La entreplanta - Nicholson Baker - E-Book

La entreplanta E-Book

Nicholson Baker

0,0

Beschreibung

A Howie, un joven oficinista, se le han roto los cordones de sus zapatos con tan solo un día de diferencia. Mientras sube en las escaleras automáticas que le llevan de vuelta a su puesto de trabajo en La entreplanta de un edificio de oficinas, hace un repaso mental de su día después de ir a comprar en su hora del almuerzo unos cordones nuevos. A través de sus pensamientos –minuciosos, exhaustivos–, asistimos a una virtuosa disección de objetos comunes y asuntos triviales que habitualmente pasan desapercibidos para nosotros por su cotidianeidad y que, sin embargo, ocupan la mayor parte de nuestra vida.    Escribe Patricio Pron en el prólogo a esta edición que el argumento de La entreplanta es "la fundación de una sensibilidad y la experiencia de asistir a ella". Y es también un muestrario en clave de humor del estilo de vida occidental en los últimos cincuenta años, un ejercicio de nostalgia y una llamada de atención sobre el consumismo y sobre cómo este ha tomado posesión de nuestras vidas. Esta inclasificable novela influyó notablemente en la obra de algunos de los escritores más relevantes de los años 90, como  David Foster Wallace o Dave Eggers.   

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 307

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



LA ENTREPLANTA

Título original: The Mezzanine

Primera edición: noviembre, 2018

© del texto: Nicholson Baker, 1986, 1988

© de la traducción: Ce Santiago, 2018

© de la presente edición: Editorial Humbert Humbert, S.L., 2018

Diseño de cubierta: Duró Studio

Ilustración de interiores: Laura Moreno

Publicado por La Navaja Suiza Editores

Producción del ePub: booqlab

Editorial Humbert Humbert, S.L.

Camino viejo del cura 144, 1.º B, 28055 – MADRID

http://www.lanavajasuizaeditores.com

ISBN: 978-84-123059-7-5

IBIC: FA

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de la obra.

ÍNDICE

And yes I said yes I will Yes. Siete notassobre La entreplanta, por Patricio Pron

LA ENTREPLANTA

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

EPÍLOGO, por Ce Santiago

 

 

 

AND YES I SAID YES I WILL YES.SIETE NOTAS SOBRE LA ENTREPLANTA

Patricio Pron

 

1

«¿Quieres que te cuente todas las cositas que se me pasan por la cabeza, sin dejarme ninguna?», pregunta la mujer al otro lado de la línea en Vox (1992), el episodio de sexo telefónico que conforma la tercera novela de Nicholson Baker (Nueva York, 1957). La respuesta de su interlocutor es, por supuesto, que sí; y, aunque en Vox da pie a la fantasía de una orgía en un circo y a una escena de seducción en la que desempeña un papel eminente el aceite de oliva y la limpieza de cañerías, la pregunta y su respuesta pueden ser vistas también como el punto de partida de toda la literatura del autor, comenzando por La entreplanta (1988), su debut literario. Más que ningún otro escritor de su generación, Baker exige de su lector un rotundo «sí» por respuesta para que su obra funcione, una entrega total y absoluta como la de Molly Bloom al final de Ulises de James Joyce –posiblemente el libro que funda la genealogía de los escritores más radicales del siglo XX a la que Baker pertenece por derecho propio– porque, cuando pregunta a su lector si este quiere que le cuente «todas las cositas» que se le pasan por la cabeza, el autor de La entreplanta no está bromeando: va a contarle absolutamente todas ellas, y son muchas.

2

Paul Valéry repudió la novela con el argumento de que esta debía forzosamente incluir frases como «la marquesa salió a las cinco», que le parecía una trivialidad; Antón Chejov, por su parte, exigía que, si en el primer acto de una obra teatral se hacía mención de un rifle, en el siguiente el rifle fuera disparado. No existen los hechos insignificantes en literatura; y la novela del siglo XX –que, en ese sentido, es profundamente chejoviana– lo demuestra, también La entreplanta. ¿Qué narra la novela de Baker? Un joven empleado de oficinas llamado Howie aprovecha la pausa del almuerzo para comprar un par de cordones para los zapatos, come unas palomitas de maíz, un perrito caliente y una galleta, bebe un poco de leche, hojea una edición de bolsillo de las Meditaciones de Marco Aurelio, regresa a la oficina: eso es –trágica, hilarantemente– todo.

