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LA PRIMERA REINA INGLESA POR DERECHO PROPIO Conocida como Bloody Mary o «María la Sanguinaria», la reina María Tudor ha sido una de las monarcas más injustamente vilipendiadas de la historia inglesa. La leyenda negra la retrata como fanática y despiadada, reduciendo su reinado a la represión religiosa. Pero esta biografía revela la grandeza de la primera mujer que gobernó Inglaterra por derecho propio, en un mundo que no aceptaba el poder femenino. Hija de Catalina de Aragón, heredó un trono en crisis y luchó por afirmar su autoridad en medio de intrigas y conflictos religiosos. Fiel a sus principios, demostró inteligencia, madurez y una alta responsabilidad política, probando que las mujeres podían gobernar con la misma autoridad que los hombres. Una historia apasionante que desmonta mitos y devuelve la voz a una reina que desafió su tiempo.
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Seitenzahl: 197
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
LA PRIMERA REINA INGLESA POR DERECHO PROPIO
I. LA PRINCESA DE INGLATERRA
II. FE Y RESISTENCIA
III. REINA POR DERECHO PROPIO
IV. UN FUTURO ESPERANZADOR
V. EL LEGADO DEL LINAJE
VISIONES DE MARÍA TUDOR
CRONOLOGÍA
© Mercedes Castro Díaz por el texto
© Albert Vila por la ilustración de cubierta
© 2021, RBA Coleccionables, S.A.U.
Diseño cubierta y portadillas de volumen: Luz de la Mora
Diseño interior: tactilestudio
Realización: EDITEC
Asesoría narrativa: Ariadna Castellarnau Arfelis
Asesoría histórica: María de los Ángeles Pérez Samper
Fotografías: Wikimedia Commons: 159, 160.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
Primera edición en libro electrónico: diciembre de 2025
REF.: OBDO877
ISBN: 978-84-1098-771-5
Composición digital: www.acatia.es
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Es posible que, a día de hoy, María Tudor sea la monarca más denostada de toda la historia inglesa. Pero ante este hecho, una pregunta surge de manera casi inmediata: ¿es que acaso no ha habido reyes varones mucho más brutales que ella como para que sea María quien haya merecido ser conocida a través de los siglos con el cruel apelativo de Bloody Mary o «María la Sanguinaria»?
Los adjetivos descalificativos se acumulan alrededor de su figura: fanática, caprichosa, débil y, sobre todo, despiadada. Parece que los doscientos ochenta protestantes que murieron en la hoguera durante su reinado sean su único legado y la principal razón de su apodo. Estas ejecuciones se citan como justificación para etiquetar a María como una de las personas más malvadas de todos los tiempos, obviando que estas prácticas no eran ajenas a ningún gobernante de la época. Sin ir más lejos, se calcula que su padre, Enrique VIII, ordenó la muerte de miles de súbditos, incluidas dos de sus esposas. En cuanto a su sucesora, Isabel I, se sabe que ordenó la ejecución de ochocientos rebeldes católicos implicados en la Revuelta de los Condes del Norte, en 1569. Estos dos ejemplos deberían bastar para comprender sus acciones dentro del marco de la época que le tocó vivir.
María Tudor fue una gran reina, una soberana inteligente y valiente, pero también una mujer en ocasiones terca, inflexible y profundamente humana, que tomó decisiones tan incomprensibles para las mentes modernas como nuestro mundo lo sería para ella.
