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EL RELATO DE UNO DE LOS GRANDES ESCÁNDALOS FILOSÓFICOS DE LA HISTORIA El juicio y la muerte de Sócrates constituyen un momento emblemático de la civilización occidental. La imagen que tenemos de aquellos acontecimientos (creada por sus seguidores inmediatos y perpetuada a partir de entonces por un sinnúmero de obras de literatura y arte) es la de un hombre noble condenado a muerte por un acceso de locura de la antigua democracia ateniense. Sin embargo, la acusación se centraba en la impiedad y la corrupción de la juventud, y también se sugería que Sócrates era un elitista que se rodeaba de personajes políticamente indeseables, lo cual tenía cierto fundamento desde un punto de vista ateniense. Con notable pulso narrativo, Robin Waterfield expone todos los elementos que rodearon a uno de los juicios más famosos de la historia y nos ofrece una nueva perspectiva desde la cual puede explorarse toda una época.
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Seitenzahl: 539
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
LISTA DE ILUSTRACIONES
PRÓLOGO
FECHAS ESENCIALES
MAPAS
EL JUICIO DE SÓCRATES
1. SÓCRATES ANTE EL TRIBUNAL
2. CÓMO FUNCIONABA EL SISTEMA
3. EL CARGO DE IMPIEDAD
LOS AÑOS DE LA GUERRA
4. ALCIBÍADES, SÓCRATES Y EL MEDIO ARISTOCRÁTICO
5. LA PESTE Y LA GUERRA
6. ASCENSO Y CAÍDA DE ALCIBÍADES
7. EL FINAL DE LA GUERRA
8. CRITIAS Y LA GUERRA CIVIL
CRISIS Y CONFLICTO
9. SÍNTOMAS DE CAMBIO
10. REACCIONES FRENTE A LOS INTELECTUALES
LA CONDENA DE SÓCRATES
11. POLÍTICA SOCRÁTICA
12. UN GALLO PARA ASCLEPIO
GLOSARIO
BIBLIOGRAFÍA
AGRADECIMIENTOS
Notas
Titulo original inglés: Why Socrates Died: Dispelling the Myths.
© del texto: Robin Waterfield, 2009.
© de la traducción: José Luis Gil Aristu.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
Primera edición: mayo de 2025.
REF.: GEBO716
ISBN: 978-84-2493-997-7
Composición digital: www.acatia.es
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
PARA KATHRYN
αέρα στα πανιά μας
(«viento en nuestras velas»)
1. Busto de Sócrates (DE 002607 (RM). Museos Capitolinos, Roma/Corbis)
2. Busto de Alcibíades (ALG 216937. Galleria degli Uffizi, Florencia/Alinari/The Bridgeman Art Library)
3. Antonio Canova: Sócrates requiere a Alcibíades para que se aparte de sus amantes. (Kunsthalle, Bremen, Leihgabe des Bundesrepublik Deutschland 1981. Fotografía: A. Kreul, Kunsthalle, Bremen)
4. Hermes arcaico (Museo Arqueológico Nacional, Atenas. © Ministerio de Cultura de Grecia/Fondo de colecciones arqueológicas)
5. Óstraka de Alcibíades (American School of Classical Studies at Athens, P4506, P7310, P19077, P29373 y P29374)
6. Giambettino Cignaroli: Muerte de Sócrates (Szépművészeti Múzeum, Budapest) 11
Todos han oído hablar de Sócrates. Y suelen saber, aunque sus conocimientos sobre él sean escasos o no vayan más allá, que fue ajusticiado por sus conciudadanos atenienses el año 399 a. C. Los sucesos que rodearon la muerte de Sócrates se han convertido en un asunto emblemático: han sido más debatidos, representados o, meramente, mencionados que cualesquiera otros, excepto los relativos a la muerte de un profeta judío llamado Yehoshua, ocurrida unos cuatrocientos años después. En realidad, ambos juicios y ejecuciones parecen mezclarse a menudo en el pensamiento de la gente, hasta el punto de que también Sócrates acaba convirtiéndose en una especie de mártir, en un hombre bueno ejecutado injustamente por sus opiniones, por ser un individuo singular en una sociedad colectivista o por algo parecido. Hagan una búsqueda en la red escribiendo «Jesús y Sócrates» y verán lo que quiero decir. Ahora bien, Sócrates habría sido el último en querer dejar sin someter a examen un emblema cultural. Y eso es lo que yo hago en este libro: examinar todos los datos para llegar a una comprensión más plena del juicio y la ejecución de Sócrates que la alcanzada hasta el momento.
El juicio de Sócrates fue un momento crucial en la historia de la antigua Atenas y, por lo tanto, nos proporciona una lente magnífica a través de la cual podremos estudiar una sociedad compleja, eternamente fascinante y un tanto ajena. Esa es mi segunda intención: ofrecer un relato ameno que contenga tanta historia ateniense como sea necesaria para ofrecer una visión completa de los antecedentes del proceso. En efecto, es evidente que nunca lo entenderemos si no logramos penetrar tan plenamente como nos sea posible en la mentalidad de los atenienses que lo condenaron a muerte. Este libro trata tanto de la sociedad clásica ateniense como de Sócrates, y en especial de la crisis social sufrida por Atenas en las décadas inmediatamente anteriores al juicio de Sócrates.
Sócrates era un hombre famoso: tenemos más datos sobre él y sobre Alcibíades, su amado (que ocupa también un lugar prominente en este libro), que sobre cualquier otra pareja de personajes de la Atenas clásica. Pero esta misma buena suerte puede ser un arma de doble filo. El propio Sócrates no escribió nada, y casi todos los datos referentes a él provienen de dos de sus seguidores, Platón y Jenofonte, cada uno de los cuales tuvo sus propios planes y motivos para escribir. Entre esos motivos se hallaba el deseo de exculpar a su mentor —hacer que sus conciudadanos atenienses se preguntaran por qué llegaron a condenarlo a muerte (en este aspecto, al menos, se parece realmente a Jesús)—. Es posible, por tanto, que el número de palabras de que disponemos acerca de Sócrates sea superior al dedicado a cualquier ateniense de la Antigüedad, pero cada una de ellas requiere ser sopesada y tratada con cautela. Y lo mismo vale para Alcibíades, un personaje llamativo y desbordante, cuya imagen se exageró con los años hasta convertirse en el arquetipo del dandi, del libertino, del omnívoro sexual, cuyas intenciones políticas de carácter tiránico podían entreverse en su vida privada. Pues bien, por si el sospechoso material de las fuentes no dificultara suficientemente la labor, el lugar central del presente libro está ocupado por un proceso. La naturaleza de la sociedad ateniense y de su sistema legal, en particular, supone que el número de juicios en los que solo importaban las acusaciones explícitas fuera muy escaso —y ninguno de ellos tuvo que ver con cargos de carácter social como los que se imputaron a Sócrates—. Así pues, todo el conjunto de datos exige un planteamiento juicioso.
Tal como he dicho, Sócrates no escribió nada, y hay quienes se sienten tentados a interpretar este hecho como una elocuente manera de confirmar su desconfianza hacia la palabra escrita. Es verdad que prefería la flexibilidad de la conversación viva y la chispa del conocimiento preverbal susceptible de ser transmitido a veces en esas circunstancias, pero es más pertinente recordar que, en su tiempo, la difusión de las ideas propias mediante la palabra escrita era todavía una práctica muy rara. No obstante, Sócrates tenía puntos de vista y opiniones, y necesitamos desenterrarlas de entre las páginas de quienes escribieron sobre él, reconociendo a la vez que, en última instancia, nunca será posible desenmarañar las ideas personales de Sócrates de las de sus seguidores.