3

Y sin embargo es más que suficiente; de hecho, a Baker le alcanza –y le sobra– para poner de manifiesto muchos de sus talentos, como una percepción extraordinariamente aguzada de los detalles, un sentido notable del ritmo de la frase y de las posibilidades cómicas de la historia y una capacidad excepcional para convertir el flujo de conciencia del obsesivo, hiperracional Howie en algo que resulta próximo al lector, algo que abandona el ámbito privado –el interior del interior de la mente del personaje– para convertirse en un cierto tipo de experiencia extrema pero común con la que el lector puede identificarse, como su imagen en un espejo.

4

Nicholson Baker es considerado habitualmente un miniaturista: por una parte, sus novelas están repletas de pequeños detalles muy bien observados, como el de que las pajitas de plástico tienden a flotar sobre la bebida, el de la conveniencia de que la apertura de los cartones de leche conforme un pico que facilita el derramado o el de que la basura se acumula siempre en la parte superior de las escaleras mecánicas, y no en otro sitio. (Todos los ejemplos provienen de La entreplanta). Por otra parte, sus obras suelen «desarrollarse» –no es completamente correcto que las novelas de Baker se «desarrollen» en ningún sentido– en un espacio de tiempo reducido: una hora en La entreplanta, unos pocos minutos en los que el narrador sostiene en brazos a su hija en Temperatura ambiente (1990), algunos instantes en Una caja de cerillas (2003), unas horas en Vox. Sam Anderson observó, en la entrevista que le realizó para The Paris Review en 2011, que «lo que oculta el tono jovial de Baker es la convicción defendida apasionadamente de que deberíamos honrar los detalles de nuestras vidas más que ser arrastrados por extrapolaciones y abstracciones»; pero el hecho es que, aunque esto es parcialmente cierto, la literatura del estadounidense posee un alcance mayor del que correspondería a la de un miniaturista: al escribir acerca del tránsito del envasado de la leche en botellas a su venta en cartón, sobre la conversión de los lugares de trabajo en espacios revestidos de moqueta por defecto o el surgimiento del sexo telefónico, Baker apunta a la conformación de una antropología urbana y muy personal cuyo mensaje es que, por insignificantes que parezcan a simple vista, todas estas pequeñas novedades suponen cambios significativos en nuestra percepción y en la relación que establecemos con los objetos y, de forma más amplia, con el mundo. Uno de los méritos más notorios y desconcertantes de La entreplanta es que en ella se fundan simultáneamente dos regímenes de distinto orden, el de un puñado de experiencias que no vuelven a ser las mismas después haber sido descriptas hasta su (aparente) extenuación –es improbable que el lector vuelva a atarse los zapatos o se enfrente a unas escaleras mecánicas del mismo modo en que lo hacía antes de haber leído esta novela– y el del sujeto que las evoca, en este caso el melancólico, obsesivo, Howie del que al final del libro no sabemos paradójicamente nada aunque nos lo ha contado todo.

5

A pesar de la aparente trivialidad de los pensamientos con los que personajes como Howie se entretienen en sus libros, la literatura de Baker se hace una pregunta muy poco trivial, la de cómo comprender cuál es el sentido de ciertas experiencias sin recurrir a generalizaciones. Jorge Luis Borges se negó a escribir alguna vez una novela afirmando que «una obra de trescientas páginas no puede prescindir de ripios, de páginas que sean meros nexos entre una parte y otra». Baker, en cambio, parece interesarse únicamente por esos nexos, los «ratos muertos» entre hechos «trascendentes» –y deliberadamente omitidos– que constituyen el contenido casi excluyente de sus libros y su muy particular aproximación al problema del conocimiento, que para el autor no está escindido del «poder alimenticio» de las percepciones más insignificantes cuando estas son vistas «al microscopio» y de la desestabilización producida por la emergencia de la vulgaridad como tema primordial del entretenimiento y la comunicación contemporáneos. Como afirma Ross Chambers en relación con La entreplanta, «la trivialidad de la narrativa de Baker sugiere […] una hipótesis que tiene más que ver con cuestiones filosóficas que con la narrativa como tal. ¿Qué tipo de texto trata lo trivial como significativo? ¿Cómo se establece la importancia de lo (supuestamente) trivial? ¿Qué cambios supone esto en las formas en que concebimos el conocimiento y en los modos de comprobación en los que se basa nuestra manera de identificar el conocimiento? ¿Hay algo parecido a un “tiempo muerto” epistemológico que pueda tener un interés filosófico, educativo o crítico?».