¿Quién fue realmente esa María Tudor de la que tanto se ha hablado y de quien tan poco conocemos? De ella ha trascendido hasta nuestros días un retrato ejecutado con pinceladas demasiado gruesas, que ofrecen una información apenas apuntada y dolorosamente ridícula. Según ese burdo esbozo, María es una mujer que, en un país que acababa de abrazar el protestantismo, intentó hacer prevalecer su fe católica, ordenó ejecutar a demasiados herejes y fue incapaz de aceptar la realidad de la Inglaterra en la que vivía. Una esposa patéticamente enamorada de un marido mucho más joven que ella y que se engañó a sí misma de una forma ridícula creyéndose embarazada cuando no lo estaba. Una reina amarga y amargada que intentó moldear un mundo a su antojo y cuyo reinado, por fortuna según algunos historiadores, fue breve y dio paso al de Isabel, su hermana, quien llegaría para poner las cosas en orden en un país que su predecesora habría dejado, cuanto menos, devastado.
Qué terriblemente parcial e injusta resulta esta visión. Hasta qué punto han sido manipuladas y tergiversadas las intenciones y acciones de María Tudor, cómo han sido minusvalorados sus logros y empequeñecida su figura y su importancia para borrar su impronta en el devenir de un país, de un continente incluso, que, a buen seguro, hoy serían muy diferentes sin su valentía y ejemplo. María Tudor, como primera reina que gobernó realmente en Inglaterra, enfrentó el mismo desafío experimentado por las soberanas de todo el continente: la falta de fe de sus consejeros y de la sociedad en general en la capacidad de las mujeres para gobernar.
Más allá del mito, María demostró, no solo a sus súbditos —a ese pueblo que ya desde su infancia la acogió y aclamó con cariño y simpatía—, sino sobre todo a los embajadores, políticos y miembros de la corte, que una joven princesa podía ser tan madura, responsable e inteligente como el mejor de los varones. También que era capaz de tomar decisiones políticas prudentes, razonadas y sopesadas, o incluso osadas y valerosas si era preciso, como el más cabal de los monarcas. Como hija de los reyes Enrique VIII y Catalina de Aragón, María había sido preparada desde niña para ello, y supo estar a la altura llegado el momento. De la misma manera, cuando se hizo evidente el deseo de su padre de romper su matrimonio con Catalina de Aragón y casarse con Ana Bolena, con quien ansiaba tener un heredero varón, María, que por aquel entonces era solo una adolescente, fue la única persona que tuvo el valor de enfrentarse a él para defender la legitimidad de su madre como reina y la suya propia como su hija y heredera al trono. Ello le valió un larguísimo y duro encierro, pero, a pesar de todo, María no dio su brazo a torcer. Así, aun poniendo en riesgo su integridad física y su salud, la defensa de su madre, también de su fe —pues la ruptura del matrimonio de Enrique VIII con Catalina conllevaba la ruptura con la Iglesia de Roma y el abandono del catolicismo—, convirtió a María en un símbolo de entereza para muchos ingleses, una líder que, a la muerte de su hermano Eduardo VI, fue capaz de ponerse al frente de un ejército y marchar hacia Londres para luchar con dignidad por su derecho al trono.
Una vez coronada, María inició numerosas reformas por las que, en su momento, fue considerada una reina prudente y sabia. No intentó imponer su credo y buscó, ante todo, restañar heridas, unificar el país y restituir los errores y las injusticias que consideraba que había cometido su padre. Intentó por todos los medios tomar medidas no violentas, aplacó rebeliones, buscó recomponer la cultura y apoyar las universidades de Oxford y Cambridge, favorecer las industrias locales y revalorizar la moneda inglesa. También promovió leyes que defendían y sostenían a los más desfavorecidos y que, debido a la brevedad de su reinado, no pudo acabar de implantar, aunque sí se aseguró de que continuara su hermana Isabel.
