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Desternillante texto satírico de Rafael de Santa Ana que presenta un retrato exagerado del arquetipo de canalla y mujeriego de su época, mediante la redacción de un supuesto manual de buenas costumbres que recoge con todo detalle todas las malas costumbres y comportamientos de este tipo de persona. Un texto tan revelador como certero a la hora de denunciar ciertos comportamientos reprobables tanto en su época como en el presente.
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Seitenzahl: 301
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Rafael de Santa Ana
(OBRA DE TEXTO)
BIBLIOTECA DE EDUCACIÓN CÍVICA
Saga
Manual del perfecto mujeriego
Copyright © 1918, 2022 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726686357
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
www.sagaegmont.com
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
Al hombre fornicario todo pan le es dulce y no cesará de pecar hasta el fin... Como caminante sediento, abrirá la boca a la fuente y beberá de toda agua cercana, y en cualquier palo se sentará y a cualquier saeta abrirá la aljaba hasta que más no pueda...
Salomón .
E como los otros pecados de su naturaleza matan el alma, éste empero mata el cuerpo e condena el ánima por do el su cuerpo luxuriando padece en todos sus naturales cinco sentidos...
Arcipreste de Talavera .(El Corvacho).
Nuptial love maketh manxind, friendly love perfecteth it, but wanton love corrupteth and embaseth it ( 1 ).
Lord Bacon .
Si deseas conservar lozana la flor de la vida, lee hasta el fin este Manual .
El Autor .
Lasciva est nobis pagina, vita proba est.
Marcial .
Dice Remy de Gourmont que no hay lectura más conveniente para el perfeccionamiento espiritual y el aborrecimiento de la carne, que la del Diccionario Erótico.
En este libro y sus similares ven, en efecto, los espíritus limpios, serenos y bien intencionados todo lo repugnante, triste y envilecedor de la lascivia. Tal libro explica claramente, a los que con atención lo estudian, de qué manera el hombre, la más noble y excelente criatura del Universo, el «Audacis naturæ miracolum», de Platón; el «Epítome del mundo», que dijo Plinio, se rebaja, corrompe y cae, hasta convertirse en el «Miserabilis homuncio» de Séneca.
Tal ha sido nuestro propósito al escribir este Manual del Perfecto Mujeriego. Las crudezas que en él se han estampado, son ejemplos necesarios para que vean claro y se despeje el humo de los ojos de los que viven en lujuriosa abominación y están poseídos de la «ineffrenata libido» anatematizada por Eurípides.
Todos debemos amar la vida, aunque no sea en algunas cosas amable, porque es única. Es un bien que no volverá y que todos debemos cuidar y gozar con cautela; es un capital grande o pequeño que estamos obligados a guardar lo más posible, para que nos produzca buenas rentas. La vida es efímera, y son por tanto respetables y dignos cuantos esfuerzos se hagan para mejorar esta posesión precaria, que disminuye dolorosamente de valor en cada día que pasa. Nada lo destruye más que la lujuria, y es por tanto obra meritoria abrir los ojos a los ciegos, enseñar la podre de la llaga y procurar que nuestros lectores la abominen; sacudir los espíritus de los obsesos, y fortalecer el de los abúlicos: contribuir, en fin, con un modesto grano de arena al edificio de la perfectibilidad humana. Así morderemos todos con confianza el pan blanco o negro de la vida, y cuando los días se precipiten y la ancianidad llegue, en vez de derramar lágrimas negras, malditas, malaventuradas, rabiosas, emponzoñadas y crueles, viviremos tranquilos en nuestros silencios y nuestra soledad, y veremos llegar el fin, pensando que los crepúsculos son también auroras.
El amor sensual es extravagante, dominador, cambiante, sin límites, irrefrenable, abrasador y funestísimo. Quebranta matrimonios, absorbe fortunas, destruye hogares felices y es fuente maldita de desastres. Por él acaecen muertes y daños, aniquila las fuerzas de los robustos, mata a los débiles y obscurece la inteligencia a los letrados. Los lascivos o mujeriegos, no se sacian nunca; persiguen a la mujer como toros en celo o caballos desenfrenados. Son los «raptores virginum et viduarum» del poeta latino, todo lo escarnecen y todo lo manchan. Quisieran poder decir como Próculo: «Quod quindecium noctibus centum virgines fecinet milieres»; quisieran tener miles de concubinas como Salomón; convertir el mundo en un inmenso burdel; hacer de su ciudad un lupanar, como decían de la de Florencia los moralistas del Renacimiento.
Sólo la buena fe nos ha inspirado este Manual. Hemos querido exponer en breves capítulos algo del vasto océano de insensatez e increíbles locuras en el que naufragan los lascivos; del nefando piélago lleno de rocas, escollos, monstruos crueles, olas rugientes, tempestades terribles, sirenas peligrosas, miserias trágicas y comedias absurdas o ridículas.
