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Los viajes pueden ser literales, figurados, interiores, virtuales. ¿De cuántos tipos más? Muchos, casi todos, quedan cubiertos en estos cuentos de "Safaris inolvidables". Los protagonizan un marinero que es interrogado, el escritor Alberto Moravia, tres personas que acuden a "El Programa" para recorrer lugares lejanos: todos personajes incómodos con su actualidad que se ponen a recordar y cargan energía en esa operación. El viaje que más le interesa a Clemot es el viaje por los tiempos de la propia vida. Eso hace que los relatos del libro se construyan en el filo de una revisitación continua, inestable y cautivadora.
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Seitenzahl: 174
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Fernando Clemot
Saga
Safaris inolvidables
Copyright © 2012, 2022 Fernando Clemot and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728013564
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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A Pilar, mi ángel.
“...estimulado por el deber de completar con la vista lo que he intuido por el oído, me he puesto a observar la escena desde el resquicio de la puerta...”
Alberto Moravia:”El hombre que mira”
No hay peor momento que el anochecer para acabar un viaje.
Es bajo el influjo de esa luz mórbida donde se apagan las emociones de la jornada y resplandecen todos los miedos; chirrían como vidrios bajo nuestras plantas antiguos fantasmas que creíamos sofocados, se endurecen las certezas como una piedra que nos ha de llevar al fondo; añoramos entonces hogares y vidas pasadas, a nuestros padres muertos, a las parejas condenadas y a las amantes que no pasaron de serlo.
Si el viaje es de retorno a una ciudad conocida se afean todos los síntomas: acuden a recibirnos los que habitaron allí con nosotros, los que compartieron una vida pasada que se nos presenta con sus mejores galas. Se agigantan virtudes discretas de aquel tiempo y se achican las miserias y pecados con que nos confundieron; no hay maleta con más lastre que el pasado, somos sólo fatiga al anochecer de este viaje, tristes esclavos del recuerdo.
Desde aquí hacen cerco en sus fachadas sepia las primeras luces de Lisboa; me palpo el pecho, dicen que las heridas del muerto se abren y sangran a la vista del asesino; con las ciudades en las que vivimos debe suceder lo mismo, acude el recuerdo a recoger nuestro equipaje a la estación, o muchas veces ya antes, como ahora que bordeo el Tajo y ya se adivina la presencia de la ciudad. Aparecen las urbanizaciones más proletarias, las mismas que descubrí con curiosidad la primera vez que llegué y aparecen también las carreteras concurridas que van hacia el norte, son las mismas por las que huíamos del centro en aquellos sábados enervados, saciados de salitre y saliva.
A lo lejos la línea de cables del puente y una catenaria de utilitarios humildes cruzando el Veinticinco de Abril, focos que susurran al oído que mientras esté allí no me van a soltar los recuerdos, que harán presa de mí los vestigios morbosos de mi plenitud sexual, los instantes frívolos y también los más dulces, los de aquellos últimos meses que aúllan detrás como reses de matadero. Me duelen como la resaca de mis últimas veladas en Lisboa, cuando parecía que se acababa el mundo, aquellas noches que hinchan como el cuello de un ave las velas negras de mi nostalgia.
Hubiera preferido otra estación, como las que volví a recorrer con el programa, llegar a Santa Apolonia o la Gare de Oriente, cerca de la Expo, no en el Rossío, allí no podría ampararme la noche; ellos esperaban, los vería al cruzar el arco de herradura y si no llegaran acudiría una niebla tricotada con su aliento, mal asunto, me envolvería y repetiría a cada paso con su lengua de chiribita, ¿por qué no te quedaste con nosotros? ¿no eras acaso feliz?, ¿de qué te ha servido tanta aventura?, ¿por qué te fuiste?, ¿no ves?, nosotros seguimos igual.