He creído durante mucho tiempo que el Sócrates histórico era prácticamente irrecuperable, pero también que sería una pura necedad negar que proyecta una sombra sobre las obras de Jenofonte y Platón. Los estudiosos suelen aferrarse con esperanza o con desesperación a la distinción entre el Sócrates «histórico» de los primeros diálogos de Platón y el personaje llamado «Sócrates» que parece exponer las ideas propias de ese autor en los diálogos posteriores. Yo he dejado de creer en esa distinción, aunque sigo convencido de que la sombra del Sócrates histórico resulta bastante difícil de discernir bajo la luz del genio de Platón; pero, para no dar por supuesto algo que no lo está, he evitado utilizar los diálogos tardíos de Platón excepto para aportar pruebas que corroboren un dato. Recurro al testimonio de Jenofonte mucho más de lo que ha sido normal en el estudio académico de Sócrates durante los últimos cien años, más o menos —no obstante, como ya he refunfuñado bastante1 en mis escritos sobre la desatención sufrida por Jenofonte, me limitaré a decir que, sin su ayuda, no nos haremos nunca un retrato completo de Sócrates o, incluso, de su juicio.
Sócrates fue un filósofo, uno de los más influyentes que haya visto nunca el mundo. Por tanto, como es natural, en este libro utilizaré con cierta profusión textos filosóficos. Pero no deseo alarmar a ningún lector que asocie «filosofía» con «densidad y complejidad» o, incluso, con «inutilidad». Ninguna de esas interpretaciones constituye una reacción justa frente a la mayoría de los filósofos antiguos, para quienes la filosofía era, ante todo, un ejercicio práctico de mejora personal. Los primeros filósofos trataban cuestiones auténticas, problemas surgidos de la vida real, por lo que su trabajo no era insustancial; muchos de ellos intentaban llegar, en parte, a la gente corriente instruida, y al actuar así no escribían con densidad y complejidad. En cualquier caso, sería más adecuado clasificar las obras socráticas de Platón y Jenofonte entre los textos literarios de ficción inteligente que entre los manuales de filosofía rigurosos.
De todos modos, este es un libro de historia, y apenas escarbo la superficie de la filosofía de Sócrates. No obstante, al situar los intereses políticos en el corazón del proyecto socrático, propongo una representación de su pensamiento que constituye una revisión de este. En mi libro, sin embargo, no escribo como filósofo sino como historiador; y, desde una perspectiva histórica, los datos que muestran a un Sócrates más comprometido políticamente son tan abundantes como los disponibles para muchas reconstrucciones de su época.
El elevado pedestal que ocupa Sócrates se debe, sobre todo, a la descripción ofrecida por Platón de los acontecimientos que rodearon su juicio y su muerte. En esa versión, Sócrates se convierte en el filósofo espléndidamente pudoroso a quien solo preocupa su misión de investigar y promover unos valores morales profundos. Pero este retrato es una ficción platónica y ha producido el penoso resultado de que, de la misma manera que Sócrates fue objeto de una apoteosis que lo situó por encima de las preocupaciones comunes de la humanidad, se piensa también que el mejor modo de estudiar su filosofía, e incluso la filosofía en general (cuya figura representativa sigue siendo él), es hacerlo al margen de la historia. Esta propuesta tiene, por supuesto, cierta validez, dado que los filósofos manejan principios y cuestiones abstractos; pero si interpretamos a Sócrates (y, quizá, a cualquier filósofo) sin un conocimiento de su época, corremos el peligro de distorsionarlo.
Sócrates ha pasado así por varias reencarnaciones a medida que una serie de movimientos intelectuales, espirituales y artísticos se han apropiado de él y lo han reconstituido como el tipo o el antitipo de sus propios ideales. Este proceso de mitificación comenzó a los pocos años de su muerte y no ha concluido todavía. El propósito del presente libro podría describirse diciendo que he intentado situarme detrás de los mitos para descubrir la persona histórica y situarla en su contexto contemporáneo. Para Platón y Jenofonte, Sócrates era una especie de héroe moral, y fueron sobre todo su juicio y su muerte lo que lo reveló como tal ante el mundo. Si queremos hacernos una idea de Sócrates lo menos distorsionada posible, necesitaremos retirar este barniz, pulido y espesado por siglos de aceptación. Es posible que, al final, resulte ser un héroe moral, un pensador grande e innovador y uno de los fundadores de la civilización occidental, pero también podría aparecer, por fin, como un ser humano sujeto a las fragilidades de su especie.
Una de las principales herramientas utilizadas por mí para atacar ese barniz es la relación de Sócrates con Alcibíades. Existen razones sólidas y prácticas para ello: de todos los amigos y conocidos de Sócrates, Alcibíades, famoso por su mala reputación, es con mucho aquel de quien más sabemos. Hay que tener en cuenta también la fascinación que produce emparejar a estas dos figuras opuestas —una fascinación que ha atraído desde muy antiguo a poetas (como Hölderlin), escultores (como Canova) y pintores (como Renault)—. Sócrates dilapidó una fortuna modesta, mientras que Alcibíades hacía ostentación de su escandalosa riqueza; Sócrates refrenaba sus apetitos, mientras que Alcibíades los satisfacía; Alcibíades era un fervoroso imperialista, entregado a la idea de que el poder tiene la razón, mientras que Sócrates insistía en que nunca era justo dañar a nadie bajo ninguna circunstancia; Sócrates se centraba en el cambio interior como fundamento de la acción moral en el mundo externo, mientras que Alcibíades ignoraba su alma y prefería conquistar el mundo tal como lo encontraba. Y sin embargo, formaban una especie de pareja, y Alcibíades se convirtió en el vehículo de las aspiraciones políticas de Sócrates. No entenderemos a Sócrates si no entendemos a Alcibíades; de ahí el lugar destacado que ocupa en este libro.
Pero no solo eran opuestos. Ambos, a su manera, fueron más allá de los límites marcados (y por eso se les acusó de impiedad, o de «actividades no atenienses»); ambos fueron admirados y temidos casi por igual; ninguno de los dos esperaba amoldarse a la ciudad, sino que la ciudad se amoldara a ellos; ambos fueron en cierto sentido chivos expiatorios; siguiendo sus propios caminos entrelazados y divergentes, ambos fusionaron dos de las principales y más perdurables tendencias de la cultura ateniense del siglo V: la política y la filosofía.
En ambos casos, sin embargo, la ciudad demostró ser más fuerte. Quizá fuera inevitable —e, incluso, lo bastante inevitable como para ser previsible—. En el Hipólito de Eurípides, un joven testarudo y ensimismado discute con su padre y es desterrado y asesinado; en Las nubes de Aristófanes, un maestro, de quien un joven aprende a racionalizar y eludir las consecuencias de haber dado una paliza a su padre, es atacado por este en represalia. Pero la obra de Eurípides se estrenó en el 428 a. C., trece años antes del primer periodo de exilio de Alcibíades, y veinticuatro antes de su asesinato, mientras que el estreno de Las nubes tuvo lugar en el 423, veinticuatro años antes de que Sócrates fuera llevado ante los tribunales por una sociedad que se proclamaba como «la constitución de nuestros padres».
