La parábola del sembrador - Octavia E. Butler - E-Book

La parábola del sembrador E-Book

Octavia E. Butler

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Beschreibung

Esta aclamada novela posapocalíptica de esperanza y terror, de la galardonada escritora Octavia E. Butler, combina bien con otras obras distópicas como 1984 o El cuento de la criada. Cuando el cambio climático global y las crisis económicas conducen al caos social a principios de la década de 2020, California se llena de peligros, desde la escasez generalizada de agua hasta las masas de vagabundos que harán cualquier cosa para sobrevivir otro día más. Lauren Olamina, una joven adolescente de quince años, vive dentro de una comunidad cerrada con su padre, un predicador, su familia y sus vecinos, relativamente protegida de la anarquía circundante. En una sociedad donde cualquier vulnerabilidad es un riesgo, ella sufre de hiperempatía, una sensibilidad debilitante hacia las emociones de los demás. Precoz y lúcida, Lauren debe hacer oír su voz para proteger a sus seres queridos de los desastres inminentes que su pequeña comunidad ignora obstinadamente. Pero lo que comienza como una lucha por la supervivencia pronto conduce al nacimiento de una nueva fe y a una sorprendente visión del destino humano.

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Si hay algo más aterrador que una novela distópica sobre el futuro, es una novela distópica sobre el futuro que se escribió en el pasado y que ya ha empezado a hacerse realidad. Esto es lo que hace que La parábola del sembrador resulte aún más impactante que cuando se publicó por primera vez.

Hace veinticinco años, la formidable Octavia Butler escribió este primer volumen de lo que iba a ser una trilogía. Desgraciadamente, murió a la temprana edad de cincuenta y ocho años, pero por suerte tenemos esta novela y su secuela, La parábola de los talentos. El título hace referencia a los versículos de la Biblia que describen no la semilla, sino los diversos terrenos en los que esta cae; un reto para los lectores, que serán el terreno de las semillas de advertencia.

La historia empieza en una California del futuro que está dividida en tres mundos superpuestos: el de los poderosos, que poseen y controlan el agua, la electricidad y el cultivo de alimentos; el de una clase media en apuros, formada por gente que vive en vecindarios cercados por muros, usa armas de fuego para protegerse y hace todo lo posible por aferrarse a un orden ya pasado; y el de la gente sin hogar, los analfabetos, los moribundos y las prostitutas de las calles de la ciudad y el campo, que roban a los vivos y rebuscan entre cadáveres insepultos que se quedan tirados allí donde caen.

En todos estos mundos, el agua cuesta más que la gasolina; la policía y los bomberos atienden solo a quienes pueden pagarles; saber leer y escribir es una destreza tan rara que se ha convertido en una ventaja a la hora de conseguir trabajo; circulan drogas sintéticas que despiertan una obsesión por el fuego entre quienes las consumen, y nadie está a salvo de atracos, violaciones ni incendios a pesar de las armas, los muros, los portones y los niveles de protección.

Entre esa clase media que vive en vecindarios amurallados y lucha por mantener un orden pasado es donde encontramos a una adolescente llamada Lauren, nuestra narradora. Es inteligente y susceptible a la esperanza y al miedo, a los amigos y a las traiciones. Además, sufre el síndrome de hiperempatía, que ha heredado de su madre drogadicta y que le hace sentir el dolor de todo ser vivo que tenga cerca, animales incluidos, pero ese dolor puede ser tan grande que la inmoviliza hasta el punto de no poder ayudar a quien está sufriendo. La hiperempatía es capaz de causar tanto dolor que Lauren puede acabar ayudando a morir a quien sufre; Butler no es nada romántica respecto al coste de la empatía. En la complicada vida personal de Lauren, primero la vemos con su familia; luego, cuando la pierde y se echa a andar hacia el norte a través de una tierra sin ley, con un amante y amigos dispares, se convierte en una líder que no solo mantiene unido al grupo, sino que, pudiendo abandonarlo y salvarse, se niega a hacerlo. También es una poeta que imagina el futuro. En un libro titulado Semilla Terrestre: los libros de los vivos, nos cuenta lo que termina siendo el tema del libro de Butler: que el destino de la raza humana es emigrar a otros planetas y sistemas solares.

Con esto no estoy desvelando la trama. Los distintos acontecimientos atrapan igualmente por su inmediatez, su intimidad y la extraña semejanza con lo que ya estamos viviendo. De hecho, es probable que los lectores se sorprendan imaginándose cómo continúa la historia mucho después de haber terminado el libro. Para Butler, el futuro depende no solo de una fuerza inmensa como el calentamiento global (que aquí se representa como una realidad gradual y aterradora de largas sequías seguidas de inundaciones), sino también del comportamiento humano. Deja muy claro que fue este el que provocó el calentamiento global y no al revés; por lo menos, hasta que fue casi demasiado tarde. A diferencia de muchos autores de ciencia ficción, pero al igual que muchas autoras feministas de ciencia ficción, como Joanna Russ, Ursula K. LeGuin y Marge Piercy, Butler no se limita a crear un futuro basado en una ciencia y una tecnología nuevas: también nos muestra el resultado del comportamiento humano anterior que las guía.

En el mundo de la ciencia ficción, que en vida de la autora estaba hecho por y para escritores y lectores hombres blancos, siempre se ha visto a Octavia Butler como una anomalía. Ella, sin embargo, sentía que encajaba como nadie: «Soy negra, soy solitaria, siempre he estado en los márgenes». Sus personajes son jóvenes y viejos, hispanos, afroamericanos, entre otros, y todos ellos responden a las formas más naturales y únicas de ser estadounidense.

Cuando la joven Lauren empieza a cruzar el país andando para salvar su vida futura, por ejemplo, resuena un eco de los esclavos africanos que, en el pasado, ponían rumbo al norte para salvar la suya. Cuando están definiendo a Dios, a sus personajes se les ocurre la idea de que Dios es Cambio, la Verdad de la Vida.

No es de extrañar que Octavia Butler fuera la primera escritora de ciencia ficción en recibir un premio Genius de la fundación MacArthur, ni que motivara a millones de lectores que nunca antes se habían visto atraídos por la ciencia ficción ni la fantasía futurista, ni que los autores de ciencia ficción afroamericanos (en su mayoría mujeres, pero no solo) la citen como su casi única fuente de inspiración, ni que los libros de ciencia ficción que leyó de niña fueran regalos de las familias para las que su madre trabajaba de criada, ni que ahora se la traduzca y lea en países de todo el mundo, ni que su propia vida suene a ciencia ficción.

Pero, como ella misma acostumbraba a señalar, lo que escribía no era ni ciencia ni ficción, porque «todas las luchas son en esencia luchas por el poder: quién va a mandar, quién va a dirigir, quién va a determinar, a perfeccionar, a confinar, a diseñar».

Octavia Butler ponía sobre la mesa nuestras auténticas posibilidades como seres humanos. Y creo que puede ayudarnos para que cada uno de nosotros haga eso mismo.

01

«Todo aquello que tocáis

lo Cambiáis.

Todo aquello que Cambiáis

os Cambia a vosotros.

La única verdad perdurable

es el Cambio.

Dios

es Cambio».

Semilla terrestre: los libros de los vivos

Sábado, 20 de julio de 2024

Anoche tuve ese sueño que se me repite. No sé de qué me extraño. Me viene cuando me enfrento a algo, cuando me enredo en mi propio anzuelo e intento fingir que no pasa nada fuera de lo común. Me viene cuando intento ser la hija de mi padre.

