres no acuden a diario a estos parajes. En esos montes los prados están floridos y espléndidos como en Andalucía; en invierno, las enormes masas de nieve que cubren los picos del Guadarrama, dan al paisaje un carácter alpino, bello y sorprendente. Aquí y acullá y a cada momento, os recrea tan pronto una llanura, tan pronto una colina; ora un boscaje, ora un salto de agua; bien un horizonte velazqueño, bien la lejana silueta de Madrid; delectaciones y voluptuosidades más íntimas y de más valía que cuantas se proporcionan los paseantes en corte.
En estos parajes solitarios gózase, sobre todo, de lo más espléndido que tiene Madrid, la visión de un cielo azul intenso, inmaculado, que parece convidar a volar por él.
—¡Ah, si pudiera hacerlo! —pensaba yo en este día, sentado en un pinar—. ¡Con qué gusto dejaría este Madrid de mis pecados!
Y repetía in mente aquellos versos del catalán Bartrina14 :
Yo quisiera hacer un viaje,
rápidamente, de un vuelo,
como las aves del cielo,
sin billete ni equipaje.
— Será porque no quieres —me chillaba, con voz delgada y turbulenta, como de mujer anciana, una agorera picaza atalaya en una rama.
—¡Cámpatela como nosotros — me decían los gorriones—, hurgando en los restos de las meriendas campestres!
—Aprende de nosotras — chirriaban las cigarras—; vivirnos al día y no nos va mal con el buen tiempo.
—¿Por qué te acongojas? —parecían decirme las florecillas entre la hierba—. Mira cómo gallardeamos; ni aun Salomón15 , con toda su gloria, fue vestido como una de nosotras; eso que no trabajamos ni hilamos.
—¡Ea!, levántate y mira lo que te conviene —me soplaba al oído un gnomo invisible, huésped del nemoroso pinar.
Saturado de estas filosofías, tomé la vuelta de la ciudad con un plan resuelto. Sí, me lanzaría al campo, a vivir como los pájaros y las flores. Grande es Dios, fértil el verano, ancha es España. Treinta o cincuenta pesetas son una semana de agonía en Madrid, pero son otros tantos días de despreocupación y de abandono en el campo.
Muchos son los inconvenientes del vagamundo. No importa, el peregrino los afrontará con resignación, con valor reflexivo. Se armará de filosofía, de buen humor, sobre todo, para soportar alegremente las chanzas de éste, las impertinencias de aquél y otras cosas peores, como el hambre, la sed, el calor y el cansancio del camino. El peregrino tendrá necesidad de fatigar piernas y pulmones, siguiendo sendas tortuosas, saltando zanjas y arroyos, subiendo montes y altozanos; pero también descansará en mullidos prados, en umbrosos bosquecillos, en frescas majadas, mirando los trabajos agrícolas o entretenido con animadas pláticas; y al fin de la jornada habrá visto muchas cosas nuevas.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Así que vi a Juan le enteré de mi propósito de ir a pie a Barcelona.
—¿Se ha vuelto loco el señorito? —me dijo—; eso no es para usted. Se quedará a mitad del camino.
—Lo veremos, Juan —repliqué—; tengo salud y buenas piernas para ello.
—¡Ea, señorito, no nos abandone; no desespere usted! No faltará otro mirlo blanco que se ponga a tiro, y, sobre todo, ¿no me tiene usted a mí?
—Gracias, Juan; no me arguyas, porque es cosa resuelta. Al primer golfo que encuentres le preguntas qué se necesita para andar por los caminos.
Me refería a los trámites para poder cobrar en los pueblos la ración de etapa que se da a los caminantes pobres, pues ya se me alcanzaba que con las pesetas que poseía no podía llegar a Barcelona.
—Me informaré—respondió Juan.
Horas después volví a encontrarle y diome su embajada.
—Por ahí andará uno que tengo citado, para que le informe de lo que desea. Es un hombre que ha dado la vuelta a España, a pie, muchas veces. Es conocido mío, y da la casualidad que está en vísperas de marcha.
En efecto: a los pocos pasos que dimos por la acera, vimos en una taberna al individuo a que se refería Juan. Era un hombre alto y robusto, de tez curtida como de gañán o de segador. Vestía limpio traje de hombre de pueblo con ancho sombrero de fieltro. Era un tipo vulgar, pero simpático a primera vista. Juan hizo las presentaciones, nos dejó solos y los dos hombres tuvimos esta conversación ante la mesa de una taberna, mientras paladeábamos dos medios chicos de vino:
—Díjome Juan —empezó hablando él—que quiere usted informarse de las ayudas de una caravana a pie. Ello se reduce a bien poca cosa: sacar la carta de socorro aquí en Madrid.
—¿Y esto qué es?
