Manual de la perfecta coqueta - Rafael de Santa Ana - E-Book

Manual de la perfecta coqueta E-Book

Rafael de Santa Ana

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Beschreibung

Como perfecto complemento a su afamado Manual del perfecto mujeriego, Rafael de Santa Ana nos presenta en esta obra un texto satírico que pretende retratar a ciertas mujeres de su época, dadas a emplear la coquetería como un recurso capaz de acarrear ganancias tanto materiales como morales. Un nuevo y desternillante texto de humor en el que buena parte de la sociedad de su época queda retratada, y no de la manera más agradable posible.

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Seitenzahl: 132

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Rafael de Santa Ana

Manual de la perfecta coqueta

(OBRA DE TEXTO)

Saga

Manual de la perfecta coqueta

 

Copyright © 1918, 2022 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726686364

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Capítulo preliminar.

BREVES PALABRAS A GUISA DE PRÓLOGO

Al aparecer este Manual De La Perfecta Coqueta, con el que se enriquece nuestra Biblioteca de Educación Cívica, debemos llamar la atención de nuestras lectoras, pues ahora nos toca escribir para la archibellísima mitad del género humano, de que no nos hemos propuesto en manera alguna al escribir esta obra de texto, de ocuparnos en ella de enseñar las malas mañas de una mujer coqueta, sino precisamente de todo lo contrario. Enseñaremos en este volumen, cómo la coquetería bien administrada de una mujer, puede producirle pingües ganancias materiales y morales.

La coquetería, como arte que es, puede ser buena o ser mala, que dentro de ella cabe toda la escala de la moral.

Nos hemos acostumbrado a hablar de la mujer coqueta siempre en tono despectivo y despreciable, sin pararnos a comprender toda la inmensa desgracia que supondría para la estética y la belleza, que desapareciera de la sociedad este arte suntuario de la gracia femenina.

En el momento en que desapareciera del instinto de la mujer su innata coquetería, perdería para el hombre la mayor parte de sus encantos.

Conociendo nosotros esta necesidad de existir de la mujer coqueta, nos hemos decidido a escribir el presente Manual.

La dama austera más celosa de sus deberes, igual que la de carácter abierto y alegre en el más lato sentido de la palabra, podrán leernos con toda confianza, en la seguridad de que hallarán en las páginas que integran este Manual De La Perfecta Coqueta, algo que aprender y mucho en que deleitarse.

La coquetería nació con la primera mujer, y de ésta vino el contagio a vulnerar a todos los nacidos, hombres y mujeres; porque no tengan éstas la vanidad de creerse las únicas poseedoras del arte de la coquetería, que también el hombre, estimulado sin duda por el abuso que de tal arte llegaron a hacer las mujeres, se infeccionó del virus de la coquetería, llegando en tres grandes períodos del mundo a disputar a la mujer el cetro del coquetismo, valiéndose para ello de sus mismas artimañas de fascinación.

La antigua Grecia, emporio del arte allá en la época más remota, alcanzó asimismo los honores de producir la coquetería masculina. Los hombres, en un desatado frenesí de loco desvarío, embellecíanse, se acicalaban a usanza de la mujer, usaban sus mismos afeites, adornábanse con afeminados rizos, agrandábanse los ojos y pintaban sus labios para disputar a la mujer la soberanía de la belleza.

El contagio de esta podredumbre llegó a Roma, la inmortal de los Césares, la Roma corrompida en la que se enseñoreó el libertinaje acuciado por el asqueroso coqueteo de los hombres que, en la inversión de sus gustos, llegaron en el desenfreno de sus absurdas pasiones, a endiosar la belleza masculina...

Aquella perversión fué aplastada por los siglos guerreros, abriendo un paréntesis a la imbécil coquetería del macho, por necesitar el hombre en el espacio de estos siglos de todas sus energías, que si bien la coquetería es fuerza en la mujer, en el hombre es una debilidad...

Y transcurría el siglo XVII, y volvió a surgir en la Francia de los Borbones el hombre coqueto que tornó a competir con la mujer disputándose las mejores y más ricas galas en sedas, brocados, encajes...

Y llegó el siglo XVIII en que culminó otra vez el libertinaje impulsado por la depravación de todos, y llegó a adueñarse de Europa y volviendo a ser exterminado por las guerras... Que ya desde aquella Sodoma, se ve que únicamente el fuego puede purificar la maldad de los hombres.