6

La entreplanta es y no es una respuesta a estas preguntas: al igual que En busca del tiempo perdido de Marcel Proust y de los libros de Georges Perec –con quien Baker comparte también la preferencia por una contrainte o restricción que limite y a la vez multiplique las posibilidades de una situación narrativa–, La entreplanta es digresiva, proteica, multiforme. (Y aparentemente descriptiva, excepto por el hecho de que, como en Proust y en Perec, aquí no se describe en un sentido estricto, sino que se presenta la conciencia que lleva a cabo el acto perceptivo del que se deriva la descripción). Baker pasa de los surcos que los patinadores dejan en el hielo a las líneas de puntos en los formularios, a continuación habla de los troquelados, después deriva en los surcos de los discos y en las exigencias de su cuidado y al final piensa en las estrías que una embarcación deja en las aguas de una laguna: las diferencias de materiales, lo disímil de las condiciones de posibilidad de todos estos objetos y situaciones son suprimidos por el flujo de una conciencia que no los asimila pero tampoco los presenta contiguamente, que se contradice de a ratos a sí misma –una de las funciones más destacadas de las muchas y muy notables notas a pie de página del libro–, que no puede dejar de pensar en aquello en lo que supuestamente no se piensa nunca porque es banal, trivial, fatuo: que pretende agotar lo que narra pero no lo agota, lo funda para la novela y para su lector.

7

Vox fue descrita por la crítica como una novela «tediosa», La fermata (1994) fue considerada «repulsiva», Checkpoint (2004), «escoria», Humo humano (2008), «infantil»: el desencuentro entre Nicholson Baker y la crítica literaria se remonta a su primera novela, de la que el crítico del New York Times Robert Plunket dijo que no tenía «ni historia, ni argumento, ni conflicto». (A pesar de lo cual, la crítica era positiva). La entreplanta sí los tiene, sin embargo, aunque estos no salten y hagan morisquetas frente al lector como desearía el crítico distraído: en algún sentido, su argumento es el de la fundación de una sensibilidad y la experiencia de asistir a ella. Se trata de una experiencia tan cautivante como la que, como admitió Baker en la entrevista de The Paris Review, tuvo lugar durante su escritura: «Fue totalmente absorbente, la sensación de estar hundido en medio de un estanque grande, tibio, casi inmanejable. Podía percibir cómo todas esas notas que tenía, todas esas observaciones que había guardado para usar alguna vez, se acomodaban finalmente relacionándose unas con otras. En algún lugar del capítulo tres, pensé, “Dios mío, ¡es un verdadero capítulo!”. Y más tarde llegué al capítulo ocho y algunas cosas habían sucedido: no había ocurrido mucho, pero algo había ocurrido». Qué le pasó a Baker en ese punto, y qué le pasará con él a quien lea este libro, puede y tal vez deba ser omitido aquí para dar paso al ejercicio de entrega absoluta por parte del lector que la narrativa del escritor estadounidense compensa ejemplarmente, al «and yes I said yes I will Yes» de Molly Bloom sin el cual, en cierto sentido, no hay literatura posible; pero la conclusión del ejercicio sí merece ser mencionada, y se encuentra en El antólogo (2009), otra de las novelas del autor de La entreplanta: «Uno necesita el arte para amar la vida».

LA ENTREPLANTA

Capítulo Uno

A la una casi en punto entré al vestíbulo del edificio en el que trabajaba y giré hacia las escaleras mecánicas, llevaba en una mano un libro de bolsillo de Penguin y una bolsita blanca de una droguería de la cadena CVS con la factura grapada en la parte superior. Las escaleras ascendían hacia la entreplanta, donde se encontraba mi oficina. Eran de esas de estructura flotante: un par de signos de integral que se elevaban precipitadamente entre los dos pisos a los que daban servicio sin puntales ni pilares con los que soportar ninguna carga intermedia. En los días soleados como este, una escalera provisional más pronunciada de luz diurna, creada por las intersecciones de las formidables cantidades de mármol y cristal del vestíbulo, confluía con las verdaderas escaleras justo por encima del ecuador de estas, expandiéndose en forma de resplandor acicular, y añadiendo prolongados y refulgentes realces a cada uno de los pasamanos de goma negra que oscilaban ligeramente a la vez que dichos pasamanos se deslizaban en sus rieles, como los radianes de lustre negro que surcan el ondulante borde externo de un LP1.

