Leche condensada - Nury Rojas Villarreal - E-Book

Leche condensada E-Book

Nury Rojas Villarreal

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Beschreibung

El año 2020 llegó con cambios en el mundo y en mi vida, el tiempo se puso en pausa justo cuando yo había dejado a mis nietos en Santiago y mi corazón nuevamente se había dividido, justo cuando estaba enfrentada a esos cambios personales que tan cansada me tienen, justo cuando era tiempo de tomar decisiones y de entender tantas cosas… de la nada aparece un virus y nos obliga a quedarnos en casa, a alejarnos de todo y de todos, pensé que era mucho, que no podría, pero un bendito día me senté frente a la computadora y comencé a escribir. Así nació Leche condensada, mi libro, mis memorias, mi quinto hijo –como lo he llamado– porque ha sido difícil sacarlo a la luz, ha costado lágrimas, borradores eternos, sentarme a escribir y borrar, apagar y prender la computadora, cuestionarme, ordenar las presencias y ausencias… un parto con dolor. Mi tarro de Leche condensada, que en realidad es un tarro de manjar delicioso, viene a rememorar mi infancia, mis vivencias, la simpleza de la vida, la felicidad de una niña herida que en un abrir y cerrar de ojos tuvo que crecer. Siento que he tenido una vida intensa y simplemente quise plasmarla en estas letras que salieron del alma, es solo mi vida.

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Leche condensada

Nury Rojas Villarreal

El año 2020 llegó con cambios en el mundo y en mi vida, el tiempo se puso en pausa justo cuando yo había dejado a mis nietos en Santiago y mi corazón nuevamente se había dividido, justo cuando estaba enfrentada a esos cambios personales que tan cansada me tienen, justo cuando era tiempo de tomar decisiones y de entender tantas cosas... de la nada aparece un virus y nos obliga a quedarnos en casa, alejarnos de todo y de todos, pensé que era mucho, que no podría, pero un bendito día me senté frente a la computadora y comencé a escribir.

Así nació "Leche Condensada", mi libro, mis memorias, mi quinto hijo -como le he llamado- porque ha sido difícil sacarlo a la luz, ha costado lágrimas, borradores eternos, sentarme a escribir y borrar, apagar prender la computadora, cuestionarme, ordenar las presencias y ausencias... un parto con dolor. Mi tarro de leche condensada, que en realidad es un tarro de manjar delicioso, viene a rememorar mi infancia, mis vivencias, la simpleza de la vida, la felicidad de una niña herida que en un abrir y cerrar de ojos tuvo que crecer.

Siento que tenido una vida intensa y simplemente quise plasmarla en estas letras que salieron del alma, es sólo mi vida.

Rojas Villarreal, Nury

Leche condensada / Nury Rojas Villarreal. - 1a ed. - Villa Sáenz Peña : Imaginante, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8919-00-3

1. Autobiografías. I. Título.

CDD 808.8035

Edición: Oscar Fortuna.

Correcciones: Silvina Espósito.

Diseño de cubierta: Raquel Chanampa.

© 2021 Nury Rojas Villarreal.

© De esta edición:

2021 - Editorial Imaginante.

www.editorialimaginante.com.ar

www.facebook.com/editorialimaginante

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra bajo cualquier método, incluidos reprografía, la fotocopia y el tratamiento digital, sin la previa y expresa autorización por escrito del titular del copyright.

ISBN 978-987-8919-00-3

Conversión a formato digital: Libresque

Agradecimientos

 

A mis hijos que me instaron en esta locura linda, a mi amiga Bethzabet que me enseñó a soñar y a Pedro, que con tiempo y paciencia, me ayudó a corregir.

Prólogo

Mi nombre es Nury, me parece que fue un nombre escogido por mi padre, ya que mi abuelita materna quería que me llamase Millaray. Nací el 4 de agosto del año 1958, en una clínica de Viña del Mar. Mi madre hizo un curso para tener un parto sin dolor y contaba siempre con orgullo que lo había logrado, que me recibió semisentada con la ayuda del médico y que ella misma había cortado el cordón umbilical.

Esa parte del curso la reprobó, porque permanecimos unidas casi toda la vida. Este escrito va dedicado a ella, a la mujer que me dio la vida, mi amiga, mi compañera, la mujer más trabajadora, inteligente y bella que he conocido, mi viejita querida, mi madre: Raquel Villarreal Castillo, Q.E.P.D.

Año 2020: comenzó la cuarentena

Llevamos quince días encerrados con Juan Pablo, no sé hasta cuándo durará esto. Estamos enfrentados a una pandemia, todos en sus casas, no se puede salir a la calle, estoy asustada; lejos de mis otros hijos y nietos, rogando para que nadie se enferme y que esto pase pronto.

Me entretiene leer, escribir y disfrutar a mi hijo menor que está conmigo, es un tiempo de introspección, de soledad, de detenerse y ordenar, lo exterior y lo interior, a mis 61 años… Hoy me pienso, me veo, me arrepiento, me río y trato de vivir en paz. Recuerdo y escribo:

El matrimonio de mis padres duró poco, él un hombre veinte años mayor que ella, mujeriego, alto, buen mozo; ella una pequeña soñadora de quince años, de bellos ojos celestes, que solo quería salir de su casa, olvidar la infancia escondida en algún cerro de Valparaíso. Raptada por mi abuelo para hostigar a mi abuela, luego interna desde muy pequeña en un colegio de monjas y una preadolescencia con su madre y sus tres hermanos, escapándose para una tarde de playa con amigos o un baile a escondidas, lo que, generalmente, le costaba una paliza al volver a casa. Contaba que se sintió atraída por ese moreno buen mozo, pero su madre ya había escogido un pretendiente para ella.

El día en que el pretendiente fue citado para que mi madre lo conociera, ella se encerró en la pieza, firme a los barrotes de su cama y ni Cristo pudo sacarla de allí. El novio tuvo que irse y ella no pudo levantarse en días, después de recibir la mayor golpiza de su vida. Tal vez, era el novio ideal, porque claramente el que ella escogió por amor, no fue el hombre de su vida.