No creemos haber malgastado nuestro tiempo. Si así es, que los pudorosos no malgasten el suyo leyéndonos. No hemos escrito para ellos. El pudor acaso no sea sino una forma delicada de la hipocresía, y aborrecemos a los hipócritas. No escribimos para doncellitas ni para eunucos: escribimos para los fuertes y los sencillos de espíritu. Decía Augusta Livia, que para una mujer casta el hombre desnudo es como una estatua. Si algún falso Catón, eunuco de pensamiento, casto como los de cuerpo, ve en nuestra obra algún fin maligno, allá él con su conciencia. Mala mens, male animum.
En todas partes donde se va, está Querubín en un armario y Tartufo debajo de una alfombra. Tartufos ha habido siempre, que entienden ser senda de salvación la ignorancia: nosotros entendemos lo contrario. Moralistas pudibundos existieron en la Inglaterra de Isabel que pretendieron suprimir de la Biblia el Cantar de los Cantares, por considerarlo lascivo (meros amores, meran impudicitiam). Tanto hubiera valido prohibir la lectura del Génesis, en el que se describen los amores de Jacob y Raquel; rechazar el libro de los Números, por las fornicaciones del pueblo de Israel con las rameras moabitas; el de los Jueces, por los lúbricos abrazos de Sansón y Dalila, y el de los Reyes, por los adúlteros amores de David, las historias de Susana, Esther y Judith, o la pasión incestuosa de Amnon y Tamar.
El amor es ley del mundo y razón de ser de la Humanidad. Ocultar sus peligros y sus perversiones, disimular sus asechanzas, es contraproducente y ridículo. Debe escribirse, demostrando los males de la humana insania y lujuria y sugerir los remedios, como decían los clásicos: Taxando humana lasciviam et insaniam, sed et remedia docendo. Es lo que hemos querido hacer en este Manual. Te rogamos, pues, benigno e iluminado lector, que no interpretes mal nuestras intenciones, y que perdones todas nuestras faltas. Pásalas por alto, o, por lo menos, cállalas, y aún, si quieres, habla bien de este libro y deséale éxito.
Téngalo o no, hemos creído hacer obra de varón, entrando audazmente como los gladiadores romanos en el estadio de las lascivias y haciendo desempeñar a nuestros novelescos muñecos diversos papeles en la tragicomedia del amor sensual, para que nuestros lectores lo aborrezcan y lo aparten de sus almas.
Repitamos que en nuestras páginas sólo hay sinceridad y buena intención...
Honni soit qui mal y pense!...
Rafael de Santa Ana.
... The never lust wearied Antony...
Shakespeare.— Ant. y Cleop.
Mujeriego , dice el Diccionario de la Academia de la Lengua, es el «hombre dado a mujeres», es decir, el que entrega en absoluto su alma y su cuerpo a fornicarias, las ama a diestro y siniestro, y cuantas ve, tantas quiere.
Nuestra asignatura trata de la enseñanza práctica del mujeriego. El alumno que la estudie logrará fáciles triunfos amorosos. Conseguirá burlar, escarnecer, mancillar muchas hembras recatadas y pudorosas y se hartará de la miel con dejos amargos de los labios de las impúdicas rameras. Traspasará sus huesos la lujuria, y se convertirá en diablo desazonado o bellaco enojoso y abortado de vilezas, perdiendo la dignidad, la vergüenza y el dinero en mucho menos tiempo que el que emplearía siendo analfabeto en el complicado arte de convertir a la mujer en dócil instrumento de torpes placeres.
Todo hombre puede ser mujeriego. Hasta aquellos tristes semejantes nuestros que por depravación o misantropía parecen más alejados de la mujer, pueden hallar en nuestro libro medios más o menos naturales para acercarse a ellas y poseer sus encantos; porque no es paradójico, sino mundanamente axiomático, afirmar que en esta vida, para alcanzar algunas cosas blancas, tenemos que pretender cosas negras. Un maestro experimentado y anterior a la generación del 98, llamaba a este sistema «recovequear». Estaba en lo cierto.