Fantasmas o ausencias iba a ser la estación su escenario, y aquella certeza convirtió en más acalorada la espera, anochecía bajo un cielo de conchas líquidas, tan sucio como las aguas en que se reflejaba el convoy. De tanto en tanto temblaba el suelo con el trantrán lento de puentes, se arrastraba el convoy por la ribera sur del río, aplastando rieles oxidados, se ahogaba como esos viejos que salen a correr y llegan sin resuello; con aquel convoy ocurría igual, se le hacía largo el trayecto, silbaba exhausto al pasar arrabales hechos de uralitas y desguaces de coches. Miré con más atención por la ventanilla; había fluorescentes morados y amarillos, los restaurantes de Cacilhas, alguna farola torcida se acercaba al río a limpiarse su cara, un rostro de luz ártica que alumbraba unas barcas atrapadas por el estiaje del río.
Como imaginaba me aguardaban en un taxi frente a la estación de Restauradores. Mónica había venido con Sabi, su eterna compañera de juergas con la que nunca llegué a intimar, estaban deslumbrantes los dos, ella con el pelo alisado y un rojo más lucido que nunca, sus expresiones sin mella tras diez años, igual que si exhumara los tiempos del piso de Almirante Reis, del viaje a Madeira y a Lanzarote. Poco antes la había conocido en el Barrio Alto y me dijo que no solía bailar con chicos más altos que ella, yo tampoco con chicas tan guapas, se echó a reír y me anotó el teléfono en un chivato de Camel; al día siguiente la busqué por todo Setúbal, jugaba al futbolín cuando llegué, le cambió la cara como también le mudó al otro chico, un amigo lánguido con el que volví a tropezar otras veces, una compañía de vaivén, un segundón que siempre soñó con acceder al estatus de amante.
Mónica, la misma mirada entonces que ahora, las venitas rojas rasgando la pureza glacial de tu iris, junto a ella Sabi, melosa y cruel, siempre atenta a torpedear cualquier vestigio de complicidad, antaño cumpliste bien tu cometido, insistías como ahora en que os acompañara a una discoteca de las Docas, reiremos mucho, está lleno de paletos, como los pesados de los que os liberaba cuando había que volver a casa... Pero no, pronto se rompería todo, aquella visión tenía tacto de cristal fino, lo dejaríamos así, no me gustaría ver como os desvanecéis, me miran extrañadas, hacía diez años que no nos veíamos, no me apetece ir allí, insistí, quería ir a la rúa dos Fanqueiros, casi tocando la plaza Comércio. Llovía al bajar del taxi, ¿volveremos a vernos?, seguían hablando entre ellas y sólo Mónica se giró para susurrarme algo, un suspiro que no acerté a entender, sólo oía la lluvia, el taxi cerró las puertas y se puso en marcha, ni el taconeo del diesel consiguió apagar sus risas avenida abajo, hacia las Docas, hacia la nebulosa más profunda de mi memoria.
Bajé confundido, sin saber si había estado en el taxi con alguien o era la añoranza que me jugaba una mala pasada. Despertaba ahora frente al timbre ajedrez de la Pensão Alegría, blanco el pezón y negra la areola, gastado de tantas yemas; me abrieron con un timbrazo y subí los dos tramos de escalones, todo parecía escarchado y viejo, venido a menos, como esos comercios que se van quedando anticuados; el rodapié algo más despintado, y el mobiliario y el moño de la señora Úrsula un poco más tronados. En el interior todo me era igualmente familiar; aquí pasé los primeros dos meses, sin conocer a nadie, un tiempo rico en emociones, con los sentidos siempre abiertos, limpios como los de un niño de teta. Me saluda sin afecto la señora y me da la misma habitación, no me pregunta qué hago aquí, se le escapa una sonrisa de cumplido, muy sucia; acabó un poco enfadada por lo de la muerte de su padre, don Ricardo, yo todavía andaba por Lisboa pero no quise ir. Casi no lo recordaba pero ella me la tiene guardada; es malo aguantar los rencores encerrados, doña, esa sonrisa hipócrita hará que esos enconos se enquisten, como todos los sentimientos menores los resentimientos son tímidos, se esconden y la irán envenenando, doña Úrsula, dentro del cuerpo los humores se van aislando y viven poco, se agrian y los arrastra la sangre; le acabarán enfermando, luego más tarde emergen, son unas fiebres o una tos inoportuna, un ictus terrible le helará el aliento, toserá y toserá y no habrá entonces coñac que lo remedie.