Mi padre la sedujo y, en poco tiempo, como todo un caballero, fue a pedir su mano. Con el noviazgo en marcha, los permisos cedieron y en un descuido, mi padre la invitó a su casa para presentarla a su familia. Para sorpresa de ella, la casa estaba vacía, una mesa con un par de copas, unas flores marchitas en un florero «entierrado» y la cama prolijamente ordenada. Esta situación que fue creada a exprofeso por él, no era más que un macabro plan para aprovecharse de ella y violarla sin piedad, dejándola en la más grande desolación. El miedo la invadió y no pudo más que quedarse callada y aceptar todo lo que vino, la boda era inminente.

Mi abuela materna, pobre, pero pomposa, organizó el más lindo de los casamientos, partiendo por el ramo de novia de mi madre, que fueron unos copihues blancos, encargados a sus amigas mapuches Millaray y LLanquiray, especialmente, para ella.

En esa foto se ve tan feliz ella, tan niña, aceptando la vida, así como venía, tan pequeña, asustada y frágil, pero con esa coraza que la caracterizó y la acompañó la vida entera.

Su primer hijo lo parió con dolor, con el mismo dolor con el que había sido despojada de lo más preciado que tenía. Contaba que sufrió días en un hospital, sola, escuchando los retos de las enfermeras que le decían: «Todas gritan, pero cuando los hacen son bien felices», una ironía que no tuvo fuerzas para responder. Finalmente, nació su primogénito, decía que era el bebé más hermoso que había visto en su vida, convirtiéndose en flamante madre, a los dieciséis años.

Mi padre fue un buen proveedor, nada faltaba en el hogar. Solo él que desaparecía con una y otra mujer, mientras ella perdía la paciencia con su pequeño retoño, y sufría por el hombre que, finalmente, había comenzado a amar. Contaba que sus días pasaban en un encierro espantoso y triste, y que, cuando mi padre, rara vez llegaba temprano, ella lo atendía y le hacía cariño para ganar su atención, pero él se encargaba de hacerla a un lado y dejarle bien en claro que «venía satisfecho», además de recordarle que era joven y bella, y podía tener todos los hombres que quisiera.

Seguro en algún momento logró acaparar su atención y yo fui concebida. Entonces, ella tenía dieciocho, más grande y madura, se preocupó de ser atendida por un buen médico. El mismo que años más tarde atendió mis dos primeros partos.

Decidida hizo el curso para no pasar por la experiencia de parir con dolor, además de exigir a mi padre las mínimas garantías de confort y seguridad en una clínica. Así llegué a este mundo, con el cordón umbilical enrollado al cuello, «gorda y fea» (según me contaron), pero con una madre ahí pendiente y enamorada de su hija. La vida no le cambió mucho, ahora los quehaceres aumentaban, con dos hijos y mi abuelita paterna, que por esos días también estaba instalada en casa.

Para mi madre, todo era igual, el hombre que tenía por esposo, solo satisfacía lo económico, nada faltaba en casa, pero él seguía sin estar. Contaba mi madre que, para él, su mayor preocupación era yo, toda su atención era para la niña de sus ojos, y que, en vano ella me enseñaba normas de conducta, pues él rápidamente se encargaba de transgredirlas. Así crecí, viendo por los ojos de mi padre, respirando su aire y amándolo sin límite.

Por esos días, mi madre me escribió un bello poema, hago mención de esto porque en él, vuelca la pena de tener una hija que ama a su padre, pero a la vez, casi mágicamente ve mi futuro junto a ella:

«A mi amada hija Nury:

No llores querida mía, aquí está tu madre para que rías. Qué linda niña que he tenido, que amante niña es de su padre.

Mas no me enojo, pues yo en la vida, seré tu esclava, seré tu amiga. Si en el camino lleno de espinas, que los divinos llaman vida, algo te apena o algo te gusta, no olvides niña que tienes madre, no olvides niña que alguien te ama y que ese alguien se llama madre».

(2 de febrero de 1960)

 

He conservado este escrito, como mi mayor tesoro, enmarcado ahí siempre en mi velador. El paso de los años lo ha ido borrando, pero permanece intacto en mi memoria.

Dos años más tarde, mi madre en un último, equivocado y desesperado esfuerzo por salvar el matrimonio, se abrió a la posibilidad de tener un tercer hijo y así, en tiempos de desamor, es concebida mi hermana menor.

Ahora la situación era más terrible, porque este hombre, sin escrúpulos, llegaba a casa con una infección venérea que ponía en riesgo la vida de la madre y su hija. Ella lo detestó por eso.

Nueve meses después, nació sana y salva la pequeña de los risos de oro, pero el matrimonio ya había sucumbido.

Nadie entendió los motivos que tuvo mi madre para dejar todo atrás. Un hogar cómodo, estable, sin necesidades económicas y tener el valor de seguir sola adelante. En tiempos en que ser divorciada era casi un pecado y una marca en la frente para enfrentar con vergüenza la vida, pero ella fiel a su carácter y a sus valores, lo hizo y de pasada tuvo que enfrentarse con sus padres y hermanos quienes la criticaron y la dejaron sola.

Su divorcio la dejó en la calle, mi padre en tiempos de machismo y ayudado por sus empleadores, se las ingenió para dejarla sin dinero. Estuvimos un tiempo viviendo en la casa familiar, mi padre nos visitaba los fines de semana y mi madre contaba que, después de esas visitas, yo me colgaba del cuello de mi padre y lloraba sin consuelo cuando él se marchaba. Ella ahogaba mi llanto, se enojaba conmigo, me castigaba y comencé a quedar muda, no hablaba, eso me trajo problemas en la vida. Una tartamudez que recién de adulta he podido superar en parte.

Sola y sin dinero, tuvo que aceptar que mi padre nos llevara a los tres a vivir con él y conformarse con ir a vernos a la escuela, casi a escondidas, coludida con la mejor profesora básica que tuve, la Sra. Rosa Campaña.

Recuerdo ese primer cumpleaños lejos de ella, la profesora me autorizó a salir de la clase y me envió a la oficina de la directora, cuando iba en camino encontré a mi madre en el patio de la escuela, me esperaba con regalos y el más rico de los abrazos, me llevaba una sillita para mi muñeca, un tarro de leche condensada hecho manjar y los dulces más deliciosos que comí en mi vida, qué emoción más grande verla allí, nunca en mi vida olvidaré eso.