La necesidad de este Manual y la importancia de sus lecciones es evidentísima, sobre todo para aquellos que viven y respiran en y por las mujeres. Así como Ovidio, Cátulo, Aretino y tantos otros, escribieron sus bellos libros eróticos para sabrosa enseñanza de los antiguos, es convenientísimo sintetizar en un pequeño libro sus máximas y darles forma más o menos libre, pero siempre ajustada a las necesidades del fornicario moderno. Quisiéramos haber podido escribir un tratado completo del amor sensual a la manera de Burton o Sthendal; pero sabemos que nuestros discípulos, a fuer de mujeriegos, son perezosos, y hemos preferido limitarnos a un breve compendio o Manual del Perfecto Mujeriego. Losque lo estudien con seriedad y lo practiquen sin vacilaciones eclipsarán a los libidinosos clásicos en locura rugidera y bestialidad irrefrenable. Sus uniones con las mujeres que les inicien en los misterios y les acompañen por los fáciles caminos de la voluptuosidad, serán ciertamente sombrías como la tempestad, desenfrenadas como la orgía y roncas como la lujuria; pero conseguirán seguramente todos los triunfos amorosos que puedan soportar sus naturalezas y sus bolsillos, que salud y dinero son armas imprescindibles en la vida del mujeriego.
No deben cursar nuestra asignatura los hombres bien equilibrados y fuertes de espíritu, que consideran a la mujer en su dignidad de esposa y madre; los que saben que es como el sol al nacer en las alturas de Dios, los que amen y prefieran la gentileza de la mujer buena para el adorno de su casa. El amor conyugal y digno, el de Séneca con Paulina, el de Orfeo con Euridine, el de Bruto con Corcia, el de los esposos bien avenidos no tiene nada que hacer con el «amor gusto», como lo llama Sthendal. No hay placer en el mundo comparable al amor conyugal. Es el summum mortalitatis bonum de los antiguos. No hay delicia semejante, nos dice Horacio en sus odas, a las que proporciona al hombre la placens uxor, la esposa dulce y amable. Los que gozan de esta suprema bendición y saben apreciarla en lo que vale; los que como los desposados de la antigua Roma pronunciaron de corazón el Ubi tu Caius ego semper Caia y supieron cumplir sus juramentos; los que entienden, como Plutarco, que la mujer buena es un espejo que refleja la paz y las pasiones de su esposo, y al cabo de largos años de matrimonio cambian un beso de amor como el de Paris y Helena, que inmortalizó Homero en la Ilíada; sólo deben leer este manual para afirmarse en sus rectos y elevados procederes, y para abroquelarse contra toda tentación que pueda turbar la paz de su vida. Creemos inútil decir que no deben poner en práctica ni la más elemental de las lecciones de este Manual.
Deben practicarlas sólo los aprendices de mujeriegos, los que, como el «mancebo insensato» de los Proverbios de Salomón, no saben resistir las asechanzas de las mujeres que les salen al encuentro con atavíos de rameras, prevenidas para cazar almas, y les besan y acarician arteramente ofreciéndoles parleras y cantoneras, rociar su cámara con mirra y aloe y cinamomo, encordar sus lechos y poner por paramento cobertores bordados de Egipto. Para estos mujeriegos incipientes o recalcitrantes, hemos escrito principalmente este Manual. Para ellos será utilísimo seguir al pie de la letra los ejemplos vividos que en él estampamos. La carrera de mujeriego es corta y azarosa. Su fin es fatalmente desgraciado.
Los que antepongan el placer sensual a todo, hasta a su felicidad misma; los que por encenagarse en el vicio estén dispuestos a prescindir del decoro, de la dignidad, del honor, de la familia y hasta de la sociedad en que viven, son los que deben poner en acción las romancescas aventuras que ilustran el Manual del Perfecto Mujeriego. Perderán así más pronto su dinero y sus fuerzas, y eso irán ganando los que por su conducta sufren. Si les queda un resto de sensatez y conciencia, al verse pobres, despreciados y enfermos, tal vez se regeneren por convencimiento o impotencia.
Si no lo hacen así, peor para ellos. Antes que arrastrar una vida miserable y convertirse en un triste valetudinario lujurioso, tripudo como Ansarón, con alma corrompida y canas de infierno, gargajoso, pesado como buey de arada torpe, como cerdo invernizo y espantadizo como huerco macabro, vale más cien veces morir, aunque sea como el idólatra de Israel, a quien atravesó con su lanza el hijo de Eleagar, al sorprenderle en fornicación con la ramera Madianita.
*
El hombre que se decida a ejercer de mujeriego ha de ser antes que nada hombre. Y no es perogrullada; queremos decir que ha de ser musculoso y de nervio, en el más amplio sentido de estas palabras. Músculos, sangre y nervios son las tres columnas que han de sostener en lo humano al mujeriego. Los músculos han de ser hercúleos; la sangre, pletórica de glóbulos rojos, y los nervios, aponeurósicos. Los coléricos o melancólicos que sólo aman a las mujeres para vengarse del mal que una les hizo, salen de la esfera del perfecto mujeriego. Según los antiguos astrólogos, debían predominar en el sanguíneo los signos Géminis y Libra. En los mujeriegos han de predominar Marte, Venus y Escorpión, que, según Indágine, en su Quiromancia, es femenino e influencia las partes vergonzantes. Esta regla tiene excepciones que la confirman. Un hombre del temperamento que los antiguos Galenos llamaban malencónico, riñoso, con todos rifadores, cínico, maldiciente, triste, porfiado, pálido, macilento, pulsus amatorius, abúlico, dejado y perezoso, suele ser furiosamente mujeriego. Claro es, sin embargo, que no servirá para triunfar en lides amatorias.