Y todos hemos visto surgir el seudo hombre coqueto de nuestro siglo XX, refinado, untuoso, el que arregla su silueta al gusto femenino, el que vuelve a pintarse ojeras y a enjoyarse con alhajas de mujer...

Y no podía por menos de presentarse el pavoroso fantasma de la guerra, una guerra cruenta, única en los anales de la tierra, que, bien venida sea, si cuando la aurora de la paz alumbre nuestros ojos, han desaparecido, para siempre, las odres repugnantes de los hombres coquetos.

El germen de la coquetería todos lo llevamos latente en nuestro sér.

De la mujer no hay que dudar, porque coquetería y mujer son sinónimos.

Pero en el sexo fuerte, en el feo, en el basto, en el masculino, el coqueteo es algo graciosamente triste, que a un tiempo nos conmueve y provoca la risa.

La vanidad en el hombre no es más que una forma de la coquetería.

Nosotros dividimos a los coquetos en dos categorías: estáticos y dinámicos. Los primeros son esos seres que a veces están pidiendo un Manual, esos abortos de la razón, ludibrio del mundo, que se atreven a presentarse en sociedad con el rostro maquillado, modales mujeriles, a las que intentan remedar movimientos y maneras, caminando con cierto balanceo de caderas, propio de una modistilla más que de un hombre, y dirigiendo a éstos al pasar miradas incendiarias, como si estuvieran haciendo oposiciones a una paliza...

Los coquetos dinámicos son los vacíos de mollera que coquetean con el sentido común de los demás.

Dos o tres ejemplos:

El magistrado de audiencia que no se atreva a reirse en público por no perder el prestigio de la seriedad de su cargo; pero que se atreve a lanzarse a la calle con gabán entrabillado, es un coqueto.

El doctor en Medicina, prestigio de la facultad, que por morbosa afición emborrona cuadros, atreviéndose a correr el ridículo de que le desechen un aborto pictórico en un certamen público, es otro coqueto.

El que se gasta miles y miles de duros para tener el galardón de poder ostentar en las portezuelas de sus carruajes un blasón con corona, ese es coqueto y medio.

Y así seguiríamos casi indefinidamente.

En este Manual De La Perfecta Coqueta hallarán nuestras lectoras un tipo de mujer, la Rucha, que le brindamos como modelo a estudiar y copiar, cada una dentro de la esfera en que desenvuelva su vida.

Además de esa figura, ofrecemos otras varias, todas tomadas del más precioso natural, que la comedia de la vida nos da hechos, a los que la estudiamos, asuntos y personajes, y nosotros no tenemos otra misión que trasladarlos a las cuartillas.

Saludamos con toda la efusión de nuestro agradecimiento al sexo bello que nos distinga con su benevolencia, y con todos nuestros respetos a aquellas otras que no les parezca bien nuestra honrada labor.

Aspiramos a que este Manual tenga muchas lectoras y más de un lector.

CAPÍTULO I

LA «RUCHA». — CAMINO DE LA VIDA

El pueblo entero conocía por el remoquete de la Rucha a Juana, la hija de la tía Cascarria y del tío Pasalotodo, que nació allá en la pobrísima aldea de la más pobre provincia castellana. Criada entre el estiércol de los corrales y los fangares de las cochineras, empezó a crecer y a desarrollarse sin otros conocimientos que los archilimitados de sus padres, esto es: que bicho que no come muere, y que por la carretera que cruza cortando los chozales de la aldea, se va y se viene a otros lugares, donde según los leídos del lugar, que no son otros que el cura, que acude cada domingo a cumplir con los deberes espirituales en la medio derruída iglesia, y el cabo de la Guardia civil, existen casas altas con más de un piso y grandes balconadas, y mujeres que se lavan la cara y mozos limpios y espigados que saben demostrar sus quereres a las mozas guapas, con frases agradables y dichos ingeniosos.

