Lazarillo de Tormes - Anónimo - E-Book

Lazarillo de Tormes E-Book

Anónimo

0,0
9,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.

Mehr erfahren.
Beschreibung

El Lazarillo ocupa un lugar de privilegio en el nacimiento de la novela picaresca y, en general, de la novela moderna. Su desconocido autor ocultó su nombre en el anonimato, levantando así uno de los enigmas más duraderos de la literatura universal. Una obra que supone una crítica mordaz a los valores de la sociedad imperial del siglo XVI, convertidos por aquellos que debieran ser sus portadores y defensores en pura apariencia y falsedad. A pesar de ello, en el "Lazarillo" también hay hueco para la compasión, la piedad y la caridad, aunque solo sea entre la gente más humilde. (Edición de Lourdes Yagüe Olmos)

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 268

Veröffentlichungsjahr: 2016

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Índice

Introducción

La época del Lazarillo. Contexto histórico y social

El Renacimiento

El humanismo

La novela española anterior al Lazarillo de Tormes

El autor del Lazarillo de Tormes

Repercusión del Lazarillo de Tormes

El Lazarillo de Tormes y la novela picaresca

Esta edición

Bibliografía

La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades

Prólogo

Tratado primero

Tratado segundo

Tratado tercero

Tratado cuarto

Tratado quinto

Tratado sexto

Tratado séptimo

Análisis de la obra

Ediciones del Lazarillo de Tormes

Fecha de composición

Ideología de la obra

El título de la obra, su segmentación e interpolaciones

Fuentes

Estructura de la obra

Prólogo

Los tratados

Temas

Espacio

Tiempo

Los personajes

La comicidad del Lazarillo

Estilo

Actividades

Créditos

INTRODUCCIÓN

LA ÉPOCA DEL LAZARILLO. CONTEXTO HISTÓRICO Y SOCIAL

La publicación del Lazarillo de Tormes se produjo en el período de máximo esplendor del imperio español, en la época de Carlos I, hijo de Juana de Castilla y Felipe el Hermoso y nieto de los Reyes Católicos y Maximiliano I.

La grandeza del imperio español había comenzado a gestarse en la época de los Reyes Católicos. El casamiento de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón unió los territorios de la Corona de Castilla y los de Aragón, a los que se sumaron posteriormente el Reino de Granada, los territorios americanos incorporados a la Corona de Castilla tras el descubrimiento de Cristóbal Colón y el reino de Navarra. Sin embargo, esta unión fue más personal que política, puesto que cada uno gobernó su territorio de forma independiente, conservando sus cortes, leyes y aduanas. El rechazo de Castilla hacia Fernando fue manifiesto a pesar de que el aragonés residió en Castilla y gobernó sus reinos a través de virreyes y del Consejo de Aragón. Aun así, la compenetración entre ambos favoreció la toma de decisiones conjuntas. El azar hizo que, tras la muerte de Isabel la Católica, Fernando, casado de nuevo con Germana de Foix, no lograra tener descendencia con ella, y que las muertes de los príncipes Juan e Isabel convirtieran a Juana en heredera de Castilla. La política de alianzas matrimoniales que los Reyes Católicos tejieron con sus hijos, casándolos con príncipes y princesas de otros países europeos, dio como resultado la unificación efectiva peninsular y la formación de un gran imperio en la persona de Carlos I, nieto de Fernando.

El comercio a través del Mediterráneo se había desarrollado sin dificultad hasta la caída de Constantinopla en poder de los turcos (1453), con Mohamed II, que la convirtió en sede del imperio otomano, y la conquista de Siria, Arabia y Egipto, lo que obligó a los europeos a buscar nuevas rutas comerciales.

Desde 1505, Fernando el Católico, aconsejado por el cardenal Cisneros, había iniciado la conquista de enclaves estratégicos en tierras bereberes (Melilla, Mozalquivir, el Peñón de la Gomera, Orán, Bugía y Argel) para defender las costas españolas de las frecuentes incursiones moriscas y salvaguardar el comercio y las posesiones aragonesas en el Mediterráneo.

La expansión por el Mediterráneo sufrió un fuerte revés en 1510 en Gelves, batalla a la que se alude en el Lazarillo. La isla había pertenecido a la corona aragonesa en 1284. Tras la conquista de Trípoli, el rey Fernando y las cortes aragonesas decidieron continuar la expansión africana. Según Cesáreo Fernández Duro, siete escuadrones de unos 1500 hombres desembarcaron y portaron a hombros las municiones por falta de bestias. Asfixiada por el calor, la tropa se dispersó al divisar pozos de agua potable y los moros cargaron contra ellos. Muchos enloquecieron, otros murieron ahogados y los más por la sed, durante la espera de las galeras que los habían transportado. Más de sesenta capitanes y caballeros perecieron junto a unos 4000 hombres. Los fuertes vientos dispersaron las naves. Algunas se hicieron pedazos contra los arrecifes, otras acabaron en Cerdeña, Malta, Sicilia, Cataluña o, de nuevo, en Gelves. Esta tragedia conmocionó a todo el país, bajó la moral de los soldados y fue muy llorada y recordada durante muchos años.

