Cantar de los Nibelungos
Anónimo Medieval
Martín de Riquer
Afonsina Janés
Century Carroggio
Derechos de autor © 2025 Century publishers, s.l.
Reservados todos los derechos derivados de la presente edición.Presentación de Martín de Riquer.Estudio preliminar de Alfonsina Janés Nadal.Traducción de Montserrat Guixer.Portada; Sigfrido con Crimilda y sus guerreros, Santiago Carroggio con IAIsbn: 9788472547544
Contenido
Página del título
Derechos de autor
PRESENTACIÓN
ESTUDIO PRELIMINAR
CANTAR DE LOS NIBELUNGOS
CANTO I
CANTO II
CANTO III
CANTO IV
CANTO V
CANTO VI
CANTO VII
CANTO VIII
CANTO IX
CANTO X
CANTO XI
CANTO XII
CANTO XIII
CANTO XIV
CANTO XV
CANTO XVI
CANTO XVII
CANTO XVIII
CANTO XIX
CANTO XX
CANTO XXI
CANTO XXII
CANTO XXIII
CANTO XXIV
CANTO XXV
CANTO XXVI
CANTO XXVII
CANTO XXVIII
CANTO XXIX
CANTO XXX
CANTO XXXI
CANTO XXXII
CANTO XXXIII
CANTO XXXIV
CANTO XXXV
CANTO XXXVI
CANTO XXXVII
CANTO XXXVIII
CANTO XXXIX
PRESENTACIÓN
LA EPOPEYA EN EUROPA
por
Martín de Riquer
de la Real Academia Española
Presidente de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona
El lector tiene aquí a su disposición un conjunto de producciones poéticas y narrativas de gran belleza y de gran dramatismo, con un profundo sentido que modernamente se ha llamado nacional, que relatan hechos históricos a menudo muy deformados, grandes pugnas entre pueblos y bandos opuestos, en las que, por encima de todo, se destaca la personalidad de un héroe, hombre extraordinario y cuya valentía a veces traspone los límites de lo humano para convertirse en un ser que roza con lo mítico y fabuloso. Estos relatos, versificados en sus versiones originales, nacieron para ser recibidos mediante el canto o la recitación de unos profesionales que actuaban ante un público muy diverso, lo que supone una transmisión muy distinta de la vía que hoy nos parece más conforme para la recepción literaria, o sea mediante un libro que un lector va recorriendo individualmente y cuando le place.
La llamada poesía heroica, epopeya o, en los países románicos, cantares de gesta, ocupa una gran zona literaria en la que la narración va dirigida a un conjunto de auditores, entre los que pueden abundar los analfabetos, y que por lo tanto hay que captar mientras se canta o se recita, sin posibilidad de retroceder ni de saltar hacia adelante, tal como siempre ha ocurrido y ocurre todavía en una representación teatral.
Para el hombre de formación europea los modelos clásicos y definitivos de la epopeya son los poemas épicos griegos la Ilíada y la Odisea, atribuidos tradicionalmente a Homero, que se suponen compuestos hacia el año 750 antes de Jesucristo. El relato de las incidencias bélicas de un cierto período del sitio de Troya por los griegos y las navegaciones y aventuras de un caudillo griego que intenta regresar a su patria constituyen el asunto de los dos grandes poemas homéricos.
En las más distintas y distanciadas culturas ha existido y existe todavía una poesía que suele denominarse tradicional, que celebra las hazañas de los antepasados, las victorias del propio pueblo y guerras contra pueblos vecinos o invasores; que ensalza el valor de los guerreros muertos gallardamente, y que relata traiciones, venganzas y pugnas producto de banderías internas. Si intentáramos trazar un resumido y apretado inventario de la poesía heroica universal, tendríamos que agrupar obras aparentemente tan diversas como los poemas griegos la Ilíada y la Odisea, el asiático Gilgamish (conservado en fragmentos babilónicos, hititas y asirios), los ugaríticos Aghat y Keret, el germánico Hildebrand, los anglosajones Beowulj, Maldon, Brunanburth, etc., los Edda escandinavos, la francesa Chanson de Roland y el castellano Cantar del Cid. Tendría que entrar también en este inventario la poesía heroica que ha vivido oralmente y ha sido recogida desde hace siglo y medio en diversos países, en muchos de los cuales conserva su vitalidad. Se trata de poemas tradicionales de Rusia, sobre todo los localizados en las remotas regiones del lago Onega y del mar Blanco, de Ucrania, de Bulgaria, de Yugoslavia (tanto de cristianos como de mahometanos), de Albania, de Grecia, de Estonia, por lo que se refiere a Europa. En Asia, los poemas de los caucasianos, armenios y osetas; de los calmucos, uzbekos y karakirguiz; los de los yacutos y los ribereños del Lena, en Siberia; los de los pobladores del oeste de Sumatra y de la isla japonesa de Hokkaido; los de algunas tribus de Arabia. Y en África se han hallado restos de poesía bélica en Sudán.
Examinando poemas tan diversos y que se dan y se dieron en culturas totalmente incomunicadas entre sí y distanciadas tanto en el espacio como en el tiempo, se advierte la impresionante característica de que existen entre ellos evidentes similitudes y paralelismos, sea en cuanto a la transmisión y procedimientos de recitado o de canto divulgativo, sea en cuanto a la técnica narrativa, incluso en lo que atañe a la utilización de fórmulas fijas y rasgos expresivos o estilísticos muy concretos. Sorprende ver reaparecer un mismo fenómeno en la poesía homérica, en el Gilgamish, en el Beowulf, en el Cantar del Cid y entre los cantos yugoslavos, armenios o siberianos, sin que exista la menor probabilidad de relación directa entre tan diversas manifestaciones de la epopeya. Ello conduce a la conclusión de que el arte tradicional tiene una técnica especial y propia, y obliga a considerar los poemas épicos tradicionales como algo totalmente distinto de lo surgido de la creación literaria individual y docta y nos predispone a estar dispuestos a admitir, en principio, la universalidad de un tipo de narración poética que vive a la vista de todos o en estado latente durante siglos y siglos.
El gran prestigio de la Ilíada y de la Odisea, que llegaron a ser textos escolares en Grecia y Roma, produjo una versión culta de la epopeya. En muchas culturas ha existido una epopeya refleja, creación personal de poetas que imitaban las genuinas manifestaciones de la epopeya tradicional. Es fácil advertir que los llamados poemas épicos de diferentes países y de diferentes edades son susceptibles de clasificarse en dos categorías en el fondo muy distintas. En la primera de estas categorías se agrupan obras tan diversas entre sí como la Ilíada, el Nibelungenlied, la Chanson de Roland y el Cantar del Cid; en la otra la Eneida, los Orlandos de Boiardo y de Ariosto, la Franciade de Ronsard y la Araucana de Ercilla. En estas dos categorías de narraciones, todas ellas en verso, se describen guerras, luchas y combates singulares, se exalta la personalidad y valentía de unos héroes y hay, más o menos, un acusado sentimiento patriótico o nacional. Pero, a pesar de estas notas comunes, el lector un poco formado en técnicas literarias o sensible a captar lo esencial de una obra poética llega a una distinción muy clara: la Ilíada es algo distinto de la Eneida, por mucho que Virgilio imite a Homero; la Chanson de Roland es totalmente diversa de la Franciade, aunque ambos poemas estén escritos en francés, y el personaje Roland de la vieja gesta es un ser que en nada se parece al enamorado Orlando de Boiardo ni al furioso de Ariosto. Y es que las obras que hemos puesto como ejemplo del primer tipo -Ilíada, Nibelungenlied, Roland, Cid- pertenecen a una modalidad de la epopeya que se suele denominar tradicional y que se transmitió por vía oral; y las que consideramos del segundo tipo -Eneida, los Orlandos, Franciade, Araucana- pertenecen a una modalidad que llamamos tal vez abusivamente culta y que se transmite por vía escrita. Es fácil imaginar cómo nacieron los poemas de este segundo grupo, y hasta podemos asegurar que Virgilio, Boiardo, Ariosto, Ronsard y Ercilla los compusieron trazando letras sobre papiro, pergamino, tablillas de cera o papel, buscando pies y rimas, a efectos artísticos, imágenes y toda suerte de recursos retóricos; tachando, enmendando y puliendo los versos, y hasta en alguna ocasión buscando algún dato en un libro. Estos poetas trabajaban, en suma, como cualquier poeta culto de nuestros días. En cambio, nos resistimos a imaginar a Homero y a los autores de los textos conservados del Nibelungenlied, del Roland o del Cid escribiendo sentados ante una mesa y documentándose librescamente sobre el asunto de su elección.