La escuela básica a la que asistía me permitió cultivar desde pequeña, amistades que he mantenido hasta el día de hoy. Juanita y Ximena fueron mis amigas inseparables y de ellas, siendo tan pequeñas, recibí apoyo y ayuda con mi tartamudez y mis penas de niña, juntas viviríamos muchas historias.

Mi madre contaba que el día más triste de su vida fue cuando nos arrancaron de su lado, tres hijos de ocho, seis y cuatro años. Ahora que soy madre, puedo dimensionar la injusticia, su pena infinita y su corazón dañado. Contaba que escondió los pocos juguetes que quedaron y que, de vez en cuando, se topaba con uno que no entró en la caja y que casi de castigo lo dejó a la vista, para torturarse y no olvidar la mala persona con la que se había casado.

Mi padre enamorado de su última conquista, se casó con ella en cuanto pudo hacerlo, y allí en un departamento con madrastra y abuelita paterna se formaba un espacio para nosotros, lejos de la mamá, en una nueva vida que nos marcaría para siempre. Teresa era muy joven y bella, sufrió lo indecible con nosotros y su suegra, le hicimos la vida imposible, pero la pobre enamorada, aguantó con estoicismo y años después, tuvo su desquite cuando trajo al mundo a su primera hija.

Lo mejor de esta nueva familia, fue conocer a la madre de mi madrastra. La Nana, una mujer encantadora que nos cuidó como sus nietos, amó a mi hermana menor, tan chiquita hermosa y desvalida. Nos llevaba a su casa seguramente para alivianar el trabajo de su hija, y allí nos mimaba como si fuésemos sus nietos, siempre tenía un dulce en los bolsillos, un cariño y un gesto de ternura, fue una mujer excepcional, lo mejor de aquella época. Nunca la perdí de vista, la hice partícipe de mi vida de adulta, y tuve la dicha y la pena a la vez, de despedirme de ella cuando años después, en su lecho de muerte, el cáncer la consumió. Le pude decir cuánto la quería y le di las gracias por todo. Fue un ángel en la tierra.

La llegada de Marcelita lo cambió todo, me enamoré de esa niña hermosa y se fue creando entre ella y yo un lazo mágico que ha perdurado con los años. La vida nos cambió por completo, mi padre se volvió loco con su hija y pronto pasamos a estorbar en el hogar, así es que decidió enviarnos de vuelta con mi madre y asignar para ella una cantidad de dinero.

Así entonces, volvíamos con maletas a la casa materna, ahora podíamos abrazarla sin temor a que nos vieran y comenzábamos otra etapa con ella.

Para entonces, mi madre había conocido al que sería su compañero por muchos años, con él había alquilado una casa en un cerro de Valparaíso y allí terminamos viviendo los cinco, más nuestra primera mascota, un perrito al que llamamos King.

La casa era antigua y estaba situada de tal forma que, para acceder a ella, había que subir doscientos cincuenta y dos escalones, los contamos mil veces, pasamos allí nuestra niñez y parte de la adolescencia, en una casa que tenía una vista privilegiada a la bahía. Mi madre siempre limpia y ordenada, se encargó de tener nuestra pobreza tapada con el brillo de un piso encerado y una cocina con ollas relucientes. Mi padre le daba el mínimo de dinero y con eso, más el trabajo de su compañero y sus costuras eternas, se «paraba la olla» y teníamos lo básico. Así fuimos creciendo, con una madre muy absorta en su trabajo de costura y lavado de ropa, y un padrastro alcohólico al que, extrañamente, aprendimos a querer, tal vez por su simpatía y humildad, o simplemente porque mi madre lo amaba.

Día 17 de cuarentena

Las noticias no son alentadoras, en Chile ya tenemos más de dos mil casos positivos de la COVID-19 un virus de la familia del coronavirus, que se originó en China y que tiene al mundo rendido a sus pies. Asusta la cantidad de muertos en Europa.

Juan Pablo pasa el día en su computadora estudiando en línea, la Escuela Naval no le da tregua, empieza sus clases a las ocho de la mañana y no para. La escuela le ha dado las herramientas para ser muy disciplinado y me gusta verlo así, tan maduro, entendiendo que aquí en casa debe estar, aprovechar los tiempos para estudiar, leer e informarse. Se ha convertido en un gran hombrecito, en un tremendo compañero de cuarentena y de vida.

Hoy hicimos videoconferencia con mis amigas Betsy y Cecilia, nos reímos de tonteras y escondemos nuestro temor en historias fantásticas, haciendo planes de lo que haremos cuando podamos salir a la calle y juntarnos, eso si es que salimos con vida de esto. Betsy ha sido mi amiga por muchos años, se ha convertido en un gran apoyo y gracias a ella he podido superar y aprender en este tiempo difícil de mi vida. En tanto Cecilia, pertenece al grupo selecto de Cecilias que he conocido en mi vida, con ella y su hermosa familia fui creando un lindo lazo de amistad que ha perdurado en el tiempo.

No puedo ver noticias, más bien cambio de canal, afortunadamente, me gusta escribir y también leer, se me pasa el día entre la cocina, alguna película en la tarde, un libro y mi computadora. Con todo, cuesta abstraerse, sobre todo de las redes sociales en donde llega tanta información.

Hoy se me ocurrió ver unos videos de lo que sucede ahora mismo en Ecuador, cadáveres en las calles, gente muriendo porque el presidente de ese país no tomó medidas a tiempo, es horrible, el solo hecho de pensar en que podría estar allí con mis hijos, me aprieta el corazón, esa es otra historia de mi vida:

Los doscientos cincuenta y dos escalones eran una tortura, muchas veces volvíamos a casa de las compras y mamá nos decía con cara de culpable que se le había olvidado anotar algo más, ahí el más valiente volvía a bajar o el que quería más postre o el que definitivamente tenía algo entretenido que hacer en el camino.