También el imperio otomano había iniciado su expansión territorial de este a oeste, y no solo buscaba enclaves en la costa, sino que intentaba hacer incursiones hacia el interior, con la ayuda de los bereberes del norte de África, los moriscos expulsados de España y los piratas turcos, que navegaban impunemente por todas las costas.

La Iglesia

La Iglesia ostentaba el poder espiritual y se comportaba como un imperio más con su ejército, administración y redes diplomáticas. Cobraba impuestos, otorgaba nombramientos y cargos eclesiásticos, gozaba de rentas y exenciones de impuestos, potenciaba las indulgencias... Cuando tuvo su sede en Aviñón (1309-1377), los cristianos criticaron su corte y administración fastuosas, alejadas de la pobreza evangélica que predicaba; al instalarse el papado en Roma, su ostentación, despotismo y corrupción fueron a más.

Frente a las órdenes aristocráticas, con grandes recursos, propiedades y poder, convertidas en refugio de los segundones que acudían a los monasterios sin vocación religiosa, habían surgido en el pasado las órdenes mendicantes que, siguiendo a san Francisco, retornaban al primitivo espíritu cristiano de pobreza para encontrar a Dios, practicar la caridad y fomentar la religiosidad popular. En el Renacimiento, algunas órdenes monásticas siguieron su ejemplo. Si en 1074 Gregorio VII impuso el celibato a los clérigos, en el Renacimiento se discutió la conveniencia o no de mantener este, ya que la castidad no era guardada por la gran mayoría de religiosos, y muchos eclesiásticos, obispos, cardenales o papas tenían hijos a los que colocaban en destacados puestos de poder.

La Iglesia había utilizado en la Edad Media como medio para combatir las herejías a las órdenes mendicantes, las cruzadas y la Inquisición, y lo propio se hizo en el Renacimiento. La Inquisición, creada por Gregorio VII para combatir a los albigenses, era papal; la del Renacimiento dependió de los estados. Las cruzadas medievales se convirtieron en el Renacimiento en lucha frente a los moros (los turcos principalmente) y los judíos.

En 1216 Santo Domingo de Guzmán había fundado los dominicos para combatir la herejía, reconducir a los descarriados y dirigir el Santo Oficio de la Inquisición; en el Renacimiento compartieron con otras órdenes la misma misión.

En España, los Reyes Católicos encargaron a Cisneros, arzobispo de Toledo, la renovación de la vida religiosa. La reforma de los franciscanos, favorecida por él, fue seguida por los dominicos, benedictinos y jerónimos, pero ni las órdenes monásticas ni el alto clero español aceptaron de buen grado los cambios.

Para elevar el nivel intelectual de los eclesiásticos, Cisneros creó en 1499, a partir del Studium Generale, la universidad de Alcalá, siguiendo el modelo europeo. Atrajo a célebres humanistas y la enfocó hacia la teología, humanidades y ciencias. Reunió una gran biblioteca de libros griegos, latinos, árabes y hebreos y potenció el cotejo, estudio y crítica de textos bíblicos. Impulsó el desarrollo de la imprenta con la impresión de la Bíblia políglota y libros religiosos o de instrucción, animando a los eclesiásticos a fomentar la cultura y a favorecer la discusión teológica. Se tradujeron libros clásicos, dichos y sentencias de autores latinos e italianos y las obras de Erasmo. Esta labor, secundada por Hernando de Talavera (arzobispo de Granada), los dominicos y los jesuitas, propició un aumento de religiosos que favoreció la evangelización de tierras lejanas.

El cardenal Cisneros veló por la ortodoxia, vigiló las desviaciones de la fe con la Inquisición y persiguió a los judíos y moros que, bautizados para evitar la expulsión o para obtener cargos públicos o eclesiásticos, seguían practicando en la intimidad su antigua religión. Los Reyes Católicos supeditaron la Inquisición a la Corona. Sixto IV quiso mantenerla dentro del poder del papado pero acabó otorgando en 1478 una bula que les permitió nombrar inquisidores y, con la ayuda de Rodrigo Borgia (el posterior Alejandro VI), la creación del Consejo Supremo de la Inquisición, con jurisdicción sobre la población secular y clero (excepto los obispos), a cuyo frente se puso al dominico Tomás de Torquemada. También los obispados fueron de patronazgo real: los reyes elegían los candidatos y el papa los confirmaba en su cargo.