Al aproximarme a las escaleras de subida, transferí involuntariamente mi libro de bolsillo y la bolsa de CVS a la mano izquierda, para poder asirme al pasamanos con la derecha, con arreglo a la costumbre. La bolsa hizo un ruidito de papel que crepita, y al mirarla descubrí que por un segundo fui incapaz de recordar lo que había dentro, se me enganchó el recuerdo a la factura grapada. Pero por supuesto, pensé, aquel era uno de los principales motivos por los cuales las bolsitas eran necesarias: mantenían la privacidad de tus compras, a la vez que daban al mundo muestras de que uno llevaba una vida ajetreada, rica, repleta de recados apremiantes. Previamente durante aquella hora del almuerzo, me había pasado por un Papa Gino’s, una cadena en la que rara vez comía, para comprar un cartón pequeño de leche con el que acompañar una galleta que inopinadamente me había comprado en una franquicia en quiebra, atraído por la idea de pasar unos minutos en la plaza frente a mi edificio comiéndome un postre ya impropio de mi edad y leyendo mi libro de bolsillo. Pagué por el cartón de leche y entonces la chica (en la identificación con su nombre ponía «Donna») vaciló, percatándose de que en la transacción faltaba un componente.

–¿Quiere una pajita? –dijo.

Vacilé a mi vez, ¿la quería? Mi interés por las pajitas para beber cualquier cosa aparte de batidos había decaído varios años atrás, alcanzando probablemente su máximo el año en que el mayor proveedor de pajitas cambió las de papel por las pajitas de plástico, y nos adentramos en la engorrosa era de la pajita flotante2; aunque aún me gustaban las pajitas de plástico acodadas, cuyos cuellos plisados se resistían a doblarse de un modo muy similar al ligerísimo agarrotamiento que padecen las articulaciones de los dedos cuando uno los mantiene durante un ratito en la misma posición3.

Así que cuando Donna me preguntó si con mi cartón pequeño de leche quería una pajita, le sonreí y dije, «No, gracias. Pero igual una bolsita sí que querría». Ella dijo, «Oh, disculpe», y se apresuró a echar mano de una bajo el mostrador, conmovedoramente aturdida, pensando que ya había metido la pata. Era bastante nueva; se notaba por el modo en que abrió la bolsa: tres prolongaciones de una anémona como dedos en el interior, de la manera más lenta. Le di las gracias y me fui, y luego empecé a plantearme: ¿por qué había pedido una bolsa para meter tan solo un cartón pequeño de leche? No se debió únicamente a una necesidad abstracta de posesión, a un deseo de proteger de las miradas ajenas la naturaleza de mi compra –aunque este sea a menudo un poderoso motivo que no ha de ridiculizarse–. Los tenderos de los pequeños colmados familiares, que entendían de estas cosas, te metían de forma instintiva cualquier producto que compraras –un paquete de conchas de pasta, un cartón de leche, palomitas Jiffy Pop para hacer a la sartén, una barra de pan– en una bolsa: los alimentos destinados a ser consumidos en casa, consideraban, no han de ser vistos más que dentro de ella. Pero incluso después de marcar en la caja productos como cigarrillos o un bombón helado, destinados obviamente al consumo ambulante, a menudo te incitaban, «¿Bolsita?». «¿Una bolsa?». «¿Le pongo bolsa?». El embolsado servía evidentemente para señalar el momento exacto en el cual la titularidad del bombón helado pasaba al comprador. Cuando iba al instituto solía incomodar a los dueños de dichos colmados, conforme echaban mecánicamente mano de una bolsa para mi cartón de leche, levantando una palma y diciendo con oficiosidad, «No me hace falta bolsa, gracias». Me marchaba llevando serenamente el cartón en una mano, como si se tratara de un gran libro de consulta al que tenía que recurrir con tanta frecuencia que me hastiaba.

¿Por qué había desairado yo de manera intencionada aquella convención suya, si desde muy pequeño me encantaban las bolsas y había aprendido a volver a doblar las bolsas grandes y gruesas del súper tensando bien los pliegues y dando después toquecitos por todo el centro de la doblez de cada lateral hasta que la bolsa comenzaba a encorvarse, como si estuviese herida, hasta que volvía a aplanarse? En aquel momento podría haber defendido quizás mi desaire aduciendo algo sobre desperdicios innecesarios, vertederos, etc. Pero el auténtico motivo era que por entonces me había convertido en un consumidor regular de revistas que mostraban fotos a color de mujeres en cueros, que en su mayor parte compraba no en los pequeños colmados familiares sino en los más recientes y más anónimos supermercados de barrio, repartiendo mis compras entre los distintos de la zona. En dichas tiendas, a veces el tipo de la caja retorcía con crueldad y fingida inocencia la convención del «¿Bolsita?», preguntando «¿Necesita bolsa?» –forzándome o bien a reconocer dicha necesidad con un gesto de la cabeza, o bien a hacerme el duro y a decir que no y a enrollar la revista de desnudos sin embolsar y a sujetarla al trasportín de mi bicicleta de tal manera que se viera solamente el anuncio de cigarrillos de regalo de la contraportada: «Carlton, el más bajo en alquitrán»4.