—¡Quién fuera por esos mundos! (Lección I. —La Naturaleza, al infiltrar el germen de la curiosidad en la primera mujer, creó la primera coqueta.)— sedecía Juanilla allá muy para sus adentros, cuando sola se alejaba del caserío y se miraba su curtido rostro enmarcado en enmarañada cabellera, en la quieta linfa del charco que dejara la última lluvia (Lección Ii.— Cuando la primera mujer se miró en las aguas del primer arroyo, se arregló instintivamente el cabello, naciendo entonces a la vida la coquetería.) e instintivamente, después de recrearse a todas sus anchas levantaba la cabeza oteando el horizonte y queriendo penetrar en el más allá de su aldea...

(Lección Iii .—La curiosidad, que tanto ha contribuído a la pérdida del género humano, y que es cualidad ingénita de la mujer, fué la promotora de la coquetería. La primera mujer que intentó perfeccionar la obra de la Naturaleza, lo hizo por la curiosidad de ver cómo estaba con aquella mejora. Tuvo curiosidad de ver el efecto que la variación causaba en sus semejantes. Si no hubiera existido la curiosidad no habría brotado la coqueta.)

—¡Madre! ¿Por qué no nos vamos de aquí?—preguntaba alguna vez a la tía Cascarria.

—¿Adónde?—contestaba la madre después de sorber su propia destilación y de limpiarse las narices con su brazo.

—¡A otra parte! ¡A la capital! ¡Adonde se fué la Lisiada! ¡A ver lo que es el mundo! Fuera de aquí, dice el cabo de la Guardia civil que se vive mucho mejor... Yo podría trabajar... Ganar dinero...

—¡Un pie de paliza es lo que te vas a ganar como vuelvas a pensar en esas tonterías! ¡Arre allá! ¡A acarrear leña! ¡So vagancia!

Y un maternal puñetazo y un par de maldiciones ponía fin al diálogo.

Pero a Juanilla se le había metido entre ceja y ceja unas ansias muy grandes de un no sé qué, y no podía vivir tranquila un solo instante. La aldea le pesaba sobre su alma. La ordinariez de sus paisanos le repugnaba sin darse cuenta del por qué. Envidiaba a cuantos podían abandonar el poblado, hasta a las bestias de los arrieros que pasaban por la carretera... ¡Esas podrían respirar en otros lugares...!

Un día, muy al amanecer, cuando se hallaba echándole el pienso a las gallinas, vió cruzar como una exhalación ante sus ojos, por la carretera, un automóvil. Casi pudo distinguir la silueta de una mujer envuelta en gasas, que flameaban azotadas por el viento. (Lección Iv. —Cuando vemos flamear al viento gasas más o menos policromadas, pensamos inmediatamente en que aquellas leves urdimbres pertenecen a una mujer coqueta.) La vió como a reina de cuento de hadas... —¡Quién fuera ella!—pensó, y desde aquel punto y hora tomó cuerpo en su lugareña fantasía la idea de una fuga...

(Lección V.—Si una mujer no tiene latente en la masa de la sangre el germen de la coquetería, nunca pasará por su imaginación la idea de fugarse de su casa.)

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

El panne no carecía de importancia. Un tornillo del diferencial se había partido y era preciso sustituirlo con uno nuevo...

Los que ocupaban el auto, dos hombres y dos mujeres, aprovecharon el tiempo largo que necesitaba el mecánico para la reparación, apeándose del coche para estirar los entumecidos miembros y satisfacer algunas leves necesidades corporales...

Ellas saliéronse de la carretera, mientras que los hombres, más impúdicos, apartáronse sólo unos pasos para allí mismo cumplir con aquel deseo natural, mientras el chauffeur, panza arriba en la madre tierra, operaba bajo el carruaje elevado a merced de potente gato...

Las dos mujeres se adentraron en un campo sembrado de trigo que empezaba a amarillear y que casi las cubría ocultándolas a los ojos indiscretos de algún curioso lugareño.

De improviso, las dos señoras fueron sorprendidas por una cabeza que igual podía pertenecer a un mozuelo que a una zagala y que surgió de entre las mieses.

Las dos mujeres lanzaron un grito de terror (Lección Vi.— Lamujer que es sorprendida en la ejecución de un acto natural, por coqueta que sea, siempre lanzará un grito.), aunque presto se tranquilizaron al ver aparecer el cuerpo a que correspondía la selvática cabeza. Era Juanilla, para quien aquellas dos demimondaines representaba el milagro más grande de cuantos oyera relatar al señor cura.