Los hombres flemáticos, invernizos, fríos, calculadores y avarientos jamás llegarán a ser mujeriegos. Son, según dice el Arcipreste de Talavera, «judíos de corazón y de fechos», y parecen, por tanto, nacidos, no para vivir con las mujeres, sino para explotar a éstas y engordar como buitres de los despojos de los amadores.
El joven enclenque y el hombre desnutrido y debilucho, tampoco podrán ejercer el agotador oficio de mujeriego. Tendrán que conformarse con asomar las narices al mundo del sensualismo, y una vez empezado a aspirar el embriagador perfume espasmódico de la mujer, darse de baja en el activo o sucumbir en las primeras escaramuzas del amor sensual. Los viejos limpios de cuerpo y con las arcas repletas de oro, sí pueden practicar nuestra asignatura; es más: éstos suelen ser en la actualidad, los preferidos por las profesionales del amor.
El hombre que se decida a estudiar nuestro curso superior con la insana idea de practicar nuestras enseñanzas, habrá necesariamente de ser fuerte, ágil, gozar de buena salud a prueba de bomba y contar con dinero abundante para sus innumerables ejercicios profesionales. Toda la salud del mundo reunida en un solo hombre que, además, pueda disponer del oro a manos llenas, no son bastantes a saciar el voraz apetito sensual de un perfecto mujeriego.
El que intente practicar esta carrera podrá tener ojos fondos, pestañas apartadas, dientes delgados, tuerto del todo o bizco de un ojo o de ambos, señalado, lisiado y corcovado, giboso, peludo, velloso o sin pelos, piernas torcidas y manos y pies galindos; pero habrá de ser fuerte. La belleza masculina puede servir en la profesión de que tratamos para ahorrar unas pesetas: nunca para poder desempeñarla gratuitamente, que esto es cosa de chulos.
El mujeriego debe de ser limpio de cuerpo, escrupuloso de su persona y muy cuidadoso de su ropa interior. Nadie podrá conceptuar como hombre dado al amor, al ente que acostumbre a usar calzoncillos de algodón atados a los tobillos con cintas... ¡Puf, qué asco!
Entre un hombre normal enamorado y un mujeriego existen esenciales diferencias: «—¡Qué mujer más bella!» —dice el hombre normal cuando sus ojos se recrean en uno de esos encantos que la Divinidad ha permitido que se produzcan sobre la tierra para alegrarnos las miserias de la vida. «—¡Quién la pillara!» —exclama otro. «—¡Olé las hembras con regodeo físico!» — dice un tercero que practica el vocabulario chulesco. «—¡Alabado sea Dios!» — murmura el religioso.
Todos la desean y todos, después de relamerse más o menos real o mentalmente, se dirigen cada uno a sus obligaciones, sin que pase la cosa de ahí; pero si el que la ve es un decidido mujeriego, la cosa variará de medio a medio: la seguirá, la molestará, se expondrá a mil contrariedades y peligros, no verá, ni pensará, ni soñará más que en el momento de conseguirla, de disfrutarla, de saciar su constante sed de lujuria, sed que cada vez irá en aumento, porque el licor de la sensualidad, lejos de aplacar la sed, al embriagar al bebedor, la estimula, la aumenta, la agiganta hasta la hidrofobia, consumiendo la vida del borracho de lascivias.
Dos fatales terminaciones habrá de tener la vida del profesional del amor: la muerte en plena juventud, muerte hallada en la brecha, en alguna campaña amorosa, o la muerte civil acompañada de la miseria fisiológica allá en los linderos de la eternidad...
Por eso quien se dedique a esta profesión después de estudiarnos, es un valiente a toda prueba o un desequilibrado o un pedazo de animal, o quizás las tres cosas juntas, que ninguna está reñida con su compañera. Una excepción puede hallar como salvación el mujeriego durante el ejercicio de su carrera: un honesto arrepentimiento, una inopinada y misericordiosa llamada a la verdad de la vida y al sentido común, o un feliz resurgimiento en su espíritu, de la moral cristiana.
