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Dieciséis cuentos de un autor maduro en sus obsesiones: la memoria trabajada, la ironía sutil, el talento para narrar desde múltiples perspectivas. Fernando Clemot ya había demostrado en libros anteriores sus capacidades para la novela y el cuento. En "La lengua de los ahogados" se arrima a una prosa poética cambiante, a la que no le falta ni le sobra nada. Nada más que el exceso propio del que trae relatos sobre amor, venganza, infancia y ambigüedad. Uno que sabe alimentar sus cuentos con silencio y rodeos.
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Seitenzahl: 176
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Fernando Clemot
Saga
La lengua de los ahogados
Copyright © 2016, 2022 Fernando Clemot and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728013588
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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"Je reviendrai, avec des membres de fer, la peau sombre, l'oeil furieux: sur mon masque, on me jugera d'une race forte. J'aurai de l'or".
( Regresaré, con miembros de hierro, la piel oscurecida y la mirada furiosa: a juzgar por mi máscara pensarán que soy de una raza fuerte. Tendré oro.)
Une Saison en Enfer: Arthur Rimbaud
y los ahogados desaparecen en el agua cuando se quedan sin resuello, entonces el cuerpo se les aploma y se hunden hacia el fondo y pasados los días emergen para recordarnos que estaban allí, como un tronco que estuviera embarrancado en el cieno, la naturaleza es sabia también para eso y hace que vuelvan a salir, ¿recuerdas la historia de tu suegro José María?, fue el único que salió vivo de aquella partida de hombres que iban en una barca cruzando el río, murieron siete, todos menos él, no es el agua un elemento en el que nos movamos bien, flotamos a trompicones y con esfuerzos, como si tuviéramos una pataleta de críos, si dejas de moverte el agua te manda al fondo porque no nacimos para entrar en el mar, ni en los ríos, que están llenos de sifones, corrientes y simas, ¿sabes cuánto aire cabe en los pulmones de un hombre?, una botella como la que has traído con el aceite, cinco litros, si dejas escapar una cuarta parte es suficiente para que te vayas al fondo, así es, no nos movemos bien en el agua aunque queramos imitar a los peces, tenemos los huesos pesados y llenos de salientes, como una zarza, arrastramos lastre en las rodillas, en los codos y en cuello, tenemos huesos gruesos y ceñudos, extraños como la pelvis o la rótula, otros pesados y con nombres bíblicos como el hueso sacro y el ilión, juntos forman un aguijón y guardan el recuerdo del animal que fuimos, también es un hueso árido y pesadísimo el calcáneo, que es como una espuela rodeada del rosario de huesos de los pies, pues con toda esa armadura a cuestas tratamos de mantenernos a flote, no he conocido ningún hombre que pueda estar más de una noche nadando o flotando en el agua, no es ese nuestro destino, Antonio, nuestros pulmones no son ligeros, son densos, están lastrados de sangre y de tubos, hasta nuestros genitales pesan y nos lleva al fondo, y podría seguir diciéndote más, ¿qué ocurre con nuestra piel cuando está mucho tiempo en el agua?, se avejenta como una pasa, ¿has visto algún ahogado, Antonio?, seguro que sí, tuvimos la desgracia de ver muchos en la guerra y también aquí cerca, en el río, que aquí despacharon a algunos y vimos cómo quedaban, pasados unos días el agua lo cuartea todo y las carnes se abren como si hubiera pasado una yunta por encima, se abotarga y cambia la expresión, el hombre se transforma en un fardo, como una bota hinchada de vino, es un espectáculo que no recomiendo a nadie, somos un animal muy frágil en el agua, Antonio, los sabios dicen que hace millones de años que salimos de allí y por eso todo nuestro organismo está ya organizado a imagen y semejanza de la tierra, somos parte de ella, reflejamos lo que nos rodea, nos hemos endurecido y resecado como ella, si lo observas somos un ser hecho a piezas, como un mecano con el que