La epopeya griega, tanto la conservada como la perdida, que conocemos fragmentariamente, tomó la temática de las leyendas mitológicas. Ellas constituían para los griegos un mundo maravilloso que era, en principio, una especie de prehistoria de su país, pues narraban hechos que se suponía acaecidos en un remoto pasado y a los que un accidente geográfico, un viejo monumento, un culto tradicional o un linaje unían con el tiempo presente. Algunas de estas leyendas versaban sobre largas y terribles guerras, como el asedio de Troya, cuyo prólogo fueron los amores de París y Helena y su epílogo los trabajosos regresos de los héroes griegos a su patria; otras relataban la historia patética y truculenta de un linaje, como el de Tebas, con la dramática biografía de Edipo y el terrible fin de sus hijos Etéocles y Polinices y de su hija Antígona, o la de Argos, que acumulaba peripecias hasta acabar en Perseo. Las aventuras de Teseo y de Heracles (Hércules), las navegaciones de Jasón y sus amores con Medea, e infinidad de mitos más daban a la epopeya griega una gran diversidad, que luego llevó al teatro la tragedia ateniense.
Gracias al historiador latino Cornelio Tácito disponemos de noticias sobre la primitiva epopeya de los pueblos germánicos: afirma que los «antiguos cánticos» son su única forma de crónica o historia, y da noticia muy esquemática de algunos de los temas mitológicos e históricos que en ellos celebraban; y refiriéndose a un dios o héroe de tipo belicoso, parecido a Hércules, hace constar que «cuando van a entrar en combate lo ensalzan en sus cantos como el más valiente entre los valientes». Aunque existen referencias a los cantos bélicos de los iberos de Hispania tan reveladoras como las que Tácito ofrece sobre los primitivos germánicos, estas se complementan con las que a mediados del siglo VI ofrece el historiador godo Jordanes, quien refiere leyendas y viejas tradiciones de su pueblo y cita y otorga fe a «antiguos cantos» que le suministran noticias que no halla en fuentes escritas.
Es bien cierto que la poesía heroica de los pueblos germánicos se originó independientemente de la griega, y el nacimiento de aquella y sus características primitivas son un enigma que con frecuencia se ha pretendido desvelar remontándose a los prehistóricos tiempos en que los pueblos europeos podían constituir una unidad, peligroso campo de conjeturas y fantasías. Lo cierto es que hasta el siglo VIII de nuestra era no encontramos las primeras muestras de épica germánica, que esta se nos presenta en textos escritos en Islandia y en la península escandinava, por un lado, y en el centro de Europa, por el otro, y que sus más características producciones, las más bellas y de mayor sentido épico, no son anteriores al año 1200, aunque sus núcleos legendarios sean más antiguos.
La leyenda de los Nibelungos y de Sigfrido constituye la creación más considerable de la epopeya germánica. Los núcleos originarios de esta leyenda parecen derivar de tradiciones antiquísimas de tipo mitológico, que adquirieron la primera forma literaria a que podemos remontarnos en cantos del edda escandinavo posiblemente creados en los siglos VIII a XI, transmitidos oralmente y luego confiados a la escritura en el XII o el XIII. Esta labor, realizada en Islandia, Groenlandia y Noruega, se basa en temas legendarios sobre Sigfrido (Sigurdh en los textos nórdicos), nacidos entre los francos del bajo Rin, y en leyendas burgundias del alto Rin sobre la figura de Gunther, trasunto del histórico Gundakarius, rey burgundio que en el año 437 fue vencido por los hunos. El tema legendario de Sigfrido es independiente de estas primitivas versiones del tema de los Nibelungos, pero ambos se unirán luego por tener personajes y escenarios comunes.
Entre 1160 y 1170 esta leyenda es narrada en verso alemán por un poeta austríaco que titula su poema Der Nibelunge Not (La Ruina de los Nibelungos) y que constituye la fase literaria intermedia entre los cantares del edda y el Nibelungenlied. Este gran poema fue escrito por un caballero austríaco entre los años 1200 y 1205, y es la reelaboración de la anterior materia legendaria en obra de grandes alientos (unos nueve mil quinientos versos distribuidos en treinta y nueve cantos), estructurada con la finalidad de dotarla de unidad y homogeneidad y amoldada a los gustos refinados de las cortes, en las que ya se había introducido la moda de los cantares de gesta, de las novelas y de la lírica de importación románica.
En relación con las versiones de tradiciones primitivas germánicas y de los cantares éddicos, el Nibelungenlied desarrolla la trama con curiosas innovaciones, a veces tomadas de otros núcleos legendarios. La más importante es la interpretación favorable de Atila y de los hunos, que son presentados con simpatía como pacíficos y justos, siendo así que el personaje de Crimilda corresponde, según antiquísima tradición, a la histórica princesa Hildiko, la cual, para vengar a los germanos, se habría casado con Atila y lo habría asesinado en la noche de bodas. Por otro lado, en la antigua versión nórdica Sigfrido, antes de conocer a Gunther, había realizado ya un viaje a Islandia y había salido victorioso de las pruebas impuestas por Brunilda, lo que da más intensidad al posterior odio de esta.
El autor de Nibelungenlied combinó varias tradiciones, que fue amoldando a la estructura y ordenación general del poema, donde el concepto de la venganza, personificado en la magistral figura de Crimilda, adquiere un dramático patetismo y una implacabilidad obsesionante. Crimilda es, de hecho, la figura central del poema: delicada, tierna e ingenua en su juventud, mientras vive Sigfrido; brutal y sanguinaria en su madurez y empeñada en el terrible duelo con Hagen, que no cesará hasta que ella colme sus ansias de venganza. Quien leyera escenas aisladas del principio y del final del Nibelungenlied creería que se trata de dos mujeres distintas pero cuando se sigue el poema paso a paso se advierte que el autor, verdadero artista y penetrante psicólogo, ha logrado que tal transformación sea perfectamente natural, matizada con rasgos significativos que justifican plenamente la evolución del carácter. La escena de la discusión entre Crimilda y Brunilda es un constante acierto en la captación de la psicología femenina y revela maduras dotes de observación.
