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Un hombre joven publica su primer libro. Son relatos misteriosos. Algo asusta al lector desde el contenido de la obra. Son los temores que surgen de quienes se asoman a mundos desconocidos. En esta heterogénea serie salida de la pluma de Donnini, el nexo común es ése, que se halla permanentemente en el clima logrado. Es el universo de la muerte, que se configura en ese cielo estrellado que un protagonista atisba a través de un agujero en el techo de su auto. Fabián Donnini nos presenta aquí una obra hermosa, plena de componentes que rondan lo diabólico. Sus criaturas giran siempre en la vecindad de ese momento único, en el que la irreversibilidad cierra todas las ventanas que permiten acercamientos al más allá. Este novel autor es un poeta, aunque para transmitirnos sus sensaciones emplee bella y terebrante prosa. Eso es un mero artilugio al que recurre para fascinarnos a lo Borges, a lo Bradbury o a lo Sturgeon. Camilo A. Giani
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Seitenzahl: 95
Veröffentlichungsjahr: 2023
Donnini, Fabián Sebastián La partida de Alan Moral / Fabián Sebastián Donnini. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-3353-1
1. Novelas. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Ilustración de Tapa: "Figura" por Armando Donnini, 1939-1983. Diseño de Tapa Original: Daniel Villalba Re-diseño de tapa y fotografía: Guillermo A. Bautis / [email protected]
Este libro no puede ser reproducido total ni parcialmente en ninguna forma ni por ningún medio o procedimiento, sea reprográfico, fotocopia, microfilmación, mimeógrafo o cualquier otro sistema mecánico, fotoquímico, electrónico, informático, magnético, electroóptico, etc. Cualquier reproducción sin el permiso previo por escrito de la editorial viola derechos reservados, es ilegal y constituye un delito.
Apocalipsis
El Timbre
El pequeño hombre
Aguas
La niebla
El escultor y la modelo
La navaja
Tribulaciones de un empleado
La escalera de caracol
Una leyenda china
Una mujer
El ruiseñor y el condenado
La biblioteca de Babel
Un sueño
Massudh y el caminante
El genio y la manzana
Amnesia
La partida de Alan Moral
Réquiem a la muerte de mi padre
A mi esposa Andrea, que lleva dentro a María Paz, y a mi hijo Juan Sebastián.
A mi madre Martha, por su colaboración en el diseño de la Tapa y correcciones; a mi esposa Andrea, Fabiana, Rodolfo Florio que colaboró en Amnesia y Camilo Giani, quien me impulsó a publicarlo y escribió la nota de la contratapa.
Párrafo aparte merece Jorge Millet, por su apoyo incondicional.
Y finalmente a mi Padre que, aunque ausente, colaboró intensamente en varias de las ideas.
Este libro se publicó con el apoyo del Fondo Nacional de las Artes.
Bienaventurado el que lee, y los que escuchan las palabras de esta profecía,
y los que observan las cosas en ella escritas, pues el tiempo esta próximo.
Apocalipsis. Introducción vers. 3.
Iba a descender del auto cuando un rayo de luz le dió en pleno rostro. El mirar su proveniencia fue casi un reflejo, era de noche y eso hizo aumentar más su interés.
De no ser porque conocía su estado de semiebriedad, el haz de luz que salía de un pequeño orificio en el techo de su coche le habría parecido un sueño.
—Estoy más borracho de lo que pensaba– Se dijo a sí mismo.
Bajó del vehículo y caminó hasta la puerta de su casa, tardando tres veces más de lo habitual. Entró, se arrojó en el sofá del living y se durmió de inmediato.
Al medio día Oliver lo despertó. Tenía la boca pastosa, olía a whisky, a noche. Fue a bañarse. Luego preparó unos cafés para recuperar su estado habitual. Las risas de la noche anterior resonaban aún en su cabeza.