Hoy es nuestro cumpleaños: yo cumplo quince y mi padre cincuenta y cinco. Mañana intentaré hacer algo que le guste; a él, a la comunidad y a Dios. Así que anoche soñé con un recordatorio de que todo esto es una mentira. Creo que tengo que escribir sobre el sueño, porque esta mentira en concreto me perturba mucho.

Estoy aprendiendo a volar, a levitar. Nadie me está enseñando. Aprendo yo sola, poco a poco, una clase en sueños tras otra. La imagen no es muy sutil, aunque sí persistente. Llevo ya muchas clases, y vuelo mejor que antes. Ahora confío más en mi destreza, pero sigo teniendo miedo. Todavía no controlo del todo las direcciones.

Me estiro hacia la puerta. Es una puerta como la que hay entre mi habitación y el pasillo. Parece que está muy lejos de mí, pero me estiro hacia ella. Con el cuerpo rígido y en tensión, suelto aquello a lo que estoy agarrada, algo que hasta ese momento me ha impedido elevarme o caer. Y me estiro en el aire, haciendo fuerza hacia arriba, sin llegar a subir, pero tampoco cayendo del todo. Entonces sí que empiezo a moverme, como deslizándome sobre el aire, a la deriva, unos palmos por encima del suelo, atrapada entre el miedo y el disfrute.

Me dejo llevar hacia la puerta. De ella sale un resplandor pálido y frío. Luego me deslizo un poco a la derecha, y un poquito más. Me doy cuenta de que voy a chocar contra la pared en lugar de llegar hasta la puerta, pero no puedo parar ni darme la vuelta. Me aparto de la puerta, del resplandor frío, y voy hacia otra luz.

La pared que tengo delante está ardiendo. El fuego ha salido de la nada, ha devorado la pared, ha empezado a acercarse a mí, a intentar alcanzarme. Se extiende. Entro en él. Arde a mi alrededor. ¡Me agito y me revuelvo e intento salir nadando hacia atrás, agarrando puñados de aire y fuego, pataleando, en llamas! Oscuridad.

Puede que me despierte un poco. A veces me pasa, cuando el fuego me engulle. Eso es malo. Cuando me despierto del todo, no puedo volver a dormirme. Lo intento, pero no lo he conseguido nunca.

Esta vez no me despierto del todo. Me desdibujo hacia la segunda parte del sueño, la parte que es normal y real, la parte que sí ocurrió hace unos años, cuando yo era pequeña, aunque en aquel momento no parecía tener importancia.

Oscuridad.

Oscuridad que se va iluminando.

Estrellas.

Estrellas que emiten su luz fría, pálida, centelleante.

—Cuando yo era pequeña, no veíamos tantas estrellas —me dice mi madrastra.

Habla en español, su lengua materna. Está de pie, quieta y pequeña, con la mirada puesta en la amplia franja de la Vía Láctea. Hemos salido ella y yo, cuando ya estaba oscuro, a recoger la ropa del tendedero. Por el día ha hecho calor, como siempre, y a las dos nos gusta la fresca oscuridad de las primeras horas de la noche. No hay luna, pero vemos muy bien. El cielo está lleno de estrellas.

El muro del barrio es una presencia inmensa que acecha cerca de nosotras. Para mí es como un animal agazapado, quizá a punto de saltar, más amenazante que protector. Pero mi madrastra está conmigo y no tiene miedo. Me quedo pegada a ella. Tengo siete años.

Alzo la vista hacia las estrellas y el cielo negro y profundo.

—¿Por qué no veíais las estrellas? —le pregunto—. Todo el mundo puede ver las estrellas.

Yo también hablo en español, como me ha enseñado. Es una especie de intimidad entre nosotras.

—Por las luces de la ciudad —dice—. Las luces, el progreso, el desarrollo, todo aquello que ya no nos importa porque hace demasiado calor y somos demasiado pobres. —Hace una pausa—. Cuando yo tenía tu edad, mi madre me dijo que las estrellas, las pocas que podíamos ver, eran ventanas al cielo. Ventanas por las que se asomaba Dios para cuidarnos. Estuve casi un año creyéndomelo.

Mi madrastra me tiende una brazada de pañales de mi hermano pequeño. Los cojo, vuelvo hacia la casa, donde ha dejado su enorme cesto de mimbre para la colada, y suelto los pañales encima del resto de la ropa. El cesto está lleno. Compruebo que mi madrastra no me esté mirando y me dejo caer de espaldas sobre el blando montón de ropa tiesa y limpia. Durante un instante, la caída es como flotar.

Me quedo allí tumbada, contemplando las estrellas. Identifico algunas constelaciones y repaso las estrellas que las forman. Las he aprendido en un libro de astronomía que perteneció a la madre de mi padre.

Veo el rayo repentino de luz de un meteoro que recorre el cielo hacia el oeste. Me quedo mirando con la esperanza de ver otro. Entonces mi madrastra me llama y vuelvo a su lado.

—Ahora hay luces en la ciudad —le digo— y no nos tapan las estrellas.

Sacude la cabeza.

—Hay muchísimas menos que antes. Los niños de hoy no tenéis ni idea de cómo era el resplandor de las luces de la ciudad, y no hace tanto de eso.

—Yo prefiero las estrellas —respondo.

—Las estrellas son gratis. —Se encoge de hombros—. Yo preferiría tener otra vez las luces de la ciudad; cuanto antes, mejor. Pero las estrellas podemos permitírnoslas.

02

«Un don de Dios

puede abrasar los dedos desprevenidos».

Semilla terrestre: los libros de los vivos

Domingo, 21 de julio de 2024

Hace por lo menos tres años que el Dios de mi padre dejó de ser mi Dios. Su iglesia dejó de ser mi iglesia. Y aun así, hoy, porque soy una cobarde, he dejado que me inicien en esa iglesia. He dejado que mi padre me bautice en los tres nombres de ese Dios que ya no es el mío.

Mi Dios tiene otro nombre.

Esta mañana nos levantamos temprano porque teníamos que cruzar la ciudad para ir a la iglesia. Casi todos los domingos, papá celebra el culto en nuestro salón. Es pastor baptista y, aunque no toda la gente que vive dentro de los muros de nuestro barrio es baptista, quienes sienten la necesidad de ir a la iglesia están encantados de venir a casa. Así no tienen que aventurarse al exterior, donde todo es peligroso y caótico. Bastante malo es ya que alguna gente (mi padre, por ejemplo) tenga que salir a trabajar por lo menos una vez a la semana. Ninguno de nosotros va ya al colegio. A los adultos les pone nerviosos que los niños salgan.

Pero hoy era un día especial. Para hoy, mi padre había llegado a un acuerdo con otro pastor, un amigo suyo que sigue teniendo una iglesia de verdad con un baptisterio de verdad.

Hace tiempo, papá tuvo una iglesia a pocas manzanas de nuestro muro. Empezó con ella antes de que hubiera tantos muros. Pero los indigentes se colaban por la noche, sufrió varios robos y actos vandálicos, y alguien acabó rociándola de gasolina por dentro y por fuera y prendiéndole fuego. Esa última noche ardieron con ella siete de los indigentes que había durmiendo en el interior.