El anónimo poeta manifiesta muy a menudo su espíritu cortesano, y a pesar de la sencillez de su estilo, su arte es refinado y culto, como indica el hecho de haber adoptado para la versificación de la obra la estrofa de cuatro versos largos con dos rimas que unos treinta años antes había inventado un Minnesanger, el señor de Kürenberg, lo que da al poema germánico una perfección y una regularidad formales que en vano buscaríamos en los cantares de gesta románicos contemporáneos.
Las epopeyas románicas se denominan cantares de gesta, del latín gesta, «hechos, hazañas», pero que adquirió el sentido de «linaje» con referencia a pretéritas acciones gloriosas de que se podía envanecer una familia. Los cantares de gesta románicos conservados llegan al centenar, una gran mayoría en lengua francesa, con diversas peculiaridades (francés de la isla de Francia, picardo, anglonormando, francoitaliano, etc.), y otros, en ínfima proporción, en provenzal y castellano. La extensión de estos cantares es muy irregular: oscila entre los ochocientos y los veinte mil versos, si bien los de mayor longitud suelen ser tardíos y presentar contaminaciones con la novela.
Al igual que la epopeya griega homérica, los cantares de gesta no estaban destinados a ser leídos sino a ser escuchados. De divulgarlos se encargaban unos recitantes llamados juglares, que se solían acompañar de instrumentos de cuerda y que ejercitaban su misión frente a toda suerte de público, tanto el aristocrático de los castillos como el popular de las plazas, de las ferias o de las romerías. Consta que antes de trabarse batallas los juglares entonaban versos de gestas a fin de enardecer a los combatientes.
El cantar de gesta genuino tiene un fondo histórico cierto, al que es más o menos fiel. Esta fidelidad a la exactitud histórica de lo narrado reviste una serie de matices, que van desde aquellos cantares que casi son una crónica rimada hasta aquellos otros cuya historicidad queda tan reducida que casi parecen una obra de pura imaginación. Por lo general, cuanto más remoto es el asunto de una gesta, más pesan en ella versiones tradicionales y legendarias de los hechos y más se aparta de la realidad histórica, al paso que, cuando relata hechos sucedidos en un pasado próximo, la fidelidad a lo que realmente acaeció es mayor, entre otras razones porque el público que ha de escuchar los versos conoce con más precisión el asunto y sus personajes. Por otra parte, si la gesta tiene por escenario las mismas tierras en que se desarrollaron los acontecimientos que poetiza, suele mantener unos datos geográficos, ambientales y sociales mucho más fieles a la realidad que aquellas gestas que transcurren en países lejanos y exóticos. Estas dos modalidades de cantares de gesta se pueden cifrar en la Chanson de Roland francesa, alejada en el tiempo y en el espacio de la batalla de Roncesvalles, y en el Cantar del Cid castellano, tan próximo al tiempo y al lugar en que vivió y obró Rodrigo Díaz de Vivar.
Los cantares de gesta son algo así como la historia al alcance y al gusto del pueblo. El hombre docto se enteraba de los hechos del pasado leyendo crónicas y anales en latín, y quedaba su curiosidad satisfecha con la noticia fría y escueta. El hombre iletrado precisaba de alguien que le expusiera de viva voz la historia, de la cual lo que le interesaba era lo emotivo, sorprendente y maravilloso y la idealización de héroes y guerreros a los que se sentía vinculado por lazos nacionales, feudales o religiosos.
El recitado juglaresco era muy libre y amoldable. El juglar no estaba obligado a someterse a un texto fijo, sino que, según los gustos del público ante el que actuaba o según sus personales predilecciones, alargaba o acortaba la narración, inmiscuía versos e incluso escenas, recargaba el dramatismo de ciertos pasajes o interrumpía el relato para pasar el platillo, anunciando al auditorio que no narraría el final de una aventura si no se mostraba generoso con él, o bien, al ser la hora avanzada, convocaba a los que le escuchaban para el día siguiente, en el que pensaba dar término al cantar interrumpido.
El juglar de gestas rodea el tema escogido de elementos que le dan interés y emoción, y lo narra con determinados adornos retóricos: imágenes, comparaciones, paralelismos y con el tan característico recurso de las llamadas series gemelas, o sea la repetición a veces obsesionante de un pasaje, mudando la rima pero cambiando levemente la literalidad de la narración, a fin de dar más interés y emoción al momento, de detener la atención en los pasajes cumbre y, sin duda, también para que en el amplio corro de público que lo escuchaba nadie se quedara sin oír aquel capitalísimo trance.
La más antigua de las conservadas y al propio tiempo la más bella de las gestas francesas es la Chanson de Roland, que conocemos a partir de un texto anglonormando (el francés hablado en Inglaterra) que se puede fechar entre los años 1087 y 1095.
Un hecho rigurosamente histórico generó la Chanson de Roland. El 15 de agosto del año 778 era destrozada, en Roncesvalles, la retaguardia del ejército de Carlos, rey de los francos (Carlomagno), que regresaba a Francia tras haber fracasado en su intento de apoderarse de Zaragoza, y en esta acción de guerra pereció, entre otros magnates, Roldán, gobernador de la marca de Bretaña. El desastre de las fuerzas francas impresionó extraordinariamente y la memoria de la acción de Roncesvalles se conservó en las notas de los analistas que escribían en latín y en algunos historiadores carolingios. Simultáneamente el recuerdo de la batalla pirenaica fue transmitiéndose popularmente en formas y estilo difíciles de precisar; y hay sólidos indicios que permiten suponer que hacia el año 1000 ya existía una primitiva Chanson de Roland, tan divulgada y celebrada desde aquel tiempo que en gran parte de la Europa románica aparecen parejas de hermanos llamados Roldán y Oliveros (los dos grandes y jóvenes héroes de la gesta), lo que supone que sus padres o padrinos sentían gran entusiasmo por un relato en el que estos dos personajes (el primero histórico y el segundo fabuloso) eran admirados por su valor. Es posible que esta primitiva Chanson de Roland no se llegara a poner por escrito y que únicamente se divulgara mediante el recitado. En el tercer cuarto del siglo XI las noticias ya son más precisas y más distantes geográficamente. Entre los años 1054 y 1076 un monje de San Millán de la Cogolla, en la Rioja, copiaba en un manuscrito las líneas de la llamada Nota Emilianense, en la que se da una síntesis de una Chanson de Roland que debió de cantarse en castellano. El 14 de octubre del año 1066, cuando en la batalla de Hastings (en la costa sur de Inglaterra) Guillermo el Bastardo, duque de Normandía, vencía a los anglosajones, antes de iniciarse la acción un juglar normando llamado Taillefer entonó versos de la Chanson de Roland para enardecer a los normandos que se disponían a luchar. Nada de cierto podemos saber del contenido, de la extensión ni del estilo de estas gestas sobre Roncesvalles que se conocían en la Rioja, sin duda por la proximidad al camino de Santiago, y que de Normandía llevaron a Inglaterra las huestes del duque Guillermo.
Los normandos establecidos en Inglaterra conservaron celosamente la gesta sobre Roncesvalles. Unos treinta años después de la conquista, un clérigo natural de Fécamp, en Normandía, que había participado en la batalla de Hastings y que, establecido en Inglaterra, fue abad de Malmesbury y de Peterboroug, y que se llama Turoldus, fue verosímilmente quien llevó a cabo la refundición de la Chanson de Roland que hoy leemos. Quede bien precisado que Turoldus no es el inventor o creador de la gesta, que en su tiempo ya debería hacer casi un siglo que se divulgaba juglarescamente por Francia, sino el escritor culto y refinado que la recogió de la tradición oral y la convirtió en una obra literaria sabia en perfectos versos escritos en la variedad anglonormanda del francés.