Los mujeriegos pueden dividirse en dos clases: uni-hembrados y poli-hembrados. El uni-hembrado es aquel que encierra toda su actividad, energía y voluntad en una determinada mujer, casi siempre de baja extracción, la que lo arrastrará a la ruina moral, física y económica; la que le hará romper los lazos de la familia, del honor y del deber; la que le vendará los ojos ante la verdad y ante la vergüenza; la que no permanecerá en reposo hasta verlo convertido en un guiñapo humano, y la que, repudiando entonces sus caricias, lo arrojará al muladar social, donde acabará sus días en hediondo hacinamiento. El poli-hembrado es de otro estilo: éste desea cuantas ve. Está locamente enamorado de una mujer con la que se estará gastando vida y hacienda, y de pronto halla a otra que atrae su curiosidad, que se le entra por los ojos, que, según Teofrasto, son unas de las puertas del amor, que le absorbe la vida. Y sustituye a la anterior hasta que otra la suplante, y luego otra, y otra, y así hasta que llega su fatal desfallecimiento físico y económico.
A este mundo todos traemos nuestro capital de vida: quien lo ahorre, puede alcanzar largos, dilatados años de aquella preciada posesión; quien lo dispendie, verá agotada su necesaria virilidad. Perdida ésta, no hay quien la recupere... Dice Ovidio que el amor debe gustarse tan solamente cuando estemos en la flor de la edad, porque, según sus palabras, el sol se pone y vuelve a salir; pero que, una vez perdida la breve luz de la juventud, la noche es perpetua.
El hombre mujeriego ha de gustar de todas las mujeres.
Una linda dama, treintañona y trigueña de curvas excitantes, senos desarrollados, amplísimas caderas oscilantes, muslos prominentes, redondeces posteriores atrapadoras, hembras de esas que indudablemente poseen en sus ebúrneos cuerpos lindos hoyuelos remedadores de los de sus mejillas... Estas mujeres no serán seguramente un modelo ajustado a la más estricta belleza clásica; quizás sus ojos sean pequeños y su boca grande, de labios muy rojos y carnosos; puede ser chata o de nariz en extremo aguileñada; pero siempre será una figura de grande atracción para el mujeriego. Otra, más joven, de grácil figura, curvas armónicas, movimientos ofidíceos, ojos dulces, puros y serenos, formas ponderadas de clásicas líneas, de esas mujeres para las que no se inventó el uso del oprimente corsé, de esas que denuncian el eje de sus turgentes pechos a través de las telas que los cubren, con esos atormentadores botones que punzan como queriendo perforar la cárcel que los aprisiona y a los que se ven vibrar acompasados siguiendo el rítmico balanceo de su suave andar, trayendo a nuestras lascivas imaginaciones los sabrosos caramelos de los Alpes... Esa será también otra atracción del mujeriego. La mujer crisálida, la joven recién púbera, la de curvas incipientes, de risa alocada y juguetona, la que va luciendo sus pantorrillas delatoras de más altas morbideces, las que aún no son manjares condimentados para el festín del amor, pero sí que nos abren de par en par el apetito... También son de la cuerda del mujeriego.
Volvemos a advertir a nuestros futuros educandos, porque la condición es de una enorme esencialidad, cuánto precisa para el logro de sus éxitos en nuestra carrera, la mayor, la más escrupulosa limpieza. Así pues, el hombre arriesgado que se decida a seguir nuestros estudios, tendrá el ineludible deber de bañarse a diario lo menos una vez, perfumándose todo el cuerpo con fricciones olorosas. Habrá de cuidar extraordinariamente asimismo sus uñas y dientes. Un hombre no podrá conseguir triunfo alguno amoroso con un cuerpo sudado y unos dientes verdes. Podrán indistintamente estar completamente rasurados o usar bigote y barba. En el primer caso se verán obligados a hacerse afeitar inmediatamente antes del encuentro amatorio, pues no hay caricia por deseada que sea que pueda soportar el raspado de una barba recién brotada. Cuidarán de no fumar cigarrillos sin boquilla, porque aquéllos ahuman y queman las yemas de los dedos; y siendo esta leve parte de nuestro individuo tan esencial para varios usos del amor, conviene llevarlas limpias y sin que su vista pueda en modo alguno producir repugnancia. Es convenientísimo que las camisetas y calcetines sean de seda; y si el mujeriego es reumático o friolero, podrá usar ambas prendas de lana siempre que sea de vicuña. Las mujeres amorosas se pirran por todo lo caro, así, es conveniente que el aspirante a mujeriego vista siempre las ropas de más precio, que éstas pueden servirle de espejuelo para cazar a sus víctimas. Deberán poseer un automóvil cuando menos; que hoy día no se puede andar en escaramuzas amorosas sin un cacharro de esos que acostumbran a volcar en la Cuesta de las Perdices, lugar donde se halla enclavado uno de nuestros primeros centros de contratación rameresca.
