Los palestinos olvidados - Ilan Pappé - E-Book

Los palestinos olvidados E-Book

Ilan Pappe

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Beschreibung

En 1948 se fundó el Estado de Israel. Si los ciudadanos judíos se congratulaban de ello, los 160.000 palestinos que vivían en la región no sabían a qué atenerse, sintiendo la mirada de sospecha del gobierno israelí sobre ellos, controlados por un sistema militar que determinaba sus vidas. Muchos de ellos perdieron sus hogares bajo los buldóceres o a manos de inmigrantes judíos. En este innovador libro, Ilan Pappé narra la fascinante historia de los palestinos israelíes, de los palestinos desposeídos de la Cisjordania y la Franja de Gaza, cuyas experiencias han sido descuidadas en medio de la cobertura sin fin de ciudadanos judíos de Israel. Con base en entrevistas y materiales de archivo, Pappé describe cómo les fue a esos palestinos de 1948 bajo el dominio judío, desde sus primeras luchas por la ciudadanía hasta los enfrentamientos de larga duración por la tierra y la representación de la Knéset. En el camino, Pappé contempla a los palestinos en su vida cotidiana, argumentando que se han enfrentado a la discriminación, desde la provisión de la educación, la vivienda y de Empleo. Él traza la creciente confianza que tienen en sí mismos como grupo, así como su compleja relación con sus compatriotas. En última instancia se pregunta: ¿hasta qué punto es posible ser un ciudadano no-judío en un Estado judío. "Ilan Pappé es el historiador israelí con principios más valiente y más incisivo." John Pilger

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Akal / Reverso. Historia crítica / 2

Ilan Pappé

Los palestinos olvidados

Historia de los palestinos de Israel

Traducción: Jaime Blasco Castiñeyra

Desde la proclamación del Estado de Israel, hace ya setenta años, varias generaciones de palestinos han vivido como ciudadanos israelíes dentro de las fronteras surgidas del conflicto de 1948. Su situación precaria, a caballo entre los ciudadanos judíos de Israel y los desposeídos palestinos de la Franja de Gaza y de Cisjordania, les ha hecho desarrollar una relación extremadamente compleja con la tierra a la que llaman hogar por más que, en los innumerables debates surgidos a raíz del conflicto palestino-israelí, sus desventuras y vivencias sean a menudo olvidadas y desdeñadas.

En este innovador libro, Ilan Pappé narra la fascinante historia de estos palestinos israelíes, sus experiencias bajo el dominio judío, desde sus luchas por alcanzar la plena ciudadanía hasta los enfrentamientos de larga duración por la tierra y la representación parlamentaria en la Knéset. Sobre la base de importantes materiales de archivo y entrevistas, Pappé analiza la política del Estado israelí hacia sus ciudadanos palestinos, caracterizada por la discriminación en materia de vivienda, educación y derechos civiles. Traza la creciente confianza que tienen en sí mismos como grupo, así como la compleja relación que mantienen con sus compatriotas. Y, en última instancia, plantea la espinosa cuestión de hasta qué punto es posible ser un ciudadano no judío en un Estado judío.

Ilan Pappé es un historiador y activista israelí, director del Centro Europeo de Estudios sobre Palestina de la Universidad de Exeter (Reino Unido), donde codirige, asimismo, el Centro Exeter de Estudios Etnopolíticos. En Ediciones Akal ha publicado Historia de la Palestina moderna. Un territorio, dos pueblos (2007) y La idea de Israel. Una historia de poder y conocimiento (2015).

Diseño de portada

RAG

Director

Juan Andrade

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

The Forgotten Palestinians: A History of the Palestinians in Israel

© Ilan Pappé, 2011

© Ediciones Akal, S. A., 2017

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4400-0

En memoria de los 13 ciudadanos palestinos asesinados a tiros por la Policía israelí en octubre de 2000

Y, por tanto,

si queréis, diré que soy el hombre,

un poeta preislámico que extendió sus alas y entró volando en el desierto

y fui judío antes de que los judíos flotaran en el mar de Galilea,

y fui un árabe insolado a la mañana siguiente…

y fui una roca, un olivo que no desapareció.

Todo el país se convirtió en un hogar, pero yo era un extranjero en ese país.

Un musulmán en la tierra de Jesús y un católico en el desierto.

Nada de esto cambió mi forma de vida; sólo que no he olvidado

que nací en la tierra, y vagué con la luz hasta que aterricé

a la sombra de un despiadado árbol de la ciencia.

Probé su fruto.

Fui excomulgado para siempre, imposible regresar

como el agua que fluyó y nunca regresó al río…

Salman Masalha, «Respuesta definitiva a la pregunta “¿Cómo te definirías?”»

Prólogo

Extranjeros hostiles en su propia patria

Los primeros colonos sionistas escribían diarios de forma compulsiva. Dejaron a los historiadores uan gran cantidad de diarios de viajes, testimonios personales y cartas que empezaron a escribir en cuanto pusieron los pies en Palestina, nada más comenzar el siglo XX. Era una tierra desconocida y, en muchos casos, el viaje desde Europa oriental había sido duro y lleno de adversidades. Pero, cuando llegaban a Jaffa, los recibían con los brazos abiertos, y salían a buscarlos en barquitas para llevarlos desde el barco hasta la costa, donde buscaban su primera residencia temporal o sus primeras tierras. En la mayoría de los casos, los palestinos del lugar les ofrecían alojamiento y les enseñaban a cultivar la tierra, pues los conocimientos agrícolas de los sionistas, que habían tenido prohibido durante siglos el ejercicio de la agricultura y la posesión de tierras en sus países de origen, eran escasos o nulos[1].

Los colonos no los trataban con la misma amabilidad. Por las noches, cuando se sentaban a escribir los primeros apuntes en sus diarios a la luz de las velas, describían a los palestinos del lugar como extranjeros que vagaban por las tierras del pueblo judío. Algunos judíos estaban convencidos de que iban a hacerse cargo de unas tierras vacías y pensaban que las personas que encontraron allí eran invasores extranjeros; otros, como el fundador del movimiento sionista Theodor Herzl, sabían que Palestina no era una tierra sin pueblo, pero creían que podrían «hacerlos desaparecer» para que los judíos pudieran regresar y recuperar la tierra de Israel[2]. En palabras del desaparecido Ibrahim Abu Lughod, «el rechazo y el desprecio absoluto que sentían los primeros colonos sionistas por los palestinos del lugar escandalizaba a los pensadores judíos europeos de la época, intelectuales bien intencionados pero poco influyentes»[3].

La percepción de que los palestinos eran un pueblo inoportuno y molesto se convertiría en un elemento importante del discurso y de la actitud sionista que impulsaron la fundación del Estado de Israel en 1948. Más de un siglo después, los descendientes de algunos de estos palestinos son ciudadanos del Estado judío, pero esta posición no impide que se considere que representan una peligrosa amenaza en su propia patria y se los trate en consecuencia. Esta actitud ha calado en la clase dirigente israelí, y se expresa de distintas maneras.

El Instituto de Estudios de Seguridad Nacional de Israel es el «West Point» local, la escuela donde se forman la mayoría de los oficiales superiores del Ejército y de los servicios de seguridad, tanto de los servicios secretos domésticos, el Shabak, como del famoso (o infame, según se mire) Mossad. Los futuros líderes del Ejército y de estos aparatos de seguridad se gradúan en esta escuela, que trabaja en estrecha colaboración con el Centro de Estudios de Seguridad Nacional y Geoestrategia de la Universidad de Haifa. Todos los años, publican artículos en los que se advierte de la amenaza que representa la adquisición de tierras a manos de los «árabes» en el norte y en el sur de Israel. Los «árabes» en este contexto son los ciudadanos palestinos de Israel. Es como si el FBI emitiera un informe en el que advirtiera al gobierno de Estados Unidos que unos ciudadanos americanos que han nacido en Estados Unidos están comprando cada vez más pisos y viviendas.