Frente al centenar de cantares de gesta franceses conservados y que podemos leer con detención y estudiar con detalle, sólo ha llegado a nosotros una muy exigua manifestación de la épica medieval española: el Cantar del Cid y los cien versos del fragmento del Roncesvalles navarro en su forma genuina, a lo que podemos añadir el tardío Rodrigo, la refundición culta del dedicado a Fernán González y extensos fragmentos del que versa sobre los Siete Infantes de Salas, aislados y prosificados en obras históricas de Alfonso X el Sabio y sus continuadores. La costumbre de la historiografía castellana de prosificar cantares de gesta ha salvado antiguas muestras de la epopeya española, y en primer lugar el impresionante Cantar de los Infantes de Salas, ahora mismo aludido.
Rodrigo Díaz de Vivar, personaje rigurosamente histórico y sobre cuya vida y hechos existe una amplia y detallada documentación, fue tan famoso ya en vida por sus hazañas que, muy poco antes de morir, a finales del año 1098, un monje del monasterio de Ripoll, para conmemorar la boda de su hija María Rodríguez con el conde Ramón Berenguer III de Barcelona, compuso una muy culta poesía en versos sáficos, el Carmen Campidoctoris, en el que el anónimo poeta empieza afirmando que muchos son los que han cantado a París, a Pirro y a Eneas, pero que él se propone cantar a Rodrigo, héroe moderno. Cuando este poeta ripollés compuso estos cultos versos latinos ya existía la Chanson de Roland de Turoldus. No tardará en aparecer el Cantar del Cid, una de cuyas primitivas versiones pudo divulgarse desde el año 1130, y que, dada su popularidad, sufrió refundiciones y arreglos en 1140, en 1150 y en 1160, versión esta última que luego fue copiada por un tal Per Abbat en manuscrito afortunadamente conservado.
El Cantar del Cid supone algo singular en la epopeya tradicional y rarísimo en la románica: la gran proximidad entre la existencia del héroe y la aparición de su gesta. Rodrigo Díaz de Vivar es el más moderno de los héroes épicos de la epopeya neolatina, y su cantar transmite frases, expresiones y parlamentos suyos en la misma lengua que hablaba; y recordemos que Roldán en el cantar a él dedicado se expresa en anglonormando de finales del siglo XI, totalmente distinto del dialecto germánico con que se expresaba el héroe, que vivió en el VIII. De ahí el especialísimo carácter inmediato y real del Cantar del Cid, en el que un momento de la historia española de finales del siglo XI se transforma en poesía épica, sin que cedan en sus bases fundamentales ni la historia ni la poesía, que se combinan y armonizan de un modo singular y originalísimo. El Cantar del Cid es una gesta aberrante y especial en el conjunto de la epopeya, pues los acontecimientos que constituyen su trama narrativa y los personajes que en ella aparecen no tan sólo son próximos e inmediatos, sino que acaecieron y vivieron cuando ya existían y se divulgaban cantares de gesta. Si existe algún ejemplo claro y terminante de que la poesía heroica nace al calor de los hechos, este es el Cantar del Cid, cuyos versos pudieron ser escuchados por ancianos que en su mocedad conocieron al héroe en persona.
La mayor parte de la guerrera biografía de Rodrigo Díaz de Vivar está ausente en el Cantar del Cid, que la da como sabida y muy conocida, así como su juvenil intervención en la batalla de Graus, su gallarda mocedad como alférez de Castilla, su victoria sobre Jimeno Garcés, que le valió el dictado de campidoctor o «campeador», su campaña contra Zaragoza, sus batallas en pro de Sancho de Castilla contra Alfonso de León en Llantada y Golpejera, su participación en el cerco de Zamora y su tan destacada intervención en la jura de Santa Gadea, episodios que no aparecen en nuestro cantar porque ya existían otras gestas, como cierto Cantar del cerco de Zamora, en las que el Cid desempeñaba un papel decisivo.
El Cantar del Cid ha tomado una parte de la biografía de este personaje correspondiente al final de su vida, o sea acontecimientos ocurridos entre los años 1081 y 1094, y los ha convertido en gesta. El Cid no entra en escena en momentos de triunfo o de victoria, sino cuando sobre él han caído la desgracia y la miseria: en el destierro injusto impuesto por el rey don Alfonso, aquel contra el cual el mismo Cid había luchado años atrás y que ahora se proponía servir lealmente. El dramatismo del principio del Cantar del Cid lo advierte en toda su intensidad el que sabe, como el auditorio castellano de antaño, que el desterrado Rodrigo Díaz de Vivar cuenta con un historial lleno de victorias y de hazañas, y que años atrás venció a aquel mismo rey Alfonso que ahora lo expulsa de los límites de sus reinos. El Cid, al frente de un puñado de fieles, tiene que «ganarse el pan» luchando contra moros y contra cristianos; pero, como es un héroe épico, su desdicha se trueca en triunfo y su miseria en poderío, lo que culmina con la conquista de Valencia. En plena gloria militar, y ya apaciguadas las relaciones con su rey, la desgracia cae de nuevo sobre el Cid en lo más íntimo y más amado: la deshonra de sus dos hijas por parte de los infantes de Carrión. El cantar ha matizado antes, con acierto, la ternura familiar del Cid, su amor a su mujer y a sus hijas -nota algo discordante en la epopeya románica primitiva-, a fin de que se pueda medir mejor la nueva desgracia del guerrero, herido en lo que más vale, el honor, y en lo que más quiere, sus hijas. Al final, su actitud en las cortes de Toledo y la victoria en combate singular que Dios otorga a su causa, porque es justa, dan el necesario y cumplido final feliz al cantar, que acaba resaltando de modo intencionado que las hijas del Cid, antes denostadas por los infantes castellanos, ahora son «señoras de Navarra y de Aragón», y hoy, cuando el juglar recita, «los reyes d'España sos parientes son».
El Cantar del Cid narra las campañas de Rodrigo Díaz de Vivar más allá de las fronteras de Castilla, hacia el este de la península, y su mayor empeño se manifiesta en la conquista de Valencia, ciudad que queda como corte del guerrero. Parte de la trama se centra alrededor de las bodas de sus dos hijas, menospreciadas y envilecidas primero por los orgullosos infantes de Carrión, honradas y encumbradas después cuando son pedidas «por ser reinas de Navarra e de Aragón». Y adviértase que estas segundas bodas a quien honran es al Cid, ya que un juglar medieval no podía ni imaginar que reyes fueran honrados al emparentar con un caballero que no lo fuera, aunque se trate de un héroe.