juegan los críos, sí, con sus articulaciones y rigidez en los giros y esos juguetes de hojalata aguantan muy mal en el agua, nuestro garganta también es débil, la tráquea no tiene la rigidez que debiera, con ese nudo grueso ahí que forma la nuez y que nos recuerda nuestro pecado y nos dice también que estamos atados a la tierra, en muchas partes bastaría con un apretón para quebrarlos, las muñecas, los parietales, las costillas, y si se desbarata esa pieza se rompe el puzle, somos un mecano al que le faltan piezas, con tres vasos de agua o cuatro sin respirar habría suficiente para ahogarnos, los peces están preparados para nadar, ¿has probado de mover la raspa de cualquier pescado?, hasta la del pez más grande que hayas visto apenas pesa, por dentro están llenos de salientes, como una zarza, pero también de aire, su raspa es un soplo de viento mientras que nuestro cuerpo es un laberinto de pesos y junturas, como si lo hubieran soldado para que no nos moviéramos de la tierra y si te digo la verdad creo que Dios nos hizo así por algún motivo, te contaré una historia que no conoce nadie, Antonio, yo creo que fui un buen nadador, di un curso de natación antes de la guerra, en Madrid, en las piscinas La isla y me aficioné sin tener en cuenta los peligros, creía que nadaba bien así que siempre que iba de viaje buscaba un lugar con playa, pensaba como tú, estaba harto de este sol, de la dureza de este clima, de asarme en verano y helarme en el invierno y por eso solía ir a Biarritz o a Santander en los veranos y también a la Costa Brava y así fue hace unos veinte años que fui a la isla de Madeira con mi mujer, es una isla portuguesa en mitad del Atlántico, allí no tienen apenas playas de arena y suelen darse los baños en lo que ellos llaman piscinas naturales que son calas de agua de mar que han cerrado al mar abierto y donde no hay oleaje ni peligros, pues bien con mi mujer estuvimos en una de estas, a las afueras de la capital, solía ir con unas gafas de buceo y mirando el fondo, en esa isla hay mucha pesca y tienen unos bonitos rincones y como la piscina no daba para mucho decidí salir fuera y recorrer el perímetro del dique mirando a ver qué veía, y de ida fui bien, estuve bordeando unos roquedales muy hermosos donde había un banco de peces entre unas gorgonias, me entretuve, debía ir a favor de corriente por lo que nadaba rápido y sin problemas, cuando me di cuenta estaba mucho más lejos de lo que pensaba y traté de volver, avancé algo, estaba a la vista de la gente que estaba en la piscina pero no conseguía llegar al malecón, una corriente que era como un brazo me llevaba mar adentro, las olas que antes no notaba ahora me cubrían la nariz y los ojos, me desesperé, solté las aletas y me lancé a nadar como un loco, veía a la gente pasear por la orilla del dique, gritaba pero no me oían, el romper de las olas se comía cualquier sonido, tras un buen rato luchando contra la corriente me dejé ir, pensé en lo estúpido que era morir ahogado a la vista de la gente y me dejé ir, al final la corriente que me llevaba mar adentro cambió y me arrastró contra unas rocas, me golpeé las piernas y las manos, me llené de heridas pero pude salir de allí, ni a mi mujer le conté con detalle qué había pasado y nunca más he vuelto a ir a la playa, entendí la lección y aquello que me había parecido un juego casi acaba conmigo, el mar es así de traidor, dentro de él hay corrientes, fuerzas que no vemos que son como los brazos de una docena de hombres que te llevan al fondo, recela siempre del agua, Antonio, no es nuestro medio, expulsamos siempre el agua, nuestro cuerpo la filtra y la echa fuera, la orina, el sudor, los humores y las secreciones, nuestro cuerpo las deja bajar hacia el fondo de su pozo ciego, no las retiene, y si las conserva mueres hinchado, como esos enfermos horribles que mueren del hígado, por la hidropesía, ¿viste cómo murió Palomo?, háblale a él de los beneficios del agua, el mar es un elemento de muerte, se han hundido barcos enteros con centenares de hombres, estando en Santander