De pronto la figura de Melisa surcó su mente y recordó que había acordado pasar por su casa al atardecer. Miró el reloj y observó que las horas habían avanzado más de lo que él creía. Debía apurarse pues su casa distaba al menos de una hora de viaje del Centro. Todavía no podía entender cómo había hecho ese recorrido la noche anterior. Se vistió rápidamente y se encaminó al automóvil. Al entrar en él, recordó aquel agujero en el techo. No sabía precisar si lo había soñado por lo vivido del recuerdo. Casi con temor alzó la vista y vió nuevamente el orificio, no tenía más de una pulgada de diámetro, y a través de él se podían ver las estrellas.
—Las estrellas! – Pensó – Cómo puede ser posible si apenas son las tres de la tarde?
Miró una y otra vez a través del pequeño agujero y del vidrio delantero del auto lo cual resaltó aún más el contraste.
Sin pensarlo salió del coche, subió al capot de un salto y desde allí observó a través del agujero. Sus ojos alcanzaron a ver la caja de cambios del auto.
Medio obnubilado descendió y volvió a entrar en él. Volvió nuevamente su vista hacia arriba y pudo ver las estrellas a través de aquel maldito orificio.
—Quién habrá sido el que hizo esto? –La respuesta no cabía en su mente. Tomó un pañuelo y lo colocó a través del agujero. Sacó la cabeza por la ventanilla delantera y observó cómo sobresalían mitades exactas del mismo hacia ambos lados del techo.
Realizó este tipo de operaciones con diversos objetos por espacio de media hora sin que su mente hubiera engendrado ninguna respuesta.
Con determinación, casi con furia, entró a su casa, tomó un martillo y con éste agrandó el agujero casi diez centímetros. Entró en el auto y contempló pasmado cómo aún se podían observar las estrellas.
Siguió martillando ahora desde adentro hasta que pudo sacar la cabeza a través de él. Estaba totalmente obscuro, el cielo estrellado. Miró hacia abajo y vio su auto. Volteó su cabeza hacia ambos lados y comprobó que su casa no estaba, en su lugar había una arboleda, y a lo lejos se veían las luces de la ciudad.
No podía comprender lo que veía, bajó la cabeza y se encontró en su auto, era de día, miró a los lados, todo estaba como siempre. Entró a la casa, buscó su revolver y llamó a Oliver. Tenía pensado penetrar por aquel agujero para investigar lo que ocurría. Al llegar al auto comprobó que el orificio apenas pasaba del centímetro de diámetro. A duros golpes abrió nuevamente uno de medio metro. Pasó a través de él, Oliver lo siguió. Se encontró parado sobre el techo de su coche en el medio del campo, había árboles a su derecha y la ciudad muy iluminada a lo lejos. Un silencio estremecedor lo rodeaba, de pronto su perro se erizó y tras emitir una serie de ladridos voló de un salto al medio de los árboles.
—Oliver... Oliver...–Buscó a su perro sin éxito durante aproximadamente una hora en ese bosque surrealista bañado por la luz de la luna a las cuatro de la tarde.
Éste se había ido.
Bajó por aquel perverso agujero con lágrimas en los ojos y entró a la casa. Cuando se disponía a guardar el arma Oliver comenzó a saltar a su alrededor jadeante.
—Oliver, ¿dónde estabas?
Lo tomó en sus brazos, su rostro reflejaba alegría.
—Gracias al cielo Oliver... ¿Qué?... ¿Qué te está pasando?... Oliver... – el perro temblaba agonizante, tenía la lengua amarillenta. A los pocos minutos era una masa amorfa, sus ojos secos producían un hundimiento marcado de los párpados que le daban un aspecto espectral.
—Ayer a la noche, con la borrachera debo haber volcado veneno en su comida. – Pensó. Había muchas hormigas en su jardín últimamente.
Perder a su perro por segunda vez fue otro golpe terrible, no sabía qué hacer, se sentía atraído por ese misterio, pero algo extraño que germinaba en su interior, le decía que ir a investigar no era lo más apropiado.
Estaba desconcertado cuando de pronto, recordó a Melisa.
—Dios mío –Exclamó exaltado– ¡Son las seis y media! – Diciendo esto salió corriendo. – Tomaré un colectivo, no puedo ir con el auto en estas condiciones.