Al plantearnos el problema de la historicidad del Cantar del Cid tenemos que tener en cuenta que los juglares que lo difundían no disponían de la libertad de que disfrutaban los que divulgaban la Chanson de Roland. Estos, los que recitaban la versión firmada por Turoldus, trabajaban en el norte de Francia o en la Inglaterra normanda de fines del siglo XI, o sea distanciados unos ochocientos kilómetros y unos trescientos años del lugar y de la fecha de la batalla de Roncesvalles. La lejanía y la antigüedad les permitían describir una España fantástica, con una geografía en gran parte irreal y ficticia, y narrar unos acontecimientos totalmente opuestos a la verdad histórica. Este alejamiento en el espacio y en el tiempo hizo posible que la Chanson de Roland se difundiera sin que el auditorio se escandalizara ante sus dislates. En cambio, el Cantar del Cid, que se escuchaba en el siglo inmediato al que vivió el guerrero, tal vez desde unos treinta o cuarenta años después de su muerte, y que hace transcurrir la acción por las mismas tierras por donde lo recitaban los juglares, no podía inventar ni la historia ni la geografía si pretendía ser escuchado con un mínimo de atención y seriedad. Los sarracenos de la Chanson de Roland, llamados con frecuencia e impropiamente «paganos», no creen en Dios, adoran una trinidad de raros ídolos, entre los que figura Apolo, y llevan nombres pintorescos, grotescos y diabólicos, como Esperverís, Escremiz, Malcud, Malduit, Falsarón, Torleu, etc., ya que ni los juglares que cantaban la gesta francesa ni el público que la escuchaba tenían ni la más vaga idea de la realidad de la sociedad musulmana y jamás habían visto un moro de carne y hueso. Los moros que figuran en el Cantar del Cid, unos enemigos de los cristianos, otros «moros amigos», son tal cual eran los que todo español de los siglos XI y XII estaba acostumbrado a ver e incluso a tratar, y se llaman Yúcef, Fáriz, Galve, Abengalbón, como cualquier moro de veras.
La mayoría de los numerosos personajes, tanto cristianos como moros, que aparecen en el Cantar del Cid no tan sólo son rigurosamente históricos, sino que actuaron y se desenvolvieron tal como narran los versos. Si en la Chanson de Roland aparecen personajes que son pura invención, como el mismo Oliveros, o que vivieron en época distinta a aquella en que se dio la batalla de Roncesvalles, como Ricardo de Normandía, tales incongruencias no dañan la gesta francesa porque esta vive a mucha distancia de lo que narra y no sorprenderán al público.
El inteligente refundidor que ha estructurado el Cantar del Cid que hoy leemos ha escogido un momento de la biografía de Rodrigo Díaz de Vivar que no podía ni deformar demasiado ni rodear de fantasías exageradas al convertir los episodios en una gesta. Ha actuado como «poeta», si es lícito darle este apelativo, y no como «historiador», pues busca suscitar emociones en el público e informarlo popularmente de cosas que los doctos podían leer en libros escritos en latín. La epopeya es fundamentalmente la historia popular, y por esto el Cantar del Cid dramatiza la acción contrastando la miseria del destierro con la opulencia de la conquista de Valencia, la gloria de un Cid victorioso con la amargura de un noble padre afrentado en la deshonra de sus hijas.
Los tres grandes poemas que editamos, obras maestras de las literaturas germánica, francesa y castellana, ofrecen un panorama suficiente para comprender lo que fue la epopeya medieval europea, aunque forzosamente incompleto. Es bien cierto que también reúnen grandes valores el Beowulf anglosajón, el Kudrun germánico, el Raoul de Cambrai francés y los restos reconstruidos del Cantar de los Infantes de Salas castellano, pero asimismo es verdad que a las obras aquí incluidas nadie discute que son las más significativas del género en los tiempos medievales y las más apropiadas para suscitar el interés, incluso el entusiasmo, del lector de nuestros días.
ESTUDIO PRELIMINAR
EL CANTAR DE LOS NIBELUNGOS,
EPOPEYA DEL AMOR Y DE LA MUERTE
por
Alfonsina Janés Nadal
Profesora de Lengua y Literatura alemanas en la Universidad de Barcelona
El año 1755 constituye uno de los momentos cruciales para la historia de la literatura alemana, pues fue entonces cuando se descubrió uno de los mayores monumentos literarios que jamás se hayan escrito en lengua alemana: el Cantar de los Nibelungos. El profesor de Zúrich Johan Jakob Bodmer conocía la existencia de varios manuscritos antiguos en la biblioteca del conde de Hohenems, y un amigo suyo que ejercía como médico en Lindau, Jacob Hermann, fue quien encontró en ella el de la obra que nos ocupa. Bodmer comunicó el hallazgo al año siguiente, y un año después publicó una parte del Cantar.
Desde aquella fecha se han hallado unas tres docenas de manuscritos que contienen el gran poema épico, ya sea completo ya sea en forma fragmentaria, manuscritos que pueden fecharse entre los siglos XIII a XVI, siendo el más moderno de ellos el que fue confeccionado para el emperador Maximiliano.
La mayoría de los manuscritos siguen las líneas del que se conserva en Saint Gall y que los estudiosos denominan manuscrito B, distinguiéndolo de este modo de los otros dos grandes manuscritos, el hallado en Hohenems en 1755 y conservado en Donaueschingen (C) y el hallado en Hohenems poco después, publicado por Christoph Heinrich Müller y conservado en Múnich (A).
La profusión de manuscritos hace suponer que el Cantar de los Nibelungos fue una obra muy conocida y estimada en los últimos siglos de la Edad Media y, desde que se generalizó el interés de los estudiosos por él, ha venido siendo punto de partida de diversas teorías e hipótesis. El hecho de que los temas básicos de esta epopeya se encuentren también en la literatura nórdica y que el cantar que nos ocupa, en su forma tan bien estructurada, con su magnífica amalgama de temas en torno a determinadas ideas que pueden calificarse de eje de la composición, constituya el primer monumento en lengua alemana sobre estos personajes y estas hazañas, ha hecho suponer que no se trata de la versión alemana original sobre los nibelungos.
Para fijar en el tiempo los comienzos literarios de este tema se parte de un hecho histórico que marcaría la época en la que un poema sobre la venganza de Crimilda se consideraba ya muy conocido. Un historiador danés relata que en 1131 fue interpretado el canto de la conocidísima y pérfida traición de Crimilda en la persona de sus hermanos ante el duque Knud Lavard con el fin de prevenirle de una posible invitación que, al igual que la de la heroína literaria, podía resultar traidora.
La existencia de cantos transmitidos por tradición oral explicaría las variantes que presentan los diversos manuscritos. En los últimos años se intenta dar el mismo valor a las distintas versiones, pero no fue así en otros tiempos, sino al contrario, el afán de los especialistas iba dirigido muy en particular a descubrir en ellas los rasgos que permitieran reconstruir lo que se sospechaba que debía de ser el poema original.
Basándose en los análisis de las epopeyas homéricas, Karl Lachman pensó que el Cantar de los Nibelungos podía desglosarse en 20 cantos independientes que un redactor habría reunido, y, añadiéndole algunos episodios, habría compuesto la epopeya. Lachman escribió diversos estudios sobre Los Nibelungos, entre otros el que le permitió el acceso a la cátedra en 1816, y a él se debe la clasificación alfabética de los manuscritos. La hipótesis de Lachmann desencadenó una verdadera lucha intelectual entre los especialistas: unos le atacaban y otros rebatían las críticas a que era sometido.