En el informe de 2007 se declaraba que «a las instituciones estatales les preocupa terriblemente que haya cada vez más (ciudadanos) árabes que compran tierras en el Néguev y en Galilea»[4]. Este informe en particular es el más irónico de todos. En él se indica que quienes más se esfuerzan por adquirir propiedades en el sur son los beduinos, mientras que en Galilea son los beduinos y los drusos. Se supone que estos dos grupos de la comunidad palestina de Israel reciben un trato mejor por servir en el Ejército de la nación, un servicio vedado a los demás ciudadanos palestinos –esta exención, además, se esgrime con frecuencia como pretexto para discriminarlos (aunque hemos de señalar que sólo una pequeña minoría de la comunidad beduina del sur sirve en el Ejército; la mayoría de los reclutas proceden del norte)–. El caso es que, al parecer, un árabe que decida comprar tierras, aunque sirva en el Ejército de Israel, se convierte inmediatamente en un enemigo interior.

Ni siquiera los ciudadanos palestinos que han conseguido adquirir tierras después de apelar al Tribunal Supremo de Israel –tierras o propiedades que, en muchos casos, les había expropiado el Estado en los años cincuenta o setenta– pueden estar tranquilos, pues se las pueden volver a arrebatar en cualquier momento. En septiembre de 1998 se desató una batalla en los alrededores de la ciudad palestina de Umm al-Fahem, en la región de Wadi Ara. El Ejército y la Policía utilizaron gas lacrimógeno, balas de goma y munición real para dispersar a los enfurecidos propietarios a los que el Ejército había confiscado sus parcelas para convertirlas en campos de tiro de las Fuerzas de Defensa Israelí. El Ejército israelí jamás se habría planteado la posibilidad de confiscar propiedades judías para semejantes fines. «Israel ha declarado la guerra a los ciudadanos palestinos por la cuestión de la propiedad de la tierra», según señalaba cierto estudioso[5].

Los historiadores oficiales que describen con nostalgia la primera década de la historia de Israel consideran que la «adquisición de tierras árabes» fue la misión nacional más importante que llevaron a cabo los primeros gobiernos[6]. Desde hace un siglo se mantiene vigente una doctrina que afirma que la tierra de Israel pertenece exclusivamente al pueblo judío, y que judaizar las regiones que todavía se encuentran en manos de los árabes y evitar que estos adquieran más tierras es una misión sagrada, nacional y existencial destinada a garantizar la supervivencia del pueblo judío. En 2010, los «árabes» poseían en torno a un 2,5 por 100 del territorio y han sido incapaces de incrementar esta proporción desde que se fundó el Estado de Israel, a pesar del aumento de su población, un fenómeno que a los periódicos israelíes les gusta describir como una «bomba de relojería demográfica».

Ser un extranjero hostil en tu propia patria no sólo implica tener que enfrentarse a retos diarios relacionados con el derecho a la propiedad de la tierra; condiciona, además, las personas con las que uno puede contraer matrimonio y formar una familia. En la madrugada del 23 al 24 de enero de 2007, efectivos del Ejército y de la Policía rodearon a la población de Jaljulia. El objetivo de este asedio era capturar a ocho mujeres palestinas procedentes de Cisjordania que vivían desde hacía años con sus maridos y habían formado familias en una época en que los israelíes animaban a los palestinos de los territorios ocupados a trabajar en el Estado judío a cambio de salarios reducidos y que, por tanto, gozaban de una libertad de movimientos relativa para entrar y salir de Cisjordania. Estas mujeres fueron arrestadas y deportadas a Cisjordania esa misma noche.

A raíz de este incidente, Oded Feller, miembro de la Asociación en favor de los Derechos Civiles de Israel, escribió una carta a Eli Yishai, el ministro de Interior:

La oscuridad ha debido de cegar a la Policía y no les ha dejado apreciar las repulsivas repercusiones del destructivo despliegue de fuerza que han llevado a cabo en plena noche en el corazón de una población árabe. Los hogares allanados, el terror en los rostros de los niños, el trauma de sacar a rastras a una mujer de su cama, los hombres y los niños que esperaban en la frialdad de la noche en la comisaría local implorando que les devolvieran a sus madres y esposas, la humillación de una deportación apresurada, los bebés sin madre…, la oscuridad de la noche ha debido de ocultar todo esto a la Policía[7].

Como observaba Amany Dayif, un estudioso palestino israelí, «la nueva ley refleja el deseo israelí de “trasladar discretamente” a los palestinos de Israel o, en otras palabras, de expulsar a los palestinos que viven en el Estado al enclave de Cisjordania»[8].

El impulsor de esta política contraria a las parejas con esposas procedentes de los territorios ocupados fue el ministro del Interior Eli Yishai, quien sostenía que esos matrimonios representaban «un peligro demográfico que amenaza la existencia de Israel»[9]. Después de un largo proceso de legislación que se puso en marcha en 2003 y que concluyó en 2007, las esposas se vieron obligadas a marcharse o a separarse. El gobierno ahora podía ordenar la expulsión bajo el amparo de los tribunales[10].

Estas leyes son el reflejo de una oleada legislativa más amplia sobre cuestiones afines que se puso en marcha en 2007 y que ha contado con el respaldo incondicional de los ministros de Justicia y del comité interministerial para la legislación. Cabe destacar, entre otras, la Ley de Lealtad, que obliga a los ciudadanos a declarar que reconocen plenamente que Israel es un Estado judío y sionista, o la ley que prohíbe conmemorar la Nakba –la catástrofe de 1948– en actos públicos, en los programas escolares y en los libros de texto, o la que permite a las comunidades de los suburbios judíos negarse a aceptar a vecinos palestinos, o la que autoriza al Estado a discriminar por ley a los árabes en la privatización de la tierra (conocida como la «Ley del Fondo Nacional Judío de 2007») y muchas otras similares[11].

Pero estos no son los únicos derechos que se les han negado a los palestinos. El 9 de mayo de 2010, 50 organizaciones no gubernamentales (ONG) de palestinos de Israel, la práctica totalidad de las organizaciones más importantes, convocaron una reunión de emergencia para expresar su oposición a lo que consideraban la violación continua y sistemática de los derechos humanos y civiles elementales de los palestinos de Israel. En el comunicado de prensa que emitieron, declaraban que «las detenciones en plena noche, los teléfonos móviles y los ordenadores confiscados, la prohibición de dar a conocer estas detenciones, los detenidos a los que no se les permite ponerse en contacto con sus abogados, nos recuerdan a otros tiempos y otros regímenes más oscuros». El objetivo de la reunión, convocada entre otros motivos en respuesta a la detención de Ameer Makhoul (el presidente de Ittijah, la organización paraguas que aglutina a las ONG palestinas en Israel), era enfrentarse a lo que definían como un «asalto orquestado a las libertades y los derechos de los ciudadanos árabes de Israel».