En lo personal, mantuvo hasta el fin una lealtad inalterable hacia sus principios y sus seres queridos. Hambrienta de afecto desde su infancia, se enamoró hondamente de su esposo, Felipe II, pero no de ese modo irracional que insisten en achacarle algunas crónicas, acusándola de anteponer su obsesión por Felipe a los intereses del país. Esta opinión misógina soslaya el hecho más importante, la vertiente más humana de la vida de esta reina: María, que había experimentado la soledad y el abandono más crueles, estaba deseosa de prodigar todas sus emociones frustradas, todos sus anhelos coartados hacia ese esposo que le había llegado tarde en la vida. ¿Por qué debería ser visto como algo ridículo ese deseo de amar y ser amada? ¿Por qué esa insistencia en degradar sus legítimos deseos? La campaña de desprestigio y ridiculización de la reina abarcó también el hecho acaso más traumático de su vida: el embarazo frustrado de su primer hijo, un episodio sin duda muy doloroso para María, pero que no fue en absoluto fruto de sus obsesiones, locuras ni paranoias, sino de una salud precaria debida, en gran medida, a los muchos problemas a los que debió hacer frente prematuramente durante su adolescencia. Desde la pubertad, María sufrió un dolor menstrual paralizante y ciclos irregulares, así como períodos de «melancolía muy profunda», tal vez debido al estrés de ser simplemente la hija de su padre.
Ante esto, es fácil preguntarse: ¿qué habría sido de ella si su vida hubiera seguido los cauces que en principio estaban previstos? Porque María, hija de reyes, fue alguna vez una joven hermosa, brillante, precoz, dueña de una preparación intelectual envidiable gracias, en gran parte, a su madre, Catalina de Aragón, y a uno de los mayores humanistas de su tiempo, Juan Luis Vives, que fue su preceptor. Qué duda cabe de que estaba destinada a lo más alto, a un futuro prometedor, a brillar con luz propia en el firmamento de la Europa renacentista. Y así habría sido si su padre, el rey, no le hubiera arrebatado de cuajo su juventud, separándola permanentemente de su madre y prohibiéndole incluso visitar su lecho de muerte.
Con todo, María nunca dejó de ser leal a sus principios y a sus deberes, jamás se traicionó y, cuando comprendió que la muerte estaba cerca, supo mirarla a los ojos y, demostrando una entereza y una capacidad de sacrificio por su país admirables, poner las cosas en orden para que su hermana pudiera recoger su testigo y continuar el camino por la misma senda que ella había trazado, en el mismo punto donde ella lo había dejado.
María no ignoraba las diferencias que las separaban —una profundamente católica, la otra educada en la fe protestante—, pero confiaba en Isabel. Las dos habían crecido bajo la tremenda, profunda influencia del mismo hombre, un padre que había marcado a fuego no ya a toda Inglaterra, sino también a sus hijas con el recuerdo de su personalidad y de su veleidoso modo de gobernar: Enrique VIII no temía recurrir a la amenaza y a la violencia para lograr sus deseos, y tanto María como Isabel las rechazaban profundamente. Ella las evitó durante su reinado tanto como pudo e intuyó que su hermana, en la medida de lo posible, haría lo mismo. En efecto, ambas reinas se caracterizaron por buscar pacificar un país dividido.
El resto es historia conocida. Isabel tomó el trono, iniciando quizá el reinado más venerado de Inglaterra, mientras que María se vio reducida de pronto a un recuerdo ominoso. El contraste entre la leyenda dorada del reinado isabelino y la negrura que envuelve a María, la mal llamada Bloody Mary, resulta, por su simpleza, sospechoso.
María acertó a prever, en su final, que muchos de los líderes religiosos protestantes recompondrían las estructuras que ella había intentado derribar, pero jamás imaginó que lograrían arrastrar su nombre, acallarlo desde sus púlpitos, convencer al mundo y tergiversar sus logros y sus actos hasta volverlos del revés y convertir sus cualidades en defectos y sus buenas acciones en vilezas.
Cada vez resulta más evidente que es necesaria una reivindicación de su figura, un acercamiento más cabal y limpio de tópicos misóginos. No hay que olvidar nunca que fue ella, María Tudor, la que, con una paciencia infinita, trabajó incansable para recomponer la paz y la unidad de Inglaterra tan buenamente como pudo, tras el desastroso estado en el que la habían dejado su padre, Enrique VIII, y su medio hermano, Eduardo VI, con medio país enfrentado al otro medio. Y algo que tal vez sea incluso más importante: fue la primera en demostrar que las mujeres podían gobernar Inglaterra exactamente con la misma autoridad que los hombres.