En el siglo xx fue Andreas Heusler el autor de la teoría ante la que han tenido que decidir su propia posición los demás germanistas. Contrariamente a Lachmann, Heusler consideraba que la epopeya no podía ser el resultado de la reunión de una serie de cantos, sino que por fuerza había debido de ser compuesta según sus propias leyes formales y estilísticas. Heusler dedicó particular atención a las obras nórdicas en las que se tratan los mismos temas que aparecen en el Cantar de los Nibelungos, y entre sus aseveraciones cabe destacar su teoría genealógica acerca del origen del poema alemán. Heusler distingue entre la leyenda de Brunilda y la de los burgundios. Para la primera creyó poder descubrir una historia en dos etapas, la primera de las cuales quedaría marcada por un cantar del siglo V o VI y por un nuevo cantar de fines del siglo XII. La leyenda de los burgundios habría recorrido una etapa más: la primera estaría ocupada por un cantar franco del siglo V o VI, la segunda por un cantar bávaro del siglo VIII y la tercera por una epopeya austríaca que él situó hacia el año 1160. De la unión de los dos bloques legendarios habría nacido en 1204, el Cantar de los Nibelungos.
A partir de Heusler el estudio de la literatura escandinava (Saga de Teodorico, Edda y Saga de los Volsungos) parece imprescindible para acercarse al origen del Cantar de los Nibelungos, pero es precisamente la gran variedad de cantos de la Edda lo que hace que algunos expertos consideren rebatible la teoría de Heusler, si bien en principio aceptan la idea de que la prehistoria de la epopeya alemana puede dividirse en etapas de creación. Las similitudes entre el Cantar de los Nibelungos y la Saga de Teodorico, por ejemplo, conducen a la hipótesis de que ambas obras han de estar por fuerza estrechamente relacionadas, pero además de los elementos que las unen -ya sea por proceder de un material común, ya sea por la posibilidad de que la saga se hubiera basado en un poema que ofrecería grandes similitudes con el Cantar- se reconoce en la obra nórdica la existencia de otras fuentes, por lo que otro de los grandes especialistas en la materia, Helmut de Boor, aconseja la máxima cautela en su utilización como medio para reconstruir una forma primitiva del Cantar de los Nibelungos.
De Boor reconstruye dos posibles cantares que constituirían los pilares de la epopeya medieval alemana: un cantar de la caída de los burgundios y un cantar de la muerte de Sigfrido. Según este autor, ambos cantares habrían sido unidos en algún momento, y esta unión habría tenido lugar con toda seguridad en Alemania. El gran mérito del autor de esta amalgama habría consistido en efectuar un pequeño cambio gracias al cual las dos ramas épicas podían encajar perfectamente; si en un principio los familiares de Crimilda aparecían como vengados, en el Cantar de los Nibelungos pasaban a representar el papel contrario: en ellos se vengaba la reina del asesinato de su primer marido.
Dietrich Kralik creyó descubrir en la primera parte del poema épico elementos trágicos y elementos cómicos que procederían de un cantar (trágico) de Crimilda sobre la muerte de Sigfrido, un cantar (trágico también) de Brunilda sobre el mismo tema y un cantar humorístico sobre la boda de Sigfrido. La segunda parte se basaría en motivos de dos poemas heroicos: el de la venganza de Crimilda y el de la caída de los nibelungos, que quedarían reflejados en los dos motivos que impulsan a la esposa de Atila a llevar a cabo su acción: vengar a Sigfrido y recuperar el tesoro. Además, Kralik descubre aquí huellas de una obra humorística que el autor del Cantar habría utilizado, por ejemplo, en el torneo entre hunos y burgundios.
Los Nibelungos son calificados de poema épico heroico-cortés. La evidente compaginación de elementos germánicos comunes a los cantos heroicos escandinavos con elementos característicos de la literatura caballeresca ha hecho suponer que el autor pretendió renovar un tema heroico al estilo caballeresco, para lo cual buscó las similitudes internas entre ambos. El gran mérito del autor del Cantar consiste para de Boor en el hecho de haber sabido transformar un tema y unas figuras heroicas en tema de una epopeya caballeresca. Otros autores, por el contrario, ven en esta epopeya no una simbiosis, sino un contraste, por lo que consideran que esta obra constituye una exposición ejemplar del choque trágico que se produce al enfrentarse dos mundos distintos.
Los personajes del Cantar quedan encuadrados en el marco de cuatro grupos temáticos (las aventuras del joven Sigfrido, su muerte, la caída de los burgundios y la muerte de Atila) y pertenecen, en parte, a la esfera legendaria o mítica, y en parte a la esfera heroica. Friedrich Panzer ve en la historia de Brunilda claras similitudes con un cuento ruso existente en 35 variantes, y las aventuras de Sigfrido con los nibelungos y con el dragón son muestras del mundo de la fábula. Sin embargo, incluso para la génesis de estos dos personajes se ha querido encontrar un modelo en ciertos motivos de la historia de los reyes merovingios. Brunilda podía ser relacionada con la visigoda Brunihildis, esposa del nieto de Clodoveo, Sigiberto, y enemiga de Fredegunde, esposa de Clotario II, enemistad que acarreó la muerte de Sigiberto. De Boor, sin embargo, desaconseja tal hipótesis debido al cambio de papel de la reina y el héroe en la historia y en la epopeya y también al halo maravilloso que envuelve a los personajes literarios. Para Hagen no se ha encontrado ningún modelo histórico, sí en cambio para los reyes burgundios: La Lex Burgundiorum del año 601 menciona a cuatro antiguos reyes llamados Gibica, Godomarus, Gislaharius y Gundaharius. Gundaharius reinó en la zona de Worms, y en el año 436 fue vencido y muerto por los mercenarios hunos de Aecio. También los reyes Atila y Teodorico son personajes históricos. Etzel o Atila compartió al principio la soberanía sobre los hunos con su hermano Bleda y casó con la burgundia Hildiko, muriendo en la noche de bodas. Su reinado abarca los años 434 a 453. Dietrich o Teodorico es la supervivencia legendaria de Teodorico el Grande, rey de los ostrogodos desde el año 471 hasta 526. Sin embargo, aunque pueda demostrarse la relación de los personajes históricos con los legendarios, también en este aspecto se impone cierta cautela. Fue en el romanticismo cuando se creyó descubrir que la base de la epopeya heroica es histórica, pero precisamente uno de los grandes especialistas de esta época, Wilhelm Grimm, señaló ya que los rasgos históricos no son esenciales en la epopeya, sino al contrario, que el ropaje histórico es algo secundario. Como afirma de Boor, la poesía heroica no es historia en verso, lo que importa no son los acontecimientos sino los personajes. Por ello no debe extrañarnos que el autor reúna a unos hombres que no se conocieron, por ello no tiene el menor inconveniente en mezclar elementos del mundo real con motivos legendarios y fabulosos.