Tiempo después, adiestramos al King, le poníamos una bolsita con una nota y el perrito bajaba solo al negocio, en donde obviamente lo conocían, volvía orgulloso y cansado con alguna de esas cosas pequeñas que no eran de gran peso para él. Defendía la bolsa con sus diminutos colmillos como el más preciado tesoro y se ganó con esto un puesto importante en la familia. Mi padrastro le construyó una pequeña cama y durmió siempre en nuestra pieza, con colchón, sábanas, frazada y almohada.

El King también nos acompañaba a buscar a mi padrastro a los bares de Valparaíso. En realidad, era extraña esta situación, pero se daba normalmente para nosotros, porque cada vez que este hombre llegaba ebrio a casa, mi madre lo retaba mucho y lo trataba mal, nosotros no entendíamos el trasfondo del asunto, solo nos daba pena el pobre cristiano. Entonces, para evitar que siguiera tomando y gastándose el dinero, salíamos a buscarlo.

El plan era simple, en los bares soltábamos al perrito, si este salía, significaba que mi padrastro no estaba allí. No era muy grande el radio de bares en donde él se movía, de tal forma que la búsqueda era rápida.

El perrito se quedaba adentro cuando lo encontraba y ahí, entonces, entrábamos nosotros, generalmente mi hermano y yo.

Mi padrastro se ponía muy contento cuando nos veía y afortunadamente, a pesar de su estado de embriaguez, entendía que «no era lugar para los niños», rápidamente se despedía de sus correligionarios, tomaba al perro y salíamos. El regreso a casa era digno de novela, nos llevaba siempre marchando, él adelante, el perro detrás, yo y mi hermano a lo último de la fila, cuidándome. Siempre era la misma canción: «Sin vacilar marchar, soldado de Jesús» y luego la ansiada parada en la pastelería del barrio en donde terminaba de gastarse la plata, yo tendría unos diez años.

La escasez de dinero hacía nuestra vida difícil, pero mi madre se las ingeniaba para que nada nos faltase. Mi padrastro no ayudaba mucho a aliviar esa carga y mi pobre madre trabajaba sin parar, enamorada de este hombre que poco hacía por ella.

Varias Navidades estuvimos con la angustia de no tener una cena o un árbol de Navidad, pero él, la mayoría de las veces ebrio, se las ingeniaba para llegar con lo que se necesitaba. Cayó de la escalera muchas veces con una torta en la mano o un arbolito que terminaba «destartalado». Al final siempre nos salvamos y tuvimos una Navidad.

Mi madre se encargaba de los regalos, eran maravillosos, cómo olvidar las muñecas de trapo que ella misma confeccionaba o la cajita de zapatos forrada con papel de regalo, llena de ropita para las muñecas, todo confeccionado por ella. ¡Cuántas noches se habrá quedado tejiendo y cosiendo para que tuviésemos nuestros regalos!, nunca lo olvidé, y alguna vez de adulta he pensado que allí con solo eso y con el tarro de leche condensada hecho manjar para mi cumpleaños, era tan feliz y no lo sabía.

En la época de mi niñez, fue importante también mi abuela materna, en su casa, situada en un cerro de Viña del Mar, que en aquel entonces era campo, pasábamos domingos hermosos y algunas Navidades con un árbol de Navidad gigante lleno de regalos para los once nietos que conformamos la familia. Tuvimos hermosos días en familia, con primos y primas con quienes nos mantenemos unidos hasta el día de hoy. Cuando mi abuelita murió, esa casa fue prácticamente desvalijada por la familia. Para entonces yo estaba viviendo mi vida, ya tenía veinticinco años, solo me tocó acompañar a mi madre a recoger del suelo las cosas más preciadas de mi abuela, aquellas sin importancia y de uso personal como sus ondulines del pelo y los palillos con los que tejía. Una lección de vida que engrandecería a mi madre ante mis ojos.

El retorno a la casa materna, si bien me hacía muy feliz, también me producía una tremenda angustia por no poder ver a mi padre y, especialmente, a Marcela, mi hermanita pequeña. En algún momento se nos dio la posibilidad de escoger con quién queríamos vivir y yo, sin dudarlo, escogí a mi padre. Eso fue una puñalada por la espalda a mi madre, pues con uno de sus hijos que se fuera, le bajaban a ella la mensualidad asignada por el Juzgado de Menores. Tenía unos doce años cuando se me dio la posibilidad de tomar tamaña decisión. Fui prácticamente expulsada de la casa materna, degradada y humillada frente a mis hermanos y mi padrastro. Solo recuerdo los ojos azules de mi madre llenos de lágrimas de rabia y dolor, fue horrible. Al descender los doscientos cincuenta y dos escalones estaba mi padre esperándome en su auto.

La vida que me esperaba con él era distinta, mi abuelita paterna ya había fallecido, así es que ocupé su pieza y quedé instalada cómodamente con mi ropa nueva, mi hermanita, mi padre y su cariño y Teresa, con quien me entendía bastante bien.

La pequeñita alegraba mis días. La vi crecer, conmigo dio sus primeros pasos, no nos separamos ni un momento, fueron buenos tiempos. Eso sin contar que nuevamente tenía el amor de mi padre para abrazarlo y compartir mi vida con él cuantas veces quisiera. Para entonces Teresa esperaba a su segunda hija.

Vino la época de la Unidad Popular, Allende presidente, mi paso de niña a mujer, mis primeras incursiones en los besos y los cosquilleos en el estómago al ver al joven que me gustaba. Fue un tiempo en el que extrañé mucho a mi madre, me hizo falta, pero nada se podía hacer.

Teníamos un grupo de amigos en el barrio, nos dejaban salir en las tardes un rato y era el tiempo mejor aprovechado, todo sucedía en ese par de horas. Luego vinieron las filas para comprar todo lo necesario, la escasez de alimentos obligaba a ponerse en cuanta fila uno encontraba en el camino, era la época del boicot internacional contra nuestro país. Había que levantarse muy temprano, para hacer la fila antes del alba y comprar el pan. Me encargué durante mucho tiempo de eso, porque mi madrastra estaba embarazada y, además, era entretenido encontrarme con mis amigos en esas filas de horas.

Unos días antes del golpe de Estado, mi madrastra decidió dejarme descansar y hacer ella la compra del pan al alba. Ese simple hecho cambiaría mi vida para siempre.