oí que alguna tempestad se llevó a doscientos marineros en una tarde, habla con un pescador y verás que te dice, el yugo al que les somete el mar es mucho peor que el que nosotros tenemos con la tierra, Antonio, sería macabro enseñar a tus hijos un elemento de muerte, sería como llevarlos a ver un fusilamiento o mostrarles un garrote vil ensangrentado, olvida esa idea de ir con tus hijos a ver el mar, les ahorrarás sufrimientos, ve con ellos a un sitio más hermoso, no sé, Aranjuez, El Escorial, Toledo, ya verán el mar cuando tengan necesidad, no por capricho, quizá crees en ellos un hábito, un cebo del que te arrepientas, debemos mirar hacia arriba, hacia arriba, Antonio, al aire, al cielo tan hermoso que nos rodea, quizá mirándolo al revés nos demos cuenta que este campo, el pueblo, las ciudades, nosotros, son el fondo de algo mucho más grande y hermoso, de que en realidad vivimos en el fondo de un océano de aire, que el verdadero océano lo tenemos sobre nuestras cabezas y que el otro no es más que aguas muertas, charcas llenas de cieno y delirio
Solía subir con él al embalse. Formábamos una pareja extraña: él tenía dieciocho años y yo sólo trece. Apenas hablábamos en aquel rato y así enmarcaba su mítica, el mutismo con que resolvía cada una de sus acciones.
Era amigo de mi primo Jose y trabajaba con unos yeseros que había junto al taller de motos. Había dejado el colegio antes de acabar la primaria. En aquellos ratos en la presa se mostraba taciturno y distante y solíamos pasar buena parte del tiempo en silencio, yo tirando piedras o palos a la corriente y él mirando las aguas bullir y dar vueltas cerca del desaguadero. Podíamos estar así largo rato. Había un enigma hierático en todo lo que hacía, en la pausa con que se movía y lanzaba la tacha del cigarrillo a las aguas o lamía la pega de un porro: también era un misterio aquella extraña querencia que me mostraba. ¿Qué podía buscar él en mí? Yo era un niño tímido y algo solitario y a él lo reverenciaban sus amigos y todas las chicas del pueblo. Nunca supe por qué lo hacía pero en aquellas semanas siempre que pasaba por la casa de mis padres hacía sonar el claxon y yo salía sabiendo que subiríamos a la presa y que, aunque sólo fuera por un rato, podría presumir de amigo.
De camino al pantano solía fumar un cigarrillo tras otro mientras soltaba la tobera de humo por la ventanilla. No me miraba al responder aunque de tanto en tanto se reía con mis salidas que debían parecerle estúpidas o infantiles. Él representaba en aquel verano todo lo que yo quería ser cuando tuviera cuatro años más. Fumaba duro, tabaco negro y barato, de tanto en tanto algún porro, y transportaba placas y sacos de yeso mucho antes de tener el carnet. Se le marcaban los músculos del antebrazo y estaba muy moreno. Era viril y sereno. Conducía con furia un R4 que temblaba como si se fuera a deshacer: tenía la furgoneta los amortiguadores desechos de cargar las placas de yeso; las marchas del salpicadero las apuraba en cada curva, en cada cuesta camino de la presa donde me habían dicho que acababan todos sus ligues. Aquella leyenda aumentaba mi interés por estar allí, por conocer qué prohibidas historias escondía el aparcamiento de la presa.
Sólo lo vi dos veces con aquellas chicas antes de empezar a frecuentarlo. La primera vez iba con mis padres a casa de mis tíos y estaban con las motos frente a la terraza del bar. Aceleraban y desaceleraban con violencia. La furgoneta estaba aparcada y derrapaba con una Bultaco ruidosa. Detrás de él estaba Sandra, una de las chicas más guapas del pueblo, se cogía a él con fuerza, miré con una mezcla de envidia y deseo la escena: ella llevaba una falda corta que se levantaba al acelerar la moto y mostraba la pierna hasta la línea del bañador, se pegaba en cada uno de los acelerones más a él e imaginé que debía estar sintiendo el peso de sus pechos a través de la chupa tejana. No pude ver mucho más; el grupo de motos aceleró y se perdieron bramando cuesta arriba, hacia los caminos de tierra de la parte alta del pueblo.