—Pues un volante que dan en el Gobierno civil a la presentación de un papel sellado de diez céntimos y la cédula, solicitando ayuda de viaje para trasladarse de un punto a otro. Yo tengo dos a falta de uno; vea usted la muestra.
Y me alargó un papel con el sello del Gobierno, por el que el gobernador civil recomendaba a los alcaldes de los pueblos de tránsito que ayudasen con ración de etapa al portador del documento.
—Bien —dije, devolviéndoselos—; pero supongo que no los cobrará usted a un tiempo.
—Sí los cobro, porque nunca falta algún vago indocumentado que se allane a llamarse otro nombre, con tal de cobrar el socorro y venir a la parte. Pero no le aconsejo que saque ese documento, a lo menos en Madrid, porque es papel mojado en todos los pueblos de la provincia. Son tantos y tantos los pobres caminantes, que los Ayuntamientos del tránsito agotan los fondos de socorro a los pocos meses; cuanto más, sirve de pasaporte de camino cuando la pareja pide los papeles.
—¿Qué remedio les queda entonces a los pobrecitos vagos? —pregunté.
—Comer hierba o perder la vergüenza —respondió el otro—; robar o pedir limosna.
—¿Cómo, sabiendo todo esto, escoge usted a Madrid por punto de partida de sus correrías? Porque, según tengo entendido, es usted incansable peregrino.
—Lo soy, y lo seré hasta que las piernas digan bastante —repuso con pena el interpelado—. Casi, casi, es mi oficio, y crea que no me va mal con él.
—Entonces, ¿qué teclas toca usted en sus andanzas?
—Usted lo verá. ¿Cuándo piensa echar el pecho afuera? A mí lo mismo me da hoy que mañana. Saldremos juntos, quiero iniciarle en la vida de los caminos.
Después de hablar algo acerca del itinerario, convinimos en que la partida sería al otro día, temprano. Pagué otros dos medios chicos, y nos separamos.
A la noche volvimos a comer juntos la señora Gregoria, Juan y yo, pero esta vez un humilde estofado, y con menos alegría los tres. Era como la cena pascual que yo les daba antes que padeciese.
Al acostarme metí todas mis cosas en el baúl, y encargando su custodia, así como el cajón de los libros, a Juan, dejé preparados en la percha un traje de batalla y el morral con una muda de ropa blanca, que era todo mi equipaje de peregrino.
De madrugada vino a buscarme el compañero de viaje. Me vestí, me despedí de Juan y de la señora Gregoria, y terciando una manta y empuñando una cayada me eché resueltamente afuera.
Por esos trigos
Mi compañero vestía como cuando le conocí; pero ahora cargaba a la espalda un abultado petate atravesado por un grueso palo.
A buen andar cruzamos Madrid, y en menos de una hora llegamos al puente de Toledo. Lucía el sol, soplaba el viento con poca fuerza y la temperatura era suave, como del mes de junio. El pobre Manzanares empezaba a vestir de verano sus héticas16 riberas. ¿Quién diría que sus orillas estuvieron pobladas tiempos atrás de frondosas alamedas, amenos sotos y praderas, plácidas huertas y misteriosos retiros donde el alegre pueblo de la villa celebraba romerías, verbenas y fiestas nocturnas, a las que acudían en tropel desde el último vasallo hasta el mismo Monarca acompañado de los más encopetados señores y de las más hermosas damas de su corte en lujosas carrozas? De todos estos primorosos encantos de la vega del exhausto Manzanares apenas queda algún ligero vestigio; dos o tres ermitas, el soto de Migas-Calientes, hoy vivero municipal, la Florida, la Fuente de la Teja, y hacia este lado, la Pradera del Corregidor.
El contraste entre una ciudad y sus aledaños se dulcifica mucho andando a pie. El tren os lleva rápido de la estepa a la urbe; del último villorrio a la gran ciudad; las piernas permiten a la vista gradaciones, matices de perspectiva: de la carretera a la calle, de las casas lugareñas a las quintas, de las fábricas a los palacios. Y a la inversa. De esta suerte, se atenúa, se difumina y desaparece ante mis ojos la visión de la capital de España.
Vamos a Getafe. El camino se despliega al través de un ancho sequeral, sin más relieves que un cerro aislado a lo lejos, el de los Ángeles17 , el ombligo de España —así llamado enfáticamente, porque se le considera el centro geográfico de la Península— y una pequeña colina donde se levanta Villaverde, nombre que es una lástima aplicarlo a un caserío, cuya campiña está mermada y esquilmada por líneas de ferrocarril, carreteras, caminos vecinales, caleras y tejares sin un árbol que los sombree.
Los tejares son la obsesión de estos orilleros de Madrid. Una noria y un montón de greda les entretiene; y aun muchos los prefieren a los afanes agrícolas; eso que la tierra de estos campos es apta para la labranza, como ninguna, tierra gredosa, melosa, como ellos dicen, que embebe el agua y desafía los solazos.