Sentí la puerta de calle cuando ella salió, todavía estaba muy oscuro, me acomodé entre mis tibias sábanas para seguir durmiendo. Poco rato después mi padre entró a mi pieza, lo sentí y me puse feliz cuando se acostó a mi lado. Confiada y segura me acurruqué junto a él. Sus manos comenzaron a tocarme y en algún momento que no logro recordar con lucidez, me encontré luchando con un monstruo, con mi llanto y mis gritos ahogados en esa mano que tapaba mi boca, luego dolor y más dolor, físico y del alma…, había sido violada por mi propio padre. Tenía catorce años.

Con su hecho consumado, se escabulló en lo que quedaba de la noche, como el peor de los ladrones, quedé desolada, igual como años antes, seguramente, había quedado mi madre.

Ese día no me levanté, permanecí «enferma» todo el día, no podía, no tenía fuerzas. ¿Qué hacer?, ¿adónde ir?, ¿con quién hablar?, finalmente me lo había ganado, mi madre me castigaría por desleal y traidora. Nadie me creería semejante barbaridad, y además ya estaba grande para darle tantos besos a mi padre, yo había propiciado ese mal desenlace, todo mal, no pensaba bien, no coordinaba, era demasiado espantoso.

Marcelita entraba, por algunos minutos, a mi pieza, me miraba y me secaba las lágrimas que escondida y callada salían de mis ojos: «¿Cómo protegerla?». Teresa me llevaba sopitas calientes para aliviar mi «dolor de estómago» y mi padre un par de veces asomó la cabeza para saber cómo me sentía. Era una pesadilla, la más cruel y horrible pesadilla de la que nunca desperté.

Dos días después de ese «asunto de familia» como lo llamó un psiquiatra que años después tuve que visitar, vino el Golpe Militar en Chile y, entonces, tuve que quedarme conviviendo con mi verdugo por mucho tiempo. Nada se podía hacer, él no volvió a tocarme, yo no lo miraba, ni me acercaba, pero nos topamos muchas veces en la cocina, la parte más segura del departamento, escondidos de las balaceras que se armaban en la calle y también cuando le quitaba a mi hermanita de los brazos y lo miraba con ojos de odio: «No la toques», nunca le hizo nada, ni a ella ni al resto de mis hermanos. Al menos eso es lo que sé.

Un mes después del Golpe Militar, y de aquel «asunto de familia», Teresa comenzó con el trabajo de parto. La llevaron al hospital y afortunadamente la Nana se vino a casa a cuidar a mi hermanita, así es que nunca estuve sola.

Así llegó al mundo Carolina, la más pequeña de la familia, una hermosa niña de grandes ojos, que definitivamente me robó el corazón.

Mis días con ellos estaban contados, estaba decidida a volver con mi madre, pedirle perdón de rodillas si era necesario, solo quería escapar, pero tuve que quedarme un buen par de meses.

La bebé lloraba de noche, yo en mi pieza la sentía y me levantaba a verla, la sacaba de su cuna y la acurrucaba conmigo. Ella se acostumbró a mis brazos, a mi olor, al olor de mi bata de levantar, se quedaba calladita y se dormía. Ese hecho de amor tan simple, me amarró muchos meses en la casa paterna, pero hubo un día en que ya no aguanté más, y con dolor tuve que dejar a mis pequeñas.

Salí temprano rumbo al liceo en donde ya cursaba segundo año de enseñanza media. La noche anterior había preparado a escondidas un pequeño bolso con lo básico. No fui a clases, daba lo mismo, el año ya estaba perdido. Deambulé gran parte de la mañana por las calles, sabía lo que tenía que hacer, solo comenzar a subir los doscientos cincuenta y dos escalones y abrazar a mi madre, pedirle perdón y quedarme ahí acurrucada, ¡qué situación más difícil!

Siguen pasando los días de encierro

Han pasado ya veinticinco días de encierro, los infectados y muertos aumentan y nosotros aquí cumpliendo la cuarentena. Dicen que aquí en Chile, todavía esto no empieza, me asusta, aunque he estado tranquila sin salir de casa y entendiendo que este es un tiempo de estar, mi tiempo de escribir, de meditar en las mañanas, de aprender.

Hoy llamé a Rodrigo, y nos vimos por videollamada, lo extraño mucho, es mi hijo mayor, ha tenido una vida dura como la mía, para él nada ha sido fácil, se ha equivocado muchas veces y ahora poco acepta mis consejos, me dice que es un «hombre grande que sabe lo que hace» como si no supiera yo, que uno nunca termina de aprender. Se acompaña con Scarlet en esta cuarentena obligada, una muchacha muy joven por la que dejó todo. Nadie entendió la locura de dejarlo todo e irse con ella a un departamento en donde solo caben los dos y su amor, pero así no más fue.

Me quedé enfrentada a mis nueras, Carla y Pamela, que son primas entre sí y a toda la familia, con mi mejor cara y así sin más, pasé a ser la suegra del año, tuve que aprender a escuchar las quejas y lo terrible que había resultado esto para la familia y, especialmente, para Carla, su mujer. Ser empática no me costó nada, entendí su dolor y la contuve todas las veces que me llamó por teléfono llorando, pero el matrimonio es un asunto de dos. Rodrigo es mi hijo y lo amo por sobre todas las cosas, yo no voy a juzgarlo, no estoy para eso, solo quiero que sea feliz, que Carla encuentre paz en su corazón y también sea feliz en la vida. Estando ellos bien, podrán darle estabilidad y amor del bueno a Alonsito mi nieto, que es la única víctima de todo esto. Con gran pena en mi corazón he tenido que abrir mi mente para entender a mi hijo y ser justa con Carla:

La escalera que nos llevaba a casa tenía un descanso obligatorio, allí vivían mis amigos, Severina y Luis, en una casa tan pobre y limpia como la de mi madre. En ellos había encontrado alguna vez refugio a penas y muchos días de risa y sana convivencia. Se convertía ahora en el lugar preciso para pasar, antes de continuar mi camino. Podría dedicar páginas para ellos, pero esta vez solo diré que han sido hasta hoy mis amigos queridos, soy la madrina de su hijo. Severina me prestó su hombro mil veces y ella junto a su familia han sido siempre muy importantes en mi vida.