Marga fue la otra chica con la que lo vi y aquel encuentro sí que me generó una sensación más encontrada. Marga tenía un par de años más que yo y que mis primos y era una de las primeras mujeres con las que nos atrevimos a hablar. Era guapa y simpática, se acercó ella mientras subíamos hacia casa después de un interminable partido de fútbol. Anochecía y en el descampado no había luz. Veníamos sudando, llenos de polvo y con las piernas rascadas de la arena del terregal y ella estaba en la puerta de su casa junto a una prima suya. Su prima era su contrapunto: llevaba cresta y una camiseta negra, me fijé en los pantalones rotos y su cinturón de pinchos, bajo toda aquella parafernalia emergían unos ojos familiares, iguales a los de Marga. En otras circunstancias nos hubiera enamorado perdidamente de su prima también pero su presencia era demasiado sofisticada para nosotros que todavía llevábamos la ropa que compraban nuestras madres en el mercadillo. Nos intimidaba. Enamorarse de Marga era más sencillo: usaba una ropa más corriente, casi como la nuestra, llevaba el pelo corto y tenía mechas rubias. Era limpia y hermosa. Que hablara con nosotros hizo que volviéramos a casa en una nube, en la misma que seguimos flotando cada día que pasábamos por su puerta, allí estaba siempre junto a su prima a la que parecíamos molestar y ni siquiera nos miraba, seguimos hablando con ella durante todas aquellas semanas. También nosotros cambiamos: solíamos subir la cuesta mucho más arreglados, con las piernas y el pelo lavado en la fuente, incluso fuimos abandonando los partidos de fútbol en la era y en el fondo se creó una pugna soterrada entre mis primos y yo por ver quién conseguía hablar más tiempo con ella.
Todos imaginábamos un futuro de felicidad eterna junto a ella. Marga era la esperanza que removía nuestros corazones en aquellas semanas cercanas a las fiestas, su sonrisa contenía todos los secretos que nos estaban vedados y por eso cuando la vimos subida en aquella moto, pegando su cuerpo a él, escondiendo su mirada de la nuestra, fue como si nuestras ilusiones se escurrieran por el sumidero de la fuente.
Mis primos nunca le perdonaron lo de Marga y por eso cuando les dije que era amigo de mi primo Jose y que había subido con él a la presa se ensañaron conmigo, ¿dónde vas con ese animal?, ¿te has vuelto loco?, es un chulo, Gerardo nos ha dicho que es el que les pasa el chocolate a la pandilla del bar, siempre anda metido en peleas y jaleos, es un camello, ¿cómo te juntas con ese idiota?, no nos dirige la palabra, mira a ver qué es lo que quiere que seguro que no es nada bueno. Callé pero también decidí no comentarles más que subía con él a la presa.
Solía pasar a recogerme a primera hora de la tarde, en plena siesta y apenas estábamos un rato juntos, en alguna ocasión me contaba secretos del canal que conocía porque su padre y su hermano habían trabajado en la obra, me decía que en ese tramo el trasvase bajaba muy tranquilo pero que la corriente crecía al acercarse a los rápidos de Villalgordo, allí el agua te puede y si cayeras al canal sólo tienes un par de escaleras donde agarrarte antes de acabar en el sifón o en las tuberías, yo lo escuchaba con atención y también me decía que alguna vez se había bañado por la noche en la parte tranquila, con sus amigos de las motos, con mi primo Jose también, y mientras hablaba recordaba una anécdota del abuelo José María que sobrevivió a una barca que volcó en el río, frente a Villalgordo, iban ocho y el abuelo fue el único que sobrevivió, cada año celebraba aquel lejano día como si fuera su cumpleaños y nos invitaba a un helado o nos daba veinte duros para que nos los gastáramos en lo que quisiéramos, lo pensaba pero no me atrevía a comentarlo, pensaba que para él no tendría importancia o no podría contarlo con el énfasis con que lo contaba el abuelo, callaba mientras él se liaba un porro, se lo fumaba despacio mirando la corriente del pantano y volvíamos de nuevo al pueblo. Solía estar siempre de vuelta a la hora de los partidillos en la era, que tras el chasco con Marga se reanudaron de forma inmediata.