He dedicado aquí un poco de tiempo a esbozar los considerables obstáculos planteados por los datos relativos a Sócrates y Alcibíades. Creo no obstante que, a pesar de esos obstáculos, las cuestiones que subyacen y rodean el juicio contra Sócrates son recuperables hasta cierto grado de certidumbre, aunque para lograr esa recuperación tenemos que tomar un camino un tanto desviado a través de ciertos aspectos pertinentes de la historia ateniense. Ninguna ruta directa hace justicia a la complejidad del proceso, en el que estaban en juego la impiedad y la innovación religiosa, ciertos fenómenos recientes en educación, la singular personalidad de Sócrates, diversos prejuicios contra él y otros asociados a él, la historia reciente, la política y las ideologías políticas. Si presento las pruebas como un rompecabezas de piezas recortadas que solo comienza a cobrar sentido poco a poco, lo hago con la intención de reflejar la mente de un contemporáneo imaginario de Sócrates que se preguntara, si se hallaba libre de prejuicios, por qué se procesó a aquel hombre y por qué tuvo que morir. Las diversas respuestas que se le ocurrirían son las sendas tomadas en este libro.
El juicio contra Sócrates ha suscitado a veces algo parecido a una culpa colectiva, como si la justicia hubiera pronunciado un fallo injusto y se hubiese condenado a muerte a un inocente. A finales de la década de 1920, un abogado griego apellidado Paradópulos solicitó al tribunal supremo de Atenas que revocara el veredicto de aquel antiguo proceso. El tribunal respondió, como es natural, que el asunto caía fuera de su jurisdicción; no existe una continuidad sustantiva entre el derecho antiguo de Atenas y el de la Grecia moderna. En cualquier caso, no deberíamos condenar a los atenienses de la Antigüedad por haber condenado a Sócrates: como él mismo sería el primero en reconocer, fue juzgado y hallado culpable de acuerdo con un procedimiento ajustado a derecho. No creo que se sienta demasiado abatido si en este libro intento juzgarlo de nuevo.
En la primavera del 399 a. C., el anciano filósofo Sócrates, de sesenta y nueve o setenta años de edad, fue sometido a juicio en su ciudad natal de Atenas. La sala estaba abarrotada de gente. Aparte de varios cientos de cargos públicos, había también una multitud variable de espectadores: personas afectas y hostiles a Sócrates y simples curiosos que habían acudido a ver qué le ocurriría a aquel hombre, que era desde hacía tiempo un personaje muy conocido de la vida ateniense.
La causa fue vista, probablemente, en el edificio conocido por los arqueólogos del Ágora de Atenas como el «Períbolos [recinto] Rectangular», una construcción más o menos cuadrada situada en el extremo suroeste del Ágora. Tras haber tomado asiento los dicastas (es decir, los «jurados», aunque sus funciones eran tan diferentes de las de un jurado moderno que resulta menos engañoso transliterar, sin más, el término griego antiguo), y una vez que el presidente del tribunal, el arconte rey, decidió que todo estaba dispuesto, Sócrates y sus acusadores llegaron por la entrada principal, abierta en la fachada norte. Por aquel entonces, el interior del edificio seguía siendo simplemente un espacio abierto de unos veinticinco metros cuadrados bordeado en tres de sus lados por escaños para los dicastas, los testigos (si se pensaba hacer comparecer a alguno) y los espectadores, que solo se diferenciaban de los dicastas por el hecho de que a estos se les habían proporcionado unas fichas para votar con las que emitirían su veredicto al final del juicio. El cuarto lado del edificio tenía sillas para el arconte presidente, los acusadores y el acusado, y sus estrados respectivos.
Las paredes estaban ligeramente decoradas, y aunque el edificio carecía de techumbre en su forma anterior, había sido reconstruido tras el saqueo de Atenas por los persas el año 480 y contaba ahora con un tejado. La clepsidra —literalmente la «ladrona de agua», el reloj con el que se cronometraba el proceso— era manejada por el responsable, un esclavo de propiedad pública, y se guardaba fuera, junto a la fachada norte, justo en el lado oeste de la entrada. Era una jarra de barro cocido con un orificio superior de rebosamiento cerca del borde y un tubo de bronce que actuaba como conducto de salida en la base. La jarra se llenaba de agua hasta el orificio de rebosamiento. El líquido corría por el tubo hasta otra jarra similar situada debajo de la primera; los discursos se cronometraban por múltiplos de jarra, y la función original de la clepsidra no era tanto limitar su duración cuanto garantizar que ambos litigantes dispusieran del mismo tiempo para hablar. A los distintos tipos de juicio se les concedían duraciones diferentes, pero ninguno duraba más de un día, y muchos considerablemente menos, por lo que un tribunal podía ver varios casos en una sola jornada. El juicio de Sócrates duró un día entero, pero, aun así, este se quejó, muy justificadamente, de las limitaciones de tiempo.*, 1
El número de dicastas empleados en los juicios atenienses parece enorme según criterios modernos: el jurado más reducido del que tenemos noticia2 —para un caso privado juzgado a finales del siglo IV— fue de 201; los casos públicos más cruciales podían ser vistos por el cuerpo completo de seis mil miembros. Resultan asombrosos el grado de compromiso de la gente corriente de aquel tiempo y la energía empleada en el ejercicio de la justicia democrática en la Atenas clásica. Al comienzo de cada año se inscribían seis mil ciudadanos como dicastas, y los tribunales recurrían a esa reserva cada vez que se reunían; además, para impedir sobornos, se repartía por sorteo entre los tribunales en el último minuto el mayor número posible de los seis mil en función de las necesidades. El tamaño del jurado constituía también, en parte, una salvaguarda contra el soborno, pero, sobre todo, los tribunales de justicia eran un instrumento esencial de la democracia, y el número de sus miembros estaba pensado para garantizar que se hacía la voluntad del pueblo.
El jurado era una muestra bastante representativa de la sociedad ateniense de varones adultos en cuanto a grupos de edad, diferencias de riqueza, ocupaciones, etcétera, con cierto sesgo favorable a los pobres, que necesitaban el dinero que les pagaba el Estado por su comparecencia. A partir de la década del 420, los dicastas recibían una paga de tres óbolos por una sesión de un día, cantidad que por sí sola habría servido difícilmente para mantener con vida a una persona, pero que, añadida a otras fuentes de ingresos, era suficiente para mejorar la calidad de vida de un individuo pobre. Al juicio contra Sócrates asistieron, casi con seguridad, quinientos, o 501, dicastas, el mínimo normal por aquellas fechas. Tras las devastadoras pérdidas de la prolongada guerra contra Esparta, que había concluido recientemente con la derrota de Atenas, es probable que no hubiera disponibles más de veinte mil ciudadanos para desempeñar los deberes de jurado (para lo cual había que ser varón y tener más de treinta años), por lo que Sócrates fue juzgado por un buen porcentaje de sus conciudadanos.