Una de las restricciones a las que se encuentran sometidos los palestinos de Israel es la del derecho de manifestación y reunión. En vísperas del ataque de Israel a la Franja de Gaza en enero de 2009, la operación «Plomo fundido», la Policía arrestó a 800 activistas para evitar que se manifestaran y que organizaran protestas al día siguiente. La sensación de urgencia de la sociedad civil no se debe únicamente a la campaña de leyes y detenciones, sino también al preocupante incremento del número de palestinos asesinados a manos de la Policía y de ciudadanos judíos, y a la actitud de las autoridades en relación con estos episodios, asombrosamente distinta de la que muestran con las víctimas judías. En octubre de 2010, la Policía israelí escenificó una situación simulada en la que algunas regiones de Israel habitadas por palestinos se incorporaban a Cisjordania –mientras que los asentamientos judíos ilegales de Cisjordania se anexionaban al Estado judío–. Para llevar a cabo esta maniobra, se ordenó al Ejército y a la Policía que se excedieran en el uso de la fuerza como lo habían hecho en octubre de 2000, cuando los palestinos de Israel se manifestaron en protesta por la política israelí en los territorios ocupados, una actuación que se había saldado con la muerte de 13 ciudadanos palestinos a manos de la Policía israelí.

Desde el año 2000, habían sido asesinados 41 ciudadanos más hasta la fecha[12]. El último de ellos fue Salman al-Atiqa, un ladrón de coches al que abatieron a tiros una vez detenido y esposado. Algunos han muerto en circunstancias similares, pero otros eran ciudadanos de a pie que no estaban relacionados en modo alguno con el crimen. La mayoría de los pleitos que se han interpuesto, salvo dos de ellos, han sido desestimados por el fiscal general del Estado por falta de pruebas y de interés público. Cuando un ciudadano o un policía atacan a un palestino, nunca acaban en los tribunales[13].

Presidiendo todos estos desafíos, se pueden apreciar las consecuencias de una política ininterrumpida de discriminación y exclusión que se ha mantenido en vigor desde la creación del Estado de Israel. La mitad de las familias que se considera que se encuentran por debajo del umbral de la pobreza en Israel son palestinas, en un país en el que la comunidad palestina representa alrededor del 20 por 100 de la población. Dos terceras partes de los niños que en 2010 sufrían desnutrición en Israel eran palestinos[14].

Y esto no es todo, ni mucho menos. A título individual, algunos ciudadanos palestinos han logrado triunfar en el Estado judío como empresarios, jueces, profesionales médicos, escritores, presentadores, profesores e incluso futbolistas (aunque a los palestinos que los convoca la selección nacional les resulta difícil entonar el himno nacional que siempre se ha cantado antes de las competiciones internacionales, pues la letra hace hincapié en la añoranza del pueblo judío por Eretz Israel). El número de estudiantes y profesores palestinos está creciendo, al igual que el de palestinos que acceden a la función pública.

Estos triunfos individuales han favorecido el incremento de la confianza en sí mismos de los miembros de la comunidad palestina –y, por consiguiente, representan una amenaza mayor si cabe a ojos de la comunidad judía, que todavía se rige en líneas generales por una infraestructura ideológica que niega el derecho de los palestinos a convivir con ellos–. Algunos estudios recientes demuestran que la mayoría de los miembros de la última generación, la de los jóvenes judíos que cursan estudios de enseñanza secundaria, no son partidarios de conceder plenos derechos a los ciudadanos palestinos de Israel, y que no les importaría que abandonaran el país voluntariamente o a la fuerza. Al parecer, son partidarios acérrimos de Avigdor Lieberman, a la sazón ministro de Asuntos Exteriores israelí, quien ha expresado en público, incluso en un discurso pronunciado ante la Asamblea General de la ONU en octubre de 2010, su deseo de trasladar a los palestinos de Israel a un «Bantustán» palestino en Cisjordania como contrapartida a la anexión de los asentamientos judíos de esta región[15].

En este libro intentaremos buscar los orígenes y trazar el desarrollo de esta funesta realidad. Creo que los lectores familiarizados con otros casos prácticos históricos y actuales reconocerán algunos aspectos de las condiciones en las que vive la minoría palestina de Israel. Puede que les recuerden en cierta medida a los pueblos colonizados en el siglo XIX, o a los emigrantes que trabajan en la Europa actual. La diferencia es que en Israel el Estado es un inmigrante que se ha convertido en comunidad autóctona y, por tanto, las políticas que aplican los israelíes a los palestinos no se pueden comparar con las políticas en contra de la inmigración de otros lugares. Puede que algunos aspectos parezcan aún peores que la realidad de la Sudáfrica del apartheid, y otros, mejores. El ruin sistema del apartheid basado en la segregación racial total no se encuentra vigente en Israel. La discriminación es un fenómeno más latente y oculto, aunque el sistema educativo en su totalidad, desde la educación básica hasta la universidad, es un sistema totalmente segregado.

El apartheid implícito funciona de la siguiente manera. En junio de 2006 ArCafé –una elegante cadena de cafeterías presente en casi todas las galerías y centros comerciales del país– declaró que sólo iba a contratar a trabajadores que hubieran servido en el Ejército –en Israel, sólo los judíos y dos pequeñas minorías, la de los drusos y la de los beduinos, pueden cumplir este servicio–. De esta manera, esquivaban la ley que prohíbe la discriminación basada en la raza o la religión. En Israel este tipo de declaraciones no son nunca tan explícitas, pero casi todos los restaurantes y cafés afirman que «buscan a gente joven con el servicio militar cumplido»[16].

Por tanto, cualquier historia de los palestinos de Israel debe comenzar con un capítulo dedicado a la discriminación y la expropiación. Pero es también una historia de autoafirmación y de constancia. Arnon Soffer, de la Universidad de Haifa, uno de los más destacados profesores de Israel que predica los peligros demográficos que representan los árabes en Israel, afirma que, «según las predicciones, en el futuro los judíos sólo representarán el 70 por 100 de la población; es una perspectiva terrible»[17]. En respuesta, sólo se puede decir que, de ser esto cierto, a pesar de la ambición de Soffer y de otros compatriotas suyos que querrían deshacerse de los palestinos de Israel, sería un auténtico tributo a la determinación y a la firmeza de esta comunidad. Viven –como indican sus obras de teatro, sus películas, sus novelas, sus poemas y sus medios de comunicación– como una orgullosa minoría nacional, a pesar de que una nación que se define como la única democracia de Oriente Medio les niega los derechos humanos y civiles elementales como individuos y como colectivo.

Esta comunidad se enfrenta a un futuro incierto y precario. En 2010, los personajes más poderosos del gobierno de Israel –el ministro del Interior, Eli Yishai, el ministro de Asuntos Exteriores, Avigdor Lieberman, y el ministro de Seguridad Interna, Yitzhak Aharonowitz– declararon sin tapujos, tanto dentro como fuera de Israel, que la estrategia del Estado judío para la próxima década consistía en trasladar a los palestinos, despojarles de la condición de ciudadanos y judaizar sus ciudades. Si los políticos del Reino Unido o los de Estados Unidos hablaran de los ciudadanos judíos en estos términos, se verían obligados a dimitir inmediatamente. En Israel, lo más probable es que el electorado judío los apoye aún con más fuerza. Quienes no están dispuestos a consentir este tipo de políticas en Israel aún detentan un poder considerable, pero decrece día tras día. He escrito este libro con una sensación combinada de urgencia y preocupación por el futuro de esta comunidad.

[1] Estos apuntes se pueden encontrar en Bracha Habas, The Book of the Second Aliya, Tel Aviv, Am Oved, 1947 (en hebreo), una antología de cartas y fragmentos de diarios de los colonos que llegaron en torno al año 1905. Véase también Nur Masalha, Expulsion of the Palestinians: The Concept of «Transfer» in Zionist Political Thought, 1882-1948, Washington DC, Institute of Palestine Studies, 1992.