Persiguiendo a un lechoncillo que se le escarrió por entre la tierra nacida, la suerte le proporcionó la contemplación del espectáculo para ella más emocionante: ver de cerca a dos mujeres de la capital y poderlas contemplar en la intimidad de la ejecución del acto más natural de la vida.

¡Y lo hacían igual que ella!

(Lección Vii.— En el reino de la coquetería no ha entrado reforma alguna que modifique la realización de este desahogo de la Naturaleza.)

Juanilla quedóse extática ante las dos viajeras, con una boca de a cuarta y con los ojos muy abiertos y sin parar de posarlos sobre todas las galas externas e internas de aquellas damas.

No volvía de su asombro al ver que aquellas mujeres usaban calzones. ¡Pero qué finos! ¡Con cuántos encajes! ¡Cuánta seda! ¡Qué medias tan finas! Pues, ¿y las ligas?

(Lección Viii. —Siempre han constituido las ligas uno de los primeros alicientes de la coquetería en la mujer; pero de pocos años a esta parte ha debido disminuir en importancia, puesto que se ha aumentado el número de las que aprisionan las medias alrededor y por encima de las turgencias más recónditas de la bella mitad del género humano. Hoy van por esas calles mujeres que no se sujetan los forros de sus bien torneadas extremidades inferiores con menos de cuatro o más adminículos... Luego, al desnudarse, serán los trabajos.)

Por un momento pensó en huir; pero al notar que las dos señoronas, lejos de enfadarse, soltaron el trapo a reir si tenían qué, calmáronse sus temores atreviéndose también a reir a carcajadas.

—¿De qué te ríes?—preguntóle una de las sorprendidas.

—¡Pues de nada!

—¿Eres tonta acaso?

Aquella pregunta acrecentó la risa de Juanilla.

—¡Vamos! ¡Contesta! ¿Por qué te ríes así?—preguntó la otra.

—Pues... de alegría al ver que ustedes no se han enfadado conmigo...

—¿Y por qué nos íbamos a disgustar?

—¡Toma! ¡Porque como estaban ustedes haciendo eso...!

—¿Y tú no lo haces?

—¡Anda! ¡Igualito que ustedes! ¿Quieren verlo?

—¡No! ¡Déjalo para otra ocasión! (Lección Ix. —Hay espectáculos que se puede dar dinero por no presenciarlos.) ¿Qué pueblo es este?

—¡Ja! ¡Ja! Ja! ¡Mi pueblo!

—Lo habíamos supuesto. ¿Cómo se llama?

—¿No lo saben las señoras?

—No.

—¡Anda! ¡Y dice el cabo de la Guardia civil que en la capital saben tanto las mujeres! ¡Yo sé más que ustedes!

—¿Sí?—respondieron a un tiempo las dos desconocidas ahogando la risa que les rebosaba.

—¡Y tanto! ¡Como que yo sé cómo se llama este pueblo, y ustedes, no!

—¡Tienes razón! ¡Sabes más que nosotras!

—Pues se llama Realejo el Verde.

Y una salvaje risotada de triunfo coronó las últimas palabras de Juanilla.

(Lección X.—La risa bien administrada puede ser un rico plantel de triunfos.)

—¡Blanca! ¡Lydia!—gritaron desde la carretera los hombres, al ver que las mujeres tardaban en volver.

—¡Allá vamos!—respondió desde lejos una de ellas.

Y aparecieron las dos acompañadas de la mozuela.

—¡Creíamos que os habíais muerto!

—¡Pues ya veis que no! ¡Aquí tenéis a una chica de lo más granadito de Realejo el Verde! Es bonita, ¿no?

(Lección Xi. —Cuando una mujer se atreve a decir ante un hombre que otra es bonita, será porque seguramente cree que no lo es.)

—¡Quién sabe cómo será cuando se lave!—replicó uno de ellos.

—¡Acá no nos lavamos nunca!—dijo con cierto deje de orgullo la moza.

—¡Ya, ya lo vemos!—exclamaron a un tiempo los cuatro viajeros.

—¡Mi madre dice—agregó Juanilla—que el mundo se ha perdido por lavarse tanto la gente! ¿No es así?

—¡Tu madre debe de ser una sucia muy grande!

—¡Anda! ¡Como que tiene cerca de sesenta años!

—¡Sesenta años de porquería!—dijo uno.