Reunidos los dicastas, uno de los ayudantes del arconte leía la acusación en voz alta. A continuación se pronunciaban el alegato o alegatos de la acusación, y luego los del acusado y de uno o dos oradores de apoyo, si disponía de ellos. Seguidamente, los dicastas determinaban por votación —de inmediato, sin más tiempo para deliberar— la culpabilidad o inocencia del acusado. El sistema de voto utilizado en el 399 en el juicio contra Sócrates era aún relativamente nuevo, pero suponía una enorme mejora sobre el anterior. Los dicastas recibían dos fichas de votación claramente diferenciadas, de modo que una significaba de manera reconocible: «Voto en favor de la acusación», y la otra: «Voto en favor de la defensa». La ficha era un pequeño disco de bronce atravesado en el centro por un tubo hueco («a favor de la acusación») o sólido («a favor de la defensa»). Cada dicasta se acercaba a una jarra e introducía en ella una de sus dos fichas; luego se acercaba a una segunda jarra y dejaba caer en su interior la ficha no utilizada. Cuando habían votado todos los dicastas, se contaban los votos de la primera jarra, que podían ser comprobados contabilizando las fichas descartadas de la segunda. El secreto quedaba garantizado porque los dicastas podían sostener sus fichas cubriendo los ejes con los dedos de modo que nadie pudiera ver si eran sólidos o perforados; pero, en general, el recurso a la votación con fichas en la antigua Atenas era un modo de asegurar la exactitud, más que el secreto, pues los votos podían contarse en vez de calcularse simplemente a ojo, como en las decisiones tomadas por aclamación o a mano alzada.
El juicio de Sócrates entraba dentro de una categoría común conocida técnicamente como «juicios con evaluación» (agốnes timētoí), en los que se permitían ulteriores discursos breves. Eran casos en los que el Estado reconocía que podía haber grados de culpa, por lo que, después de que el acusador principal hubiera propuesto una pena, el acusado proponía otra menor, y a continuación se procedía a una segunda vuelta en que los dicastas votaban cuál de las dos penas propuestas iban a aplicar. En ambas vueltas se requería solo mayoría simple; los empates contaban a favor del acusado.
El juicio atrajo una considerable atención durante la jornada y adquirió una notoriedad aún mayor a continuación. Esto ayuda a explicar el afortunado accidente de que se haya conservado la formulación exacta de los cargos contra Sócrates, si bien por obra de un biógrafo que escribió más de seis siglos después (apoyándose en un historiador solo un poco anterior que afirmaba haber hallado el documento conservado en los archivos de Atenas):
He aquí la acusación que presenta con juramento Meleto, hijo de Meleto, piteo, contra Sócrates, hijo de Sofronisco, alopecense. Sócrates es culpable de no reconocer a los dioses en los que cree la ciudad, introduciendo, en cambio, nuevas divinidades. También es culpable de corromper a la juventud. Pena: la muerte.3
El juicio de Sócrates fue, pues, uno de varios conocidos por nosotros cuya acusación fundamental era la impiedad (asébeia), un delito sujeto a proceso según el derecho ateniense. Meleto había pedido la pena de muerte y se salió con la suya; más adelante expondré en líneas generales lo que sabemos, o podemos conjeturar razonablemente, sobre Meleto y sus compañeros de acusación, Ánito de Euónimo y Licón de Toricós. En la Atenas clásica, la muerte era una pena, o una posible pena, para un número sorprendentemente amplio de acusaciones graves. Tras haber perdido el proceso, Sócrates fue conducido por esclavos públicos directamente del tribunal a la prisión, a no mucha distancia del Ágora ateniense. El encarcelamiento no era, como en la actualidad, un castigo común; las penas habituales eran la muerte, la pérdida de los derechos civiles, el destierro, la confiscación de las propiedades o una multa. Las cárceles se utilizaban no tanto como lugares de internamiento a largo plazo cuanto como centros de retención para quienes se hallaban a la espera de ser ejecutados, para deudores públicos y para algunas categorías de delincuentes pendientes de juicio; esas personas se hallaban bajo la jurisdicción de una junta elegida anualmente conocida como los Once, con un nombre más trivial que siniestro, formada por unos pocos trabajadores de baja categoría, como carceleros, que eran, probablemente, esclavos de propiedad estatal.
La ejecución se efectuaba habitualmente un día o dos después del veredicto de culpabilidad, pero el destino intervino para prolongar la vida de Sócrates durante un corto intervalo. Mientras se celebraban las Delias, la fiesta anual de Apolo en su isla de Delos, no se permitía ejecutar a nadie, pues la isla sagrada debía mantenerse incontaminada. Así pues, Sócrates permaneció en prisión treinta días a la espera del regreso del barco oficial ateniense procedente del festival (había partido rumbo a Delos el día anterior a su juicio y su regreso se retrasó debido a los vientos desfavorables). Apolo, el dios al que Sócrates se sentía más cercano, cuidó de él hasta el último momento.
Si hemos de dar crédito a Platón,4 Sócrates pasó ese tiempo conversando con amigos y familiares y componiendo poemas circunstanciales (su único intento conocido de escribir algo). Se permitía a los visitantes acceder a la prisión a cualquier hora del día o de la noche y se esperaba de ellos que llevaran comida a los encarcelados, cuyas raciones eran escasas o inexistentes. Pero Sócrates permaneció aherrojado con unos incómodos grilletes hasta el último día, en que se le soltó como acto de piedad; los hierros se utilizaban para reducir el personal requerido y porque los materiales de construcción eran de tal calidad que, de lo contrario, habría sido fácil escapar de la cárcel: bastaba con abrir un agujero en el muro, relativamente blando (en griego antiguo la palabra que designa al «ladrón con allanamiento de morada» significa «perforador de muros»). Aun así, no era difícil escapar de una prisión, y algunos amigos de Sócrates trazaron planes para sacarlo, pero él les pidió que no lo hicieran.5 Al haber rechazado anteriormente la oportunidad de exiliarse antes del proceso (cuando era permisible, aunque no del todo legal), no podía ahora escapar ilegalmente. Eso supondría causar un daño a la ciudad,6 según decía; ahora bien, dañar a alguien o algo era cometer injusticia y lesionar la propia alma; y Sócrates se ufanaba de no haber sido injusto con nadie en toda su vida.
Así pues, la nave regresó por fin de Delos y Sócrates fue ejecutado por el procedimiento de beber cicuta. Esta forma de ejecución se había introducido hacía solo unos años y no había sustituido aún al método más común (una especie de crucifixión), quizá porque se consideraba cara; en cualquier caso, el coste de la preparación de la dosis era abonado por amigos o parientes del delincuente condenado, y no por el Estado —aunque lo que pagaban en realidad era una muerte más benigna para el amigo—. El Estado aprobaba también el empleo de la cicuta porque se la administraba uno mismo y era incruenta, con lo cual el Estado quedaba libre del miasma de la culpa.
Se solía pensar que la muerte por cicuta era dolorosa y horrible, con espasmos, ahogamiento y vómitos; pero ahora, gracias a Enid Bloch,7 estudiosa del clasicismo y toxicóloga aficionada, sabemos que la especie concreta de cicuta utilizada para ese fin en la Atenas antigua (Conium maculatum, que podía recogerse en las laderas del cercano Himeto) era eficaz pero no especialmente violenta. Sus efectos son, en realidad, muy parecidos a como los describe Platón en las últimas páginas de su diálogo Fedón,8 una obra bella y profunda situada en la prisión el último día de la vida de Sócrates. Platón retrata correctamente cómo su amado mentor muere poco a poco por una parálisis que acaba en asfixia. El cuerpo de Sócrates fue recogido por familiares y amigos y se realizaron con él los ritos tradicionales.