[2] Diario de Herzl, 12 de junio de 1895, traducido del alemán por Michael Prior; véase Michael Prior, «Zionism and the Challenge of Historical Truth and Morality», en M. Prior (ed.), Speaking the Truth about Zionism and Israel, Londres, Melisende, 2004, p. 27.

[3] Ibrahin Abu Lughod, reseña de Palestine Arabs in Israel de Sabri Jiryis, MERIP Reports 58 (junio de 1977), p. 19.

[4] Informe del Centro de Seguridad Nacional, Universidad de Haifa, 2007.

[5] Oren Yiftachel, «Ethnocracy, Geography and Democracy: Comments on the Politics of the Judaization of the Land», Alpaiym 19 (2000), pp. 78-105 (en hebreo).

[6] Arnon Golan, «The Settlement in the First Decade», en H. Yablonka y Z. Zameret (eds.), The First Decade, 1948-1958, Jerusalén, Yad Ben Zvi, 1997, pp. 83-102 (en hebreo).

[7] Publicado en Haaretz, 25 de enero de 2006.

[8] Amany Dayif, Palestinian Women under the Yoke of National and Social Occupation, Haifa, Pardes, 2007, p. 48 (en hebreo).

[9]Haaretz, 9 de enero de 2002.

[10] Las enmiendas a la ley y la interpretación de su importancia se pueden leer en varias páginas web como la de Médicos en favor de los Derechos Humanos, B’Tselem y la Asociación en favor de los Derechos Civiles de Israel (sobre todo en sus informes anuales de 2006).

[11] Sobre la Ley del Fondo Nacional Judío, el exministro de Justicia israelí y el ministro de Asuntos Exteriores, Yossi Beilin escribió: «Es una de las leyes más tenebrosas, racistas e ilegítimas que se han aprobado en la Knéset israelí». Véase la página web Black Labour (en hebreo) www.blacklabor.org, 26 de julio de 2007.

[12] Informe Anual sobre el Racismo en Israel de la ONG palestina Musawa, 2008.

[13]Ibid.

[14] Shlomo Hasson y Khaled Abu-Asbah, Jews and Arabs in Israel Facing a Changing Reality: Dilemmas, Trends, Scenarios and Recommendations, Jerusalén, The Floersheimer Institute for Policy Studies, 2003, pp. 99-100 (en hebreo).

[15]Haaretz, 26 de septiembre de 2010.

[16] Esto se reveló cuando la emisora de radio del Ejército israelí, en colaboración con la ONG palestina Musawa, envió a uno de sus miembros para que fuera contratado por la cadena de cafeterías; véase Haaretz, 7 de junio de 2006.

[17]Haaretz, 4 de octubre de 2010.

Introducción

No es la primera vez que se intenta narrar la historia de un grupo integrado en un principio tan sólo por unas cien mil personas y que en la actualidad no supera el millón y medio de individuos. No es demasiado grande, pero merece nuestra atención. Ha sido y es objeto de estudio de numerosas investigaciones sociológicas en cuanto caso práctico –o, más bien, en cuanto ejemplo práctico– para una plétora de teorías. La excelente labor que se ha llevado a cabo hasta ahora, por tanto, se han centrado en aspectos específicos de la vida del grupo, que a veces se identifican cronológicamente y a veces de manera temática. La mejor manera de abarcar esta impresionante producción intelectual sería escribir un libro bien editado que tengo la esperanza de que no tarde demasiado en publicarse. A la espera de que esto suceda, he añadido un apéndice al final del libro en el que ofrezco un breve resumen de lo que ha sucedido en el ámbito académico de los estudios sobre los palestinos de Israel, que creo que servirá de complemento a esta narración.

Lo que la mayoría de estas obras no han conseguido –sin falta alguna de su parte– es convertir sus intereses intelectuales en un enfoque más global y político. Para el mundo en general, y para esa parte de la humanidad que mantiene un enérgico compromiso con la cuestión palestina, los palestinos de Israel han sido un enigma durante mucho tiempo. Sammy Smooha y Don Peretz los han definido como «el hombre invisible»[1]. Puede que esto haya empezado a cambiar; como afirma Nadim Rouhana, «los árabes de Israel han experimentado tal crecimiento que ni los israelíes ni los palestinos pueden seguir ignorándolos»[2]. Según este autor, esto representa el fin de un periodo durante el cual «los árabes de Israel han sido un grupo invisible, desprovisto de identidad y susceptible de desvincularse de los palestinos» pues se han convertido en un «sector consciente, activo y dinámico del pueblo palestino»[3]. Y, sin embargo, parece que en la escena global aún se los ignora.

Un paso importante para dar a conocer las circunstancias particulares de la comunidad ha sido la reciente publicación de dos libros sobre este tema dignos de atención: Palestinian Citizens in an Ethnic Jewish State: Identities in Conflict (1997) de Nadim Rouhana y The Palestinian-Arab Minority in Israel (2001) de As’ad Ghanem, dos fuentes que siguen siendo muy valiosas para cualquiera que quiera entender el desarrollo de la identidad política y de las orientaciones de este grupo desde una perspectiva histórica[4].

El libro de Rouhana estudia la evolución de la identidad palestina en el seno del Estado de Israel y, de paso, echa por tierra el presupuesto intelectual predominante que afirma que los árabes de Israel son una comunidad dividida entre la «israelización» y la «palestinización». Su libro demuestra que ambas comunidades se han desarrollado en Israel sin apenas compartir una identidad colectiva. Y, por eso, tanto los judíos como los palestinos han crecido en Israel con una identidad nacional incompleta: una situación reforzada y perpetuada por los acontecimientos que han tenido lugar dentro y fuera del Estado de Israel, que desembocarán inevitablemente en un enfrentamiento a menos que se sustituya el Estado étnico de Israel por un Estado civil, binacional.

El libro de As’ad Ghanem, publicado cuatro años después, añade una nueva dimensión que permite comprender mejor las corrientes políticas que se han desarrollado en el seno de la comunidad palestina, e insiste en que el mundo de los palestinos de Israel no debería estudiarse únicamente tomando como punto de referencia al Estado judío y a sus políticas. El problema de la religión, el de la modernidad y el del individuo también han provocado divisiones en la comunidad, y Ghanem coincide con Rouhana en que existe cierto consenso entre los palestinos que viven en el Estado de Israel. En su estudio de 2001, Ghanem apreciaba la fuerza del laicismo en la sociedad palestina, en un periodo de islamofobia israelí a escala global y local; también constataba con preocupación la recuperación del clan como base de poder retrógrada para el desarrollo de la política. Ambos autores están de acuerdo en que la mejor receta para el futuro es un Estado binacional que sustituya al Estado judío actual. En el presente libro, no voy a aventurar una solución; me preocupan más las lecciones de la historia que los peligros del futuro.

Me gustaría aportar a los excelentes estudios que se han escrito hasta ahora la perspectiva histórica (además de ampliar el contexto histórico de los dos libros que acabo de mencionar). En los diez años que han transcurrido desde que aparecieron estas valiosas publicaciones, el sionismo y el nacionalismo palestino han experimentado un proceso de maduración que nos permite identificar con mayor claridad a los palestinos de Israel como víctimas del sionismo y como parte integral del movimiento palestino. En ese sentido, se puede considerar que este libro es la continuación del estudio sobre Palestina e Israel que inicié con La limpieza étnica de Palestina (2006)[5]. Sólo si trazamos la historia de la minoría palestina de Israel, podremos averiguar hasta qué punto el persistente afán sionista e israelí de supremacía étnica y exclusividad ha desencadenado la situación actual.