Ya los educandos limpios de cuerpo y sucios de alma, pueden pasar a estudiar la carrera de Perfecto Mujeriego .
Debemos llamarles la atención sobre el texto que vamos a desarrollar; en él hallarán un individuo a quien hemos denominado Livinio Sobón Des Reins, mujeriego tipo, al que deben estudiar con toda detención para hacer luego en la vida todo cuanto nuestro protagonista hace en la suya, en la confianza de que, siguiéndole fielmente, acabarán sus días—en el caso de que no sucumban durante los estudios—hechos unas verdaderas piltrafas sociales.
Livinio Sobón Des Reins nació, porque así le plugo a la suerte, hijo de una de las primeras familias castellanas. Su padre, el Duque de Sobón, título de la más rancia nobleza, fué un señor bueno entre los buenos, y tonto entre los de remate. No tuvo otra ambición en toda su vida que reunir una valiosísima colección de armas de todas las edades (Lección i .—¿Por qué será que casi todos los desgraciados matrimonialmente, han sido o son notables coleccionadores? A nosotros, siempre que se nos habla de algún coleccionador, preguntamos si su mujer es guapa. También puede ser indicio de protuberancias frontales, el que un señor de posición desahogada tenga aficiones a un determinado oficio manual, por ejemplo, cerrajero, ebanista, etc. Muchos hemos conocido que no se han librado de sufrir el correspondiente coronamiento. Esta es la regla, aunque ya se sabe que todas tienen su excepción.), sin que por ello le remordiera la conciencia de haber hecho jamás uso, ni malo ni bueno, de ninguna, pues el bendito Duque exhaló su postrer suspiro sin haber hecho en toda su dilatada existencia otra cosa que aguantar pacientemente a la Duquesa su mujer, la Gallina Tibia, como era llamada confidencialmente en todo Madrid.
(Lección ii. —¿No han observado los alumnos que todas las señoras que se divierten obtienen, ganados en buena lid, apodos sugestivos? Nosotros hemos titulado con el de «Gallina Tibia» a la madre del protagonista de esteManual, porque es un alias que cuadra perfectamente a toda esposa que se distrae.)
De la Gallina Tibia, pues, nacieron sus tres hijos, Aurelia, Francisco y Livinio, último vástago de aquella nobilísima familia; así que, cuando empezó en ellos a brotar la Naturaleza en todos los esplendores de la bruta materia, a nadie que los conociera le extrañó, limitándose todos a decir: «De casta le viene al galgo.»
(Lección iii. —Este proverbio es de una verdad absoluta cuando se refiere a la casta materna, única que no admite duda. En cambio, la herencia moral del padre suele resultar, la mayoría de las veces, a la inversa: de padres borrachos, hijos abstemios; de padres mujeriegos, hijos virtuosos, o aún más; de padres imbéciles, hijos talentudos.)
Los tres hermanos heredaron la bulliciosa sangre de la madre, para desesperación del tío Policarpo, obispo de Castuera, uno de los próximos santos que enriquecerán, con sus piadosas hazañas y vida ejemplarísima, el ya muy glorioso santoral español.
(Lección iv. —Las grandes escandalosas han tenido siempre, y suelen tener, parientes de una moralidad intachable y exagerada. Este es el equilibrio espiritual de toda familia.)
Francisco, el mayor de los varones, fué el primero en denotar sus extravíos amorosos con una precocidad inusitada dada su temprana edad; pero Livinio, el último vástago de aquella preclara prole, ya le había tomado la delantera, con la ventaja de que supo siempre unir la hipocresía a sus incipientes deseos; así que la mala fama se la llevaba el hermano Paquito, pues Livinio sabía nadar y guardar la ropa.
(Lección v .—El Perfecto Mujeriego ha de saber siempre borrar los rastros de sus fechorías, aunque el profesional de la mujer estará perdido en el momento en que le importe un ardite el que se hagan públicas sus debilidades.)
Las hazañas amorosas, si así pueden llamársele a infantiles y prematuras deshonestidades, empezaron en nuestro héroe a poco de cumplir los nueve años: que ya a esa edad, su mamaíta, la Gallina Tibia, había empezado a darles, aunque inconscientemente, malos ejemplos a sus hijos, pues aquella señora no pudo nunca figurarse que aquéllos, en sus cortos años, pudieran tener la malsana curiosidad de procurar por todos los medios de enterarse de las aventuras maternas.
(Lección vi. —El mayor pecado no consiste en cometerlo, sino en no poner los medios para evitar el escándalo y el mal ejemplo. El perfume del pecado deja tras de sí un aroma mucho más penetrante e intenso, que el perfume más determinado.)