El juicio fue la culminación de un proceso regular. En primer lugar, semanas o, incluso, meses antes, Meleto hubo de abordar a Sócrates y, en presencia de dos testigos (en este caso, quizá, sus compañeros de acusación) leerle en alto los cargos contra él y emplazarlo a que compareciera en una fecha determinada en la oficina del arconte rey, en la estoa que llevaba su nombre, situada en el lado noroeste del Ágora, momento en que Meleto presentaría formalmente al arconte rey una copia escrita de la acusación. El arconte rey era uno de los nueve árchontes de Atenas —funcionarios seleccionados anualmente por sorteo de una lista de candidatos— que en la desarrollada democracia ateniense desempeñaban unas funciones casi meramente formales, en especial en los ámbitos religioso y judicial. El título de arconte rey era un extraño residuo de la lejana época de la monarquía, y la persona en cuestión conservaba algunos de los poderes de los reyes prehistóricos en asuntos relacionados con la religión, por lo que era responsable, entre otras cosas, de los procesos por impiedad. El caso de Sócrates era un poco más complicado por el hecho de que la impiedad constituía solo la mitad de los cargos, mientras que la otra mitad era la subversión de la juventud; pero como la acusación de impiedad era la más grave, ocupó un lugar de precedencia, y todo el procedimiento se desarrolló como si se tratara de un juicio por impiedad. Por otra parte, a juzgar por la formulación de los cargos, la manera en que Sócrates había subvertido, según se suponía, a los jóvenes atenienses fue la de animarlos a ser tan impíos como él mismo. Así era como Meleto entendía las acusaciones.9
Al final de aquella reunión en la Estoa Real —marco dramático del diálogo platónico Eutifrón, que presenta a Sócrates debatiendo (¡cómo no!) sobre la piedad con un fanático religioso—, el arconte rey fijó también una fecha para la vista preliminar, la anákrisis. En los días transcurridos entretanto, el personal del arconte rey colocó en público, en el centro del Ágora, una copia de los cargos. Luego, en la vista preliminar, la función del arconte rey consistía en decidir si el caso tenía base suficiente como para ser presentado ante el tribunal. Se leyó en voz alta la acusación, se tomó declaración a todos los testigos pertinentes, y Sócrates negó formalmente los cargos. Si el arconte rey no hubiese estado todavía convencido de si había causa que requiriera una comparecencia, habría interrogado a Meleto y a Sócrates hasta poder llegar a una decisión. Al fin y al cabo, el Estado pagaba a los dicastas por su servicio, y él no quería malgastar recursos en casos imposibles o frívolos. Pero estos procedimientos constituían, más o menos, una formalidad, pues existían otras medidas para imponer duras multas a los acusadores si sus casos no conseguían los votos del veinte por ciento de los dicastas en el propio tribunal. Las personas que ejercieran la función de dicastas decidirían sobre los méritos de la causa.
No tenemos manera de saber qué dijo cada una de las partes en la anákrisis, pero es evidente que Meleto convenció al arconte rey de que había motivos para la demanda, y este fijó una fecha para el juicio. Entre la vista preliminar y el juicio transcurrieron unas semanas. Debería haber sido un tiempo para que el acusado preparara su defensa, pero llegado el día Sócrates afirmó que hablaba improvisando, y dijo incluso a uno de sus compañeros que se había pasado toda su vida preparando la defensa al no haber actuado nunca injustamente.10 Tanto Platón como Jenofonte eran, en cierto sentido, seguidores de Sócrates, y su juicio y ejecución provocaron un abatimiento y un enfado tan grandes que ellos y varios miembros más del círculo socrático dedicaron al menos una parte de su carrera literaria a defender la memoria de su mentor. Disponemos de todos los escritos socráticos de Platón y Jenofonte y un número demasiado escaso de fragmentos de varios autores más. Para el presente contexto tenemos, sobre todo, las versiones de Platón y Jenofonte de los discursos de defensa de Sócrates, llamadas tradicionalmente en castellano Apología de Sócrates o, simplemente, Apología —transliteración de la palabra griega que significa «discurso de la defensa».
Si habiendo sobrevivido un minúsculo porcentaje de literatura griega antigua, se conservan, no obstante, dos versiones de un único episodio, podría parecer mezquino quejarse, pero el hecho es que no podemos saber con certeza hasta qué punto esas dos versiones de la defensa de Sócrates se parecen —si es que se parecen algo— a lo que este dijo en realidad aquel día. Las diferencias entre ambas son enormes; las dos no pueden ser correctas. Entonces, ¿de cuál habremos de fiarnos? Resulta tentador confiar en la versión de Platón, pues es brillante —divertida, filosóficamente profunda, una lectura fundamental—, mientras que la de Jenofonte es más monótona, y, en cualquier caso, una obra sin pulir. Pero este es el meollo del «problema socrático», como lo llaman los estudiosos: deseamos confiar en Platón, pero su propia brillantez es, precisamente, lo que debería inclinarnos a no prestarle confianza, en el sentido de que es más probable que, a diferencia de los simples mortales, los genios tengan sus propios objetivos. De hecho, nadie duda de que Platón los tenía y de que acabó utilizando a Sócrates como portavoz de sus ideas personales; la única cuestión es saber cuándo comenzó este proceso y qué grado de desarrollo alcanza en cada diálogo concreto. La postura más sensata consiste en pensar que ningún diálogo, por temprano que sea, es mera biografía, o que, por tardío que sea, se halle totalmente libre de la influencia del Sócrates histórico. Platón, Jenofonte y todos los demás socráticos escribieron una especie de literatura de ficción —aquello que, según sus diversos puntos de vista, habría dicho Sócrates de haberse encontrado en tal o cual situación hablando con esta o aquella persona sobre un tema u otro—. Por un lado, todos los autores socráticos tienen en común retratar a su mentor en trance de hablar, de hablar interminablemente —soltando sermones o implicando a otros en agudas conversaciones y discusiones dialécticas.
¿Qué hay, pues, de los dos discursos de defensa? Si, ejecutando a una persona, una comunidad pretende hacer desaparecer a un alborotador, Atenas fracasó rotundamente en el caso de Sócrates. El juicio alcanzó con rapidez tal fama que al cabo de poco tiempo se escribieron varias Apologías de Sócrates y al menos un alegato de la acusación, que pretendía ser el de Ánito. Si el objetivo hubiera sido documentar el discurso o los discursos reales pronunciados por el propio Sócrates durante el juicio, no habrían sido necesarias más de una o dos publicaciones de ese tipo, y todas las demás habrían estado de sobra. El hecho de que se escribieran tantas versiones del discurso de defensa de Sócrates da a entender poderosamente que los autores no relataban la verdad histórica, sino que estaban interesados en poner por escrito lo que, en su opinión, podría o debería haber dicho Sócrates —ese interés es lo que caracteriza todo el género de obras socráticas aparecidas en las décadas siguientes al juicio y muerte del filósofo—. Si hay algo de verdad en las informaciones que nos cuentan que Sócrates se presentó ante el tribunal sin prepararse, como alguien retóricamente ingenuo, la Apología de Platón comenzará, sin duda, a parecernos ficticia, pues hace mucho que es admirada como una pulida pieza de oratoria.