Pero, de algún modo, el reverendo Robinson, el amigo de papá, se las ha apañado para evitar que su iglesia sea destruida. Esta mañana fuimos hasta allí en bici: yo, dos de mis hermanos y otros cuatro niños del barrio que estaban listos para recibir el bautismo, además de mi padre y algunos adultos del barrio con escopetas. Todos los mayores iban armados. Esa es la norma. Salir en grupo e ir armados.

La alternativa era bautizarse en la bañera de casa. Habría sido más barato y más seguro, y para mí habría estado bien. Lo dije, pero nadie me hizo caso. Para los adultos, acudir a una iglesia de verdad es como volver a los viejos tiempos, cuando había iglesias por todas partes y demasiadas luces, cuando la gasolina era para los coches y los camiones, en lugar de para prender fuego a las cosas. Nunca dejan pasar la oportunidad de revivir los viejos días ni de decirles a los chavales lo estupendo que será todo cuando el país se ponga otra vez en pie y vuelvan los buenos tiempos.

Ya.

Para nosotros, los niños —al menos para casi todos—, la excursión no era más que una aventura, una excusa para ir más allá del muro. Nos iban a bautizar para cumplir con el deber o como una especie de seguro, pero la mayoría pasamos bastante de la religión. Yo no, pero yo tengo una religión distinta.

«Por qué arriesgarnos —me dijo Silvia Dunn hace unos días—. A lo mejor sí que hay algo de verdad en ese rollo de la religión».

Sus padres así lo creen, de modo que Silvia venía con nosotros.

Mi hermano Keith, que también venía, no comparte ninguna de mis creencias. Simplemente, le dan igual. Papá quería que se bautizara, así que a tomar viento. Hay pocas cosas que a Keith no le den igual. Le gusta estar con sus amigos y hacerse el mayor, escaquearse de trabajar, escaquearse del colegio y escaquearse de la iglesia. Solo tiene doce años y es el mayor de mis tres hermanos. No le tengo mucho cariño, pero es el favorito de mi madrastra. Tres hijos listos y uno tonto, y al tonto es al que más quiere.

Durante el trayecto, Keith iba mirando a su alrededor más que nadie. Su ambición, si podemos llamarla así, es salir del barrio y marcharse a Los Ángeles. Nunca dice muy claro lo que va a hacer allí. Solo quiere marcharse a la gran ciudad y ganar una buena pasta. Según mi padre, la gran ciudad es un animal muerto cubierto de muchísimos gusanos. Yo creo que tiene razón, aunque no todos los gusanos están en Los Ángeles. Aquí también hay.

Pero los gusanos no suelen ser madrugadores. Pasamos junto a gente tirada en el suelo, durmiendo en las aceras; solo unos pocos estaban ya despiertos, pero nadie nos prestó atención. Vi al menos a tres personas que no iban a volver a despertarse nunca más. A una le faltaba la cabeza. Me sorprendí buscando la cabeza. Después de eso, intenté no mirar más.

Una mujer joven, desnuda y sucia, pasó a nuestro lado dando tumbos. Eché un vistazo a su expresión ausente y me di cuenta de que estaba aturdida, drogada o algo así.

A lo mejor la habían violado tanto que se había vuelto loca. Me han contado casos de ese tipo. O a lo mejor es que iba drogada, sin más. Los niños de nuestro grupo casi se caen de la bici, de tanto mirarla. A saber los maravillosos pensamientos religiosos que tendrían durante un rato.

La mujer desnuda no nos miró ni una sola vez. Me di la vuelta después de cruzarnos con ella y vi que se había instalado en la maleza que crecía junto al muro de otro barrio.

Gran parte del trayecto iba siguiendo un muro de barrio tras otro; algunos, de una manzana de largo; otros, de dos; otros, de cinco… Hacia arriba, en las colinas, había fincas amuralladas: una casa grande y un montón de dependencias pequeñas y cutres en las que vivían los criados. Hoy no pasamos junto a ninguna de ellas. De hecho, atravesamos un par de barrios tan pobres que tenían los muros hechos de piedra sin mortero, pegotes de cemento y basura. Luego estaban los vecindarios sin amurallar, en un estado lamentable. Muchas casas estaban destrozadas: quemadas, vandalizadas, infestadas de borrachos o drogadictos u okupadas por familias de indigentes con sus hijos demacrados, zarrapastrosos y medio desnudos. Esta mañana, los niños estaban bien despiertos y nos miraban con atención. A mí me dan pena los pequeños, pero los de mi edad o los mayores me ponen nerviosa. Vamos bajando por el centro de la calle agrietada y los niños salen y se quedan de pie junto al bordillo sin quitarnos ojo de encima. Permanecen quietos, observando. Creo que, si solo fuéramos uno o dos, o si no lleváramos las armas a la vista, tal vez intentarían tirarnos al suelo y robarnos las bicis, la ropa, los zapatos, lo que fuera. Y luego ¿qué? ¿Violarnos? ¿Matarnos? Podríamos terminar como la mujer desnuda, dando tumbos, aturdidos, quizá heridos, llamando peligrosamente la atención a menos que consiguiéramos robar alguna prenda de ropa. Ojalá le hubiéramos dado algo.

Mi madrastra dice que ella y mi padre se pararon una vez a ayudar a una mujer herida y los tíos que la habían agredido salieron de un salto desde detrás de un muro y por poco los matan.

Y estamos en Robledo, a unos treinta kilómetros de Los Ángeles; según papá, antes era una población pequeña, verde, rica, sin muros, de la que no veía la hora de largarse cuando era joven. Al igual que Keith, había querido huir de la monotonía de Robledo y cambiarla por las emociones de la gran ciudad. Los Ángeles era mejor entonces, menos letal. Estuvo viviendo allí veintiún años. Y luego, en 2010, mataron a sus padres y él heredó su casa. Quienes los mataron habían desvalijado la vivienda y destrozado los muebles, pero no le habían prendido fuego a nada. Por aquel entonces no había muros en el barrio.

Me parece una locura vivir sin un muro que te proteja. Incluso en Robledo, la mayoría de los indigentes (okupas, borrachuzos, yonquis, gente sin hogar en general) son peligrosos. Están desesperados o locos, o las dos cosas a la vez. Cualquiera puede ser un peligro.

Encima, siempre les pasan cosas malas. Se arrancan unos a otros las orejas, los brazos, las piernas… Padecen enfermedades que no se tratan y las heridas se les infectan. No tienen dinero para comprar agua con la que lavarse, así que hasta quienes no están heridos sufren úlceras. No comen suficiente, por lo que están desnutridos (o comen alimentos en mal estado y se intoxican). Mientras pedaleaba, intentaba no mirar, pero no podía evitar ver (recopilar) parte de su desgracia general.

Puedo soportar mucho dolor sin venirme abajo. He aprendido a hacerlo. Pero hoy me resultó difícil seguir pedaleando y mantener el ritmo de los demás, pues cada nueva persona que veía me hacía sentir peor.

Mi padre se volvía a mirarme de vez en cuando.

«Puedes con esto —me dice—. No tienes por qué rendirte».

Siempre ha fingido, o quizá creído, que mi síndrome de hiperempatía es algo que puedo sacudirme de encima y olvidar. Al fin y al cabo, no es real. No es una especie de magia o percepción extrasensorial que me permita compartir el dolor o el placer de los demás. Es algo ilusorio. Hasta yo lo reconozco. A mi hermano Keith le gustaba hacerse el herido, solo por engañarme y que compartiera su supuesto dolor. Una vez, usó tinta roja como si fuera sangre para hacerme sangrar. Yo entonces tenía once años y todavía sangraba por la piel cuando veía sangrar a otra persona. No podía evitarlo, y siempre me preocupaba que aquello me delatara ante gente de fuera de la familia.