Con este libro me gustaría liberar a la minoría palestina de Israel de su condición de caso práctico y contar su historia. Esto no ha sido posible hasta el momento actual, cuando la comunidad, una minoría no judía en un Estado judío, acumula más de sesenta años de historia. La razón de que no se haya intentado hasta ahora desgranar una narración histórica coherente del grupo tiene que ver en primer lugar con la brevedad de su historia: los historiadores necesitan adquirir cierta perspectiva con el paso del tiempo. Pero hay otra razón más: es un grupo muy difícil de definir, pues sus márgenes étnicos, culturales, nacionales, geográficos o incluso políticos no están nada claros. Los propios palestinos de Israel, a través de sus líderes, activistas, políticos, poetas, escritores, académicos y periodistas, aún no han encontrado una definición adecuada.

Y, sin embargo, existen buenas razones para contar su historia. Los palestinos de Israel son una parte muy importante del pueblo y de la cuestión palestina. Las luchas que han librado en el pasado, su situación actual, sus esperanzas y sus miedos para el futuro están estrechamente relacionados con los del resto de la población palestina. Han desempeñado un papel marginal tanto en la escena política palestina como en la israelí y, sin embargo, cualquier solución que se quiera ofrecer a la situación de estancamiento que vivimos en la actualidad deberá contar con ellos.

Hay una segunda razón para trazar la historia popular de este grupo en particular. Israel afirma ser la única democracia de Oriente Medio; en la medida en que los ciudadanos palestinos constituyen la minoría más importante de esta democracia, la situación de estos ciudadanos es la prueba de fuego de la validez de esta reivindicación. Su historia es además la historia del multiculturalismo y del intraculturalismo, cuestiones que no sólo son fundamentales y relevantes para Israel y para Palestina, sino para otras sociedades, pues afectan al destino de la relación entre Oriente y Occidente en toda la región de Oriente Medio.

Esta minoría es una comunidad heterogénea en la que los cristianos viven al lado de los musulmanes, los islamistas y los laicos, facciones que compiten por el control político, y en la que los refugiados luchan por hacerse notar en una comunidad cuyos miembros viven en su mayoría en los mismos pueblos que sus antepasados levantaron hace cientos de años.

Es un grupo al que han tachado de traidores tanto el movimiento palestino en los años cincuenta como las fuerzas políticas israelíes en la actualidad. La suya es una historia increíble, la historia de una comunidad que ha conseguido surcar a duras penas las aguas del colonialismo, del chovinismo nacionalista, del fanatismo religioso y de la indiferencia internacional. Es la crónica de un grupo al que no pertenezco pero con el que he vivido la mayor parte de mi vida adulta. Como explicaba en un libro reciente, Out of the Frame: The Struggle for Academic Freedom in Israel[6], después de dirigir algunas críticas de índole académica e intelectual a la sociedad judía, me he visto marginado por mi propia comunidad, hasta tal punto que decidí trabajar en el extranjero; desde los años noventa, he participado en la vida pública y política de la comunidad palestina. Creo que es justo decir que mis relaciones sociales e incluso más aún mis filiaciones ideológicas no son habituales en la comunidad judía de Israel. Aunque no soy un caso único, soy uno de los escasísimos judíos israelíes que sienten esa estrecha afinidad con la minoría palestina de Israel. Este sentimiento me ha llevado a emprender un aprendizaje exhaustivo de la lengua árabe, a convertirme en un lector asiduo de literatura árabe y a seguir los medios de comunicación árabes. En cualquier caso, lo más importante es la estrecha relación que he entablado con muchos miembros de esta comunidad, y la profunda afinidad y la solidaridad que siento por ellos, hasta el extremo de haberme convertido en un paria dentro de mi propia comunidad judía. Nunca me he arrepentido de ello, ni siquiera cuando en octubre de 2009 un reducido grupo de jóvenes activistas islámicos me abuchearon en un acto de homenaje a los 13 ciudadanos palestinos asesinados en octubre de 2000 en el pueblo de Arabeh. En aquella ocasión, yo era el único ponente judío al que habían autorizado a participar después de vencer la encarnizada oposición del movimiento islámico. No es que quiera quejarme; tampoco tengo la sensación de haber recibido un trato injusto; estos activistas eran una reducida minoría, pero el resto del público se mostró muy receptivo, y entiendo que sospecharan de mí. Porque, cuando formas parte de una mayoría opresora y privilegiada, no esperas una gran ovación, ni siquiera una expresión de gratitud, sino que actúas para estar en paz contigo mismo y para lograr una satisfacción moral. Esta es la perspectiva particular que he adoptado para escribir este libro.

Quisiera añadir unas palabras acerca de la metodología. A primera vista, este libro es una crónica histórica de las de toda la vida. En el apéndice, he intentado analizar en la medida de lo posible los paradigmas teóricos que han adoptado otros autores; estos enfoques, por lo general, carecen de una perspectiva histórica, pero son muy útiles a la hora de analizar la situación actual del grupo. En la conclusión, intentaré describir mi propio paradigma, el del Estado mukhabarat (servicio secreto en árabe) judío (un modelo que se explica en el epílogo) a la luz de las conclusiones más importantes que se pueden extraer de la investigación histórica.

Nuestra narración oscila entre dos perspectivas fundamentales: la del régimen israelí, en particular la de los responsables políticos más relevantes, y la de la comunidad palestina de Israel en general, a través de su elite política e intelectual y de los escritos de sus distintos miembros o de entrevistas. El análisis es más sutil en el caso de la comunidad palestina israelí por dos razones: en primer lugar, el Estado o, más bien, los responsables políticos y los encargados de aplicar las políticas sobre el terreno, se han formado en una perspectiva ideológica común –el sionismo– y, por tanto, la mayoría de las veces actúan al unísono; en segundo lugar, el objetivo de este libro es presentar en la medida de lo posible la historia de un pueblo y, por tanto, la lente de aumento se proyecta más sobre los palestinos que sobre los que han formulado y ejecutado las políticas que les afectan.

El libro presenta una constante variable y una serie de factores dinámicos. Los periodos históricos son los únicos cimientos concretos en los que descansa el libro, de ahí que la estructura sea más cronológica que temática. Dentro de cada periodo, la narración pasa de una perspectiva a otra –espero que, al hacerlo, no se convierta en una narración esquemática y artificial, sino que se imponga más bien la capacidad de asociación, que a veces empaña la imagen histórica, pero que creo ofrece una visión más auténtica de la realidad del pasado–. La narración no se interrumpe con aportaciones teóricas, sólo con explicaciones de determinados sucesos y descripciones más detalladas de la personalidad de algunas figuras. La teoría vuelve a entrar en escena cuando el ámbito académico empieza a desempeñar un papel importante en la relación entre la comunidad palestina israelí y el Estado judío y, en consecuencia, se ofrecen en dos ocasiones interpretaciones académicas alternativas de esta historia: en el apéndice teórico y en los diversos momentos de la historia en que las teorías introducidas por figuras del mundo académico se convierten en herramientas del gobierno –como sucede con las teorías de la modernización– o de los que cuestionan la política gubernamental –como las teorías del colonialismo interno y la etnocracia.