Dado lo improbable de que lleguemos a tener alguna vez razones objetivas para demostrar el carácter ficticio de una de las dos versiones de los discursos de defensa, o de ambas, resulta gratificante y significativo poder defender con verosimilitud ese carácter. Uno de los episodios más famosos11 de la Apología de Platón es la anécdota de que Querofonte de Esfeto, famoso en las comedias12 por su delgadez ascética (o, al menos, por su pobreza), timador y noctámbulo, había consultado al oráculo de Delfos —aquel santuario de Apolo fabulosamente rico que era uno de los pocos centros internacionales de culto existentes en Grecia— y volvió con el dictamen del dios de que no había nadie más sabio o entendido que Sócrates. Según el relato de Platón, ese oráculo fue el desencadenante de la misión filosófica de Sócrates, quien se sintió intrigado por lo que querría haber dicho el dios y comenzó, por lo tanto, a preguntar a todos los expertos que pudo encontrar en Atenas para intentar entender la intención de la divinidad. Al final decidió que el dios tenía razón, pues todos los demás padecían del engreimiento infundado de pretender saber más de lo que realmente sabían; nadie pudo demostrar su competencia respondiendo coherentemente a las preguntas de Sócrates, por lo que este llegó a la conclusión de que solo él poseía una determinada especie de sabiduría —la sensación de saber que era muy poco lo que sabía—. Pero para entonces ya estaba lanzado a su misión de indagar, de plantearse preguntas difíciles a sí mismo y a los demás con el fin de descubrir las verdades que sustentan nuestras creencias y opiniones.
Pero, para empezar, ¿por qué acudió Querofonte al oráculo con su pregunta? Para que tuviera sentido preguntar si había alguien más sabio que Sócrates, este tendría que haber gozado ya de cierta reputación de sabio. Ahora bien, nunca había sido famoso por nada más que por ser el ateniense que andaba por allí preguntando a la gente y averiguando si podían definir la moral y otros conceptos con los que afirmaban actuar; esta iniciativa había comenzado en torno al 440 a. C. y le había granjeado fama al final de la década.13 Sin embargo, este es precisamente el tipo de interrogatorio que, al parecer, más que constituir una práctica anterior, había sido desencadenado, según Platón, por el oráculo. Otra buena razón para suponer que el oráculo representa una ficción es que no hay ninguna otra referencia a él ni en Platón ni en ninguno de los demás socráticos (quienes, sin duda, le habrían sacado partido) ni en ningún otro pasaje de la literatura griega, fuera de una mención en la Apología de Jenofonte (14), donde, a estas alturas, parece definitivamente una información prestada. Es indudable que debió de haber sido una historia famosa.
Lo que hace Platón con esta historia es bastante sutil. A lo largo de toda su vida, Platón quiso establecer la filosofía, según la entendía él, como la única forma válida de educación superior, y para ello utilizó sus escritos con el fin de desacreditar las pretensiones de sus rivales —educadores, poetas, estadistas, oradores y otros expertos—. Pues bien, esa es la actividad que Platón atribuye a su personaje «Sócrates» en los primeros diálogos: interrogar a esos expertos y descubrir sus deficiencias. Tal era la misión de Platón, y su Sócrates fue el portavoz de ella. Pero esa es, precisamente, la misión compendiada en la historia del oráculo recogida en la Apología de Platón. Platón, por lo tanto, ideó la historia como un medio para exponer su propia misión, misión que atribuiría al personaje de Sócrates que iba a aparecer en sus obras.
Como Jenofonte conocía a Sócrates, sabía que el Sócrates de Platón era ficticio. Su posición le permitía constatar que la semblanza de la misión de Sócrates trazada por Platón era, realmente, un medio ingenioso de esbozar y presentar la suya propia. Por lo tanto, Jenofonte hizo lo mismo: utilizó aquella historia para un propósito idéntico y, sencillamente, la reajustó con el fin de que se adaptara a su misión personal. La principal diferencia entre la historia del oráculo en Platón y la versión de Jenofonte es que en este el oráculo afirma que no hay nadie más libre, recto y prudente que Sócrates. La misión de Jenofonte consistía en proponer a Sócrates como un dechado de virtudes convencionales (e indagar qué condiciones internas se requerían para esas virtudes), por lo que su Sócrates, más que «sabio», es «libre, recto y prudente». Jenofonte evita mencionar la sabiduría porque el corolario de esta era la ignorancia socrática: el Sócrates de Platón era más sabio que nadie porque era el único consciente de su ignorancia. Pero, en Jenofonte, la ignorancia no es uno de los rasgos de Sócrates, que dedica su tiempo a aconsejar a los demás qué deben hacer. Nos encontramos, pues, con un caso complejo de intertextualidad entre los dos autores. Platón se sirvió de la historia del oráculo para determinar su misión en sus escritos; y Jenofonte, al darse cuenta de que lo que había hecho Platón era eso, hizo otro tanto al servicio de su propia misión.
«Tenemos aquí ante nuestros ojos, en plena actividad, el proceso de creación de mitos», según observó en cierta ocasión Moses Finley14 a propósito de estos dos discursos. El destino de unos hombres como Sócrates y Jesucristo, personas que iniciaron grandes cambios, fue, quizá, ser lo que llegaron a ser en versiones ajenas. Al cabo de poco tiempo, Sócrates se convirtió, gracias a sus seguidores, en un personaje tan superior a su propia realidad que debemos esforzarnos para descubrir la verdad respecto al juicio al que fue sometido; y su caso alcanzó tanta fama que, en los siglos siguientes, escribir alegatos de defensa a favor de Sócrates fue un ejercicio para estudiantes de retórica o filósofos comprometidos, estimulados por la vitalidad de un debate persistente sobre la relación entre filosofía y política. Se compusieron por escrito docenas de defensas socráticas, y algunas llegaron incluso a «publicarse», pero la única que se ha conservado es la de Libanio de Antioquía, redactada en el siglo IV d. C., 750 años después de los hechos. Máximo de Tiro,15 el gran orador de finales del siglo II y primer tercio del III d. C., alude a esta tradición de escribir alegatos de la acusación y la defensa para el juicio contra Sócrates y la explica, al menos en parte, aludiendo al rumor iniciado, quizá, a finales del siglo IV,16 de que el propio Sócrates no había dicho nada en su juicio sino que se había limitado a mantenerse mudo y desafiante.
En una de las obras, o en las dos, podría haber restos valiosos de verdad histórica, pero carecemos de criterios para reconocerlos. Nunca sabremos con seguridad qué se dijo aquel día de primavera del 399 a. C. De todos modos, ofrezco a continuación resúmenes de los principales discursos de la defensa de Sócrates según lo cuentan Jenofonte y Platón. Este afirma haber estado allí en persona; y aquel dice tener información17 de primera o segunda mano —aunque, incluso, estas afirmaciones son, quizá, más que una garantía de verdad, una curiosa convención literaria griega, una manera de generar verosimilitud—. A lo largo de sus Recuerdos de Sócrates, Jenofonte afirma a menudo haberse hallado presente en conversaciones de las que no pudo haber sido testigo.
La versión de Jenofonte se centra en los cargos conocidos. Sócrates niega la acusación de no reconocer a los dioses reconocidos por el Estado y afirma que siempre ha cumplido con sus obligaciones religiosas como ciudadano. Al entender que la acusación de introducir dioses nuevos es una referencia indirecta a la voz sobrenatural que solía transmitirle consejos (más adelante ampliaremos este punto), sostiene que escuchar dicha voz no es más irreligioso que servirse de cualquier otra forma de adivinación para recibir comunicación de los dioses. La única diferencia consiste en que esa voz sobrenatural se dirige exclusivamente a él, a Sócrates —pero la respuesta dada por Apolo a Querofonte demuestra también que los dioses le favorecían de manera particular—. Esta pretensión de ser el agente especial de los dioses provoca, como es lógico, un revuelo en la corte, y Sócrates no ayuda a mejorar las cosas cuando continúa explicando que es tal dechado de virtud que carece de sentido acusarle de corromper o subvertir a alguien. Meleto, al preguntarle Sócrates por el significado de esa acusación, recurre a afirmar que Sócrates atraía a los jóvenes hacia sí y los apartaba de las formas de educación tradicionales, basadas en la familia. Sócrates lo admite, y lo justifica diciendo que es un especialista en educación, por lo que es natural que la gente acuda a él para ser educada, de la misma manera que acudirían a un médico por cuestiones de salud.