Como no nos apremia el tiempo y el sol empieza a estar alto, mi compañero propone desviarnos a mano izquierda hacia un sotillo del Manzanares, río que por allí se desliza hasta su encuentro con el Jarama. A campo traviesa llegamos a la ribera y nos sentamos al pie de un sauce. El calor y el cansancio emperezaron mi cuerpo y me dormí.
Cuando recordé, hube de frotarme los ojos, porque creí estar soñando: a mi vera estaba un bendito fraile, pero conocí enseguida que era mi compañero de viaje.
—Es la primera sorpresa —dijo riéndose—. Míreme usted —añadió levantándose—, ¿verdad que estoy bien caracterizado?
Realmente parecía un lego capuchino, de estameña, frondosa barba y cabello intonso.
—Le explicaré el por qué de mi transformación —repuso, volviendo a sentarse junto a mí—. Usted se ha vestido de obrero para emprender sus andanzas; ahora va limpio y bien calzado, pero a las pocas jornadas parecerá un mendigo. Le ladrarán los perros y las mujeres le cerrarán las puertas.
—No pienso pedir limosna, compañero —repliqué picado de estas palabras.
—No lo dije por tanto —opuso él—; bien se ve que es usted un lindo Don Diego18 , pero con la hidalguía a cuestas no hará usted camino. El poco dinero que lleve se lo comerán en ventas y posadas, y aun le será causa de no pocos sobresaltos. Hay que industriarse para viajar de gorra, y esto hago yo.
—También pienso industriarme yo, cuando se me acabe el dinero; espigaré, aventaré en las eras, ayudaré en las vendimias...
—Esto es fácil de decir, pero no de hacer. Estorbará usted más que ayudará, y será el hazmerreír de los gañanes. Camarada —siguió diciendo mi interlocutor cambiando de tono—, yo te iniciaré en la vida vagamunda; eres un ciego caminante y yo seré tu lazarillo hasta Ocaña, pues voy a la Cruz de Caravaca, en la provincia de Murcia. A fuer de romero visito todos los santuarios célebres de España, y este año toca el turno a este lado. Desde Ocaña puedes seguir a Valencia o adonde quieras. Y puesto que te has arrimado al hermano Pedro, que tal me hago llamar y así has de llamarme en adelante, el hermano Pedro te convida ahora a almorzar.
No venía mal un piscolabis19 a aquella hora y en tan alegre paraje, por lo que yo me refocilaba de antemano con lo que sacaría de las alforjas mi acompañante, pero no fue así, sino que levantándose y cruzando a la espalda el hato, que yo creía despensa de nuestro almuerzo, me dijo.
—Sigue y verás.
Salimos del soto, cruzamos rastrojos y olivares y en esto oímos el toque de Angelus, del mediodía. Miré a todos lados y no vi dónde estuviera la campana.
—¿Oíste? —me dijo el hermano Pedro, que así le llamaré en lo sucesivo—, es el toque de nuestro almuerzo.
Apretamos el paso y al término de un olivar descubrí un caserón, que por granja diputara a no ser por un pequeño campanario terminado en cruz.
—Es la Trapa de Val de San José —dijo el compañero adelantándose a mi interrogación.
Entonces me di cuenta del por qué de los olivares, de las bien cuidadas vegas, alegres campos y viñedos de aquella zona, tan diferente de los sequerales comarcanos. Los trapenses, en pleno siglo xx, enseñaban a los madrileños cómo se funda una colonia agrícola a las puertas de la capital y en sitio que otros diputan por baldíos y de poco provecho.
En una plazoleta, frente a la puerta del cenobio, vi un grupo de gente pobre esperando la sopa. Cuando nos vieron acercar nos miraron con la ojeriza de perros que ven disputarse su comida.
—Anda atando cabos —díjome mi lazarillo—; si tú no fueras conmigo tendrías que formar en la rueda de estos infelices y esperar turno para comer. No harás tal y aún comerás mejor que ellos. Siéntate aparte y déjame hacer. Espérame.
Así lo hice, desviándome a poca distancia, al pie de un árbol, en tanto que el hermano Pedro se sentaba en un peldaño de la puerta. Al rato, ésta se abrió y aparecieron dos legos asiendo de una marmita colmada de humeante rancho. Otro donado venía con un saco de pan.
Uno de los legos se santiguó y empezó un padrenuestro en alta voz. Los pobres, puestos de pie, acabaron en coro la plegaria, y enseguida empezó el reparto de la menestra.
Pero como pudiera suceder, y así era, que alguien estuviera falto de plato o de cuchara, los legos dejaron la marmita en el suelo y se retiraron.
Al llegar a la puerta tropezaron con el hermano Pedro. Mi hombre estaba descubierto, rezando fervorosamente y besando, a cada amén, un Cristo que del cordón del hábito colgaba.
—Benedicamus Domino