De acuerdo con la tradición de la epopeya heroica y contrariamente a la epopeya caballeresca, el autor del Cantar de los Nibelungos no se nombra a sí mismo en ningún momento. No obstante, la ciencia literaria no ha querido renunciar a descubrir la identidad del autor y, basándose en determinados rasgos sobresalientes del poema, ha presentado diversas hipótesis, planteándose la pregunta de si se trataría de un juglar, un caballero, un clérigo o un escritor de oficio con conocimientos de teología. Hay quien considera que Los Nibelungos fueron escritos para la sociedad feudal caballeresca y pensados también con vistas a un público constituido por miembros de la alta clerecía, puesto que el autor del poema demuestra tener conocimientos de los asuntos eclesiásticos. La obra estaría dedicada a dos mecenas: al duque Leopoldo VI de Viena y al obispo Wolfger de Passau, pero la dedicatoria no habría sido directa sino velada a través de dos personajes: de Rudigero de Bechelaren y del obispo Pilgerin de Passau, que en el Cantar es el tío de los reyes burgundios. En todas estas conjeturas juega un papel importantísimo un suplemento, un poema de 4000 versos que con el título Die Klage(El planto) aparece en casi todos los manuscritos completos del Cantar. En este poema se afirma que el obispo Pilgrim encargó la redacción en lengua latina de la historia allí relatada y que el encargo fue ejecutado por el escribiente maestro Konrad. Tal noticia hizo pensar en la posible existencia de una epopeya latina sobre el tema de los nibelungos. Esta teoría parece desechada, pero en la observación de Die Klage se interpreta una base real, y de ella se desprendería con grandes visos de probabilidad que el autor del Cantar fue un maestro Konrad de Passau que estaría al servicio del obispo de esta ciudad. Ciertamente, en Passau hubo un obispo Pilgrim en el siglo x. Sin embargo, no es a él a quien los estudiosos atribuyen el encargo del Cantar, sino a Wolfger, mecenas de la literatura, obispo de Passau de 1191 a 1204 y posteriormente patriarca de Aquileya. Kralik aduce diversos motivos que confirmarían esta hipótesis: el hecho de que Wolfger interviniera activamente en la política explicaría su interés por un poema épico; su aparición en el Cantar bajo el nombre ficticio Pilgerin se basaría en dos hechos: en primer lugar, el comienzo de su actividad como obispo de Passau coincidió con el 200 aniversario de la muerte del obispo Pilgrim, por lo cual es de suponer que en aquellos momentos este estaba vivo en el recuerdo de los habitantes de la ciudad; en segundo lugar, como patriarca de Aquileya, Wolfger sucedió al patriarca Peregrinus. Por lo demás, Wolfger había realizado una peregrinación a Tierra Santa en 1197, lo cual le daba derecho al título honorífico de peregrino. Por supuesto se trata sólo de conjeturas, y lo que sí parece bastante seguro, dadas las detalladas descripciones de la zona entre Passau y Viena, es que el autor del Cantar de los Nibelungos conocía bien estos lugares y aquí, en las tierras del Danubio, es donde redactó la obra, siendo bastante probable que lo hiciera concretamente en Passau y quizás en la época del obispo Wolfger.
La época en que se descubrió el manuscrito de Los Nibelungos en la biblioteca de Hohenems no era especialmente favorable a su valoración: el espíritu de la Ilustración y el entusiasmo por la Antigüedad clásica desencadenado por la publicación de la obra de Winckelmann impedían, en general, el descubrimiento de la grandeza de la epopeya medieval. Muestra de ello es la despectiva reacción de Federico el Grande de Prusia ante la edición de 1782, por parte de Ch.H. Müller y dedicada a él, de varias obras del medioevo alemán, entre otras el Parzival de Wolfram von Eschenbach y el Cantar de los Nibelungos. Sin embargo, al cabo de unos años, con la nueva actitud ante la vida y la literatura defendida por los románticos, empieza a extenderse el entusiasmo por el Cantar: ediciones, traducciones métricas y en prosa, diccionarios para su compresión, versiones teatrales, clases universitarias y manifestaciones de las artes plásticas se suceden en pocos años. Los grandes autores del romanticismo se erigen en sus defensores: Ludwig Tieck, A.W. Schlegel, Joseph Gorres, Wilhelm Grimm, por citar sólo algunos nombres. Incluso el gran clásico, el anciano Goethe, ante semejante fervor, intenta un acercamiento a este poema épico. A lo largo del siglo XIX e incluso en el siglo XX son varios los escritores que, de una forma u otra, tratan el tema de los nibelungos: F. de la Motte-Fouqué, Friedrich Hebbel, Ludwig Uhland, Emanuel Geibel, Richard Wagner, Agnes Miegel, entre otros. Como hemos visto, el Cantar se convierte en objeto de detallados estudios y no sólo por parte de los especialistas alemanes, sino también en otros países como Inglaterra o Francia.
El Cantar de los Nibelungos se nos aparece como una curiosa mezcla de elementos heroicos, caballerescos y maravillosos. Entre los primeros cabe destacar el arraigado sentido del honor, el valor de las hazañas -bélicas en muchos casos-, el ánimo implacable, el arrojo y el desafío al inevitable desarrollo de los hechos. El cumplimiento de los sueños, las propiedades sobrenaturales de algunos objetos y elementos como la capa mágica que hace invisible o la sangre del dragón, los fenómenos irreales, como el descubrimiento del asesino gracias a la apertura de las heridas de la víctima al acercársele aquel que se las ha abierto, la aparición de las ondinas con sus predicciones, nos trasladan al mundo de la fábula. Todo ello, no obstante, aparece situado en una época que vive y da realce a los ideales caballerescos. En el Cantar se valora, por ejemplo, la actitud noble basada en la educación, el dominio de los instintos, la fidelidad, la generosidad, la belleza y el cuidado de la forma. Por ello se da tanta importancia a la riqueza, sin la cual no existiría la posibilidad de ser generoso, a la suntuosidad y a la calidad de armas e indumentaria que, además de ser pruebas de la belleza física, adquieren en muchos momentos otro valor simbólico, como veremos más adelante, y que cuando no responden a una actitud interna resultan grotescas, como ocurre con el caballero huno amanerado. De la vida caballeresca se presentan diversas manifestaciones: las normas por las que se rige la recepción de huéspedes y demás aspectos de la vida de la corte, los innumerables festejos y agasajos, entre los que destaca la importancia de los juegos y competiciones. Precisamente son las competiciones organizadas con motivo de la llegada de los burgundios a los dominios de Atila lo que demuestra claramente la estrecha relación de algunos elementos de la vida caballeresca con la reciedumbre del mundo heroico, lo que presenta los encuentros deportivos como sublimación del instinto de agresividad del ser humano, como válvula de escape de la violencia innata que, cuando tiene motivos reales para escapar, desencadena la gran tragedia. Así, en la segunda parte del Cantar aparece un huno muy ufano y petulante ante el que los burgundios reaccionan de la siguiente manera: Volker quiere entrar en liza para frenar sus pretensiones, Gunther aconseja esperar a que sean los hunos quienes ataquen, pero Hagen, convencido de que, ocurra lo que ocurra, los burgundios no se llevarán el premio, desea actuar de inmediato. Volker realiza este deseo y da muerte al huno. A partir de este momento van desarrollándose las distintas etapas de la tragedia, que acaba en un inmenso baño de sangre.
Acerca del ideal cristiano, se ha escrito mucho sobre la superficialidad con que se tratan estos temas en el Cantar. Los personajes del poema cumplen con los rituales religiosos y acuden a la iglesia; se cantan misas en acción de gracias o por el alma de los difuntos, por los que también se realizan obras piadosas como donaciones a conventos, a enfermos y pobres. El matrimonio mixto entre un pagano (Atila) y una cristiana (Crimilda) se plantea como problema, pero se resuelve sin la menor dificultad. Sin embargo, es interesante resaltar una escena en la que cabría ver todo un símbolo del pensamiento cristiano: Hagen, sabiendo por las ondinas que el único superviviente del viaje de los burgundios al reino de Atila será el capellán, lo tira al río. El capellán teme por su vida porque no sabe nadar, pero la mano de Dios lo protege y, de este modo, llega a la orilla sano y salvo. Es evidente que el tema del Cantar de los Nibelungos es de una gran crueldad, pero si se tiene en cuenta que la obra parece haber nacido al abrigo de una sede episcopal, si entre las muchas hipótesis se considera posible que fuera escrito por o para un clérigo, tal vez cabría preguntarse si esta epopeya no presenta ex negativo un mensaje ético que no se contradice en absoluto con el pensamiento cristiano.