Por lo tanto, el hecho de que durante aquel periodo a menudo dijera que no a una bolsa para un cartón de leche en los pequeños colmados familiares era un modo de demostrarle a cualquiera que pudiese haber estado siguiendo mis movimientos que al menos en aquel instante, al salir de la tienda, no tenía nada que ocultar; que de vez en cuando hacía las típicas compras domésticas libres de vicios. Y ahora le estaba pidiendo a Donna una bolsita para mi cartón pequeño de leche con la intención de, al fin, aclarar el desconcierto que hubiese causado en dichos colmados familiares, de entregarme alegremente a la convención, de legársela incluso a alguien que en el Papa Gino’s aún no la hubiese aprendido del todo.

Pero existía un motivo más simple, menos antropológico por el cual le había pedido específicamente una bolsa a Donna, un motivo que, en aquel primer momento de análisis posterior en la acera, no había aislado del todo, pero que ahora, de camino a las escaleras mecánicas hacia la entreplanta y mirando la bolsa de CVS que acababa de pasarme de una mano a la otra, sí que percibía. Por lo visto siempre me gustaba tener una mano libre cuando caminaba, incluso si tenía que cargar con varias cosas: me gustaba poder darle una afectuosa palmada a la parte superior de un buzón verde para uso exclusivo del cartero, o hacer rebotar ligeramente mi puño contra la peana de acero de los semáforos, en ambos casos porque el placer de tocar aquellas superficies frías y polvorientas con el elástico músculo del lateral de la palma de mi mano resultaba intrínsecamente agradable, y porque me gustaba que otras personas me vieran como a un tipo con corbata si bien lo bastante desenfadado e informal como para andar haciendo eso que hacen los niños cuando arrastran un palo contra los barrotes negros de una verja de hierro fundido. En especial, me gustaba hacer una cosa: me gustaba pasar caminando tan pegado a un parquímetro que pareciera que iba a estampar la mano contra él, y en el último momento levantar el brazo lo justo para que me pasara por debajo de la axila. Todas aquellas acciones dependían de tener una mano libre; y en Papa Gino’s ya estaba sujetando el libro de bolsillo de Penguin, la bolsa de CVS y la bolsa con la galleta. Una posibilidad podría haber sido sujetar la forma de bloque del cartón pequeño de leche contra el libro de bolsillo, y los extremos superiores de la fina bolsa de la galleta y de la bolsa de CVS contra un lado del libro de bolsillo con el fin de dejar una mano libre, pero mis dedos tendrían que haber mantenido durante varias manzanas aquel incómodo agarre, entregados a levantar muros celulares, hasta que llegara a mi edificio. Una bolsa para la leche permitía una solución más grácil: podía hacer un rollo con los extremos superiores de la bolsa de la galleta, de la bolsa de CVS y de la bolsa de la leche como si fuesen una única bolsa y sujetarlas con mis acaracolados dedos, igual que si estuviese sacando a un niño de paseo. (Una pajita que sobresaliera de la bolsa con la leche habría obstaculizado dicho rollo, ¡menos mal que la había rechazado!). Luego podía introducir el libro de bolsillo en el espacio entre el rollo de la bolsa de papel y la palma de mi mano. Y esto es lo que había hecho, en efecto. Al principio la bolsa del Papa Gino’s estaba rígida, pero enseguida mis pasos suavizaron un tanto el papel, aunque nunca la llevo hasta ese estado de absoluto silencio y afranelada suavidad que alcanza una bolsa cuando cargas con ella todo el día, con su manejable rulo tan finamente arrugado y adaptado a tus dedos que al llegar a casa incluso dudas si desenrollarlo.

No fue sino entonces, cerca de la base de las escaleras, mientras me fijaba en cómo mi mano izquierda se hacía tanto con el libro de bolsillo como con la bolsa de CVS, cuando consolidé la minúscula comprensión que casi había tenido quince minutos antes. Entonces no había sido etiquetada como conocimiento a retener para una posterior recuperación, y me habría olvidado completamente de ello de no haber sido por la visión de la bolsa de CVS, lo suficientemente similar a la bolsa del cartón de leche como para desencadenar leves vibraciones de comparación. Bajo el microscopio, incluso observaciones insignificantes como esta terminan casi siempre por revelarse como más incrementales de lo que más tarde uno se ve tentado a presentarlas. Habría resultado menos aparatoso, para el relato que estoy haciendo aquí de una hora del almuerzo específica de hace varios años, haber fingido que el pensamiento de la bolsa se me había ocurrido por completo y «de un tirón» al pie de las escaleras mecánicas de subida, pero lo cierto era que no se trataba sino de la última de una secuencia muy larga de experiencias parcialmente olvidadas, inarticulables, que alcanzaba finalmente un punto al que por vez primera le prestaba atención.