No he sangrado con nadie desde que cumplí doce años y me vino la primera regla. Qué alivio fue aquello. Ojalá todo lo demás hubiera desaparecido también. Keith solo consiguió engañarme para que sangrara aquella vez, y le di una buena paliza. Cuando era pequeña, no me peleaba mucho, porque a mí también me dolía. Sentía todos los golpes que daba como si me los estuviera dando a mí. Así que, cuando veía que sí tenía que pelearme, iba directa a hacerle al otro niño más daño del que los niños suelen hacerse. A Michael Talcott le rompí el brazo, y a Rubin Quintanilla, la nariz. A Silvia Dunn le salté cuatro dientes. Todos ellos se merecían lo que les hice multiplicado por dos o por tres. Siempre me castigaban, y me parecía injusto. Era un castigo doble, al fin y al cabo, y mi padre y mi madrastra lo sabían. Pero no por ello dejaban de hacerlo. Creo que lo hacían para contentar a los padres de los otros niños. Pero, cuando le di la paliza a Keith, sabía que Cory, papá o los dos me castigarían (a fin de cuentas era mi pobre hermanito pequeño). Así que tenía que asegurarme de que mi pobre hermanito pequeño pagara por adelantado. Lo que le hiciera tenía que merecer la pena, a pesar de lo que acabara pasándome a mí.

Y así fue.

Papá nos castigó luego a los dos: a mí por pegarle a un niño más pequeño que yo y a Keith por habernos expuesto a que los «asuntos de familia» salieran a la calle. A papá le preocupan mucho la privacidad y los «asuntos de familia». Hay un montón de cosas que nunca insinuamos siquiera fuera del ámbito familiar. La primera de ellas es todo lo que tenga que ver con mi madre, mi hiperempatía y la relación entre las dos cosas. Para mi padre, todo ese asunto es motivo de vergüenza. Es pastor, profesor y deán. Una primera mujer drogadicta y una hija afectada por las drogas no son cosas de las que ir alardeando. Por suerte para mí. Ser la persona más vulnerable que conozco no es algo de lo que yo quiera alardear, eso seguro.

No puedo hacer nada con la hiperempatía, da igual lo que papá crea, quiera o desee. Siento lo que veo sentir a los demás o lo que yo creo que sienten. La hiperempatía es lo que los médicos llaman un «trastorno delusivo orgánico». Una mierda muy grande. Lo único que sé es que duele. Gracias al paracetco, la pastillita, el polvo de Einstein, esa droga que mi madre eligió consumir antes de que mi parto la matara, estoy loca. Hasta mí llega muchísimo dolor que ni es mío ni es de verdad. Pero duele.

En teoría, comparto tanto el placer como el dolor, pero en los tiempos que corren no hay muchos placeres que digamos. El sexo es casi el único placer que he descubierto que disfruto. Me llevo el disfrute del chico y el mío. Casi preferiría que no fuera así. Vivo en un barrio-pecera minúsculo, rodeado de muros y sin salida, y soy la hija del pastor. En lo tocante al sexo, hay ciertos límites que no puedo traspasar.

En cualquier caso, mis neurotransmisores están revueltos y así van a seguir. Pero puede irme bien siempre que los demás no sepan lo mío. Dentro de los muros de nuestro barrio, me va estupendamente. Pero trayectos como los de hoy me resultan un infierno. Tanto la ida como la vuelta han sido lo peor que he sentido nunca: sombras y fantasmas, giros y golpes de un dolor inesperado.

Si no miro durante mucho tiempo las heridas viejas, no me duelen demasiado. Había un niñito sin ropa cuya piel era una masa de úlceras rojas y enormes; un hombre con una costra inmensa sobre el muñón donde antes tenía la mano derecha; una niñita desnuda, tal vez de siete años, con sangre corriéndole por los muslos. Una mujer con la cara hinchada, sanguinolenta, llena de golpes…

Seguramente di la impresión de ser asustadiza. Iba mirando a todos lados como un pajarillo, sin posar la vista en nadie más tiempo del que tardara en comprobar que no venía en mi dirección ni quería arrojarme algo.

Puede que papá leyera en mi expresión algo de lo que estaba sintiendo. Intento que no se me note nada en la cara, pero a él se le da bien leerme. A veces, me dicen que parezco seria o enfadada. Mejor que piensen eso a que sepan la verdad. Mejor que piensen lo que sea a hacerles saber lo fácil que es herirme.

Papá había insistido en que hubiera agua fresca, limpia y potable para el bautizo. No podía pagarla, claro está. ¿Quién sí? Ese era el otro motivo de que vinieran cuatro niños más: Silvia Dunn, Hector Quintanilla, Curtis Talcott y Drew Balter, además de mis hermanos Keith y Marcus. Los padres de los otros niños habían contribuido. Pensaban que un bautizo en condiciones era motivo de peso para gastar algún dinero y asumir algunos riesgos. Yo era la mayor de todos, unos dos meses. Luego venía Curtis. Y no soportaba estar allí, pero peor aún me parecía que estuviera Curtis. Me importa más de lo que me gustaría. Me importa lo que piense de mí. Me preocupa que un día me derrumbe y él lo vea. Pero hoy no.

Al llegar a la iglesia-fortaleza, tenía los músculos de las mandíbulas doloridos de tanto apretar y relajar los dientes y, sobre todo, estaba agotada.

En el culto había solo cinco o seis decenas de personas, que bastarían para abarrotar el salón de casa y parecer una muchedumbre. Pero en la iglesia, entre el muro que la rodeaba, las rejas de seguridad, el alambre de púas y el vacío inmenso del interior, además de los guardias armados, la muchedumbre parecía un grupito minúsculo de gente dispersa. Por mí no había problema. Lo que menos me apetecía era un público nutrido que pudiera aturdirme con su dolor.

El bautizo salió como estaba previsto. A los niños nos mandaron al cuarto de baño («al de hombres», «al de mujeres», «no tiréis papel de ninguna clase al váter», «el agua para lavarse está en un cubo a la izquierda»…) para que nos quitáramos la ropa y nos pusiéramos unas túnicas blancas. Una vez listos, el padre de Curtis nos llevó a una antesala, en la que estuvimos oyendo la oración (del primer capítulo de San Juan y el segundo de los Hechos) mientras esperábamos nuestro turno.

A mí me tocó la última. Imagino que fue idea de mi padre. Primero los niños de los vecinos, luego mis hermanos y luego yo. Por motivos que no acabo de entender del todo, papá cree que yo necesito más humildad. Yo opino que mi humildad (o humillación) biológica particular es más que suficiente.

¡Bah, qué coño! A alguien tenía que tocarle ir al final. Ojalá hubiera tenido valor para saltármelo todo.

Así pues, «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…».

Los católicos se quitan esto de encima cuando son bebés. Ojalá con los baptistas fuera igual. Casi querría poder darle la importancia que parece tener para mucha gente, mi padre incluido. Como no es el caso, me gustaría que me diera igual.