Los lectores familiarizados con las obras especializadas son conscientes de que existe un abismo insalvable entre la representación definida y estructurada de una realidad determinada y la existencia opaca, fracturada y caótica que caracteriza a la experiencia de esa misma realidad. Cuando la investigación es demasiado pulcra, los aromas se desvanecen y las representaciones asépticas no logran alumbrar, sobre todo en esta historia que narra la navegación casi imposible a través de exigencias contradictorias, las privaciones de la vida cotidiana y la lucha por la supervivencia. Este libro no pretende idealizar a los palestinos de Israel o, como se los conoce en el mundo árabe, «los árabes de 1948»; lo que querríamos es humanizarlos en aquellos lugares donde han sido olvidados, marginados o demonizados.

Este libro representa, además, un modesto intento por entender la realidad desde el punto de vista de la minoría, considerando que no se trata sólo de una comunidad de personas que sufren, sino también de una parte natural y orgánica del pueblo y la historia de Palestina. Para intentar comprender lo que ha padecido esta comunidad, tenemos que remontarnos como mínimo hasta 1947, cuando la región que se convirtió en Israel era aún Palestina. Aquí comienza nuestra historia.

[1] Sammy Smooha y Don Peretz, «The Arabs in Israel», Journal of Conflict Resolution 26, 3 (septiembre de 1982), pp. 451-484.

[2] Nadim N. Rouhana, «The Political Transformation of the Palestinians in Israel: From Acquiescence to Challenge», Journal of Palestine Studies 18, 3 (primavera de 1989), p. 55.

[3]Ibid.

[4] Nadim N. Rouhana, Palestinian Citizens in an Ethnic Jewish State: Identities in Conflict, New Haven, Yale University Press, 1997, y As’ad Ghanem, The Palestinian-Arab Minority in Israel, 1948-2000: A Political Study, Nueva York, SUNY Press, 2001.

[5] Ilan Pappé, The Ethnic Cleansing of Palestine, Nueva York y Londres, Oneworld Publications, 2006 [ed. cast.: La limpieza étnica de Palestina, Barcelona, Crítica, 2009].

[6] Ilan Pappé, Out of the Frame: The Struggle for Academic Freedom in Israel, Londres, Pluto Press, 2010.

1. Sobre las cenizas de la Nakba

LA TIERRA QUE FUE PALESTINA, 1947

Los informes sobre los pueblos palestinos que recopilaron los servicios de inteligencia de la Haganá, la resistencia clandestina judía, durante la época del Mandato Británico de Palestina, son una lectura fascinante. Los agentes de inteligencia de esta organización redactaron informes sobre cada uno de los pueblos palestinos, un millar en total. Este proceso de registro se puso en marcha en 1940 y se prolongó durante siete años. Cada uno de estos informes contenía la información más detallada que se pudiera recabar, desde los nombres de las familias más importantes a la profesión y la filiación política de la mayoría de los habitantes, desde la historia del pueblo a la calidad de la tierra; incluían descripciones de los edificios públicos y se especificaba incluso qué frutos daban los árboles de los huertos que se solían plantar en los alrededores de los pueblos[1].

Son una fuente de información muy valiosa, sobre todo porque demuestran hasta qué punto los sionistas estaban preparados para apoderarse de Palestina. Los informes incluyen fotografías aéreas de cada población y de su entorno, e indican la ubicación de los puntos de acceso, además de evaluar la riqueza y el número de armas de que disponían los hombres y los jóvenes del lugar.

No menos importante, sin embargo, es el valor que poseen estos informes en cuanto fuente de información histórica para el estudio de las condiciones sociales y económicas de la Palestina rural en la época del Mandato Británico. Dado que se pusieron al día por última vez en 1947, ofrecen además una imagen dinámica del cambio y de las transformaciones. Cuando se compara esta información con otras fuentes, como la prensa de la época, por ejemplo, con la publicación oficial Palestine Gazette que editaba el gobierno del Mandato Británico, la Palestina rural, de manera muy similar a la Palestina urbana, se nos presenta como una sociedad en continuo movimiento, que mostraba signos de expansión económica y de estabilización social después de años de depresión económica y agitación social.

Por primera vez, casi todos los pueblos contaban con una escuela, agua corriente y un sistema de alcantarillado eficaz; el rendimiento de los campos era abundante y, según se desprende de los informes, las antiguas reyertas familiares se habían solucionado. En las ciudades y en los pueblos más grandes la prosperidad también era incipiente. Los primeros graduados de las universidades del mundo árabe, entre ellas las universidades americanas de Beirut y de El Cairo, comenzaban a desarrollar carreras profesionales en Palestina, y se estaba empezando a formar esa nueva clase media que tanto necesitaban las sociedades para efectuar la transición hacia el nuevo mundo capitalista que había levantado el colonialismo y el imperialismo europeo. Muchos de estos graduados decidieron hacer carrera en el gobierno del Mandato Británico como funcionarios de mayor o menor rango –en 1946, los funcionarios palestinos llegaron incluso a unirse a sus colegas judíos para organizar una huelga en la que reivindicaban una mejora de los salarios y de las condiciones laborales–. La prosperidad se reflejaba en el desarrollo arquitectónico. Se podían ver por todas partes calles y barrios nuevos, e infraestructuras modernas.

El paisaje urbano, al igual que el paisaje rural, conservaba aún un aspecto muy árabe y palestino en vísperas de la Nakba –la catástrofe de 1948–. Desde el punto de vista político, no obstante, el equilibrio de poder había variado. La comunidad internacional estaba a punto de iniciar un debate en torno a la futura identidad del país con dos aspirantes en igualdad de condiciones. La Sociedad de Naciones había aceptado que el mandato para decidir el futuro de Palestina después del gobierno británico en la región expiraría en 1948. Ya en febrero de 1947, el Consejo de Ministros británico había anunciado que trasladaría el problema de Palestina a la ONU, que a su vez nombró una comisión especial, el Comité Especial de las Naciones Unidas para Palestina (UNSCOP), para deliberar acerca del futuro de la Tierra Santa.

«No es justo», se lamentaba David Ben Gurión, líder de la comunidad judía y futuro primer ministro de Israel, en una comparecencia ante el UNSCOP. «Los judíos tan sólo representan un tercio de la población total y poseen una parte muy pequeña del terri­torio»[2]. De hecho, había 600.000 judíos y 1.300.000 palestinos; los judíos poseían menos del 7 por 100 del territorio, mientras que la mayoría de las tierras de cultivo –la totalidad, en algunas regiones– estaban en manos de los palestinos.

Las quejas de Ben Gurión desconcertaban a los palestinos, que todavía se enfurecen cuando recuerdan estas declaraciones. Teniendo en cuenta, precisamente, este equilibrio demográfico y geográfico, consideraban que cualquier plan de futuro que no permitiera a la inmensa mayoría del pueblo de Palestina decidir su destino era inaceptable e inmoral. Es más, la mayoría de los judíos eran colonos y recién llegados –tan sólo llevaban allí tres años, mientras que los palestinos eran la población autóctona y nativa–[3]. Pero su opinión no contaba. Tampoco ayudó demasiado que los líderes palestinos decidieran boicotear al UNSCOP y que la política de Palestina estuviera sobre todo en manos de la Liga Árabe, que no siempre tenía en cuenta los intereses de los palestinos.

La ONU decidió apaciguar a Ben Gurión: abrió las puertas a la inmigración ilimitada de judíos y asignó el 55 por 100 del territorio al Estado judío.