En la bolsa de CVS había un par de cordones nuevos.

 

1  Me encanta la constancia del resplandor en los bordes de los objetos en movimiento. Incluso las hélices o los ventiladores de mesa centellearán ininterrumpidamente en determinados lugares en la grisura de su rotación; la curva de cada aspa recoge por un instante la luz en su circuito y la transfiere luego a sus sucesoras.

2  Me quedé mirando con incredulidad la primera vez que una pajita emergió de mi lata de refresco y se quedó flotando por encima de la mesa, detenida apenas por las rebabas del lado interno del abridor metálico. Tenía en una mano una porción de pizza, plegada y sujeta con tres dedos para que no se venciera y que la grasa del queso se derramara en el plato de papel, y en la otra mano un libro de bolsillo sujeto de manera similar –¿qué se suponía que tenía que hacer?–. La gracia de las pajitas, había pensado, estaba en que no tenías que soltar la porción de pizza para sorber una dosis de Coca-Cola mientras leías un libro. Enseguida descubrí, como quizás otros muchos, que existía un modo de beber sin manos con aquellas nuevas pajitas flotantes: tenías que encorvarte hacia la mesa y agarrar con los labios la pajita casi horizontal, y reconducirla al interior de la lata todas y cada una de las veces que querías un sorbo, a la vez que forzabas la vista para que siguiera enfocando a la frase de la página que estuvieses leyendo. ¿Cómo habían podido cometer los ingenieros de pajitas un error tan elemental, diseñando una pajita que pesaba menos que el agua azucarada en la cual se pretendía que se sostuviera? ¡De locos! Pero más tarde, cuando reflexioné algo más sobre el asunto, decidí que, pese a que los ingenieros de pajitas merecían probablemente que se los culpara por no haber previsto la flotabilidad de la pajita, el problema era más complejo de lo que al principio había imaginado. Ya puestos a reconstruir aquel momento de la historia, circa 1970 o así, lo que sucedía era que la densidad del material empleado en lugar del papel era en efecto mayor que la de la Coca-Cola –sus ecuaciones eran absolutamente correctas–, las primeras series de fabricación tenían buena pinta, y si bien la ratio del peso agua/plástico estaba un tanto ajustada, siguieron adelante. Lo que habían olvidado tener en cuenta, tal vez, fue que las burbujas del carbonatado se adhieren a asperezas invisibles de la superficie de la pajita, y hasta es probable que sean generadas por turbulencias en la punta de la pajita conforme la sumerges en la bebida; revestida pues de burbujas, la pajita, que en su día era solo marginalmente más pesada, reasciende hasta que el área de su superficie que permanece sumergida no dispone de burbujas para seguir elevándola. Pese a que la anterior pajita de papel, con su veta en espiral, fuese mucho más rugosa que el plástico, y más susceptible de atraer las burbujas, era porosa: se empapaba con un poco de Coca-Cola a modo de contrapeso y se quedaba quieta. Vale –un descuido–; ¿por qué no se corrigió? ¿Una receta diferente para el plástico, una pajita más gruesa? Sin lugar a dudas, los grandes clientes, las empresas de comida rápida, no habrían tolerado pajitas varadas en sus restaurantes más que seis meses a lo sumo. Tendrían que haber dedicado departamentos enteros a arrancarle concesiones a Sweetheart y a Marcal. Pero casi al mismo tiempo los locales de comida rápida estaban adaptándose a su propia novedad: en todos los refrescos que servían, para llevar o para tomar en el local, estaban colocando tapas antisalpicaduras, las cuales reducían los vertidos, y las tapas antisalpicaduras traían en el centro una crucecita que en la era de las pajitas de papel había sido fuente de cierta infelicidad, porque la cruz estaba a menudo tan prieta que la pajita de papel se chafaba cuando intentabas introducirla por ella. Los hombres de las pajitas en las empresas de comida rápida tuvieron que escoger: o bien a) hacemos las ranuras de las cruces más fáciles de perforar para que las pajitas de papel no se chafen, o bien b) abandonamos por completo el papel y hacemos las ranuras todavía más prietas, para que 1) cualquier tendencia a flotar resulte del todo anulada, y 2) la juntura entre la pajita y las ranuras en cruz quede tan prieta que casi nada del refresco se salga y manche las tapicerías de los coches y la ropa, y genere frustración. Y b) fue para ellos la solución ideal, dejando de lado el atractivo precio que les estaban ofreciendo los fabricantes de pajitas mientras en sus plantas sustituían los aparatos para papel espiralado por máquinas de extrusión de alta velocidad –así que la adoptaron, sin pensar que su decisión tuviera importantes consecuencias para todos los restaurantes y (en especial) los locales de pizzas que servían latas de refrescos–. De buenas a primeras el distribuidor de artículos de papel les estaba ofreciendo a los pequeños restaurantes pajitas flotantes de plástico y solamente pajitas flotantes de plástico, y diciéndoles que era así como estaban funcionando todas las grandes cadenas; y las pequeñas bocaterías no realizaron exámenes independientes usando latas de refresco en lugar de vasos con tapas antisalpicaduras con ranuras en cruz. De este modo, la calidad de vida, sin ser culpa de nadie, disminuyó como un octavo, justo hasta el pasado año, creo, cuando cierto día me di cuenta de que una pajita de plástico, fabricada con algún polímero más sutil, a rayas de un solo color, ¡se mantenía anclada al fondo de mi lata!