Carlos I

Carlos I de España y V de Alemania, nacido en Gante en 1500, heredó de su padre Felipe los territorios de los Países Bajos. De su abuelo Fernando el Católico, Aragón, Navarra, las islas Baleares, Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Orán, Trípoli y Melilla. De su abuelo Maximiliano I, Austria, Tirol, Lundgau, Estiria, Corintia, Carniola, norte de Italia y el derecho a ser propuesto para la Corona Imperial. De su madre Juana, Castilla, las islas Canarias y los territorios conquistados del Nuevo Mundo.

Carlos I creció bajo la protección de su tía Margarita, mujer culta e inteligente, que había enviudado del príncipe Juan (hijo de los Reyes Católicos) y del duque de Saboya, sin tener descendencia. Fue educado para ser el césar de un gran imperio por Guillermo de Croy y adalid de la religión católica por Adriano de Utrecht (el futuro papa Adriano VI). Su vida estuvo marcada por constantes conflictos bélicos internos y externos.

Entre los primeros, destacaron las revueltas comuneras, motivadas por el recelo que provocó su llegada a Castilla rodeado de extranjeros a los que colocó en puestos clave de poder, su desconocimiento del idioma y costumbres castellanas, la petición de grandes sumas de dinero para su coronación como emperador de Alemania, el temor de los nobles a perder sus privilegios, y los problemas que ocasionarían las constantes ausencias del monarca del país.

El descontento general castellano se concretó en el levantamiento de Toledo, que se extendió por Segovia, Zamora, Madrid, Guadalajara, Ávila, Burgos, Valladolid y otras provincias. La muerte del procurador Rodrigo de Tordesillas a manos de los segovianos produjo que el alcalde Ronquillo intentase sofocar la rebelión, pero al ser derrotado por Juan Bravo y Padilla, en represalia, quemó Medina del Campo. Los comuneros llegaron a Tordesillas y se entrevistaron con la reina Juana —recluida allí desde 1509—, que aprobó su proceder pero no quiso estampar su firma en ningún documento que pudiera perjudicar o comprometer a su hijo.

Tras la Junta Santa, celebrada en Ávila, enviaron emisarios a Flandes para exigir al rey que acatase una serie de peticiones, pero el monarca no los recibió. Y aunque, en un principio, sus cabecillas —Juan de Padilla (Toledo), Juan Bravo (Segovia) y Pedro Maldonado (Salamanca)— contaron con las simpatías de la alta nobleza, fueron perdiendo su apoyo, al intuir los beneficios que podrían obtener cuando el monarca fuera emperador. La batalla de Villalar (1521) y las ejecuciones públicas de sus dirigentes un día después lograron la rendición de las ciudades, excepto Toledo, que siguió resistiéndose con María Pacheco (la esposa de Padilla) y el obispo Acuña hasta 1522.

Aragón y Cataluña también se opusieron al monarca en un primer momento, pero al aceptar Carlos I sus fueros, lo reconocieron como rey. Su aristocracia se integró poco a poco con la del resto del país, aunque una pequeña parte de la pequeña nobleza, decepcionada, se dedicó en ocasiones al bandolerismo o la piratería.

En Valencia y Mallorca, las hermandades de artesanos urbanos se sublevaron de 1519 a 1523 contra los abusos de la nobleza (la revuelta de las germanías) y solicitaron el apoyo y la justicia real. No obtuvieron respuesta, por lo que, al declararse la peste y huir las autoridades de la ciudad, los ciudadanos, acogiéndose a un decreto de 1503 de Fernando el Católico que les permitía armarse para su defensa ante los ataques de los turcos, se levantaron en armas. El virrey Diego Hurtado de Mendoza los atacó desde Denia, derrotó en Orihuela y entró en Valencia (1521). Alzira y Játiva depusieron las armas poco tiempo después. En Mallorca los menestrales y payeses, que se habían sublevado contra la nobleza, fueron reprimidos en 1524 por Germana de Foix, a quien Carlos I había nombrado virreina de Valencia.