Tendría que haberlo hablado con doña Úrsula. Siempre aprecié a su padre, don Ricardo, él fue el primero que me abrió la puerta de esta pensión y también la primera persona que conocí en esta ciudad. Yo llegaba como ahora, revenido de frío y cansancio, andando desde la estación de Martim Moniz con la mochila a cuestas, él me enseñó el cuarto, ¿se va a quedar mucho tiempo? Yo le devolví un no sé, él se rió con ganas, pues mire, hijo, le explicaré una historia, allí delante, y me señaló una fachada negra como el hollín enfrente de la pensión, allí vivió un hombre desgraciado, era joven como usted, quiso toda su vida ser poeta y a lo máximo que llegó fue a llevar el negocio de su padre. Se llamaba Cesário Verde y murió de tuberculosis antes de cumplir los treinta años.
Bonito recibimiento el de don Ricardo. Pasé toda la noche dándole vueltas a la historia de aquel poeta desconocido, llovía con rabia y repicaba en el tejado, debió coger la enfermedad por aquella humedad maldita que parecía pudrir toda la casa, la ciudad entera, llovía desde hacía tiempo, debía ser la misma lluvia entonces que ahora porque el verdín todavía sigue entre las tejas, me moría aquellos días, me despertaba a cada instante la tos, sería por la maldición de Verde, quizá el verdín me crecía ya en el pecho, pensé. Siempre que volvía por aquella calle recordaba lo que me dijo don Ricardo, miraba aquella casa con respeto, recordaba la fiebre que pasé durante días, las noches de lluvia, como la de ahora, parece que no ha parado de llover desde que llegué, hoy, ayer, busco el calor bajo las mismas mantas abrasadas de lavadoras.
Palpo su tela endurecida, estas ropas desteñidas albergaron también a los que llamaba los amantes furtivos. Nada muy romántico, eran enredos rutinarios, casi ejercidos por obligación, buscaban dar calor a sus vidas enmohecidas, grises empleados de banca ellos con secretarias de las aseguradoras de la rúa Áurea, los veía esconderse primero bajo los toldos o en los veladores de la pequeña cafetería, luego a las tres justo en la puerta, los oía pared con pared, apenas tres cuartos de hora, penaron también entre estas sábanas, hubo rupturas y celos, una chica del Totta & Açores llamaba traidor entre sollozos a su amante. Era, en general, una pensión más bien dada a nostalgias y a postraciones que a alegrías, por eso me pareció siempre chocante su nombre, porque la pensión Alegría era uno de los lugares más tristes de Lisboa, desde el programa apenas se distinguía, quedaba tan escondida como la calle, ¿por qué he vuelto aquí?, quizá el programa oscurece los rincones más miserables, ¿porqué no fui al hostal de Madame Santa o a las Docas con Mónica y Sabi?, estaría apartando a paletos como en los buenos tiempos, cuando empezaron las clases y llegaron las amistades luminosas.
Para entonces ya no estaba aquí, les conté que había vivido allí y se rieron mis nuevas compañías, es sórdido, yo no dormiría allí ni aunque me pagaran, y fue así como acabé en el hostal de Saldanha, a tiro de piedra de las facultades. Siempre oí decir que las lluvias de la primavera y el verano anticipan un otoño hermoso y sin duda las dos estaciones que siguieron a aquel fueron las más notables de mi existencia.
Mucho tuvo que ver en aquella época de felicidad mi cambio al hostal de madame Santa, porque era madame y no señora o doña como quería que la llamaran, era curioso porque me enteré que sólo había vivido una temporadita en Dijon, muy poco tiempo, de allí trajo un hijo que le salió traficante, su amor irreductible por los cigarrillos mentolados y cierta afectación que a todos nos parecía ridícula. Era alta y vieja, se ribeteaba los párpados con un rimel verde y las ojeras con un contorno dorado, trataba de ser estricta, me dejó muy claro al alquilar el cuarto que no se podía fumar en las habitaciones, allí solo podía fumar ella y yo tendría que abrir la ventana que daba al patio de luces si quería pegarle al pitillo. Siempre me pareció Madame Santa una anciana lasciva y maliciosa por lo que nunca respondí a sus miradas e insinuaciones.