Entre las características del Cantar de los Nibelungos pueden señalarse tres muy sobresalientes: la presentación por etapas de algunos sucesos, el anuncio de los acontecimientos futuros y los comentarios particulares del autor. Respecto a la primera característica mencionada podría aducirse como ejemplo el fragmento del tercer canto en el que se pone de manifiesto el temor de los padres de Sigfrido ante su viaje al reino de Gunther. Primero, en las estrofas iniciales del canto III se nos comunica el disgusto de su padre al enterarse de que quiere pretender la mano de Crimilda, en las siguientes se habla del disgusto de la madre, puesto que conoce perfectamente a Gunther y a los suyos; dos estrofas más tarde se añade un comentario sobre el carácter arrogante de muchos de los vasallos de Gunther y en la siguiente se destaca la personalidad altiva y osada de Hagen. Algo más adelante el lector se entera de que Sigmund conoce a Gunther y a Gernot desde hace tiempo y, por fin, se da a conocer el temor de Sigelinda de que los vasallos de Gunther den muerte a su hijo. Este es, sin duda alguna, un eficaz medio de crear y mantener la tensión narrativa, a lo que contribuye también el segundo de los rasgos señalados. El cantar acaba de comenzar cuando, ya en la segunda estrofa, se anuncia que Crimilda se convertirá en una mujer hermosa por cuya causa perderán la vida muchos héroes. A continuación se habla de los hechos extraordinarios que los burgundios realizarán en la corte de Atila y se nos comunica que los burgundios morirán a causa de la enemistad de dos mujeres. A lo largo de este primer canto el autor nos cuenta que Crimilda se casará con un valeroso héroe que, como el halcón de su sueño, morirá en manos de sus parientes y ella tomará venganza. Así pues, al final del primer canto el lector sabe, de forma esquemática, en qué consiste la trama del Cantar. Esta técnica es utilizada hasta el final, y todavía en el último canto encontramos una muestra de ella cuando se anuncia que Crimilda tomará poco después sangrienta venganza quitando la vida a los héroes elegidos, cosa que se realiza en los párrafos siguientes. Es interesante constatar que en muchas ocasiones también los anuncios de los acontecimientos futuros se realizan por etapas. Un ejemplo: al comenzar el canto XIII se anticipa la muerte de Sigfrido de la siguiente manera: en los párrafos iniciales se anuncia que el viaje a Worms acabará mal, en el siguiente que el hijo de Sigfrido y Crimilda no volverá a ver a sus padres y a continuación que a Sigmund no se le podrá causar mayor dolor que el que se le propinará en la fiesta de Worms. El efecto de esta técnica queda resaltado en general por su situación, ya que la mayor parte de estos vaticinios ocupan el último verso de la estrofa.
-Pero el autor del Cantar de los Nibelungos no solamente hace uso de su conocimiento previo de la historia completa y de la posibilidad que tal circunstancia le concede de mantener vivo el interés de su público anticipando lo que va a suceder, sino que además, de vez en cuando se presenta como comentarista y juez de la actuación de los personajes. Este autor cree que jamás se cometerá una traición tan grande como la de Hagen a Sigfrido y tal opinión asciende a indignación ante la inminente consumación de los hechos, de manera que se ve obligado a exclamar que semejante alevosía no debería cometerse jamás, y a comentar que la acción de Hagen es la peor que puede realizar un héroe. En la segunda parte, cuando, ante el deseo de Crimilda de vengarse de Hagen, sesenta hombres se ofrecen para matarle, el autor nos dice que estos hombres actuaron como traidores. Cuando Crimilda hace que acuda al banquete el hijo de Atila y suyo, el autor se pregunta cómo una mujer pudo realizar acción tan espantosa para tomar venganza. A veces, las intervenciones directas del autor no sirven tanto para emitir un juicio como para dar a entender lo que no desea revelar abiertamente. Así, por ejemplo, nos hace saber que no le han explicado si en la celebración de la victoria de los burgundios sobre los sajones Sigfrido y Crimilda se estrecharon la mano, aunque él cree que así fue. De esta manera explica lo que el público desea saber sin necesidad de enturbiar la imagen ideal del primer encuentro entre los dos personajes.
Al autor del Cantar de los Nibelungos se le escaparon unas pocas contradicciones que, no obstante, aunque alguna esté directamente relacionada con momentos álgidos de la trama, como el hecho de que Crimilda señalara el punto vulnerable de Sigfrido en su atuendo de guerra y no en el de caza, que es el que llevaba cuando le mató Hagen, no constituyen una perturbación seria del hilo narrativo. El desarrollo de la acción y la caracterización de los personajes son de tal categoría que borran cualquier fallo de este tipo.
Crimilda se presenta, en principio, como la personificación del ideal femenino que, debido a determinadas circunstancias, se transforma en su antítesis. Al empezar la obra, el autor la describe como ser paradisíaco del que es inimaginable que pueda tener ningún enemigo. El gran atractivo de Crimilda es consecuencia de su alto grado de perfección, pues en ella concurren la máxima belleza física y espiritual. De ella se destaca su nobleza de sentimientos, su gran generosidad, su educación y modestia, su afán de armonía y de paz, su recato y su religiosidad y, por supuesto, su fidelidad hasta la muerte para con su primer esposo. Sin embargo, ya en sus grandes cualidades, el autor deja entrever ciertos rasgos de su personalidad algo dudosos. Por ejemplo, su idea de la virginidad. Crimilda defiende la virginidad no por considerarla una virtud particular, sino por comodidad: al comienzo del Cantar la princesa asegura no desear casarse nunca pues piensa que así evitará sufrimientos. Otro ejemplo sería su fidelidad. De ella se afirma que es la esposa más fiel que jamás haya podido imaginarse y, efectivamente, la tragedia final se desencadena a causa de este sentimiento. No obstante, dadas las características de Hagen y teniendo en cuenta que después de revelar el secreto de su marido parece tener mala conciencia puesto que no se atreve a confesárselo a Sigfrido, podemos preguntarnos si meditó en serio las ventajas y los inconvenientes de poner en antecedentes al futuro traidor. La misma ligereza en su sentido de la fidelidad cabe atribuirle en su disputa con Brunilda, pues la culpable de tal discusión no es otra que ella, ya que provoca a su cuñada con comprensible pero indebida petulancia. Tampoco su actitud después de la muerte de Sigfrido es transparente. Crimilda ha de elegir entre dos familias, la de sus padres y la de su marido y, sintiendo añoranza de la patria, prefiere quedarse con su madre y reconciliarse con su hermano a reunirse con su hijo. En la maternidad es, sin duda, donde Crimilda muestra su cara más oscura: el abandono del primer hijo en manos del abuelo de este y la provocación del asesinato del segundo hijo la retratan como auténtica anti-madre.
A Brunilda el autor le concede también ciertas cualidades femeninas como la belleza, una gran sensibilidad y la capacidad de afecto familiar y de amistad. Sin embargo, sus principales características son la lejanía, la extravagancia y la fuerza mágica, y está claro que ella no será un personaje representativo del mundo de la corte sino precisamente su antítesis.