El conflicto con los judíos

El conflicto con los judíos se remontaba a la época de los Reyes Católicos. Muchos de ellos —comerciantes, médicos, eclesiásticos, banqueros o prestamistas— habían estado al servicio de los monarcas y desempeñado puestos relevantes de poder. Vivían agrupados en las juderías, en las afueras de la ciudad. Su buena posición social y económica atrajo el odio de la población, decretándose en 1492 la expulsión de aquellos que no se bautizaran. Comenzó así su diáspora hacia Portugal, Francia y otros países mediterráneos. A los que permanecieron en la península, se les miraba con recelo al sospechar que su conversión había sido fingida y que seguían manteniendo sus ritos en la intimidad. Se les obligó a llevar distintivos para su identificación y se les llamó despectivamente «marranos». La intransigencia y presión social sobre ellos fue en aumento: no podían expresarse en su lengua, se les aplicaba una fiscalidad abusiva, se desaprobaba su matrimonio con cristianos y ciertas profesiones y estudios les fueron vetadas. Los tribunales de la Inquisición abrieron numerosos procesos en su contra, y a algunos los quemaron por ser supuestos herejes y les usurparon sus bienes. Muchos huyeron de España por temor.

Del mismo modo, el miedo a que los moriscos levantinos se aliasen y mostrasen su apoyo a los berberiscos africanos o a los turcos estuvo latente desde su expulsión de Granada, pero era contrarrestado por la gran necesidad de su gran experiencia en el cultivo de las tierras. Carlos I había prometido a Fernando el Católico que no extendería a los reinos de Levante el edicto de 1502 pero, tras la batalla de Pavía, se vio impelido a mostrar públicamente su gratitud a Dios por la victoria obtenida, por lo que determinó obligar a los moriscos a la conversión, decretando en caso contrario su expulsión en 1526, aunque por la resistencia de la nobleza levantina, esta no se ejecutó hasta 1609.

Conflictos externos

Carlos I también tuvo que hacer frente a numerosos conflictos externos, entre ellos las rivalidades con Francia, otros monarcas europeos e incluso el Papa; la amenaza otomana; y las guerras religiosas contra los protestantes en el centro de Europa.

La rivalidad entre España y Francia fue constante y los conflictos continuos. España era una gran potencia y Francia se sentía territorialmente cercada por ella; las dos tenían, sobre todo en Italia, los mismos intereses, por lo que los monarcas intentaron en todo momento aprovechar las debilidades contrarias para conseguir sus objetivos.

Al morir Maximiliano I, quedó vacante la corona imperial. Francisco I de Francia y Carlos I podían optar a ella. El rey francés invirtió grandes sumas de dinero para conseguirla, pero Carlos I, con una gran campaña electoral y el apoyo de los banqueros Welser y Fugger, logró ser coronado rey del Sacro Imperio Romano Germánico (Aquisgrán, 1520). Fue un gran éxito para el Habsburgo, pero sus arcas quedaron empeñadas por mucho tiempo y, a partir de entonces, encontró en el francés un contumaz enemigo.

Aprovechando el levantamiento comunero de Castilla, Francisco I invadió Navarra (1521), pero Carlos I la recuperó.

En Italia volvieron a enfrentarse por el ducado de Milán, que Carlos I imaginaba como centro del Sacro Imperio Romano Germánico con el emperador y el papa como cabezas visibles; Francisco I lo deseaba también, alegando los derechos de la casa de Orleans. En 1522 Adriano de Utrecht accedió al pontificado y el emperador contó entonces como aliados al Vaticano, Venecia, Florencia e Inglaterra (con quien había hecho un pacto secreto en 1521 en el que se contemplaba la conquista y el reparto de Francia y establecido su matrimonio con María Tudor, hija de Enrique VIII). Las cosas no salieron como las habían planeado. Adriano VI murió y su sucesor, Clemente VII, que no compartía los planteamientos del anterior, se alió con Francia y Venecia. Carlos I decidió entonces romper su proyectado matrimonio con María Tudor y contrajo matrimonio con Isabel de Portugal (1526).

Francisco I conquistó Milán y sitió Pavía. Las tropas del emperador derrotaron a las francesas e hicieron prisionero a su monarca —hecho del que quizás se hace eco el Lazarillo—, conduciéndolo a Madrid. En la villa no había cárcel y el monarca español no quería humillar al país vecino ni a su rey, por lo que Francisco I, más que encarcelado fue «alojado», como convenía a tan alto caballero. Ante situación tan insólita, Carlos I quiso llegar a un compromiso (Tratado de Madrid, 1526), ofreciéndole la libertad a cambio de la hegemonía italiana. El pacto fue verbal, por lo que dejó como rehenes a sus hijos (Francisco y el futuro Enrique II) como garantía de cumplimiento pero, una vez liberado, presentó de nuevo batalla al emperador.