Mi cara de cansada y su cara de asombro al verme, no daban paso a palabras, nos fundimos en el más cálido de los abrazos y me di cuenta de que hasta ese minuto nadie, después del «asunto de familia», me había abrazado. Por primera vez, me sentí contenida y lloré a mares…, Seve gritaba: «Volvió la Nury, traigan agüita» y yo la apretaba y lloraba sin parar. Para ella, solo volvía para estar con mi madre, nunca supo la historia completa, fue mi secreto por muchos años, tampoco lo importante de ese abrazo y la marca que eso dejaría en mi vida.

La puerta de calle tenía una mano de hierro que se golpeaba contra la madera y producía el toc-toc que avisaba que alguien venía, también tenía un cordel atado al picaporte, que se tiraba y la puerta podía abrirse. No había ladrones que subieran doscientos cincuenta y dos escalones a una casa pobre. Preferí tocar la puerta, ya había escuchado la música y al King ladrando, sabía que mi madre a esa hora estaba sola, mis hermanos en clases y mi padrastro trabajando o en algún bar.

La cara de asombro de mi madre no fue distinta a la de Seve, pero no hubo abrazo, solo preguntas y más preguntas, volví a llorar, le pedí perdón y ella entendiendo que me había equivocado, aceptó que volviera a casa, con la condición de que tenía que trabajar en el día y estudiar en un establecimiento nocturno, porque las cosas en casa estaban peores. Así comenzaba otra etapa de mi vida.

Entiendo que mi madre llamó por teléfono a mi padre a su trabajo, y así entonces acordaron que él llevaría mis cosas al día siguiente. No se hicieron preguntas, no se cuestionó nada. Mi madre que nunca supo los verdaderos motivos de mi regreso, al parecer culpó a mi madrastra, no tenía ni una importancia, lo importante es que yo estaba de vuelta, lejos de mi padre.

Creo que, por esa época, también empezaron los conflictos con Mónica, mi hermana menor, llegué a invadir el poco espacio que ella tenía, y, además, seguramente no fui una hermana entretenida, más bien callada, introvertida y lejana. Nunca hablamos de nuestras cosas, ella también tenía su historia que contar, pero ni la una ni la otra se interesó en aquello. Seguimos viviendo, así como la vida se nos fue presentando. Se abría paso a una relación de hermanas confrontadas casi la vida entera, distintas, como dos extrañas.

En cambio, Ricardo mi hermano fue más acogedor, tampoco preguntó mucho, pero me recibió con alegría. A él le habían asignado un dormitorio, en lo que era el lavadero techado de la casa, ese lugar tenía una puerta chica que daba a la escalera.

Por allí se escabullía, salía a escondidas a conocer la vida nocturna de Valparaíso, situación que nos convirtió en cómplices de inmediato, porque por fin, tendría a alguien que le abriera la puerta en la madrugada. Ese hecho comenzó a crear entre nosotros un tremendo lazo de secretos y complicidad, que duraría la vida entera. Por aquel entonces, cuando llegaba de madrugada nos quedábamos conversando hasta muy tarde y me entretenía con sus historias de cabaret; de mujeres que bailaban con trajes brillantes y grandes plumas en la cabeza. Así conoció él a la que sería su primer amor y así también, a la que fue más tarde su esposa y madre de sus hijos. Mi hermano para mí, ha sido tremendamente importante y nos queremos mucho.

La vida se había presentado así para nosotros, cada uno cargaba en la mochila sus propias vivencias, todos teníamos algo que nos motivaba a reír o llorar, como todas las familias, solo que en esta, cada uno lo hacía en soledad. No fuimos capaces de unirnos, ni tampoco mi madre nos enseñó, ella estaba demasiado absorta en sus problemas, en las costuras y lavados de ropa, no veía más allá de eso. La infancia que ella había tratado de hacer bella, había sido corta, ya no podía luchar con una realidad que era inminente.

Mi padre ya era historia, la vida es así, bloqueé mi mente y saqué de mi corazón ese tremendo amor que alguna vez había sentido por él, mi dolor se había desvanecido en ese abrazo con mi amiga Seve, tan sentido, importante y único.

Carolina, llevaba muchos días llorando de noche, ni su madre ni nadie podía consolarla, entonces, mi madrastra se animó a ir a buscarme. No recuerdo muy bien en qué circunstancias se produjo ese encuentro, pero ahí estaba ella a los pies de la escalera con Marcelita en brazos. La pequeña se agarró de mi cuello y no me soltaba, y Teresa solo me pedía que volviera porque la bebé me extrañaba.

Le expliqué que mi decisión no tenía vuelta atrás, que tenía que trabajar para ayudar a mi madre. No sé si ella se daría cuenta de lo que pasaba, nunca lo hablamos, ni tampoco cuestionó con rabia mi determinación de no volver, solo me pidió mi bata para que la pequeña Carolina pudiese sentir mi olor… Así fue, le di mi bata y mi pequeñita pudo dormir.

Nunca perdí contacto con ellas. Después del episodio de la bata, mi madre aceptó a su rival y a las niñas y, en más de una oportunidad, la mayor entró tímidamente a nuestra casa y pasó algún cumpleaños con nosotros.

Cuando estuvieron más grandecitas les enviaba cartas y ellas esperaban al cartero con ansias y cuando entré a trabajar destiné siempre una parte pequeña de mi sueldo para sacarlas a pasear un domingo, siempre con la escondida intención de hacerme su cómplice de secretos y cariño incondicional, para que nunca se sintieran solas y confiaran en mí. Eran unos domingos maravillosos, las tres solas en nuestra burbuja de amor, nunca olvidaron eso.

Todas esas cartas me fueron devueltas hace muy poco, en mi cumpleaños número sesenta, amarradas a una cinta rosada en una cajita. Habían sido guardadas como un gran tesoro.

Mi padrastro tenía los días contados en casa, mi madre en el cumpleaños de una de sus amigas, había conocido al que sería su nuevo compañero por muchos años más.