Recuerdo bien nuestro patio de luces, allí daba mi única ventana y morían allí la mayoría de los cuartos. Tenía la finca al menos cinco plantas, dos más que la pensión, y de los pisos superiores solían llegar sonidos infectos, reverberados en mil huecos cornisas y tuberías. También caían a menudo los cigarrillos lanzados de todas las habitaciones, había un poso en el fondo del patio de botellas de plástico, papeles y preservativos de cursos anteriores.
Asomado a este fondo de inmundicia pasé las primeras tardes en Saldanha, con una pierna en el quicio de la ventana y otra dentro, leyendo a Andrade o Valente, pensando si también enfermaría como Verde de tanto respirar en aquel vertedero, a menudo me preguntaba qué hacía en Lisboa, mirando por aquella ventana, aguardaba tal vez un acontecimiento fatídico que lo revolucionara todo, que asomara alguno los que lanzaban los cigarros desde los pisos altos, un amigo de la juerga y la borrachera que me enseñara una vida nueva y divertida, o una chica, ¿por qué no?, podía llamar la atención de alguna de las que me había cruzado en la entrada del hostal, ver la sonrisa limpia de cualquiera de las que intuía que podían ser mis amantes, sabía que apretaban en sus labios las boquillas que veía caer carbonizadas, docenas durante tardes enteras, drogado por el sopor de la rutina.
Con el paso de los días se endureció mi pose en la ventana, intentaba ahora adoptar un aire inícuo, un abandono sáfico que debía prender a aquella que pudiera asomarse. Liquidaba uno tras otro los Ducados que me llegaban en los paquetes semanales, con galletas y fiambres que siempre tiraba, pero seguía inquieto, con mi vista clavada en un punto que despertaba ahora mi atención. Era arriba, en una de las ventanas del tercer piso, a mi derecha, reparé que en ese lado era donde algunos cuartos tenían la ducha y pronto pasó a ser mi principal entretenimiento, y digo principal porque no había entonces otro, seguía solo en una ciudad extraña, sin amigos, maldiciendo de continuo mi carrera, era demasiado técnica, muy masculina y aburrida, eran otros, los de Humanidades, los que se divertían, los que conocían chicas de otros países y hacían el amor en las habitaciones contiguas, los oía bailar y reír hasta tarde mientras yo seguía arrastrando mis días como una carga fatigosa, encadenando un Ducados tras otro, alternando lecturas de Almeida Faria, Durrell o Miller con gruesos tomos de Delineación, con la única pasión de adivinar las figuras que se movían tras las ventanas del tercero.
Llegué a sentirme en aquellos días un mirón compulsivo, la sublimación de todo lo que odiaba; luché, pero era aquella una batalla perdida ya que mi voluntad y el instinto iban por caminos distintos; no podía alejar la vista de aquel juego de sombras, de vapores cuando ventilaban, era inútil, volvía a la mesa y trataba de leer un rato, repasaba apuntes, pero de forma inevitable mi atención volvía a la ventana, a aquel mundo que me era ajeno y que se movía toscamente cincelado tras un cristal de esmeril.
De todas aquellas formas intuidas había una que llamaba especialmente mi atención, a tal punto llevó mi obcecación que conocía ya sus horarios: sabía fielmente que se duchaba por la mañana a las ocho y veinte, justo después de que lo hiciera una chica de pelo castaño que abría el agua caliente para hacer que el vapor lo velara todo. Recuerdo que aquel delirio debió durar unas tres semanas; hizo que perdiera o llegara tarde a muchas de las primeras clases y varios profesores me llamaron la atención por mis retrasos. Debían achacarlo a pereza, a que se me enredaban las sábanas como a tantos estudiantes extranjeros; aunque en verdad debía madrugar más que la mayoría, entre ocho y veinte y la media estaba yo con exactitud kantiana en la ventana esperando a mi ninfa de piel de mármol.