Clemente VII consideraba un peligro para Italia y para él mismo el poder de Carlos I. De igual opinión eran los gobernantes de Florencia, Milán y Venecia, e incluso Enrique VIII, quienes rechazaban el poder de los franceses pero querían limitar el de Carlos. Por iniciativa del papa se creó entonces la Liga Clementina o Liga de Cognac.

Los franceses, unidos a los Médici de Florencia invadieron el milanesado, a lo cual el ejército imperial, que estaba pasando grandes apuros por llevar meses sin recibir sus soldadas, decidió responder con el saqueo de Roma en 1527, obligando a refugiarse a Clemente VII en el castillo de Sant’ Angelo. Francisco I y Enrique VIII pactaron su liberación; los florentinos expulsaron a los Médici del poder y restauraron la república, y las tropas francesas se apoderaron de Nápoles. Las arcas francesas y españolas quedaron extenuadas, pero las riquezas llegadas del nuevo mundo aliviaron un poco a Carlos I.

Finalmente, el ejército francés fue derrotado. Por mediación de Luisa de Saboya (madre de Francisco I) y Margarita de Austria (tía de Carlos I) se firmó la Paz de Cambrai o Paz de las Damas (1529). Para reforzarla, Carlos I liberó a los hijos de Francisco I y acordó el matrimonio entre este y Leonor de Austria, reina viuda de Portugal y hermana suya. El papa y el Habsburgo firmaron el Tratado de Barcelona (1529) por el que Clemente VII lo coronaría Sacro Romano Emperador y rey de Italia en Bolonia (1530), y Carlos I le devolvía las tierras ocupadas. Florencia retornó a los Medici, a Francisco II de Sforza, como vasallo imperial.

Carlos I hizo regente de los Países Bajos a su hermana María, viuda sin hijos del rey de Hungría. Bohemia y Hungría eligieron como sucesor a Fernando, hermano del emperador, al que el monarca cedió la corona de rey de los Romanos (1531).

A la muerte de Francisco II de Sforza (1535), Carlos I tomó posesión del milanesado. Francisco I se alió con los turcos, invadió en 1536 Saboya y Piamonte y ocupó Turín. El papa Paulo III, temeroso del peligro que suponía esta nueva confrontación para Europa, medió entre ellos y logró la tregua de Niza (1538) —a la que puede aludirse al final del Lazarillo— ya que los monarcas estaban agotados y arruinados. En esta tregua se estipulaba también la convocatoria de un concilio general (el concilio de Trento), la guerra contra los protestantes y la creación de una liga para luchar contra el dominio turco.

En 1542 Francisco I, incumpliendo la tregua de Niza, se unió a Turquía, Dinamarca y Suecia y, con el apoyo de los protestantes, atacó a las tropas del emperador. Carlos I mandó recaudar dinero para repeler el ataque y, aunque los banqueros se mostraban reacios a conceder nuevos préstamos, logró reunir un ejército en Metz. Mientras los ingleses —con quienes había firmado un tratado— invadían Normandía, él con soldados alemanes, borgoñeses y españoles se dirigió hacia París.

Leonor, la hermana de Carlos I casada con Francisco I, medió entre ambos y se firmó la Paz de Crepy (1544). Se acordó también el matrimonio entre el hijo del monarca francés, Carlos (duque de Orleans), y María, la hija del emperador, que llevaría como dote los Países Bajos o Milán, aunque no se llegó a realizar por la muerte del prometido, así que la paz fue efímera.

En 1552, Carlos I, tras la pérdida de Alemania, vio peligrar su imperio. Buscando nuevas alianzas con Inglaterra, acordó la boda de su hijo Felipe —viudo ya de la infanta María Manuela de Portugal, con quien había tenido un hijo, Carlos de Austria— con María Tudor (1554).

Muerto Francisco I en 1547, la última guerra de Carlos I contra Francia fue contra Enrique II que, aliado con Mauricio de Sajonia, se apoderó de Metz, Toul y Verdún, viéndose obligado a retirarse a los Países Bajos y firmar la tregua de Vaucelles (1556).

Ese mismo año, cansado y abatido, decidió delegar el poder en su hijo Felipe y retirarse a Yuste, donde murió en 1558.

La amenaza otomana

El imperio otomano fue el tercer gran imperio del siglo XVI. Sus territorios se extendieron por varios continentes, por lo que era difícil contrarrestar su poder. Con la llegada al poder de Solimán el Magnífico (1494-1566) se inició su época más floreciente. Apoyándose en los jenízaros, moros del norte de África, corsarios y, en ocasiones, la ayuda o el tributo de reyes cristianos, intentó expandir su poder. La conquista de Belgrado en 1521 le convirtió en una potencia marítima. En 1522 tomó el control del tráfico comercial veneciano y genovés y rindió a los Caballeros Hospitalarios de San Juan.