La versión de Platón es considerablemente más larga y más compleja. En ella, la defensa de Sócrates se basa fundamentalmente en una distinción entre sus «antiguos acusadores» y los «nuevos», tal como él los denomina. Los «nuevos acusadores», son, sencillamente, Meleto, Licón y Ánito, con los cargos concretos presentados en este juicio, pero los «antiguos acusadores» son personas en gran parte sin rostro y anónimas: son la gente corriente, con sus prejuicios contra las nuevas enseñanzas que habían arrollado a las capas más altas de la sociedad ateniense en los últimos treinta o cuarenta años. Esos acusadores están mal informados y son incapaces de distinguir entre diferentes tipos de intelectuales, por lo cual proyectan sobre Sócrates una imagen confusa en la que se convierte simultáneamente en el arquetipo del científico, el sofista y el orador; a ella se unen sus miedos a los peligros representados por esa clase de intelectuales —el ateísmo y otras formas de subversión moral—. La prensa amarilla solía hacer lo mismo con los gurús y «líderes de culto» de la década de 1970.
Tenemos la suerte de poder confirmar esa queja de Platón. Sócrates aparecía a menudo como un personaje más en las comedias escritas desde finales de la década del 430, y, aparte de algunos fragmentos, tenemos una obra completa en la que desempeña un papel importante. Se trata de Las nubes, de Aristófanes, estrenada en el año 423, pero reescrita en gran parte en algún momento entre esa fecha y el 414. Y en esta obra descubrimos que Sócrates es, justamente, esa clase de amalgama: un científico, un charlista agudo, un quisquilloso que socava las normas morales convencionales y prefiere dioses extravagantes, como el Caos, las Nubes y la Lengua, a los del panteón olímpico. Si la obra pretendía ser una farsa, acabó siendo malinterpretada como sátira —una sátira contra el propio Sócrates, y no contra un intelectual formado por un conjunto de caracteres—. Existía, por lo tanto, la creencia general de que Sócrates era un corruptor irreligioso de la juventud —exactamente igual que en la acusación—. Es posible que en su momento se considerara divertido, pero en el 399 las cosas habían cambiado y la gente se sentía más proclive a tomar en serio las acusaciones de Aristófanes.
Platón recoge, incluso, en su Apología una referencia concreta18 a esa comedia como fuente de los prejuicios de los antiguos acusadores contra Sócrates. Aristófanes eligió a Sócrates como figura representativa del intelectual por la sencilla razón de que había nacido en Atenas, mientras que la inmensa mayoría de los demás intelectuales de la época eran extranjeros. Aristófanes volvió a tratar el tema en otras dos obras posteriores19 en las que Sócrates es tachado de corruptor de la juventud, una especie de líder de culto o nigromante hipnotizador, mientras que otros comediógrafos (en especial Eupolis y Amipsias, cuya obra, por desgracia, no se ha conservado apenas) se burlaban a menudo de Sócrates y su círculo y manifestaban una preocupación cómica por su causa.
La principal observación expuesta aquí —en la Apología de Platón— por Sócrates es que no tiene manera de combatir unos prejuicios tan confusos y tan profundamente arraigados. Él los rechaza, pero en la década del 440 se había interesado por las ideas científicas del momento,20 y es posible que eso se recordara todavía vagamente. Además, la distinción que establece entre sí mismo y los sofistas (que, en cualquier caso, dependía de agrupar a una masa de gente diversa bajo el calificativo global de «sofistas») habría sido considerada por la mayoría del público como un bizantinismo, de la misma manera que, para las personas no iniciadas de nuestra época, un positivista lógico y un platónico parecerían compartir más semejanzas que diferencias.
Es, incluso, probable que la distinción entre Sócrates y los sofistas fuera un invento de Platón. Los sofistas eran educadores, y Platón intenta demostrar que Sócrates nunca afirmó ser un maestro (en el sentido de transmisor de sus propias ideas), sino que siguió siempre, sin más, el curso de los razonamientos, llevaran a donde llevasen, al margen de si el resultado final era la refutación de alguna creencia suya o de sus interlocutores. El Sócrates de Jenofonte, sin embargo, es un maestro en sentido pleno, alguien que ofrece consejos a todo el mundo, mientras que el retrato de Platón resulta, en cualquier caso, muy poco convincente como obra histórica, pues es difícil imaginar que Sócrates estuviera entregado constantemente al debate refutatorio y que eso fuera el alfa y la omega de su misión filosófica. Sócrates debió de haber dedicado también algún tiempo a enseñar, y esto es lo que retrata Jenofonte. Una diferencia menor es que Sócrates no aceptaba dinero de sus alumnos, al contrario de los sofistas; él prefería no verse obligado a tener discípulos por el mero hecho de que dispusieran de medios para pagarle. Los testimonios de Platón y Jenofonte coinciden, no obstante, en condenar a los sofistas por la superficialidad de sus argumentos. Los sofistas no educaban en la moralidad auténtica, pues solo enseñaban a sus estudiantes el arte erística de los argumentos vencedores, al margen de si esto implicaba o no la búsqueda de la verdad. Solo Sócrates se preocupaba por la mejora moral de sus estudiantes. Esta frágil base es todo lo que nos permite distinguir a Sócrates de aquellos a quienes sus seguidores agrupaban bajo el calificativo de «sofistas».
Quienes se hallaban fuera del círculo exclusivo de Sócrates no tenían razones para no creer que este fuera como aparecía retratado en Las nubes: un sofista científico ateo que enseñaba a unos jóvenes ricos sus ideas extrañas y peligrosas. En el discurso de defensa de Platón, Sócrates afirma que la fuente de esos prejuicios era su misión de interrogar a la gente (en este punto es donde expone su historia del oráculo délfico). Esa afirmación puso en su contra a aquellos cuya pretensión de conocimiento había desbaratado (imaginemos a un crítico contemporáneo que un día sí y otro también echase por tierra en debates públicos transmitidos por televisión a millones de personas las pretensiones de nuestros líderes religiosos, políticos y artísticos); pero, además, algunos jóvenes imitaron su método de interrogación e hicieron, incluso, un mal uso de este para intentar ganar puntos sobre sus adversarios, en vez de utilizarlo como un medio para llegar a la verdad. Y así, alguna gente, para desviar la atención de su propia ignorancia, se dedicó a difamar a Sócrates y atizar prejuicios en su contra.