La última vez que subí con él a la presa fue después de las fiestas, en esa pequeña pausa que hay siempre antes de que empiecen las del pueblo de al lado. En aquella ocasión no nos quedamos en el coche o en el borde del pantano sino que nos acercamos a la caída de la presa, que con la sequía estaba cerrada desde hacía meses. Era una larga rampa de cemento donde confluían las compuertas de descarga con un canal de rebalse lateral. Verdeaba el orín en las junturas de las piezas de cemento y cincuenta metros más abajo un caos de rocas señalaba el fondo. Sólo asomarse ya producía un vértigo insoportable. Él me dijo que alguna vez con sus amigos habían bajado hasta el fondo de piedras por el canal de rebalse, que no era difícil pero que había que tenerlos bien puestos, que estaba muy empinado y que podías tener un buen susto.
Volví a mirar la pendiente de cemento, las rocas partidas en el fondo y la ladera de pinos que rodeaba a la presa, también el pequeño canal que bajaba paralelo a mano izquierda. Lo miré a él, parecía ensimismado en su enésimo cigarrillo, no debía mirar; salté la barandilla con facilidad y bordeé la repisa de cemento que llevaba hasta el principio del canal de rebalse. Para cuando él se había levantado y me gritaba yo ya me había agarrado a los laterales del canal y bajaba presa abajo, marcando cada paso con un nuevo agarre a los bordes del canal. Bajé de espaldas y sin mirar hacia abajo, con una decisión que desconocía y sin dejarme amedrentar por los gritos y amenazas que venían de arriba, debía bajar hasta el fondo de la presa, demostrarle que era capaz y que no debía tratarme ya como un niñato pusilánime.
Tras evitar un tramo con un zócalo de verdín que patinaba llegué al fondo de la presa con mayor facilidad de la esperada. Me sentía allí abajo una persona distinta: era fuerte, viril, caminaba con decisión por el fondo de rocas, había dejado atrás todos los miedos. Miré a mi alrededor: todo estaba en silencio. Hacia arriba tampoco vi asomarse a nadie. Las piedras del fondo reseco de la presa tenían el color del azafrán y durante un instante me sentí como un astronauta que recorriera la superficie de la Luna o Marte. Me imaginé así, incluso di algunos saltos imitando lo que había visto en la tele y durante aquellos minutos corrí y salté enloquecido entre aquellas rocas amarillas que tenían el doble de altura que yo. También descubrí entre aquel caos de piedras montoneras de ramas y restos de plásticos. Entre la hojarasca surgió una bolsa de abono reventada que tenía una etiqueta de una cooperativa de Pareja, en la cabecera del trasvase, y pensé que si el canal había arrastrado aquella bolsa tantos kilómetros tendría un valor incalculable. Me la até al cinturón y seguí caminando entre las piedras, troncos y ramas hasta que encontré un trozo de chapa que al removerlo identifiqué con una matrícula de coche retorcida. Me entretuve en desdoblarla y apareció una matrícula negra, llena de mellas. Era de un coche francés e imaginé que debía pertenecer a un vehículo caído al canal y fantaseé con un accidente, tal vez con muertos y un rescate dramático. Coloqué la chapa doblada en el cinturón junto a la bolsa y todavía con la excitación de aquella aventura palpitando en mi pecho me acerqué de nuevo a la presa para volver a trepar por el canal de rebalse, con ganas de deslumbrar con aquellos trofeos a mi amigo. No volvería a dudar de mi valía.