España se veía obligada a hacer frente a la amenaza turca pero no tenía flota importante propia —la actividad comercial catalana había decaído y, para transportar tropas o mercancías, se acudía a Génova o Venecia— ni disponía de madera para construir barcos. Por otro lado, el descubrimiento de América hacía más rentable la travesía atlántica que la mediterránea. Aun así, se sometió a vasallaje a Túnez, Argel y Tremecén. Pero, tras la muerte de Maximiliano I, aprovechando el viaje de Carlos I a Alemania, Barbarroja conquistó estos territorios. Mientras tanto, Hugo de Moncada reunió una armada en 1520 para limpiar la isla de Gelves de corsarios. Tras una serie de errores o desaciertos, esta nueva expedición —que algunos críticos creen que es la que se cita en el Lazarillo— estuvo a punto de terminar tan catastróficamente como la anterior. Moncada finalmente, aunque herido, terminó sometiéndola y haciéndola tributaria del emperador.

Solimán tomó Belgrado (1521), conquistó Rodas (1522) y se dirigió con un gran ejército hacia Hungría (1526), cuyo rey, Luis II, casado con María de Habsburgo, pidió ayuda al emperador y al rey polaco Segismundo I. Mientras tanto, se enfrentó solo a los turcos y fue derrotado y muerto en Mohács. Días más tarde, el ejército otomano se apoderó de la capital, Buda. España, Polonia y Venecia promovieron la defensa frente a la expansión turca, lo que provocó que Francisco I se aliara con el imperio otomano.

Como Luis de Hungría no había dejado descendientes, los estados de Bohemia aceptaron al archiduque Fernando (hermano de Carlos I) como regente, pero los húngaros prefirieron a Juan Zápolya, señor de Transilvania, que se convirtió en vasallo otomano. Fernando pidió auxilio a los príncipes alemanes, que lo condicionaron a una solución pacífica con los luteranos, y a su hermano Carlos I, que no le pudo prestar el apoyo necesario. Muerto Juan Zápolya, en 1541, gran parte de Hungría quedó anexionada al imperio otomano y el archiduque Fernando se vio obligado a pagar tributo al turco.

Los corsarios atacaron las costas valencianas (1528) y los turcos asediaron Viena (1529) y Austria (1532). Carlos I paró la ofensiva. Solimán, en respuesta, reforzó su flota en el Mediterráneo y el monarca recuperó, en 1535, Túnez y la Goleta. Este triunfo, por el que le denominaron Carolus africanus, le animó a proyectar la toma de Argel e incluso Constantinopla, pero hubo de abandonar su empeño para acudir a Italia a enfrentarse nuevamente a Francisco I, que invadió en 1536 Saboya, Piamonte y Turín. Barbarroja contrarrestó su triunfo atacando las costas catalanas, valencianas y el puerto de Mahón (Menorca).

Solimán, que dirigía su mirada también hacia Asia, conquistó Bagdad (1536), Mesopotamia y extendió su territorio hasta la India (1538). Mientras, Carlos I fracasaba en su deseo de hacer una alianza internacional contra los turcos con Génova y Venecia, y en su conquista de Argel (1543). Persia cayó en poder de Solimán (1543), teniendo el Sah Tahmasp que firmar la paz en 1554.

Cuando España y Francia se enfrentaron de nuevo (1544), Solimán mandó en apoyo del monarca galo a Barbarroja, que recuperó Nápoles. Tras la muerte del pirata (1546), su sustituto, Dragut, se enfrentó a la marina de Carlos I conquistando Trípoli y otras plazas del norte de África. Bugia se rindió en 1555.

Los problemas religiosos

Muchos españoles eran partidarios de las reformas eclesiásticas emprendidas por Cisneros, pero el excesivo celo y dureza de la Inquisición hizo que se mirase con esperanza la llegada del nuevo monarca, que no era partidario de ella. Carlos I simpatizaba con las teorías reformistas europeas y, durante su segunda estancia en España (de 1522 a 1529), Erasmo de Rotterdam tuvo grandes seguidores en nuestro país, pero también enemigos acérrimos.

Erasmo ponía el centro de atención en las costumbres inmorales y el estado de corrupción del clero, de forma crítica y satírica. Animaba a regresar al Evangelio, al interiorismo y a la caridad en lugar de seguir ceremonias y ritos vacíos de contenido. Atacaba al papado por su desmedido deseo de poder terrenal y por su predisposición a utilizar la guerra para conseguir sus fines políticos, condena que hacía extensiva a los monarcas.