Pero no me da igual. El concepto de Dios me ronda mucho la cabeza estos días. He estado prestando atención a lo que creen los demás: si creen y, en caso de que así sea, en qué tipo de Dios creen. Keith dice que Dios no es más que la forma que tienen los adultos de intentar asustarte para que hagas lo que ellos quieren. Delante de papá no lo dice, pero lo dice. Él cree en lo que ve, e, independientemente de lo que tenga delante, no ve gran cosa. Imagino que papá diría eso de mí si supiera en qué creo yo. Y a lo mejor tendría razón. Pero eso no me impediría ver lo que veo.

Mucha gente parece creer en un Dios-papá o en un Dios-policía o en un Dios-rey. Creen en una especie de superpersona. Algunos creen que «Dios» es otra forma de decir «naturaleza». Y resulta que «naturaleza» significa casi todo aquello que no comprenden o se sienten incapaces de controlar.

Hay quienes dicen que Dios es un espíritu, una fuerza, una realidad definitiva. Si se les pregunta a siete personas distintas qué significa todo esto, se obtendrán siete respuestas distintas. Así pues, ¿qué es Dios? ¿Solo otro nombre para aquello que te hace sentir especial y protegido?

Hay un ciclón enorme, de principios de temporada, moviéndose por el golfo de México. Va rebotando por el golfo y matando a gente desde Florida hasta Texas y hacia el interior de México. Hasta el momento ha provocado más de setecientos muertos, que se sepa. Un solo huracán. ¿Y cuánta gente ha sufrido daños? ¿Cuánta va a pasar hambre después, por la destrucción de las cosechas? Así es la naturaleza. ¿Eso es Dios? La mayoría de los muertos son indigentes que no tienen adonde ir y no se enteran de las advertencias hasta que es demasiado tarde para que sus pies los lleven a un lugar seguro. ¿Dónde está la seguridad para esa gente, en cualquier caso? ¿Acaso ser pobre es un pecado contra Dios? Nosotros mismos somos casi pobres. Cada vez hay menos trabajo, más nacimientos, más niños que crecen sin nada a lo que aspirar. De una u otra forma, algún día todos seremos pobres. Los adultos dicen que las cosas irán mejor, pero eso nunca llega. ¿Cómo se portará Dios (el Dios de mi padre) con nosotros cuando seamos pobres?

¿Existe un Dios? Si existe, ¿tenemos importancia para él (o para ella)? Los deístas, como Benjamin Franklin y Thomas Jefferson, creían que Dios era algo que nos había creado y luego había dejado que nos las apañáramos solos.

«Estaban equivocados —me dijo papá cuando le pregunté por los deístas—. Deberían haber tenido más fe en lo que les decían sus biblias».

No sé si la gente de la costa del golfo seguirá teniendo fe. La gente ha conservado la fe ante terribles catástrofes en el pasado. Leo mucho sobre esas cuestiones. Leo mucho, y punto. Mi libro favorito de la Biblia es el de Job. Creo que cuenta más sobre el Dios de mi padre en particular y sobre los dioses en general que ninguna otra cosa que haya leído nunca.

En el libro de Job, Dios dice que lo creó todo y que lo sabe todo, por lo que nadie tiene derecho a cuestionar lo que hace con ello. Vale. Funciona. Ese Dios del Antiguo Testamento no contradice la realidad actual. Pero ese Dios recuerda mucho a Zeus: un hombre superpoderoso que juega con sus muñecos igual que mis hermanos pequeños juegan con sus soldaditos. ¡Pum, pum! Siete muñequitos caen muertos. Si son tuyos, tú haces las normas. ¿A quién le importa lo que piensen los muñecos? Te cargas a la familia de un muñeco y luego le das una familia nueva. Los hijos de juguete, como los hijos de Job, son intercambiables.

Quizá Dios sea una especie de niño grande jugando con sus muñecos. Si es así, ¿qué diferencia hay entre que mueran setecientas personas por un huracán y que siete niños vayan a la iglesia a que los sumerjan en un tanque enorme de agua carísima?

Pero ¿y si no es así? ¿Y si Dios es algo completamente distinto?

03

«No adoramos a Dios.

Percibimos y acompañamos a Dios.

Aprendemos de Dios.

Con reflexión y trabajo,

moldeamos a Dios.

Al final, nos entregamos a Dios.

Nos adaptamos y resistimos,

pues somos Semilla Terrestre

y Dios es Cambio».

Semilla terrestre: los libros de los vivos

Martes, 30 de julio de 2024

Ha muerto una de las astronautas de la última misión espacial a Marte. Le pasó algo con el traje protector y su equipo no pudo llevarla de vuelta al refugio con tiempo para salvarla. Aquí, en el barrio, la gente dice que, de todas formas, qué se le había perdido a ella en Marte. Un montón de dinero gastado en otro viaje espacial absurdo cuando aquí en la Tierra hay muchísima gente que no puede permitirse agua, comida ni refugio.

El precio del agua ha vuelto a subir. Y hoy oí en las noticias que están matando a más aguadores. Los aguadores venden agua a los okupas y los indigentes (y a la gente que se las arregla para conservar sus casas pero no puede pagar los suministros). Los aguadores aparecen con la garganta abierta y despojados de su dinero y sus carritos. Papá dice que ahora el agua cuesta varias veces más que la gasolina. Pero, salvo los pirómanos y los ricos, casi todo el mundo ha renunciado ya a comprar gasolina. No conozco a nadie que utilice coche, camión o moto de gasolina. Esa clase de vehículos están oxidándose en las entradas de las casas, víctimas de ataques caníbales en busca de metal y plástico.

Es mucho más difícil renunciar al agua.

La moda ayuda. Ahora se supone que has de ir sucia. Si vas limpia, llamas la atención. La gente cree que vas presumiendo y que te las das de ser mejor que los demás. Entre los chavales más jóvenes, ir limpio es una forma fantástica de empezar una pelea. Cory no nos deja ir sucios aquí en el barrio, pero todos tenemos ropa mugrienta para salir fuera de los muros. Incluso dentro, mis hermanos se tiran tierra por encima en cuanto se alejan de la casa. Es mejor eso que aguantar que te estén pegando todo el rato.

Esta noche, el último televisor Ventana Mural grande que había en el barrio se ha apagado para siempre. Vimos a la astronauta muerta, rodeada de las rocas rojizas de Marte. Vimos un embalse completamente seco y tres aguadores muertos, con sus brazaletes de color azul sucio y las cabezas a medio desgajar del cuello. Y vimos arder manzanas enteras de edificios clausurados en Los Ángeles. Por supuesto, nadie iba a desperdiciar agua intentando apagar esos incendios.

Y entonces la Ventana se puso negra. El sonido llevaba meses yendo y viniendo, pero la imagen seguía siendo la prometida: como estar mirando por una inmensa ventana abierta.

La familia Yannis sacaba dinero a cambio de dejar a la gente asomarse a su Ventana. Papá dice que ese tipo de negocio sin licencia no es legal, pero a veces nos dejaba ir, porque no veía nada malo en ello y así ayudaba a los Yannis. Hay un montón de pequeños negocios que, pese a ser ilegales, no hacen daño a nadie y permiten vivir a una o dos familias. La Ventana de los Yannis tiene más o menos la misma edad que yo. Ocupa la enorme pared de su salón que da al oeste. Debían de tener mucho dinero cuando la compraron, pero desde hacía un par de años cobraban entrada (solo admitían a gente del barrio) y vendían fruta, zumo de fruta, pan de bellota o nueces. Siempre que tenían excedente de algo en su huerto, encontraban la forma de venderlo. Ponían películas de su biblioteca y nos dejaban mirar las noticias y lo que se estuviera emitiendo. No podían pagarse una suscripción al nuevo contenido multisensorial, y, de todas formas, su vieja Ventana no era compatible con casi nada.