Claramente, la relación se había desgastado y la separación con mi padrastro, se debía única y exclusivamente a su condición de alcohólico, él no dejaba de beber ni tenía el menor interés en hacerlo, pero en sus épocas sobrias habían formado una linda pareja.

Juntos ganaron muchos campeonatos de cueca, llegando a ser campeones nacionales. Esos habían sido lindos días. Llegaba el 18 de septiembre y ella sacaba su prolijamente guardado y cuidado vestido de «china» y la fiesta comenzaba. La acompañamos siempre hasta tarde en alguna ramada de Valparaíso o Viña del Mar, y ella bailaba como una diosa, una y otra vez, hasta que el jurado, finalmente, les otorgaba siempre el primer lugar, así llegaron a ser los campeones nacionales. Ella jamás dejó de bailar y nosotros también aprendimos de tanto mirarla. Años más tarde en su lecho de enferma en el hospital, me pedía que yo le bailara, y en su funeral hubo que cumplir su último deseo, bailar cueca. Pero ninguno de nosotros fue capaz de hacerlo, Rosita la esposa de mi primo Erik, le regaló ese póstumo deseo y fue muy hermoso, porque además llevó un huaso que bailó alrededor del féretro.

No recuerdo el día en que mi padrastro abandonó la casa, seguramente fue sin lágrimas ni violencia porque simplemente desapareció de nuestras vidas y solo puedo recordarlo con el: «Sin vacilar marchar, soldado de Jesús» y sonreír por su paso en nuestra vida. Años después, supimos que se casó, que tuvo una hija y que nunca más volvió a tomar, no volvimos a verlo.

Don Gilberto llegó dando instrucciones, criticando todo a su paso, el pobre King salía arrancando cuando lo veía, el odio fue mutuo desde un principio, el perro seguramente extrañaba a su amo y a mi nuevo padrastro no le gustaban los «animalitos en casa».

En poco tiempo la despensa estaba con todo lo necesario, y mi madre se veía bastante más tranquila, sus días de costura en esa pieza estrecha y lúgubre quedaron atrás, y ya no la vi en sus afanes de lavandería. Apareció una lavadora y una cocina nueva, y muy de vez en cuando había que sentarse a la mesa con él, en unas cenas familiares que eran verdaderos interrogatorios. Él no vivía con nosotros, era un hombre casado, cuya esposa lo «autorizaba» a salir y a tener otra mujer, una historia rara a decir verdad, que con el tiempo fui conociendo.

De ahí en adelante, las cosas fueron cambiando paulatinamente. Los fines de semana ella se arreglaba, ahora linda con su ropa nueva y él la pasaba a buscar, y salían a bailar tango, con el tiempo también incursionaron en la cueca, pero con él no ganó ni un campeonato.

Fuimos conociendo detalles de su vida, tenía cuatro hijos, y los cuatro sabían de la existencia de mi madre, con uno de ellos cultivé una linda amistad hasta el día de hoy. Ellos contaban que su madre le preparaba la ropa a su marido para que saliera el día sábado con mi mamá. Cuando la conocí muchos años después, supe que eso era cierto, ella era una mujer especial, una gran persona.

Mi primer trabajo como flamante secretaria y asistente de un dentista fue por cuatro años. Antes de eso, cuando volví a la casa de mi madre, trabajé en la cocina de un restaurante y luego en otro de cajera. En ambos tuve que dejar de trabajar porque los dueños se sobrepasaron conmigo. Para esas alturas ya nada me asustaba. Siendo muy niña había tenido que lidiar con un tío pedófilo y con otras situaciones que podrían ser material para otra escritura. Definitivamente, estaba preparada para batallar con todo aquello, había aprendido a defenderme y a curar sola mis heridas.

Empecé a estudiar en el liceo nocturno, casi al mismo tiempo que a trabajar con el dentista. Aquí se tejería otra etapa en mi vida, para entonces yo tenía quince años.

El doctor llegaba a la consulta todos los días a las diez de la mañana, a esa hora yo tenía el aseo hecho, los instrumentos esterilizados y la cafetera lista para su café. Los pacientes eran eternos, seguían su tratamiento año tras año, y los que se iban uniendo igual. En los ratos que él no estaba, yo tomaba mis cuadernos o libros y aprovechaba de buena manera los pocos momentos libres que tenía. Los amigos del dentista frecuentaban el lugar y lo aprovechaban casi como punto de encuentro, algunos masones, y otros tantos, carabineros. Toda esa camaradería hacía que el doctor atendiera prácticamente en las mañanas. Yo igual cumplía mi horario, estudiaba y luego a las siete de la tarde tenía las clases.

Al principio todo transcurría tranquilo, trabajar y estudiar era para valientes y yo lo era, recibía mi sueldo que no era mucho y casi en su totalidad se lo daba a mi madre.

Los sillones «destartalados» que habían pasado años cubiertos con una frazada escocesa, los cambié en esa primera Navidad. Ella emocionada recibió a los pobres hombres de la mueblería que, sudados enteros, subieron los doscientos cincuenta y dos escalones con el juego de sillones, color café, en la espalda. Yo ya había firmado el primer crédito de mi vida, doce eternas cuotas. Le compré ropa y zapatos nuevos, ante sus ojos comencé a ser importante, las traiciones quedaron en el olvido y, poco a poco, me fui ganando un espacio.

Las cosas en casa estaban más tranquilas, salvo por mi hermano que para esas alturas ya había sido descubierto por mi madre en sus andanzas nocturnas y la hoguera ardía, pero sin buenos resultados, porque mi hermano ya se había emancipado, solo quería vivir sus amoríos sin entender razones y mi madre en vano «rayaba la cancha» una y otra vez.

El dentista resultó ser un irresponsable y abandonaba a los pacientes en las tardes, por ese motivo eran tan largos y eternos los tratamientos, pero con su simpatía los envolvía y lo perdonaban mil veces. Aprendí a mentir descaradamente para cubrirle la espalda y, finalmente, me especialicé en «limpieza dental y destartraje», así terminé muchas veces haciendo ese trabajo con su consentimiento. Toda una irresponsabilidad que con los años he podido sopesar, pero en aquel entonces lo importante era mantener el trabajo contra viento y marea.