Las páginas siguientes de la Apología de Platón están dedicadas a un breve diálogo entre Sócrates y Meleto, en el curso del cual Sócrates enreda sarcásticamente a su acusador sobre el asunto de la subversión de los jóvenes y el ateísmo; a pesar de lo cauteloso de sus respuestas, Meleto se da cuenta dolorosamente de que no está a la altura intelectual de Sócrates. Dado que las normas de procedimiento en la sala de audiencias ateniense no preveían, casi con seguridad, ese tipo de diálogo, podemos juzgar sin temor a equivocarnos que se trata de otro elemento de ficción de la Apología platónica; y que fue también, una vez más, una característica imitada por Jenofonte21 en su versión, aunque con una extensión considerablemente menor. Es de suponer que Platón lo utilizó como un medio para que sus lectores conocieran un par de cosas dichas por Meleto en su discurso. Meleto había hecho hincapié en que la fuente apropiada de educación para los jóvenes era la perpetuación, basada en la familia, de lo que sir Gilbert Murray denominó el «conglomerado hereditario»22 —el código moral y religioso transmitido de generación en generación mediante el ejemplo y la enseñanza oral y a través de la formación—, y había acusado a Sócrates de ser un perfecto ateo.
Sócrates continúa afirmando su compromiso con su misión filosófica. Aquella misión le había sido encomendada por Apolo y, por lo tanto, abandonarla —incluso bajo pena de muerte— sería un sacrilegio arrogante. Sócrates se compara al héroe homérico Aquiles, que había escogido entre una vida corta y esplendorosa y otra larga y sin distinción, e insiste en que no dejará de filosofar aunque el tribunal le proponga hacerlo como condición para salir absuelto. Afirma que, lejos de ser una fuente de corrupción, su servicio al dios es lo mejor que le ha ocurrido nunca a Atenas. Compara la ciudad con un caballo perezoso y adormilado, y a sí mismo con un tábano enviado por el dios para despertarlo de su sueño a riesgo de morir golpeado por la cola del caballo.
Pero si su tarea es esa, ¿por qué no ha desempeñado Sócrates una función más importante en la vida pública ateniense, como un medio más directo para galvanizar la ciudad? Porque, según dice él mismo, en la política de la ciudad no hay lugar para un hombre honrado. Su voz sobrenatural le ha impedido sistemáticamente representar un papel en los asuntos públicos de Atenas, y la razón debe de ser que, si lo hubiera hecho, haría tiempo que lo habrían condenado a muerte. Casualmente, en el año 406, debido al curso normal de los acontecimientos, se encontró en determinado momento en una situación de cierta responsabilidad, cuando intentó detener lo que le parecía un procedimiento inmoral; y en otra ocasión, en el 404 o el 403, durante el gobierno de los Treinta Tiranos, quisieron que detuviera a León de Salamina, pero él volvió a negarse debido a la inmoralidad del acto propuesto. A pesar de que, evidentemente, había sobrevivido, dice que en ambas ocasiones se halló en peligro de muerte, por lo cual utiliza esos casos para apoyar el argumento de que, si hubiera decidido actuar en política, con el régimen que fuese, lo habrían asesinado. A continuación, concluye su discurso con un par de recursos retóricos: la afirmación de los acusadores de que corrompe a la gente queda desautorizada por el hecho de que ningún pariente de aquellos a quienes supuestamente había corrompido lo había llevado a juicio; además, se niega a rebajarse empleando el tipo de tácticas dirigidas a provocar compasión utilizadas por otros en el tribunal cuando les amenaza una sentencia de muerte.
Sócrates fue declarado culpable por una diferencia escasa: «Si solo treinta votos hubieran caído de la otra parte, habría sido absuelto».23 En otras palabras, suponiendo que en el juicio se hallaban presentes quinientos dicastas, 280 votaron por su culpabilidad, y 220 por su inocencia. Luego le llegó el turno de proponer una alternativa a la petición de pena de muerte presentada por sus acusadores. Como creía que él era lo mejor que le había ocurrido nunca a Atenas, propuso, según Platón, medio en broma medio en serio que lo alimentaran durante el resto de su vida a expensas del erario público. Se trataba de un honor extraordinario reservado habitualmente a quienes habían engrandecido de manera notoria el honor de la ciudad, por ejemplo ganando una prueba en las Olimpiadas, o a los descendientes de quienes supuestamente habían instaurado la democracia en Atenas. Aquello no era más que una provocación por parte de Sócrates. En tono más serio, alegando su conocida pobreza, propuso que se le impusiera una multa de cien dracmas (el coste, digamos, de un pequeño rebaño de ovejas y cabras), elevada de inmediato a tres mil, ofrecidas por sus amigos, incluido Platón.
Era el tipo de pena que el tribunal podría haber aceptado, pero el Sócrates de Platón se había tomado grandes molestias para enajenarse con su arrogancia la voluntad de unos dicastas vacilantes, y una mayoría siguió votando por la pena de muerte. ¿Qué clase de mayoría? Un biógrafo tardío24 dice que ochenta dicastas cambiaron su voto porque estaban enfadados con Sócrates debido a su arrogancia: esto supondría 360 contra 140, que es la cifra aceptada por la mayor parte de los estudiosos. Pero las palabras del propio Sócrates (recogidas en la obra de Platón) dan a entender algo distinto: tras ser aprobada la pena de muerte, se dirigió a los 220 que habían votado por absolverlo calificándolos de auténticos dicastas25 —una denominación extraña si algunos de ellos hubiesen votado para condenarlo a muerte—. En otras palabras, es posible que fueran menos quienes votaron por la pena capital, así que el margen pudo haber sido de solo 260 contra 240.
Este discurso a los dicastas tras el juicio aparece tanto en Platón como en Jenofonte, pero, una vez más, contradice abiertamente lo que sabemos acerca del procedimiento seguido en los tribunales atenienses. El núcleo de ambas versiones es que, al igual que Palamedes, el héroe legendario arquetipo del inocente juzgado injustamente, él, Sócrates, no tenía nada de qué preocuparse, pues el hombre justo no puede sufrir ningún daño. Quienes debían preocuparse por los efectos de su injusticia sobre sus propias almas y por los que tendría sobre la ciudad la eliminación de un hombre que podría haberla ayudado eran quienes lo habían condenado a muerte, en especial sus acusadores. La versión de Platón concluye con unas reflexiones acerca de la muerte pronunciadas por Sócrates: dado que su voz sobrenatural no le había impedido asistir aquel día al tribunal, confía en que la muerte no pueda ser nada malo para él. O bien se trata de un estado de vaciedad, como un dormir sin sueños, o bien le permitirá esperar ilusionado la posibilidad de mantener conversaciones filosóficas en el Hades con personas interesantes del pasado. Sus últimas palabras son: «Pero es ya hora de marcharnos, yo a morir y vosotros a vivir. Quién de nosotros se dirige a una situación mejor es algo oculto para todos, excepto para el dios».
La Apología de Platón es brillante; ningún resumen puede hacerle justicia. Contiene declaraciones sorprendentes y que incitan a reflexionar, como la de que sus acusadores pueden matarlo pero no causarle daño, pues es una ley que un hombre bueno no puede ser dañado por otro peor; también contiene propuestas clamorosas, como la de que uno tiene el deber de permanecer allí donde ha sido colocado por un superior, hombre o dios. Los estudiosos siguen ahondando aún en el libro, pero no en busca de detalles sobre la vida de Sócrates sino con el propósito de entender algunas de sus opiniones éticas fundamentales. La ecuanimidad, la resolución, el desafío, el ingenio y la claridad de Sócrates salen a nuestro encuentro en cada página; pero este Sócrates podría ser, en cierta medida, una creación de Platón, más que el hombre histórico.
Aparte de los detalles que he mencionado de paso, hay todavía unos pocos, más o menos triviales,26
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