No tenían chalecos de realidad, ni anillos táctiles, ni cascos. Su única instalación era una simple Ventana de pantalla plana.

Ya solo nos quedan tres televisores pequeños, viejos y cochambrosos repartidos por el barrio, un par de ordenadores que se usan para trabajar y radios. En todas las casas sigue habiendo al menos una radio que funciona. Por ahí nos llegan casi todas las noticias del día.

No sé qué va a hacer ahora la señora Yannis. Sus dos hermanas se han ido a vivir con ella y trabajan, así que puede que les vaya bien. Una es farmacéutica y la otra enfermera. No ganan mucho, pero la señora Yannis tiene la casa en propiedad, sin cargas. Era la casa de sus padres.

Las tres hermanas son viudas, y entre todas juntan doce niños, todos más pequeños que yo. Hace dos años, el señor Yannis, dentista, murió cuando volvía en bicicleta eléctrica a su casa desde la clínica donde trabajaba, que estaba protegida con muros y guardas de seguridad. La señora Yannis dice que se metió en medio de un tiroteo, que le dieron desde dos direcciones y luego le dispararon otra vez de cerca. Le robaron la bicicleta. La policía investigó, cobró sus honorarios y no averiguó nada. Hay muertes así todo el rato. A menos que ocurran delante de una comisaría de policía, nunca hay testigos.

Sábado, 3 de agosto de 2024

Van a traer a la astronauta muerta de vuelta a la Tierra. Ella quería que la enterraran en Marte. Lo dijo cuando se dio cuenta de que se estaba muriendo. Dijo que Marte era lo único que había querido toda su vida y que así formaría parte del planeta para siempre.

Pero el ministro de Astronáutica dice que no. Dice que el cuerpo podría ser un contaminante. Imbécil.

¿De verdad cree que cualquier microorganismo que viva dentro o encima de su cuerpo tendría alguna esperanza de sobrevivir y naturalizarse en ese espectro de atmósfera frío, enrarecido y letal? Quizá sí. Los ministros de Astronáutica no tienen que saber mucho de ciencia. Tienen que saber de política. Su ministerio es el más reciente del Gabinete y ya está luchando por sobrevivir. Christopher Morpeth Donner, uno de los candidatos a presidente de este año, ha prometido abolirlo si sale elegido. Mi padre coincide con Donner.

—Pan y circo —dice mi padre cuando oye por la radio noticias sobre el espacio—. Los políticos y las grandes empresas se llevan el pan y nosotros nos quedamos con el circo.

—El espacio podría ser nuestro futuro —digo yo.

Lo creo de verdad. Por lo que a mí respecta, la exploración y la colonización del espacio son de las pocas cosas heredadas del siglo pasado que pueden ayudarnos más de lo que nos han perjudicado. Aunque es difícil hacer que la gente lo vea cuando hay tanto sufrimiento justo al otro lado de nuestros muros.

Papá se limita a mirarme y sacudir la cabeza.

—Tú no lo entiendes. No tienes ni idea del derroche inmoral de tiempo y dinero que supone eso que llaman «programa espacial».

Va a votar a Donner. Mi padre es la única persona que conozco que va a votar. Casi todo el mundo ha perdido ya la esperanza en los políticos. Al fin y al cabo, los políticos llevan prometiéndonos la vuelta al esplendor, la riqueza y el orden del siglo XX desde que tengo memoria. Y de eso trata hoy en día el programa espacial; al menos, para los políticos. Mirad, somos capaces de mantener una estación espacial, una estación en la Luna, y muy pronto podremos montar una colonia en Marte. Esa es la prueba de que seguimos siendo un país grande, poderoso y con visión de futuro, ¿verdad?

Ya.

Pues la verdad es que ya casi no somos ni un país, pero yo estoy encantada de que sigamos en el espacio. Hemos de tener algún otro sitio al que ir, aparte del sumidero.

Y me da pena que vayan a traerse a esa astronauta del cielo que ella misma había elegido. Se llamaba Alicia Catalina Godinez Leal. Era química. Tengo la intención de recordarla. Creo que podría ser una especie de modelo para mí. Se pasó toda la vida con la vista puesta en Marte: preparándose, haciéndose astronauta, incorporándose a una tripulación rumbo a Marte, yendo a Marte, averiguando cómo terraformar Marte, empezando a crear sitios protegidos en los que la gente pueda vivir y trabajar…

Marte es una roca fría, vacía, casi sin aire, muerta. Y, sin embargo, en cierto sentido es un paraíso. Vemos el planeta en el cielo nocturno, un mundo totalmente distinto, pero demasiado cercano, demasiado al alcance de la mano de la gente que ha hecho de la vida en la Tierra un auténtico infierno.

Lunes, 12 de agosto de 2024

Hoy la señora Sims se ha pegado un tiro; mejor dicho, se pegó un tiro hace unos días y Cory y papá la han encontrado hoy. Durante un rato, Cory se ha mostrado muy afectada.

La señora Sims, pobre vieja beata. Se sentaba todos los domingos en nuestra iglesia-salón, con su biblia de letra grande, y gritaba bien alto las letanías: «¡Sí, Señor nuestro!», «¡Aleluya!», «¡Gracias, Cristo!», «¡Amén!». El resto de la semana lo dedicaba a coser, a tejer cestos, a cuidar su huerto, a vender lo que pudiera de él, a cuidar niños en edad preescolar y a hablar de todo aquel que no fuera tan santo como ella se veía a sí misma.

Es la única persona que he conocido que vivía sola. Tenía una casa enorme para ella, porque se llevaba a matar con la mujer de su único hijo. Su hijo y su familia eran pobres, pero no podían vivir con ella. Una pena.

Sentía un miedo profundo, violento y feo hacia quienes eran diferentes. No le caía bien la familia Hsu porque son chinos e hispanos y los chinos de la generación de más edad todavía son budistas. Ha estado viviendo un par de casas más arriba que ellos más tiempo del que yo llevo viva, pero para ella seguían siendo de Saturno.

«Idólatras», los llamaba si no había ninguno cerca. Al menos, tenía el suficiente respeto por las relaciones vecinales como para hablar de ellos a sus espaldas. El mes pasado, cuando le entraron a robar en casa, los Hsu le llevaron melocotones, higos y un corte de tela de algodón bueno.

Ese robo fue la primera gran tragedia de la señora Sims. Tres hombres treparon por el muro del barrio y cortaron los alambres de púas y concertinas que había encima. Las concertinas son una cosa terrible. Son tan finas y afiladas que cortan las alas o patas de los pájaros que no las ven o que sí las ven e intentan posarse en ellas. Pero los humanos siempre encuentran un modo de pasar por encima, por debajo o a través de ellas.

Todo el mundo le llevó cosas a la señora Sims después del robo, a pesar de ser como es. Era. Comida, ropa, dinero… Hicimos colectas para ella en la iglesia. Los ladrones la dejaron allí atada, después de que uno la violara. ¡A una mujer anciana! Se llevaron toda su comida, las joyas que habían sido de su madre, la ropa y, lo peor de todo, el dinero en efectivo. Resulta que lo guardaba (todo) en un bol de plástico azul, en lo alto del armario de la cocina. Pobre vieja loca. Después del robo vino a ver a mi padre, llorando y armando escándalo, porque ya no podía comprar la comida que necesitaba para complementar lo que cultivaba. Ya no podía pagar los recibos de la luz ni el impuesto sobre bienes inmuebles, que estaba al caer. ¡Iban a quitarle su casa y a echarla a la calle! ¡Se iba a morir de hambre!