3  Cuando era pequeño dediqué una buena cantidad de tiempo a pensar en el efecto articulación-dedo; daba por hecho que cuando hacías crujir con suavidad aquellas barreras transitorias estabas allanando «muros celulares» auténticos que la articulación había construido para delimitar la que, dada tu inmovilidad, creía que iba a ser la geografía definitiva e invariable de aquella región microscópica.

4  Durante varios años resultó inconcebible comprar una de aquellas publicaciones cuando había una chica tras el mostrador; pero cierta vez, intrépidamente, lo intenté –la miré directamente al rímel y le pedí una Penthouse aunque prefería Oui o Club, menos pretenciosas, diciéndolo no obstante tan bajito que ella oía «Powerhouse» y señalaba alegremente la chocolatina, hasta que le repetí el nombre–. Rompiendo todo contacto visual, colocó el documento en el mostrador que nos separaba –era allá cuando aún aparecían pezones en las portadas– y la marcó en la caja junto con el pequeño envase de Woolite que iba a comprar para distraer la atención: estaba ruborizada y agitada y quizás ligeramente excitada, y deslizó la revista al interior de una bolsa sin preguntarme si la «necesitaba» o no. Aquella tarde extendí aquel breve bochorno suyo en forma de útil escena en la cual yo me convertía en un cliente habitual que una vez a la semana le compraba una revista para hombres, siempre la mañana de los martes, hasta que el propio campanillazo de mi entrada al 7-Eleven estuvo cargado para ambos de una temblorosa turbación y cuando llegaba a casa empezaba a hallar notitas escritas a mano colocadas en las páginas más desplegables de la revista que decían, «¡Hola! –la Cajera–», y «Anoche posé más o menos así delante del espejo de mi habitación –la Cajera–», y «A veces miro estas fotos y pienso en ti mirándolas –la Cajera–». Las rotaciones son siempre un problema en esas tiendas, y la siguiente vez que entré ella lo había dejado.

Capítulo Dos

Mi cordón izquierdo se había roto justo antes del almuerzo. En cierto momento de la mañana se me había desatado el zapato izquierdo, y según me había sentado a mi escritorio a trabajar en un memorando mi pie había presentido su libertad potencial y se había zafado de aquella sauna de cordobán negro para aliviarse con movimientos rítmicos bajo mi escritorio sobre una zona del enmoquetado de pared a pared y el cual, al contrario que en las apisonadas zonas comunes, aún seguía tan mullido y fibroso como lo estuvo el día que lo instalaron. Únicamente bajo los escritorios y en las salas de conferencias apenas usadas seguía la hebra lo bastante afelpada como para conservar las hermosas emes y uves que el personal de noche dejaba a medida que con las pasadas de sus varitas aspiradoras hacían que franjas de penachos limpios de polvo se orientaran en direcciones que absorbían y reflejaban la luz a intervalos. El prácticamente universal enmoquetado de las oficinas debió de acontecer en el transcurso de mi vida, a juzgar por las películas en blanco y negro y los cuadros de Hopper: desde la expansión del enmoquetado, lo único que se oye cuando las personas pasan son sus propios ruidos –el frufrú de sus impermeables, el tintineo de la calderilla, el crujido de sus zapatos, los eficaces resoplidillos que hacen para indicar, a nosotros y a ellos mismos, que están ocupados y que tienen un buen motivo para dirigirse adonde sea, además de la ráfaga cuasisónica de las abrumadoras y fallidas fragancias de las recepcionistas y los ahogos disimulados y las lenguas sacadas y las manos con pulseras llevadas al gaznate que las secretarias perfumadas con mejor gusto intercambian en su estela–. En cada oficina uno o dos individuos (Dave en la mía), que poseen estilos especiales de caminar a zapatazos, puede que aún se las apañen para que sus pisadas se oigan; pero, en general, ahora en el trabajo todos volamos al ras: una mejora enorme, como sabe cualquiera que haya visitado esas zonas de las oficinas que por diversos motivos todavía presentan baldosines de linóleo –cafeterías, salas para el correo, cuartos de ordenadores–. El linóleo resultaba soportable allá cuando la luz incandescente estaba ahí para contrarrestarlo con un brillo mitigador, pero la combinación de fluorescente y linóleo, la cual debió de extenderse durante varios años conforme ambas tendencias se solapaban, no es la más adecuada.