Como observó el obispo de Winchester durante el sermón fúnebre de María en diciembre de 1558: «Ella era la hija de un rey, era la hermana de un rey, era la esposa de un rey. Ella era una reina, y por el mismo título también un rey».
Apretó los labios y aceptó su destino. Tenía que demostrar que podía heredar el trono.
La pequeña se acercó al centro de la sala donde buena parte de la corte aguardaba expectante. Aquel era un día importante, después de los muchos enfrentamientos que su padre, el rey Enrique VIII, había tenido con Francia. Todo tenía que salir bien en la recepción que se ofrecía a la delegación gala enviada a presentar sus respetos a la Corona inglesa, en aquel mes de julio de 1520. Pero María era, realmente, muy pequeña. ¿Estaría a la altura de lo que se le exigía?
En medio de un silencio sepulcral, con sus pesados ropajes de gala y su preciosa melena rubia cepillada hasta la extenuación y brillante como el oro, llegó ante el taburete colocado ante el virginal, ese instrumento similar al clavicémbalo que se había puesto de moda a raíz del comercio con Flandes, y luchó por encaramarse a él, algo que solo pudo lograr gracias a la ayuda de lady Salisbury, su querida institutriz. Cuando al fin se acomodó, tomó aire y, sin delatar sus nervios más que por un leve temblor de sus dedos sobre el teclado, dio inicio al concierto mientras sus padres, los reyes, contenían la respiración.
Como siempre, y pese a tener solo cuatro años y cuatro meses, María cumplió su cometido a la perfección. Es más, a pesar de todos esos ojos que la miraban atentamente, logró incluso disfrutar. Se dejó llevar por la música, que para ella era un bálsamo que la hacía olvidarse de todo, de quién era, de sus deberes y de lo que implicaba ser la princesa que algún día heredaría el reino. Cuando acabó de tocar y las notas musicales dejaron de hacerla volar mecida en sus alas, se vio de nuevo en aquella sala llena de nobles. Buscó entonces con sus ojos azules la mirada de sus padres. Allí estaban: Catalina la contemplaba con dulzura y un amor infinito, Enrique resplandecía de orgullo. María, su niña, su heredera, había demostrado su temple, su precoz inteligencia, también ese don innato para la música que, sin duda, pensaba, había heredado de él.
Mientras descendía del taburete intentando disimular su satisfacción y dedicaba una decorosa reverencia a su público, María no pudo evitar escuchar cómo algunos de los cortesanos susurraban el nombre por el que todos los súbditos de su padre la conocían: Marigold, «maravilla». Eso era ella para los ingleses: su tesoro, su pequeña princesa preciosa y dorada como un milagro a quien todo el reino debía cuidar y proteger.
María no tenía hermanos ni hermanas. A veces lo echaba de menos, soñaba con vivir en una gran familia, con más niños con los que jugar, pero ya desde muy pequeña se había dado cuenta de que, si expresaba ese deseo en voz alta, su madre se ponía triste y por eso lady Salisbury le había explicado que era algo por lo que no debía preguntar. Andando el tiempo, a medida que crecía, su preclara inteligencia y su discreción, las frases sueltas que escuchaba, los retazos de la historia familiar, le ayudarían a comprender el motivo, y entendería también por qué, para sus padres, para todos los súbditos del reino, ella era considerada un bien tan preciado.
Había nacido el 18 de febrero de 1516 en el palacio de Placentia, en Greenwich, y por más que su llegada al mundo fue saludada como todo un acontecimiento, en los primeros días imperó la prudencia en la corte a la hora de celebrarla. No carecían de motivos: en los siete años transcurridos desde la boda de sus padres, celebrada el 11 de junio de 1509, y su propio nacimiento, Catalina de Aragón, su madre, había dado a luz a cuatro bebés antes que a ella, y todos habían muerto.