Papá le dijo una y otra vez que la iglesia nunca lo permitiría, pero ella no lo creyó. Siguió dale que te pego con el futuro de mendiga que le esperaba, mientras papá y Cory intentaban tranquilizarla. Lo curioso es que nosotros tampoco le caíamos bien, porque a papá le había dado por casarse con «Cory-a-sán, la mexicana esa». Tampoco es tan difícil decir «Corazón», si es que quieres llamarla así. Casi todo el mundo la llama Cory o señora Olamina, sin más.

Cory nunca se mostró ofendida por ello. Ella y la señora Sims eran empalagosamente cariñosas la una con la otra. Un poco más de hipocresía para mantener la paz.

La semana pasada, el hijo de la señora Sims, sus cinco niños, su mujer, su cuñado y los tres niños de su cuñado murieron en un incendio provocado. La casa del hijo estaba en una zona sin amurallar, al noreste de la nuestra, más cerca de las laderas. No era una mala zona, aunque sí pobre. Desnuda. Una noche, alguien le prendió fuego a la casa. Quizá fue una venganza de algún enemigo de un miembro de la familia o quizá fue solo un loco que lo hizo por diversión. He oído que hay una nueva droga ilegal que hace que a la gente le den ganas de provocar incendios.

En cualquier caso, nadie sabe quién les hizo eso a las familias Sims/Boyer. Nadie vio nada, claro.

Y nadie salió de la casa. Muy raro eso. De once personas, no salió ninguna.

Así que, hace tres o cuatro días, la señora Sims se pegó un tiro. Papá dijo que había oído decir a la policía que ocurrió hace tres o cuatro días. Eso sería solo dos días después de enterarse de la muerte de su hijo. Papá fue a verla esta mañana porque ayer no vino al culto. Cory se obligó a acompañarlo, porque creía que era su deber. Ojalá no hubiera ido. A mí los cadáveres me dan asco. Huelen fatal y, si ha pasado suficiente tiempo, tienen gusanos. Además, ¡a tomar por saco! Están muertos. Ya no sufren, y, si no te caían bien cuando estaban vivos, ¿a qué viene alterarse tanto porque hayan muerto? Cory se altera mucho. Me echa en cara que comparta el dolor con los vivos, pero ella intenta compartirlo con los muertos.

Empecé a escribir sobre la señora Sims porque se ha matado. Eso es lo que me ha afectado a mí. Ella creía, como papá, que, si te suicidas, vas al infierno y te quedas allí ardiendo para siempre. Creía en una aceptación literal de todo lo que dice la Biblia. Y, sin embargo, cuando le pesó demasiado la situación, decidió cambiar el dolor por un dolor eterno en el Más Allá.

¿Cómo es que fue capaz?

¿De verdad creía en algo? ¿Era todo hipocresía?

O quizá se volvió loca porque su Dios estaba exigiéndole demasiado. Ella no era Job. En la vida real, ¿cuánta gente lo es?

Sábado, 17 de agosto de 2024

No consigo quitarme de la cabeza a la señora Sims. De algún modo, ella y su suicidio se han mezclado con la astronauta, su muerte y su expulsión del cielo. Tengo que escribir sobre aquello en lo que creo. Tengo que empezar a juntar los versículos sueltos que llevo escribiendo sobre Dios desde los doce años. En general no valen gran cosa. Dicen lo que tengo que decir, pero no lo dicen muy bien. Unos pocos son como tienen que ser. También me pesan, como las dos muertes. Intento esconderme en todo el trabajo que hay que hacer aquí en la casa, en la iglesia de mi padre y en la escuela que lleva Cory para enseñar a los niños del barrio. La verdad es que todas estas cosas me dan igual, pero me mantienen ocupada y me cansan, y casi siempre duermo sin soñar. Y papá sonríe cuando la gente le dice lo lista y trabajadora que soy.

Quiero a mi padre. Es la mejor persona que conozco y su opinión me importa. Preferiría que no, pero es así.

Por si sirve de algo, esto es en lo que creo. Tardé mucho tiempo en entenderlo, y luego mucho más, con un diccionario normal y otro de sinónimos, en decirlo bien (justo como tiene que ser). En el último año, ha pasado por veinticinco o treinta versiones, todas toscas e incoherentes. A la que siempre vuelvo es a esta:

Dios es Poder:

infinito,

irresistible,

indiferente.

Y, aun así, Dios es Maleable:

embaucador,

maestro,

caos,

arcilla.

Dios existe para ser moldeado.

Dios es Cambio.

Esta es la verdad literal.

No es posible resistirse ni detener a Dios, aunque sí moldearlo y concentrarlo. Esto significa que no hay que orar a Dios. La oración solo ayuda a quien ora, y solo si fortalece y concentra la determinación de esa persona. Si se usa de ese modo, puede ayudarnos en nuestra relación real y única con Dios. Nos ayuda a moldear a Dios y a aceptar y trabajar con las formas que Dios impone sobre nosotros. Dios es poder y, al final, Dios prevalece.

Pero podemos arreglar la jugada a nuestro favor si entendemos que Dios existe para ser moldeado, y lo será, con o sin nuestra planificación, con o sin nuestra voluntad.

Eso es lo que sé. O parte de lo que sé. Yo no soy como la señora Sims. No soy una especie de Job en potencia, sufrido, terco y, al final, humillado ante un Todopoderoso omnisciente o destruido. Mi Dios no me ama, ni me odia, ni me vigila, ni me conoce de nada, y yo no siento amor ni lealtad por mi Dios. Mi Dios es, sin más.

Quizá me parezca más a Alicia Leal, la astronauta. Al igual que ella, creo en algo que pienso que necesita mi pueblo, un pueblo moribundo, abnegado y con la vista siempre en el pasado. Aún no lo entiendo del todo. Ni siquiera sé cómo transmitir lo que sí entiendo. Tengo que aprender a hacerlo. Me asusta la de cosas que tengo que aprender. ¿Cómo voy a aprenderlas?

¿Hay algo de verdad en todo esto?

Una pregunta peligrosa. A veces, no sé la respuesta. Dudo de mí misma. Dudo de lo que creo que sé. Intento olvidarme del tema. Al fin y al cabo, si es verdad, ¿por qué nadie más lo sabe? Todo el mundo sabe que el cambio es inevitable. Desde la segunda ley de la termodinámica hasta la evolución darwiniana, desde la insistencia del budismo en que nada es permanente y todo el sufrimiento se debe a nuestras ilusiones de permanencia hasta el tercer capítulo del Eclesiastés («Todo tiene su tiempo…»), el cambio es parte de la vida, de la existencia, de la sabiduría común. Pero no creo que estemos asimilando todo lo que eso significa. Ni siquiera hemos empezado a asimilarlo.

Hablamos de boquilla sobre la aceptación, como si la aceptación fuera suficiente. Luego creamos superpersonas (superpadres, superreyes y reinas, superpolicías) para que sean nuestros dioses y cuiden de nosotros, para que se alcen entre nosotros y Dios. Sin embargo, Dios ha estado aquí todo el tiempo, moldeándonos y siendo moldeado por nosotros de ninguna forma en concreto o de demasiadas formas a la vez, como una ameba (o como un cáncer). Caos.