En algún íntimo coloquio debió ser divisada la buena Duquesa, para que de labios de Paquito se escaparan estas palabras: «—¡Qué carnes más blancas tiene mamá!» A lo que le respondió su hermano Livinio: «—¡Anda, pues más blancas y finas las tiene la Encarna.»
(Lección vii. —El amador de ocasión podrá relatar alguna escena amorosa de la intensidad que sea; pero si le escucha un verdadero mujeriego, un profesional, al momento éste añadirá otras varias que superarán seguramente a las referidas por el primero.)
Esta Encarna era una doncellita rubia apetitosa, de piel alabastrina y aterciopelada, adorada y deseada a un tiempo mismo por los tres hermanos. Los más íntimos favores de aquella linda figulina los gozaba el ayuda de cámara del señor Duque; pero ella sabía mantener vivo el fuego amoroso, juvenil e imaginativo de los tres niños de aquel hogar, que no era, ni muchísimo menos, un modelo de vida ordenada.
Aurelia, con sus doce años cumplidos y en vísperas de ir a un colegio de Inglaterra, se adiestraba para su internado en los textos de Encarna, la doncellita, que ya era una consumada maestra en las artes lesbianas.
(Lección viii. —El invertimiento femenino no necesita de los años para su mayor perfección. Casi siempre se manifiesta por un atávico movimiento impulsivo, y depende su fuerza y maestría de la mayor aberración sexual. También puede influir el miedo del dolor o del escándalo; pero siempre que exista el germen morboso.)
Paquito, el mayor de los varones, se hacía pedazos por conseguir verle las piernas a todas las servidoras del palacio ducal, y con preferencia las de Encarna. Livinio, más reservado y más habilidoso, ya había podido gozar del divino espectáculo de aquel bien modelado cuerpo, gracias a la anticipada entrega de todos sus ahorros y a la formal promesa de que nadie absolutamente lo habría de saber.
(Lección ix.— Muchas mujeres han podido conservar su virtud, por no atreverse a entregarse a un hombre, al temer la falta de reserva de éste. El hombre que sea reservado, llevará mucho ganado para lograr grandes triunfos en su profesión amorosa.)
Nuestro protagonista era formal en extremo, y nunca dejó adivinar las artes de que se valía para conseguir cuanto se propuso. La mala fama se la llevaba siempre su hermano Paco, quien con los mismos instintos que Livinio, no tuvo nunca su ingénita gramática parda, y sufrió las consecuencias de su inocencia en las lides del amor.
(Lección x.— Precisa, como complemento a nuestros estudios, el repasar toda la filosofía social y mundana que se pueda, porque será un poderosísimo auxiliar y complemento del arte de rendir mujeres.)
Una mañana se produjo, en la nobilísima morada de los Duques de Sobón, una escena desagradable en alto grado. Encarna, la doncella de la señora Duquesa, entró en las habitaciones de ésta en el momento en que la señora terminaba de hacerse dar su masaje diario, del que reposaba largamente en el lecho.
(Lección xi.— ¿No le ha llamado la atención a nuestros alumnos, la rara costumbre de toda señora que se baña en leche, o que se hace dar un masaje diario, cuando éste no es ordenado por prescripción facultativa? ¿No es verdad que, inmediatamente de saberlo, acuden al pensamiento ideas pecaminosas?)
—Señora, si la señora Duquesa me lo permite deseo hacerle una revelación que considero necesaria, aunque cause alguna molestia a la señora Duquesa—dijo la doncella.
—Habla cuanto quieras.
—Pues verá la señora Duquesa: la otra tarde al ir yo a bañarme en nuestro cuarto de baño, que ya sabe la señora Duquesa que tiene una ventana que da al tejado de encima del oratorio, y que todas dejamos abierta por el mucho calor que hace estos días y por la seguridad que tenemos de que nadie puede vernos desnudas (Lección xii. —Cuando oigan nuestros alumnos decir que determinadas mujeres dejan abiertas las ventanas del cuarto de baño durante sus abluciones, no crean nunca que lo hacen solamente por olvido o comodidad.), cuando al ir a quitarme la camisa para meterme en la bañera, escuché un ruido como de tejas rotas al lado de la ventana, y al dirigir la vista hacia el sitio donde sonó el ruido, vi al señorito Paquita que pugnaba por entrar en el cuarto. A mis gritos, se conoce que se sobrecogió, y huyó por el tejado a pique de haberse estrellado en las baldosas del patio, si se le hubiese escurrido un pie. Mis gritos nadie los escuchó, y al salir del cuarto hallé de nuevo al señorito, para rogarme, lloriqueando, que no le contase a la señora Duquesa nada de cuanto había hecho. A mí me dió mucha pena el verlo tan arrepentido, y le prometí que nada le diría a la señora Duquesa; pero no hace una media hora que ha vuelto a buscarme para decirme que me daría un duro si le enseñaba las piernas, y cinco, si me quitaba la camisa delante de él.