La mayoría, según había podido saber, no habían sobrevivido más que unas pocas horas o tal vez varios días, pero el primero de ellos, un bebé llamado Enrique, nacido el día de Año Nuevo de 1511, un hermoso y rollizo varón, llegó a sobrevivir casi sesenta días. Al parecer el rey, su padre, llevado por el entusiasmo, organizó un fastuoso bautizo y mostró orgulloso a su heredero a toda la corte. Pero pocos días después, el niño enfermó, posiblemente por haberse enfriado durante la ceremonia. María solía pensar en ese niño, y en la pena que debió de sentir su madre, y se decía que tal vez por eso Catalina había mostrado tanto empeño en criarla personalmente. Sabía que eso no era lo habitual. Las reinas no limpiaban las babas de sus bebés, no los arrullaban por las noches, no les cantaban nanas como hacían las campesinas. Las reinas tenían damas, doncellas y ayas. Pero Catalina no era como las demás. Había perdido demasiados bebés y estaba decidida a ser, sobre todo, su madre.
Dos años después de nacer ella, la reina había tenido un nuevo embarazo, otra vez de una niña que, pequeña y débil, solo había logrado vivir siete días. Los médicos le habían dicho que ya no podría tener más hijos, y por eso, porque Catalina sabía que María sería su única hija, estaba decidida a que nada la apartase de su lado. Nadie podría cuidarla y educarla mejor que ella, nadie más que ella la mantendría a salvo, decía.
Así, María había ido creciendo en un entorno feliz y seguro, sintiéndose el centro de su mundo, rodeada de tranquilidad, de amor y de certezas. Se recordaba muy pequeña en brazos de su madre. Catalina le contaba en español retazos de su infancia en Granada, de los maravillosos palacios y jardines de la Alhambra, donde había crecido, le hablaba también de su abuela, Isabel de Castilla, y le explicaba que era una mujer fuerte, luchadora, inteligente, una reina única en su tiempo. En ese lenguaje casi secreto, reservado solo para ellas y para las damas que su madre había traído consigo de España, le contaba cómo ella, la hija menor de los Reyes Católicos, los monarcas europeos más poderosos de su tiempo, había dejado a los quince años su país y había cruzado el mar para viajar hasta Inglaterra para casarse con Arturo, príncipe de Gales, el heredero al trono inglés y hermano mayor de Enrique. Al poco de la boda, este había muerto y, varios años después, Catalina había vuelto a casarse, esta vez con Enrique, apenas diez días antes de ser coronados como reyes de Inglaterra.
Había muchos aspectos de esa historia que Catalina no le contaba a María con detalle. Era demasiado pequeña para entenderlos: no le explicaba que para poder casarse con Enrique había tenido que obtener una dispensa papal y jurar que su matrimonio con Arturo no se había consumado, ni que entre la muerte de este y su boda con Enrique habían pasado casi siete años de tensa espera en Inglaterra. María era una niña feliz y así debía seguir siendo. No habría comprendido todas aquellas implicaciones políticas, en esos años le bastaba con sentirse querida y disfrutar del amor de su madre y de su padre, que se deshacía en cariños con ella, tan parecida a él, con el hermoso cabello rubio heredado de Catalina y esos profundos ojos azules iguales a los suyos, con su piel blanca y sus mejillas sonrosadas, con su mismo amor por la poesía y la música y la misma aguda inteligencia de la reina, volcada en su educación y empeñada en hacer de ella la princesa más preparada de su tiempo.
Así, mientras Enrique disfrutaba mostrando orgulloso a su niñita a los miembros de su Consejo, llevándola a todas partes de la mano, luciéndola, presumiendo de su belleza, inteligencia y buen carácter, llevándola siempre consigo para lucirla como su heredera de modo que el pueblo pudiera conocerla y tomarle cariño, Catalina se ocupó de prepararla para reinar, una labor que nadie mejor que ella podía realizar.