Incluso así, ¿por qué no puedo hacer lo que otros han hecho, ignorar lo evidente? Llevar una vida normal. Bastante difícil es ya eso en este mundo.

Pero esta cosa (¿idea, filosofía, religión nueva…?) no me deja en paz, no me deja que la olvide, no me suelta. Quizá… Quizá sea como lo de compartir: otra rareza más, otro delirio irracional y bien arraigado del que no puedo escapar. No puedo escapar. Y, con el tiempo, tendré que hacer algo al respecto. A pesar de lo que mi padre diga o haga, a pesar de la venenosa podredumbre del otro lado del muro a la que podrían exiliarme, tengo que hacer algo al respecto.

Esa realidad me tiene muerta de miedo.

Miércoles, 6 de noviembre de 2024

El presidente, William Turner Smith, perdió ayer las elecciones. Nuestro nuevo presidente, el presidente electo, es Christopher Charles Morpeth Donner. ¿Qué es lo que nos espera? Donner ya ha dicho que lo antes posible después de su investidura, el año que viene, empezará a desmantelar los programas de la Luna y Marte por ser «un derroche inútil e innecesario». Los programas espaciales de proximidad que tienen que ver con las comunicaciones y la experimentación serán privatizados (vendidos).

Además, Donner tiene un plan para darle trabajo otra vez a la gente. Espera conseguir que se cambien las leyes, suspender leyes «excesivamente restrictivas» sobre salario mínimo, medio ambiente y protección del trabajador para aquellos empresarios que estén dispuestos a contratar a personas sin hogar y proporcionarles formación y techo y comida adecuados.

¿Qué es adecuado?, me pregunto: ¿una casa o un piso? ¿Una habitación? ¿Una cama en una habitación compartida? ¿Una cama en un barracón? ¿Un hueco en un suelo enlosado? ¿Un hueco en la tierra desnuda? ¿Y qué pasa con la gente que tenga familia numerosa? ¿No se la verá como una mala inversión? ¿No será mucho más lógico que las empresas contraten a personas solteras, parejas sin hijos o, como mucho, a gente con solo uno o dos niños? Me pregunto.

¿Y qué pasa con esas leyes suspendidas? ¿Será legal envenenar, mutilar o infectar a la gente, siempre que se le proporcione comida, agua y un sitio en el que morir?

Al final, papá decidió no votar a Donner. No votó a nadie. Dijo que los políticos le daban asco.

04

«Una víctima de Dios puede,

si aprende a adaptarse,

convertirse en aliada de Dios,

una víctima de Dios puede,

si medita y planifica,

convertirse en moldeadora de Dios.

Pero una víctima de Dios también puede,

si la dominan la falta de miras y el miedo,

seguir siendo víctima de Dios,

juguete de Dios,

presa de Dios».

Semilla terrestre: los libros de los vivos

Sábado, 1 de febrero de 2025

Hoy ha habido un incendio. La gente está preocupadísima por los incendios, pero a los niños pequeños, si pueden, les encanta jugar con el fuego. Con este hemos tenido suerte. Lo prendió Amy Dunn, de tres años, en el garaje de su familia.

Cuando el fuego empezó a subir por la pared, Amy se asustó y se metió corriendo en la casa. Sabía que había hecho algo malo, así que no se lo contó a nadie. Se escondió debajo de la cama de su abuela.

Afuera, la madera seca del garaje ardía rápido y con intensidad. Robin Balter vio el humo e hizo sonar la campana de emergencia que hay en la isleta de nuestra calle. Robin solo tiene diez años, pero es una niña brillante: se cuenta entre los mejores alumnos de mi madrastra. Siempre consigue mantener la calma. Si no hubiera avisado en cuanto vio el humo, el fuego podría haberse extendido.

Yo oí la campana y eché a correr, como todo el mundo, para ver qué pasaba. Los Dunn viven al otro lado de la calle, así que era imposible no ver el humo.

El plan contra incendios funcionó como tenía que funcionar. Los hombres y mujeres adultos apagaban las llamas con mangueras de jardín, palas, toallas y mantas mojadas. Quienes no tenían manguera daban golpes en los bordes del fuego y lo sofocaban echándole tierra encima. Los niños de mi edad ayudábamos donde se nos necesitaba y apagábamos los fuegos nuevos causados por los rescoldos que salían volando. Traíamos cubos para llenarlos de agua y nuestras palas, mantas y toallas. Éramos un montón y teníamos los ojos bien abiertos. La gente muy mayor cuidaba de los más pequeños para que no estorbaran ni corrieran peligro.

Nadie echó de menos a Amy. Nadie la había visto en el patio de su casa, así que nadie pensó en ella. Su abuela la encontró mucho más tarde y le sacó la verdad de lo que había pasado.

El garaje quedó totalmente destrozado. Edwin Dunn consiguió salvar parte de su material de jardinería y carpintería, pero no mucho. El pomelero de al lado del garaje y los dos melocotoneros de detrás acabaron medio quemados, pero quizá sobrevivan. Las zanahorias, los calabacines, las coles y las patatas del huerto son ahora un desastre pisoteado.

Por supuesto, nadie llamó a los bomberos. Nadie estaba dispuesto a asumir los honorarios de los bomberos solo por salvar un garaje en el que no vive nadie. De todas formas, casi ninguna familia podría permitirse otro gasto importante. Bastante hay ya con lo que va a costar el agua empleada para apagar el fuego.

No sé qué va a pasarle a la pobre Amy Dunn. Nadie se preocupa mucho por ella. En su casa le dan de comer y, de vez en cuando, la lavan, pero no la quieren; ni siquiera le tienen cariño. Tracy, su madre, solo tiene un año más que yo. Tenía trece cuando nació Amy. Tenía doce cuando su tío de veintisiete, que llevaba años violándola, la dejó embarazada.

Problema: el tío Derek era rubio, guapo, divertido y listo, y a todo el mundo le caía bien. Tracy era, es, sosa y feúcha, siempre mohína y con pinta de ir sucia. Hasta cuando va limpia parece churretosa, mugrienta. Puede que sus problemas se deban en parte a haber sufrido las violaciones del tío Derek durante años. El tío Derek era el hermano más pequeño de la madre de Tracy, su hermano favorito, pero, cuando la gente se enteró de lo que había estado haciendo, los hombres del barrio se reunieron y le sugirieron que se fuera a vivir a otro sitio. Nadie lo quería cerca de sus hijas. Tan irracional como de costumbre, la madre de Tracy la culpó a ella del exilio de su hermano y de haberse quedado embarazada. Pocas chicas del barrio tienen hijos sin antes arrastrar a algún chaval ante mi padre para que los una en sagrado matrimonio. Pero no había nadie para casarse con Tracy, como tampoco había dinero para el cuidado prenatal ni para un aborto. Y la pobre Amy, conforme crece, se va pareciendo más y más a Tracy: escuálida, sucia, de pelo ralo y estropajoso. No creo que llegue a ser guapa nunca.

A Tracy no se le despertó el instinto maternal, y dudo de que su madre, Christmas Dunn, lo tenga. Los Dunn tienen fama de locos. En la misma casa viven dieciséis, y por lo menos la tercera parte de ellos están majaras. Pero Amy no está loca. Todavía no. Está descuidada y sola, y como cualquier niñito al que dejan mucho tiempo desatendido, encuentra formas de divertirse.