El erasmismo empezó a verse como un peligro en España cuando derivó hacia el iluminismo y en un Edicto de Toledo de 1525 se lo catalogó como herejía. Sus núcleos principales estuvieron en torno a los duques del infantado de Guadalajara y el marqués de Villena en Escalona (Toledo).

Aprovechándose del cariz que tomaban las doctrinas luteranas en el centro de Europa, los enemigos de Erasmo lograron abrir un proceso a sus ideas en Valladolid en 1527. Carlos I le mostró su apoyo, convencido de su ortodoxia. El azar hizo que se produjera una peste, que los teólogos aceleraran las discusiones y lo exculparan de herejía, aumentando aún más su carisma. Pero cuando en 1529 Carlos I partió hacia Italia, la Inquisición persiguió a sus seguidores tanto como a luteranos, calvinistas o iluministas, haciendo que, tras la muerte de Erasmo (1536), su influencia decayera.

El agustino Martín Lutero (1483-1546), teólogo y gran estudioso de la Biblia, que había traducido al alemán, había colocado en la puerta de la iglesia de Todos los Santos de Wittenberg sus famosas 95 tesis sobre las indulgencias, cuyo eco fue inmediato en toda Europa. No negaba, al principio, la autoridad papal, pero sí era partidario del matrimonio de los sacerdotes y criticaba el abuso que hacía la Iglesia de las bulas, ya que pensaba que las indulgencias no reducían las penas del Purgatorio; consideraba que la fe y no las obras salvaban al hombre, y disentía con la Iglesia en lo concerniente a los sacramentos de la confesión y comunión y la predestinación. Carlos I, que se había mostrado abierto a todo tipo de ideas, comenzó a ser más cauto al difundirse las teorías de Lutero, Calvino y Zuinglio por los Países Bajos a partir de 1518. En este cambio de actitud influyó que las tesis luteranas fueron acogidas con simpatía por los príncipes alemanes y las utilizaron políticamente contra sus intereses.

Cuando las teorías luteranas y calvinistas se convirtieron en un serio problema político para la unidad de sus territorios, el emperador osciló entre el diálogo y la persecución del luteranismo, lo que le generó problemas con el papado. El monarca exigía, sin éxito, la celebración de un concilio general para esclarecer la doctrina y evitar la división, por lo que se vio obligado a perseguir estas ideas tanto por motivos políticos como religiosos, convencido de que, tal como afirmaban Alfonso Valdés o fray Antonio de Guevara, Dios le había encomendado la sublime misión de ser defensor de la fe y de la cristiandad y que era legítimo, en caso preciso, solucionar los problemas religiosos sin la intervención del papa. Así, a partir de 1530, con la Dieta de Augsburgo, puso un plazo para que los protestantes regresasen al seno de la Iglesia, si bien solo consiguió el refuerzo de los disidentes que se aliaron en la Liga Esmeralda y que las ideas luteranas ampliaran sus adeptos aún más. Tiempo después, al precisar con urgencia el apoyo de los protestantes para defenderse militarmente de la amenaza turca y francesa, hubo de hacer importantes concesiones.

La subida al pontificado de Paulo III en 1534 fue vista con esperanza por el emperador, que confiaba aún en una solución pacífica al problema religioso, pero la adhesión en 1535 de Enrique VIII a la Liga, de la que se hizo defensor y protector dos años después, al no concederle el papa el divorcio de Catalina de Aragón, complicó aún más las cosas.

En 1542 se convocó el Concilio de Trento, pero Francisco I, con un nuevo ataque al emperador, impidió su celebración. El papa medió en el conflicto y, finalmente, en 1545 se pudo realizar, mas solo sirvió para constatar que las posiciones de la Santa Sede, protestantes y Carlos I eran irreconciliables. En 1539 se reanudaron las conversaciones en Alemania y parecieron prosperar en Regensburgo —adonde acudió personalmente el monarca—, pero las discrepancias y la amenaza de los turcos convencieron al emperador de que la única vía posible para terminar con el conflicto era la militar.

En la batalla de Mühlberg, el duque de Alba y el emperador vencieron a los protestantes y, al margen del papa, Carlos I redactó un documento en el que, aunque reconocía su autoridad religiosa, hacía concesiones a los luteranos.

La segunda sesión del Concilio de Trento coincidió con el nuevo ataque de las tropas francesas en Metz, Toul y Verdum y de los turcos en Austria. Carlos I se vio obligado a ratificar el acuerdo firmado entre su hermano y Mauricio de Sajonia, en el que reconocía al protestantismo, con la Paz de Augsburgo en 1555.