Mientras trabajaba, pues, mi pie se había zafado, sin aprobación alguna por parte de mi voluntad consciente, del zapato desatado en pos de la textura de la moqueta; aunque ahora, conforme reconstruyo dicho momento, me percato de que estaba operando también un deseo más específico: cuando deslizas el pie con su calcetín sobre una superficie enmoquetada, las fibras del calcetín y de la moqueta se enredan y se traban, de modo que si bien crees que estás disfrutando de la textura del enmoquetado, en realidad estás disfrutando del roce de la superficie interna del calcetín contra la planta del pie, algo que normalmente llegas a experimentar solo cuando te pones el calcetín por las mañanas1.

Pocos minutos antes de las doce, paré de trabajar, tiré mis tapones para los oídos a la papelera y, con mayor cuidado, el remanente de mi café de la mañana –colocándolo en vertical dentro de los foques convergentes de la bolsa del cubo de la basura en la base del receptáculo en sí–. Grapé una copia a carbón de un memorando que alguien me había remitido a una copia de un memorando anterior que había redactado yo sobre la misma materia y en la parte de arriba escribí a mi director, con el mejor de mis garabatos informales, «Abe… ¿sigo machacando a esta gente o lo dejo?». Puse los papeles grapados en una de mis bandejas Eldon, inseguro de si reenviárselos o no a Abelardo. Luego me puse el zapato volteándolo con un toquecito en un lateral, enganchándolo con el pie y sacudiéndolo hasta que encajó. Todo esto lo completé a tientas con el pie; y al encorvarme sobre los papeles de mi escritorio para alcanzar el cordón desatado, experimenté una leve oleada de orgullo por ser capaz de atarme el cordón sin mirar. En ese momento, Dave, Sue y Steve, de camino al almuerzo, me saludaron con la mano al pasar por delante de mi oficina. Como estaba justo en mitad de atarme un zapato, no pude corresponder con desenfado al saludo, así que voceé un sorprendido, un sobrexcitado «¡Que vaya bien, muchachos!». Desaparecieron; tiré bien del cordón izquierdo y bingo, se rompió.

La curva de incredulidad y resignación que en aquel momento soporté fue del tipo que en la vida provocan cierta clase de sucesos, interrupciones de las rutinas físicas, tales como:

a) alcanzar el último escalón pero creyendo que todavía falta por subir otro escalón, dando un plantillazo contra el rellano;

b) tirar del hilo rojo que se supone que abre de par en par el envoltorio de una tirita Band-Aid y liberarlo por completo de este sin desgarrarlo;

c) ir a cortar un trozo de cinta adhesiva Scotch del rollo que reside semihundido en ese negro y solemne dispensador suyo con aspecto de un viejo automóvil Duesenberg, oír el susurro ligeramente descendente del plástico con revestimiento adhesivo que se despega del anverso de la cinta al salir (con tono descendente porque la tira, si bien amplifica el sonido, se va haciendo también más larga conforme tiras de ella2), y entonces, justo cuando tienes la intención de cortar el trozo con el serrado metálico, llegar al más recóndito final del rollo, de tal forma que el segmento del cual has estado tirando flota inesperadamente libre. Ahora más que nunca, con el ascenso de las notas adhesivas, las cuales han logrado que los enormes dispensadores negros de cinta adhesiva luzcan todavía más pomposos y más Biedermeier y trágicamente obsoletos, uno casi cree que jamás va a alcanzar el final del rollo de cinta; y cuando lo alcanzas, se da una sensación cercana, si bien muy breve, a la conmoción y la pena;

d) proponerte grapar un grueso memorando y ansiar, conforme empiezas a reclinarte sobre la brontosáurica cabeza del cuerpo de la grapadora3, acometer las tres fases del acto– primera, antes de que el cuerpo de la grapadora haga contacto con el papel, la resistencia del muelle que mantiene erguido el cuerpo; después, segunda