Los líderes judíos eran perfectamente conscientes, incluso antes de que les pidieran una respuesta al plan de la ONU, de que los palestinos y los árabes rechazaban por principio el plan de partición. Por tanto, cuando la comunidad judía dio su visto bueno al plan, ya sabía que no había demasiado riesgo de que la oposición de los árabes y los palestinos pusiera en peligro su aplicación. No obstante, desde entonces, la propaganda israelí siempre ha afirmado que el hecho de que Israel aceptara el plan y Palestina lo rechazara demuestra que, al contrario que los intransigentes palestinos, ellos tenían intenciones pacíficas. Pero lo más importante es que el gobierno israelí utilizaría más adelante la oposición de los palestinos como argumento para justificar su decisión de ocupar algunos territorios que el plan de partición de la ONU había asignado a los palestinos.

El mundo árabe declaró su intención de iniciar una guerra para impedir que este plan se llevara a cabo, pero no disponía de los medios ni de la voluntad para hacerlo. Tres meses antes de que los ejércitos árabes entraran en Palestina en mayo de 1948, las fuerzas militares de la comunidad judía pusieron en marcha un proceso de limpieza étnica de la comunidad palestina: los expulsaron de sus hogares, de sus campos y de sus tierras. Gracias a esta maniobra, las fuerzas judías lograron incorporar un 23 por 100 más de territorios a los que les había concedido la ONU. En enero de 1950, el Estado de Israel ya ocupaba prácticamente el 80 por 100 de Palestina. Los que permanecieron allí se convirtieron en los «árabes de Israel», y empezaron a construir lentamente su vida sobre las cenizas de esta catástrofe.

EL SUEÑO SIONISTA Y LA REALIDAD BINACIONAL, 1949

Las fotografías de los primeros días de 1949 hablan por sí solas. En ellas los palestinos aparecen asustados, confundidos, desorientados y, sobre todo, traumatizados. De la noche a la mañana se habían encontrado con una nueva realidad geopolítica. La Palestina que ellos conocían había desaparecido y había sido sustituida por un nuevo Estado. Los cambios visibles eran tan evidentes que no se podían ignorar. Muchos de sus compatriotas, unos 750.000, habían sido expulsados en 1948 y no se les permitía regresar. Pasaron a convertirse en refugiados o en ciudadanos del reino hachemita de Jordania, o decidieron vivir bajo un régimen militar en la zona egipcia de la Franja de Gaza. Del millón de palestinos que habitaban la región que se acabó convirtiendo en el Estado de Israel (el 78 por 100 de los territorios de la Palestina del Mandato Británico), sólo quedaban 160.000 en 1949.

Aún se conservan fotografías de los pequeños reductos, cercados con vallas y alambradas, en los que las personas que habían decidido quedarse en las ciudades destruidas y desiertas se vieron obligados a vivir durante días o incluso semanas. Estas primeras tentativas de concentrar a los palestinos que habían perdido sus hogares pero que no habían querido abandonar sus ciudades se realizaron bajo la supervisión de oficiales israelíes, que llamaban «guetos» a estas zonas de confinamiento. Los guetos desaparecieron en 1950, cuando surgió un panorama geopolítico más humanitario, pero hasta entonces simbolizaban, más que ninguna otra imagen, la penosa situación en las que se encontraban estos palestinos[4]. No menos dramática era la imagen de los que eran expulsados por intentar regresar a su hogar una vez que la lucha había terminado.

A este nuevo panorama había que añadir el ruido de los tractores y los buldóceres que trabajaban para el Fondo Nacional Judío y otras agencias gubernamentales israelíes a las que el gobierno había ordenado judaizar, con la mayor rapidez, las áreas rurales y urbanas que hasta entonces habían pertenecido a los palestinos. El objetivo no consistía únicamente en depurar Israel de árabes, sino también en facilitar tierras y viviendas a los nuevos inmigrantes judíos que llegaban desde Europa y desde el mundo árabe. La operación de demolición y destrucción fue diseñada y supervisada por Yosef Weitz, el director del Departamento de Tierras del Fondo Nacional Judío. Este organismo había intentado adquirir tierras en la época del Mandato Británico, y el hecho de que sólo lograra hacerse con el 7 por 100 de las tierras de cultivo es una de las razones de que los líderes judíos optaran por emplear la fuerza para apoderarse de una gran parte de Palestina para levantar su futuro Estado. El 19 de julio de 1948, el superior de Weitz, el primer ministro de Israel David Ben Gurión, había anotado en su diario: «Los pueblos árabes abandonados tienen que desaparecer»[5]. Dos años después, la Agencia Judía había conseguido hacerse con dos millones de dunams (1 dunam equivale a 1.000 metros cuadrados) de tierras palestinas, lo que significaba que sólo los ciudadanos judíos podían beneficiarse de ellas.

Cada palestino experimentaba el trauma de manera distinta según el lugar donde vivía. Quienes residían en las ciudades más importantes de Palestina, donde antes representaban la mayoría autóctona, se habían convertido en una minoría insignificante, y vivían bajo un severo régimen militar. A su alrededor, la apariencia habitual de una ciudad árabe había experimentado una transformación radical: los edificios que no habían sido demolidos habían caído en manos de los inmigrantes judíos. La mayoría de los palestinos urbanos fueron expulsados y los que se quedaron acabaron arrinconados en pequeños guetos en las partes más desfavorecidas de Haifa, Jaffa, Ramla y Lod. En el entorno rural, sólo habían quedado intactos unos cien pueblos de los quinientos que había antes de 1949. En el resto de las poblaciones, los tractores israelíes habían echado a los vecinos para construir parques de recreo o asentamientos judíos. Una de las experiencias más terribles fue la que vivieron los palestinos que habitaban la costa mediterránea: un gran número de poblaciones desaparecieron de la faz de la tierra en 1948. Sólo quedaron dos. Y los nómadas o seminómadas, los beduinos del sur, acabaron haciendo largas colas para inscribirse como ciudadanos israelíes después de firmar un juramento de lealtad al Estado judío[6].

Las escenas que se podían contemplar en las ciudades de Haifa y de Jaffa en aquellos primeros días del Estado reflejan la magnitud de la transformación y del trauma, que afectaban sobre todo a los que habían pertenecido a la población urbana y que, después de ser expulsados, se habían trasladado en algunos casos a los pueblos cercanos. De los recuerdos orales y las memorias escritas de estos ciudadanos palestinos se desprende que su vida en los primeros días del Estado judío estaba dominada por la pérdida, el pánico y la desesperación.

A algunos de los palestinos que se habían trasladado al campo se les permitió regresar con el paso del tiempo pero no a todos, ni mucho menos. Uno de los traumas, por tanto, era el que sufrían las personas que, a su regreso, descubrían que otros se habían apropiado de su casa; otro, el de los que vivían durante un año, más o menos, en su propia casa, y después eran desalojados y trasladados a la fuerza al campo (al menos en la época del régimen militar, es decir, hasta 1966). «Mi madre se puso histérica, “¿No te das cuenta de que no vamos a volver nunca? Ni tu libro [en medio de aquel caos, yo seguía leyendo mi libro], ni nosotros, ni nada”», recordaba Umn Muhammad, que estaba en tercero cuando los expulsaron del barrio de Halisa, en la ciudad de Haifa, para enviarlos a un pueblo cercano[7]. Muchos, como esta madre, descubrieron, cuando intentaron regresar en los años sesenta, que otros se habían apropiado de las casas y de los negocios –librerías, bufetes de abogados, tiendas de comestibles– donde habían vivido y trabajado durante generaciones. Sin duda muchas de las personas que tenían intención de regresar acabaron desterrando la idea y se resignaron a vivir en el campo, en pueblos que apenas se podían abastecer, ahora que las autoridades israelíes les habían confiscado los campos.