Era un ritual angustioso, había que aguardar unos minutos, abría la ventana y dejaba que se despejaran las brumas de la chica anterior. Deduje que se duchaba con agua tibia o fría, a tal punto llegaba mi atención que casi la notaba temblar tras el cristal esmerilado. Tenía la piel muy blanca, tanto como el universo añil que la rodeaba, el pecho grueso y pesado se vencía moroso, sus pezones pendían como dos castañas gruesas, con divina cadencia. Pese a lo blanco de su piel era muy oscuro el color de sus pezones, un bosquejo grueso de lápiz bermejo sobre sepia, apenas intuía el resto ya que los diminutos recortes del cristal me dejaban sólo un bosquejo del cuerpo, el pelo panocha, las caderas anchas y claras, cándida y voluptuosa como una bacante de Dante Gabriel Rossetti.
Devorado por aquella pasión pensé que lo mejor que podía hacer era disimular mi deseo, esconder la mirada ansiosa tras un porte airado; imaginaba que si se reparaba en mi afición podía olvidarme de conocer a alguien, mi nombre estaría señalado, sería un mirón y debería abandonar aquel hostal. Con estos pensamientos dejaba pasar la tarde, languidecía reclinado en aquel poyo que manchaba mis pantalones de yeso. Iba decayendo septiembre y con él las horas de tarde, cada vez se encendía antes la luz de los cuartos y cada vez tenía menos sentido mi presencia en la ventana. Hacía frío y las ráfagas de viento norte revolvían como el fondo de una madriguera el estrecho patio de luces. De forma casi natural fui abandonando aquella malsana costumbre, fui normalizando mis hábitos y en cierta forma hallé cierto consuelo.
Coincidió todo aquello con mis primeras amistades serias, fue por casualidad, en la biblioteca de la Universidade Nova. Formamos pronto un grupo que entonces me pareció ideal: elevado y promiscuo. Ahora ya tenía muchas tardes ocupadas, conocí a chicas y en todas busqué siquiera un reflejo de aquel cuerpo del patio, Cathy, María, un débil hálito de aquella textura estaba también en el tejido de la fría Debi, al extender mis manos sobre ellas me alumbraba un deseo hermano al que sentía por la figura del cuarto de baño. No, nunca olvidé aquel cuerpo quebrado por el cristal esmerilado, se me antojaban todas mis amantes pálidas representaciones de aquel primer deseo, alivios de una codicia insatisfecha, igual con Mónica en los días de Almirante Reis como con Jutta cuando dejé Lisboa, siempre busqué aquel cuerpo primero en otros cuerpos.
No debí volver nunca aquí; es un campo yermo, no queda nada que no sea yo de mi pasado; el recuerdo no son más que olvidos, menciones imprecisas, deseos, cachivaches ya oxidados que hay que desenterrar con las uñas. No vendrá Mónica a buscarme, estará eternamente con Sabi en alguna discoteca de las Docas, quedará cristalizada y será entonces una clepsidra en la burbuja de alguna mañana pasada, como en los tiempos de Almirante Reis, cuando temblaba su piel entre racimos de sábanas caídas. Si siguiera aquí sólo me quedaría perder el sentido, correr hacia Saldanha y hospedarme de nuevo donde madame Santa, volver a mi ventana y tratar de aventar rescoldos apagados, olfatear aquellas paredes como si fuera un perro, ir ya de día a la puerta de la Universidade Nova, ver si encontraba algo de mis antiguas amantes en nuevos rostros huraños.
Fue una bella estación aquella, una “bella estate” de Pavese; nos las prometíamos muy felices pero la vida es rácana y suele darnos menos de lo que soñamos. La última vez que hablé por teléfono con Mónica estaba de au-pair en Bruselas, luego supe que vivía con Manuel, el tipo del futbolín de Setúbal, su perrito faldero de tristes miradas. Luego vino un tiempo vacío que nos fue separando como chalupas batidas por el oleaje, no supe más de ella, como tampoco de la fría Debi, Cathy o María, nos fuimos hundiendo todos en un mar embravecido, éramos náufragos, leños que cogen peso embrutecidos hasta que con un golpe de mar se hunden. Volver a una ciudad conocida es un mal viaje, hiede el pasado como la hiel, se diría que la vida nos regurgita.
Nadie vendrá a despedirme, quizá el recuerdo de la chica del cristal, tintineando sus dedos en el vidrio repetirá una y otra vez en un hermético código telegráfico, ¿por qué no te quedaste aquí?, ¿no eras acaso feliz?, ¿de qué ha servido tanta aventura?