Fue de este modo como María recibió una educación exquisita, guiada siempre por su madre, que a su vez había sido una de las princesas mejor instruidas de Europa. Ella eligió personalmente a todos sus maestros y tutores, y contó para ello con la ayuda excepcional de uno de sus grandes amigos y confidentes, español como ella y uno de los pensadores, pedagogos y filósofos más destacados de su tiempo: Juan Luis Vives, encargado por Catalina de supervisar el desarrollo de sus progresos, programar sus lecturas y delimitar las materias en que debía centrarse.
María, una niña formal y responsable, tenía una inteligencia adelantada para su edad y afrontó sus ambiciosos planes educativos con empeño y una gran capacidad de trabajo. No sabía que tanto su madre como su tutor los habían trazado desde un principio siguiendo un objetivo. En junio de 1522, en parte debido al papel esencial que Catalina había desempeñado en las negociaciones, su primo Carlos, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y rey de España, que en ese momento tenía veintidós años, había llegado a Inglaterra para sellar con Enrique VIII el llamado Tratado de Windsor, por el que acordaba su matrimonio con María, de entonces seis años.
Aquella visita, la segunda que el ya emperador realizaba a Inglaterra, tras una primera efectuada en 1520, había resultado todo un éxito no solo por su esplendor, sino por el triunfo político que suponía para Catalina. María había podido participar de muchos de los actos que, cargados de simbolismo, se orquestaron para recibir y agasajar a su primo. Con entusiasmo infantil, seguía las novedades de su llegada y sabía que las naves del emperador habían arribado al puerto de Dover y este había descendido acompañado de un impresionante séquito de más de dos mil cortesanos y mil caballos españoles. Después, cuando el joven Carlos V llegó a las puertas del palacio de Greenwich, pudo presenciar cómo se arrodillaba ante su madre, Catalina, a la vista de todos, para besar su mano y solicitar su bendición. Era un gesto único y cargado de intención, por el que reconocía sus desvelos a favor de la unión entre España e Inglaterra, y todos los allí presentes rompieron en exclamaciones de júbilo que aclamaban a la reina Catalina como la mejor que jamás había tenido el país. María se sintió henchida de orgullo, y supo que todo aquello, las recepciones, los bailes, las increíbles cenas, tenían un fin último del que, en el fondo, participaba ella: algún día crecería, sería mayor y se casaría con ese joven desgarbado que era emperador y que le parecía inalcanzable, que la miraba con curiosidad y al que, por indicación de sus padres, se había acercado con timidez para obsequiarle, en nombre de su país, con caballos y los mejores halcones de caza, una práctica, la cetrería, en la que su madre era diestra y que ella también empezaba a dominar.
Se sentía, entonces, muy poca cosa, solo tenía seis años, ¿cómo iba ella a ser la esposa de ese hombre? Pero estudiaría, se convertiría en la mejor princesa posible, haría todo lo necesario para complacer a su madre, a su padre, al país, porque si algo había entendido ya era que, en todas aquellas ceremonias, en ese entramado de gestos, regalos y símbolos, ella desempeñaba un papel que iba más allá de los bailes, los obsequios y los conciertos de virginal. Ella era la pieza central de la mayor parte de los acuerdos que su padre cerraba por el bien de la Corona. Ella era María, la princesa, la hija del rey de Inglaterra. Y como tal, tenía un deber que cumplir.
Durante los siguientes años, María, guiada por Catalina, se preparó para convertirse no solo en la reina de su país, sino en la digna esposa de un emperador. Los términos del acuerdo matrimonial estipulaban que la celebración de la boda debía retrasarse al menos hasta que hubiera cumplido los doce años; así pues, disponía de un plazo razonable para aprender cuanto debía hasta ese momento.