Seve tuvo a su hijo menor y me pidieron ser la madrina, fue mi primer ahijado. En la vida tuve seis: Harold, Paolita, Patricio, Yanara, Ramiro y Ricardo Jr., este último mi sobrino.

A veces, en la noche después de clases pasaba a ver a mis amigos, hacíamos unas reuniones muy entretenidas en donde cantábamos y organizábamos juegos como niños, eran lindos tiempos. Mi amistad con Seve y Luis ya se había consolidado para toda la vida.

Un triste día desapareció el King. Lo buscamos día y noche durante semanas, pusimos avisos por todos lados y hasta ofrecimos una recompensa que no teníamos, todo por él, pero nunca más lo vimos. Nuestro mayor sospechoso fue don Gilberto, pero nos juró casi con la mano en la Biblia que él no había sido, no obstante, los dardos apuntaban a él, porque cada vez que llegaba a casa le pegaba al pobre perrito con el periódico. Una vez lo había encontrado en la cama de mi mamá y había querido pegarle, pero el perrito lo mordió cuando se vio en peligro y terminó por ganarse un enemigo en potencia. Definitivamente, el odio era mutuo.

Fue nuestro primer duelo como familia, lo lloramos como a un hijo y lo más terrible fue no haber sabido nunca cuál había sido su destino. De haber podido enterrarlo, hubiese sido menos doloroso para todos. Así quedaba cerrada la historia del perrito, blanco y negro, llamado King, y su cunita, sus ropas de invierno y sus compras para ayudar a la familia. Nos dejó un espacio eterno de testamento, sus recuerdos y su paso lleno de ternura por nuestras vidas.

En conclusión, es como si la vida estuviese escrita, todo sucede por algo o será que uno le busca justificación a todo, como para tratar de entender o será que es un continuo aprendizaje y es necesario pasar por todas las pruebas posibles, para crecer y evolucionar…, ¡qué sabe uno! Lo cierto del caso es que, en mi primer día de clases por un error administrativo, quedé en un curso donde había mujeres mayores, casadas, separadas, con hijos.

Ese era mi lugar, para entender que yo no era la única víctima en la vida, que había otras mujeres con historias mucho peores que la mía, como la de Carmen que tenía siete hijos, todos pequeños y solo quería terminar su enseñanza media para poder trabajar, independizarse y dejar de ser golpeada por su esposo; Anita que había sido prisionera política, torturada, violada y sometida a vejámenes espantosos; Mónica que había sido castigada por ser madre soltera y obligada a estudiar de noche y cuidar a su hijo en el día, sin posibilidad de nada más en la vida y Mariana que había sido expulsada de la casa materna por estar embarazada, y obligada a vivir con sus suegros y el padre de la criatura, un espécimen de hombre que la golpeaba y torturaba. Ese era parte de mi curso, muchas otras, todas con historias símiles, lo mío no era nada.

Cuando se dieron cuenta del error quisieron cambiarme al curso donde se encontraban las de quince, pero me rehusé, ese era mi lugar.

El primer día me senté al lado de Mariana, una mujer introvertida, callada y solitaria, al menos esa fue mi impresión. Pero no era nada de eso, era solo una mujer asustada con ganas de triunfar, sacar adelante sus estudios, seguir en la universidad y ser más que el padre de su hija, para, algún día, no tener que depender de él.

En esos tres años terminé de crecer, la vida me introdujo en un mundo de adultos al cual yo no pertenecía, me estaba saltando la mejor época de la vida, pero ya no había vuelta atrás.

El doctor me invitó un par de veces a algún almuerzo con sus amigos y otras tantas trató de cruzar la línea prohibida, me costó defenderme, pero pude lograrlo y conservar el trabajo.

Me producía dolor de estómago cada vez que me quedaba sola con él. En todas, pude salir airosa. Definitivamente, había aprendido a defenderme, usando mi mejor sonrisa y mis encantos, los cuales descubrí que me servían de mucho con el sexo opuesto. No había otra forma de defenderse, mejor con humildad y sonrisas. Podría también, haber roto un florero en su cabeza, pero eso significaba quedarme sin trabajo o terminar detenida, no era para nada fácil, eran tiempos sin justicia para las mujeres.

Finalmente, con todo, resultaba entretenido ese mundo, muchas veces después de clases íbamos al casino de carabineros y escuchábamos al capitán tocar el piano en algún cumpleaños o celebración. Creo que después de un tiempo, el doctor aprendió a conocerme, quererme y respetarme, y también entendió que, para esas alturas, era yo la única persona en la que él podía confiar y la única que pudo, tres años más tarde, mentir por él para que pudiera salir del país, después de estafar a la mayoría de sus amigos y cerrar la puerta del consultorio para siempre.

Con Mariana, especialmente, cultivamos una hermosa amistad, vivimos períodos inolvidables juntas. Ella era una excelente estudiante, muy inteligente, me ayudaba con las matemáticas y leía los libros por las dos, después me los contaba y yo podía dar las pruebas y sacar buenas notas, gracias a la facilidad de comprensión lectora y redacción que siempre tuve.

Su vida era dura, me encariñé con su hijita que tenía la misma edad de mi hermanita pequeña, cada vez que podía la ayudaba con ella y muchas veces tuvimos que ir a clases con la pequeña. A veces la pasaba a buscar después de mi trabajo para irnos a clases, ella abría la puerta con miedo y me decía casi susurrando que no podía ir. Me cerraba la puerta en la nariz para que el padre de su hija no me viera. Muchas veces pude ver, con impotencia y pena, sus ojos morados y su cara golpeada. Todo aquello sucedía a vista y paciencia de sus suegros, nadie la defendía.

Muchas veces me llevé a la niña a casa, mi madre alegaba, que «por qué, me hacía cargo de niños que no eran míos, que mi amiga era una suelta, que no se hacía cargo de su hija, que para qué tienen hijos si nos los cuidan» y bla, bla, bla… Yo que, bajo juramento, le había prometido a Mariana que no diría una palabra de lo que le pasaba, tenía que aguantar callada y buscar siempre un pretexto, el que seguramente mi madre nunca creyó.