Al pasar cerca del coche observó intrigado que el techo del vehículo estaba como la primera vez, y el agujero pequeño continuaba misterioso y diabólico como la noche anterior. Totalmente confundido pasó sus manos por el techo y sus dedos no tocaron el menor rasguño, sólo esa diminuta hendidura. Casi automáticamente entró en el auto dispuesto a encontrar cualquier cosa, miró al techo pensando que ya nada podía llamar su atención, pero no fue así.
Pudo ver cómo un líquido rojo oscuro caía gota tras gota y cómo, al llegar éstas al tapizado, se esfumaban sin dejar rastros.
Volvió a mirar a través de aquel ombligo maléfico, y cuando su ojo se acercó al orificio, sintió un escalofrío que lo hizo abandonar el automóvil de un salto.
Caminó confundido hasta la parada de ómnibus mientras su imaginación tejía ensueños escatológicos; la arboleda, las luces de la ciudad, y de pronto ese escozor, todo era tan horriblemente real.
Cuando subió al colectivo eran las siete, tenía cerca de una hora y media hasta la casa de Melisa. Todos sus nervios se descargaron en un violento sueño.
Su subconsciente comenzó a trabajar, se vio en el techo de su auto, árboles a su derecha, las luces de la ciudad a lo lejos, pero a diferencia de lo ocurrido anteriormente había mucho ruido, ruidos de coches y como un coro de gritos desgarradores. Sentía que todo su cuerpo le dolía. Abrió los ojos e intentó llevar su mano derecha a la cara, pero le fue imposible. Volteó su cabeza y con pánico observó su mano cubierta de sangre, alzó la vista y allí estaba la arboleda, quiso mirar sus pies, sólo vio unos hierros retorcidos sobre ellos. Por entre esos tenebrosos esqueletos metálicos se podían vislumbrar las luces de la ciudad.
Sentía que la vida se le escapaba. su cabeza buscó la posición más cómoda para enfrentar a Tannatos. Un repetido escalofrío recorrió su cuerpo cuando vio su sangre caer por un orificio y, un ojo observándolo desde abajo.
El más bajo tenía las mejillas azules de frío. El otro exhalaba vapor por los orificios de su aguileña nariz, de tal forma que me hizo recordar a las locomotoras que pasaban por la estación de mi pueblo cuando era niño. El vapor descendía hasta la barbilla para luego subir suave y entrecortado, delineando el cuello levantado de su sobretodo, hasta desaparecer a la altura de la nuca. El pequeño, con las manos en los bolsillos, levantaba rítmicamente una y otra pierna flexionando las rodillas como en un desfile, y de tanto en tanto se sonaba la redonda masa de grasa que, a juzgar por la posición que ocupaba en su cara, debía ser su nariz
Yo los observaba desde la ventana de mi habitación, las manos empapadas de sudor y el teléfono a mi lado.
En un intento por distraerme, puse un poco de música, con tan mala suerte que el Bolero de Ravel comenzó a sonar y a medida que iba ganando en energía me convencía de que mi fin se iba acercando, de manera que ahora tenía encendida (aunque no la escuchara) la radio.
El hombre gordo metió su mano por entre el abrigo y extrajo el quinto pañuelo que le había contado en las cuatro horas que estaban allí.
—Tengo que comer algo para distraerme. –
Luego me di cuenta que en los dos días que llevaba ahí recluido había acabado con todo lo que mi modesta heladera de soltero podía albergar.
Lo primero que me vino a la mente fue pedirle algo a los viejos que vivían al lado, pero teniendo en cuenta que, así como había gente afuera podía haberla en el pasillo, no me pareció prudente.
Volví a la ventana.
El hombre alto sacó de su gabán por primera vez una caja de cigarrillos. Con un ademán le ofreció uno a su compañero quién, tras señalar su robusta nariz se negó con un leve movimiento de cabeza. tras encender uno, comenzó a caminar alrededor de la cabina telefónica que había en la esquina. Ahí mismo. Frente a mi departamento.
Yo los vigilaba a través de las cortinas, con la persiana levantada tan sólo diez centímetros y todas las luces apagadas. Al tanteo comprobé que había acabado con todos mis cigarrillos y con la botella de cognac que tenía sobre la mesita del teléfono.