Peor aún era quedarse en las ciudades para contemplar con sus propios ojos cómo sus casas o sus negocios quedaban reducidos a escombros o caían en manos de otras personas. Algunos testigos aún prefieren permanecer en el anonimato. Tal es el caso de Hannan, el nombre ficticio de una mujer jubilada que vive en Haifa en la actualidad. Su familia vivía en un piso, en un edificio de su propiedad, y su padre tenía una pequeña fábrica de materiales de construcción cerca de allí. Los restos de estos dos edificios todavía se pueden contemplar en la ciudad. Su familia partió en enero de 1948, siguiendo el ejemplo de otras familias acomodadas de Haifa que tenían recursos para viajar y vivir en Beirut o en El Cairo. Las familias de clase alta querían sortear los peligros de la guerra que se avecinaba, pero tenían la esperanza de poder regresar más adelante; dejaron todo lo que tenían en sus casas. La inmensa mayoría de los habitantes de Haifa, por supuesto, no podía costearse el viaje y se quedaron hasta que fueron expulsados por las fuerzas judías en abril de 1948. A su regreso, la familia de Hannan descubrió que tanto su casa como su fábrica habían sido confiscadas y que ahora pertenecían a unos judíos. Como tantas otras familias, la de Hannan nunca recibió compensación alguna y, según recuerda, vivían bajo el temor constante a que los volvieran a expulsar y les expropiaran su nueva residencia en la ciudad[8].

La de Hannan no era la única familia de Haifa que no podía vivir en su propio hogar. Vivían al lado de sus antiguas casas, y tenían que contemplar con dolor cómo las ocupaban los invasores. Ante las enérgicas presiones internacionales, en particular las de Estados Unidos, unos 25.000 palestinos expulsados regresaron a lo largo del primer año de vida del Estado en el marco de un programa de reunificación familiar. Esto sucedió a lo largo del año 1949, cuando la comunidad internacional, en particular la ONU, pidió a Israel que permitiera el regreso incondicional de los refugiados a sus hogares (tal y como lo expresó la Asamblea General de las Naciones Unidas en la resolución número 194 del 11 de diciembre de 1948). Israel se opuso firmemente a acatar esta resolución, pero el gobierno se vio obligado a ceder ante las presiones de la Administración americana y facilitó el regreso de un reducido número de refugiados que estaban dispuestos a prestar juramento de lealtad al Estado judío[9].

Procedían, en su mayoría, del Líbano y descubrieron que, en el breve periodo de su ausencia, los inmigrantes judíos se habían apoderado de sus casas, de tal manera que algunas familias importantes que habían vivido en casas relativamente lujosas del monte Carmelo en los años del Mandato tuvieron que conformarse con una mugrienta habitación en los barrios más atestados y desfavorecidos del centro de Haifa. Emil Habibi, el famoso escritor nacido en Haifa que más adelante acabaría abrazando la política, dejó constancia de este aspecto concreto de la tragedia. Cuando regresó, una vez terminada la lucha, vio que estaban tirando sus muebles por la ventana de su piso de la calle Abbas, en las laderas de la montaña[10]. Se acercó a los nuevos propietarios, les preguntó por qué se deshacían de sus pertenecías, y le respondieron: «Ahora esta es nuestra casa». Con gran esfuerzo, consiguió alquilar una casa en la misma calle. Muchos de los que regresaron contaban historias similares.

Habibi perdió algo más que sus muebles. En una entrevista con Shimon Balas, uno de los pocos intelectuales judíos iraquíes de Israel que se mantuvieron fieles a las raíces y a la cultura árabe, recordaba: «Después de 1948 me trasladé a Nazaret y allí me quedé aterrorizado cuando me enteré de que a mis dos hijas les daba miedo hablar con un chico en la calle. Antes de 1948 vivíamos en la calle Abbas, y allí los niños cristianos y los niños musulmanes éramos amigos, íbamos a las mismas fiestas, la vida era diferente, entonces; no nos daba miedo charlar y hacer nuevos amigos»[11].

Para algunos palestinos, lo que había marcado el comienzo de una nueva época no habían sido las propiedades que habían perdido o les habían confiscado, sino la profanación de todo lo que hasta entonces había sido más sagrado y querido para ellos, como las iglesias y las mezquitas de las ciudades y del campo. El padre Deleque, un sacerdote católico de Jaffa, recordaba que en 1948 «los soldados rompieron las puertas de mi iglesia y robaron numerosos objetos preciosos y sagrados. Después tiraron las estatuas de Cristo en un jardín cercano». Sabía que el gobierno y los militares locales habían prometido en repetidas ocasiones que respetarían la inviolabilidad de las mezquitas y de las iglesias, pero señalaba que «sus actos no se correspondían con sus palabras»[12]. Por lo general, se respetaban más las iglesias que las mezquitas, pues fueron muchas las que desaparecieron del paisaje palestino en el nuevo Estado de Israel.

La transformación destructiva del pasado en una nueva realidad era especialmente difícil de entender para las elites de los centros urbanos. En Haifa, en la tarde del 1 de julio de 1948 el gobernador militar judío convocó a los palestinos más destacados para que acudieran a una reunión. Estos notables representaban a los escasos miles de palestinos que quedaban después de la expulsión de más de 70.000 conciudadanos suyos. El propósito de la reunión era ordenarles que facilitaran el traslado de todos los árabes de la ciudad a un solo barrio en Wadi Nisnas, la parte más desfavorecida de la ciudad. Algunos de los que recibieron esta orden habían vivido durante mucho tiempo en las laderas más altas del monte Carmelo, o en el propio monte.

Tenían que trasladarse antes del día 5 de ese mismo mes. Los líderes se quedaron estupefactos. Muchos de ellos pertenecían al Partido Comunista, que había respaldado la partición, y pensaban que ahora que había terminado la lucha podrían recuperar su vida y volver a la normalidad. «No lo entiendo; ¿es una orden militar?», protestó Tawfiq Tubi, futuro representante del Partido Comunista en la Knéset. «Tenemos que pensar en la situación de esta gente. No veo ninguna razón, ni siquiera militar, que justifique esta maniobra». Y terminó su intervención con las siguientes palabras: «Exigimos que la gente permanezca en sus hogares». Otra de las personas que participaron en la reunión, Bulus Farah, clamaba: «Es un acto racista», y declaraba que esa maniobra representaba la «marginación de los palestinos de Haifa»[13].

Ni siquiera este documento tan árido puede disimular la reacción del comandante militar israelí: glacial y metálica.

«¡Se sientan ahí y se atreven a darme consejos, cuando lo que se les pide es que atiendan a las órdenes del Alto Mando y colaboren! No me meto en política, no me importa la política. Me limito a obedecer órdenes… Cumplo las órdenes y he de asegurarme de que esta orden se ejecuta antes del día 5… De lo contrario, yo mismo haré que se cumpla. Soy un soldado».

Cuando el comandante terminó su largo monólogo, Shehada Shalah le preguntó: «Y, si una persona tiene una casa en propiedad, ¿tiene que abandonarla?».

«Todo el mundo tiene que irse», respondió el comandante.

Tampoco se podía pasar por alto el problema económico. Se informó a los notables de que los expulsados tendrían que correr con los gastos de aquella mudanza forzosa. Victor Hayat intentó hacer entender al comandante que se tardaría más de un día en comunicarle la noticia a todo el mundo y que, por consiguiente, no dispondrían de demasiado tiempo. El comandante replicó que cuatro días eran suficientes. La persona que transcribió la reunión anotó: «Todos los representantes árabes gritaron “pero es muy poco tiempo”, y el comandante replicó “ya está decidido”»[14].