La Duquesa, después de escuchar a su doncella, lanzó una sonora carcajada, y exclamó:
—¿Te parece el mocosín? No tiene mal gusto el condenado, no tiene mal gusto; pero será conveniente quitarle de en medio para que no empiece a marchitarse antes de tiempo. Hoy mismo hablaré con el Duque, y veremos de llevarle a un colegio interno.
(Lección xiii. —Las madres que tienen la frescura de reirse cuando se enteran de una falta de pudor de un hijo, están irremisiblemente perdidas, no tienen pizca de vergüenza, y pueden ustedes sin temor meterles mano, si es que lo merecen.)
—Creo que hará bien la señora Duquesa, pues el señorito Paco, que no tiene mal fondo, será una lástima que se malogre antes de tiempo. ¡Ay, si fuera como su hermano, el señorito Livinio! ¡Ese sí que es formalito!
(Lección xiv. —Siempre que escuchamos en bocas de lindas mujeres tributar elogios a la bondad o seriedad de algún jovencito que vive bajo el mismo techo que la panegirista, envidiamos los goces terrenales de aquél y los buenos ratos que la elogiadora le hará pasar.)
—Está bien; ahora va usted a pulirme las uñas de los pies, que hoy debo tener recepción—dijo con una no disimulada sonrisa la Duquesa.
—Al momento.
Y la encantadora Encarna se dispuso a embellecer las rosadas uñas de los gordezuelos pies de la excelentísima señora Duquesa de Sobón.
(Lección xv .—Al conocer nosotros, de pocos años a esta fecha, el capricho o refinamiento de algunas señoras que se hacen pulir las uñas de los pies, se nos renueva una duda: ¿qué parte pueden tomar estas extremidades en los festines de amor?)
A la mañana siguiente el bueno de Livinio quiso ir a recibir a Dios para aplacar la cólera divina y que el Señor perdonase el enorme pecado de deshonestidad cometido por su hermano Paquito; pues en toda la casa había sido un escándalo la conducta poco moral del hermano de nuestro protagonista.
Ni que decir tiene que, a la noche siguiente, el niño bueno recibió el pago de su buena acción, gozando incipiente de todas las complacencias de la linda doncellita, que al propio tiempo supo aprovecharse de los duros recaudados durante toda la jornada por nuestro héroe, que todos los deudos y amigos de la casa se apresuraron a premiar la loable conducta del menor de los varoncitos de la ilustre casa de los Sobón Des Reins.
(Lección xvi.— Hay acciones que parecen dictadas por la bondad y que sólo fueron engendradas por la hipocresía más productiva.)
Livinio no se daba exacta cuenta de lo que deseaba; pero su natural instinto sensual, no le dejaba de atormentar constantemente, gozándose en buscar en todo lugar y ocasión un momento propicio en que saciar un ignorado placer que, no por más desconocido para su juvenil edad, él presentía que habría de serle sumamente grato...
(Lección xvii. — ¿Qué será que infinitas veces apetecemos un no sé qué, un algo indefinido que nuestra razón no lo determina porque es desconocido para nosotros, pero que no nos deja vivir, ahogándonos con sus impetuosos deseos, no por más ignorados menos apetecidos? ¿Por qué será que desde la infancia, desde el borde de la cuna casi, se determinan en nosotros marcados derroteros y aficiones que, si bien algunas veces se cambian por completo cuando el raciocinio o las desgracias nos marcan nuevas direcciones a nuestra vida, casi siempre nos acompañan hasta la tumba? Muchos autores aseguran que, desde la cuna, tenemos trazado por el destino nuestra ruta en la tierra, y que no existen fuerzas humanas que puedan torcer los mandatos ultraterrenos sobre los destinos de las criaturas.)
Livinio nació bajo el influjo de un letal sensualismo que habría de acompañarle constantemente por la tierra, sin dejarle pensar en otra cosa que en satisfacer todos sus más brutales apetitos, anteponiendo éstos a los más dulces afectos y a los más rudimentarios deberes.
La juventud de nuestro protagonista se deslizó entre todas las obscenidades y licencias, de que una posición pletórica de medios sociales y económicos ponía a su disoluta disposición.
El mismo día en que Livinio contrajo nupcias con la noble millonaria, la señorita de Castagnon, de origen francés, ya heredada de padre y madre, sin más familia que un tío lejano, que fué su tutor, y de quien no conservaba los mejores recuerdos