Mientras tanto, en España, las luchas religiosas en el centro de Europa, aunque distantes, preocupaban por lo que tenía de trágico para el catolicismo la escisión. Los españoles se quejaban de las constantes ausencias del monarca del país y del alto coste (económico y de personas) de las guerras del emperador; sin embargo, lo asumían con resignación dada la «misión divina» que había recaído en su gobernante. De ahí que se miraran con tantísimos prejuicios las ideas que provinieran de fuera de nuestras fronteras y se persiguieran implacablemente todas aquellas que pudieran verse como heterodoxas.

Cuando Carlos I se retiró a Yuste, la inquisición consiguió autorización del papa Paulo IV para procesar a obispos, arzobispos, patriarcas y primados. Además, se creó un nuevo catálogo de libros prohibidos en 1559 en el que, por el excesivo celo, se incluyeron obras del Beato Juan de Ávila, San Francisco de Borja, fray Luis de Granada.

Felipe II

Felipe II, nacido en Valladolid en 1521, fue educado por su padre, Carlos I, para regir el gran imperio que habría de heredar, lo entrenó en el ejercicio del poder durante alguna de sus ausencias nombrándole regente y le cedió el poder con su abdicación en 1556. Frente a Carlos I, que estuvo ausente de la península durante larguísimas temporadas, Felipe II gobernó sus tierras desde España a través de virreyes y una gran red de diplomáticos y espías, fijando la corte, ocasionalmente, en Valladolid y luego en Madrid. El Escorial fue uno de los símbolos de su reinado. Su padre le había ponderado la necesidad de realizar políticas matrimoniales para asegurar alianzas internacionales y favorecer la paz en sus territorios, para lo cual era imprescindible tener una gran descendencia. Sin embargo, Felipe II fracasó en este campo a pesar de haberse casado cuatro veces: con María de Portugal (1545), que murió al dar a luz al príncipe Carlos; con María Tudor de Inglaterra (hermana de Isabel I) en 1554, de la que no tuvo descendencia; con Isabel de Valois, hija de Enrique II de Francia, en 1559, que le dio dos hijas (Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela); y con Ana de Austria, hija de Maximiliano II, en 1570, de la que, aunque tuvo cinco hijos, solo sobrevivió el que sería futuro rey, Felipe III.

En política interior lo más destacable fue la rebelión de los moriscos en las Alpujarras (1568-1571), la destitución y persecución del que fuera su secretario, Antonio Pérez, y la reclusión y posterior muerte de su heredero, el príncipe Carlos, acusado de haber participado en una conspiración contra el monarca. El tribunal de la Inquisición siguió persiguiendo implacablemente, tras el Concilio de Trento, las ideas heterodoxas y se cerraron las fronteras a todo pensamiento procedente del exterior que pudiera tener alguna relación con ellas; tanto fue así que el mismo monarca se quejaba no ya de la cantidad de los enjuiciados por el tribunal sino por la calidad de estos. El índice de libros prohibidos (1569) se adaptó a lo establecido en este para perseguir con total rigor a los heterodoxos. La ciencia española quedó estancada, no así las artes y las letras que florecieron de forma extraordinaria.

En política externa, entre sus logros cabe destacar la unión de Portugal y sus dominios (1580) a España. La rivalidad entre España y Francia continuó como en el reinado anterior, por el control de Nápoles y el milanesado, y por el apoyo que los franceses siempre prestaron a los enemigos del emperador, como la rebelión de los flamencos. Las tropas españolas vencieron a las francesas en la batalla de San Quintín (1557). Igualmente, continuó la lucha por el poder sobre el Mediterráneo entre los turcos de Solimán, su sucesor Selim II, y Felipe II, con otra trágica derrota en la isla de Gelves en 1560, que se cobró la vida de más de mil soldados, con cuyas calaveras y huesos formaron los otomanos una gran pirámide recubierta de arena, visible durante más de dos siglos y medio, y que también conmocionó a los españoles. Finalmente esta lucha culminó con la derrota de los otomanos en la batalla de Lepanto (1571) con la ayuda del papado y de la flota veneciana y de Malta.

Entre sus fracasos, figuran el deterioro de las relaciones con Inglaterra (tras su fallido matrimonio sin descendencia con María Tudor, que le granjeó la enemistad de los ingleses) y los intereses por la ruta marítima comercial que llevaba a Amberes, rivalidad que infligió uno de los mayores daños a la flota española con el desastre de la Armada invencible (1588).

Población española

No existen datos fiables sobre la población española en el Renacimiento. A finales del siglo XV, se cree que Castilla tenía algo más de cuatro millones y medio de habitantes; Aragón cerca de un millón; Navarra unos cien mil habitantes y el Reino de Granada unos quinientos mil. En la primera mitad del siglo XVI